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El Viernes Santo había amanecido cálido y despejado, con apenas una suave brisa del oeste. A las ocho Bernal convocó a reunión a su equipo, incluido Ángel, a quien había relevado temporalmente uno de los hombres de Fragela.
– La primera noticia -comenzó Bernal- es que el capitán Barba de la Guardia Civil de Chiclana ha confirmado que, en efecto, un grupo de marroquíes alquilaron el Hotel Salineta el mes pasado. Quiero que vosotros dos, Miranda y Lista, ayudéis a Barba a organizar la vigilancia. Con muchísimo cuidado, tratad de averiguar qué actividades desarrollan y cuántos son. No olvidéis que se trata probablemente de soldados con entrenamiento especial -dijo. Y volviéndose hacia Navarro, preguntó-: ¿Se ha establecido algún contacto con Elena?
– Ninguno, jefe.
– Me tiene preocupado. Hay que encontrar la forma de entrar allí. Yo podría hacerlo, so pretexto de visitar a mi esposa. Lo malo es que, creyendo que regresé a Madrid el lunes, le sorprendería mucho verme aparecer, y eso podría poner en guardia al padre Sanandrés. ¿Se ha observado alguna actividad en el convento, Ángel?
– Desde ayer por la tarde, cuando salieron las seglares, nada.
En ese momento intervino Lista.
– Yo fui a visitar a la catalana en su casa, y según ella, sor Serena, la portera, le dijo que era demasiado pecadora, y que no podía dejarla entrar a la Adoración Diurna sin antes cumplir una severa penitencia.
– Lo de la Adoración -explicó Bernal- es cuando les entregan el agua del manantial que hay debajo de la capilla. Por lo visto, es el único que hay, de agua dulce, en toda la ciudad. El suministro normal procede de El Puerto. En cuanto a ese pozo, pasa por ser la antigua Fuente de la Jara, que tenía algo que ver con el templo de la Venus Marina. Habrá que pedirle a Peláez que analice sus propiedades, a ver si resulta que es el elixir de la vida.
– El factor más importante -manifestó Fragela- es que hemos identificado al coronel y al capitán complicados en la conjura para la liberación de los presos. Mis hombres les siguieron anoche. El coronel y el capitán estuvieron cenando con el vicealmirante encargado de los suministros de San Fernando. Mi gente no pudo acercarse lo bastante para oír la conversación.
– ¿Está colaborando la Segunda Bis con usted y con sus hombres conforme a lo ordenado por el CESID, Fragela?
– Sí que lo hacen, comisario. Llevan algún tiempo vigilando a esos oficiales.
– Yo voy a entrevistarme ahora con Soto -anunció Bernal-, pero si se produce alguna novedad en el convento, avisádmelo en seguida.
Elena Fernández, que durmió poco la noche del jueves, había tomado una decisión antes de que la llamaran a maitines a primera hora del Viernes Santo: hablar con la señora de Bernal y pedirle que le llevase el sobre a su marido. Estaba claro que tanto el padre Sanandrés como sor Serena confiaban en la mujer del comisario, el cual debía estar a su vez, a ojos de ellos, fuera de toda sospecha. Hecho eso, Elena quedaría en libertad de investigar lo que pudiese en la Santa Cueva y tratar de descubrir su secreto, o el «mecanismo trucado», como le había oído llamarle al coronel.
Terminado el frugal desayuno, consistente en un café flojo, manchado de leche, y pan frito en aceite de oliva poco refinado, y habiendo comprobado que la bondadosa sor Encarnación seguía sin aparecer por el refectorio, Elena se encaminó al patio trasero, donde encontró a Eugenia Bernal rociando con una regadera las flores del paseo. Al principio le fue imposible hablar en privado con la mujer de su jefe, pues sor Serena no dejaba de merodear por allí, pero cuando por fin el prior llamó a la monja, Elena decidió atrapar la ocasión al vuelo.
– Señora, ¿podría hablar con usted en la mayor confianza?
– Desde luego, querida.
– No sabrá usted, supongo, que pertenezco al equipo de inspectores de su esposo, en Madrid.
– Estaba segura de eso, querida. Te reconocí la voz en cuanto llegaste. ¿No hablamos una vez por teléfono?
A Elena le alarmaron esas palabras.
– No le habrá contado a nadie que soy de la policía, ¿verdad? -dijo inquieta.
– Por supuesto que no.
Resolviendo que ya no tenía nada que perder, Elena agregó:
– También debería decirle que en realidad estoy aquí cumpliendo órdenes de su esposo, en un servicio especial, y me pidió que, en caso de apuro, me dirigiese a usted.
– ¿Y estás en apuros, pequeña?
– Así es. Necesito hacerle llegar un mensaje, y contaba con que usted me ayudase.
– Lo haré, naturalmente, pero él está ahora en Madrid.
– No, señora, no lo está. El Gobierno le ordenó que se quedara en Cádiz, para conducir una importante investigación.
Aunque se quedó estupefacta al oír eso, Eugenia convino en hacer lo que Elena le pedía.
– Quisiera que le entregase este sobre, pero sin que nadie se entere de ello aquí.
– Veré lo que puedo hacer, aunque si salgo del convento antes de que lo haga el paso, a las nueve, parecerá extraño.
– ¿No podría encontrar alguna excusa? -dijo Elena angustiada-. Es indispensable que reciba el mensaje lo antes posible. ¿No podría decir que sale a buscar más flores para el paso, o algo así?
– Si tenemos flores de sobra, querida. Déjame el sobre y veré qué se me ocurre. ¿Dónde encontraré a mi marido?
– Puede dejarle mi encargo en el Hotel de Francia y París, que está, subiendo, en la calle principal, y pedirle al recepcionista que le telefonee urgentemente. Pero, sobre todo, que ninguna otra persona de aquí vaya a enterarse -suplicó mientras le deslizaba el sobre con la grabación y el informe-. ¿Ha comprendido? Nadie en absoluto.
