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A primera hora de la mañana del Jueves Santo, Ángel Gallardo, asomado a la ventana de su desnudo cuarto del hostal, contemplaba la calle de la Concepción. Había pedido que le alojasen en el segundo piso porque desde allí se dominaba mejor la calle y la entrada del Convento de la Palma, situado enfrente. Su precaución previa, de rodear la manzana, le había confirmado que el convento no tenía otro acceso.
Observando las ventanitas enrejadas del sombrío edificio, se preguntaba si la celda de Elena daría a la calle, tan angosta, que casi hubieran podido estrecharse las manos de un lado al otro. Pero aparte de la mortecina luz visible en algunas de ellas, la noche anterior no había percibido ni la menor señal de vida en las celdas. Y hasta ese momento nadie había atravesado ni en un sentido ni en otro la puerta principal.
Se tomó el frugal desayuno -una taza de café tibio teñido de leche y un pedazo de pan duro- que la malcarada propietaria le había subido refunfuñando, para luego asegurar que por ningún otro cliente se habría tragado ella dos pisos de escaleras.
Sin olvidarse de la Pentax con lente zoom, que ya tenía preparada en el alféizar, Ángel asistía al lento despertar de la calle al primer sol de la mañana.
A las siete y media se abrió en el convento el postigo del portón de doble hoja y apareció en la calle una monja de severo semblante que llevaba un vacío cesto de mimbre. Ángel la fotografió según se alejaba ella calle arriba. No hubo ninguna otra novedad hasta que la misma monja regresó, diez minutos más tarde, esa vez con el cesto cargado de «pistolas» recién hechas. Ángel soltó un suspiro mientras se acomodaba con vistas a una larga espera.
Ese mismo día y aproximadamente a la misma hora, Bernal congregaba a su equipo -exceptuados Elena y Ángel, de servicio en el Convento de la Palma- en la jefatura de la parte nueva de Cádiz. A esa reunión informativa asistieron también Fragela, el inspector local, el doctor Peláez, el patólogo, y Varga, el técnico.
– Creo que no estaría de más revisar el actual estado del caso -empezó Bernal-, pues nos encontramos, en mi opinión con una conspiración principal y con un complot secundario pero no relacionado con ella -tomó una carpeta de tapas azules-. En primer lugar tenemos el cadáver del submarinista no identificado que apareció el pasado viernes en aguas de la bahía, un norteafricano, probablemente marroquí y miembro de una organización que llamaremos «Melkart». A juzgar por su constitución, es muy posible que se tratase de un componente de algún servicio de operaciones especiales. En el curso de la mañana espero recibir del inspector Ibáñez, del Registro Central, algún informe sobre esa organización clandestina -Bernal abrió por fin la carpeta-. Consideremos lo que probablemente ocurrió. Parece que el propósito del hombre rana era atravesar por mar las defensas de la base de Rota. Eso significa probablemente que lo introdujeron en la bahía de Cádiz en un submarino. Posiblemente uno de nuevo modelo, un submarino de bolsillo. Semanas atrás, unos pescadores de Rota se encontraron por la noche con una embarcación de esas características, que estuvo a punto de volcarles la pesquera. Aunque se desconoce ese tipo de naves, el contraalmirante Soto está investigando la cuestión.
– ¿Y una embarcación tan pequeña pudo atravesar desde la costa marroquí? -preguntó Navarro.
– La Armada considera muy poco probable que pudiese cargar el combustible necesario -repuso Bernal-. Creen más verosímil que lo botaran desde un barco mayor en algún lugar del Estrecho. Bien, nuestro primer problema consiste en determinar cuándo pudo producirse esa intrusión. El comandante Weintraub, jefe de Seguridad de la base de Rota, me dio una declaración escrita acerca de un presunto «incidente» ocurrido la noche del veintiuno de marzo, del cual pudo resultar con graves heridas un desconocido. En ese incidente intervino una nueva arma contraofensiva que funciona a base de rayos láser.
– Me satisface mucho esa confirmación, Bernal -comentó el doctor Peláez-. Como sabes, fue lo que saqué en claro de la segunda autopsia del submarinista. Es una modalidad de homicidio totalmente nueva, sin precedentes en los textos especializados.
– Demostraste una gran sagacidad con ese descubrimiento, Peláez, y te aseguro que los americanos se quedaron de una pieza. El problema estriba en que tú y los patólogos locales habéis estimado que el cadáver llevaba once o doce días en el mar, mientras que, a tenor de la declaración de los americanos, sólo habían transcurrido ocho… ¿Cómo explicar esa discrepancia?
– Podría ser la clave de una serie de factores que no han dejado de preocuparme, Bernal. Me intrigaba que el cadáver presentase en la espalda unas manchas hipostáticas, o de lividez. Llevaba eso a pensar que después de la muerte había estado flotando boca arriba, cuando lo corriente es que un cadáver lo haga en la posición inversa. No vayas a creer, los médicos de aquí no se equivocaban al situar en once o doce días atrás, por el grado de putrefacción interna, la fecha de la muerte.
– Entonces, ¿cuál es la solución? -insistió el comisario Bernal.
Peláez se quitó las gafas y se puso a limpiar sus gruesos cristales mientras hablaba.
– Si antes de arrojarlo al agua el cadáver estuvo expuesto al aire, el proceso de putrefacción pudo sufrir serias alteraciones -se volvió a poner las gafas y sonrió a su apasionado auditorio-. Supongamos que el submarino de bolsillo depositó al hombre rana en la boca del puerto de Rota la noche del veinticinco de marzo. Nuestro hombre consigue atravesar las defensas pero no tarda en ser detectado, y estando todavía en el agua, le disparan con una de las pistolas láser. La muerte es rápida, y le sacan a tierra, donde le dejan tendido boca arriba.
– Eso ocurriría mientras le despojaban de su equipo técnico y de ciertas otras cosas que deseaban examinar a fin de establecer su procedencia y propósitos -apuntó Bernal-. También le quitaron la dentadura postiza, para impedir la identificación.
– Y durante todo este tiempo -señaló Peláez-, el cuerpo permanece en posición de decúbito supino, lo que da lugar a que debajo se forme hipóstasis, al vaciarse, por la fuerza de la gravedad, la sangre de los vasos superiores. En esa posición debió permanecer por espacio de cuarenta y ocho horas o más, y entretanto el proceso de putrefacción se desarrollaría a un ritmo dos veces más rápido del que habría seguido en agua fría y salada.
– Es posible que ese tiempo se consumiera en consultas oficiales acerca de cómo deshacerse del cadáver -comentó Bernal-. E incluso cabe que lo examinara un cirujano y dictaminase que no sería fácil determinar las causas de la muerte. Quizá decidieran entonces presentarlo como accidente de submarinismo, evacuasen el cuerpo por la noche y lo arrojasen a la bahía.
– Eso habría reducido, a causa del agua salada, el ritmo de la descomposición -dijo Peláez-, pero al mismo tiempo los peces se cebaron en la cabeza y las extremidades, imposibilitándonos la identificación.
– De ser así, todos los cálculos que nos hizo el contraalmirante sobre la deriva del cadáver a favor de las marcas y las corrientes fueron una pérdida de tiempo -ironizó Bernal.
– No enteramente -dijo Peláez-. Por lo menos te permitieron conjeturar que el cuerpo había partido de la base de Rota, y sin duda los americanos no hicieron más que lanzarlo al agua desde una patrullera, tres o cuatro fechas más tarde de lo que había pensado, a un par de kilómetros de la base, con lo cual le ayudarían a llegar al lugar donde fue pescado. En todo caso, el análisis de las diatomeas presentes en el agua que contenía la tráquea, confirma que fue arrojado al mar en ese lado de la bahía.
– Nunca sabremos con exactitud lo que ocurrió aquella noche -concluyó Bernal-. Aun así, podemos informar a Madrid que se trata de un incidente militar. La pregunta inmediata es: ¿por qué habría de enviar una organización marroquí, a un hombre rana a la base conjunta de Rota? A fin de cuentas, los marroquíes son ahora aliados de los Estados Unidos, al igual que nosotros. En vista de eso, y aunque no se puede excluir, parece improbable que el intruso se propusiera sabotear los barcos fondeados en el puerto.
– Lo curioso, jefe -intervino Navarro-, es que los americanos tienen que saber, por el equipo que le encontraron, qué se proponía ese hombre, aunque quizá sigan ignorando quién era y de dónde venía.
– Mientras que nosotros nos encontramos en el caso opuesto -replicó Bernal-. Irónico, ¿verdad?
