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Bernal había salido de su hotel a las ocho menos cuarto de la mañana, en compañía de Lista, a fin de reunirse con Navarro en la sala de operaciones antes de acudir a la cita que tenía con el contraalmirante en San Fernando. Aunque le dio tiempo de escuchar la grabación enviada por Ángel Gallardo, la comprendió todavía menos que su joven inspector. Necesitaban con urgencia una traducción completa.
En la Capitanía General, en San Fernando, y después de recibirle con su habitual afabilidad, Soto le puso al tanto de los acontecimientos de la noche anterior.
– Aunque esta vez no hubo ninguna señal luminosa, comisario, en las pantallas de radar se han registrado unos misteriosos movimientos entre el cabo Trafalgar y la isla de Sancti Petri. Como aquello no estaba justificado, mandé hacia allí a dos patrulleras, pero no han visto nada. Y luego interceptamos el mensaje de radio, el que le leí por teléfono.
– ¿Hubo respuesta a ese mensaje?
– No, y eso es lo extraño. La transmisión de Melkart se repitió dos veces, y luego, silencio. Es posible que los destinatarios contestasen utilizando una frecuencia que nuestros radionavegantes no consiguieron localizar, aunque lo intentaron.
– ¿Qué significa «Eritrea» para usted?
– Nada, como «Melkart».
– Bien, yo he encontrado, algo es algo, una referencia a Eritrea en la historia de Cádiz de Alfonso de Castro. En la página trece. Le he traído una fotocopia. Como verá, no es mucho lo que he avanzado en esa pesada lectura, pero le he dejado el libro a Navarro, para que mis inspectores lo revisen y vean si también sale «Melkart».
– ¿Y qué significa «Eritrea», comisario?
– Como podrá comprobar, se considera un antiguo nombre de la isla donde construyeron la primitiva Cádiz.
– Así pues, ¿cree que han sacado de la historia antigua esos nombres cifrados?
– Es posible, aunque me parecería un gran descuido por parte de ellos, porque una vez descifrado el primero, se pueden conseguir todos los demás. Un sistema bobo y completamente caído en desuso. Advertiría usted que la fecha que cita el mensaje es el próximo sábado, día diez. Pues bien, una agente que tengo en Cádiz ha descubierto una operación prevista para esa misma noche, en el fuerte militar de Santa Catalina. Le he traído copia del informe. Y también quiero advertirle que lo he hecho llegar a la JUJEM, en Madrid, que está tomando ciertas medidas al respecto.
Soto, preocupado, leyó el informe de Elena.
– El problema que se nos plantea, contraalmirante, es el siguiente -continuó Bernal-: ¿existe alguna relación entre el complot de Santa Catalina y el caso Melkart? Este último, indudablemente, tiene que ver con el submarinista muerto y con el asesinato del sargento de la Guardia Civil.
– A primera vista parece improbable. El caso Melkart ha sido enteramente naval hasta ahora, mientras que este otro asunto -Soto blandió el informe de Elena-, por las trazas, está relacionado con el ejército, quizá con oficiales disidentes, de esos que aún tienen cuentas por saldar.
– Hemos de hablar otra vez con los americanos y obligarles a poner las cartas sobre la mesa -dijo Bernal, no sin energía-. Acabo de leer en la jefatura de Cádiz el informe cursado por el agente que tengo en Rota, que siguió hasta el casino del Puerto a unos visitantes marroquíes que se reunieron allí, en una sala privada, con tres oficiales de la Marina estadounidense. Lo que más me interesa es cierta grabación de lo que hablaron. La he estado escuchando, pero no la comprendo. ¿Cuentan aquí con algún intérprete que la pueda traducir?
– Sí, daré instrucciones inmediatamente.
– Estupendo. Aunque eso no se lo vamos a decir de momento al comandante americano, tengo fotocopias de la documentación de esos tres oficiales de la Marina estadounidense. Podríamos preguntarle a Weintraub qué función desempeñan en Rota. Si no otra cosa, nos dará una base de negociación.
El tiempo iba mejorando cuando, saliendo de Capitanía, tomaron la Nacional VI en dirección a Rota: ya no soplaba el levante, y el sol calentaba. Al salir del Puerto de Santa María por la comarcal, Bernal se quedó asombrado al ver la cantidad de flores que habían surgido como por arte de magia al borde de los campos, entre las piedras, y en los viñedos. El Super Mirafiori se detuvo suavemente a la puerta de la base naval, donde los guardias de ambas Marinas examinaron los pases de los visitantes. El coche se puso en marcha de nuevo y les dejó frente al edificio de Seguridad.
El comandante Weintraub les recibió debidamente uniformado en esa ocasión; le acompañaban dos ayudantes y el mismo intérprete de la primera visita. Soto dejó que hablase el comisario, el cual pasó directamente a la ofensiva.
– Creo que el otro día no acabó usted de ser franco con nosotros, comandante, y nos hemos visto obligados a descubrir cosas por el camino menos fácil. Aunque es posible que en aquel momento no dispusiera usted de la información que nos interesaba, lo cierto es que han surgido novedades y ahora tenemos otra muerte por esclarecer: la de un sargento de la Guardia Civil asesinado en Sancti Petri, hecho que de momento hemos callado a la prensa.
El comandante, que fue poniéndose serio según escuchaba la traducción, se dignó quitarse el mojado puro de la boca, para decir cuánto lamentaba aquella desgracia, si bien no veía en qué forma podía ayudarle al comisario la Marina de los Estados Unidos.
