173690.fb2 Incidente en la Bah?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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4 DE ABRIL, DOMINGO

Cuando a la mañana siguiente regresó a la calle de la Concepción para acudir a la cita con su mujer, al comisario Bernal le sorprendió ver una larguísima cola de mujeres, unas jóvenes y otras ya maduras, que en su mayor parte vestían el morado de los penitentes y lucían colgados del cuello escapularios con marco de plata; todas ellas llevaban en la mano una vacía botella de agua. Según se acercaba, no sin cierta aprensión, a la cabecera de la fila, Bernal advirtió que era objeto de atención y comentarios crecientes. Y quedó atónito ante la variedad de los rostros vueltos hacia él: tartesios, fenicios, cartagineses, romanos, bereberes, eslavos…, todas esas razas estaban allí representadas. Los de más llamativa belleza pertenecían a las descendientes de las puellae gaditanae, tan apreciadas en la antigua Roma, de negro pelo que daba marco a un rostro franco, sensual, en forma de pera, con grandes ojos de almendra bajo el arco de altas cejas separados ampliamente por una nariz ancha, chata y respingona, de aletas sensitivas, puesta sobre una boca de labios carnosos, de generosa curva, con dientes menudos y blanquísimos. Pero el auténtico efecto tartesio procedía de la gran copia de adornos personales: una de aquellas atezadas bellezas exhibía largos pendientes de filigrana de oro, dos collares de dientes de tiburón torneados de plata, cinco ajorcas de oro en la muñeca derecha, siete de plata y coral en la izquierda y todo un muestrario de sortijas, dos o tres en cada dedo. La joven mecía lentamente el cuerpo al ritmo de un antiguo tanguillo que tarareaba a la espera de que les dieran acceso al santuario.

La mujer que encabezaba la cola era una rubia alta, de huesos grandes y ojos de color avellana que fulgían tras unas gafas en forma, de mariposa. Mirando de arriba abajo a Bernal con expresión irónica, dijo descarada:

– Se equivoca usted de tienda, señor mío. Esta cola es sólo para las hermanas de la Adoración Diurna.

Las que estaban detrás soltaron la carcajada ante el desconcierto de él, cada vez mayor.

– Me esperan, señora; mi esposa reside aquí temporalmente.

– ¡Que le esperan! -rió la otra estrepitosamente-. ¡Pues póngase en la cola, con todas las que bien quisiéramos estar esperando…!

Compartiendo su hilaridad, las demás mujeres de la cola blandieron sus botellas ante el comisario.

– ¿Me permite llamar? -se dirigió Bernal a la alta, que hablaba con marcado acento catalán.

– ¡Llame cuanto quiera! Pero no dejarán entrar a nadie hasta la marea alta, cuando brote el agua de la roca, así lo esperamos. Pero que quede claro quién ha usado el timbre, ¿eh? Porque, si no, sor Serena me echará a mí la culpa, por impaciente.

Más perplejo que nunca después de esa conversación, Bernal tiró del llamador, habiendo convenido en reconocer, cuando abriesen, que era él quien lo había utilizado. Las de la cola tendieron el oído a la espera del lejano tintineo.

– Suerte tendrá si le dejan entrar -dijo la catalana-. Sería el primer hombre que veo poner los pies en el convento durante la Adoración Diurna.

Se abrió el postigo del portón y apareció una monja que, asomándose, exclamó malhumorada:

– Y ahora ¿quién es la impaciente? El flujo no ha empezado todavía -pero en ese momento reconoció a Bernal, de su visita de la víspera-. Ah, es usted, comisario. Tenga la bondad de entrar. Su esposa está ocupada con los arreglos de la procesión, pero confío que encontrará unos minutos para atenderle.

En el anchuroso claustro Bernal vio a dos obispos charlando con un oficial del ejército. No dieron la impresión de reparar en él según seguía por la arcada que llevaba al patio trasero. Llegado allí, advirtió que el paso de la Entrada en Jerusalén estaba ya listo para los actos del día, si bien no se veía por allí a ninguno de los costaleros que debían transportarlo.

En tanto cruzaban frente a las hornacinas de los sospechosos santos, aprovechó para preguntar a sor Serena acerca de la cola que había encontrado formada a la puerta.

– Son mujeres que vienen casi a diario para la Adoración Diurna en la Santa Cueva, que está debajo del altar mayor. A menudo el manantial sagrado da agua dulce con la marea alta, aunque a veces sólo un hilillo.

– Pero esa agua ¿tiene propiedades especiales, hermana?

– ¡Desde luego! Por eso acuden tantas mujeres. Si tienen fe, el agua les ayuda a concebir, incluso después de muchos años de esterilidad.

Bernal comprendió entonces los comentarios de las que esperaban en la calle.

– Es la primera noticia que tengo de ese manantial, ni sabía que Cádiz tuviese agua dulce propia. ¿Hace mucho que se conocen las propiedades de esas aguas?

– Eso tendrá que preguntárselo al obispo Sanandrés. Hizo muchas investigaciones históricas antes de que la orden comprase esta casa, y a él se deben las excavaciones y el descubrimiento de la Santa Cueva. A lo mejor le gustaría a usted visitarla antes de marcharse.

– Ya lo creo. Es un asunto apasionante.

– Mucho más que apasionante, comisario -replicó sor Serena en tono de censura-. Es milagroso. ¿Sabía usted que el obispo Sanandrés está estigmatizado? -concluyó, persignándose al pronunciar la última palabra.

– No, no lo sabía -repuso Bernal mientras se preguntaba en qué clase de convento se había metido su mujer-. ¿Está el obispo de la diócesis al tanto de todo esto?

– Nunca nos visita, comisario. Pero no hay duda de que el obispo será beatificado, y hasta es posible que algún día le canonicen. Es un hombre maravilloso, con poderes enormes.

La monja le introdujo en el locutorio, de donde salió diciendo que iba en busca de su esposa. Sentado en una incomodísima silla de respaldo recto, Bernal se dedicó a mirar con disgusto las catorce escenas decimonónicas del viacrucis, de colodrillo chillón, que adornaban las parees enjalbegadas. Pensó en la portentosa facultad de Eugenia de situarse, en cuanto se planteaba una discusión matrimonial, en el terreno más ventajoso. ¿Cómo podía él defender en aquel ambiente su propuesta de divorcio? Le hubiera gustado tener el coraje de encender un Káiser, cruzar los pies sobre la mesa y decirles al obispo Sanandrés y a sor Serena que se fueran a freír espárragos.

Al ver entrar a Eugenia en el locutorio vestida aún con el hábito castaño de novicia, tuvo una súbita inspiración.

– Siento volver a interrumpirte, Geñita, cuando se te ve tan ocupada todavía con los preparativos.

– Puedo dedicarte un cuarto de hora, Luis -repuso ella con cierto recelo-. El manantial aún no ha empezado a fluir. Según me ha dicho el obispo, tarda por lo menos una hora en hacerlo, a partir de la marea alta, y aun así no siempre brota el agua sagrada. A veces tiene que intervenir él con oraciones especiales.

En su habitual desconfianza hacia los curas, Bernal se preguntó qué otras intervenciones requeriría el fenómeno.