– ¿Y no cabría pactar un intercambio de información? -propuso Miranda.
– Eso no es tarea nuestra, ni tenemos autoridad para emprenderla -dijo Bernal-, pero lo someteré a la consideración de Madrid.
– ¿Y qué hay del submarino de bolsillo? -preguntó Navarro-. ¿Saben los americanos algo al respecto?
– Cuando lo indagué me aseguraron que no -dijo Bernal-, de modo que la duda subsiste. A propósito de eso, Varga nos va a proyectar las fotos que Lista tomó ayer en la isla de Sancti Petri, donde se aprecian unos profundos surcos que descubrimos en el fondo de un pozo, una especie de respiradero natural situado al pie de las ruinas del castillo que hay allí. Como veréis, las marcas indican que en ese punto atracó recientemente una extraña embarcación. Ahí las tenéis. La separación es casi de un metro. La Armada está investigando qué clase de nave pudo dejar esas huellas. Soto apuntó como primera posibilidad un pequeño catamarán.
– ¿Estarán utilizando la isla como base temporal de operaciones? -preguntó Lista.
– Podría ser muy bien -repuso Bernal-. Por eso quiero que volváis allí con Varga a no tardar y hagáis una inspección a fondo. Según Soto, la marea permitirá atracar a partir de las diez y media -indicó, antes de tomar una segunda carpeta azul-. A continuación nos queda la segunda muerte, la del sargento Pedro Ramos, ocurrida en el pueblo de Sancti Petri, a la entrada del canal que lleva a nuestros astilleros de La Carraca y de Bazán. Como recordaréis, el domingo por la noche observó unas señales luminosas y tomó parte de un mensaje en Morse que notificó por radio al puesto de Chiclana. En él se mencionaba la palabra «Melkart», que se descifró también en el tatuaje del submarinista. A la mañana siguiente Ramos aparecía ahorcado bajo la tablazón del muelle, con todas las características de un suicidio simulado. Antes le estrangularon con un cordel fino, un método por sí mismo sugerente, por ser común en los países árabes y orientales. Mi hipótesis inicial es que su aviso fue interceptado por intrusos situados en la isla de Sancti Petri, o cerca de ella, que cayeron sobre él de improviso, le dieron muerte y trataron de simular un suicidio.
– ¿Y por qué tenían que estar esos intrusos en la isla, jefe? -preguntó Navarro.
– Porque fue en sus aguas donde desapareció por dos veces una embarcación no identificada que habían detectado las pantallas de radar de la base naval de San Fernando.
– ¿Y qué hay sobre esa Bahía Ballena que mencionaba el radio-mensaje interceptado? -dijo Miranda.
– Creo que eso nos lo ha resuelto Lista -dijo Bernal-. Se trata probablemente de una pequeña cala situada junto al cabo Roche, donde está prevista una cita el próximo sábado, a las once y media de la noche. Lista descubrió en esa recóndita ensenada una roca negra en forma de ballena. Mi principal preocupación es ésta: ¿en qué consiste ese plan de los marroquíes que afecta a nuestra costa prácticamente desde el cabo Trafalgar a Rota? Al principio pensé que podía tratarse de un desembarco, pero por lo visto, esa idea es descabellada. Según Soto, su Armada es muy pequeña, y mayormente la componen barcos de protección pesquera. Aunque en estos últimos tiempos han conseguido otros, además de armas, de su acuerdo con los americanos, éste consiste principalmente en ayuda económica y artículos de alimentación; a cambio de lo cual los Estados Unidos consiguen una tercera línea de defensas sobre las que ya tienen en la OTAN y en su tratado bilateral con nosotros.
– Y los manejos que se traen en el convento, ¿tienen algo que ver con todo ese asunto? -preguntó Fragela.
– En eso sigo viendo una cuestión interna y secundaria -repuso Bernal-. Un grupo de oficiales de nuestro ejército, disidentes y extremistas, proyecta liberar el sábado, aprovechando los actos religiosos que se celebrarán ese día en la ciudad, a dos presos encarcelados en el fuerte de Santa Catalina. Reconozco que la hora es una coincidencia, pero sólo eso. Elena consiguió sacar del convento una película que se está revelando y que seguramente nos proporcionará fotos de un coronel y un capitán implicados en la trama. Con ayuda de ellas, tendríamos que identificarlos sin ninguna dificultad. ¿Querréis encargaros tú y Fragela de eso esta mañana, Paco?
– No faltaría más, comisario -repuso Fragela.
– He puesto el caso en conocimiento del Ministerio de Defensa, y la JUJEM está tomando medidas. Creo que por el momento basta con mantener a Elena Fernández y a Gallardo en el convento, de modo que observen las idas y venidas de los conspiradores. Si necesitan respaldo, nos lo harán saber. Y ahora -continuó Bernal, mientras abría una tercera carpeta azul-, y volviendo al asunto Melkart, he estado devanándome los sesos acerca de qué otros planes podrían traerse los marroquíes entre manos. Quizá haya una clave en lo que Ángel Gallardo grabó en el casino del Puerto. Aunque la conversación se celebró en inglés, hemos recibido ya una transcripción completa y una traducción oficial de la Armada, de San Fernando. Esto deja claro que tres de los visitantes marroquíes no eran, como constaba en sus pasaportes, comerciantes, sino oficiales de la Marina que habían llegado a Jerez en un avión particular pilotado por un oficial de sus Fuerzas Aéreas. Y parece ser que estaban sondeando a los tres oficiales americanos en relación con inminentes movimientos navales en Rota y con las defensas de su puerto, por lo visto a cambio de sobornos con que cancelar sus enormes deudas de juego. Soto y yo estamos evacuando consultas con nuestro Ministerio de Defensa acerca de lo que conviene hacer: es posible que el ministro decida informar al Gobierno de los Estados Unidos sobre esa grave amenaza para la seguridad de la base conjunta.
– ¿Y qué nos puede usted decir de los lugares que se mencionaron a lo largo de esa conversación? -terció Navarro.
– Nuestros enclaves del norte de África salieron a colación de pasada, por lo que suponían de afrenta al orgullo marroquí. También se habló de la Organización Melkart, pero sin indicar a qué se refiere -Bernal tomó un sorbo del vaso de agua que tenía delante-. La conclusión que saco de todo esto es que Melkart se propone atacar o neutralizar los barcos que corrientemente tenemos fondeados en la bahía y los submarinos americanos de Rota. Esta mañana voy a celebrar una conferencia con Soto, su almirante y su oficial de relaciones políticas. Personalmente opino que habríamos de tomar precauciones inmediatas, poner en Alerta Roja a todas nuestras unidades navales y recomendar a los americanos que hagan lo mismo.
– ¿Pero por qué habrían de actuar así los marroquíes? -quiso saber Miranda.
– Mi hipótesis es que están planeando algo en Marruecos, y que antes quieren neutralizar toda posible intervención desde este lado del Estrecho. Creo que todos estaréis al tanto, por la televisión y por la prensa, de lo que está ocurriendo en las Malvinas entre Argentina y Gran Bretaña. Las autoridades británicas de Gibraltar están entregadas de lleno a aprovisionar con nuevos barcos de apoyo a las fuerzas enviadas al Atlántico Sur. En consecuencia, los efectivos navales de la OTAN se encuentran muy menguados, y no hay la menor posibilidad de que, aun queriéndolo, los británicos pudieran intervenir en un conflicto en el norte de África.
– ¿Y qué propone usted que hagamos, jefe? -preguntó Navarro.
– Dedicarnos hoy a la isla de Sancti Petri. Esta tarde, después de que haya hablado con Soto y sus colegas, celebraremos otra conferencia.
Terminado el oficio de prima, Elena Fernández se sentó en el claustro a la espera de que los componentes de la orden saliesen de la capilla y se dirigieran a sus respectivos quehaceres. Aunque le sorprendió no ver a sor Encarnación en su lugar de costumbre, supuso que le habrían asignado alguna tarea en la cocina, pese a lo muy insólito que resultaba el que cualquiera de las monjas faltase a un oficio canónico.
Cuando todo le pareció en calma, Elena volvió a la capilla y se cercioró de que estaba vacía. Recorrió el pasillo central y abrió la puerta de la sacristía. Al no ver a nadie allí, tanteó la puerta metálica que existía a la derecha y que, supuso, daba acceso a la caverna inferior. La desilusionó encontrarla cerrada. Mirando su reloj, vio que eran más de las ocho. ¿Qué podía haberle ocurrido a la bondadosa y anciana monja? Pensando que era imprudente permanecer allí, vacilaba. Quizá no tardara en aparecer sor Encarnación con las llaves para enseñarle la sagrada cueva.
