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Encontré a Daffy en la biblioteca, encaramada en lo más alto de una escalera con ruedas.
– ¿Dónde está papá? -le pregunté.
Daffy pasó una página y siguió leyendo como si yo no existiera.
– ¿Daffy?
Mi caldero interno empezó a hervir: era una olla en la que burbujeaba una pócima secreta que en cuestión de instantes podía transformar a Flavia la Invisible en Flavia el Mismísimo Demonio.
Agarré la escalera por uno de los peldaños y le di una buena sacudida primero y un buen empujón después para que empezara a rodar. Una vez iniciado el movimiento, no me resultó difícil mantenerlo. Daffy se agarró a la parte superior como una lapa paralizada mientras yo empujaba el trasto por la larga habitación.
– ¡Para, Flavia! ¡Para!
Cuando empezamos a aproximarnos a la entrada a una velocidad inquietante, frené, rodeé la escalera y luego la empujé con fuerza en la dirección opuesta. A todo esto, Daffy se tambaleaba en la parte superior como el vigía de un barco ballenero en pleno vendaval del Atlántico Norte.
– ¿Dónde está papá? -grité.
– Aún está en el estudio con el inspector. ¡Para! ¡Para ya!
En vista de que mi hermana se estaba poniendo más blanca que el papel decidí parar.
Daffy bajó tambaleándose de la escalera y saltó con cuidado al suelo. Por un segundo, creí que iba a embestirme, pero tardó bastante más de lo normal en recuperar el equilibrio.
– A veces me das miedo -me dijo.
Estuve a punto de contestar que a veces me daba miedo hasta a mí misma, pero entonces recordé que en ocasiones el silencio hace más daño que las palabras, así que me mordí la lengua. Aún se le veía el blanco de los ojos, como si fuera un caballo de tiro desbocado, por lo que decidí sacar partido de la situación.
– ¿Dónde vive la señorita Mountjoy?
Daffy me observó, perpleja.
– La señorita bibliotecaria Mountjoy -añadí.
– No tengo ni idea -respondió Daffy-. No he ido a la biblioteca del pueblo desde que era niña.
Con los ojos aún muy abiertos, Daffy me observó por encima de sus gafas.
– Quiero pedirle consejo sobre lo que hay que hacer para ser bibliotecaria.
Era una mentira perfecta. Daffy suavizó la mirada y casi me observó con respeto.
– No sé dónde vive -contestó-. Pregúntale a la señorita Cool, de la confitería. Ella sabe todo lo que se cuece en Bishop's Lacey.
– Gracias, Daffy -dije, mientras mi hermana se dejaba caer en un mullido sillón de orejas-. Eres un lince.
Una de las principales comodidades de vivir cerca de un pueblo es que, cuando hace falta, se puede llegar en muy poco tiempo. Volé montada en Gladys, pensando que tal vez no sería mala idea llevar un diario de vuelo, como les obligan a hacer a los pilotos de los aeroplanos. Para entonces, Gladys y yo ya teníamos unos cuantos cientos de horas de vuelo, la mayoría de ellas en el trayecto de ida y vuelta a Bishop's Lacey. De vez en cuando, le ataba una cesta de picnic a los faldones negros traseros y nos aventurábamos incluso más lejos.
En una ocasión habíamos viajado toda la mañana para llegar hasta una posada en la que, según se decía, había dormido Richard Mead una noche en 1747. Richard (o Dick, como yo lo llamaba a veces) era el autor de A Mechanical Account of Poisons in Several Essays. Publicado en 1702, era el primer libro en inglés sobre el tema, y yo poseía una primera edición que era la joya de mi biblioteca de química. En la galería de retratos de mi habitación tenía una imagen suya pegada al espejo, junto a las de Henry Cavendish, Robert Bunsen y Carl Wilhelm Scheele, mientras que Daffy y Feely tenían fotos de Charles Dickens y Mario Lanza, respectivamente.
La confitería de Bishop's Lacey se hallaba en High Street, apretujada entre la empresa de pompas fúnebres y la pescadería. Apoyé a Gladys contra la luna del escaparate y giré el pomo.
