173201.fb2 Flavia de los extra?os talentos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Ocho

– ¡Caramba! -dijo Mary mientras rebuscaba bajo la mesa y sacaba una papelera metálica redonda-. Casi se me olvida. Como mi padre se entere de que aún no la he vaciado, se hará una hamaca con mi pellejo. Siempre está con lo de los gérmenes, aunque nadie lo diría al verlo. Menos mal que me he acordado antes de que… ¡Madre mía! Mira cuánta porquería…

Torció el gesto y sostuvo la papelera apartada de su cuerpo. Eché un vistazo al interior, cauteloso, porque una nunca sabe qué se va a encontrar cuando mete las narices en la basura del prójimo.

El fondo de la papelera estaba cubierto de trozos y migas de un pastelillo. No había ningún envoltorio, sólo los pedazos que habían arrojado al interior, como si quienquiera que se lo estuviera comiendo se hubiese hartado. Parecían los restos de una tarta. Cuando metí la mano y cogí un pedazo, Mary contuvo una arcada y volvió la cabeza.

– Mira -le dije-, es un trozo de la tapa de masa, ¿ves? Es de color dorado, por el horno, y tiene unas arruguitas en un lado, como si lo hubieran adornado. Estos otros pedazos son del fondo de masa, porque son más finos y están más blancos. No muy hojaldrado. Aun así -añadí-, estoy muerta de hambre. Cuando una no ha comido nada en todo el día, se conforma con cualquier cosa.

Levanté la tarta y abrí la boca, fingiendo que me la iba a zampar.

– ¡Flavia!

Me detuve, con la carga a punto de desmoronarse a medio camino de mi boca abierta.

– ¿Qué?

– Oh, cómo eres -dijo Mary-. Déjalo ya. Lo voy a tirar.

Algo me dijo que no era buena idea. Y algo más me dijo que la desmigajada tarta era una prueba que debía permanecer intacta hasta que la encontraran el inspector Hewitt y los dos sargentos. Reflexioné unos instantes sobre la cuestión.

– ¿Tienes un poco de papel? -le pregunté a Mary.

Mary sacudió la cabeza de un lado a otro. Abrí el armario y, poniéndome de puntillas, tanteé el estante superior con la mano. Tal y como sospechaba, descubrí una hoja de papel de periódico, que hacía las veces de improvisado forro del estante. «¡Dios te bendiga, Tully Stoker!»

Con cuidado de no romperlos, coloqué sobre la hoja del Daily Mail los trozos más grandes de la tarta y doblé el papel hasta convertirlo en un paquetito que me guardé en el bolsillo. Mary siguió mis movimientos con inquietud, pero no pronunció palabra.

– Pruebas de laboratorio -dije en tono misterioso.

Si he de ser sincera, aún no tenía ni la más remota idea de lo que iba a hacer con aquella asquerosidad. Ya lo pensaría más tarde, pues lo que me interesaba en ese momento era demostrarle a Mary quién tenía el control de la situación.

Mientras dejaba la papelera en el suelo, me sobresaltó el leve movimiento que percibí en el fondo. No me cuesta admitir que se me revolvió el estómago. ¿Qué había allí abajo? ¿Gusanos? ¿Una rata? Imposible: algo de ese tamaño no me habría pasado desapercibido.

Eché un cauteloso vistazo al interior y, sí, efectivamente: algo se estaba moviendo en el fondo de la papelera. ¡Una pluma! Y se movía con suavidad, de forma casi imperceptible, hacia un lado y hacia otro, impulsada por las corrientes de aire de la habitación. Se movía igual que una hoja seca en un árbol… igual que el pelo rojo del desconocido muerto se había movido con la brisa de la mañana.

¿De verdad había muerto esa mañana? Tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad desde el desagradable momento en el jardín. «¿Desagradable? ¡Qué mentirosa eres, Flavia!»

Mary me observó aterrada mientras metía de nuevo la mano en la papelera y sacaba la pluma, que tenía un pedazo de masa ensartado en el cálamo.

