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2 DE ABRIL, VIERNES

Al socaire de la Batería de la Candelaria, el antiguo emplazamiento artillero situado en el extremo más septentrional de la ciudad de los tres mil años, dos marineros de la base naval de La Carraca, de permiso en tierra, llevaban un rato tratando de encender su mataquintos. Cuando uno de ellos consiguió por fin que la llama prendiera en el pitillo que, un tanto deforme, se deshebraba por la punta, se lo pasó a su compañero, hecho lo cual la atención de ambos volvió a centrarse, aunque sin mucho método, en la hilera de pacientes pescadores encaramados en una cornisilla rociada por la espuma de las olas, unos quince metros más abajo. El murallón que se elevaba abruptamente desde los bajos escollos protegía a Cádiz del recio flujo y reflujo de las mareas, producto del choque del Atlántico con las aguas más tranquilas que colaba el Mediterráneo por el lado norte del Estrecho.

– Pues, que yo vea, no han pescado maldita la cosa en toda la tarde, Pepe -dijo el más alto de ambos marineros.

– Bastante me sorprendería, con el levante que tenemos. Siempre trae mal tiempo a la bahía, y a veces dura días enteros -masculló Pepe, que hablaba con el cerrado acento de la región, lleno de consonantes aspiradas.

– Esperemos que el viento cambie para la Semana Santa -dijo su acompañante, dando una chupada al cigarrillo, todavía a medio encender.

– Como no vire al sudoeste -dijo el gaditano, bajo y moreno-, no habrá quien tome el sol en la playa de la Victoria.

– Y qué más da -replicó su compañero de a bordo, que era de La Coruña y no contaba con baños de sol a principios de abril-. Habrá que contentarse con la discoteca del puerto.

Según iban por la cima del rompeolas hacia el parque Genovés, Pepe hizo un nuevo alto y, señalando con la mano el centro de la ancha bahía, a esa hora teñida de rojo vivo por el sol poniente, observó:

– Parece que aquellas dos barcas están en apuros. Como si las redes se les hubieran enganchado entre los escollos.

Formando visera con la mano, a fin de protegerse los ojos del resol, Pepe fijó su experta mirada de navegante en la escena que se desarrollaba dos kilómetros más allá, hacia el nornoroeste, por el lado de Rota.

– Esas rocas son Los Cochinos y Las Puercas, un peligro del infierno para los barcos que entran a puerto. Pero no me parece a mí que esas barcas corran peligro -dijo. Y advirtiendo una mancha más oscura que el rojo de las aguas, entre los famosos escollos, agregó-: Lo que ocurre es que traen las redes a reventar. Por eso vocean y se hacen señas.

Los pescadores de la estrecha cornisa también accionaban vivamente, atentos, con súbito entusiasmo, al manchón que el otro había señalado. A favor de la fuerte brisa de levante, las dos pesqueras estaban maniobrando para acercar la larga jábega tendida entre ambas, aunque sin tratar de embarcarla, mientras avanzaban rumbo al oeste, hacia la punta de Santa Catalina.

– Para mí que intentan atracar en La Caleta, detrás del Castillo -opinó Pepe-. Con el viento en contra, la dársena pesquera no les conviene. Vamos a acercarnos a ver qué traen.

Mucho antes de que las dos barcas hubieran rodeado la punta, el gallego y el gaditano, dejando atrás el hotel Atlántico y atajando por la avenida del Duque de Nájera, habían alcanzado la playita de La Caleta, con sus destartalados baños de principios de siglo alzándose, desiertos, sobre podridos pilares de madera, en medio de la marea alta.