Ángel, que había reemprendido a las nueve menos cuarto la vigilancia del convento, no logró ver a la cocinera salir hacia el mercado ni volver de allí, pero sí lo consiguió el hombre de Fragela, que anotó marcha y regreso con sus horas exactas. Poco después de las nueve, Gallardo observó movimiento en la ventana de una de las celdas de enfrente y vio asomar entre el enrejado una pálida mano que, avanzando cuanto se lo permitían los barrotes, dejó caer un papel a la calle. Pensando que podía tratarse de Elena, que enviaba una nota al Exterior, Ángel sacó la cabeza por la ventana del hostal, para que ella le viese. Pero la mano se retiró a toda prisa y cerraron la ventana.
Gallardo bajó corriendo a la calle y salió en busca del papel, que había ido a parar al arroyo. De vuelta en el vestíbulo de la pensión, desdobló la nota. Constaba de una sola palabra, socorro, trazada con temblorosa caligrafía y seguida de una cruz. ¿Habría Elena escrito semejante mensaje, y sobre todo, firmado con una cruz? Resolvió telefonear a Navarro de inmediato.
Bernal subió al despacho de Soto, donde halló al contraalmirante esperándole.
– Comisario, se está haciendo todo lo preciso para que los barcos queden listos para zarpar. El único problema lo plantea el buque de desembarco Velasco que se encuentra en reparaciones en La Carraca. Los obreros están trabajando de lleno para terminarlas mañana, antes del mediodía.
– Ese buque podría ser vital para el transporte de tropas -comentó Bernal-. Es necesario que terminen a tiempo.
– La decisión definitiva de enviar la flota al norte de África la tomarán la JUJEM y el Gobierno mañana a primera hora. Entretanto han enviado rumbo al sur, para reforzar Cádiz, barcos de las bases de El Ferrol, Mallorca, Menorca y Cartagena. Levaron anclas esta mañana.
– Buena noticia -replicó Bernal.
– La JUJEM también ha ordenado el envío de tropas de Sevilla a San Fernando, y ha puesto a nuestra disposición un escuadrón de los GEO.
– Esos chicos del Grupo Especial de Operaciones podrían sernos muy útiles en el Hotel Salineta -observó el comisario, que seguidamente comunicó a Soto las últimas noticias sobre los marroquíes escondidos en Chiclana.
– Tengo cierta información para usted, Bernal. Eche una ojeada a este catálogo confidencial que el vicealmirante encargado de los suministros y pertrechos se dignó pasarme esta mañana.
El folleto, que llevaba el nombre de una firma británica, iba dirigido a empresas de suministros navales de todo el mundo y presentaba un nuevo y revolucionario modelo de embarcación de alta velocidad, capaz, entre otras cosas, de sumergirse y estacionarse en el lecho marino, y de deslizarse, sin ser detectada, hasta un determinado objetivo. Sus dimensiones eran sólo de 5 metros de largo, por 1,5 de ancho y 1,25 de alto, y su reserva de combustible le permitía transportar a cuatro tripulantes en recorridos de hasta cien millas náuticas. Su velocidad máxima en superficie era de treinta nudos, y sus dos motores eléctricos la facultaban para desplazamientos de hasta seis millas náuticas en inmersión. A causa de su tamaño, lograba pasar inadvertida para la mayoría de detectores de radar y sensores sonar. La nueva embarcación, accesible a las armadas extranjeras, podía resultar un arma valiosísima en la lucha contra la piratería, el contrabando y el terrorismo. Bernal pensó que, de caer en malas manos, podía ser empleada precisamente para esos fines.
– Según los fabricantes, Soto, las armadas extranjeras han encargado ya una serie de estas embarcaciones. Muy bien podría ser una de ellas la que vieron los pescadores en la bahía. Habrá advertido, supongo, que las paredes laterales se deshinchan por medio de una bomba cuando se sumerge y que se adhieren a los costados del casco, de fibra de vidrio. Eso explicaría los surcos paralelos que vimos en la arena, en la isla de Sancti Petri.
– Lo mismo opino, comisario. Podría ser ésta la embarcación que emplean.
– ¿Habría manera de averiguar si han entregado alguna a Marruecos?
– Lo intentaré, desde luego.
Elena se sintió descargada de un peso enorme al avenirse Eugenia Bernal a llevar el mensaje a su marido. Resuelta entonces a introducirse, si le era posible, en la cueva situada bajo el altar, entró en la iglesia, que le pareció vacía. Acercándose a la imagen de Nuestra Señora de la Palma, envuelta en un crespón negro, encendió una vela, mientras miraba sigilosa a su alrededor. Aparte del chisporroteo de los cirios, no se percibía sonido alguno. Tanteó la puerta de la sacristía. No estaba cerrada con llave. Una vez dentro, probó la manija de la puerta metálica, y su asombro fue grande al ver que cedía. Trasponiéndola con el mayor silencio posible, aplicó el oído hacia las reprimidas voces que ascendían de la sagrada cueva.
Reconoció la voz áspera de sor Serena y las quejumbrosas protestas del padre Sanandrés, pero no alcanzó a oír lo que decían en lo que era, sin duda, una discusión. No se les veía, porque estaban en un cuartito situado debajo de la sacristía, con la puerta entornada. Elena descendió los peldaños de piedra y se acercó al pozo sagrado, que tenía a su alrededor un pretil de piedra, construido sobre la caliza natural de la roca. Decidió esconderse detrás de aquel murete y sorprender cuanto pudiera de la conversación.
El padre Sanandrés y la monja salieron poco más tarde y subieron a la sacristía sin volverse ni echar la llave a la puertecilla inferior. Cuando les hubo perdido de vista, Elena se asomó al pozo, pero no consiguió ver nada. Deslizándose a continuación tras la pequeña puerta, se encontró en una especie de vestuario, en cuya pared colgaba de un gancho un traje de submarinista. Advirtiendo, al examinarlo, que estaba mojado, se llevó a los labios una gota de agua: a diferencia de la que se dispensaba a diario a las mujeres, aquélla era salada. Un misterio que le pareció importante resolver. Las aletas del equipo de inmersión habían dejado en el suelo de piedra un rastro que llevaba a una pared desnuda. Al llegar a ella, palpó cuidadosamente la mampostería y la golpeó con los nudillos. Los ladrillos del centro, que sonaban a hueco, apuntaban claramente la existencia de una puerta falsa.