– ¿Ves esto? -dije, mostrándole la pluma. Mary retrocedió igual que supuestamente hace Drácula cuando se lo amenaza con un crucifijo-. Si la pluma hubiera caído sobre los restos de tarta de la papelera, no se habría quedado clavada. Veinticuatro mirlos -recité, como dice una antigua canción infantil- asados en un pastel. ¿Lo entiendes?

– ¿Tú crees? -preguntó Mary con unos ojos como platos.

– Has dado en el blanco, Sherlock -dije-. El relleno de esta tarta era un pájaro, y creo que sé exactamente qué clase de pájaro.

Le acerqué de nuevo la pluma.

– Es un exquisito plato para obsequiar al rey -dije, prosiguiendo con la canción, y en esta ocasión Mary me sonrió.

Lo mismo haría con el inspector Hewitt, pensé mientras me guardaba los hallazgos en el bolsillo. ¡Sí! Resolvería el caso y después se lo obsequiaría adornado con alegres cintas de colores. «No hace falta que vuelvas a salir», me había dicho el muy bruto en el jardín. ¡Qué cara tan dura! Bueno, pues se iba a enterar.

Algo me decía que la clave era Noruega. Ned no había estado en Noruega y, además, me había jurado que él no había dejado la agachadiza ante el umbral de nuestra puerta. Y yo lo creía, así que Ned estaba descartado…, al menos de momento.

El desconocido había llegado desde Noruega y era él mismo quien lo había dicho. Figuradamente, claro. Ergo (que significa «por tanto»), el desconocido podía haber traído consigo la agachadiza.

En una tarta.

¡Sí! ¡Eso tenía sentido! ¿Qué mejor forma que pasar un pájaro muerto ante las mismísimas narices de un exigente inspector de aduanas del gobierno de su majestad?

Un paso más y tendríamos la victoria asegurada: dado que no podía preguntarle al inspector cómo sabía lo de Noruega, ni tampoco al desconocido (obvio, dado que estaba muerto), ¿quién quedaba, entonces?

Y en ese instante lo vi todo muy claro, lo vi todo a mis pies igual que se ven las cosas desde la cima de una montaña, igual que Harriet debió de…

Igual que un águila ve a su presa.

Me felicité con entusiasmo. Si el desconocido había llegado desde Noruega, había dejado un pájaro muerto frente al umbral de nuestra puerta antes de la hora del desayuno y luego se había presentado en el estudio de papá hacia la medianoche, entonces era lógico pensar que se hospedara no muy lejos de allí. En algún sitio desde el que pudiera llegar a pie hasta Buckshaw. Algún sitio que muy bien podría ser la habitación del Trece Patos en la que yo me hallaba en ese preciso instante.

Estaba completamente segura: el cadáver que había aparecido entre los pepinos era el del señor Sanders. No me cabía ninguna duda.

– ¡Mary!

Era otra vez Tully, que bramaba como un toro. Y, al parecer, en esta ocasión se hallaba justo al otro lado de la puerta.

– ¡Ya voy, papá! -gritó Mary mientras cogía la papelera-. Lárgate de aquí -me susurró-. Espera cinco minutos y luego baja por la escalera de atrás, por el mismo sitio por donde hemos subido.

Desapareció y, un segundo más tarde, la oí diciéndole a Tully en el corredor que estaba limpiando otra vez la papelera porque alguien la había llenado de porquería.

– No querrás que alguien se muera por haber cogido unos gérmenes en el Trece Patos, ¿verdad, papá?

Aprendía rápido.

Mientras esperaba, le eché otro vistazo al baúl de camarote. Pasé los dedos sobre los adhesivos de colores, tratando de imaginar hasta dónde había llegado el baúl en sus viajes y qué había hecho el señor Sanders en cada una de aquellas ciudades: París, Roma, Estocolmo, Amsterdam, Copenhague, Stavanger… La etiqueta de París era roja, blanca y azul, lo mismo que la de Stavanger.

Me pregunté si Stavanger también estaría en Francia. No sonaba muy francés, a menos, claro está, que se pronunciase «stavonyé», como «yeyé». Toqué la etiqueta y se arrugó bajo mis dedos o, mejor dicho, se onduló como el agua que corta la proa de un barco. Repetí la prueba en otros adhesivos, pero todos estaban perfectamente pegados y tan lisos como la etiqueta de un frasco de cianuro.