El nerviosismo de Elena aumentaba a medida que transcurría el tiempo: cinco minutos, diez… Y entonces, cuando ya se disponía a retirarse y salir al encuentro de la cocinera, para preguntarle si había visto a la anciana religiosa aquella mañana, oyó voces masculinas en la iglesia. Santo Dios, ¿y si entraban en la sacristía? La mirada que lanzó con desespero a su alrededor, topó con una hilera de casullas y albas colgadas en un armario entreabierto. Armándose de súbita resolución, se escondió lo mejor que pudo detrás de ellas.
En ese momento entró el padre Sanandrés, acompañado por el coronel y el capitán de los dos días anteriores. Elena contuvo el aliento, confiada en que no asomase su ropa. Llevaba en el bolsillo derecho el magnetófono japonés en miniatura. Sacándolo con sigilo, orientó hacia los recién llegados su potente micrófono direccional.
– Pero tiene usted que ayudarnos, padre -estaba diciendo el coronel-; es su deber para con Dios y con España, y también en memoria del difunto Caudillo.
– ¿Se dan cuenta del gravísimo peligro que correrían mis hermanos y hermanas de la orden si fueran ustedes descubiertos? -arguyó el prior en tono quejumbroso-. En mí, como es natural, no pienso.
– No hay ningún riesgo, en absoluto -dijo con firmeza el joven capitán-. Usted ya sabe que el almirante está de acuerdo en hacerles salir antes de veinticuatro horas.
– ¿Está seguro de que resultará? -insistió nervioso el padre Sanandrés.
– Claro que resultará. Usted nos ha indicado la manera de hacerlo.
– Pero puede haber espías entre nosotros, entre los seglares, que se percaten de lo que está ocurriendo. Por no hablar de una de las hermanas, que podría ser un eslabón débil.
– Por eso hemos decidido adelantarlo un día y actuar mañana por la noche, aprovechando la Procesión del Silencio -dijo con brusquedad el coronel-. Es la ocasión ideal. Su gente estará o en la calle o acostada, de modo que podremos entrar en el convento con nuestros hombres cuando la ciudad quede a oscuras. Nadie nos verá.
– Y usted no tiene por qué verse comprometido para nada, padre -le animó el capitán joven-. Lo único que le pedimos es que nos facilite la llave de la reja y la de esta puerta.
– Lo mejor es que usted se una a la procesión de medianoche, padre, como estaba previsto -ordenó el coronel-. Con eso tendrá una coartada perfecta.
Estaba claro que el prior titubeaba.
– Vamos ya -dijo el coronel-, no tiene más que indicarnos cómo funciona el mecanismo, su truco de la cueva.
– Está bien -dijo por fin el padre Sanandrés con la mayor desgana-, pero que Dios me ayude.
– Él nos ayudará a todos, padre. Esto se hace en su nombre -le recordó el coronel.
Se oyó un rechino, al abrir el prior la pesada puerta metálica, y a continuación los tres hombres bajaron a la cueva, cerrando a su espalda.
Emocionadísima por lo que acababa de oír, Elena salió sigilosamente de su escondrijo y tanteó la puerta de la cueva. Habían cerrado con llave. Resolvió que lo primordial era transmitir a Bernal la nueva información, y que no debía emprender nada que comprometiese ese objetivo. Se asomó a la puerta de la sacristía y vio que no había nadie en la iglesia. Salió sin hacer ruido, y sin percatarse de la mirada que, fruncido el ceño, le dirigía sor Serena tras el enrejado de la galería.
Ángel, que vigilaba la puerta del convento desde la pensión de enfrente, vio llegar a los dos militares poco antes de las ocho, y les fotografió mientras esperaban a que les abriese la tornera. Estaba al tanto de que Bernal había dispuesto lo necesario para enviarle a Elena aquella tarde, por mediación de la catalana, un mensaje en el que, tras indicarle que tenía vigilado el cenobio, le pedía, en caso de necesitar ayuda, que hiciese por la ventana una señal con un pañuelo blanco.
Cuando los dos oficiales reaparecieron al cabo de media hora, Ángel tuvo ocasión de fotografiarles mejor, de frente. Ningún otro movimiento se produjo hasta las nueve, cuando una mujer de negro, de pelo oscuro y corta estatura, salió con unas bolsas al brazo. Aunque pensó que debía de ser la cocinera, que iba de compras al mercado, Ángel tomó una instantánea de ella, por lo que pudiera ser.
El resto de la mañana no trajo más novedades que el retorno de la presunta pitancera, cargada de fruta y hortalizas. Ángel esperaba con ansia su relevo a la una, por uno de los hombres de Fragela, con lo cual podría llevar la película al laboratorio, a fin de que la revelasen.
Lista, Miranda y Varga atracaron en la isla de Sancti Petri a las once menos cuarto, en una lancha de la guardia costera y acompañados por tres números de la Guardia Civil. Persistía el buen tiempo, y el sol quemaba en la cabeza mientras subían los peldaños de piedra que llevaban a las ruinas del castillo.
– La marea está demasiado alta para meterse en la cueva, Carlos -dijo Lista a su colega al indicarle el pozo natural.
– Empecemos por registrar concienzudamente el castillo -propuso Varga-, mientras que los guardias civiles inspeccionan el resto de la isla.
La mañana, fatigante e infructuosa, se les fue en hurgar en el cascote acumulado entre los muros de aquel castillo del siglo dieciocho, donde se vieron sorprendidos con frecuencia por las aves marinas, alarmadas al pasar la expedición junto a sus ocultos nidos, y Miranda sufrió el ataque de un alcatraz airado.
El sargento de la Guardia Civil se presentó a la una, para dar cuenta de que él y su grupo no habían encontrado nada de interés aparte de una serie de desechos procedentes de naves, los cuales, atrapados entre las rocas bajas, no parecían sin embargo guardar relación alguna con la operación clandestina Melkart. Lista, que se había asomado al pozo, distinguió por fin algo de luz natural procedente del extremo que daba al mar, debajo del castillo. Entretanto, Varga conectó una potente lámpara de arco cuyo foco orientó hacia el interior del respiradero.
– Ahora consigo ver la arena del fondo -dijo-. Pronto podremos bajar. Aún se distinguen aquellos dos surcos en el guijo. La marea no los ha borrado del todo.
También Miranda se asomó para poder echar una ojeada.
– Como en tus fotos de ayer, Juan, estaban muy hundidos, ¿no es eso prueba de que eran recientes?
– Sí, tienes razón. Seguramente de ayer por la mañana, después de la pleamar.
– En tal caso, conviene que vayamos con cuidado y no bajemos sin armas.
– ¿Por qué no almorzamos ya? Así damos tiempo a que mengüe la marea.
Cuando por fin regresaron al pozo, Lista dijo:
– No es necesario que vayamos los tres, Carlos. Varga y yo podemos encargarnos del trabajo mientras tú coordinas la operación desde aquí arriba.
Miranda, que ni era muy atlético ni soportaba demasiado bien las alturas, aceptó al momento.
Los guardias civiles tendieron cuerdas para bajar a Varga y a Lista. Vieron que la escala del día anterior seguía en su sitio, pero, de forma inexplicable, sólo salvaba menos de la mitad del ascenso.
– Como ya he bajado, yo iré primero -ofreció Lista.
Cinco minutos más tarde, alcanzó el fondo, y se quedó esperando a que Varga se reuniese con él. Éste, más pesado y menos seguro del camino, no bajó con tanta rapidez. A la luz de la mañana, que entraba a raudales por el rocoso pasaje comunicante con el mar, inspector y técnico advirtieron que los surcos tenían aún alrededor de quince centímetros de profundidad y se prolongaban unos ciento cincuenta metros por un pasillo de alto techo, hasta la misma orilla, al lado occidental de la isla. Encontraron allí una playita de guijarros bordeada a afiladas rocas.
– Un lugar muy peligroso para entrar embarcaciones, ¿no te parece? -comentó Varga.
– Sobre todo, de noche -dijo Lista-. Tendría que ser de pequeño tamaño, y llevar muy buena luz.
Observaron que los dos surcos paralelos se hundían en la arena al borde de la orilla. Al volverse ambos para inspeccionar el extremo interior del pasaje rocoso, Varga levantó la vista hacia las empinadas vertientes del acantilado, cubiertas de guano.