Aunque examinó con detenimiento el contorno, Elena no vio más que una pequeña imagen de Nuestra Señora de la Palma, en el muro lateral, con un ramillete de flores debajo. Inspeccionó de cerca la estatuilla, que palpó en toda su superficie, sin descubrir nada que, conforme a lo que esperaba, actuase de palanca o de conmutador. Al tocar entonces la palma que tenía la Virgen en la mano, la puerta escondida se abrió súbitamente a su espalda, y una fría bocanada de aire entró procedente de un oscuro pasadizo visible más allá. Sacando la linternita que llevaba en el bolsillo, la encendió. Al entrar en el túnel, la puerta giró sobre sus goznes y se cerró a su espalda. Después de seguir la galería por espacio de unos veinte metros, se encontró en una caverna natural, tan grande por lo menos como la sagrada cueva, en cuyo centro advirtió la boca de una ancha chimenea rocosa con una escalera metálica descendente.
Asomándose al borde, distinguió, distante, en el fondo de la cavidad, el rumor del mar. Con súbita resolución, se recogió el hábito e inició el descenso. Fue largo y difícil, y para formarse una idea de la profundidad, se dedicó a contar los peldaños. A trechos se paraba, para examinar las paredes con la linterna. Pronto el ruido del mar fue cobrando volumen, y ella se preguntó si no habría acertado poniéndose el traje de inmersión: pero ya era tarde. Pensó que quizá estuviera próxima la marea baja, lo cual le permitiría inspeccionar el fondo del pozo y descubrir el secreto de la sagrada cueva.
Cuando llevaba contados ciento treinta y cinco peldaños, y como se sintiese mareada, se detuvo un momento. De pronto distinguió un tenue resplandor al fondo; confió que fuese la luz del día. Al reemprender el descenso, una de las alpargatas le resbaló al pisar un alga, con lo cual perdió un par de peldaños, y como se aferrase, para no caer, a la roca de la pared, se hizo un corte en la mano con el borde de una concha de ostra fósil, afilada como una navaja. Se afianzó, para vendarse los dedos con el pañuelo, y, despacio, reanudó la bajada.
El ruido del mar era ya muy audible, y la brisa le sacudía el pelo. Por fin sentó un pie en la arena del fondo, pero habiendo tomado antes la precaución de sumergirlo hasta la pantorrilla en el agua del mar, que afluía ya más perezosamente, con pausas cada vez mayores entre una y otra ola.
Contenta de haber dejado la escalera, cruzó chapoteando hasta una amplia caverna existente detrás de la base del pozo, donde una instalación hidráulica ronroneaba suavemente. De modo que por eso bajaba tan a menudo el padre Sanandrés a la cueva… Vio que las tuberías de la maquinaria ascendían hasta empotrarse en el techo. Parecían muy antiguas, y supuso que tendrían algo que ver con el manantial de agua dulce. Quizá explicara aquello el que el agua fluyese con tal ímpetu a la sagrada cueva, bajo el altar. Se trataba, en efecto, de un «mecanismo», pero que por las trazas debía datar del pasado siglo.
Sentándose en una roca, se examinó la herida de la mano. La sangre que seguía manando en abundancia, había empapado el pañuelo. Se arrancó una tira de la combinación y reforzó con ella el vendaje. Aunque no podía, desde donde se encontraba y a la luz de la linterna, apreciar la gruta en toda su superficie, lo que vio bastaba para confirmarle que toda, o casi toda ella, debía quedar sumergida con la marea alta, a juzgar por la abundancia de mejillones y estrellas de mar.
Transcurrido un rato, se fue a reconocer la larga galería, de fuerte pendiente, que conducía al exterior. Las olas habían retrocedido mucho. Avanzó con cautela, examinando las paredes según progresaba. Llegó así a un punto desde el cual se divisaba una pequeña bahía con un largo espolón a la derecha.
La salida del pasaje estaba cerrada por una reja de herrumbrosos barrotes entre los cuales no era posible deslizarse. Una cadena con un candado nuevo, de acero inoxidable, aseguraba el picaporte. Pegando la cara a la verja, divisó, sobre el espigón, un fuerte de muros construidos en forma de estrella. ¿Sería aquél el castillo de Santa Catalina, el que había visto la noche de su llegada a Cádiz, antes de introducirse en el convento? De ser así, la gruta donde se encontraba debía dar a La Caleta, bajo los antiguos baños.
Con súbita lucidez comprendió entonces que había interpretado mal la conversación del prior con los oficiales conjurados, la que grabara en la sacristía: los evadidos de la prisión militar entrarían por aquel pasaje y, salvando la escalera metálica, accederían al convento, refugio seguro hasta que el almirante pudiera sacarlos de allí por mar, siguiendo la misma ruta. Tenía que informar de inmediato al comisario, pues sin duda él había ordenado que vigilasen la puerta principal del convento, con lo cual nada iba a sacar.
Volvió presurosa a la base del pozo, olvidando el esfuerzo del ascenso por el ansia de regresar. En el preciso momento en que, alcanzado el final de la escalera, apoyaba las cansadas manos en la piedra del suelo, un golpe brutal, en la cabeza, la dejó sin sentido.
Bernal regresó satisfecho a la jefatura gaditana. Todo lo concerniente al caso Melkart parecía ir viento en popa. El tratamiento diplomático quedaba a la discreción de Madrid, cuyo Ministerio de Asuntos Exteriores estudiaría la conveniencia de celebrar conversaciones a alto nivel, con el rey Hassan y con el presidente Chadli Benyedid, tal vez ignorantes de lo que se tramaba.
Paco Navarro le recibió con la noticia del urgente aviso cursado por Ángel respecto a la nota de socorro arrojada por la ventana del convento y cuya caligrafía no era la de Elena.
– Que vuelvan a enviarme el coche, Paco. Voy a ver qué ocurre allí. Fragela puede acompañarme, pero entraré solo, como si fuera de visita.
Fragela estacionó el automóvil en la calle de Jesús Nazareno, pasado el convento, y siguió a Bernal con la mirada según el comisario se acercaba al portón. También Ángel le observaba desde su ventana del hostal de enfrente.
Bernal tiró del llamador y oyó sonar dentro la campanilla, pese a lo cual nadie salió a la puerta. Pasados un par de minutos repitió la operación, con lo cual se abrió la mirilla del postigo y un rostro masculino se asomó a ella.
– Hoy no hay ceremonia, y la procesión no sale hasta las nueve.