Entretanto, un tropel de gente congregado junto al castillo de Santa Catalina señalaba hacia la bahía. De pronto, y cuando los dos marineros empezaban ya a cansarse de la larga espera, las dos embarcaciones, que sus sudorosos y exaltados tripulantes seguían manteniendo separadas a una distancia de unos diez metros, entraron en la pequeña ensenada en forma de U y, arrastrando tras de sí la hinchada jábega cabeceante, enfilaron entre las olas hacia la playa. Seguidamente, tan pronto como se abrió la amplia red, la arena, animada por miles y miles de peces negros y plateados, empezó a bullir de vida. Pepe y su amigo retrocedieron asombrados, y uno de los pescadores de más edad exclamó:

– ¡Nunca habíamos tenido una pesca como ésta! No me explico cómo ha aguantado la red. ¡Es un milagro como el que dicen los curas que hizo Cristo! -Y, a la vista del portentoso espectáculo, se persignó.

Otro de los tripulantes, más joven, saltó a tierra y, dirigiéndose a los dos marineros, gritó:

– ¡Después de esta pesca, podremos pasarnos unos pocos de días sin tocaros el «taco», por lo de la suerte!

– Pero ¿qué demonio traen ahí? -le preguntó a Pepe el gallego.

– Mojarras y herreras casi todo. Sólo que nunca los había visto en una cantidad así. Debe de haber miles de kilos en ese montón.

Mientras el enorme disco solar se hundía, muy a lo lejos, detrás del cabo de San Vicente, la tripulación se aplicó afanosa a cargar el pescado en las banastas en que lo transportaban sobre la cabeza a los camiones que permanecían a la espera. Ante la evidencia de que iba a costarles Dios y ayuda trajinarlo todo antes de que se les viniera encima la noche, los humildes pobladores de las calles próximas se acercaron para echarles una mano y, de paso, beneficiarse en lo que pudieran.

– Anda, Pepe -dijo a su compañero el gallego, aburrido ya de contemplar el ir y venir de los pescadores-, vamos a comernos unas hamburguesas antes de ir a la discoteca.

En ese preciso momento, uno de los ciudadanos que se habían acercado a ayudar voceó:

– ¡Mirad ahí! ¡Si traéis un tiburón en el fondo de la red!

– ¡Mi madre, claro que pesaba! -ponderó el más joven de los pescadores.

– De tiburón, nada: es un atún grande -aseveró uno de los tripulantes de más edad, mientras, retirando el resto del pescado, dejaba a la vista la masa negra y reluciente que yacía sin vida junto a la orilla.

– Nunca había visto un atún todo negro con esa forma -comentó Pepe el gaditano, esforzándose en atisbar sobre la línea de cabezas de los que, cargando recipientes de todas clases, aspiraban a volverse a casa con la cena solucionada.

– ¡Santo Dios, si no es ningún pescado! -exclamó el patrón de una de las barcas, que se había inclinado para echar un vistazo bajo la menguante luz-. ¡Es un submarinista muerto! Y debe de llevar varios días en el agua. Los peces se le han merendado los ojos.

El joven pescador que había hablado antes se dio la vuelta y se puso a vomitar sobre el agua de la orilla.

– Ve a telefonear a la Guardia Civil -le dijo el patrón-. Que avisen a la Comandancia de Marina.

Cuando cinco minutos más tarde apareció el jeep color caqui en que viajaban dos guardias civiles de la Vigilancia de Costas, seguido poco más tarde por un Seat, 131 que, conducido por un chófer, traía al comandante, los que habían llegado en busca de comida gratis desaparecieron como por arte de magia entre las sombras del rápido crepúsculo, llevándose su mal adquirida carga, camino de las míseras callejas que se abrían detrás del Campo del Sur, mientras que los dos marineros, los tripulantes de las barcas y cierto número de curiosos asistían a la inspección oficial del cadáver.

– Llame a la Comandancia por la radio del jeep -dijo el superior a uno de los guardias civiles- y que envíen al forense y al juez de instrucción. Y que manden también el furgón del depósito. A ver si podemos trasladar el cadáver antes de que cierre la noche.