– Por ahí, desde luego, no se puede subir sin equipo de escalada -observó-. Pero fíjate: la boca de la cueva tiene pintada una señal encima.
Entre el guano blanco grisáceo de la roca destacaban, en efecto, unos garabatos trazados con pintura de un verde claro y mate.
– Me parece que son letras árabes -dijo Lista-. No son fáciles de ver enseguida. ¿Y si las fotografiases?
Hecho eso, Varga pidió a su compañero que le ayudara a trepar hasta la inscripción. Para facilitar el ascenso, lanzaron una cuerda alrededor de una roca alta. Una vez arriba, Varga desprendió, con ayuda de un cortaplumas, una muestra de pintura que introdujo en un sobre de plástico transparente.
– Estoy casi seguro de que es pintura luminosa -comentó mientras bajaba-. Lo veremos nada más entrar.
En tanto desandaban el camino por el largo pasaje rocoso, examinaron centímetro a centímetro paredes y techo, que aparecían cubiertos de grandes conchas fosilizadas entre pequeñas porciones de caliza. Al llegar a la base de la chimenea, vocearon, para que Miranda les oyese, que iban a inspeccionar el interior de la cueva.
– Apaga -pidió Varga-, que veamos si es pintura luminosa.
Las partículas de pintura arrojaban un pálido resplandor verdoso en el oscuro seno de la gruta.
– Quiere decir que cuando llegan de noche, se orientan por la señal fosforescente -señaló Lista-. De todas formas, deben tener una vista muy aguda.
– Probablemente se conocen esta isla como la palma de la mano -repuso Varga, al tiempo que encendía de nuevo la potente linterna-. El letrero no pasará de ser una ayuda más.
– Echemos una ojeada a la parte de dentro. La linterna que traía ayer no daba bastante luz. Si tienen algo almacenado aquí, ha de estar en el fondo, por encima del nivel de la marea.
El pasadizo, que en ese punto tendría unos tres metros de anchura, se prolongaba por espacio de otros cincuenta, para, de pronto, desembocar en una amplia cavidad, de suelo cubierto de rocas irregulares y alto techo con largas estalactitas.
– Esto por lo menos está seco -dijo Varga mientras recorría la bóveda con el haz luminoso. Al bajar el foco, descubrieron con asombro un grupo de siluetas humanas tumbadas entre las rocas en posturas de borracho.
– Dios mío, si parece un templo pagano -exclamó Lista con un suave silbido.
Aproximándose a la primera figura, la examinaron de cerca. Era claramente de factura humana, tallada en mármol blanco, pero la acción de las mareas de muchos siglos había borrado los contornos y picado la superficie, hasta privarla curiosamente de rasgos.
Varga pasó la mano por la cabeza de la estatua.
– Creo que estamos en presencia de lo que queda del templo de Melkart -dijo Lista en tono reverente-. Qué pena que el mar haya erosionado estas figuras. En otro estado de conservación, habría sido un monumento nacional.
Varga enfocó la linterna hacia el fondo de la gruta, donde captaron un súbito movimiento sobre una de las estatuas mayores, a lo cual Lista desenfundó su pistola reglamentaria y la amartilló. Avanzaron cautelosamente hacia la escultura, que daba la impresión de tener una abundante melena negra azulada, en la cual algo parecía agitarse.
Varga rompió a reír.
– No es más que una estrella de mar, que nos saluda moviendo los brazos.
– Pero ¿y lo que parece una cabellera? -preguntó Lista sobrecogido.
Varga se acercó más a la estatua y examinó la cabeza.
– Está cuajada de mejillones, y la estrella de mar se los está comiendo. No hay nadie aquí.
Lista, que contemplaba con horrorizada fascinación el repugnante animal, dijo:
– ¿Y si debajo de esos mejillones estuviera la cabeza del propio Melkart, el Hércules tirio?
– Podría ser. Dejemos que lo resuelvan los arqueólogos. Si esto llega a su conocimiento, bajarán aquí en manada.
Aunque registraron a fondo la amplia caverna, no encontraron nada de interés militar.
– Veamos, si tuvieras que usar este sitio como base provisional, ¿dónde guardarías tú el equipo y los pertrechos? -preguntó Lista a su compañero.
Varga reflexionó.
– Donde estuviera bien resguardado de la pleamar -dijo-. Pero el único lugar que ofrece aquí esa condición es el techo, y como puedes ver, no hay nada ahí arriba.
– ¡La escala de cuerda! -exclamó Lista con súbita lucidez-. Termina casi a media altura del pozo. Veamos por qué.
Se sirvieron del flash para sacar fotos de la cámara interior y de las erosionadas estatuas, tras lo cual volvieron a la base de la chimenea. Varga ascendió en primer lugar por la escala, examinando con especial cuidado las paredes del pozo natural.
– Aquí hay una marca de la pleamar -voceó en dirección a su acompañante, mientras Miranda les observaba desde arriba-. Está a unos doce metros de altura. Si esconden algo aquí, tiene que ser por encima de este nivel.
Estaba a punto de alcanzar el extremo superior de la escala, cuando dijo en voz alta:
– Aquí hay una grieta ancha.
– ¿Es lo suficientemente grande como para que podamos entrar? -indagó Lista.
– No creo; pero el brazo sí puedo meterlo -enfocó con la linterna el interior de la fisura-. Hay unas cajas aquí.
– Espera, que subo -gritó Lista.
Poco a poco, con ayuda del cesto que Miranda y los guardias civiles les habían bajado prendido de una cuerda, fueron vaciando el escondrijo, cuyo contenido fue izado a la superficie. El alijo consistía en ocho cajas de municiones, rotuladas en francés. En su interior descubrieron dos docenas de granadas submarinas, diez pequeñas minas adhesivas, cierta cantidad de explosivo y dos fusiles de arpón.
– ¿Aviso por radio a Comandancia y les pido instrucciones? -preguntó el sargento de la Guardia Civil.
– No, no lo haga -repuso Miranda-: podrían interceptar el mensaje. Habrá que discurrir lo que Bernal querría que hiciésemos.
– En mi opinión -dijo Lista-, hay que retirar este material y dejar desarmado al enemigo.
– Estoy de acuerdo -repuso Miranda-. Como es natural, se darán cuenta de que hemos estado aquí, pero eso es preferible a que utilicen estas municiones para volar los barcos que tenemos en el puerto.
– Es posible que no regresen hasta el momento previsto para la operación -dijo Lista-, y entonces será demasiado tarde para conseguir repuestos.
– Carguémoslo en la patrullera -dijo Varga-, cuidando de no dejar rastros de nuestra visita.
Antes de salir hacia la conferencia de seguridad, Bernal recibió una llamada del inspector Ibáñez, del Registro Central de Madrid.
– Te he localizado unos cuantos datos sobre Melkart, Luis. Se trata de un grupo de oficiales marroquíes y argelinos, fundamentalistas musulmanes, resueltos a unificar el Magreb bajo el estricto dictado de la ley coránica. Parece ser que han conspirado para echar a Hassan II del trono, y que la organización se extiende por todas las fuerzas armadas marroquíes.
– Una información muy valiosa, Esteban. ¿Podrías enviarme el contenido de ese expediente?
– Te lo mando con el primer avión que salga de Barajas.
Bernal pidió a Fragela que le acompañase a la reunión oficial sobre seguridad que iba a celebrarse en Capitanía. Previamente había telefoneado al Ministerio de Defensa a fin de conseguir que fuese autorizada a título extraordinario la presencia del comisario gaditano, que consideraba indispensable para la buena marcha de la investigación.
El contraalmirante Soto salió a recibirles al vestíbulo y les llevó a su despacho.
– Quiero explicarle cómo se ha organizado la reunión, comisario. Van a asistir a ella el capitán general del Estrecho, que la presidirá, y tres vicealmirantes, encargados respectivamente de los movimientos, el personal y el aprovisionamiento de la flota. También contaremos con el asesoramiento del comodoro que lleva las relaciones políticas. Hemos invitado además al gobernador militar de Cádiz y al jefe de la Guardia Civil.
– ¿Qué orden se va a observar, contraalmirante?
– Después de hacer las presentaciones, el capitán general le pedirá a usted una síntesis de los casos del submarinista muerto y del asesinato del sargento Ramos. Seguidamente se aunarán informaciones, y de ahí pasaremos a resolver sobre la adopción de contramedidas.
– Muy bien. Hemos traído los expedientes actualizados.
Mientras subían la elegante escalera de mármol que llevaba a la sala de conferencias de Capitanía, Bernal reparó en un grupo de jefes de Marina que aguardaban en el rellano. Deteniéndose de improviso, hizo retroceder al contraalmirante.