– ¡Y les hace tanto bien a esas pobres mujeres, Luis, ayudándolas a concebir! ¡La de casos que se han resuelto, donde la medicina moderna nada podía! Si la mujer estéril tiene fe, viene para la Adoración Diurna y se beneficia del agua sagrada. Luego, tomando una porción de ella todos los días durante un mes, se opera el milagro y concibe.

– ¿Sin ayuda ninguna del marido? -preguntó Bernal incrédulamente.

– No seas ordinario, Luis. Pues claro está que ha de ayudar, pero sin la mediación del agua de la cueva, de nada serviría. Bien -agregó tajante- ¿qué querías decirme antes de tu regreso a Madrid?

Bernal hizo acopio de fuerzas.

– En los últimos dos años, Geñita, vengo observando que se te ve mucho más feliz aquí, o en sitios como éste, que en casa. Ahora que los chicos son mayores y se han marchado, y pasando yo tantas horas en el trabajo, te debes aburrir muchísimo en el piso de Madrid sola. ¿Has considerado la posibilidad de hacerte novicia y entrar en una orden? No tiene por qué ser ésta precisamente, claro está.

Eugenia le dedicó una fría mirada.

– Eso es de todo punto imposible para una mujer casada y con dos hijos, Luis. Debes haber perdido el juicio.

– Pero podríamos pedir la anulación del matrimonio, Geñita, y eso allanaría el terreno.

– No te molestes en continuar, Luis. Reconozco que si me quedara viuda, que Dios no lo quiera -Bernal la miró con aprensión-, podría estudiarlo. Pero según están las cosas, no hay base ninguna para conseguir la anulación, y una separación legal, como bien sabes, no le basta a la Iglesia. ¿Qué estado sería el mío a los ojos de Dios? Lo que no puede remediarse ha de sufrirse. Tendrás que hacerte a la idea de que estás unido a mí por todos los años que Dios nos dé de vida. Y ahora -concluyó en tono vivo-, déjame seguir con los preparativos. ¿Vuelves en seguida a Madrid?

– Mañana, quizá, si puedo conseguir plaza en el Talgo.

Mientras cruzaba de nuevo el patio con sor Serena, Bernal le pidió que le mostrase la Santa Cueva.

– No faltaría más, comisario; pero si quiere ver el propio manantial, tendrá que bajar solo: la escalerilla es demasiado empinada para mí.

A Bernal le impresionaron las proporciones de la basílica construida sobre la Santa Cueva y la riqueza de las seudobarrocas ornamentaciones de plata y oro. La monja le indicó una puerta visible junto al altar, y el comisario bajó con precaución la escalerilla de hierro forjado. A continuación se encontró en una gruta natural, cuya bóveda aparecía cubierta de conchas fosilizadas de ostra que trazaban hileras entre formaciones de caliza. En mitad de la cueva se abría un pozo a cuya boca se acercó, sin que no obstante alcanzara a ver nada en la oscuridad de lo que supuso una chimenea natural. Sí advirtió, en cambio, grandes huellas húmedas de lo que parecían pies de pato y que, avanzando hacia el agujero, se alejaban luego de él en sentido inverso. Siguiéndolas, Bernal llegó a una puerta metálica instalada en el fondo de la cavidad y la abrió sin hacer ruido. Detrás de ella encontró lo que parecía un pequeño vestuario, y en su interior, colgado de la pared, un chorreante traje negro de inmersión.

– ¿Está usted bien, comisario? -sonó la voz de sor Serena en lo alto de la escalerilla metálica.

– Sí. Enseguida voy.

– ¿Ha empezado a subir el agua en el pozo?

– No, no he visto nada.

– Ay, a lo mejor no se produce hoy el milagro -exclamó ella-. No ocurre todos los días, ¿sabe?

Bernal no le mencionó para nada su pequeño descubrimiento al despedirse en la puerta.

Ya de vuelta en el Hotel de Francia y París, habiendo pedido que le subieran un jarro de café y el periódico de la mañana, el calor le invitaba a echar una «canóniga». Lanzó una ojeada a los titulares del Diario de Cádiz: Continúa el misterio del hombre rana: desconcierto de la policía, proclamaban con gran lujo tipográfico. Y abajo, en caracteres menores: «Tres pasos recorrerán las calles de Cádiz el Domingo de Ramos», tras lo cual se detallaban los itinerarios y las iglesias participantes. En una página interior, la crónica de sucesos locales daba cuenta de una serie de robos y atracos cometidos la víspera en las calles de la capital y añadía una relación de coches sustraídos o violentados. A Bernal nunca dejaba de sorprenderle la cantidad de dinero y valores que llevaban encima los particulares o que los conductores dejaban encerrados en el maletero del coche.

Seguía un largo artículo acerca de los conflictos pesqueros entre los profesionales españoles y las autoridades marroquíes, y la noticia del apresamiento de tres barcas del Puerto de Santa María, que habían sido conducidas a Tánger. A modo de protesta, los pescadores del Puerto habían amarrado sus barcos y se negaban a faenar.

Estaba ya adormeciéndose cuando sonó el teléfono en la mesilla de noche.

– ¿Comisario Bernal? -preguntó una joven voz femenina-. Aquí la centralita del hotel. Acaba de llegar un mensajero que le trae un sobre de la Comandancia de Marina. ¿Le hago subir? Dice que ha de entregárselo en mano.

– Sí, supongo que será mejor -repuso Bernal, intuyendo que algo estaba ocurriendo.

Una perentoria llamada a la puerta le sacó de la cama. Después de saludar, el motorista de la Comandancia le pidió ver su placa de la DSE.

– Gracias, señor comisario. Tenga la bondad de firmarme el acuse de recibo -dijo el mensajero, que tras un nuevo saludo marcial se alejó pasillo abajo.

Bernal se llevó el gran sobre blanco a la mesa situada junto a la ventana y examinó el lacre rojo con el sello de la Armada. Abajo aparecía el epígrafe azul de la Capitanía General de Marina de San Fernando. Abierta la solapa con un cortaplumas, advirtió que el mensaje llevaba el encabezamiento de Secreto.

Ministerio de Marina – Sección Segunda Bis

Mensaje en clave recibido a las 6.00 horas del día 4 de abril, de la Subsecretaría del Ministerio del Interior, Madrid. Texto descifrado:

Comisario Luis Bernal. Tenga la bondad de permanecer en Cádiz a fin de hacerse cargo de la investigación relativa a la muerte del submarinista no identificado, colaborando plenamente a tal efecto con el inspector Fragela de la Policía Judicial de Cádiz y consultando con el Departamento de Seguridad Naval y con la Sección Segunda Bis de la Capitanía General de Marina de San Fernando. La orden emana de la Presidencia del Gobierno y del CESID, Ministerio de Defensa. Se pondrá a su disposición todo el personal y medios materiales que pueda necesitar.

Sigue autorización personal por escrito. Fin del mensaje.