– Soy el comisario Bernal. Vengo a ver a mi esposa, que pasa aquí una semana de retiro.
– Ah, es usted, comisario. Yo soy el obispo Nicasio. Le recuerdo de su anterior visita -el eclesiástico abrió la puerta-. Entre, tenga la bondad, que iré a buscar a su señora. Creo que aún está ocupada con el paso.
– Bastará con que me lleve junto a ella. No quiero distraerla de su trabajo.
Encontró a Eugenia en el patio trasero, rociando con agua las flores.
– Me ahorras un viaje, Luis. Iba a salir en tu busca.
Echando una mirada alrededor, Bernal preguntó:
– ¿Dónde podríamos hablar, Geñita, que estuviéramos completamente en privado?
– En el locutorio, si quieres.
– No, en el locutorio, no. Vayamos al claustro grande.
Se sentaron en el banco de mármol del lado norte, donde Eugenia le entregó el sobre.
– Es de la señorita Fernández. La reconocí en seguida, por la voz.
– Espero que no se lo hayas dicho, ni al prior ni a nadie.
– No, claro que no. Me di cuenta de que algo te traías entre manos -dijo con una mirada acusadora-. ¿Qué es todo esto?
– Déjame leer la nota, y luego te lo cuento -repuso Bernal, recorriendo rápidamente el informe de Elena, tras lo cual lanzó una ojeada a la minúscula casete incluida en el sobre. Volviéndose por fin hacia su mujer, dijo en tono grave-: Esos dos oficiales que vienen por aquí, buscan que el padre Sanandrés intervenga en un asunto ilegal, y mi propósito es impedírselo. De ningún modo debes mezclarte en esto, Geñita, y lo mejor sería que te trasladases a mi hotel.
– Pero no puedo hacerlo ahora, Luis. Iba a participar en la Procesión del Silencio.
– ¿A qué hora es?
– Los costaleros y los cofrades empezarán a reunirse a partir de las ocho y media, y el paso sale a las nueve. No volveremos hasta la una.
– En cierto modo, eso me favorece, Geñita. Te propongo que al terminar la procesión, te vayas a mi hotel. Lo que tengas aquí, lo puedes retirar mañana, durante el día. Toma la tarjeta de mi habitación. Avisaré en el hotel que llegarás un poco después de la una. Y ahora llévame a ver la sagrada cueva.
– Pero si ya la conoces, Luis. Sor Serena me dijo que te la enseñó.
– Quiero volver allí. Haz como si me estuvieras mostrando el convento, como harías con cualquier visitante seglar.
Eugenia le condujo a la iglesia, que estaba desierta, y luego hasta el altar mayor, por el pasillo central. Bernal se asomó al rectángulo de cristal instalado al pie del ara, pero sólo pudo a ver la vacía boca del pozo.
– Dudo de que esté abierta la puerta de la cueva, Luis. Si quieres, llamaré a sor Serena.
– Ni se te ocurra, Eugenia -replicó él vivamente-. Bajo ningún concepto debes hablar de este asunto a ninguna persona de aquí, Manténte al margen, ¿entendido?
Entraron en la sacristía, y Bernal probó la manija de la puerta metálica: no tenía echada la llave. Bajó la escalera, mientras Eugenia aguardaba indecisa en el umbral, y recorrió la cueva con la mirada. Advirtiendo entonces que la puerta situada a un extremo de la sacristía estaba entornada, entró en el pequeño vestuario, que registró, sin encontrar el traje de submarinista que había visto allí en su primera visita. Examinó el suelo. Daba la impresión de haber sido fregado hacía poco.
Desandando sus pasos, volvió a donde Eugenia esperaba abatida.
– ¿Cuándo viste a Elena Fernández por última vez? -le preguntó a su mujer.
– Almorzamos juntas, Luis, pero luego me dijo que se iba a descansar a su celda.
– ¿Y el padre Sanandrés y sor Serena?
– También asistieron al almuerzo.
– ¿Falta alguien del convento?
– No, Luis, nadie. Aguarda… A sor Encarnación hace dos días que no la veo… Dice la portera que está en su celda, en rigurosa penitencia, hasta mañana.
– ¿Da a la calle su celda?
– No sabría decírtelo. Los cuartos de las monjas son de clausura: no entro allí. Mi celda está en la parte interior.
Bernal se daba cuenta de que debía oír cuanto antes lo grabado por Elena.
– Eugenia, tengo que marcharme ahora mismo. No olvides venirte al hotel tan pronto haya terminado la procesión. No vuelvas aquí. Pero voy a encargarte algo. Si no vieses a Elena Fernández para vísperas, déjamelo dicho en el Hotel de Francia y París. ¿Querrás hacerme ese favor?
– Desde luego. Pero ella dijo que nos acompañaría en la procesión.
– Yo estaré al acecho, Geñita. Volveremos a hablar cuando salgáis. No irás a ponerte uno de esos capirotes, ¿verdad? No sea que no te reconozca…
– Sólo los cofrades los llevan. Nosotras iremos con este hábito, y descalzas.
Bernal pensó que su mujer se iba a dejar los pies en el adoquinado.
Los inspectores Lista y Miranda, agazapados junto al capitán Barba en un encinar, tenían enfocados los prismáticos hacia el Hotel Salineta.
– Antes de que ustedes llegaran, estuvieron haciendo prácticas de tiro -les dijo Barba-. En la cantera abandonada que hay debajo del hotel.
– Y ahora están jugando al tenis -comentó Miranda-. ¿Cuántos son?
– Aunque a mí todos los moros me parecen iguales, llevo contados quince, en inmejorable forma física.
– Creo que el jefe acierta al decir que son oficiales.
En la sinuosa carretera que partía de Chiclana, apareció en ese momento un largo Cadillac.
– Vaya, tienen visitas -observó Barba.
Los policías se ocultaron en la espesura al pasar el resplandeciente automóvil.
– La matrícula es árabe -apuntó Miranda.
El coche entró en el patio con palmeras que daba frente al hotel y fue a detenerse ante el pórtico del establecimiento. Dos árabes de chilaba se apearon del vehículo. Les abrieron inmediatamente.
– Voy a hacer que mis hombres anoten la matrícula y averigüen si entraron por Algeciras y cuándo -dijo el capitán.