– Dejándonos examinar sus armas secretas de contraofensiva -replicó Bernal-. En particular la que funciona a base de rayos láser.
Traducido eso, Weintraub miró con cierto desaliento a sus ayudantes.
– Bien, comisario, es posible que exista ese tipo de armas, pero ¿qué le hace pensar que dispongamos aquí de ellas?
– El informe de mi forense sobre la autopsia del submarinista. No deja duda al respecto, y nuestra Marina no dispone de armas de ese tipo.
– No negaré que se hayan entregado armas contraofensivas de esas características a nuestros hombres, con fines de adiestramiento, pero no se han empleado en acción, comisario.
Bernal escuchó con aire solemne la versión que daba el intérprete de las palabras de Weintraub.
– Se usó una, en la persona del hombre rana identificado, y le causó la muerte -repuso con firmeza-. Estoy seguro de que su oficial de mando debe tener constancia de ese incidente, ocurrido hace casi dos semanas.
– No tengo autoridad para tratar ese asunto con usted, comisario -contestó el comandante.
Como le pareció advertir menos seguridad en su tono, Bernal decidió presionar a su oponente.
– De ser ése el caso, tendré que pedir a Madrid que evacúe la consulta sobre esta cuestión a un nivel mucho más alto.
El comandante palideció ante esa réplica.
– Alto el carro, comisario, alto el carro. En primer lugar, no reconocemos que se haya producido incidente alguno en relación con el empleo de esa nueva arma contraofensiva.
Como al oír esa traducción Bernal hiciera ademán de levantarse y marcharse, Weintraub le pidió con una seña que volviese a su asiento.
– Es posible, sin embargo -añadió entonces-, que ocurriese un accidente en el curso de un ejercicio secreto de entrenamiento que se efectuó la noche del veintiuno de marzo, de resultas del cual un desconocido pudo recibir heridas graves. Ninguno de nuestros hombres resultó lesionado ni ha desaparecido. Y tanto la Marina como el Gobierno de los Estados Unidos rechazan toda responsabilidad en relación con este asunto.
Bernal se dio cuenta de que el comandante había leído la primera parte de una declaración preparada exprofeso.
– ¿Podría proporcionarnos una copia de ese documento, comandante? -preguntó-. Sólo a efectos oficiales, ya me entiende.
Weintraub consultó con la mirada a sus ayudantes.
– De acuerdo, comisario. Se lo tenemos traducido al español.
Bernal cambió una mirada con Soto: o sea que los americanos tenían previsto que las cosas llegaran a eso… Bien, por lo menos tendría algo que enviar a Madrid en relación con el submarinista muerto.
Como dando por concluido el aspecto formal de la reunión, el comandante se puso en pie, encendió un nuevo puro e indicó con un ademán una bandeja con botellas de bourbon y agua de seltz.
– Una última cosa -dijo Bernal en tono suave-. Quisiéramos información sobre cierto tipo de submarino de bolsillo que ha sido visto en la bahía. Nuestra Marina no tiene noticia de que hayan entrado aquí en servicio embarcaciones de esas características.
El comandante se dejó caer en su sillón y mordió furiosamente su cigarro.
– Ni tampoco la tenemos nosotros, comisario. Los únicos submarinos que existen aquí son los que ya conoce su Gobierno.
Advirtiendo la sorpresa de Soto ante su pregunta, y la rápida mirada que dirigió Weintraub a sus auxiliares, Bernal dijo:
– Muy bien, comandante, le creo. Si entrase en la bahía algún submarino de ese tipo, sin duda perteneciente a alguna potencia extranjera, y se enteraran ustedes de ello, le agradecería que se lo comunicasen inmediatamente al contraalmirante Soto.
Después de que él y Soto hubieran rechazado cortésmente las copas que les ofrecían, so pretexto de que andaban faltos de tiempo, Bernal volvió sobre sus pasos y le entregó una lista al jefe de Seguridad.
– También le agradecería, comandante, que nos hiciese llegar una relación de las actividades de estos oficiales destacados en su base.
Weintraub examinó el papel con una expresión perpleja.
– Okay, comisario, me encargaré de ello. ¿De qué se acusa a estos hombres?
– Por el momento, de nada, pero me gusta adelantarme a los acontecimientos -fue la andanada que le largó Bernal al americano como despedida.
Mientras salían de la base, el contraalmirante le preguntó a Bernal en qué estaban metidos, según él, los tres oficiales americanos.
– No lo sé, pero vale la pena sondear un poco. A propósito, ¿cree que podría conseguir que su jefe de relaciones políticas cenase hoy o almorzara mañana con nosotros dos? Esta vez invito yo. ¿Le parece que probemos El Anteojo, en la Alameda de Apodaca?
– Organizaré la cosa, comisario. Pero los gaditanos no dejamos pagar a nuestros visitantes.
– Espero no tener que librar con usted las mismas batallas que con mis colegas madrileños -suspiró Bernal-. Dicho esto, creo que es buen momento para darse un paseo en barco, sobre todo con un día tan caluroso. ¿Qué le parece, podría conseguir que una de sus patrulleras nos llevase?
– Naturalmente. Nuestros medios están a su disposición. ¿A dónde quiere ir?
– Sólo hasta el cabo Trafalgar, costeando, y volver. ¿Quedamos a las cuatro y media?
