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A la mañana siguiente un Bernal de fatigado aspecto y una Consuelo Lozano más animada desayunaban, ya algo tarde, en la terraza del bar Los Patricios.
– Menos mal que hemos facturado el equipaje en la agencia, Luchi. Dudo que hubiera podido llevarlo a cuestas después de la noche que me han dado esas monjas, que estuvieron pasando el rosario y rezando avemarías y padrenuestros por lo menos hasta Sevilla, donde se dividió el tren, y la más vieja, que dormía en la litera de encima de la mía, se pasó el resto del viaje tirándose pedos.
– Peor fue lo mío, cariño, con cuatro soldados jugando toda la noche al tute en el pasillo, en una improvisada mesa de bolsas de viaje y cada vez más jaraneros y borrachos a fuerza de chinchón barato. ¿A qué hora sale el J. J. Sister?
– A las siete y media. Llega a Las Palmas el lunes, a las nueve de la mañana.
Bernal echó una ojeada a los titulares de la edición matutina del Diario de Cádiz. Inmediatamente llamó su atención el dramático relato de la extraordinaria pesca llegada a La Caleta y del cadáver del hombre rana descubierto en el fondo de la red.
– Gracias a Dios que estoy aquí en viaje particular, Chelo, que si no, seguro que me endilgaban esto -comentó, señalándole la noticia.
– Justo lo que te convendría para olvidarte de problemas personales, Luchi… y para evitar que hagas de las tuyas mientras yo estoy fuera.
– Parece un caso para la Comandancia de Marina -comentó él-. El tipo ese debía ser un espía de algún submarino extranjero.
– A lo mejor aciertas. Después de todo -señaló Consuelo-, la base americana de Rota está al otro lado de la bahía. La corriente pudo haber arrastrado el cadáver desde allí.
Mediada la tarde Bernal acompañó a Consuelo a su camarote de primera clase, donde ella se instaló lo más cómodamente posible y se despidieron por última vez. Luego, ya en el muelle, y según el hermoso buque pintado de blanco, largadas las amarras, se iba alejando de la costa bajo el vuelo de las gaviotas, dijo adiós con el pañuelo a su amante.
Cuando el J. J. Sister hubo salido del puerto y se perdió de vista, Bernal tomó un taxi que le llevó a su hotel de la plaza de Calvo Sotelo a través de las callejas que subían de la dársena. Mientras el taxista daba un rodeo cuesta arriba hacia el casco antiguo de la ciudad, Bernal reparó en las últimas reliquias de las señales que, mostrando un coche de caballos, indicaban antiguamente la dirección que había de seguir el tráfico: Cádiz había sido una pionera europea no sólo en promulgar su Constitución liberal de 1812, sino también en la invención de las calles de sentido único.
El Hotel de Francia y París, situado en la parte más alta y norteña de la ciudad, era un edificio modernista, adornado de azulejos blancos y de color verde botella, con todas sus ventanas protegidas por toldos cuyo vivo color naranja realzaba el de la fruta de los naranjos alrededor del triángulo irregular que formaba la plaza de Calvo Sotelo. Habían pasado nada menos que veinte años, reflexionó Bernal, desde su última y breve estancia en el antiguo hotel, antes de emprender viaje a Madrid con un sospechoso cuya custodia le habían encomendado. El hábil remozado que el establecimiento había conocido entretanto le sorprendió agradablemente.
Deshecho ya el equipaje, encendió un Káiser y releyó la nota deslavazada que Eugenia le había dejado en el piso de Madrid:
Luis:
Pasaré la Semana Santa en Cádiz, de ejercicios espirituales en el Convento de la Palma, calle de la Concepción, s/n. Medita las cosas como te pedí.
Eugenia
Aunque de mala gana, decidió hacerle una visita antes de que empezasen en serio las procesiones.