– Pero no use la radio, ¿quiere? -pidió Miranda-. Deben tener intervenidas todas las comunicaciones de la Guardia Civil y la policía.
Elena Fernández volvió lentamente en sí, con la impresión de haber soñado que estaba presa en una oscura cueva de rezumantes paredes bajo la cual batían las olas. Se llevó una cautelosa mano a la frente, por ver si sangraba, pero la herida ya se había secado. Le daba vueltas la cabeza, y si cerraba los ojos veía estrellas azules y blancas. Se incorporó despacio y se palpó las extremidades, por si tenía roto algún hueso.
Advirtiendo que estaba al borde de un pozo, se apartó con movimientos medidos, pero como se le iba la cabeza, se detuvo en seguida. Debo de sufrir una conmoción, pensó. Y entonces, de improviso, recordó dónde estaba, y que tenía algo urgente que hacer. Avisar a Bernal. Sí: eso era. ¿No llevaba ella una linterna? Tanteó a su alrededor, y dio con ella, pero al tratar de encenderla, vio que el cristal estaba roto. Trémula de frío, empezó a arrastrarse por el pasaje, alejándose del pozo. El ruido del oleaje le atronaba los oídos. Intentó ver la hora en su reloj, de esfera luminosa, pero no conseguía fijar la mirada. Siguió reptando, hasta que las manos tropezaron con la parte baja de una puerta. Estaba sólidamente cerrada.
Como le pareciera oír voces al otro lado, trató de pedir socorro, más sólo consiguió emitir un gruñido. Decidió reposar y cobrar fuerzas, pero la conmoción iba adueñándose de ella, y los músculos no la obedecían. Abrió los ojos y, al levantar la mirada, le pareció ver una imagen de Nuestra Señora. Así pues, ¿estaba en una iglesia? Alzó la mano y, aferrándose a la pared, consiguió alcanzar la estatuilla. A costa de un supremo esfuerzo logró asir la palma que tenía la Virgen en la diestra, y con eso la puerta se abrió repentinamente y ella fue a desplomarse al otro lado, en una estancia iluminada. Heridos los ojos por la luz, volvió a perder el sentido, al tiempo que la puerta se cerraba tras de ella con un chasquido metálico.
Nada más salir del convento, Bernal entró en el hostal de enfrente, para hablar con Ángel Gallardo.
– No he conseguido ver a Elena -anunció-, pero mi mujer dice que se retiró a su celda a las tres y media, a descansar, y que seguramente bajará a las seis, para vísperas. No he insistido en verla, para no despertar sospechas a sor Serena o al padre Sanandrés. A la anciana sor Encarnación, que es una bella persona, hace dos días que no se la ve; oficialmente está en su celda en rigurosa penitencia; pero algo me dice que fue ella quien lanzó por la ventana la nota de socorro.
Le mostró a Ángel el informe de Elena, del que destacó la referencia a la sagrada cueva.
– Hice que mi mujer me llevase allí, pero no encontré nada. Sólo que habían fregado hacía poco el vestuario de abajo. No pierdas de vista la puerta, sobre todo si aparecen los oficiales, y si surge alguna novedad, me telefoneas inmediatamente.
– Vale, jefe, Me gustaría saber qué ha grabado Elena en esa cinta.
– Lo averiguaré en seguida.
A su regreso a la sala de operaciones, Bernal escuchó con Navarro y Fragela la grabación magnetofónica. Al llegar al pasaje referente a la marcha de la operación para el rescate de los oficiales recluidos en el fuerte de Santa Catalina, el comisario dijo:
– Hay que organizar en seguida la vigilancia del convento y del propio castillo. Y estar atentos cuando salgan con los fugados.
– ¿No habría manera, jefe, de introducir algunos hombres en el convento?
– Hay una -intervino Fragela-. Los costaleros y los componentes de la Cofradía de la Palma se presentarán allí a las ocho y media, para sacar el paso a la Procesión del Silencio. Podríamos aprovecharlo para colar algunos agentes en el convento. Conozco al cofrade mayor, y estoy seguro de que no tendrá reparo en procurarnos unos cuantos trajes y capirotes para que se disfracen.
– Excelente idea -aprobó Bernal-. Pídale cinco: para usted, Ángel Gallardo y tres de sus hombres. Supongo que podrán disimular armas debajo, ¿no?, cuando menos la pistola reglamentaria…
– Sí, comisario. Los hábitos que usa esa cofradía son muy largos, de color morado, y se cubren con túnicas blancas y capirotes escarlata con agujeros para los ojos.
– Pues haga el favor de ponerse a ello en seguida, de modo que cuando lleguen los cofrades al convento, ustedes cinco se les unan con el mismo atuendo. Una vez en el interior, se esconden hasta que haya salido el paso. Y cuando aparezcan los militares los detienen a todos. Tú te quedas aquí, Navarro, para coordinar la operación, y yo, que estaré en un coche sin distintivos, al final de la cuesta del convento, me mantendré en contacto permanente.
– Supongo que no hay inconveniente en que llevemos transmisores portátiles, para estar en contacto.
– Creo que no. Dudo que, como en el caso de los marroquíes, esos militares nos tengan intervenidas las comunicaciones. Por lo que llevo visto, ésta es una maniobra de poca monta. Pero, en todo caso, usemos un código.
– Busquemos algo de tipo religioso, jefe -propuso Navarro-. De esa forma, si nos interceptan, los mensajes pasarán por avisos sobre el movimiento y el horario de las procesiones.
– Muy bien pensado -dijo Bernal-. Estudiadlo con Fragela, a ver qué se os ocurre.
Elena Fernández temblaba violentamente cuando abrió los ojos a la mortecina luz de la cueva. Trató de recordar dónde estaba y cuánto tiempo llevaba allí. Era como salir de una pesadilla, en la cual se había visto obligada a trepar por una escalera vertical, que parecía no tener fin, huyendo de olas que se arremolinaban furiosas a sus pies. Consiguió incorporarse sobre un codo y fijar los ojos en su reloj. ¿Las 7.45? ¿De qué, de la tarde o de la mañana? Al forzar la memoria, recordó que tenía algo urgente que hacer.