Bernal ponderó largo rato el contenido del comunicado. La emoción se mezclaba en su ánimo con el desaliento. Emoción por el hecho de que le encargaran ocuparse de un caso que prometía ser apasionante; y desaliento ante la perspectiva de tener que operar fuera del territorio que mejor conocía: Madrid. Nacido y criado en ella, conocía la capital como la palma de la mano. En Cádiz, en cambio, tendría que trabajar en un puerto de ciento treinta mil habitantes de una singular idiosincrasia, típicamente andaluza, que no era la suya ni él comprendía del todo. El terreno era complejo: una vieja ciudad estilo plaza fuerte, de blanqueadas calles y construida sobre un promontorio de caliza, unida a una parte más moderna y amplia, que incluía rascacielos y ocupaba el istmo y la tierra ganada al mar en la bahía, detrás de la Puerta de Tierra, que antaño marcaran el límite sur del antiguo puerto. Más hacia el sudeste, al otro lado del puente Suazo, estaba San Fernando, base naval de la Armada española, cuyos ochenta y cinco mil habitantes recibían de los gaditanos el nombre de cañaíllas, ello por cierto caracol de mar que se daba en gran abundancia en su isla de León. Más allá, hacia el este y el nordeste, ya fuera del istmo, se encontraban la bahía de Cádiz y las pequeñas ciudades que la rodeaban: Puerto Real, el Puerto de Santa María (desde principios de los años setenta comunicado con Cádiz por un moderno puente levadizo) y Rota, donde se encontraba la base aeronaval conjunta hispano-norteamericana.

Aquel caso del submarinista muerto podía tener ramificaciones en el espionaje naval, en el que Bernal no tenía experiencia alguna. Por otra parte los cadáveres de desconocidos, muertos en circunstancias no aclaradas, atraían poderosamente sus notables dotes detectivescas y aquella firme voluntad suya de descubrir la verdad y lograr que, en lo posible, se hiciera justicia. Nunca sabía resistirse a una tentación semejante, que por lo demás, en aquel caso, se le presentaba en forma de orden directa del Gobierno: «Tenga la bondad de permanecer…», un mandato cortés donde los hubiera, pero mandato al fin. El otro aspecto de la cuestión lo constituían la plena autoridad y todos los medios que le brindaban. Empezaría por eso: como mínimo pediría una sala de operaciones en la jefatura de Cádiz, dotada de enlaces directos con la DSE y con el Ministerio de Marina de Madrid, y por otro lado con la Capitanía General de San Fernando. También necesitaría un coche con chófer y medios de transporte para sus subordinados.

Pensando en los que formaban su equipo, se preguntó a cuáles iba a necesitar, suponiendo que pudieran localizarles en sus respectivos lugares de descanso. En primer lugar al inspector Navarro, su principal colaborador, que cuidaría de organizar la sala de operaciones y el control de datos. Seguramente Navarro continuaba en Madrid: con esposa y diez hijos, no debía de haberse ido de vacaciones a ninguna parte, y su conciencia profesional le habría llevado a darse una vuelta por el despacho casi a diario, para echar un vistazo al correo y a los informes nocturnos.

A los otros componentes de su equipo, Bernal los suponía fuera de la ciudad: la inspectora Elena Fernández estaría con sus padres en algún elegante lugar de vacaciones; el inspector Ángel Gallardo, probablemente con una de sus muchas novias, en alguna estación playera, más popular y famosa por el sol, la diversión y el pecado, como Torremolinos, Benidorm, Palma de Mallorca o Ibiza. En cuanto a sus dos colaboradores de más edad, Miranda y Lista, era posible que continuaran en Madrid, que dejarían sólo para realizar excursiones de un día con la familia.

Decidió llamar inmediatamente a Navarro, que en ese preciso momento se dedicaba a cargar a sus muchos hijos en la ranchera.

– ¿Navarro? Aquí Bernal. Nos ha salido un trabajo urgente. Dile a tu esposa que siento estropearle las vacaciones, y trata de mandarme a Cádiz a toda la gente que puedas localizar del grupo.

– No te preocupes, jefe. Aquí hace frío y está empezando a llover, de modo que no perdemos nada suspendiendo la excursión. Comenzaré la ronda de llamadas.

– ¿Qué se sabe de Varga? -preguntó Bernal al darse cuenta de que iba a necesitar al mejor técnico que pudiera conseguir de la Brigada Criminal-. ¿Sigue en Madrid?

– Sí, jefe. Está terminando un trabajo para el Grupo Antidrogas.

– Ya sabes, Navarro, que nosotros tenemos prioridad sobre todos, y vamos a usarla para conseguir a quien nos haga falta. Dile que reúna su material y que salga hacia aquí por carretera en cuanto le sea posible.

– Vale, jefe. Lo peor del problema será dar con Elena y Ángel, pero veré qué puedo hacer.

– Es más importante que me localices a Peláez. Necesito una segunda autopsia del cadáver que pescaron aquí el viernes, en la bahía. Los patólogos locales no aciertan a determinar las causas de la muerte. Yo me cuido de reservarle habitación a todo el mundo. El comisario de aquí es muy servicial. Vamos a trabajar con él y con las autoridades de Marina. Se llama Fragela.

El inspector Fragela, que acababa de recibir órdenes del Ministerio del Interior, recibió a Bernal calurosamente y mostró mucha diligencia en disponer lo necesario para montar la sala de operaciones y un laboratorio técnico provisional. Dándose cuenta de que su joven colega hacía lo posible por disimular la frustración que le habían causado quitándole de las manos la investigación, Bernal se extremó en resultar conciliador.

– Las autoridades consideran que este caso tiene aspectos ocultos, Fragela, y está claro que han aprovechado el hecho de que estuviera yo aquí, en visita particular, para confiármelo. Como ni usted ni yo podemos hacer nada al respecto, tendremos que esmerarnos en colaborar. ¿Qué tal sus relaciones con los de Seguridad Naval de San Fernando?

– Muy buenas, comisario. El contraalmirante Soto y yo somos viejos amigos; fuimos al mismo colegio e hicimos la mili juntos, en Marina.

– Eso representa una gran ventaja para nosotros, Fragela. Ignoraba que fuese usted marino.

– Los isleños lo llevamos en la masa de la sangre, comisario: la mayoría convertimos el mar en profesión. No necesito decirle lo mucho que me alegra trabajar a sus órdenes.

– Estoy seguro de que nos entenderemos de maravilla. Voy a necesitar de usted en todo lo tocante a información local.

– Si quiere usted acompañarme a San Fernando, Soto nos recibirá en seguida. Es preferible que vea en la Comandancia todo lo referente acerca de la organización naval de la bahía.

– Vayamos en seguida. Leeré por el camino su detallado informe acerca del submarinista.

Mientras el Super Mirafiori 124 avanzaba sorteando el tráfico por la Nacional VI, que discurre entre la línea férrea Madrid-Cádiz y las dunas de la playa de Cortadura, en ese momento bañada por la luz intensamente blanca que filtraban las nubes empujadas hacia el oeste por el viento de levante, Bernal examinaba el informe sobre el hallazgo, treinta y seis horas antes, del cadáver del hombre rana en la playa de La Caleta. Cuando leía, con cierto detenimiento, los resultados de la autopsia, llamó su atención la herida pectoral que al principio los peritos habían tomado por un orificio de bala, y la opinión de éstos de que no era de gravedad bastante para justificar la muerte. Tendría que pedirle a Peláez que inspeccionase aquello a fondo.