Maldije entre dientes: la puerta estaba cerrada a cal y canto. ¿Por qué el universo conspiraba en mi contra de aquella manera? Primero el armario, luego la biblioteca y ahora la confitería. Mi vida se estaba convirtiendo en un largo pasillo de puertas cerradas.
Ahuequé las manos, las apoyé en el cristal y contemplé el interior en penumbra. Tal vez la señorita Cool hubiera salido, o tal vez hubiera tenido que atender una urgencia familiar, como el resto de los habitantes de Bishop's Lacey. Cogí el pomo con ambas manos y sacudí la puerta con fuerza, aunque sabía perfectamente que era inútil.
Recordé entonces que la señorita Cool vivía en un par de habitaciones en la parte de atrás de la tienda. A lo mejor se le había olvidado abrir la puerta, me dije. Es lo que les pasa a veces a los ancianos: que se vuelven seniles, y entonces…
Pero… ¿y si había muerto mientras dormía?, pensé. O algo peor… Eché un vistazo a ambos lados de High Street, pero la calle estaba desierta. ¡Un momento! Me había olvidado por completo de Bolt Alley, un túnel húmedo y estrecho de adoquines y ladrillo que daba a los jardines de la parte de atrás de las tiendas. ¡Claro! Me dirigí hacia allí a toda prisa.
Bolt Alley olía a su propio pasado, que según se dice incluía en otros tiempos un famoso tugurio. Me estremecí involuntariamente cuando el sonido de mis propios pasos retumbó en las paredes cubiertas de musgo y en el techo, del que goteaba agua. Intenté no tocar los apestosos ladrillos manchados de verde que tenía a ambos lados, ni respirar el aire rancio. Poco después, llegué al otro lado del pasadizo y salí de nuevo al sol.
El minúsculo jardín de la señorita Cool estaba rodeado por un muro bajo de ladrillos, medio en ruinas. La puerta, de madera, estaba cerrada por dentro.
Salté el muro, fui directamente a la puerta y la golpeé ruidosamente con la palma de la mano. Pegué la oreja a la madera, pero no percibí ningún movimiento en el interior. Salí del camino, pasé sobre la hierba sin cortar, me acerqué a una ventana y pegué la nariz a la parte baja de un cristal tiznado de hollín. Sin embargo, me tapaba la vista la parte de atrás de un tocador.
En un rincón del jardín divisé una caseta de perro bastante deteriorada: era, al parecer, lo único que quedaba de Geordie, el collie de la señorita Cool, que había muerto tras ser atropellado por un coche en High Street.
Tiré del combado armazón hasta que se soltó de la tierra apelmazada, lo arrastré por el jardín y lo coloqué directamente bajo la ventana. A continuación, me subí encima.
Una vez en la parte superior de la caseta sólo tuve que dar otro paso hasta conseguir trepar al alféizar de la ventana, sobre cuya pintura descascarillada mantuve un precario equilibrio con brazos y piernas extendidos, como el hombre de Vitrubio de Leonardo da Vinci: con una mano me sujeté firmemente a un postigo mientras con la otra trataba de limpiar un poco el mugriento cristal para mirar a través de él.
El interior de la pequeña habitación se hallaba en penumbra, pero había la suficiente luz como para distinguir la figura tendida en la cama…, y también para distinguir el rostro pálido que me observaba y su boca abierta en un horrendo óvalo.
– ¡Flavia! -exclamó la señorita Cool, poniéndose en pie de un salto. El cristal de la ventana amortiguó el sonido de sus palabras-. ¿Qué diantre…?
Cogió su dentadura postiza de un vaso y se la colocó a toda prisa en la boca. Después desapareció durante un segundo. En el momento en que saltaba al suelo oí el ruido del cerrojo de la puerta al descorrerse, tras lo cual la puerta se abrió hacia adentro y me mostró a la señorita Cool con aspecto de tejón atrapado. Vestía una bata de andar por casa y se aferraba la garganta con una mano, que abría y cerraba espasmódicamente.
– ¿Qué diantre…? -repitió-. ¿Qué ocurre?