A Elena Fernández la vida religiosa le estaba resultando penosísima. Trató de romper la monotonía ayudando a sor Encarnación en la cocina durante buena parte de la mañana, y eso le dio no sólo la oportunidad de hablar con la bondadosa y anciana monja, aprendiendo mucho de aquellas charlas, sino además de vigilar la puerta del despacho del padre Sanandrés por la ventana lateral, que daba al lado sur del claustro.
Después de ayudarlas a ella y a la cocinera en la preparación de tres docenas de las pescadillas que llamaban «herreras», presentadas a la manera típica de Cádiz, en pequeñas bandejas para el horno y envueltas en sal gruesa, Elena oyó el anticuado timbre de la entrada y vio que sor Serena, la portera, salía a abrir. Los visitantes eran el coronel y el capitán cuya conversación había sorprendido la víspera, y eso hizo que el pulso, de emoción, se le acelerara.
Dijo a sor Encarnación que se retiraba, para meditar antes de sexta, y enfiló la escalera hacia su celda, en busca del devocionario. Aprovechó la ocasión para sacar del compartimento secreto de su maleta la Rolleiflex miniatura y volvió presurosa al claustro. Aunque tuvo la desilusión de encontrarlo desierto, se sentó en el banco de mármol del que ya era asidua, al lado norte del claustro, y fingió estar absorta en sus oraciones.
Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta del despacho del prior, a quien vio salir acompañado de ambos oficiales. Después de comprobar que no hubiera nadie más en el claustro, Elena sacó la diminuta cámara y la acomodó entre los dos macetones que reposaban en el repecho del arco, confiando en que el trío se acercase lo bastante para la toma. Pero se quedó chasqueada al ver que partían en dirección inversa, hacia la capilla. ¿Debía arriesgarse a seguirles? Bien mirado, nada tenía de sospechoso el que entrase allí a orar.
Con súbita decisión se guardó la cámara en el bolsillo del hábito y se encaminó, llena de audacia, a la puerta del oratorio. Deteniéndose junto a la pila del agua bendita, en la entrada, examinó el terreno. El templo, al parecer, estaba desierto.
¿Dónde se habrían metido aquéllos? Seguramente el prior les habría llevado a la sacristía. Avanzó por el pasillo y se detuvo ante la hornacina de Nuestra Señora de la Palma, a la derecha del altar mayor. Habiendo encendido un cirio, se arrodilló como en actitud de orar, pero con el oído aguzado, al acecho de voces. No oyó nada. Se le ocurrió entonces asomarse al panel de cristal existente al pie del altar, donde percibió un resplandor de luz artificial procedente de la cueva donde brotaba el manantial milagroso coincidiendo -empezaba a deducir- con el flujo de las mareas, como así lo sugerían las diarias variaciones del horario que regía aquella curiosa ceremonia de la Adoración Diurna.
A fuerza de adelantar la cabeza entre los jarrones de azucenas y gladiolos colocados a ambos lados del altar, alcanzó a ver la superficie de las gorras de plato de los militares y la calva del padre Sanandrés. ¿Qué estarían tramando? Buscando con la mirada un escondite, reparó en el confesionario de pulido roble situado a la derecha del templo. Después de cerciorarse de que nadie la observaba, se deslizó al interior del compartimento reservado al confesor, que ofrecía mejor cobijo, y preguntándose si estaría cometiendo un sacrilegio, cerró la puerta. La celosía de madera le permitía dominar el altar y la puerta que llevaba a la sacristía y a la gruta inferior. Varga, el técnico, le había asegurado que la cámara resultaría efectiva aun con luz muy pobre, en especial por la película en blanco y negro y muy rápida que él había cargado. Al comprobar si se ajustaba a los rombos del enrejado, vio, por el minúsculo visor, que abarcaba una considerable porción del muro contrario. Ajustó la lente zoom, y se sentó a esperar.
En la penumbra del confesionario, Elena consultó con cierto desasosiego su reloj. ¿Qué harían tanto tiempo en la caverna el padre Sanandrés y los dos oficiales? Como tardaran mucho en salir, llamarían a sexta, y si sor Serena reparaba en su ausencia del oficio de mediodía, ella se vería en serias dificultades. En cuanto a la posibilidad de que la descubrieran sentada en el confesionario, donde el cura, haría un papel ridículo.
Faltaban poco más de diez minutos para las doce; pronto sonaría la campana y los religiosos y religiosas de la orden irían a congregarse no lejos de donde estaba ella agazapada. Recobró la esperanza al oír que se abría una puerta, y enfocó la cámara hacia el otro lado, el de la sacristía, pero no apareció nadie. Torciendo la vista por el entramado de la celosía, advirtió consternada que la señora de Bernal acababa de entrar en la capilla y se encaminaba hacia la imagen de Nuestra Señora de la Palma, ante la cual encendió una vela y se arrodilló en oración.
Percibió entonces Elena un murmullo de voces masculinas, y a continuación la puerta de la sacristía se abrió inesperadamente. Viendo aparecer en el visor al coronel y al capitán, se puso a tomar fotos, en la esperanza de que alguna resultase aprovechable… y de que no se percibiese el leve chasquido que producía la palanca al pasar la película. El prior y sus acompañantes se pararon en seco al ver a Eugenia Bernal arrodillada ante el altar de la Virgen, y como los otros le dirigieran una mirada inquisitiva, el padre Sanandrés les tranquilizó con un cabeceo, para, luego, al cruzar junto a Eugenia, saludarla con otra inclinación. En cuanto les vio salir, Elena, advirtiendo que la señora de Bernal seguía vuelta de espaldas a ella, se armó de coraje y, abriendo la puerta del confesionario, salió tan rápida y silenciosamente como pudo. Creía ya haberse escabullido con éxito, cuando la puerta, por haberla abierto más de la cuenta, chirrió de una forma espantosa, a lo cual Eugenia volvió vivamente la cabeza y se puso en pie.