Luego, al echar una ojeada a la relación de efectos que llevaba consigo el submarinista, reparó en la parquedad de su equipo. Sacando un paquete de Káiser, Bernal se lo ofreció a Fragela, quien rehusó cortésmente, diciendo que prefería el rubio; y cuando el otro echó mano de su cajetilla de Winston, el comisario advirtió que el precinto no era el de Tabacalera, de color pardo, sino azul y al parecer de comiso, procedente, a buen seguro, de uno de los buques de la Marina.

– ¿No ha encontrado nada extraño en esta lista, Fragela?

– Sí: que el submarinista apenas llevase equipo del que se utiliza en inmersión.

– Exacto. Hace pensar en un intento deliberado de quitarle al cadáver cualquier cosa que pudiera facilitar la identificación. Así pues, habrá que enfocarlo desde el principio como homicidio. Es posible que después de efectuar Peláez la segunda autopsia, conozcamos mejor las causas de la muerte y eso nos lleve a los autores -dijo Bernal, cerrando la carpeta de los informes. Y vuelto una vez más hacia Fragela, indagó-: ¿Qué sabe acerca del Convento de la Palma, el de la calle de la Concepción?

Fragela puso cara de sorpresa.

– Muy poco, aparte de que se trata de una institución relativamente nueva, construida sobre los cimientos de un edificio muy anterior del casco viejo. El padre Sanandrés, su director, profesó en otra orden, pero más tarde se relacionó con una de las cofradías que organizan las procesiones de Semana Santa, y poco a poco fue reuniendo fondos para ese nuevo establecimiento. Tengo yo la impresión de que el obispo diocesano no aprueba lo que ocurre allí; no tienen en cuenta para nada las reformas eclesiásticas, y todos los oficios se hacen en latín.

– Además de ser un convento mixto, cosa nada común desde la Edad Media -precisó Bernal. Y reparando en la extrañeza de Fragela, explicó-: Es que mi mujer, religiosa hasta el fanatismo, pasa allí una semana de ejercicios espirituales por recomendación del cura párroco, que es su confesor en Madrid, un hombre muy de derechas en todo. Pero no es eso lo que me preocupa, sino que esta mañana vi allí a un oficial del ejército, hablando en el claustro con un grupo de curas, y anoche había un almirante con uniforme de gala. Me gustaría -añadió después de una pausa- que cuando se le presente la oportunidad, indagara usted muy discretamente quién es ese almirante y qué se le ha perdido en el convento.

– ¿Cree que puede guardar alguna relación con el caso que estamos investigando? -preguntó Fragela con no poca sorpresa.

– Es casi seguro que no… Sólo que en la cueva que hay debajo del altar vi un traje de submarinista que había sido usado recientemente. Y digo yo: ¿para qué demonios necesitan eso en un convento?

El coche se detuvo por fin frente a la imponente columnata de la Capitanía General de Marina, y un alférez de elegante porte condujo a los dos policías a las oficinas de la Seguridad Naval.

El contraalmirante Soto resultó ser un hombre robusto, cuyas cortas piernas parecían hechas más para pisar fuerte en un castillo de proa que para colgar de una silla de despacho. Bernal estimó que tendría de cuarenta a cincuenta años de edad.

– Es un honor tenerle aquí, comisario -dijo al recibirles con cierta brusquedad que no dejaba de ser cordial, hablando en cortas frases casi ininteligibles, con el cerrado acento de San Fernando-. El Ministerio nos ha dado instrucciones de colaborar estrechamente con ustedes en este asunto.

– Se lo agradezco mucho, contraalmirante. Me temo que buena parte del trabajo recaerá en usted y en Fragela y sus hombres, al menos hasta que llegue mi equipo. ¿Podría indicarme en su mapa mural en qué punto exacto atraparon los pescadores el viernes el cadáver del hombre rana?

Tomando un puntero y acercándose al gran mapa de operaciones que representaba la zona de la bahía de Cádiz, Soto señaló los dos grupitos de escollos situados al este del promontorio que ocupaba la ciudad.

– Estas rocas, llamadas Los Cochinos y Las Puercas, suelen quedar cubiertas con la marea alta, comisario, pero existen unos postes indicadores que se levantan entre tres y cuatro metros sobre el máximo nivel del agua, y al este hay boyas rojas, que se encienden por la noche, para indicar la principal vía marítima de entrada al puerto. Ese canal discurre a unos doscientos cincuenta metros al este de las rocas, accesibles, con precaución, a las pequeñas barcas de pesca. La gente de por aquí las conoce bien porque sirven de cobijo a los peces. El lugar es peligroso, a causa de las contracorrientes y de las aristas de la caliza, que pueden destrozar un casco de madera en cuestión de un momento. El canal principal se draga periódicamente, para que tenga suficiente calado para los transatlánticos y los grandes buques de la Armada que lo cruzan con la marea alta.

Bernal preguntó si había allí mucho tráfico marítimo.

– Actualmente se ha reducido mucho, comisario, si descontamos los cuatro o cinco mercantes que entran a diario en el puerto y los cruceros y fragatas de la base que han de rodear esos escollos, para fondear en Los Puntales, cerca de la ciudad, o entrar en la dársena interior, pasando a través del nuevo puente, camino de Bazán y de La Carraca, que están cerca de aquí.

– Si el cadáver lo pescaron ahí, entre las rocas -dijo Bernal-, ¿de dónde cree que pudo llegar?

– Difícil pregunta, comisario. No sabemos si flotaba libremente o había quedado atrapado entre las rocas. Cuando lo encontraron faltaban sólo dos horas para la marea alta; quiere decirse que el agua cubría casi los escollos. Si fue la subida de la marea lo que liberó el cuerpo de donde estuviera encallado, es imposible saber qué corrientes lo llevaron hasta allí o cuánto tiempo pasó en ese lugar antes de ser descubierto. Aunque la corriente principal viene del este-nordeste, de la desembocadura del Guadalete, hay otras menores, procedentes de los tres riachuelos que van a parar a la bahía interior, y con la marea alta las corrientes forman remolinos y tienden a invertir su curso al entrar por el noroeste las aguas del Atlántico. Alrededor de los dos grupos de rocas, hay resacas muy peligrosas, que los pescadores entienden mucho mejor que nosotros. Y luego está el problema del cambio de dirección de los vientos.

Examinando atentamente el mapa mural, Bernal observó las profundidades, indicadas en metros, las vías seguras y las balizas.

– Partamos del supuesto, contraalmirante, de que el cadáver no quedara atrapado en las rocas. El examen del traje de inmersión no indica ningún daño debido a obstáculos submarinos. ¿Cuánto pudo tardar el cadáver en flotar hasta allí desde los distintos puntos de la bahía?

– No es fácil decirlo -repuso Soto-. El viento cambió el jueves de oeste a este, y otro factor determinante es el peso del cuerpo.

Aunque dejándola a la posterior confirmación de Peláez, Bernal recordó la opinión que los patólogos locales reflejaban en su informe, de que el cadáver llevaba entre once y doce días en el agua.

– Supongamos que el cuerpo entrara en la bahía unos once días antes del hallazgo del viernes, digamos que el veintiuno de marzo, después de anochecer.

El contraalmirante consultó tablas de mareas y un anuario meteorológico e hizo unos rápidos cálculos en una libreta.