Regresé a Stavanger. La pegatina parecía algo más abultada que las otras, como si tuviera algo debajo.

La sangre me borboteaba en las venas igual que el agua en un caz de molino. Abrí de nuevo el baúl y cogí la maquinilla de afeitar del cajón. Mientras extraía la hoja, pensé en lo afortunadas que éramos las mujeres -a excepción de alguna que otra persona como la señorita Pickery de la biblioteca- al no tener necesidad de afeitarnos. Ya era bastante duro ser mujer, sólo faltaría que encima tuviéramos que cargar a todas partes con todo ese instrumental.

Sujeté cuidadosamente la hoja con el pulgar y el índice (tras el incidente con el cristal, se me había sermoneado a voz en cuello sobre los peligros de los objetos cortantes), hice un pequeño corte en la parte inferior de la pegatina, procurando cortar exactamente por una línea decorativa, azul y roja, que iba casi de una punta a otra del papel.

Cuando levanté un poco el adhesivo por la incisión con la punta roma de la hoja de afeitar, cayó algo, que se precipitó al suelo con un leve crujido de papel. Era un sobrecito de papel siliconado, muy parecido a los que había visto entre el instrumental del sargento Graves. Dado que era semitransparente, advertí que en su interior había algo, algo cuadrado y opaco. Abrí el sobre y le di un golpecito con el dedo hasta que cayó algo sobre la palma de mi mano. De hecho, fueron dos cosas las que cayeron.

Eran dos sellos de correos: dos sellos de llamativo color naranja, cada uno en el interior de su minúscula funda traslúcida. Aparte del color, eran idénticos al Penny Black que habíamos encontrado ensartado en el pico de la agachadiza chica. Otra vez la imagen de la reina Victoria. ¡Qué decepción!

No dudaba de que mi padre se habría quedado extasiado ante el impecable estado de los dos sellos, fascinado por el grabado, maravillado por el dentado, deslumbrado por la suavidad del adhesivo…, pero para mí los sellos no eran más que esas cosas que se pegan a la carta que una le envía a la antipática tía Felicity de Hampshire para darle las gracias por el bonito álbum con dibujos de la ardilla Neddy.

Aun así, ¿para qué iba a preocuparme de dejarlos de nuevo en su sitio? Si el señor Sanders y el cadáver de nuestro jardín eran, cosa que yo ya sabía, la misma persona, estaba más que claro que esa persona no iba a necesitar ningún sello de correos.

«No -pensé-, me los quedaré.» Tal vez me resultaran útiles algún día para hacer un trueque con papá y salir así de un apuro, pues él era incapaz de pensar en sellos y disciplina al mismo tiempo.

Me metí el sobre en el bolsillo, me pasé la lengua por el dedo índice y humedecí la cara interior de la incisión que había practicado en el adhesivo del baúl. Luego lo alisé con el pulgar hasta cerrarlo. Nadie, ni siquiera el inspector Fabian de Scotland Yard, adivinaría jamás que alguien había rajado la pegatina para abrirla.

Se me acababa el tiempo. Eché un último vistazo a la habitación, me escabullí por el oscuro corredor y, tal y como me había ordenado Mary, me dirigí con sigilo hacia la escalera de atrás.

– ¡Eres más inútil que un toro con medias, Mary! ¿Cómo diantre voy a ocuparme yo de todo si lo único que haces tú es dejar que todo se vaya al garete?

Tully estaba subiendo por la escalera de atrás: una vuelta más, ¡y nos encontraríamos cara a cara!

Me alejé de puntillas en la dirección contraria, a través del serpenteante y tortuoso laberinto de pasillos: dos escalones arriba, tres abajo, y un segundo más tarde me detuve jadeando en lo alto de una escalera en forma de L que descendía hacia la entrada principal. Por lo que se veía, abajo no había nadie, así que descendí de puntillas, bajando los escalones de uno en uno.