Bernal salió de la pequeña plaza y, entornados los ojos para resguardarlos del intenso resol del ocaso, trató de orientarse con ayuda del plano del casco antiguo, obsequio de la simpática recepcionista. Completamente extraviado al cabo de poco tiempo, se encontró en la plaza del Tío de la Tiza, orlada de macetas de geranios e invadida por el tufo de las parrilladas de pescado de la bahía, hechas con leña. Habiendo conseguido atraer la atención de un atareado camarero que le dio indicaciones muy imprecisas, volvió a perderse en el laberinto de callejas. Aquella parte inferior de la ciudad, de una calma casi inquietante, daba la impresión de estar incómodamente a caballo entre el bienestar de los barrios norteños y la relativa pobreza del Campo del Sur.
Localizada finalmente la calle Sacramento, no tardó Luis en encontrar la estrecha bocacalle de la Concepción. Después de echar una ojeada un tanto inquieta a la desierta calleja crecientemente oscura, se detuvo al pie de un farol mural de mortecina luz y volvió a consultar la nota de Eugenia: Convento de la Palma, calle de la Concepción, sin número. Aunque no veía ningún edificio de aspecto eclesial, por último reparó en un grueso llamador de hierro, empotrado en la pared, junto a un alto portón coronado por puntas de lanza. Tiene que ser aquí, pensó; no hay en toda la calle otra casa que pueda ser un convento. Tiró de la manija, y tras un largo tintineo metálico, oyó sonar un timbre muy a lo lejos, en las entrañas del edificio. Y eso fue todo.
Luego de esperar unos cuantos minutos en la calle, y preguntándose si todas las inquilinas de la santa casa estarían entregadas a sus devociones, Bernal volvió a tirar del macizo llamador, que de nuevo tintineó en la lejanía. Transcurrieron otros dos o tres minutos de silencio, después de lo cual se oyó ruido de cerrojos descorridos y se abrió un postigo en el alto portón. La sorpresa de Bernal fue no poca al ver a un eclesiástico tonsurado y con vestiduras de obispo, que se asomó malhumoradamente.
– ¿Qué quiere usted? Llega antes de tiempo. Todavía estamos ocupadísimos.
Bernal se quedó estupefacto. ¿Cómo podían estar al corriente de su visita?
– ¿Antes de tiempo? -repitió, perplejo.
– Pues claro. Nadie tiene que presentarse antes de las completas. ¿Y dónde tiene el sambenito y la capucha? ¿O acaso no sabe que a la vigilia hay que venir con el hábito puesto?
– Debe haber alguna confusión -dijo Bernal con creciente estupor-. ¿No es éste el Convento de la Palma?
– Sí, sí -dijo enojado el religioso-. Por supuesto. ¿No viene usted de penitente?
– Yo pensaba que había monjas aquí -continuó Bernal, un tanto incómodo.
– Y las hay. Pero ¿qué quiere usted de las santas hermanas? -indagó el otro, cada vez más receloso.
– No es a ellas a quienes quiero ver, sino a mi esposa.
– Una monja no puede ser esposa suya -replicó incrédulo el presunto obispo, haciendo ademán de cerrar la puerta y dejar en la calle a aquel loco manifiesto.
– Mi esposa es la señora Bernal, Eugenia Carrero de Bernal -dijo el visitante, desesperado ya.
– Pero, hombre, comisario, ¡por ahí tenía que haber empezado! -exclamó el eclesiástico, con un súbito cambio de tono-. Entre, entre usted. Yo soy el obispo Nicasio. Le llevaré junto a su esposa, que está en el patio principal, me parece, ayudando a adornar el paso de mañana, que como ya sabrá, es nuestro gran día.
Aunque Bernal lo ignoraba, incómodo como se sentía por la confusión inicial, decidió dejar para más tarde las preguntas que le suscitaba aquel extraño retiro mixto de su mujer.
Cruzando el fresco zaguán decorado con azulejos, dejaron atrás un claustro bordeado de grandes macetas de cerosos lirios de San José y de amarilis de enormes flores escarlata, a Bernal le sorprendió ver paseando bajo las talludas palmas a otros tres eclesiásticos con atuendo episcopal. Iban en compañía de un almirante de blanco uniforme. Sin poderse contener, preguntó a su guía:
– ¿Es que celebran ustedes una convención de obispos, padre?