– La puerta de delante está cerrada -dije-, y no he podido entrar.
– Pues claro que está cerrada -contestó-. Los domingos siempre está cerrada. Estaba descansando un rato.
Se frotó los ojillos negros, aún entornados por culpa de la luz. Poco a poco, empecé a darme cuenta de que tenía razón: era domingo. Aunque tenía la sensación de que habían pasado siglos, en realidad había sido aquella misma mañana cuando había ido a St. Tancred con mi familia.
Supongo que adopté una expresión de abatimiento.
– ¿Qué te pasa, querida? -me dijo la señorita Cool-. ¿Es por ese espantoso suceso en Buckshaw?
O sea, que lo sabía.
– Espero que hayas tenido el suficiente sentido común como para mantenerte alejada del escenario…
– Sí, claro que sí, señorita Cool -dije con una sonrisa de arrepentimiento-. Pero es que me han pedido que no hable del tema, supongo que lo entiende.
Era una mentira, y de las buenas.
– Eres una niña muy obediente -dijo, levantando la mirada y dirigiéndola hacia las cortinas cerradas de las ventanas de una hilera colindante de casas, todas las cuales daban directamente a su patio-. Éste no es un buen sitio para hablar. Será mejor que entres.
Me condujo a través de un estrecho pasillo, en uno de cuyos extremos se hallaba la minúscula habitación de la señorita Cool y, en el otro, una pequeñísima salita. Y, de repente, me encontré en la tienda, tras el mostrador que hacía las veces de oficina de correos del pueblo. Además de ser la única repostera de Bishop's Lacey, la señorita Cool era también la jefa de la oficina de correos, lo que significaba que sabía todo lo que valía la pena saber. Excepto química, claro.
Me observó atentamente mientras yo echaba un vistazo a mi alrededor y contemplaba con interés las hileras de estantes, en los cuales se alineaban tarros de cristal llenos de palitos de marrubio, caramelos de menta y fideos de colores para repostería.
– Lo siento, pero no puedo trabajar en domingo porque acabaría en los tribunales. Es la ley, ya lo sabes.
Sacudí la cabeza con aire triste.
– Lo siento -dije-, no me acordaba de que era domingo. No pretendía asustarla.
– Bueno, tampoco ha sido para tanto -repuso la mujer, recuperando de repente su carácter parlanchín y revoloteando por toda la tienda, toqueteando inútilmente esto o lo otro-. Dile a tu padre que pronto se editará otro juego de sellos, pero que no vale la pena hacerse muchas ilusiones, al menos en mi opinión. La misma efigie del rey Jorge, bendito sea, pero con distintos colores.
– Muchas gracias, señorita Cool -le dije-. Puede estar usted segura de que se lo diré.
– En mi opinión, la gente de la central de correos de Londres podría inventarse algo mejor -prosiguió-, pero por lo que he oído, se están reservando todas las ideas para el año que viene, cuando se celebre el Festival de Gran Bretaña.
– Quería preguntarle si podría usted decirme dónde vive la señorita Mountjoy -le solté a bocajarro.
– ¿Tilda Mountjoy? -dijo, entornando los ojos-. ¿Y qué quieres de ella, si puede saberse?
– Me ha ayudado mucho en la biblioteca y se me ha ocurrido que podría llevarle unos caramelos para darle las gracias.
Le ofrecí a la señorita Cool una edulcorada sonrisa que encajaba muy bien con la emoción descrita. Aquélla sí que era una mentira descarada: la verdad es que ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello hasta ese momento, cuando vi que podía matar dos pájaros de un tiro.
– Ah, sí -dijo la señorita Cool-. La pobre Margaret Pickery ha tenido que marcharse a Nether-Wolsey para ayudar a su hermana: la Singer, la aguja, el dedo, los gemelos, el marido díscolo, la bebida, las facturas… A Tilda Mountjoy le ha llegado una inesperada y gratificante oportunidad de ser útil a los demás… Caramelos ácidos -dijo de repente-. Sea domingo o no, los caramelos ácidos son siempre la mejor elección.