– Pero, querida, no confiesan hasta la tarde… ¿Acaso no te lo han dicho las hermanas? Hay una hora destinada a eso…
No parecía extrañarle el que hubiera salido del confesionario por el lado reservado al cura.
– Gracias por la información -repuso Elena-. Debí leer mal el folleto.
– De nada, querida. ¿Quieres que recemos juntas hasta el toque de sexta?
– Con mucho gusto, señora.
– A lo mejor te apetece ayudarnos esta tarde a decorar el paso para la procesión de mañana…
– Será un honor.
¿Qué pensaría Bernal, se dijo Elena para sí, si la viese arrodillada con la tragasantos de su esposa ante la recargada imagen de Nuestra Señora de la Palma, cuyos ropajes, entretejidos de oro y plata, resplandecían a la cálida luz de las velas? En su recogimiento, ninguna de ambas mujeres reparó en la recelosa y severa observación de que les hacía objeto sor Serena tras el enrejado de la galería existente sobre la entrada de la capilla.
Concluida su visita a la base de Rota, Bernal, de regreso hacia la sala de operaciones gaditana, dejó al contraalmirante Soto en San Fernando. Al llegar el comisario a su destino, Navarro le saludó con un parte de las noticias recibidas.
– Ángel ha llamado desde Jerez para decir que los cuatro marroquíes han salido en una avioneta; según las autoridades del aeropuerto, con destino a Rabat.
– Haz venir a Ángel, Paco. Quiero que proteja a Elena en el convento. No me gustan los riesgos que correría si los conjurados descubriesen su misión.
– ¿Y cómo le metemos allí, jefe? ¿Con qué pretexto?
– De momento, búscale hospedaje en una casa que dé frente al convento, desde donde pueda seguir las idas y venidas del coronel y el capitán confabulados con el prior, y a ser posible, fotografiarles. Hay que descubrir quiénes son, y vigilarles discretamente.
– Vale, jefe. Quedó en llamarme dentro de un rato, desde Rota, para recibir instrucciones. La otra noticia es que Miranda y Lista han encontrado una referencia a «Melkart» en esa vieja historia de Cádiz. Como por desgracia el libro no lleva índice, tuvieron que tragarse todo el texto. Lista se fue luego a la biblioteca de la facultad para consultar la Espasa.
– Que entren, Paco. Estoy impaciente por conocer el resultado.
– No sé por qué presiento, jefe, que no nos va a servir de mucho.
Miranda, hombre de aspecto estudioso, y tímido por lo regular, entró con un fajo de notas, seguido por Lista, que llevaba los dos ejemplares que habían conseguido del libro de Castro.
– Aquí tienes lo que hemos podido sacar en claro hasta ahora, jefe -dijo Miranda-. Melqart, que al parecer significaba «rey de la ciudad», fue un dios que los sirios de Tiro adoraron en el siglo séptimo antes de Jesucristo. Más tarde se le relacionó con el héroe griego Heracles, y los cartagineses, convirtiéndole en el Hércules Tirio, le levantaron templos, uno de ellos situado aquí, en Cádiz, donde, según la leyenda, le rindieron culto tanto Alejandro el Magno como Julio César.
– ¿Y se sabe, Miranda, dónde se encontraba ese templo?
– En la isla de Sancti Petri, que en la época romana se llamó Heradeum. Eritrea, o Euriteia, era el nombre de la isla o promontorio que ocupa hoy el casco antiguo de Cádiz. Los griegos la llamaron también Afrodisia, y dedicaron un templo a Venus. Durante el imperio romano hubo otro, consagrado a Juno.
– No veo a dónde nos conduce todo esto -comentó Navarro-. A lo mejor «Melkart» es un anagrama que nada tiene que ver con el Hércules Tirio.
– Son demasiadas coincidencias, Paco -objetó Bernal-, en particular teniendo en cuenta que el mensaje interceptado también mencionaba una «Eritrea». Mira a ver si puedes ponerme al habla con el inspector Ibáñez, del Registro Central de Madrid.
Mientras aguardaba la comunicación, Bernal siguió sopesando el contenido de las notas de Miranda y Lista. Como el primero le pidiese nuevas instrucciones, dijo:
– Llégate a ver a ese arabista de la facultad, el biznieto del historiador Castro. Tiene que haber descubierto algo a estas alturas.
Lo primero que Bernal le preguntó a Ibáñez, cuando Navarro le pasó la llamada, fue qué hacia trabajando en Semana Santa.
– Tengo previsto escaparme unos días a partir del jueves. Luis, pero es que estos nuevos programas del ordenador nos traen locos. Aunque va a resultar un gran sistema, cuando le cojamos el tranquillo.
– Quería pedirte un favor, Esteban: que me consultases en tu pantalla el nombre de «Melkart» -se lo deletreó-. La K también podría ser una Q. No sé si se trata de un anagrama, de un nombre cifrado o de un código de llamada. Pero algo me dice que es de origen norteafricano, probablemente marroquí. Podría ser una organización del estilo del Frente Polisario. En el mismo radiomensaje que interceptamos aparecía la palabra «Eritrea», o «Euriteia». ¿Quieres consultarla en la sección internacional? Muy agradecido -y le dio el número de teléfono de la sala de operaciones de Cádiz.