– No, no, comisario: todos ellos pertenecen a la orden. El almirante es uno de nuestros adheridos legos.
Bernal se sentía más perplejo que nunca. ¿Qué clase de orden era aquélla, con obispos entre sus componentes? Su pasmo se hizo mayor todavía cuando, en el amplio corredor que comunicaba el claustro con la capilla, vio en otras tantas hornacinas, con cirios encendidos, pequeños jarrones de flores a su pie, tres imágenes de un cuarto del tamaño natural, en una de las cuales, según cruzaba guiado a paso vivo por el eclesiástico, le pareció reconocer a José Antonio Primo de Rivera. No tuvo ocasión, sin embargo, de mirar de cerca las otras dos.
Salieron de improviso, bajo la cegadora luz de potentes focos, a un extenso patio rodeado de altas palmeras datileras. En su parte central, pavimentada, había cinco pasos con imágenes de la Virgen y de Jesucristo, de tamaño mayor que el natural, en escenas de la Pasión. En el que quedaba más cerca de la puerta de doble hoja, a todas luces destinado a salir en primer lugar durante los actos de la Semana Santa, Bernal distinguió a tres monjas aplicadas a prender centenares de flores amarillas y moradas en la red que servía de suelo a la escena de la Entrada en Jerusalén. Detrás de la gran imagen del Cristo montado en el borriquillo estaba Eugenia, vestida con un ancho hábito castaño y plantando palmones alrededor de la plataforma.
– Doña Eugenia, está aquí su esposo -anunció el hipotético obispo que había hecho de cicerone.
– ¡Luis! ¡Qué oportuno! -exclamó ella-. ¿Por qué no me vas acercando palmones de ese montón? Tenemos que terminar el paso antes de completas, cuando lleguen los penitentes para la vigilia.
– Pero yo quería hablar contigo en privado, Geñita…
– Luego, cuando terminemos. Con muchas manos, el trabajo es menos. Anda, quítate la chaqueta y arremángate.
Antes de que dieran las nueve, Bernal estaba ya sudando por todos los poros de su cuerpo, a causa del duro ejercicio que le había impuesto Eugenia.
– Mejor te sientas a descansar un poco en ese sillón de mimbre, Luis -dijo ella. Y muy satisfecha, añadió-: Por fin está listo el paso. ¿No ha quedado magnífico? Las imágenes fueron talladas especialmente para la Orden de la Palma por un artista de San Fernando que empleó maderas preciosas de cinco clases distintas. ¿Verdad que están hechas una maravilla, y pintadas con muchísimo gusto?
Bernal, secándose la frente, preguntó si podía fumar.
– No me parece muy apropiado en un convento, Luis -dijo ella con aspereza.
Pero la monja de más edad intervino:
– Déjele usted que eche un pitillo, doña Eugenia. Los hombres tienen sus pequeños vicios -sentenció, provocando las risitas de las otras dos religiosas-. Yo voy a buscarle una limonada fría.
Luis miró beatíficamente a sor Encarnación.
– Qué amable y caritativa es usted, hermana. Una limonada me vendrá de perilla. ¿No podría añadirle unas gotas de algo más fuerte?
– Luis, repórtate -le amonestó Eugenia-. ¿Has olvidado que estamos en Cuaresma?
Sin embargo, cuando la monja apareció con el vaso y tomó él el primer sorbo del líquido deliciosamente frío, Bernal hubiera jurado que tenía algo de licor, aunque no habría sabido decir cuál. Sor Encarnación le hizo un guiño desde detrás de una palmera.
– Vamos, Luis, tenemos el tiempo justo, antes de completas, para esa charla que querías. Como es natural, asistirás al servicio religioso. Al fin y al cabo, estás de vacaciones, ¿no?
– Pero es que tendría que pasar por la comisaría, Geñita, por simple atención -se excusó Bernal mientras apuraba, más de prisa de lo que hubiera querido, el agradable refresco-. ¿No podríamos hablar mañana?
– Como quieras, Luis. Pero recuerda que es Domingo de Ramos y que a partir de las once estaré en la procesión. Por cierto que esta noche tendrías que confesar, para que estés en gracia de Dios.