– Pues deme seis peniques de caramelos -dije- y un chelín de palitos de marrubio -añadí.
El marrubio era mi vicio secreto.
La señorita Cool se dirigió de puntillas a la parte delantera de la tienda y bajó las persianas.
– Que esto quede entre tú y yo -dijo en tono de complicidad.
Metió los caramelos ácidos en una bolsa morada de papel, de un color tan fúnebre que casi parecía pedir a gritos que la llenaran con una o dos cucharadas de arsénico o nuez vómica.
– Un chelín y seis peniques -dijo mientras envolvía en papel los palitos de marrubio.
Le di dos chelines y, mientras ella rebuscaba en los bolsillos, dije:
– Está bien así, señorita Cool, quédese el cambio.
– Eres muy amable -respondió ella con una mirada radiante mientras introducía otro palito de marrubio en el envoltorio-. Si yo tuviera hijos, ya me gustaría que fueran la mitad de considerados y generosos que tú.
Le dediqué una media sonrisa y me guardé el resto para mí mientras la mujer me indicaba cómo llegar a casa de la señorita Mountjoy.
– Villa Sauce -me dijo-. No tiene pérdida: es la casa naranja.
Villa Sauce era, tal y como había dicho la señorita Cool, de color naranja, del mismo tono que el sombrerillo rojo escarlata de una seta cabeza de muerte cuando empieza a pasarse. La casa estaba oculta en sombras, bajo las amplias faldas verdes de un gigantesco sauce llorón cuyas ramas sacudía la brisa de forma inquietante, obligándolas casi a barrer el suelo cual ejército de brujescas escobas. El movimiento me recordó una pieza del siglo XVIII que Feely a veces tocaba y cantaba -debo admitir que con muy dulce voz- cuando estaba pensando en Ned:
The willow-tree will twist, and the willow-tree will wine,
O I wish I was in the dear youth's arms that once had the heart of mine. <strong>[5]</strong>
La canción se llamaba The Seeds of Love, aunque el amor no era lo primero que me venía a la mente cuando veía un sauce, sino más bien lo contrario: siempre me recordaban a Ofelia (la de Shakespeare, no la mía), que se había ahogado muy cerca de uno de esos árboles.
A excepción de una pequeña franja de césped, no más grande que un pañuelo, el sauce llorón llenaba todo el jardín vallado de la señorita Mountjoy. Incluso en el umbral de la puerta se percibía la humedad que impregnaba todo el lugar: los lánguidos brazos del árbol formaban una especie de campana de cristal verde a través de la cual penetraba muy poca luz, cosa que producía la extraña sensación de hallarse bajo el agua. El musgo de color verde intenso convertía el escalón de la puerta en una especie de esponja de piedra, mientras que diversas manchas de humedad extendían sus dedos negros y tristes por la pintura naranja de la fachada.
En la puerta había una aldaba de latón oxidado que representaba el rostro burlón del Duende de Lincoln. La levanté y llamé suavemente a la puerta dos veces. Mientras esperaba, miré distraída hacia arriba, por si descubría a alguien observándome a escondidas entre las cortinas. Pero no: las polvorientas cortinas de encaje ni siquiera se movían, como si en el interior de aquella casa no hubiera ni gota de aire.
A mi izquierda partía un sendero de adoquines viejos y gastados que desaparecía por uno de los lados de la casa. Esperé uno o dos minutos frente a la puerta y luego seguí el sendero.
La puerta trasera estaba prácticamente sepultada tras los largos zarcillos de las hojas del sauce, que al moverse emitían un susurro de ligera impaciencia, como el telón verde chillón de un teatro a punto de levantarse.
Ahuequé las manos y las apoyé en una de las minúsculas ventanas. Si me ponía de puntillas…
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Giré en redondo.
La señorita Mountjoy se hallaba fuera del círculo de ramas de sauce, contemplándome. El follaje sólo me permitía ver franjas verticales de su rostro, pero lo que vi me puso los pelos de punta.
– Soy yo, señorita Mountjoy… Flavia -dije-. Quería darle las gracias por haberme ayudado en la biblioteca.
