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Vigilia de la Natividad del Señor

(24 diciembre)

Los insistentes timbrazos del teléfono despertaron a Bernal en la mañana del día de Nochebuena. El policía de escolta llegó antes que él.

– Es la inspectora Fernández, comisario.

– ¿Elena? ¿Hay alguna novedad?

– Siento llamarle tan temprano, jefe, pero es que anoche no pude hacerlo. El sexto mensaje va a aparecer en La Corneta de hoy. Dice; «Magos Blanco N.7. Moncloa.» ¿Significa que van a atacar al presidente del Gobierno en el palacio de la Moncloa?

– No, creo que no. Moncloa quiere decir «Movilización». Así que, después de todo, siguen adelante con el plan. ¿Hay algún síntoma de actividad en las oficinas del periódico?

– Anoche, a última hora, estuvieron bebiendo sin parar en el despacho del director. Vino un grupo de militares de alta graduación, entre ellos el teniente general Baltasar.

– Entiendo. Entonces no saldrá el periódico mañana, ¿no?

– No, jefe, hasta el sábado, no.

– Ten cuidado, Elena. Desaparece inmediatamente si crees que sospechan de ti.

– Estoy segura de que no. El jefe de redacción, que me mira con ojos de carnero a medio morir me ha insinuado que habrá un número especial en color el seis de enero, pero que no aparecerá hasta mediodía.

– Si ves algún original redactado para esa edición, hazte con él.

– Así lo haré. Por cierto, no paran de pedir fotos aquí en los archivos.

– ¿De quién?

– Casi todas de generales célebres del pasado. Narváez, Martínez Campos y otros por el estilo del siglo pasado.

– Si te es posible, toma nota de todas las que piden.

Después de colgar, Bernal consultó el misal antiguo en el comedor y hojeó el calendario litúrgico. No tardó en dar con lo que buscaba. Partiendo del día de Navidad, el séptimo día en que se prescribía ornamentos blancos era el cinco de enero, víspera de la Epifanía, que era el «Blanco N.7». No podía faltar más que un mensaje: el que ordenaría actuar el mismo día de Epifanía. Una vez que apareciera tal mensaje, ya no se podría retroceder.

Eugenia le sirvió unas tostaditas de pan rancio y café tibio.

– Espero que la familia venga esta noche como de costumbre, Luis. Voy a preparar una paella de cangrejitos. Encárgate tú del vino. Con esa culebra de mazapán que trajiste de Toledo hay para diez Navidades, así que no hará falta que compremos más turrón. Si hiciera falta, sacaría del aparador los polvorones que mi hermana nos trajo de Sevilla el año pasado.

– Geñita, te he dicho una docena de veces que si nos reunimos todos aquí vamos a correr demasiado riesgo. Sería mucho mejor que nos reuniéramos en casa de Santiago.

– ¿Y perdernos la bonita misa del gallo que celebrará el padre Anselmo engalanado con los ornamentos dorados? ¡Jamás! -exclamó la mujer-. Es tan bonito el gradual: «En Ti está el principado supremo en el día de tu poder, cuando vengas rodeado de la brillante multitud de tus santos, porque yo te engendré de mi propia substancia antes de que brillase el lucero», recitó, cayendo en una especie de trance místico.

– Pero si tendrás tiempo de sobra, Geñita. ¿Por qué no haces los honores a tu nuera cenando con ella por una vez?

– Lo pensaré -dijo Eugenia con expresión hosca-. Pero sólo si me prometes que me traerás de vuelta a las once, para que pueda ayudar a la portera en la sacristía.

– Te lo prometo.

Cuando Bernal llegó al despacho, a las 8.30, Navarro le había amontonado ya un sinfín de papeles mecanografiados en la mesa. Jefe, ahí tienes las conversaciones telefónicas intervenidas en los últimos tres días. Tardaremos un día entero en leerlas.

– ¿Hiciste que Telefónica pusiera una escucha en la casa de Hermann Malthius, Paco?

– Sí, y en las de toda su familia. Las transcripciones tienen que estar ahí en ese fardo.

– Vamos a echarles un vistazo a éstas primero.

Bernal ayudó a Navarro a clasificar el inmenso material acumulado y lo fueron repartiendo en montones distintos según cada grupo de conspiradores conocidos.

– Aquí están, jefe. Las hemos estado recibiendo en estos tres últimos días, hasta ayer.

Cada uno cogió un fajo y comenzaron a leer rápidamente las aburridas e interminables charlas sobre asuntos domésticos de la casa del señor Malthius, así como las muchas llamadas que su secretario había hecho a propósito de asuntos financieros.

– Aquí tengo algo, jefe. El secretario ha ordenado que el avión a reacción particular de Malthius estuviera listo para traerle a Madrid el veintiocho de diciembre.

– El Día de los Inocentes -dijo Bernal-. De modo que el viejo nos va a gastar la broma de hacernos una visita especial. Querrá asistir al golpe final. ¿Dónde se alojará?