En el hospital Mora el anciano forense de la policía y el joven patólogo del establecimiento miraban con fijeza el cadáver que, descubierto en la playa de La Caleta, reposaba en ese instante en la losa del depósito.
– ¿Cuánto tiempo diría usted que ha pasado en el agua? -indagó el más joven de los médicos mientras volvía las mutiladas manos del muerto, para examinarle las palmas-. Los peces han hecho papilla las partes expuestas.
– Primero quitémosle el traje de inmersión. Ayúdame a descalzarle.
– Uf, la descomposición anda muy avanzada. Echémosle un poco de formol.
– Todavía no: antes hay que retirar los órganos -dijo el forense haciendo un alto para enjugarse la frente con la manga de la blanca bata-. Esto es lo que más desagradable resulta siempre.
Al alcanzar el torso, notaron que la negra goma del traje se resistía a la altura del pectoral izquierdo.
– Vaya, aquí hay una herida o algo -observó el patólogo-. La goma tiene una muesca y está pegada al cuerpo.
– Echemos un vistazo. Pues sí: tiene como un pinchazo en forma de estrella, justo por encima del corazón, y se ha soldado con la carne.
– ¿Una herida de bala?
– No estoy seguro -repuso el forense-. Habrá que sondear y ver si tiene salida. De momento, cortemos alrededor de la obstrucción.
Una vez retirado el traje de submarinista, el casco, también de goma negra, las botas y el cinturón del mismo material, éste con acoplamientos y bolsillos especiales, todos ellos vacíos, metieron los distintos objetos en bolsas individuales, de plástico transparente, y las rotularon con esmero, para proceder a su posterior examen técnico.
– Ahora démosle la vuelta y veamos si hay señales o heridas en la espalda -pidió el forense-. Ah, hay marcas de lividez… Es curioso: después de la muerte tendría que haber flotado un rato boca arriba… Y aparte de eso, no veo más señales.
– Ni yo tampoco -convino el joven patólogo-. El color verde del abdomen indica que el proceso de putrefacción interna está muy adelantado. Y mire: las venas mayores están jaspeadas. ¿De cuánto datará la muerte, diría usted? ¿Seis o siete días?
– Mucho más, creo yo. A lo largo de los años he visto no pocos cuerpos rescatados del mar, y la descomposición se produce al aire libre dos veces más de prisa que en el agua, y ocho veces más rápido que en el interior de tierra seca. Dada la estación, la temperatura media del agua del mar no podía estar a más de diez o doce grados, y el traje ha protegido la mayor parte de las superficies corporales del ataque de la fauna marina. A primera vista yo diría que lleva muerto entre once y doce días.
– ¿Tanto? ¿No se habría desprendido la epidermis de las manos?
– Y así ha sido -dictaminó el más experto de los dos hombres-. Sólo queda la dermis, y los peces hicieron de las suyas ahí. A falta incluso de huellas dérmicas en condiciones, va a ser muy difícil la identificación de este cadáver.
– Tiene un tatuaje azul en la parte superior del brazo; pero a causa de la hipóstasis no se distingue bien.
– Lo fotografiaremos con la lámpara ultravioleta. Eso hará que resalte.
– Estatura más bien baja, pelo oscuro, piel blanca…, ¿de qué nacionalidad le haría usted?
– No estoy seguro de que la piel sea blanca -discrepó el forense-. Se ve muy cetrina, aun en las zonas protegidas. Yo diría que hubo gente de color entre sus antepasados. Aunque también podría ser eslavo; fíjese en el abombamiento de los arcos ciliares. Sacaremos fotos de la cabeza desde distintos ángulos.
– ¿Y qué edad?
– Muy joven. Veintitantos años, o menos, diría yo. Tenemos que ver en qué estado se encuentra el timo, y radiografiar las placas craneales. La edad se puede apreciar por el grado de fusión de las placas frontales. Que pase primero el fotógrafo, y luego abrimos, y determinamos las causas de la muerte.
– Pero ¿no está claro que se ahogó? -dijo el patólogo, no sin cierta sorpresa.