Volviéndose entonces hacia Navarro, le dijo:
– Si te apetece una excursión marítima esta tarde, Paco, Soto y yo vamos a dar un paseo en una patrullera.
– No, gracias, jefe: soy un mal marino. Pero no hay inconveniente en que te acompañe Lista.
– Esperemos que se le dé bien el localizar ballenas -respondió Bernal enigmáticamente.
Por suerte el mar está tranquilo y luce el sol, pensó Bernal mientras subía con Lista a la patrullera que el contraalmirante Soto había puesto a su disposición. Soto se presentó al teniente que mandaba el navío, y en seguida desatracaron del pequeño muelle que tenía la base en Torre Gorda. Acababa de producirse la pleamar de la tarde, y el comisario se preguntó si el sagrado flujo se habría materializado a tiempo en el Convento de la Palma. Decidió consultar a los expertos locales a propósito de aquel extraño fenómeno.
Soto había ordenado que en la caseta del timón instalasen, en un trípode, unos potentes prismáticos que permitirían a Bernal reconocer la costa. Le habían procurado asimismo una carta de bajíos y corrientes, junto con mapas del Instituto Geográfico y Catastral correspondientes a la zona costera que iba de Chipiona a la desembocadura del Guadalquivir, por el noroeste y, en la dirección opuesta, hasta el Peñón de Gibraltar.
– Cuando enfilemos hacia el sur, contraalmirante, me gustaría pasar entre la isla de Sancti Petri y la boca del canal.
– Se lo diré así al teniente. Y cuando quiera reducir la marcha o pararse para examinar más despacio la costa, avíseme.
– ¿Podría esta patrullera remontar el canal, o es demasiado poco el calado?
– Si lo desea, podemos navegarlo hasta San Fernando y La Carraca.
– Vamos a entrar sólo un poco: digamos, hasta la antigua almadraba, la pesquería de atún. Sólo quiero sacar una impresión del acceso por mar.
El barco, capaz de desarrollar una velocidad de casi veinte nudos, costeó raudamente, siguiendo las dunas que desde Torre Gorda se extendían, hacia el sudeste, hasta Sancti Petri. No vieron nada de interés hasta alcanzar la punta septentrional de la isla, donde Bernal pidió que redujesen la marcha e inspeccionó sus contornos con ayuda de los prismáticos fijos, mientras Lista y el contraalmirante escudriñaban la rocosa costa sirviéndose de gemelos corrientes. Localizaron las ruinas del castillo y el faro automático que se levantaba detrás.
Poco más tarde alcanzaron la entrada del canal, que discurría en arco hacia San Fernando, y la patrullera enfiló con precaución la estrecha boca. Avistaron, a la derecha, los desiertos barracones militares y el embarcadero bajo cuyas tablas había aparecido ahorcado el sargento Ramos. Saludaron con la mano a la pareja de la Guardia Civil que estaba de vigilancia allí, y penetraron en el canal.
Bernal advirtió en seguida el cambio que registraba el panorama en las salinas, donde se tornaba desolado y amenazador. Las extensiones de barro gris se veían interrumpidas tan sólo por algún que otro cañaveral poblado de aves marinas, que incomodadas por el paso de la embarcación, trocaron en agudos gritos de protesta las voces con que llamaban a los compañeros. Recorridos los primeros trescientos cincuenta metros, divisaron la mole de la abandonada almadraba, en que se habían preparado durante siglos las capturas de atún. Más allá, donde se estrechaba el curso de agua, Bernal vio, hacia el norte, un edificio que coronaba una elevación. Señalándolo, preguntó:
– ¿Qué es aquello, Soto?
– La ermita del Cerro, aunque reconozco que cerro es mucho decir. Nadie la visita ya.
Entretanto habían dejado atrás, a estribor, la Isleta, un brazo de tierra que se internaba en las estériles marismas salitrosas. Divisaron, al frente, las casas de San Fernando.
– Creo que ya hemos entrado bastante, Soto. Si sus hombres pueden virar por aquí, me gustaría recorrer un trecho de costa por el otro lado.
Cuando, rebasado de nuevo el fondeadero, abandonaron el canal de Sancti Petri y salieron a mar abierto, Bernal percibió el suave cabeceo que la corriente imprimía a la embarcación al doblar hacia el sur. Vio que había público en la cercana playa, sin duda atraído a ella por lo soleado del día, e incluso reparó en un par de animosas almas que se bañaban. Al fondo se extendía una hilera de los chiringuitos en los que en temporada se vendían fritos y refrescos, y que en ese momento, al parecer, continuaban en cierre invernal.
– La Barrosa -comentó Soto-. Una playa muy visitada por la gente de Chiclana y San Fernando, a pesar de que ahonda mucho y ofrece peligro para los bañistas.
Mientras seguían rumbo al sur, Bernal, Lista y el contraalmirante escrutaban minuciosamente el litoral, que en aquel momento se elevaba formando acantilados de cierta importancia, mezcla de arenisca roja y caliza con conchas, grandes porciones de los cuales habían caído a la playa y al propio mar en distintos lugares. Rebasada otra atalaya, la Torre del Puerco, alcanzaron el cabo Roche, detrás del cual el riachuelo del mismo nombre daba al mar por una hondonada.
