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10 DE ABRIL, SÁBADO

Una vez comunicadas a Madrid las detenciones, Bernal y Navarro estuvieron interrogando por separado a los oficiales hasta las cinco y media de la mañana, sin conseguir información alguna sobre la muerte de la monja. A continuación se dedicaron al padre Sanandrés, que tras la caminata penitencial, seguida por la larga espera insomne en la celda policíaca con que veía sustituida la que ocupaba en el monasterio, presentaba un agotado aspecto. Nervioso en extremo, pero dispuesto a hablar, explicó que el viejo mecanismo hidráulico instalado en la cueva inferior actuaba por el propio movimiento de las mareas, si bien se atascaba a veces, a causa de una válvula defectuosa, ante lo cual, y poniéndose el traje de inmersión, él bajaba a subsanar la avería. En forma alguna avergonzado por instrumentar ese fraude religioso, sustentaba que el agua poseía en efecto propiedades milagrosas.

– ¿Cuándo vio por última vez a sor Serena? -le preguntó Bernal-. Porque no le acompañó en la procesión, ¿verdad?

– No: se quedó en el convento, para cuidar de sor Encarnación, que se había excedido en su ayuno cuaresmal.

– ¿Y a qué hora la vio por última vez?

– A las seis, para vísperas.

– ¿A dónde fue ella después?

– A la cocina, a prepararle un caldo a la enferma. Pero me sorprendió que con todo el esfuerzo que había dedicado a decorar el paso, no bajase a verlo salir. Por suerte, doña Eugenia me ayudó con las penitentes.

A quién se lo cuentas, pensó Bernal.

– Háblenos ahora de los dos militares, el coronel y el capitán.

Inicialmente el prior alegó ignorar el plan de los oficiales y se fingió escandalizado al enterarse de que los evadidos entraron «bajo cuerda» en el convento.

– ¿Puede explicarnos cómo se hicieron con las llaves de la verja de La Caleta y de la puerta metálica que comunica con la sacristía? -le presionó Bernal.

Como el prior sacudiese la cabeza, Bernal hizo una seña a Navarro, que puso en marcha la cinta en que Elena había grabado su conversación con los conspiradores. El padre Sanandrés dejó caer la cabeza, y en seguida se avino a prestar una declaración completa, con la que Bernal se proponía confrontar a los dos oficiales.

Peláez llegó al amanecer, con aspecto cansado y triunfal, y le entregó a Bernal el informe de la autopsia.

– Ahí lo tiene. La monja se ahogó. Cuando la examiné, llevaba muerta entre tres horas y tres horas y media.

– ¿Algún indicio de violencia?

– Unas magulladuras en un lado de la cabeza y en los nudillos. Probablemente ocasionadas en el momento de la muerte.

– ¿La asesinaron?

– No lo creo. Pudo caer al pozo por un accidente. Se ahogó en agua dulce, eso es seguro. Había perdido un tacón del zapato, que Varga ha encontrado entre las piedras del suelo, junto al pozo, y tenía descosido el dobladillo del hábito. Había unos hilos prendidos en el tacón. Es posible que se asomase al pozo, se pisara el dobladillo y cayera de cabeza.

– Era muy fisgona -dijo Bernal-. Pero aun así, necesito saber quién golpeó a Elena.

– Yo voy ahora a la Residencia Sanitaria, a reconocerla. Pero dudo que le haga mucha gracia el que Varga la examine con la lupa.

Al despertar el sábado por la mañana en su habitación del hotel, Bernal, que había conseguido dormir un par de horas, se encontró a su esposa sentada en la cama vecina, con los pies en un baño de mostaza y agua caliente y pasando el rosario. Como se incorporase él con un gruñido, Eugenia interrumpió sus rezos y le miró.

– ¿Te apetece un café, Luis?

– Sí, gracias. ¿Quieres pedirle a la telefonista que lo encargue? -Se sentó en el borde de la cama, encendió un Káiser y se aflojó el cuello de la camisa.

– ¿Qué ocurrió anoche, Luis? ¿Qué hicisteis con el padre Sanandrés?

– Le llevamos detenido a jefatura. Ha confesado abiertamente su implicación en el complot de los oficiales.

– ¿Y sor Serena?

– Muerta. La encontramos ahogada en el pozo de la cueva.