Un largo corredor, del que colgaban infinidad de siniestros, grabados de caza, todos manchados de humedad, hacía las veces de vestíbulo en el que los arenques sacrificados durante siglos habían dejado sus ahumadas almas pegadas al papel pintado. Sólo el rectángulo de luz solar que penetraba a través de la puerta abierta disipaba un poco la penumbra.

A mi izquierda descubrí un pequeño mostrador con un teléfono, una guía telefónica, un jarroncito de cristal con pensamientos de color rojo y malva y un libro de contabilidad. ¡El registro!

Era obvio que el Trece Patos no era precisamente un hormiguero de huéspedes: en las páginas abiertas se podían leer los nombres de los viajeros que se habían hospedado allí durante la última semana e incluso antes. Ni siquiera me hizo falta tocar el libro. Allí estaba lo que buscaba:

2 de junio, 10.25 horas. F. X. Sanders, Londres

Ningún otro huésped se había registrado el día anterior, ni tampoco desde entonces.

Pero… ¿Londres? El inspector Hewitt había dicho que el muerto venía de Noruega, y yo sabía que el inspector Hewitt, lo mismo que el rey Jorge VI, no era muy amigo de las frivolidades.

Bueno, en realidad no había dicho exactamente eso: lo que había dicho era que el difunto había llegado recientemente de Noruega, lo que era harina de otro costal.

Antes de que tuviera tiempo de reflexionar acerca de esa cuestión, se oyó un alboroto en el piso de arriba. Era otra vez Tully, el omnipresente. Por su tono, supe que Mary se estaba llevando de nuevo la peor parte.

– No me mires así, jovencita, o te aseguro que tendrás motivos para lamentarlo.

Y en ese momento… ¡Tully empezó a bajar pesadamente por la escalera principal! No tardaría más que unos segundos en descubrirme. Pero justo cuando me disponía a salir disparada hacia la puerta, un abollado taxi negro se detuvo justo delante: en el techo se amontonaban las maletas, y de una de las ventanas sobresalían las patas de madera de un trípode de fotógrafo.

Tully se distrajo unos instantes.

– Aquí está el señor Pemberton -dijo en un teatral susurro-. Llega pronto. Te advertí que pasaría esto, jovencita. Muévete y deja esas sábanas sucias mientras yo voy a buscar a Ned.

¡Era mi oportunidad! Sólo tenía que pasar por delante de los grabados de caza, dirigirme corriendo al vestíbulo de atrás y salir al patio de la posada.

– ¡Ned! ¡Ven a subir el equipaje del señor Pemberton!

Tully estaba justo detrás de mí, siguiéndome hacia la parte de atrás de la posada. Aunque la luz radiante del sol me deslumbró momentáneamente, me di cuenta de que no había ni rastro de Ned, así que supuse que había terminado de descargar el camión y se dedicaba en ese momento a otros quehaceres.

Casi sin pensar en lo que hacía, subí de un salto a la parte de atrás del camión, me tendí en el suelo y me oculté tras una pila de quesos.

Escondida tras las ruedas de queso amontonadas, eché un vistazo y vi a Tully salir al patio de la posada, mirar a su alrededor y secarse la cara roja con el delantal. Iba vestido para servir pintas de cerveza, por lo que deduje que el bar estaba abierto.

– ¡Ned! -rugió.

Dado que Tully tenía el sol de cara, no podía verme en el interior en penumbra del camión, así que lo único que tenía que hacer era seguir tendida en el suelo y guardar silencio.

En eso estaba pensando cuando otras dos voces se sumaron a los rugidos de Tully.

– ¿Qué hay, Tully? -dijo una de las voces-. Gracias por la pinta.

– Hasta la vista, compañero -dijo la otra voz-. Nos vemos el sábado.

– Dile a George que puede jugarse hasta la camisa por Seastar…, pero ¡no le digas qué camisa!

Por supuesto, no era más que una de esas cosas absurdas que sueltan los hombres con el único objetivo de decir siempre la última. De hecho, no tenía la más mínima gracia. Aun así, los tres hombres se echaron a reír, y puede que hasta se dieran unas cuantas palmadas en las piernas para celebrar la ocurrencia. Un instante después, el camión se hundió sobre sus amortiguadores cuando los dos hombres treparon trabajosamente a la cabina. El motor carraspeó antes de arrancar y empezamos a movernos… hacia atrás.