– Andando de por medio la Armada o el Ejército, yo no daría nada por sentado. Tendría que haber estado usted aquí cuando la segunda guerra mundial: se nos presentaron casos bien curiosos. Por de pronto, hay que diseccionar esa herida del pecho. Estando tan avanzada la descomposición, es fácil pasar por alto una herida de bala.
Los facultativos concluyeron con la clasificación de las muestras orgánicas que debían ser enviadas al laboratorio de patología para su examen pericial. Antes de coser el cadáver del submarinista, volvieron a observar, con ayuda de una potente lupa, la herida localizada sobre el corazón.
– Veo que la penetración en la carne no es mucha -comentó el médico más joven-. Podría ser una ligera incisión de un objeto pequeño y puntiagudo.
– A mí no me parece una herida incisa; más bien el orificio de una bala -dijo el forense-. Y sin embargo, no hay ni proyectil ni entrada del mismo. Es la primera vez que veo un caso así. Como no hay indicios vitales en la zona de la herida, hay que suponer que se produjo en el momento de la muerte o poco después de que ésta sobreviniera, pero no antes. Y no obstante, no puede haber sido ésa la causa del fallecimiento, porque no se advierten lesiones ni en el corazón ni en ningún otro órgano.
– Lo más desconcertante es que no se ahogó -dijo el joven especialista-. Hay agua en la tráquea, pero no en los pulmones, y muy poca en los bronquios. No hay petequias en las superficies pulmonares y ésas siempre las hay en casos de ahogo o asfixia. Por los ojos, destruidos como están, no se puede saber nada, claro.
– No fue anegación; eso, seguro -dictaminó el forense-; pero ya nos lo confirmará el técnico del laboratorio, viendo si hay diatomeas en la sangre. Ya sabe lo útiles que resultan esas minúsculas algas en casos de ahogamiento.
– Pero ¿qué ponemos en el informe, como causa de la muerte? ¿Paro cardíaco?
– Eso sería ya como último recurso. Vamos a decir la verdad: que «las causas de la muerte no pueden determinarse en tanto no se disponga de pruebas de laboratorio, si bien el fallecimiento no se produjo por anegación».
El comandante Juárez, presente cuando se retiraba el cadáver de la playa de La Caleta el viernes por la noche, leyó con cierta sorpresa el informe preliminar de los patólogos. Si el submarinista no se había ahogado, ¿de qué había muerto? Tendría que esperar a los análisis del laboratorio. Una duda más importante subsistía: ¿quién era aquel hombre y qué estaba haciendo cuando le sobrevino la muerte? Examinó Juárez la lista de prendas que llevaba el cadáver: no había marcas de ninguna clase. Ese hecho le pareció curioso. Si el muerto era un turista aficionado a la exploración o a la pesca submarina, parecía casi obligado que alguna pieza de su equipo tuviese una etiqueta comercial o una indicación de origen. Y sin embargo, no las había. Por otra parte, ¿qué había sido de las gafas, la botella de oxígeno y la máscara que sin duda llevaba? También era extraño que los bolsillos del cinturón estuviesen vacíos por completo.
Y luego estaba la cuestión de la procedencia: el cadáver podía haber llegado flotando hasta las rocas, a dos kilómetros al este del puerto, desde prácticamente cualquier punto: hacia el noroeste desde la base naval española de La Carraca, empujado por el levante, que predominaba en toda la zona, o también podía proceder del este, del Puerto de Santa María, pues la desembocadura del Guadalete creaba allí una corriente de dirección oeste. El forense opinaba, sin embargo, que el cuerpo había pasado entre once y doce días en el agua. Tendría que investigar el régimen de vientos correspondientes a todo ese período. No podía descartarse la posibilidad de que el submarinista hubiese llegado flotando en dirección sur-sudeste desde la base norteamericana de Rota. Al comandante le parecía menos verosímil que el cadáver hubiese atravesado todo el Estrecho desde Tánger; tampoco era probable que procediera de las Columnas de Hércules y la base británica de Gibraltar, o de la plaza española de Ceuta.