Eugenia se persignó varias veces, con expresión aterrada, y agitó el rosario. Pasado un instante, preguntó por sor Encarnación.

– Los hombres de Fragela la encontraron encerrada en su celda, con un triste mendrugo y una botella de agua. Se la llevaron a la Residencia Sanitaria. Está en el mismo pabellón que Elena Fernández.

– ¿Qué le pasó a tu inspectora?

– Le dieron un golpe en la cabeza, y no consigo averiguar quién lo hizo.

– Aunque hablar mal de un difunto sea poco caritativo, ¿no crees que pudo ser sor Serena? -apuntó Eugenia, no sin persignarse una vez más-. Era una fanática y entrometida. A la señorita Fernández la perseguía por todo el convento. Sospechaba, creo yo, que era una espía.

– Quizá aciertes, Geñita. Pero ¿con qué la golpeó? Eso es lo que me intriga.

En ese preciso momento sonó el teléfono, y Bernal cruzó hacia la mesilla más próxima a la ventana, para atender la llamada. Eugenia, a todo eso, continuaba frotándose los lacerados pies en la jofaina de agua caliente con mostaza.

– ¿Eres tú, Luchi? -preguntó la autora de la llamada-. ¿O sea que sigues en Cádiz?

Bernal lanzó una subrepticia mirada hacia su esposa, de cuya espalda, más tiesa que un huso, sólo le separaba el ancho de la cama.

– Sí, eso me temo; aunque una parte del caso ya está resuelta -contestó lo más sucintamente que pudo.

– Yo he seguido los breves informes que da la prensa de Canarias; y para mí, por lo que he leído entre líneas, el submarinista muerto era marroquí, y todo ese asunto tiene que ver con Ceuta y Melilla, ¿no?

– Excelente, inspector; su deducción es correcta -repuso Bernal con una risa forzada.

– Me parece que no estás solo ahí, Luchi -dijo Consuelo en tono desconcertado-, o no me dirías esas cosas tan raras ni me llamarías «inspector». ¿Está Eugenia contigo?

– De nuevo acierta usted, y por ese lado no hay novedades que señalar. Le telefonearé tan pronto como regrese a Madrid.

– De acuerdo, Luchi. Yo sólo te llamaba para decirte que ya he empezado a trabajar en el banco, y que allí todos se muestran muy amables conmigo. Muchos besos.

– Lo mismo digo. Le llamaré pronto.

Colgando el auricular, Bernal alcanzó maquinalmente un Káiser y abrió una de las carpetas oficiales que tenía amontonadas en la mesa próxima al balcón, cubierta por un tapete de encaje de bolillos.

Todavía de espaldas a él, Eugenia dijo en tono seco incisivo:

– Luis, si la que llamaba era esa niña pindonga con quien tienes la pretensión de escaparte, espero que le hayas dicho muy clarito que no hay ni la menor posibilidad de que tú y yo nos divorciemos.

Había olvidado por un momento lo agudo que tenía su esposa el oído.

– Mira, Geñita -suspiró-, si te parece, dejemos ese asunto hasta que yo haya terminado este caso y estemos de vuelta en Madrid.

– No veo llegada la hora de volver. A ver si me consigues plaza en el correo de esta noche… en tercera, claro. Ya sabes el malestar que me causan estos hoteles caros. No nos cobrarán suplemento por haber dormido yo aquí esta noche, ¿verdad?

– No lo sé, pero supongo que al ministerio no le importará apoquinar al menos lo de tu lavatorio de mostaza.

Tirando sin poder de su cuerpo, Bernal se presentó a las diez en la sala de operaciones y le preguntó al inspector Navarro, de ojos cargados de sueño, qué novedades había.

– Madrid ha ordenado que les enviemos a los cuatro oficiales, con una escolta armada. El CESID se hará cargo del interrogarlo.

– ¿Y el padre Sanandrés?

– Han dicho que le retengamos aquí, jefe.

– ¿Alguna noticia de Chiclana?

– Lista y Miranda han pasado el parte esta mañana. Desde ayer, cuando aparecieron los dos árabes del Cadillac, ninguna actividad.

– No estoy seguro, Paco, de que sea prudente dejar que acudan hoy a su cita del cabo Roche. Yo propondría atraparlos en su escondrijo de ahora. Tendré que acercarme a San Fernando y consultar con Soto.