Luis Bernal permanecía nerviosamente en pie junto a su pequeña maleta bajo la alta bóveda de hierro forjado de la estación de Atocha, no lejos del letrero anunciador del tren nocturno de Sevilla, Huelva y Cádiz, que salía a las 22.30 de la vía 5.

Echó una ansiosa ojeada a su reloj: Consuelo estaba apurando mucho el tiempo; pero como se había empeñado en que la esperase en la estación, con los billetes, en lugar de recogerla en su piso de Quevedo…

– Mi madre no te conoce, Luchi, ni sabe nada de lo nuestro. Y a su edad, no quiero darle un disgusto. Bastante preocupada está ya con lo de mi traslado por seis meses a la sucursal del banco en Gran Canaria. Y que no ha sido fácil conseguir que se fuese a vivir con mi hermano. Ya sabes lo mal que se lleva con su nuera.

De modo que él había accedido a retirar de las oficinas de la Renfe los billetes y las reservas del coche cama y reunirse con ella en Atocha.

Luis Bernal se preguntó por enésima vez si estaba procediendo acertadamente. Eugenia, su mujer, se había mostrado tan espantada como poco comprensiva cuando, tres semanas atrás, él abordó el tema de la separación.

– Pero tú has perdido el juicio, Luis. Llevamos treinta y siete años de casados y tenemos hijos mayores. ¿Cómo vamos a separarnos ahora? Por de pronto -concluyó tajante-, va en contra de Dios y de los mandamientos de la Iglesia.

Y cuando, insistiendo unos días más tarde, dejó caer él la palabra «divorcio», ella contraatacó con virulencia:

– Lo tuyo es una chaladura de viejo, Luis. No hay bobo más grande que un viejo bobo. Si todo eso va en serio, lo que tienes que hacer es venirte conmigo y hablarlo con el padre Anselmo, nuestro confesor. ¡Esas ideas locas te las ha metido a ti en la cabeza lo de la nueva democracia y todo el politiqueo de ahora!

Y de pronto, súbitamente intuitiva, agregó:

– ¿No irás a decirme, verdad, que a tu edad quieres liarte con una niña pindonga que te deje a pan pedir?

No se había atrevido a contarle a su esposa lo de sus relaciones con Consuelo Lozano, que duraban ya casi cinco años, ni lo del pisito que compartían a ratos robados en la calle Barceló. Pero estando ya Consuelo en el quinto mes de embarazo del hijo que esperaba de él, había llegado la hora de la verdad.

– ¿Y los chicos, Luis? ¿Qué van a pensar de nosotros? -fue la andanada con que le despidió Eugenia.

A Bernal le importaba poco lo que pudiera pensar su hijo mayor, Santiago, un mojigato que había vivido siempre esclavizado por la beatería de su madre; sin contar con que estaba casado, era padre a su vez y tenía otro hijo en camino. Y en cuanto a Diego, el menor, se había convertido, a sus treinta años y con las reliquias de dos carreras dispersas a su espalda -Medicina y Biológicas-, en el eterno estudiante. El pasado enero Bernal le había expedido hacia Santiago de Compostela, donde le esperaban unos estudios menos exigentes y una ciudad con menos locales nocturnos que Madrid. Con su historial, no encontraría tantos motivos de crítica en los asuntos conyugales de sus padres.

Ni siquiera a un observador imparcial le parecería demasiado chocante el que un «superpolicía» (como le llamaban los periódicos) de sesenta y un años quisiera divorciarse de su esposa santurrona con la cual no había tenido relaciones maritales en los últimos veinte años, sin que tampoco le cupiese decir que las habidas en los diecisiete anteriores le hubieran procurado placer alguno. Mejor aún comprendería el caso el observador en cuestión si tuviese noticia de la total avenencia -tanto mental como física- a que había llegado Bernal con aquella empleada de banca que, casi treinta años menor que él, rebosaba de contento ante la idea de darle nueva descendencia.