– Diga, contraalmirante -preguntó Bernal-, ¿ha visto algo digno de llamarse Bahía Ballena?
– Por esta costa no conozco nada que justifique ese nombre.
Más allá de la hermosa población de Conil, cuyas enjalbegadas casas resplandecían bajo el intenso sol, los acantilados se prolongaban hasta Torre Nueva, donde empezaban a perder altura y el perfil de la costa iba tornándose forestado y muy pantanoso al sudeste de Zahora. Al frente, en una baja y arenosa punta, distinguieron el faro de Trafalgar.
– Lo que daría uno, Soto, por haber estado aquí el 21 de octubre de 1805 y haber visto la gran batalla entre los barcos británicos y la flota conjunta hispanofrancesa…
– Pues yo, comisario, celebro no haber asistido: quizá me hubiera tocado el mando de uno de aquellos viejos buques de alto bordo -dijo el contraalmirante. Y al apartarse Bernal de los prismáticos, agregó-: Me gustaría que nos llegásemos hasta Los Caños de Meca, para que los vea usted. Están justo a la vuelta del cabo. Una increíble serie de cavernas, aparentemente naturales, aunque los cuentos de viejas afirman que son los restos de una antigua ciudad que cayó al mar. Como ocurre en Cádiz, los pescadores sacan allí de vez en cuando monedas griegas y cartaginesas.
– Vaya, eso explica el origen del hombre de Trafalgar. Una de las informaciones más abstrusas que he sacado leyendo a Adolfo de Castro, es que procede del árabe Taraf al-Agar, que significa «promontorio de las Cuevas».
– No podremos acercarnos mucho, comisario, porque las rocas submarinas son muy peligrosas, pero de todas formas, las verá bien.
Recorriendo las rocosas cavernas con los prismáticos, Bernal dio en pensar en lo mucho que se parecían a fantásticos palacios orientales batidos por las procelosas aguas que aun en un día de mar tan tranquilo rompían contra ellas.
La patrullera describió por último un amplio círculo hacia alta mar, donde las aguas del Atlántico se unían con las del Estrecho. Mucho más perceptible allí, el oleaje hizo que Bernal sintiera un desagradable vacío en el estómago. Consiguió orientar los prismáticos hacia el nordeste, donde captó una gran mole que se perfilaba sobre la límpida luz de poniente.
– Eso es Gibraltar, ¿no?
– Sí, señor -respondió el contraalmirante-. Y si mira hacia el sudeste, distinguirá Ceuta, la otra Columna de Hércules.
Cuando hubieron virado, Bernal se encaminó a la puerta de la cabina y encendió un Káiser al socaire del viento.
Estaban pasando de nuevo frente a Conil de la Frontera, y el comisario volvió a cubierta para examinar la costa, en ese momento más visible gracias al reflujo. El vivo sol de la tarde sembraba de intensas sombras los ásperos acantilados. Lista, que no dejaba de escudriñar las playas, llamó a Bernal de improviso.
– Jefe, delante de esa cala parece que hay una pequeña embarcación negra.
Acercándose a los prismáticos fijos, Bernal inspeccionó el punto que indicaba Lista, justo detrás del cabo Roche.
– ¿Podríamos aproximarnos, contraalmirante? Sea lo que fuere, vale la pena echar un vistazo.
A medida que la patrullera se acercaba a la caleta, apreciaron que sólo era accesible por tierra siguiendo un empinadísimo sendero abierto en el acantilado, en cuyo extremo superior había un pequeño puesto de vigía. En el confín noroccidental de la minúscula bahía, destacaba lo que parecía ser una pequeña embarcación en forma de submarino que luchara con el espumeante aguaje. Cuando se encontraban a menos de doscientos metros de allí, Lista gritó:
– ¡Si es como una pequeña ballena negra!
Toda la tripulación, menos el timonel, se había asomado a la borda y tendía la vista hacia la extraña nave.
– Cuidado con embarrancarnos -advirtió el teniente al timonel.
– Descuide usted -voceó el otro-. Conozco esta playa. Profundiza mucho, pero por el lado norte hay rocas sumergidas. No me acercaré demasiado.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó Lista-. Lo siento, jefe: no es más que una roca de forma caprichosa. Hubiera jurado que se trataba de alguna especie de embarcación metida entre los rompientes.
– No deja de ser interesante, Lista -observó Bernal-. ¿Por qué no reparamos en esa roca en el viaje de ida?
– Porque la marea estaba alta -explicó el contraalmirante-. Es curioso su parecido con una ballena pequeña o un delfín, ¿verdad?
Descollante sobre un pedestal natural, de caliza y conchas color crema, la alargada roca negra se hubiera dicho una pieza de estatuaria, acentuado su extraordinario aspecto por el contraste de la base con el rojo de los acantilados que se alzaban más allá. Aunque la parte de la cola resultaba mucho más real que la correspondiente al morro, el orificio que éste tenía en la punta, que filtraba de continuo el agua de los rompientes y parecía un ojo de cetáceo, le imprimía vida y movimiento.
– Lo siento, jefe -repitió Lista apesadumbrado-. Le he hecho perder el tiempo.
– Al contrario, Lista -repuso Bernal-, no te disculpes. Creo que has encontrado Bahía Ballena. Entremos a consultar las cartas de navegación.
Bernal examinó cuidadosamente el mapa del Instituto Geográfico y Catastral.