Decidió enviar un informe urgente al Servicio de Información Naval de San Fernando, y a Madrid, al Ministerio de Marina. Aquel caso no estaba nada claro, y seguramente las autoridades enviarían a investigarlo a un profesional de más rango.
Bernal creyó preferible atenerse a su palabra y girar una visita de cortesía al inspector responsable de la policía local. El inspector Fragela se mostró encantado de conocer al famoso comisario de la Dirección de Seguridad del Estado (DSE) de Madrid, e inmediatamente le invitó a cenar.
– Iremos al mejor restaurante marinero de la ciudad, comisario: El Faro. Queda cerca de La Caleta, en el barrio de la Viña.
– ¿No es allí donde apareció anoche esa pesca extraordinaria?
– Veo que está usted al corriente de las noticias locales. ¿Le gustaría conocer más detalles del caso? Acabo de recibir el informe inicial del comandante de Marina.
– ¡No, ni mucho menos! -exclamó Bernal, pese a la curiosidad que sentía-. Estoy aquí visitando a mi esposa y tenía previsto alejarme del trabajo durante el fin de semana.
Ya en el distinguido restaurante, decorado con azulejos al estilo tradicional andaluz, Bernal y Fragela estudiaron la extensa carta.
– Tendrá usted que decirme qué pescados son estos, Fragela. Con los nombres que les dan ustedes, para mí es como si estuviera en chino.
– Déjeme que le recomiende un par de platos típicos de aquí, comisario. Tiene usted el lucio, asado a la sal y servido en una caja de madera: las escamas se desprenden con la sal, y se toma con mayonesa o con vinagreta. Y luego está la parrillada «Costa de la Luz», de pescado y marisco, que es una especialidad de la casa.
Bernal consideró con recelo ambas sugerencias.
– Creo que mi estómago encontraría demasiado «agresivos» esos platos, como dice mi médico. Tengo una antigua úlcera cicatrizada, y debo cuidarme.
– Bien, pues tome el lenguado al Tío Pepe, que viene en filetes, con una salsa al jerez y unos cuantos erizos de mar.
Aunque este último pormenor le hizo atragantarse, Bernal decidió probar suerte con ese plato, regándolo con un rioja blanco.
Al llegar al postre, consistente en naranjas al kirsch, el inspector Fragela pasó finalmente a la cuestión.
– La muerte de ese submarinista desconocido es un auténtico misterio, comisario, porque los forenses de aquí no han conseguido determinar las causas.
– Estoy seguro de que a nuestro doctor Peláez le interesaría. Es la primera autoridad del país, en cuestión de medicina forense. Pero tendría usted que presentar una solicitud oficial a Madrid, y ello causaría demoras.
– Creo que la cursaré, a pesar de todo, e intentaremos que venga lo antes posible.
– Si no quiere que el doctor Peláez se le enfade, cuídese de que conserven el cadáver en condiciones óptimas de refrigeración.
– Me encargaré de ello. ¿Qué nos aconsejaría usted, comisario, para identificarlo?
– Supongo que ya habrán echado mano de los procedimientos normales: huellas dactilares, dentición, archivo de personas desaparecidas…
Fragela asintió.
– Por ese lado, nada que hacer. No tenía dientes suyos, y la dentadura postiza ha desaparecido.
– Pero eso es muy significativo -comentó-. ¿Por qué motivo habría alguien de hacer inmersión sin ponerse la dentadura? Supongo que Peláez, si consiguen que se ocupe del caso, sacará radiografías de la cavidad bucal y de los senos maxilares. En ocasiones, una enfermedad o una operación previas ayudan a establecer la identidad a base de los expedientes médicos.
– Los peces terminaron por completo con las yemas de los dedos, de modo que no podemos sacar huellas dactilares ni dérmicas.
– Como último recurso, podrían orientarse por un gráfico hemático, por cicatrices o por deformaciones profesionales. ¿Están seguros de que era español?
– No, no tenemos manera de saberlo. A juzgar por la forma de la cabeza, la tez y la constitución, podría ser latino o eslavo.
– Le aconsejo que deje la decisión a Peláez; en cabezas, es un genio.