– Muy bien, comisario; vamos a partir del supuesto de que salió de La Carraca, el arsenal que tenemos en la zona sudeste de la dársena interior. La marea alta del veintiuno de marzo fue a las veintidós horas y doce minutos. De flotar el cuerpo libremente, el reflujo lo hubiera arrastrado hacia el noroeste, hacia el puente nuevo y la bahía exterior, pero soplaba un viento del oeste de unos quince nudos, cosa que retardaría su avance. Pongamos que se habría desplazado medio kilómetro en dirección norte.

– En tal caso, la marea de la mañana lo habría traído de regreso, ¿no es así? -preguntó Bernal-. En particular si el viento seguía siendo de poniente.

– Eso depende de la hora exacta en que el cadáver hubiera entrado en el agua la víspera. Además hemos de tener en cuenta los pequeños cursos de agua que desembocan en la bahía interior, cerca de La Carraca, y crean una cierta corriente de dirección noroeste.

– ¿Dónde lo situaría usted para la noche del veintidós, después de otra marea nocturna y soplando todavía la brisa del oeste?

El contraalmirante Soto hizo algunos cálculos, después de lo cual tomó medidas en el mapa mural con una larga regla de madera.

– Aproximadamente aquí -respondió-, a unos setecientos metros al noroeste. Esto teniendo en cuenta sólo las corrientes superficiales.

– Muy bien -dijo Bernal-. El cuerpo desde luego debía flotar boca abajo, en cierta medida boyado por los pulmones, ya que los patólogos no encontraron agua en ellos. La muerte no se produjo por anegación. En tales condiciones, no ofrecería mucha resistencia al viento, ¿no cree? El argumento en contra es que, estando tan en la superficie, no podía afectarle demasiado la corriente submarina.

– La suposición me parece correcta, comisario. Además, el viento fue del oeste toda la semana, y no cambió a un fuerte levante de treinta y cinco nudos hasta dieciséis horas antes de que se encontrara el cadáver, que en principio habría empujado el cuerpo hacia el noroeste, camino de la bahía exterior.

– Pero, conforme a la dirección que ha determinado usted para los dos primeros días -objetó Bernal-, no hay duda de que el viento lo hubiese arrojado a la costa por el lado oeste de la bahía interior. De ningún modo podría haber dejado atrás el puente José León de Carranza y derivado diez kilómetros hacia Rota.

– De acuerdo -dijo Soto-. Y hay algo más. ¿Cómo se explica que no lo vieran? Son muchos los barcos de todos los calados que cruzan y recruzan a diario la dársena interior. Los vigías lo habrían avistado casi con toda seguridad.

– Ensayemos entonces una segunda teoría -propuso Bernal, mirando el mapa-. ¿Y si el cuerpo hubiera salido de la misma ciudad de Cádiz?

– Eso es lo primero que pensé yo, comisario. A menudo he visto submarinistas aficionados pescando al pie del rompeolas, por la Batería de la Candelaria, durante los meses de verano. Pero todavía es temprano para eso: el agua está demasiado fría -dijo su interlocutor mientras revolvía entre los informes. Y habiendo encontrado el que le interesaba, precisó-: El agua del mar tenía una temperatura de seis grados a las seis de la mañana del día veintiuno. Tendría que ser muy hombre el que hiciera una inmersión en un día tan frío con un traje tan delgado.

– ¿Qué barcos estaban fondeados en el puerto comercial aquella noche? -quiso saber el comisario.

– Sólo dos. Un crucero soviético que había desembarcado a un grupo de turistas, y el J. J. Sister, que zarpó a las ocho y media en su travesía bisemanal a Tenerife y las Palmas.

– Yo también dudo que nuestro desconocido submarinista estuviera pescando -dijo Bernal-. Después de todo, no se le encontró encima el equipo habitual. Pero sí podría haberle interesado el barco soviético. Tratemos de determinar si, partiendo de ese punto, pudo haber ido a parar a dos kilómetros y medio hacia el nordeste.

Soto sacudió la cabeza.

– Muy poco probable. Las mareas le habrían arrastrado en un eje nordeste-suroeste, eso suponiendo que hubiera conseguido salir del puerto. Debido a los muchos obstáculos, y en este caso al rompeolas que se extiende hacia la Punta de San Felipe, es muy difícil que un cadáver salga flotando de un puerto comercial. En mi opinión, habría ido a parar al rompeolas, donde los pescadores de caña, que son muchos allí, lo hubieran avistado.

– ¿Y si por casualidad resulta que el mar barrió el cadáver hasta hacerlo llegar a la bahía exterior, contraalmirante?

– En tal caso, la combinación de viento y corriente le habría llevado en principio hacia el noroeste, hacia el Atlántico, en especial después de haber cambiado el viento.

– Bien -dijo Bernal sin dar muestra alguna de impaciencia-, entonces podemos considerar bastante seguro que el cadáver del hombre rana no partió de ninguno de los lugares que ya hemos estudiado, en vista de eso, nos quedan el Puerto de Santa María, al nordeste del lugar donde fue encontrado, y Rota, al norte.

En ese punto terció el inspector Fragela.

– Es poco probable que nadie se dedicase a hacer inmersión en el Puerto, comisario -dijo en un tono andaluz muy cortés-. Allí las playas son largas y arenosas y tienen mucho limo del que vierte en la bahía el Guadalete. Y en la actualidad tampoco tiene tráfico marítimo apenas: todo el jerez y la manzanilla se envían ahora por carretera.

El contraalmirante aprobó con la cabeza.

– Es mucho más verosímil que fuera la base hispano-norteamericana de Rota, en particular si se trata de un caso de espionaje.

– Tratemos pues de establecer la trayectoria que pudo seguir desde Rota -dijo Bernal-. Sería bueno que me indicase usted las corrientes.

El contraalmirante tomó el largo puntero y señaló la desembocadura del Guadalquivir en Chipiona, situada al norte.

– El flujo de salida del Guadalquivir es mucho más fuerte que el del Guadalete; claro está que el río es navegable hasta Sevilla para buques de mediano calado -dijo. Y señalando un saliente que formaba la costa justo al oeste de Rota, continuó-: Las aguas que desemboca el Guadalquivir forman una poderosa corriente sur aquí, hasta Punta Candor, y luego tuercen en el faro de Rota y entran en la bahía de Cádiz. Con la marea baja se aprecia muy claramente.

– Así pues, si el cadáver hubiera salido de Rota con la marea alta del veintiuno, ¿en qué dirección cree que habría derivado? -indagó Bernal.

– Probablemente en dirección suroeste en un principio, hacia el Puerto de Santa María.

– ¿Y luego, con la marea baja de primeras horas del veintidós?

– En dirección suroeste, hacia alta mar, o incluso hacia el sur, aunque despacio, debido a la ligera brisa de poniente. Más tarde, la nueva marea, sumada a la corriente del Guadalquivir, lo habría empujado de nuevo hacia el nordeste.

– Continúe -pidió el comisario-. Sigamos su ruta, de marea en marea, hasta el punto en que fue descubierto.

Fragela y Bernal observaron con todo interés los movimientos indicados por Soto, que desplazando una roja banderilla por la superficie del mapa, de plástico transparente, anotaba a trechos, con un rotulador negro, fechas y horas. Gradualmente fue apareciendo un zigzag que, iniciado en la base naval de Rota, cruzaba el exterior de la bahía de Cádiz.