Camino de San Fernando por la vía Augusta Julia, Bernal, viendo una fragata que cruzaba lentamente la bahía interior hacia el puente nuevo, se la señaló al chófer de la policía y dijo:

– El puente se abre al paso de los barcos, ¿no?

– Sí, se levanta por el medio, comisario, en dos brazos.

Mira por dónde…, pensó Bernal.

Las calles de San Fernando bullían de marineros que se reintegraban a sus puestos, y en la Capitanía General, cuando Soto les recibió, reinaba un ambiente de tiempo de guerra.

– Tengo una noticia que le contentará, Bernal. La JUJEM ha dado su aprobación: la flota zarpará esta noche hacia Ceuta, y los barcos fondeados en Cartagena saldrán hacia Melilla y Alhucemas. Mañana llegarán a Cádiz barcos de refuerzo de El Ferrol.

– Me gustaría que pusiesen un retén numeroso en el nuevo puente de la bahía, Soto.

– ¿En el de José León de Carranza? ¿Por qué?

– Los barcos de gran tamaño no pueden pasar por ahí sin que lo levanten, ¿no es así? -dijo Bernal. Soto asintió-. En tal caso, se trata de un punto vulnerable. Hay que poner guardia en las torres de maniobras y en los accesos. Y aconsejo que se haga lo mismo en todos los puentes próximos a San Fernando. ¿Han colocado ya la red antisubmarinos en la boca del canal de Sancti Petri?

– Sí, pero en este momento no está tendida.

– Si tiene instalados los detectores sonar y son bastante sensibles para detectar uno de esos submarinos enanos, no importa.

– Han puesto los más modernos; pero por lo que pueda ocurrir, levantamos la red todas las noches, con la marea alta.

– ¿Y qué actividad de tropas tenemos?

– Esta noche llegan refuerzos de Jerez y Sevilla. En cuanto al escuadrón de los GEO, está a nuestras órdenes, en Chiclana.

– Estupendo. Podríamos necesitarlos. ¿Qué se está haciendo a nivel diplomático?

– Tengo entendido que el ministro de Asuntos Exteriores se entrevista mañana por separado con los embajadores de Marruecos y de Argelia. Británicos y americanos han recibido aviso de que nos proponemos reforzar nuestras guarniciones del norte de África. Por su parte nos están pasando información, obtenida por satélite, sobre nuevos despliegues de tropas en el norte de Marruecos -resumió el contraalmirante. Y señalando un ejemplar del Diario de Cádiz, añadió-: Le supongo al corriente de las algaradas estudiantiles que se están produciendo en distintas ciudades marroquíes…

– Todavía no he podido ver los periódicos, pero hoy le echaré una ojeada a El País, que llega a la hora del almuerzo. Esos disturbios, Soto, podrían haber sido organizados con el fin de distraer la atención; lo que ustedes llaman una maniobra de diversión…

– Yo creo que la JUJEM se da cuenta de esa posibilidad.

El sábado, a última hora de la mañana, Varga le mostró a Bernal el tacón que habían estado inspeccionando.

– Tiene hilos prendidos, jefe, y son de lana color castaño, como el hábito de la difunta. Parece prueba bastante de que fue un tropezón accidental lo que la hizo caer al pozo.

– ¿Y qué sabemos del instrumento contundente con que golpearon a Elena?

– He encontrado partículas de cuero negro alrededor de la herida.

– ¿Sería una porra?

– Por las características de la lesión, el doctor Peláez cree que emplearon un objeto plano, de bastante filo. Cuando baje la marea, voy a volver al pozo. Con lo estrecho y hondo que es, dragarlo será un trabajo de todos los demonios. También estoy investigando el funcionamiento de esta instalación. Es un complicadísimo trabajo de ingeniería del siglo pasado, hecho en Francia.

– Y seguramente instalado por un milagrero que precedió a nuestro prior.

– A propósito, jefe: el laboratorio nos ha enviado el análisis de las muestras de agua extraídas de los pulmones de la muerta. Es exactamente el mismo tipo de agua dulce que da el pozo. No hay duda de que se ahogó allí. Pero lo más curioso es una cosa: el agua tiene minúsculas proporciones de estrógenos naturales.

– ¿Trata de decirme que esa agua remedia verdaderamente la esterilidad femenina, que ayuda a las mujeres a concebir?

– El doctor Peláez no lo excluye, en casos de esterilidad funcional y si las tomas se inician cinco días después de la menstruación.