– El mayordomo llamó a su casa de Madrid, una mansión antigua que tiene la familia en la Castellana, y dio instrucciones a los criados para que se preparasen a recibir al señor Malthius para una estancia indefinida. Les dijo además que vendrá en persona para preparar un banquete que el señor Malthius dará en Nochevieja.

– Sería conveniente instalar micrófonos en la casa, si podemos, Paco.

– Avisaré a Varga, a ver qué puede hacer.

Bernal encendió otro Káiser y se puso a hojear la transcripción de las conversaciones telefónicas del padre Gaspar. Los monjes no eran muy dados a emplear el teléfono y todas las llamadas parecían inofensivas.

Cuando Varga apareció, Bernal le preguntó si se podía instalar micrófonos en la mansión de Malthius.

– Podemos probar a entrar, jefe, aunque no es estrictamente necesario, ya que ahora contamos con uno de esos micrófonos de láser de largo alcance. Mientras no tengan puestas contraventanas metálicas estaremos en situación de dirigir un rayo láser invisible desde la calle y enfocarlo sobre cualquier objeto que haya en la sala en que se celebre el banquete; un espejo o un cuadro bastará para registrar las vibraciones de cualquier sonido que allí se haga y el rayo láser nos las transmitirá. Yo acoplaré un aparato amplificador y podremos oír todo lo que se diga.

– ¡Eso es fabuloso, Varga! ¿Por qué no me hablaste antes de ello?

– Porque es lo último que hemos recibido.

– Pero con un cacharro así, nadie podrá hablar con tranquilidad en ninguna parte.

– Es que las ciencias adelantan que es una barbaridad. Es japonés, como ya habréis adivinado. Y, como digo, unas contraventanas metálicas pueden neutralizarlo.

– Dudo que esas casas decimonónicas tengan contraventanas metálicas -dijo Navarro-. Podríamos hacer una prueba en el lugar mismo. Los criados estarán preparando las habitaciones estos días.

En aquel momento sonó el teléfono rojo de selector y Bernal descolgó.

– Comisario, ¿podría usted encontrarse conmigo dentro de media hora en el palacio de Oriente? -preguntó el secretario del Rey.

– Por supuesto.

– Quisiera revisar con usted los planes previstos para la ceremonia del seis de enero.

Bernal se tomó un café con su guardaespaldas en el pequeño bar de la esquina de Carretas y luego subieron a un taxi para dirigirse a palacio. El taxista les dejó en la Puerta del Príncipe, donde enseñaron la documentación al conserje y al oficial de servicio.

Una vez en Secretaría, vio Bernal que el secretario del Rey había desplegado un plano de palacio sobre la mesa.

– Yo sugiero que limitemos la ceremonia a las habitaciones del primer piso que dan a la plaza de la Armería. El Rey y la Reina comenzarán la jornada asistiendo a una misa privada en la capilla real del extremo norte de palacio, aunque este año no permitiremos que entre nadie más al oratorio. Mientras se oficia la misa, entre nueve y diez de la mañana, la guardia de honor formará en la plaza del lado meridional y los cuatrocientos invitados se irán congregando en el Salón de Alabarderos, adonde llegarán por la escalinata principal. El acto más importante de la Pascua Militar se celebrará en la estancia adjunta, el Salón de Columnas, que es la mayor de palacio. Este año no utilizaremos el Salón de Embajadores. La ceremonia concluirá a eso de la una de la tarde y los invitados se trasladarán por el Tranvía de Carlos III hasta el Comedor de Gala, donde se servirá la comida. Esta sala da al oeste hacia el Campo del Moro.

– ¿Cómo llegarán Sus Majestades? -preguntó Bernal.

– En el helicóptero real, desde la Zarzuela. Ya sabe que al Rey le gusta pilotarlo.

– Supongo que le protegerá alguna unidad de la Aviación.

– Sí, desde luego. Normalmente aterriza en los jardines del Campo del Moro.

– ¿Qué hay de la radio y la televisión? ¿Retransmitirán todo lo que ocurra?

– Sí, como siempre. Televisión tendrá cámaras en la plaza de la Armería para retransmitir el momento en que el Rey pase revista a la guardia, en la Gran Escalinata para emitir la llegada de los invitados, y también en el Salón de Columnas. Radio Nacional, la SER y otras emisoras tendrán también algunos locutores para transmitir los actos en directo. Si quiere acompañarme y verlo personalmente, en este instante están instalando los aparatos y probando las conexiones.

Bernal siguió al funcionario por el amplio patio interior que llevaba a la Gran Escalinata, coronada por una espléndida cúpula de piedra de Colmenar decorada con un fino fresco napolitano representando El triunfo de la Religión y la Iglesia.

– Había olvidado que era tan magnífica -murmuró Bernal al secretario-. Fue en esta escalera donde Napoleón dijo a su hermano José: «Vous serez mieux logé que moi» («Vais a estar mejor alojado que yo»), ¿verdad?