– Hacia la tarde del pasado jueves podía encontrarse aquí, comisario -declaró Soto-; pero tenga presente que no podemos saber con certeza qué distancias recorrió con cada marea. Yo he considerado una media de cuatrocientos metros -concluyó, indicando un punto situado bastante al noroeste de los escollos donde se había producido el hallazgo del cadáver.

– ¿Qué altura alcanzó la marea nocturna del jueves? -quiso saber Bernal.

– Ahí está la cosa. Como era muy alta, de primavera, bien pudo arrastrar a su submarinista hacia el noroeste, bastante lejos de las rocas.

– Pero ¿qué me dice de la corriente del Guadalete? -insistió Bernal-. ¿No es lógico que empezara a dejarse sentir en ese punto?

– Quizá -concedió Soto-. Si tomamos eso en cuenta, podría haber derivado un poco hacia el suroeste -dijo, aunque todavía sin convencimiento.

– Y está el cambio de vientos del viernes por la mañana -apuntó Bernal-. ¿No ha dicho usted que sopló de levante, a unos treinta y cinco nudos?

– Ése es el factor principal -convino Soto-, suponiendo que el cuerpo no estuviese sumergido a ras de agua, sino que ofreciese todavía cierta resistencia al viento.

– ¡Pero de eso se trata precisamente! -exclamó Bernal-. Los patólogos señalan que la descomposición estaba muy avanzada. Quiere decir que los gases internos añadirían flotabilidad al cadáver.

– Siendo así, le doy a usted la razón: soplando con tanta fuerza, el levante debió empujarlo hacia las rocas.

Mientras Bernal encendía otro Káiser, Soto se acercó a un armario del que extrajo una botella de Johnny Walker Etiqueta Negra y tres vasos altos. De comiso -observó Bernal-, como el Winston: conseguido a bajo precio en los almacenes de la Armada. Pese a lo mucho que generales y almirantes se quejaban de lo bajo de sus retribuciones, vivían -reflexionó- mucho mejor que la Policía Judicial.

Mientras despachaba el whisky que el contraalmirante le había servido en generosa medida, Bernal le pidió información sobre las instalaciones de Rota.

– Me han autorizado oficialmente a exponerles a usted y a Fragela las defensas militares de la bahía. Mi duda está, comisario en si piensa pasar esa información, cuando aparezcan, a los componentes de su equipo.

– Sólo les comunicaré lo estrictamente necesario para la investigación. Son, de la primera a la última, personas dignas de toda confianza; pero si fuese conveniente trataría el tema con el subsecretario del Ministerio.

– De acuerdo, pues. Lo que más le interesa, supongo, es la base de Rota. Fue construida por la Marina de los Estados Unidos como resultado del acuerdo bilateral de 1953, según el cual los norteamericanos dispondrían de tres bases aéreas, las de Zaragoza, Torrejón y Morón, y una naval, para submarinos, en Rota, además de una serie de instalaciones de radar en varios puntos de nuestro territorio. De resultas primero del accidente nuclear ocurrido en Palomares en 1963, y luego de los cambios políticos suscitados por la muerte de Franco, en 1976, a la renegociación del acuerdo, se convino que todas las bases norteamericanas quedarían desnuclearizadas para finales de 1979, y este año, en la renovación del convenio, se ha acordado que todas las bases serán dirigidas conjuntamente por las fuerzas armadas de los Estados Unidos y las nuestras. Como consecuencia de ello, estamos en vías de integrar el mando de Rota, y en la base ondean actualmente las banderas de los dos países.

Estaba claro que al contraalmirante le complacía la nueva situación.

– Si Rota ha sido desnuclearizada, no acabo de ver de qué les sirve a los americanos -señaló Bernal-. Supongo que tendremos derecho de inspección…

– Claro que lo tendremos, no le quepa la menor duda. Sin embargo, la prohibición se refiere a armas nucleares, no a submarinos movidos por energía nuclear. Y debe recordar que si bien todavía no hemos integrado nuestras fuerzas con las de la OTAN, acabamos de ingresar en el Consejo del Atlántico Norte y formamos parte del sistema de alarma del SACEUR, el mando sur de la OTAN, con sede en Nápoles, y que el de Rota es el eslabón más importante de la cadena de bases que se extiende entre las Baleares y las Canarias. Además, es el punto de origen del antiguo oleoducto que los americanos construyeron a través de la. Península hasta Zaragoza.

– ¿Y qué defensas tiene la base de Rota? -preguntó Bernal, mirando con aire crítico el mapa-. Parece de fácil acceso desde la bahía.

– A partir de 1963 se amplió mucho la superficie de la base, y hubo que desviar la comarcal que une el Puerto con Chipiona. El perímetro terrestre tiene dos vallas, la interior electrificada, y se patrulla constantemente con helicópteros.

– ¿Y las defensas marítimas?

– Eso, como bien comprenderá usted, comisario, es información clasificada. Los norteamericanos tendieron a través de la boca del puerto una doble línea de sonar pasivo, instalada en el lecho marino, y nosotros hemos contribuido con hidrófonos que cruzan la bahía exterior a intervalos regulares, desde la Punta Candor hasta el castillo de San Sebastián, en Cádiz -dijo el contraalmirante. Y, desenrollando un segundo mapa mural, agregó-: Aquí tienen un plano de su situación. Como verán, esos sistemas permiten detectar a cualquier hora, sea cual sea el estado del tiempo, tanto submarinos como embarcaciones de superficie que atraviesen estas líneas. Los americanos también han instalado de uno a otro lado de la boca del puerto de Rota redes antisubmarino que se levantan al sonar la Alerta Amarilla.

– Pero ¿y toda la zona costera que se extiende al oeste del puerto? -quiso saber Bernal-. Tiene más de cinco kilómetros de largo.

– Tiene defensas, tanto terrestres como marítimas, y patrullas regulares.

– Si nuestro hombre rana hubiera intentado atravesar esas defensas, para situarse entre los submarinos y los barcos de abastecimiento norteamericanos, ¿qué tal nos hubiera ido?

– Ah, eso habrá que preguntárselo a nuestros colegas norteamericanos. Supongo que para llegar hasta allí, necesitaría algún tipo de embarcación, y el sonar la hubiese detectado.

– ¿Y si hubiese echado mano de una barca de pesca? Hay cantidad de ellas en la bahía, algunas no mayores que un bote de remos. Las patrullas costeras de la base deben estar acostumbradas a verlas…

– Sirviéndose de una pequeña barca de madera y sin motor, podría haber cruzado -reconoció Soto.

– Creo que conviene entrevistarse cuanto antes con su colega de Rota -concluyó Bernal-. ¿Puede usted gestionar eso?

– Me pondré al habla con él inmediatamente; pero no está de más que le diga, comisario, que es un yanqui que apenas habla español y que sólo tiene el grado de comandante. Ellos no disponen de tantos almirantes como nosotros -bromeó.

– Siempre supuse que nosotros tenemos más almirantes que barcos -respondió Bernal, asintiendo con una sonrisa.

Después de una larga conferencia con Rota, resultó que el comandante Weintraub, jefe de los Servicios de Seguridad norteamericanos de la base, se encontraba en un partido de béisbol, si bien esperaban que volviese a su despacho a las cinco y media.