Sintiendo que el suelo retemblaba como por efecto de una vibración mecánica, escuchó atentamente. En el centro de la cueva había una roca grande coronada por el brocal de un pozo. De allí parecía llegar un borboteo que iba cobrando volumen. Del pozo surgió de improviso un grueso chorro de agua que, superando el pretil, comenzó a caer sobre la roca e invadir el suelo. ¡Dios santo, iba a ahogarse! Viendo, a dos metros de distancia, un tramo de escalones de piedra, se arrastró desesperadamente hacia allí arañando el pavimento. Por fin alcanzó el primer peldaño y, con el agua lamiéndole ya los pies, consiguió auparse a él. El ruido del chorro había cambiado de repente, como si algo obstruyera su salida, y volvió la cabeza en aquella dirección. Del brocal habían emergido dos piernas humanas enfundadas en medias negras y con zapatos de tacón bajo, en medio de una flotante vestidura cuyos pliegues caían sobre el cerco de piedra.
Las piernas se agitaban obscenamente, como al ritmo de un acto sexual con un compañero invisible.
Impulsada por la fuerza del agua, una de ellas se levantó sobre el brocal, y a continuación apareció parte del torso. De él se desprendió entonces una prenda blanca que fue a parar a la roca de la base. Elena la reconoció: era una toca. Dios santo, lo que estaba brotando cabeza abajo en el pozo, parcialmente sustentado en aquella grotesca postura por la fuerza del agua, era el cuerpo de una monja. Salvó, aterrada, los restantes peldaños y trató de alcanzar el picaporte. Pobre sor Encarnación, sollozó. De qué espantosa manera se habían deshecho de ella. Un estremecimiento sacudió a Elena según se desvanecía otra vez.
A las ocho y cuarto de la noche Bernal asistía, desde el asiento delantero derecho de un Renault 18 sin distintivos estacionado en la ancha calle de Jesús Nazareno, a la llegada de los veintiocho componentes de la Cofradía de la Palma, que en ese instante subían la cuesta hacia la entrada del convento. Entre ellos iban Fragela, tres de sus hombres y Ángel Gallardo, todos ellos vestidos como el resto de los cofrades, con la sola diferencia de las pistolas y los radioteléfonos que llevaban bajo el amplio ropón.
El cuadro que componían mientras avanzaban por la calle de la Concepción resultaba siniestro, casi amenazador. Cuando hubieron entrado en el convento, Bernal pidió al policía que iba al volante, que le llevase a la plaza de Calvo Sotelo, donde se estacionaron frente a la puerta del hotel, bajo los naranjos. Con ayuda de un plano donde se señalaba el itinerario que iba a seguir, Bernal vio que la Procesión del Silencio tardaría unos veinte minutos en cubrir la distancia comprendida entre el convento y la plaza. Utilizó la radio del coche, para comunicarse con Paco Navarro, que estaba en la sala de operaciones.
– ¿Me oye usted, hermano Francisco? Los cofrades y los costaleros han llegado a la hora prevista. El paso saldrá en breve. Cambio.
– Mensaje recibido, hermano prior. Espero establecer contacto con nuestros cofrades dentro de unos minutos. Cambio y cierro.
Fumando un pitillo tras otro, Bernal observaba a la muchedumbre que se iba congregando en las aceras de la plaza, en cuyos balcones familias enteras esperaban la más solemne de las procesiones de Semana Santa, que había de desarrollarse en absoluto silencio.
A las nueve menos cuarto se apagó súbitamente el alumbrado callejero.
– ¿Un fallo del fluido? -preguntó Bernal al chófer.
– No, comisario. Ocurre todos los años. La ciudad entera queda a oscuras hasta medianoche, por la Procesión del Silencio.
– Con eso no había contado -dijo Bernal preocupado, comprendiendo que los conspiradores militares, con toda probabilidad, habían decidido llevar a término su plan aprovechando aquel apagón anual. La plaza se quedó sin más luz que la procedente del hotel, profusamente iluminado, y la que partía de las ventanas de las casas-. Debe de ser una ocasión ideal para los carteristas. ¿No les llueven los problemas a causa de esto?
– Ya lo creo, y también recibimos un montón de denuncias por abusos deshonestos. Las calles se convierten en un foco de peleas, sobre todo a causa de los borrachos que salen de los bares.
Al cabo de unos minutos, y como empezara a oírse un sordo rumor metálico, la gente congregada en la plaza guardó silencio. Precedido por una ondulante hilera de cálidas luces, el paso del Descendimiento de la Cruz iba acercándose bamboleante a la plaza. Ante él marchaban una veintena de cofrades vestidos de morado, blanco y escarlata. Al llegar a la iglesia de San Francisco, su superior, el padre Sanandrés, cubierto por sus galas de obispo, golpeó el suelo con un gran báculo, a fin de que los costaleros descansasen momentáneamente su agobiadora carga. Detrás del paso iban una docena de mujeres penitentes, con la cabeza descubierta y ataviadas con el hábito de arpillera color castaño, los tobillos ceñidos por delgadas cadenas y empuñando en una mano un cirio y en la otra un pequeño azote con el que de vez en cuando se flagelaban suavemente la espalda.
Dios mío, pensó Bernal, Eugenia debe de ir entre ellas. Bajó del coche y se acercó a la doble hilera de mujeres, que caminaban con la cabeza baja. Entre las últimas distinguió a Eugenia, que observaba ansiosa la fachada del hotel.
– Por fin te encuentro, Luis, loado sea Dios. Tu inspectora no apareció a las seis, para vísperas, y después de lo que me contaste, me tiene preocupada. No he podido salir antes, para avisarte, porque el padre Sanandrés me pidió que ayudase a las penitentes a ponerse las cadenas.
– Me voy hacia el convento, Geñita. Recuerda lo que te dije. No vuelvas a tu celda. Vente directamente al hotel y pide que te lleven a mi habitación.
Nada más entrar en el convento, Fragela, Ángel Gallardo y los tres hombres a las órdenes de aquél, se dirigieron, invisible la cara bajo los altos capirotes puntiagudos, al claustro principal, apenas iluminado. Cuando los costaleros que les precedían se retiraron al patio de atrás, para sacar a la calle el pesado paso de armadura de plata, los policías se escabulleron hacia el lado norte del claustro y se escondieron detrás de las palmeras.
Una vez que la procesión se hubo agrupado y salido, Fragela se lo comunicó por radio a Navarro.