– ¿Quién es ese que está a la izquierda, Soto? -preguntó en tono premioso.
– Pues… el vicealmirante responsable de los suministros.
– Estoy seguro de que es el mismo que vi el sábado en el Convento de la Palma, hablando con el padre Sanandrés -dijo con la mirada puesta en Soto y Fragela y obligándose a pensar de prisa-. Propongo que no mencionemos para nada ni los sucesos del convento ni el complot para liberar a los dos oficiales del fuerte de Santa Catalina. Podría ser muy bien que ese vicealmirante estuviese complicado en el asunto. ¿Sabe si es de ideas extremistas, Soto?
– La gente de izquierdas diría que la mayoría lo somos, comisario -respondió irónico el contraalmirante-. Y que es algo que se nos inculca con la formación. Pero ese hombre es más extremista que la mayor parte de nosotros.
– Tendrá que ver usted qué hace con él después de la reunión -dijo Bernal-. Recuerde que la JUJEM ha decidido dejar, bajo discreta vigilancia, que los militares lleven a término su plan, a fin de disponer de pruebas incriminatorias suficientes para llevar a los conspiradores ante un tribunal militar.
– Convengo en que es preferible no decir nada -asintió Soto en tono grave.
– Muy bien, de acuerdo. Pues entremos en el foso de los leones.
Después de saludar a los asistentes con desmañada cortesía, el capitán general pidió a cada cual que se presentase a los demás, y seguidamente solicitó a Bernal una sucinta exposición de los incidentes registrados en la bahía. Los presentes atendieron con vivo interés a su conciso relato, en especial en lo referente a las entrevistas con el americano responsable de la seguridad de Rota. Al concluir Bernal su intervención, el capitán general le preguntó si se había encontrado algo en la isla de Sancti Petri.
– En ese momento mis hombres están llevando a cabo una minuciosa exploración junto con un destacamento de la Guardia Civil. Les he pedido que si descubren algo, me cursen un aviso urgente.
– Yo tengo una noticia que puede ser de interés -intervino el jefe de la Guardia Civil-. Un equipo nuestro ha detenido esta mañana en una pensión de Algeciras a dos oficiales argentinos que se hacían pasar por turistas. Se trata de agentes que llegaron a España hace una semana, por Madrid-Barajas, y desde entonces han sido seguidos continuamente por hombres de los servicios secretos del CESID. Llevaban consigo grandes sumas de dinero en dólares americanos, y compraron municiones en dos armerías de la capital. Luego alquilaron un automóvil tipo ranchera en el que se trasladaron a Algeciras, donde compraron una lancha neumática con motor fuera borda. Anoche intentaron una incursión de prueba en Gibraltar, cruzando la bahía al amparo de la oscuridad, y consiguieron atravesar parcialmente las defensas británicas. Durante su ausencia, mis hombres registraron su alojamiento, donde encontraron cierta cantidad de minas adhesivas, explosivos y dos metralletas. Aunque está claro que su objetivo era un ataque a las instalaciones británicas, el jefe del CESID considera que una acción semejante hubiera supuesto un grave peligro tanto para nuestros ciudadanos como para los «llanitos» de Gibraltar. Consultado el presidente del Gobierno, se determinó ordenar su captura y deportación a la Argentina -en la sala cundieron murmullos que Bernal interpretó como de desaprobación-. El presidente -continuó el jefe de la Guardia Civil- decidió asimismo informar al embajador británico. El Gobierno opina que sería embarazoso verse mezclado en el conflicto de las Malvinas.
– Lo considero un ultraje -protestó el vicealmirante que Bernal recordaba haber visto en su visita al convento-. Debió permitirse a los argentinos llevar adelante su empresa y volar la base británica. De esta forma, habríamos tomado el Peñón, o lo que quedara de él -miró en ronda a los reunidos, como buscando su adhesión.
– Si nuestro difunto Caudillo no encontró en cuarenta años un solo momento adecuado para dar ese paso -comentó con exquisita ironía el capitán general-, mal lo tiene nuestro actual Gobierno, con tan corta existencia previsible, para llevarse ese gato al agua.
El vicealmirante le dedicó una mirada furibunda, antes de clavar los dientes en su cigarro canario.
– Tampoco se nos presentó nunca una oportunidad como ésta -farfulló.
– Permítame que le recuerde, vicealmirante, que durante la segunda guerra mundial se presentaron toda una serie de oportunidades, pese a lo cual nunca se juzgó propicio el momento.
En ese instante intervino el oficial de relaciones políticas.
– La verdad es que los británicos no se muestran ingratos con nosotros. Acabo de recibir un aviso de mi colega gibraltareño, en el sentido de que se han detectado movimientos de tropas al norte de Tetuán, al oeste de Axdir y al norte de Nador. También se han observado actividades navales de menor importancia al sur de la isla de Alborán, que, como todos ustedes saben, nos pertenece.
– ¿Cómo han conseguido esa información? -quiso saber el capitán general.
– Los movimientos de tropas fueron localizados por fotos de satélite corrientes, y la actividad naval la detectó el radar británico.
Todos volvieron la mirada hacia el gran mapa mural del Estrecho.
– Advertirán que esos movimientos de tropas tienen lugar cerca de nuestras posesiones de Ceuta, Alhucemas, el Peñón de Alhucemas y Melilla -señaló el comodoro-. He transmitido esa información a Madrid y al gobernador militar de nuestros territorios africanos.
– Lo que me intriga a mí -dijo el capitán general- es esto: ¿qué andan buscando realmente esos marroquíes en este lado del Estrecho? ¿Qué se propone la Organización Melkart?
Bernal aguardó por si alguien apuntaba sugerencias. Como nadie interviniese, dijo por fin:
– Esta mañana he recibido cierta información del Registro Central. Al parecer, Melkart es el nombre de un grupo elitista de oficiales consagrado a unificación del Magreb y a reinstauración de la ley musulmana rigurosa. Su objetivo podría ser muy bien dos golpes de Estado simultáneos, en Rabat y en Argel, y también podrían estar planeando con sus colegas tunecinos el poner fin al largo gobierno de Burguiba. No debiera sorprendemos que se propusiesen recuperar Ceuta y Melilla y los demás enclaves que tenemos en su territorio.
– ¿Recuperar? -resopló el vicealmirante extremista-. ¡Esos territorios jamás fueron suyos! Pero ¿se dan cuenta ustedes de la cantidad de sangre española que se ha derramado a lo largo de los siglos para defender nuestras posesiones del norte de África? Marruecos y Argelia no son más que Estados fantoches que los contendientes sacaron del desierto después de la segunda guerra mundial. De Gaulle hizo cuanto pudo por aferrarse a las posesiones francesas, pero al final se vio traicionado, como nuestro extinto Caudillo (que en gloria eterna esté) cuando cedimos a Hassan el Sáhara español.
– Yo no he propuesto que les entreguemos nuestros enclaves, vicealmirante -replicó Bernal-. Me limito a conjeturar los propósitos de esa organización clandestina.
– ¿Cree usted seguro, comisario, que están planeando un ataque a nuestros territorios de allí? -preguntó el capitán general.
– Estoy convencido de ello. La probable finalidad de sus actividades en la bahía de Cádiz es la de neutralizar nuestra flota, y deben de tener mucho interés en que no intervengan los norteamericanos.
– Nuestra flota se encuentra ya en Alerta Amarilla, comisario -declaró el capitán general-. ¿Cree usted que deberíamos pasar a la Alerta Roja?
– Sin duda alguna, y eso es lo que he recomendado esta mañana a mis superiores de Madrid -respondió Bernal con firmeza.
– Pero ¿se percata usted de lo que supone eso en cuanto al coste y movimiento de fuerzas? -le interpeló el vicealmirante responsable del personal-. Habría que anular hasta el último permiso y embarcar a toda la oficialidad y la marinería.
– Eso supongo -repuso Bernal-. Es más: yo recomendaría desatracar la flota.
– ¿Desatracar la flota? -exclamó el tercer vicealmirante-. Le advierto que una parte de los barcos están en dique, en reparaciones; ponerlos a punto llevaría días.
– Han de estarlo el sábado como más tarde, si quieren evitar el riesgo de perderlos en puerto por sabotaje, y de paso, perder nuestras posesiones del norte de África -el comisario indicó el mapa mural-. Propongo desatracar toda la flota de Cádiz y Cartagena, y reforzarla con unidades procedentes de El Ferrol. Las del sur deberían dirigirse a Ceuta, Alhucemas y Melilla, con tropas para reforzar esas guarniciones.