– Está bien -apuntó el comisario-. Dígale que estaremos allí a las seis menos cuarto, si esa hora le acomoda a usted, contraalmirante.

Bernal se sometió, con toda la dignidad que pudo poner en juego, a la pequeña humillación de tener que sacar un pase de Seguridad Naval, a sabiendas de que, con la pésima fotogenia que le daban sus anchas facciones, saldría fatal en la fotografía en color: casi siempre le representaban como al general Franco en los años cincuenta, con el bigote entrecano, y con muy poco pelo sobre la ancha frente. Mientras el joven marinero encargado de fotografiarle ajustaba los focos y se acercaba al trípode, el comisario adoptó la más severa de sus expresiones.

La pequeña localidad pesquera de Rota, de anchas playas de blanca arena dominadas por unos pocos hoteles de pequeño tamaño, había aspirado en otro tiempo a convertirse en una estación marítima parecida al Puerto de Santa María, distante doce kilómetros hacia el este, pero la aparición de las tropas norteamericanas en los años cincuenta suscitó una decadencia comercial, exceptuando los beneficios obtenidos por los propietarios de tierras que consiguieron explotar la presencia de los militares. El puerto pesquero continuaba animado, observó Bernal mientras el Seat 124 Super Mirafiori les conducía a la entrada de la base, donde la bandera estadounidense ondeaba en el poste de la izquierda, acompañada ya por la rojigualda, que lo hacía orgullosamente en el de la derecha, con centinelas de los respectivos países montando guardia al pie de ambos estandartes.

Después de inspeccionados los pases por los soldados de servicio de los dos puestos, y tras una llamada telefónica a Seguridad Central, les franquearon prontamente la entrada y se les indicó el camino hacia las oficinas navales.

El comandante Weintraub les recibió tocado todavía con su gorra de béisbol, pese a lo cual el comisario no consiguió sacar en claro si había jugado con el equipo de la Marina estadounidense o asistido sólo como hincha. Cortando con los dientes la punta de un cigarro puro de buen tamaño, el comandante les estrechó con fuerza la mano a los tres españoles, mientras un joven intérprete de la Marina estadounidense se pegaba nerviosamente a su hombro. Una vez explicado el propósito de la visita, Soto dejó que Bernal hiciera las preguntas.

– ¿Se han registrado últimamente actividades sospechosas en la base o en sus inmediaciones, comandante?

Dejó que el intérprete desempeñase sus funciones, y luego sintió no entender las nasalizadas manifestaciones del jefe de Seguridad americano, que hablaba por una esquina de la boca, con el puro entremedio.

La respuesta fue inequívoca:

– Ninguna actividad, salvo las de algún que otro pesquero soviético, que llevan más aparatos de intercepción radiofónica que redes, tratando de escuchar las comunicaciones locales de la base.

– ¿Cuándo se dio por última vez uno de esos casos de espionaje, comandante?

Weintraub consultó un registro que tenía encima de la mesa.

– El lunes pasado, entre las nueve y las doce de la noche, y el jueves, desde la una treinta a las cuatro de la madrugada.

– Los pesqueros pasan con una regularidad de reloj, comisario -apuntó el contraalmirante Soto, con un cabeceo de aprobación por parte del norteamericano.

– ¿Se acercan mucho a la costa? -fue la próxima pregunta de Bernal.

– Por lo regular permanecen fuera del antiguo límite internacional de las tres millas; cuando no es así, enviamos una corbeta a expulsarlos.

– ¿Tienen en la base hombres entrenados en combate submarino?

– Sí, por supuesto. Tenemos grupos de entrenamiento mixtos hispano-norteamericanos que, en caso de sabotaje o de acción enemiga subrepticia, inspeccionan los barcos que tenemos fondeados en el puerto.

– ¿Están completos sus equipos?

– No tenemos noticia de que se haya perdido nadie.

– ¿Podría usted hacer que nos mostrasen uno de los trajes de inmersión y el equipo ordinario que utilizan esas unidades submarinas, comandante?

– Al momento -respondió Weintraub-. Diré a uno de nuestros muchachos que se ponga el equipo -y descolgando el teléfono, y todavía con el cigarro entre los labios, algo mojado por cierto, dio unas rápidas órdenes-. Podemos bajar dentro de diez minutos.

– Sólo me queda una última pregunta, por el momento -dijo Bernal, algo intimidado por el aspecto de extraordinaria eficiencia del comandante-. Si las defensas electrónicas que tienen instaladas fuera del puerto militar dieran cuenta de una intrusión, pongamos que de hombres rana que se acercan a la base al amparo de la oscuridad, ¿cómo se les opondrían?

– Recurriríamos al Plan 221, comisario. Habría una Alerta Roja, la dotación de todos los barcos entraría en guardia de emergencia, se levantarían las redes antisubmarino y los barcos de patrulla registrarían el puerto usando sistemas de detección por infrarrojos y sonar. Una vez localizados los intrusos, enviaríamos uno de nuestros equipos de submarinos.

– ¿Qué armas llevarían?

– Las corrientes: fusiles y arpones submarinos de contraataque.

– ¿Podría mostrarme también esas armas?

El comandante guardó un momento de silencio.

– Sí, no veo inconveniente.

Pero Bernal tuvo la impresión de que acogía con menos gusto esa solicitud. El comandante puso mucho empeño en aclarar que, en los tres años que llevaba en la base, no habían hecho, salvo para entrenamientos, semejantes despliegues.

Ya en las instalaciones submarinas del puerto, Bernal examinó con interés el traje de inmersión que exhibía el infante de Marina, y advirtió que era de diseño mucho más avanzado que el del hombre rana muerto. Reparó también en los pies de pato, de larga pala, que el cadáver no llevaba. El cinturón del infante de Marina estaba unido a dos correas que le cruzaban en aspa pecho y espalda y sustentaban dos botellas de oxígeno, y tenía prendido un buen número de accesorios especiales. Inspeccionó asimismo el fusil submarino, la potente linterna, alimentada por pilas alojadas en el cinto, el cuchillo y la pequeña hilera de bombas de mano.

– Comandante, ¿cómo se disparan esas granadas bajo el agua?

– Con esta pistola de aire comprimido, comisario -repuso el jefe de Seguridad, señalando el artefacto, de corto cañón y boca muy ancha, que el submarinista llevaba a la cintura en una funda-. Sirven para aturdir al adversario y tienen un alcance de entre diez y doce metros. Su único inconveniente es que son engorrosas de cargar.

– ¿Podrían prestarnos por unos días un juego completo de traje y armas? Me gustaría que nuestro patólogo lo examinara.

El comandante dio en seguida su conformidad y, según se despedían, tuvo Bernal la neta impresión de que Weintraub se sentía aliviado. ¿Sería que no le había hecho preguntas apropiadas?

Estaba Soto diciéndole a Bernal que se quedaría un rato más en la base, para despachar unos asuntos de rutina, cuando el chófer del Super Mirafiori se les acercó con el aviso de que querían transmitirle un mensaje a Bernal por la radio del coche.

La telefonista de la jefatura de Cádiz le leyó el texto al comisario: Inspector Navarro y doctor Peláez han salido de Madrid-Barajas en vuelo Aviaco AO 223 que tiene su llegada a Jerez a las 21.45. ¿Pueden ir a recibirles?