– Mejor será que usted se quede aquí con sus hombres -le susurró Ángel a Fragela-, y espere a que los oficiales lleguen con los fugados. Tan pronto como crucen la puerta, los detienen. Yo me voy en busca de Elena Fernández.
Después de salir la procesión, el convento había quedado en completo silencio, y Ángel se preguntó quién estaría a cargo de la puerta. Aunque no conocía la distribución del edificio, recordaba el croquis que Bernal había dibujado en la pizarra de la sala de operaciones. Habiendo llegado a la puerta de la iglesia sin encontrar a nadie, se internó en el oscuro pasillo. La única iluminación del recinto procedía del conjunto de velas que, muy consumidas ya, ardían al pie de la imagen de Nuestra Señora de la Palma. Le pareció oír un borboteo de agua, y recordó entonces que la puerta de la sacristía se encontraba a la derecha del altar mayor. Al entrar, y para que el capirote no topase con el dintel, tuvo que bajar la cabeza. La estancia tenía encendida la luz. Vio a la derecha una puerta metálica, de donde llegaba un sonido como de manar de agua. Abrió unos centímetros y atisbo tras las ranuras que el capirote tenía para los ojos.
Ésta debe ser la cueva sagrada, pensó. Su interior estaba inundado hasta una altura de más de un metro, pero lo que captó su atención fue un pozo en cuya boca botaba grotescamente, invertido y zarandeado por la presión del agua, un cuerpo humano del cual sólo distinguió las piernas, enfundadas en medias negras. Sintiendo que algo le agarraba un pie, bajó la vista.
Terminada la conversación con su mujer, Bernal volvió al Renault y le preguntó al chófer:
– ¿Se ha recibido algún mensaje?
– Sí, comisario. Del inspector Navarro, para que le llame usted urgentemente.
– Adelante, hermano Francisco. Aquí el prior. ¿Qué ocurre? Cambio.
– Nada más apagarse las luces, hermano prior, han desaparecido dos penitentes. Estamos tratando de localizarlos. Cambio.
– Pero, hermano, ¿cómo han podido apartarse de la grey? Cambio.
– Por el rompeolas. Cambio.
– Salgo en su busca para rodearlos. Cambio y cierro -respondió Bernal. Y volviéndose hacia el conductor, explicó-: Han sacado a los dos presos del castillo de Santa Catalina. ¿Puede llevarme en seguida a la calle de la Concepción?
– Con la procesión no será fácil, comisario, pero lo intentaré.
Elena Fernández había conseguido arrastrarse hasta el peldaño superior, justo sobre el nivel del agua. Sintió de pronto una ráfaga de aire por encima de la cabeza, y viendo que la puerta metálica se había abierto, levantó temerosa los ojos hacia el penitente encapuchado que la miraba tras las rendijas de su capirote color sangre.
– Ayúdeme -dijo sin aliento.
El desconocido se arrancó el puntiagudo cucurucho, y a Elena le dio un vuelco el corazón al reconocer la descarada sonrisa de Ángel Gallardo, reprimida por la preocupación que le inspiraba su estado.
– ¿Estás bien, Elena? -preguntó inquieto mientras, levantándola, la sacaba a la sacristía.
– Sólo un poco magullada. Algo me golpeó la cabeza en el túnel de ahí abajo.
– ¿La monja desaparecida es la que está en el pozo?
– Me temo que sí. Era un encanto de anciana. Has de atraparles, Ángel -dijo, tratando de cobrar fuerzas.
– No te preocupes. Y descansa. Fragela y sus hombres vigilan la puerta para detenerles cuando entren.
– Pero si no lo harán por ahí, Ángel. Es lo que descubrí antes. Traerán a los presos por una caverna que hay debajo de La Caleta. Tiene una escalera que la une con un pasaje que desemboca aquí.
– Primero te voy a llevar a lugar seguro. Luego iré a buscar a Fragela y llamaré al jefe.
Al chófer de la policía le costó casi diez minutos llevar a Bernal a la calle de Jesús Nazareno, desde la cual dominaba la puerta del convento.
– Me resisto a entrar ahora y echar a perder la operación -dijo el comisario-. Esperemos atentos.
Poco más tarde la radio emitió la voz de Navarro.
– Urgente, para el hermano prior. Cambio de planes. Los penitentes han alterado su itinerario. Llegarán por debajo del paso, ¿comprende? Por debajo del paso. Cambio.
– Recibido el mensaje, pero no acabo de comprenderlo. Cambio.
– Conviene que el hermano prior entre para recibirles. Cambio.
Bernal se dio cuenta de lo que trataba de decirle Navarro: los fugados iban a ser introducidos en el convento por otra ruta, desde abajo. Recordó entonces el mensaje anterior, sobre su huida por el rompeolas. ¿Existiría un pasaje subterráneo que condujese al interior del edificio?
– De prisa, a la entrada principal -le dijo con súbita decisión al chófer.
Al saltar él del coche, un penitente encapuchado abrió el postigo.
– Bendito sea Dios, comisario, aquí está usted -exclamó Fragela-. Hemos encontrado en la sagrada cueva a Elena Fernández y a una monja muerta.
– ¿Está herida Elena? -quiso saber Bernal.
– Un poco conmocionada, y con un chichón. He pedido una ambulancia.
En ese momento surgieron del lado sur del claustro, sosteniendo a Elena, Ángel y uno de los hombres de Fragela. Al avistar a Bernal, ella dijo sin aliento:
– Tiene que detenerles, jefe. Van a entrar a los presos por un pozo que une La Caleta con la cueva. Esta tarde estuve allí abajo y vi una instalación hidráulica; por lo visto, la que hace manar el pozo. Creo que han ahogado a sor Encarnación. Su cuerpo está allí -dijo. Y con voz lastimera, concluyó-: Le he fallado, jefe.
– No te preocupes, Elena. Ve a que te atiendan esa herida, que nosotros nos cuidamos del resto. Y claro que no me has fallado. Estuviste magnífica -le aseguró antes de encaminarse al coche en compañía del inspector Fragela.
– La cueva está medio inundada, comisario. No veo cómo van a entrar por ahí.