Tully doblaba y desdoblaba los dedos, haciéndole señas al camión que circulaba marcha atrás para indicar que aún había espacio entre la puerta trasera del vehículo y el muro del patio. Me resultaba imposible saltar del vehículo sin caer directamente en brazos del posadero, así que no me iba a quedar más remedio que esperar hasta que cruzáramos el arco de entrada y saliéramos a la carretera.

Lo último que vi fue a Tully regresando hacia la puerta y a Gladys apoyada en el mismo sitio donde la había dejado: una pila de listones de madera.

Cuando el camión viró bruscamente y aceleró, recibí el porrazo de un queso Wensleydale que se cayó de la pila y lo seguí, resbalando, por el suelo de madera del camión. Cuando por fin conseguí incorporarme, la carretera a nuestra espalda no era más que una mancha borrosa de setos verdes y Bishop's Lacey se alejaba más y más en la distancia.

«Ahora sí que la has hecho buena, Flave -me dije-. Tal vez no vuelvas a ver a tu familia nunca más.» Aunque la idea me pareció muy interesante de entrada, en seguida me di cuenta de que echaría de menos a papá…, al menos un poquito. En cuanto a Ophelia y Daphne, pronto me acostumbraría a vivir sin ellas.

Por supuesto, el inspector Hewitt no tardaría mucho en llegar a la conclusión de que yo había cometido el asesinato, de que había huido del escenario del crimen y de que a esas alturas ya estaría viajando de polizón en algún vapor volandero que se dirigiera a la Guayana Británica. Seguro que ya habría alertado a todas las autoridades portuarias para que buscaran a una asesina de once años que llevaba suéter y coletas.

En cuanto sumaran dos y dos, los agentes de policía no tardarían en azuzar a sus perros para que siguieran la pista de una fugitiva que olía igual que una pintoresca tienda de quesos. O sea, que lo único que podía hacer era buscar un lugar en el que darme un baño: un arroyo en algún prado, por ejemplo, en el que pudiera lavar la ropa y ponerla a secar sobre una zarzamora. Por supuesto, interrogarían a Tully, acribillarían a preguntas a Ned y a Mary y descubrirían el método que había utilizado para huir del Trece Patos.

El Trece Patos.

«¿Por qué -me pregunté- los hombres que eligen los nombres de nuestras posadas y pubs demuestran tan poca imaginación?» Por lo que me había contado la señora Mullet, el Trece Patos recibió su nombre en el siglo XVIII: lo bautizó el patrón de entonces, que se limitó a contar otras doce posadas autorizadas de los alrededores en las que aparecía el término «Pato» y añadió uno más.

¿Por qué no ponerles el nombre de algo más práctico, como, por ejemplo, los Trece Átomos de Carbono? Algo que sirviera para ayudar a recordar: el tridecilo tenía trece átomos de carbono y su hidruro era el gas metano. ¡Qué nombre tan útil para un pub!

Pero no, los Trece Patos. Típico de los hombres, eso de ponerles nombre de pájaro a los sitios.

Estaba aún pensando en el tridecilo cuando, junto a la puerta trasera del camión, que estaba abierta, vi pasar una piedra redonda y encalada. Me sonaba de algo y me di cuenta casi al momento de que era el indicador de la salida hacia Doddingsley. Dentro de unos pocos centenares de metros, el conductor se vería obligado a parar -aunque fuera sólo un momento- antes de girar o bien a la derecha hacia St. Elfrieda o bien a la izquierda hacia Nether Lacey.

Me deslicé hacia el borde de la caja abierta justo cuando los frenos empezaron a chirriar y el camión redujo la marcha. Un instante más tarde, cual comando que salta por la trampilla de un bombardero Whitley, me dejé caer desde la cola del camión y aterricé de bruces en el suelo.

Sin mirar en ningún momento hacia atrás, el conductor giró a la izquierda y, mientras el pesado camión se alejaba despacio con su carga de quesos, levantando una nube de polvo, yo inicié el camino de vuelta a casa. Me esperaba una buena caminata a campo traviesa hasta llegar a Buckshaw.