– Así fue, comisario. Y, si no me equivoco, cuentan también que se agarró a uno de esos leones de mármol y exclamó: «Je la tiens enfin, cette Espagne si désirée» («Por fin tengo a esta España que yo tanto ambicionaba»).

– Pero no pudo retenerla mucho tiempo, gracias a los madrileños -comentó Bernal.

– Ayudados por el duque de Wellington y los ingleses -agregó el secretario sonriendo-. A cada uno hay que reconocerle lo suyo…

En aquel momento venía hacia ellos un lacayo con esa manera de andar intermedia entre la solemnidad y el ir pisando huevos que Bernal suponía limitada ya a la servidumbre real; quizás inconscientemente tales andares se transmitían de generación en generación.

– ¿Qué ocurre, Fernando? -preguntó el secretario.

– Es una llamada muy urgente para el comisario Bernal, señor. El comisario podrá atenderla en el despacho que hay junto a la puerta de los visitantes.

Bernal cogió el auricular y oyó el jadeo de uno de los policías de escolta al otro lado del hilo.

– Comisario, estoy en un café de la plaza Mayor. Su nuera quiso llevar esta mañana a su nieto de usted al mercadillo navideño que hay aquí, y yo les acompañé, pero ahora los he perdido entre el gentío.

– Voy inmediatamente -dijo Bernal-. ¿Ha pedido refuerzos?

– Sí, comisario. He telefoneado a los compañeros de plaza Castilla para que pidan relevo y vengan aquí, porque ellos conocen a su nuera.

Bernal explicó al secretario del Rey lo que ocurría.

– Será mejor que vaya en seguida, comisario. Téngame al tanto.

Bernal tomó un taxi en Bailén y junto con su guardaespaldas se desplazó por las callejuelas que llevaban a la calle Mayor. Al llegar a la esquina occidental de la plaza despidieron al taxi y echaron a correr por entre el gentío y los puestos donde se vendían acebo, hiedra y muérdago, figurillas de la Sagrada Familia para belenes, y un ruidoso surtido de trompetas y tambores que miles de menudos compradores, o presuntos compradores, probaban con entusiasmo.

Bernal sufrió un ataque de desesperación y dijo al policía de escolta:

– Es imposible con tanta gente. Lo mejor será cubrir las salidas de la plaza. Hay ocho salidas y es zona peatonal, de modo que reúnase con sus compañeros y organice el bloqueo.

Pronto tomaron contacto con el guardaespaldas de Mercedes, el cual se ruborizó al ver a Bernal.

– Fue el niño, jefe, que se nos escurrió como una anguila. Su nuera fue tras él y entonces perdí de vista a los dos.

– Si controlamos a tiempo todas las salidas -dijo Bernal-, seguro que damos con ellos.

Cuando se hubieron tomado todas las medidas indicadas, Bernal resolvió dirigirse al centro de la abarrotada feria, donde se alzaba la célebre estatua ecuestre de Felipe III, que en los últimos años se había convertido en punto de reunión de pasotas, músicos sin trabajo y drogadictos. Pensó que Mercedes habría ido tal vez allí para gozar de una mejor panorámica desde el pedestal.

No se le escapó la posibilidad de que los miembros de la organización Magos hubieran aprovechado la ocasión y se hubieran llevado a su nieto. Eran muy capaces de hacerlo, la verdad sea dicha, pero el motivo de tal acción comenzaba a no entenderlo. Había comunicado ya al Rey toda la información que había reunido y era muy escasa la que quedaba por descubrir. Sin embargo, los conspiradores no parecían haberse percatado plenamente de esta circunstancia. Seguían comportándose como si él constituyera un peligro para sus planes.

No cedió a la natural tentación de buscar por los callejones de los cientos de puestos rodeados de alegres compradores. Habría sido absurdo y sembrado la confusión.

Miró a su alrededor cada vez más desesperado, con los oídos aturdidos por la algarabía de distintos villancicos que surgían de los altavoces y entre los que destacaba la antigua melodía alemana O Tannenbaum con texto castellano.

De pronto apareció una cabecita bajo el toldo del puesto que tenía más cerca, oyó una voz que gritaba: «¡Yayo, yayo!», y una trompeta de juguete le sonó en la cara.

– ¡Enrique! ¿Dónde estabas? ¿Y dónde está mamá?

Cogió al niño en brazos y lo estrechó contra el pecho.

– Cómpramela, yayo -pidió el pequeño, que se puso a besarle afectuosamente.

En aquel momento apareció Mercedes con aspecto de preocupación y empezó a regañar a Enrique, que hizo caso omiso de sus reproches.

– ¿Y por qué no le llevamos esos reyes a la abuelita, para que los ponga en el belén? -el niño se inclinó y señaló tres figurillas policromadas de Melchor, Gaspar y Baltasar.