Encantado por la noticia, Bernal confirmó que asistiría personalmente a la llegada de sus dos colaboradores, los primeros en acudir.

– Nos da tiempo de tomar un bocado antes de que aterrice el avión, Fragela. ¿Dónde propone que lo hagamos?

– En el Puerto hay toda una serie de buenos restaurantes, comisario, y nos coge de camino.

El inspector Fragela mandó al chófer que parara en la Venta de Sanmillán, situada frente a la nueva planta embotelladora de las bodegas Terry, y manifestó a Bernal que allí era posible cenar temprano. En el espaciosísimo local encontraron un rincón agradable donde charlar mientras despachaban sendos gintonics y una ración de ostiones, las ostras gigantes que son especialidad de la bahía.

– ¿Qué impresión ha sacado de nuestra entrevista con Weintraub? -indagó Bernal.

– Me cuesta concretar una impresión, a causa del problema de idioma. Es extraño que los americanos no hayan puesto un jefe de Seguridad con cierto dominio del español.

– Tampoco parece que tengamos nosotros en San Fernando nadie que hable bien el inglés.

– Pero en los Estados Unidos tienen grandes zonas bilingües -objetó Fragela-: Bien deben producir algunos oficiales de Marina…

– Yo tuve la impresión de que los americanos se callaban algo. Contestaron a todas nuestras preguntas, pero, ¿se dio usted cuenta?, no ofrecieron ninguna información por su parte.

– A lo mejor serán más explícitos a solas con el contraalmirante Soto. Bien mirado, lo del control bilateral acaba de empezar, y de momento deben de estar tanteando el terreno.

Bernal se enfrascó en la carta, con cierto desaliento: desde luego era el sueño de un gourmet, pero… ¿habría algo allí que su úlcera aceptase?

El Seat 124 Super Mirafiori avanzó rápida y silenciosamente por la vieja Nacional VI hasta alcanzar las afueras de Jerez. Una vez allí, enfilaron la carretera de ronda que discurre hacia el noroeste, y pronto llegaron al pequeño aeropuerto militar, abierto al tráfico comercial sólo desde principios de los años setenta, coincidiendo prácticamente con la inauguración del puente José León de Carranza, en la bahía. Con eso, Cádiz disponía ya de un aeropuerto distante sólo treinta kilómetros hacia el norte, por más que los vuelos fueran pocos y en su totalidad nacionales.

Mientras aguardaban sentados en la pequeña sala de espera, recientemente restaurada, Bernal señaló los cuatro reactores Mirage visibles ante el hangar militar, a cierta distancia de la terminal de vuelos civiles.

– ¿Son ésos los nuevos Mirage III, Fragela?

– Creo que sí. Acabamos de recibir una nueva partida. Nuestros pilotos se entrenan aquí en su manejo.

Reparando entonces en un grupito de avionetas particulares estacionadas en la zona norte del aeródromo, Bernal agregó:

– Y aquéllas ¿son deportivas o comerciales?

– Las más grandes pertenecen a las bodegas jerezanas, que las tienen para el uso de sus directivos. Algunas de las que ve ahí son extranjeras, con distintivos argelinos o marroquíes. Esa gente trata mucho en textiles, que expiden a Málaga o Cádiz.

Conforme se ponía el sol con la rapidez propia de las zonas subtropicales, apenas sin crepúsculo, se encendieron las luces de la pista, rojas y azules, y los altavoces crepitaron y cobraron vida: «Aviaco anuncia la llegada de su vuelo AO 223 de Madrid-Barajas, prevista para las 21.55».

– Diez minutos de retraso -suspiró Bernal-. Pero peor podría ser. Supongo que Navarro y Peláez querrán comer algo. Les llevamos directamente a Cádiz, y que se apañen con lo que encuentren.

Pronto avistaron el rugiente DC 8, que tomó tierra apurando toda la longitud de la corta pista y, habiendo girado, rodó lentamente hacia la pequeña torre de mando. Según bajaban los pasajeros por la escalerilla, Bernal pensó que debían ser muy numerosos los que llegaban de vacaciones, aprovechando la Semana Santa, aun cuando no fueran más de una docena los viajeros que se disponían a tomar el vuelo de regreso a Madrid. Momentos más tarde divisó la alta figura de Navarro, que cruzaba la pista, y detrás de él, la reluciente calva y las gafas de Peláez, de cristales como culos de vaso.

Los dos guardias civiles que estaban en la puerta reconocieron a Fragela y le saludaron. Bernal presentó los recién llegados a su colega gaditano.

– Tenías que ser tú el que me chafara la Semana Santa, Bernal -se quejó Peláez.

– ¿Qué pensabas hacer? ¿Irte a la sierra?

– No, qué va. Terminarle a la editorial el manual de autopsias que estoy preparando, y comprobar las fotos de las ilustraciones. ¿Te das cuenta de que hasta ahora nuestros estudiantes de patología han tenido que echar mano de manuales extranjeros? Mi magnum opus me dará renombre internacional, sobre todo con los extraordinarios casos que me preparas, Luis. A ver, háblame de ese submarinista muerto.

– Léete en el coche el informe de los patólogos, Peláez. Como verás, no han conseguido determinar las causas de la muerte.

– Espero que me tengas bien conservado el fiambre, Bernal. Aunque supongo que esa gente me lo habrá abollado con sus chapuzas.

– Te lo tenemos en hielo en el hospital Mora.

Mientras el chófer oficial les devolvía a Cádiz por la nueva autopista casi desierta, sin duda a causa del precio del peaje, Bernal puso a Navarro al corriente del estado en que la investigación se encontraba en ese momento. Poco más tarde cruzaban el nuevo puente de la bahía y enfilaban la larga avenida que conducía a la Puerta de Tierra. Toparon casi en seguida con una procesión, pero el chófer, gaditano, se las ingenió para evitar las calles estrechas y por fin los depositó en la plaza Calvo Sotelo, rebautizada hada poco con el nombre de San Francisco.

Cuando Navarro y Peláez se hubieron registrado en el Hotel de Francia y París y descargaron su equipaje, Fragela se despidió, no sin antes haberles recomendado un par de restaurantes.

– Yo me estoy recuperando todavía de las ostras gigantes que tomé ayer en el Puerto -explicó Bernal a sus colegas madrileños-, pero os acompañaré.

Cuando se disponían a dejar el elegante vestíbulo, el recepcionista, cortés y de buena presencia, se acercó a Bernal.

– El contraalmirante Soto está al teléfono, comisario. ¿Le paso la llamada a la cabina del pasillo?

Nada más descolgar el aparato en el cuartito revestido de caoba, Bernal recordó a Soto que la línea era semipública.

– Sólo para informarle, comisario, que se han detectado ciertas actividades en la costa. Mi gente y la Vigilancia de Costas están investigando. Podría tratarse de simples contrabandistas del otro lado del Estrecho. Le tendré al tanto.

– Muy bien, Soto. ¿Puede decirme de qué actividades se trata?

– Señales luminosas dirigidas a tierra, frente al cabo Roche. He enviado una lancha rápida, y las estaciones costeras de radar se mantienen al acecho, por si hubiera movimientos sospechosos.