Como estallara una oleada de murmullos, el capitán general llamó al orden a los reunidos.
– Caballeros, caballeros, un poco de calma. Hay que sopesar reflexivamente las recomendaciones del comisario.
En ese dramático momento entró en la sala un teniente con un mensaje para el capitán general, que éste leyó de inmediato.
– Una urgente llamada telefónica para usted, comisario -le dijo a Bernal-. Si quiere, puede atenderla en el despacho contiguo. El teniente le indicará el camino.
Bernal abandonó la estancia con la sensación de haber abierto la caja de Pandora. Y estaba sobrecogido por lo que salía de ella.
Era Paco Navarro, que telefoneaba desde Cádiz.
– Lista acaba de llamar desde Torre Gorda, jefe. Él y Varga han encontrado armas escondidas en el pozo de Sancti Petri, debajo del castillo, en una extraordinaria gruta que podría ser lo que queda del templo de Melkart.
– ¿Dices que han retirado esas armas y las han llevado a tierra?
– Sí, jefe. Pensaron que querrías neutralizar al enemigo.
– Magnífico. Pero podrían tener reservas escondidas en otra parte. ¿De qué se componía ésa?
Navarro le leyó la lista, que Bernal anotó en un cuaderno.
– ¿Y dices que el rotulado de las cajas estaba en francés?
– Sí, jefe, pero no había marca del fabricante. Varga está examinando en ese momento las municiones con el armero naval de Torre Gorda.
– Seguramente serán belgas, de las que suelen suministrar los traficantes internacionales.
– ¿Qué tal la reunión, jefe?
– De momento, tempestuosa; pero creo que tarde o temprano entrarán en razón.
Al regresar Bernal a su asiento de la sala de conferencias, los presentes volvieron a guardar silencio. Ante la significativa mirada que le dirigió Fragela, supo que tenía, en él cuando menos, un aliado que le pondría al corriente de lo sucedido durante su ausencia. El capitán general se volvió hacia él con aire expectante.
– ¿Y bien, comisario? ¿Alguna noticia?
– Se ha descubierto una considerable reserva de armas escondida en la isla de Sancti Petri -y leyó la relación de minas adhesivas, explosivo, granadas submarinas y metralletas-. Todo ese material se encuentra ahora en la base naval de Torre Gorda, de modo que hemos conseguido arrancarle unos cuantos dientes a Melkart -encendió un Káiser y le dio una chupada-. Creo, almirante, que hemos de sacar la conclusión de que se proponen atacar sus barcos, y a mí me parece que estarían mucho más a salvo en el mar que diseminados por la bahía.
– Pero ahora el peligro es mucho menor -arguyó el vicealmirante responsable de las operaciones navales-. Además, nuestras defensas electrónicas detectarían al agresor antes de que alcanzase los barcos.
– Me permito señalar, que no tienen defensas de ese tipo en la boca del canal de Sancti Petri, que es un acceso directo a La Carraca y Bazán. Deben de tener previsto entrar por ahí.
– Eso es innavegable -replicó el vicealmirante en tono de rechazo-. No tiene calado suficiente para un submarino, y cualquier embarcación de superficie sería descubierta mucho antes de que llegase a nuestros barcos.
– Olvida usted el misterioso submarino de bolsillo -repuso Bernal con calma-. Todavía no han descubierto de qué clase de nave puede tratarse, ¿no es así?
Reconocieron que no disponían aún de información alguna.
– Entonces, ¿por qué exponer dos navíos de los mayores y tres destructores a semejante peligro? Sáquenlos a la mar y ocúpenlos en algo importante: por ejemplo, reforzar nuestras guarniciones de Ceuta y Melilla. ¿Qué barcos tienen situados allí ahora?
El vicealmirante a cargo de las operaciones puso cara de malestar.
– Una fragata en Melilla y dos en Ceuta -confesó.
– ¿Y qué cantidad de hombres? -preguntó Bernal al gobernador provincial.
– Aunque no lo sé con certeza, comisario, deben de ser unos dos mil quinientos en Ceuta, y la mitad de eso en Melilla, si bien muchos podrían estar de permiso con motivo de la Semana Santa.
– ¿Resistirían esos efectivos un ataque terrestre en toda regla?
– Depende, claro está, de las proporciones de la ofensiva. Si interviniese en ella todo el Ejército marroquí…
– Entonces, ¿qué se pierde reforzando las guarniciones?
– Supondría debilitar las defensas de aquí -señaló serenamente el capitán general.
– ¿Cuánto se tardaría en traer barcos de refuerzo de la flota norteña? -indagó Bernal.
– Por lo menos cuarenta y ocho horas.
– Bien, entonces aún hay tiempo: disponemos de dos días. Y supongo que podrían enviarse tropas de Sevilla y Jerez para proteger las instalaciones de Cádiz. No olvidemos que Melkart tiene situados aquí, en este momento, colaboradores que no sabemos dónde se encuentran.
– ¿Cómo puede estar tan seguro de eso? -preguntó el capitán general.
– Porque enviaron señales a la costa, sólo que no sabemos a quién. Pero organizándolo con cuidado, tenemos la posibilidad de capturarlos el sábado a última hora, cuando se reúnan cerca del cabo Roche.
Se prolongó la discusión. Mientras que Soto, el oficial de relaciones políticas y el gobernador militar secundaban las medidas recomendadas por Bernal, los tres vicealmirantes eran contrarios a ellas. El comisario sacó la neta impresión de que el capitán general se decantaba en favor de él cuando dijo:
– Señores, no creo que esta mañana podamos hacer mucho más que poner nuestra flota en estado de Alarma Roja. Habrá que hacer regresar a todos los oficiales y tripulantes que se encuentran de permiso y activar las reparaciones, de forma que, en caso necesario, todas las unidades estén dispuestas para hacerse a la mar. En cuanto hayamos terminado la reunión, pondré en conocimiento del jefe de la JUJEM las demás sugerencias del comisario, sobre la conveniencia de reforzar nuestros enclaves del norte de África. Entretanto confío en que colaborarán con el comisario y sus colegas en la adopción de contramedidas precisas, especialmente en lo que se refiere a la captura de los componentes de la Organización Melkart tanto en nuestras costas como en nuestras aguas territoriales. Vigilancia, sigilo y firmeza en la actuación: que sean ésas, señores, nuestras consignas.
Elena Fernández pasó la mañana del jueves presa de una febril agitación. Redactó un informe en el que exponía al comisario Bernal las circunstancias en que había grabado la conversación del prior con los militares conjurados. Señaló también su decisión de explorar la sagrada cueva en cuanto se le presentase la oportunidad. Y mencionó brevemente la entrevista personal solicitada por sor Encarnación, que no había acudido a la cita.
Introdujo informe y grabación en un sobre de papel manila que, cerrado y dirigido al comisario, se guardó en el hondo bolsillo del hábito, antes de dirigirse hacia la cocina. Se ofreció allí a colaborar en la preparación del sencillo almuerzo, consistente en un estofado de lentejas, precedido por un plato de acelgas. El postre, representado por un buen surtido de fruta, no dejaría de ser una compensación. Elena dio por sentado que las colaciones se harían aún más frugales conforme se acercara el Viernes Santo.
La cocinera era una mujer hosca y taciturna que rara vez llevaba sus respuestas más allá de un gruñido, de modo que Elena llegó a preguntarse si sería subnormal. Aun así, trató de sonsacarla.
– ¿No ha visto hoy a sor Encarnación?
– Ngg -contestó la mujer de negro pelo, mientras estrujaba una lenteja entre índice y pulgar, para ver si la cocción era satisfactoria.
– Pero ¿no ha tomado nada? No la he visto a la hora del desayuno.
– Se lo subió sor Serena.
– Eso será.
Aquello cuando menos explicaría el que la anciana religiosa no hubiese acudido a la sacristía después de prima. Viendo que no quedaba mucho más por hacer, Elena se fue al patio trasero, donde encontró a la señora de Bernal y a sor Serena ocupadas todavía en prender flores en el paso del Huerto de Getsemaní.
– ¿Nos acompañará en la procesión de mañana por la noche, señorita? -preguntó Eugenia-. Como sabe, es la más solemne de la semana.
– Creo que debería ir -repuso Elena dubitativa-, sólo que no sé si tendré fuerzas para caminar tanto.
– La distancia no es mucha -dijo Eugenia-: tres kilómetros nada más; la verdadera penitencia está en la lentitud del paso.