– ¿Y sostiene que esas propiedades hormonales proceden de los ostiones que se crían en la base del pozo?

– Me pidió que le dijese que los clásicos griegos y romanos podían estar en lo cierto, después de todo.

La tarde del Domingo de Resurrección, Bernal decidió trasladar su sala de operaciones a un punto más próximo a la que iba a ser escena de la acción. El capitán Barba se había ofrecido a acomodarles a él y a su equipo en el cuartel de la Guardia Civil de Chiclana, que estaba en comunicación permanente con el despacho del contraalmirante Soto en la Capitanía General de San Fernando.

Camino del nuevo puesto de mando, a Bernal le animó el ver dos destructores y cuatro fragatas que llegaban procedentes de El Ferrol. El Diario de Cádiz se había hecho eco, en su primera plana, de la versión oficial del Ministerio de Defensa: iban a celebrarse en el Estrecho unas «Maniobras de Primavera» en las que participarían unidades navales de El Ferrol y de los puertos militares de la zona balear. El Ejército enviaría por su parte destacamentos especiales que iban a intervenir en ejercicios terrestres, y las Fuerza Aéreas probarían sus nuevos cazas a reacción Mirage III. Se preguntó Bernal si habría calculado el Ministerio de Asuntos Exteriores que esa demostración de fuerza disuadiría toda posible intervención de gobiernos oficiales en un ataque a los enclaves españoles en Marruecos. En todo caso, las noticias internacionales se veían dominadas por completo por el conflicto anglo-argentino del Atlántico Sur y las rápidas visitas del general Haig a Londres y Buenos Aires. Tal vez era ésa la maniobra de «diversión» con que contaban los conspiradores magrebíes.

A mediodía Miranda y Lista dieron cuenta, desde su puesto de observación junto al Hotel Salineta, de que los ocupantes árabes habían sacado cuatro Land-Rover del garaje y estaban cargando cajas en ellos. Bernal decidió consultar al contraalmirante en San Fernando.

– Me preocupa, Soto, el que esos marroquíes se presenten a su cita con toda esa cantidad de armas y municiones. ¿No habría que llamar a los GEO y atacarles en el hotel? Podría hacerse tan pronto como se les vea la intención de salir; preferiblemente, claro está, después de anochecer.

– Consultaré a Madrid, comisario.

A las ocho se recibió la aprobación de la JUJEM al plan de Bernal. Se establecerían puntos de control en las carreteras que rodeaban el Hotel Salineta, y los GEO se introducirían en el recinto, listos para intervenir al primer indicio de que sus ocupantes se dispusiesen a abandonarlo.

Al derramar el crepúsculo su brillante luz en la bahía de Cádiz, los barcos de la flota comenzaron a acumular presión en sus calderas, y cuando el extremo occidental de Europa se sumía en la noche, se levantó el puente nuevo y las unidades se deslizaron suavemente hacia la bahía exterior, donde pusieron rumbo a alta mar. Las pantallas de radar reflejaron su movimiento, que se señaló en un gran mapa de operaciones en la base de San Fernando, al tiempo que los radionavegantes interceptaban todas las emisiones, al acecho de los intrusos norteafricanos.

Las fronteras de los enclaves españoles con Marruecos quedaron cerradas por orden del Ministerio de Asuntos Exteriores y se situaron en ellas tropas de defensa; en sus respectivos puertos destellarían a la mañana siguiente los cañones de la flota española del Sur.

A las nueve menos cuarto de esa noche se recibió un mensaje de Lista: los norteafricanos estaban abandonando el Hotel Salineta vestidos con ropa de campaña y se dedicaban a calentar los motores de los Land-Rover.

– Quiero acercarme allí, Navarro -dijo Bernal en un súbito impulso-. Los GEO van a entrar en acción.

Cuando el chófer de la policía hubo coronado la pendiente de la sinuosa carretera de Chiclana, Bernal le ordenó que apagara los faros. Al llegar al primer puesto de control, Bernal enseñó su pase especial y su placa de la DSE, y les franquearon el paso. El comisario mandó parar el coche en lo alto de la pendiente que dominaba el hotel, cuyo edificio iluminaban abajo los faros de los cuatro Land-Rover mientras se dirigían lentamente hacia la salida. Estallaron de repente intensos fogonazos: los GEO estaban lanzando granadas aturdidoras a los vehículos marroquíes, que se pararon en seco. En lo alto estallaron cohetes luminosos a cuya luz blancoazulada cobró la escena un aspecto irreal. Se hizo audible el tableteo de metralletas que disparaban desde los flancos de los Land-Rover, seguido por el fuego de respuesta que partía de los encinares. Entonces se incendiaron dos de los vehículos, que hicieron explosión con brillantez pirotécnica y en medio de un estruendo ensordecedor.