– Un lugar ideal para un desembarco clandestino o para un encuentro secreto -comentó-. Hay una carreterita que lo comunica con la Nacional 340 en Barrio Nuevo, diez kilómetros al sudeste de Chiclana.
– Es el punto que yo mismo elegiría- reconoció Soto.
– Haremos que Vigilancia de Costas monte un servicio -determinó Bernal-. De regreso, ¿podríamos atracar en la isla de Sancti Petri?
– En el lado sudeste hay un pequeño fondeadero. Se puede intentar una breve visita antes de la marea baja.
Al acercarse la patrullera a la extraña isla, las aves que anidaban entre las rocas bajas se alzaron profiriendo agudos gritos de protesta y se quedaron volando en círculo en lo alto. El pequeño muelle de piedra tenía grandes argollas, oxidadas, que se destinaban al amarre de pequeñas embarcaciones. Unos peldaños cubiertos de algas conducían a las ruinas del castillo.
– Tengo la clara sensación de haber estado antes aquí, quizá en sueños -declaró Bernal-. Es como si lo conociera de siempre.
– Uno de los últimos que vivieron en estas ruinas fue Manuel de Falla, cuando componía su gran cantata La Atlántida, que no llegó a terminar -dijo Soto-. Según él, el batir de las olas y la antigüedad del paraje se metían en su música y le embargaban.
– No me extraña -repuso Bernal-. Si esto fue realmente Herakleion, donde se levantaba el templo de Melkart, el Hércules Tirio, que tantos griegos, cartagineses y romanos visitaron asombrados por las enormes mareas, un fenómeno desconocido en el Mediterráneo, hay que comprender que aquí se creyesen en el peligroso extremo occidental de su mundo.
La fría brisa de la tarde se había levantado ya, y Bernal se estremeció como si le azotasen los espectros de participantes en antiguos y atroces ritos.
– Hagamos una rápida inspección, contraalmirante, y volvamos a Cádiz.
No encontraron indicio alguno de presencia humana en el castillo en ruinas y sin techumbre, batido de tan antiguo por los vendavales del Atlántico y deteriorado por gruesos depósitos de guano. La desolación del paraje parecía afectarles a todos.
Al llegar al extremo occidental del bajo acantilado, percibieron un sordo retumbar bajo los pies.
– ¿Hay alguna gruta debajo de estas rocas, Soto?
– Sí, una especie de cavidad que forma una chimenea por donde se cuela, detrás de los muros del castillo, el agua de la marea.
– Vi algo parecido en Cascais, al oeste de Lisboa -comentó Bernal-, un lugar que llaman A Boca do Inferno.
Acercándose al punto indicado por el contraalmirante, se asomó a una profunda sima de la cual sólo alcanzó a ver el arenoso fondo y el fluir y refluir de las olas. Pero luego reparó con sorpresa en dos profundos surcos paralelos en el lecho de grava, y en una escala de cuerda, manifiestamente nueva, que colgaba a menos de media distancia de la base del pozo.
De vuelta en su celda después del almuerzo de cuaresma, celebrado después de sexta y que había consistido en pescadilla al horno y una ensalada, Elena Fernández extrajo la película de la cámara en miniatura. Sellado cuidadosamente el minúsculo carrete, lo guardó en un cartucho de plástico negro. Redactó un breve informe que unió a la película en un grueso sobre dirigido al comisario Bernal. Todo estaba listo ya para la visita vespertina de las seglares que asistían a la Adoración Diurna.
Tendida en el estrecho catre, se preguntó qué otra cosa podía interesarle a Bernal que hiciera. Estaba claro que debía inspeccionar la sacristía y la Santa Cueva en la primera oportunidad que se le presentase. Tenía que descubrir qué se traían entre manos allí abajo el padre Sanandrés y los dos oficiales. Entretanto lo único útil que podía hacer era observarles en sus visitas al convento, que parecían producirse sólo por las mañanas.
Como la tarde era agradablemente calurosa, decidió bajar al soleado claustro. Encontró allí a sor Encarnación, que le propuso ir a ayudar a la señora de Bernal en el patio trasero. El paso del Jueves Santo representaría el Huerto de Getsemaní, por lo cual Eugenia estaba ocupada en desprender de su tallo centenares de lirios azules y blancos que prendía en una red tendida sobre el piso de la plataforma.
– Esas flores deben de haber costado una fortuna -comentó Elena.
– Los hermanos de la cofradía han estado ahorrando todo el año y han organizado muchos actos sociales, para reunir dinero suficiente -repuso la bondadosa y anciana monja-. Hacen una labor magnífica. Sólo las flores del Jueves Santo han costado más de cien mil pesetas.
– Y prenderlas en esta red nos va a llevar casi dos días- dijo Eugenia Bernal.
Estuvieron trabajando casi hasta el toque de nona, momento en que la señora de Bernal se encaminó a la iglesia. Sor Encarnación retuvo a Elena y le dijo en un premioso susurro:
– ¿Podría hablar un momento a solas con usted, señorita? Sé que su padre es una persona importante, y quizá pueda intervenir. Estoy muy preocupada a cuenta de esos oficiales que vienen aquí a diario. Temo que sean una mala influencia para el pobre padre Sanandrés. A veces se deja llevar por el entusiasmo. Es algo que he observado a menudo en los que practicamos la vida contemplativa: cuando se nos ofrece la oportunidad de actuar, solemos llevar demasiado lejos las cosas. Y sor Serena, que es una fanática de derechas, le tiene dominado. Es una mujer muy peligrosa -la anciana monja se persignó.