Bernal encendió nerviosamente otro Káiser y de nuevo consultó su reloj. Ya no tenían tiempo de facturar el equipaje. Consuelo iba a perder el tren: eso era un hecho. Con lo cual perdería también su pasaje del día siguiente en el barco Cádiz-Las Palmas de la Transatlántica. ¿Por qué no podía, como todo el mundo, tomar un vuelo regular de Iberia?

– No quiero correr riesgos con nuestro hijo, Luchi -le había explicado-. Además, ya sabes que no aguanto los aviones.

Aunque personalmente consideraba que diez horas de tren, más una travesía de treinta y seis, podían resultar mucho más nocivos para el niño, se guardó de exteriorizar esa inquietud. Había aprendido a no discutir con Consuelo por pequeñeces.

El caso tenía un lado bueno, pensó; le permitiría, al menos así lo esperaba, matar dos pájaros de un tiro: despedir a Consuelo en el barco y visitar a Eugenia -con miras a un último intento de conseguir que se aviniera a una separación pactada- en Cádiz, en el instituto religioso, recomendado por el archiconservador padre Anselmo, donde había ella emprendido, con su misteriosa y acostumbrada presciencia, un retiro espiritual, sin duda para rogar por el retorno de su esposo al sano juicio y a la vereda de la vida conyugal.

El desasosiego de Bernal ante la perspectiva de perder el expreso nocturno de Cádiz iba en aumento, pues la Renfe se estaba esforzando por que sus servicios salieran puntualmente, aun cuando mostrase menos empeño en lo referente a la exactitud de las llegadas. En ese momento avistó a Consuelo, radiante, que se abría paso entre el público, ya menos numeroso, bajo el reloj de la estación, de cuádruple esfera, que indicaba las 10.26. Tras ella, un maletero tiraba sudoroso de un carrito de dos ruedas cargado con cinco voluminosas maletas de piel de cerdo.

– Menos mal, Luchi, que se me ocurrió anticiparme y mandar el baúl al barco- le dijo, al tiempo que le abrazaba.

Bernal reparó por primera vez en que la inclinación de los hombros y su paso torpe empezaban a delatar su embarazo clandestino.

– Ya no alcanzamos a llevar el equipaje al furgón, Chelo. Tendré que dejártelo en el compartimento.

Le había conseguido una cama en el coche número 051, en primera clase, que iba a tener que compartir -y eso le divirtió a él- con tres monjas. Bernal, por su parte, habría de probar suerte en una litera de un compartimento de seis. Amontonado ya en lugar seguro el equipaje -causa de asombro para las religiosas que desde luego viajaban con muy poca impedimenta-, Bernal se llevó a Consuelo al vagón restaurante, a fin de tomar una cena ligera. En ese preciso momento la máquina emitió tres agudos silbidos, y el tren nocturno de Cádiz salió de la estación de Atocha.

– En mi caso va a ser repetición, Luchi: mi hermano y su mujer no me dejaron salir de su casa sin haber comido. Mi madre, aunque parece que se encuentre mal con ellos, ya había empezado a refunfuñar. No comprende, dice, que me haya avenido a ese traslado de seis meses a la sucursal de Las Palmas.

Mientras despachaban sendos cocteles de gambas, regados con una botella de Marqués de Murrieta, Bernal se refirió a los viejos tiempos anteriores a la democracia, cuando no hubiesen podido permitirse que les vieran viajar juntos.

– Luchi, ¿tú crees que Eugenia llegará a consentir en lo del divorcio? Ya sabes que si se niega, a mí no me importa.

– No lo sé, Chelo. Antes de salir de Madrid, se oponía por completo, pero en Cádiz, como habrá tenido tiempo para meditarlo, lo volveré a intentar. En todo caso, y aunque se resista, yo puedo presentar la demanda. Sólo que el trámite es más largo, y me gustaría que el niño venga al mundo con todos sus derechos legales, aunque sea canario.

– ¿Qué te hace pensar que ha de ser otro varón? -bromeó ella-. ¿Por qué no puede ser una grancanarita?