– Espero que no les ocurra nada a nuestros muchachos -dijo Bernal inquieto.

Poco más tarde vieron acercarse cuesta arriba un coche del que se apeó Miranda.

– Los tenemos rodeados, jefe -dijo-. Hay que descontar a los que han muerto en los dos jeeps que volaron por los aires.

– ¿Y nuestros hombres?

– Nada más que un par de quemaduras sin importancia. Tendría que haber visto actuar a los GEO, jefe. Son fantásticos.

A las 11.25 los guardias civiles que vigilaban el cabo Roche y Bahía Ballena daban cuenta de una emisión de señales luminosas procedentes del mar. En un intento de atraer la embarcación intrusa a la playa y tenderle allí una trampa, Bernal dio instrucciones a los vigilantes de costas de responder a ellas con las letras M, L, K, R y T del alfabeto Morse. En la sala de operaciones de Chiclana se recibió una llamada telefónica de los guardias civiles: al parecer, el señuelo no había surgido efecto, y las señales habían cesado a las 11.45.

Soto dio cuenta desde San Fernando de que las pantallas de radar habían registrado el tenue parpadeo de una pequeña embarcación que, partiendo de las aguas del cabo Roche, costeaba en dirección noroeste.

– Llevadme al pueblo de Sancti Petri -dijo Bernal-. Estoy seguro de que los intrusos marroquíes tratarán de atacar por el canal.

El chófer de la policía partió hacia allí, con él y Ángel Gallardo, siguiendo la angosta carretera que cruzaba las salinas.

– A partir de aquí, conduzca sólo con las luces piloto -le pidió Bernal-. Los faros podrían verlos desde el mar.

Al llegar al pueblo, que permanecía en la oscuridad, nuevos guardias civiles les dieron el alto, examinaron sus pases y, tras saludar, les dejaron vía libre. Bernal mandó al chófer que estacionase el vehículo a cubierto, entre los abandonados barracones, y salió en busca del oficial de mando.

– ¿Ha dado orden de que tendieran la red antisubmarinos?

– Sí, comisario; está tendida desde las nueve y cuarto, cuando subió la marea.

– ¿Qué calado tiene en este momento la boca del canal?

– Unos dos metros y medio, comisario.

– Probablemente les sobrará con eso -comentó Bernal.

Él y Ángel Gallardo se refugiaron de la fría brisa nocturna al socaire de los barracones.

– Se está alzando el levante -se estremeció Bernal-. Corta como un cuchillo.

– ¿Quiere un trago de coñac, jefe?

El comisario aceptó el frasco que le ofrecían. Tomó un breve sorbo y luego, ahuecando las manos, encendió un Káiser.

– ¿Cree que vendrán a pesar de todo, jefe?

– Lo harán. Son hombres dispuestos a todo. Y por mi parte ardo en deseos de ver uno de esos submarinos enanos. Creo que nuestra Armada debería adquirir unos cuantos.

A las 12.25 de la noche el oficial de mando se presentó con el parte.

– No se ha registrado actividad alguna, comisario, y el radar de San Fernando da cuenta de que la pequeña embarcación no identificada desapareció de sus pantallas hace diez minutos.

– Es ahora cuando sus hombres tienen que aguzar la vista -respondió Bernal-. Que enfoquen los prismáticos de infrarrojos hacia la isla de Sancti Petri. El significado de esa desaparición es que están en el templo de Melkart, en busca de su reserva de armas.

El coronel de la Guardia Civil miró a Bernal como si le creyera presa de una locura momentánea, pero salió a cumplir sus órdenes.

Diez minutos más tarde Bernal y Ángel Gallardo percibieron el ronroneo de un motor fuera borda en aproximación.

– Se acercan, Ángel, a pesar de haber perdido las armas. Deben de llevar reservas a bordo.