– Con equipos de inmersión, es posible. Habrá que estar al acecho. Pídale por radio a Navarro que envíe más hombres a La Caleta, para cortarles la retirada. Elena dice que hay una entrada debajo de los antiguos baños. Y de paso que Navarro envíe más hombres aquí.
– ¿Qué hacemos con la monja, comisario? ¿Retiramos el cuerpo?
– Que sus hombres le ayuden, y lo tiendan en el suelo, junto al pozo. Cuando hayamos atrapado a los conspiradores, llamaremos a Peláez y a Varga. Quizá sería mejor apostar a sus tres hombres en la sacristía, y nosotros vigilaremos la cueva por la ventana que hay al pie del altar.
– No creo que la cueva se inunde del todo -comentó Fragela-. Al parecer, desagua por las grietas del suelo.
– ¿Han registrado el convento?
– Seguimos sin encontrar a nadie. En cuanto lleguen mis hombres, lo recorreremos cuarto por cuarto.
Los dos detectives llevaban media hora agazapados junto al altar mayor, cuando observaron que el nivel del agua descendía súbitamente en la cueva al abrirse la puerta metálica que la unía con el pasaje subterráneo y aparecer dos hombres con negros trajes de inmersión.
A una señal de Fragela, los agentes situados en la sacristía desenfundaron las pistolas. Otros dos submarinistas aparecieron a continuación en la cueva, desprendiéndose del casco. Sus comentarios ascendían por la entornada puerta.
– No consigo comprender de dónde viene tanta agua. La pleamar fue hace doce horas, y sin embargo esto sigue medio inundado.
Bernal reconoció en el que hablaba al joven capitán visto en una anterior visita.
La próxima frase fue del coronel.
– Lo importante es haber sacado de la cárcel a estos valientes. Que se cambien, y los llevaremos a sus celdas antes de que vuelva la procesión.
– Esto no es agua de mar, es agua dulce -observó uno de los huidos.
El coronel la probó.
– Cosas de ese prior chiflado. Debe de haber puesto en marcha la instalación, para que su supuesto milagro se produzca en el momento oportuno. Cuidado con beber demasiada agua de ésta -rió-, que os podríais encontrar con una sorpresa.
Comenzaron a subir los escalones que llevaban a la sacristía. No habían reparado en el cadáver de la monja, tendido detrás del pozo. En el momento en que entraban en la pequeña estancia, Bernal y Fragela, desenfundadas las armas, se unieron a los agentes que esperaban abajo.
– ¡Policía Judicial! -voceó el comisario-. ¡Quedan ustedes detenidos!
Los policías gaditanos esposaron rápidamente a los cuatro oficiales, que parpadeaban, de puro sorprendidos. El coronel fue el primero en recobrarse.
– ¿Quién es usted? -exclamó-. ¿Con qué autoridad se atreve a detenerme?
Mostrándole su placa de comisario de primera, con su dorada estrella de grueso relieve, Bernal replicó:
– Por orden de la JUJEM, el Ministro de Defensa y el del Interior. Se les conducirá a la jefatura de la Policía Judicial, para ser interrogados.
– No hemos cometido ningún delito -intervino audazmente el joven capitán-. Somos leales a nuestra patria, que es más de lo que se puede decir de usted.
– En primer lugar responderán de la muerte de una religiosa de este convento -dijo Bernal con firmeza-, cuyo cadáver se encuentra en la cueva de donde acaban de salir.
Los cuatro oficiales se miraron estupefactos, pero nada dijeron.
Expedidos ya los conspiradores en un furgón de la policía, de color pardo y enrejadas ventanillas, Bernal se quedó esperando la llegada de su patólogo y de su técnico pericial.
– Habrá que detener también al padre Sanandrés -le dijo a Fragela.
– Y, al vicealmirante que había de llevarse por mar a los escapados, ¿cómo le atrapamos, comisario?
– Creo preferible dejar eso en manos del contraalmirante Soto. Que la Armada tenga ocasión de limpiar sus establos de Augias. Después de toda la ayuda que hemos recibido de ella, es lo menos que podemos hacer.
El doctor Peláez llegó jadeante, sus ojos miopes centelleando.
– Me ha encontrado usted por chiripa, Bernal. Iba a tomar el último vuelo que sale hoy para Barajas. Debí imaginar que me encontraría usted otro fiambre. ¿Dónde lo tiene?
– Se trata de una monja, Peláez. Elena dice que su cadáver salió del pozo, escupido, cabeza abajo, por la presión del agua. Quiero que lo examine.
– Qué insólita cosa. Siempre me proporciona usted casos interesantísimos. Bajemos a echarle un vistazo.
– El nivel del agua ha menguado bastante -dijo Bernal-, pero hay que dar con el prior, para que nos diga cómo se para el mecanismo hidráulico.
– Parece que su marcha coincide con el nivel del mar, abajo, en La Caleta -comentó Fragela.
Al examinar de cerca el cadáver de la monja, Bernal exclamó sorprendido:
– ¡Pero ésta no es, como creía Elena, sor Encarnación, la anciana que el pasado sábado me preparó aquella limonada! Es sor Serena, la portera. Que sus hombres se pongan a registrar las celdas en seguida, Fragela.
Bernal dejó a Peláez y a Varga entregados a su trabajo y, sentado en un banco de la iglesia, se puso a pensar en quién había atacado a Elena Fernández y dado muerte a sor Serena. Primero consideró la posibilidad de que hubiesen sido los dos oficiales, cuando salían a liberar a los presos; sin embargo, no habían cruzado la puerta del convento, pues Ángel, que la había tenido vigilada todo el tiempo, les hubiera visto. Que hubiesen escalado el pozo desde abajo, atacado a Elena y luego deshecho el camino, para liberar a los presos a las ocho y media, parecía improbable. No tenía sentido alguno. ¿Lo habría hecho el padre Sanandrés, antes de salir con la procesión? ¡Absurdo! Por mucho que quisiese neutralizar a Elena, ¿qué interés podía tener en matar a su leal colaboradora? Bernal se dio cuenta de que no podía sacar nada en claro en tanto Peláez no le indicase las causas de la muerte de sor Serena y aproximadamente a qué hora se había producido. Necesitaba una declaración completa de Elena, si su estado le permitía prestarla, y también tenía que interrogar a los cuatro oficiales. Al igual que al patólogo y al técnico, le esperaba una noche agitada.