– Se hacen muchos altos -intervino incisiva sor Serena-, y usted es joven y está llena de salud. Le sentará bien a su alma.
Elena se daba cuenta de que su deber profesional estaba en quedarse en el convento, atenta a la llegada de los conspiradores con los reclusos, en el supuesto de que coronasen con éxito la operación encaminada a liberarlos. Tendría que encontrar a última hora un pretexto para excusar su asistencia.
Bernal y Fragela habían salido de la reunión de Capitanía General y se encaminaban a Cádiz en el 124 Supermirafiori tras haber convenido en encontrarse con el contraalmirante Soto y su oficial de relaciones políticas, para almorzar en el restaurante El Anteojo. Mientras circulaban a buena marcha por la Vía Augusta Julia, el comisario le preguntó a Fragela qué se había dicho en la sala durante su momentánea ausencia.
– Fue más que nada una discusión entre los tres vicealmirantes y el gobernador militar de la provincia, que tomó abiertamente partido por usted. Los otros protestaron mucho de que un comisario de la DSE de Madrid viniese a darles lecciones, y acerca de lo caro y difícil que resultaría desatracar la flota con tan poco tiempo, y de los peligros de una reacción desproporcionada.
– Ya es hora de que vean un poco de acción auténtica -repuso Bernal fríamente-. No son más que una colección de almirantes de gabinete que nunca se han hecho a la mar en servicio efectivo. Son mentalidades burocráticas y les trastorna tener que desempeñar la tarea por la cual se les paga.
– El oficial de relaciones políticas también apoyaba la opinión de usted, comisario, pero consideraba inconveniente que la salida de la flota pudiera interpretarse como una amenaza a los británicos de Gibraltar. Propuso que se les informara en secreto del propósito de nuestros movimientos navales, y también a los americanos, según lo establecido por el tratado bilateral.
– Tiene razón desde luego, aunque la CIA y los Servicios Secretos británicos se enterarán antes de que se lo digamos. ¿Cree usted que se puede confiar en el comodoro en el otro asunto, en el de los militares conjurados?
– Seguro que sí. Cuando el contraalmirante dice que los Servicios de Información de la Segunda Bis le han dado pleno acceso a materias reservadas…
El coche se detuvo por fin ante las lunas del moderno restaurante de la Alameda de Apodaca, y Bernal consultó su reloj.
– Quedamos a las dos, ¿verdad, Fragela? -el inspector asintió-. Entonces, tenemos tiempo para dar un paseo. Aprovechemos el sol subiendo por el mirador hasta la Batería de la Candelaria.
El amplio paseo con vistas a la bahía, estaba muy concurrido: marineros con sus lepantos, en cuyo frontal llevaban bordado el nombre de los respectivos barcos, y con el «taco» o cuello de gala, con motivo de la Semana Santa; elegantes señoras de negra mantilla y alhajadas peinetas firmemente prendidas en los altos peinados; y numerosas jóvenes empujando cochecitos de niño.
Vuelta la vista hacia los edificios con fachada al mar, el comisario reparó en una serie de enseñas extranjeras.
– Veo que los consulados siguen estando aquí -comentó.
– Sólo que, con la decadencia del puerto comercial, no hay tantos como antes, comisario.
– Supongo que los instalarían ahí por la frescura de las casas y el magnífico panorama.
– Más que nada, por lo que tenían de puesto de observación sobre el tráfico de la bahía. Eso explica también las torres de vigía que tienen en toda la ciudad las casas de los comerciantes.
Entretanto habían alcanzado las almenas de la Candelaria, con su amplia vista, que se extendía hasta alta mar.
– ¿Verdad que éstos son los escollos donde encontraron el cadáver del submarinista? -preguntó Bernal, señalando hacia el norte.
– Sí; con la marea baja, quedan al descubierto -repuso Fragela, que estaba mirando hacia poniente-. Ahí tiene tres barcos de guerra camino del Atlántico, comisario. Un destructor y dos fragatas.
Bernal fijó la vista en los tres navíos, pintados de gris naval, en su resuelto curso hacia el oeste.
– Deben ser naves británicas que han salido de Gibraltar rumbo al Atlántico Sur.
Descendieron paseando por la alameda y se instalaron en la terraza de El Anteojo, donde encargaron sendos gintonics. Poco más tarde se detenía junto a ellos el coche oficial del contraalmirante. Al apearse, Soto les dijo entusiasmado:
– ¿Los han visto? Eran el Glamorgan y dos fragatas, armados hasta los dientes y navegando a toda máquina.
– También su flota tendría que salir de puerto, contraalmirante -replicó Bernal-, si no quieren que vuele en mil pedazos.
Conforme a lo solicitado por Bernal, el inspector Miranda fue a visitar al profesor Castro en la Facultad de Letras. Encontró al bueno del erudito enfrascado en sus cultos libros, al extremo de su mesa de trabajo, donde cartas y documentos se amontonaban caóticamente hasta una altura de casi medio metro.
Escandalizado por aquel desorden, el metódico Miranda se preguntó cuántas de aquellas cartas estarían por contestar.
– Estoy seguro de que tengo por aquí una nota sobre Melkart que podría servirles -anunció Castro-. Como bien sabrá, era el Hércules Tirio, cuyo templo se encontraba en Herakleion, que algunas autoridades identifican con la isla de Sancti Petri.
– Sí, hasta ahí ya hemos llegado -repuso Miranda-, y es posible que más adelante podamos darle noticias sobre un hallazgo arqueológico efectuado allí.
– Magnífico. Por mucho trigo, nunca es mal año -dijo el profesor Castro mientras contemplaba reflexivamente la increíble montaña de papeles-. Veamos… Sí, fue hace unos seis meses -detuvo la mano a la altura de los primeros diez centímetros del montón-. Me hicieron otra consulta acerca de Melkart. Ah, a lo mejor es esto -como por ensalmo, extrajo la carta deseada entre los muchos centenares apilados sobre la mesa-. Sí: era del gerente de un hotel próximo a Chiclana. Aquí está: el Hotel Salineta. Había recibido de Rabat un extraño escrito, en francés, en el que le preguntaban si estaría dispuesto a alquilar su hotel durante los meses de invierno, cuando el establecimiento suele cerrar, a una organización comercial marroquí llamada Melkart. La consulta era por si sabía yo algo al respecto, pero yo no sabía nada.
– ¿Y les alquiló el hotel?
– Ah, eso no lo sé. Como no podía ayudarle, no le contesté.
– ¿Me permitiría llevarme esta carta, profesor?
– Por supuesto. Como ve, tengo muchas más aquí. No las leo todas.
Contemplando la carta que había traído Miranda, Paco Navarro se preguntó si debían esperar a que Bernal regresase de su almuerzo con el contraalmirante. Pero ¿y si los cómplices de Melkart tuviesen verdaderamente su guarida en el Hotel Salineta? Urgía averiguarlo. Decidió telefonear al capitán Barba de la Guardia Civil de Chiclana, que tan útil se había mostrado en la investigación de la muerte del sargento Ramos.
Puesto al habla con él, Barba expresó su vivo deseo de cooperar.
– Conozco ese hotel, inspector. Antes de la guerra civil estuvo muy en boga como balneario, a causa de sus manantiales de agua sulfurosa. Últimamente lo han modernizado añadiéndole una piscina y pistas de tenis. Sus clientes, durante la temporada de verano, son gente de edad, dedicada a profesiones liberales, pero no suele recibir turistas extranjeros.
– ¿No podría enterarse por la gente del lugar si está abierto durante la Semana Santa?
– Seguro que no lo está, inspector. Aquí la temporada no empieza hasta finales de mayo, y el hotel suele cerrar durante los meses de invierno, aunque creo que se lo alquilan a una organización comercial.
– No se persone allí ni telefonee, Barba, pero averigüe lo que pueda por otros medios. A ser posible, nos gustaría dar con el gerente o con los propietarios del hotel, para ponernos en contacto con ellos. El comisario Bernal le llamará a su regreso.
Ante la ausencia de sor Encarnación también durante el almuerzo, Elena decidió preguntar por ella a sor Serena.
– Nuestra querida hermana, señorita, está in clausura hasta el Viernes Santo -respondió fríamente la monja-, en severísima penitencia. Quizá le convendría a usted hacer lo mismo.
Mientras aguardaba en el claustro a la ceremonia de la Adoración Diurna, Elena siguió las idas y las venidas de sor Serena, si bien al padre Sanandrés no se le veía por ninguna parte, como tampoco se produjeron nuevas visitas de los oficiales.