El zumbido del motor de gasoil se interrumpió de pronto, tras lo cual se oyó un suave silbido, de bombas de aire, y un potente burbujeo. Seguidamente se hizo audible un leve rumor de motores eléctricos.

– Se han sumergido -señaló Bernal-. Están entrando en el canal.

El coronel de la Guardia Civil llegó en busca del comisario.

– Mis hombres han avistado una pequeña embarcación negra que venía de la isla, pero ha desaparecido de pronto.

– Está en inmersión -replicó Bernal-. Estén preparados para abrir fuego en cuanto tope con la red.

Salió presuroso hacia el embarcadero, seguido de Ángel.

Se oyó un estridente rechino, sucedido por el chapoteo de la pequeña nave al salir a la superficie. Y a continuación los guardias civiles rompieron a disparar sobre el minúsculo submarino impactado. Cuatro hombres rana saltaron de él en el momento en que estallaba envuelto en una llamarada color naranja. Los huidos trataron de escapar hacia el mar, pero los tiradores de la Guardia Civil no tardaron en neutralizarlos uno tras otro, y poco después, cuatro cuerpos se alineaban sobre las tablas del embarcadero. Sacaron a la playita de arena gris los restos del submarino calcinado.

– Por lo menos sus hombres habrán podido vengar la muerte de su compañero -le dijo Bernal al coronel-. Probablemente ésos son los intrusos que asesinaron al sargento Ramos y colgaron su cadáver bajo la tablazón del embarcadero.

La tarde del Domingo de Resurrección, y después de haberle ofrecido un espléndido almuerzo en El Faro, el inspector Fragela y el contraalmirante Soto acompañaron a Bernal al aeropuerto de Jerez. Al anunciar Aviaco que la salida de su vuelo hacia Madrid iba a verse retrasada en una hora, el comisario pidió a sus colegas gaditanos que no le acompañasen en la espera.

Se instaló en la pequeña cafetería del aeropuerto, frente a un gintonic de Larios; había comprado todos los periódicos de Madrid, y, entre sorbo y sorbo, fue leyendo lo que decían sobre la fracasada Operación Melkart. Los diarios tenían confirmación de que se habían producido «incidentes» en las fronteras marroquíes de Ceuta y Melilla, «casualmente en coincidencia» con unas «Maniobras de Primavera» de la flota española, «en visita de rutina» a los puertos españoles del norte de África.

Los Ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores se habían mostrado hábiles en enfocar las noticias de forma que no suscitasen repercusiones diplomáticas. Según Soto, los conspiradores de Melkart habían visto desbaratados sus planes no sólo por la rápida acción emprendida en Cádiz, sino también por intervención directa del rey Hassan y del presidente de Argelia, en cuyas Fuerzas Armadas se estaba procediendo en esos momentos a una depuración. Aunque el Ministerio de Defensa consideraba satisfactoria, por de pronto, la seguridad de los enclaves españoles, la flota iba a continuar unos días en su actual emplazamiento, a fin de llevar a término las «Maniobras de Primavera».

Con la excepción de Elena, que aún habría de permanecer un tiempo en el hospital, y de Ángel Gallardo, que había decidido quedarse para hacerle compañía, todo el equipo de Bernal había abandonado Cádiz. Eugenia lo había hecho en el expreso nocturno de Madrid, con la promesa de prepararle para la cena una paella de centollo (era una suerte, pensó Bernal, que su vuelo saliese con retraso). En cuanto a Peláez, no se mostró satisfecho por los cuatro cadáveres marroquíes que le presentaron para su autopsia: evidentes como eran las causas de la muerte de todos ellos, no suponían aquellos casos un verdadero desafío a la sagacidad.

Estaba Bernal encendiendo otro Káiser, cuando Varga apareció en la cafetería, buscándole.

– Ya lo he encontrado, jefe.

– ¿Qué has encontrado, Varga?

– El instrumento contundente con que golpearon a Elena en el subterráneo del convento. ¿Recuerda que le hablé de unos minúsculos rastros de cuero negro en torno a la herida?

– Sí, lo recuerdo.

– Me he pasado dos días dragando el pozo de la sagrada cueva, y aquí tiene el resultado.

Abriendo un recipiente de material plástico, le mostró a Bernal un voluminoso libro negro, empapado de agua.

– Es el misal de la capilla del convento.

– Entonces la cosa está clara, Varga. Lo hizo la monja.