– Ayudaré gustosa en lo que sea, hermana -respondió Elena, tratando de disimular su avidez-. También prometió usted enseñarme la Santa Cueva.
– Sí que lo hice -exclamó sor Encarnación-. Voy perdiendo la memoria. Pero esta tarde no podrá ser, porque la marea no habrá bajado lo bastante. Podemos quedar en vernos allí mañana, después de prima. Desde luego estos viejos huesos no me dejarán bajar con usted, pero le enseñaré el secreto. Y de paso tendremos ocasión de hablar en privado.
Oyeron la campanilla de la puerta principal, y luego la campana grande tocó a Adoración Diurna. Elena se palpó el bolsillo del tosco hábito, para cerciorarse de que el grueso sobre con la película seguía allí. Le tranquilizó observar que la catalana alta estaba, como de costumbre, con las demás seglares, y que no trataba de atraer la atención de ella.
Terminado el oficio con la ceremonia del agua milagrosa, Elena se escabulló al claustro y aguardó en su lado sur. Pronto apareció la catalana, que al cruzarse con ella la saludó con un «Hola, señorita». Elena le entregó el sobre y sonrió agradecida. Al darse la vuelta, vio en la puerta de la iglesia a sor Serena mirándola con profundo recelo.
– ¿No estaba usted en la ceremonia, señorita?
– Sí, sí, pero como creí que ya terminaba, estaba esperando a la señora Bernal para ayudarla a decorar el paso.
– Muy atento por su parte, señorita -respondió fríamente la monja de prietos labios-. Espero que estos días de retiro le sean de beneficio espiritual.
¿La habría visto entregando el sobre? se preguntó inquieta Elena. Sor Serena parecía estar siempre al acecho, y surgía como por ensalmo dondequiera que uno fuese, como si actuara de ojos y oídos del padre Sanandrés de un lado a otro del convento.
Elena pasó el resto de la tarde ayudando a Eugenia Bernal en la colocación de las flores bajo la severa dirección de sor Serena. A la bondadosa sor Encarnación no la vio para nada.
Bernal pidió al teniente que fuese a buscar a la patrullera dos rollos de cuerda a fin de que Lista bajase al pozo e inspeccionara la escala y los extraños surcos visibles en la arena del fondo.
– No hay que entretenerse demasiado, comisario -le advirtió el contraalmirante-, o nos sorprenderá la bajamar y no podremos zarpar. Además, va a anochecer.
– ¿De cuánto tiempo disponemos?
– Una hora, aproximadamente -dijo Soto, consultando su reloj- ¿Por qué no enviamos abajo a uno de los marineros con el inspector?
– Cuantos menos sean los que pisen esas marcas, mejor. Lista tiene experiencia en ese trabajo.
Dos de los tripulantes fueron bajando lentamente a Lista hasta que tuvo a su alcance la escala de cuerda, que estaba atada a un puntal hundido en la roca. Después de comprobar su resistencia, descendió por ella, a partir de ahí con más facilidad, sirviéndose de una pequeña linterna para inspeccionar las paredes de la chimenea según bajaba.
– ¿Es natural ese pozo? -preguntó el comisario a Soto.
– Así lo creo. Es el mar, que erosiona la caliza en los puntos más débiles. Tenemos varios de estas características a lo largo de la costa. Los hay bajo el propio Cádiz.
Alcanzado el fondo, Lista se puso a inspeccionar los amplios surcos paralelos que hendían el guijarroso suelo.
– Esto se ensancha y forma una cavidad más grande, jefe -gritó hacia lo alto-. Queda debajo del castillo. Y este pasadizo lleva al mar.
Lista desapareció un momento. Al regresar, Bernal le preguntó con voz que retumbaba en las paredes del pozo:
– ¿Qué son esas marcas, Lista?
– De alguna clase de embarcación. Siguen hasta la playita que hay a la salida de la cueva. Y se paran justo en la entrada de la caverna grande. Si me manda la cámara y el flash de pistola, tomaré unas fotos.
Fueron a buscar el aparato a la patrullera y se lo bajaron atado a una segunda cuerda. La operación le llevó poco tiempo, y Bernal le pidió que volviese arriba.
– ¿Qué clase de embarcación pudo dejar esos surcos paralelos, contraalmirante?
– También a mí me intriga, comisario. No puede tratarse de un barco corriente. ¿Quizá un catamarán?
– Cuando haya subido Lista, haremos un rápido reconocimiento del castillo.
– No lo retrasen mucho: la marea está menguando de prisa.
Bernal y Lista procedieron a una presta inspección de las ruinas pasando de una a otra destechada estancia, sin encontrar indicio alguno de ocupación humana, si bien varias aves marinas alzaron el vuelo a su paso, profiriendo gritos airados.
– No disponemos de tiempo para un registro concienzudo, Lista. Tendrás que volver mañana con Varga, en cuanto lo permita la marea.
Cuando regresaban hacia el muelle, Lista se inclinó para enfocar el suelo con la linterna.
– Aquí hay algo, jefe -y sacándose unas pinzas del bolsillo, recogió una colilla-. No es de ninguno de nosotros, ¿verdad?
– Parece bastante nueva. ¿Puedes ver la marca?
El inspector le dio la vuelta lentamente.
– Creo que es Gauloise -dijo, y la puso en una bolsita de plástico destinada al laboratorio, forense.
– Interesante -observó Bernal-. Una marca francesa. Por lo menos sigue encajando en mi teoría inicial.