Al sonar, a las seis menos cuarto, el timbre de la entrada, Elena se quedó esperando con vivo interés la aparición de la catalana, a fin de entregarle el crucial mensaje destinado al comisario. En ese momento se presentó Eugenia Bernal para proponerle que fuesen a rezar juntas a la capilla a la espera de vísperas. Elena la siguió de mala gana, y estuvieron arrodilladas una al lado de otra, ante la imagen de Nuestra Señora de la Palma, hasta el toque del ángelus.
Luego, Elena y Eugenia ocuparon sus lugares habituales detrás de los religiosos de la congregación, y el padre Sanandrés salió de la sacristía, con semblante que a Elena le pareció preocupado, luciendo vestiduras moradas. Al empezar el oficio, Elena lanzó una ojeada hacia las seglares que se encontraban a su espalda, pero no localizó a su enlace.
Impartida su bendición final, el padre Sanandrés avanzó hasta el pie del altar y miró por el panel de cristal hacia la Santa Cueva. Permaneció allí durante un rato, con los brazos en cruz. Conforme pasaban los minutos, Elena fue sintiendo la presión de las mujeres situadas a su espalda, que avanzaban ansiosas, y al poco tiempo cundieron murmuradas expresiones de desaliento.
– ¡Hoy ha fallado! ¡No brota el agua sagrada!
Por fin el padre Sanandrés se volvió hacia la congregación y levantó la diestra.
– Parece ser que en estos días postreros de la Cuaresma, en que se nos llama a la más rigurosa penitencia, el agua milagrosa no fluye -una larga lamentación sonó entre las mujeres-. Mañana, por ser Viernes Santo, no habrá ceremonia de Adoración Diurna. Espero que todas nos acompañéis en nuestra Procesión del Silencio, siguiendo nuestro paso del Descendimiento de la Cruz.
De nuevo se volvió Elena hacia las mujeres, que murmuraban desilusionadas, sin que lograra ver a su enlace. Ante la urgencia de hacer llegar el mensaje a Bernal, se escabulló del banco, salió a la puerta y allí se quedó esperando. Sor Serena apareció de súbito.
– Señorita, ¿querría ayudar a la señora de Bernal con el paso mientras yo acompaño a las mujeres a la puerta?
– No faltaría más. La esperaré aquí.
Elena examinó con desespero los rostros de las seglares que iban desfilando bajo la severa mirada de sor Serena, pero estaba claro que la catalana alta no había acudido. Estando tan cerca la monja de prietos labios, no había manera de enviar el sobre por mediación de alguna de las otras mujeres. Discurrió premiosamente una posible solución. Acceder al único teléfono de la casa, que se encontraba en el despacho del padre Sanandrés, siempre bajo llave, era imposible: había tanteado la puerta en varias ocasiones. ¿Salir del convento y transmitir personalmente el mensaje a Navarro, por teléfono? La petición de interrumpir su retiro suscitaría vivas sospechas, y era indispensable ampararse en su supuesta identidad hasta que los militares hubieran llevado a término su plan.
Después de que la portera hubiese acompañado a la salida a las visitantes, a quienes mandó con viento fresco, Elena se fue abatida hacia el patio trasero, donde encontró a Eugenia Bernal aplicada ya a su trabajo. Era ella su último recurso: podía confiarse a la señora de Bernal y pedirle que se pusiera en contacto con su esposo.
Antes de cenar, Elena subió a su celda y se asomó con desaliento a la ventana enrejada. ¿Tenía algún otro medio de dar curso al mensaje?
A escasos metros de donde Elena se encontraba, Ángel Gallardo estaba dando vueltas intrigado a la escena que había visto desarrollarse, hacía casi una hora, a la puerta del convento. Una monja de severo semblante había abierto el postigo al grupo de mujeres que aguardaban con sus botellas vacías, pero a una, la más alta, de pelo castaño, le cerró el paso al alcanzar la angosta entrada. Siguió a eso una acalorada discusión, en su mayor parte inaudible para Ángel, tras lo cual, y admitidas ya las demás mujeres, la proscrita se había alejado calle abajo, a paso vivo y enojadísima.
Sabía Ángel que Navarro tenía intención de enviarle a Elena un mensaje urgente, para avisarle de que él estaba al acecho en el hostal de enfrente, pronto, a una señal suya, a respaldarla. Lo malo era que Gallardo no conocía a la enlace, si bien empezaba a sospechar que se tratase de la mujer a quien habían negado la entrada al convento. Y eso sólo podía significar que Elena, tal vez sin que ella misma lo advirtiese, había sido descubierta. Decidió telefonear inmediatamente a Navarro.
Bernal y Fragela regresaron a la sala de operaciones agotados por las casi tres horas invertidas en planear el programa de contramedidas frente a la operación Melkart. Habían convenido en cercar por tierra y mar Bahía Ballena, con miras al encuentro clandestino previsto allí para las 23.30 horas del sábado 10 de abril, amén de solicitar que en la boca del canal de Sancti Petri, vigilada por un destacamento de guardias civiles ocultos en los viejos barracones próximos al fondeadero, se instalase una red antisubmarinos provista de detectores de sonar pasivo. La Armada había incrementado ya la vigilancia en sus bases, y oficiales y marinería estaban regresando en ese momento a sus puestos.
Navarro empezó a transmitirle a Bernal las noticias más urgentes.
– Tengo una posible pista sobre el paradero de los cómplices de Melkart en tierra, jefe. El capitán Barba nos está haciendo pesquisas en Chiclana.
Escuchando el informe de Miranda sobre su visita al profesor Castro y vista la carta del gerente del Hotel Salineta, Bernal dijo:
– Hay que comunicárselo a Soto y, tan pronto Barba nos confirme que los marroquíes están allí, poner el hotel bajo vigilancia. Hemos de seguirles los pasos adondequiera que vayan, aunque supongo que no se dejarán ver hasta el sábado por la noche. El peligro está en que pueden tener en el hotel armas y municiones a punto para la operación.
– También se ha recibido un aviso de Ángel, jefe. A la catalana le han negado esta tarde la entrada al convento, de modo que no se ha podido establecer contacto con Elena. Gallardo teme que la hayan descubierto.
Preocupado, Bernal consideró posibles líneas de acción.
– Si sospechan de ella, Paco, puede verse en peligro. Pero si intervenimos prematuramente, frustraremos el complot de los oficiales, y la JUJEM quiere que lo lleven adelante bajo nuestra vigilancia. Déjame que discurra una solución.
– Elena es lista, jefe, como ya lo ha demostrado en otras ocasiones. En caso de necesidad, sabrá apañárselas sola.
– Aun así, me resisto a dejarla sin apoyo otros dos días. Quiero que Lista hable con la catalana, y descubra qué es lo que ha fallado, y que luego me llame al hotel.
Bernal encontró un recado esperándole en el Hotel de Francia y París.
– Una señora le ha llamado dos veces desde Las Palmas, comisario -le anunció la recepcionista-. Ha dejado un número, para que le telefonee usted.
– Lo haré desde mi habitación -dijo Bernal.
Al llegar al cómodo cuarto con vistas a la placita de dorados naranjos, se descalzó, se sentó en la cama y encendió un Káiser. Poco más tarde estaba al habla con Consuelo.
– ¿Luchi? ¿Dónde te habías metido? Llevo dos días llamándote a Madrid, y ahora me entero de que has vuelto a Cádiz -dijo ella en tono de reproche.
– Lo siento, cariño. No me he movido de aquí. Pero no tenía adónde llamarte. ¿Qué tal fue el viaje?
– Lento pero reposado. El chalet es precioso. Está en una colina, con vistas a Las Palmas y al mar. Tiene un jardín muy agradable, y como ves, me han conectado el teléfono. La chica para todo que he contratado es muy servicial. Pero lo más importante es que esto queda sólo a diez minutos del banco, en coche. Un sitio estupendo para esperar a nuestro hijo.
– Confío en que pronto podré ir a visitarte, pero este caso se está presentando muy complicado, y a lo mejor lleva tiempo resolverlo.
– ¡Lo del hombre rana muerto! -exclamó Consuelo-. Me lo imaginaba.
– Aunque por teléfono no te puedo decir mucho más, quizá te guste saber que está aquí todo mi equipo de Madrid.
– ¿Ha respirado Eugenia sobre lo de la separación legal?
– Está demasiado ocupada en decorar pasos para las procesiones. Trataré de hablar otra vez con ella antes de marcharme.