Las ramas del sauce susurraron cuando la señorita Mountjoy se introdujo bajo el manto de vegetación con unas tijeras de podar en la mano. No dijo nada, pero sus ojos, que en aquel rostro arrugado parecían dos pasas iracundas, no me perdieron de vista ni un solo instante.
Retrocedí cuando la mujer se plantó en el sendero y me impidió la huida.
– Sé muy bien quién eres -dijo-. Eres Flavia Sabina Dolores de Luce…, la hija pequeña de Jacko.
– ¿Sabe que es mi padre? -exclamé.
– Pues claro que lo sé, jovencita. A mi edad se saben muchas cosas.
Por algún motivo, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, la verdad salió disparada como si fuera el tapón de corcho de una botella.
– Lo de «Dolores» era mentira -dije-. A veces me invento cosas.
La señorita Mountjoy dio un paso hacia mí.
– ¿Por qué has venido? -me preguntó, en un tono que era más bien un susurro ronco.
Me metí de inmediato una mano en el bolsillo en busca de la bolsa de caramelos.
– Le he traído unos caramelos ácidos -dije- para pedirle disculpas por haber sido tan maleducada. Por favor, acéptelos.
Emitió una especie de silbido estridente y supuse que debía considerarlo una carcajada.
– Seguro que ha sido una recomendación de la señorita Cool, ¿verdad?
Igual que el tonto del pueblo en una pantomima, asentí una media docena de veces.
– Me apenó mucho saber cómo había muerto su tío…, el señor Twining -dije. Y era cierto-. Me apenó de verdad. No es justo.
– ¿Justo? Desde luego que no fue justo -respondió ella-. Y, sin embargo, tampoco fue injusto. Ni siquiera fue perverso. ¿Sabes lo que fue?
Por supuesto que lo sabía. Ya lo había oído antes, pero no estaba allí para discutirlo con ella.
– No -susurré.
– Fue un asesinato -dijo ella-. Un asesinato, lisa y llanamente.
– ¿Y quién lo asesinó? -le pregunté.
A veces, hasta a mí me sorprendía el descaro de mi propia lengua. Una mirada bastante vaga cruzó por el rostro de la señorita Mountjoy como una nube que cruza ante la luna: fue como si hubiera dedicado media vida a ensayar el papel y, de repente, cuando se hallaba en el escenario bajo los focos, hubiera olvidado lo que tenía que decir.
– Aquellos muchachos… -empezó al fin-. Aquellos muchachos odiosos y detestables. Jamás los olvidaré, jamás olvidaré sus mejillas sonrosadas y su inocencia infantil.
– Uno de aquellos muchachos era mi padre -dije muy despacio.
En ese momento, su mirada estaba perdida en el pasado. Lentamente, volvió los ojos hacia el presente y los fijó en mí.
– Sí -dijo-. Laurence de Luce. Jacko. A tu padre lo llamaban Jacko. Un apodo de la infancia, pero incluso el juez de instrucción lo llamó así: Jacko. Lo pronunció con una voz tan dulce durante la investigación, casi como si lo acariciara… como si aquel nombre tuviera subyugado a todo el tribunal.
– ¿Mi padre prestó declaración durante la investigación?
– Pues claro que testificó…, lo mismo que los otros chicos. Era lo que se hacía en aquella época. Lo negó todo, claro, negó cualquier responsabilidad en el asunto. Un valioso sello había desaparecido de la colección del director y lo único que dijo fue: «¡Oh, no, señor, yo no he sido, señor!» Como si al sello le hubieran salido de repente unos asquerosos dedos y se hubiera robado a sí mismo.
Estaba a punto de decirle «Mi padre no es ningún ladrón, ni tampoco un mentiroso», cuando de repente intuí que nada de lo que yo dijera podría cambiar sus arraigadas convicciones.
– ¿Por qué se ha marchado de la iglesia esta mañana? -le pregunté.
La señorita Mountjoy retrocedió como si acabara de arrojarle un vaso de agua fría en plena cara.
– Tú no tienes pelos en la lengua, ¿verdad?
– No -respondí-. Tenía algo que ver con lo que dijo el vicario acerca de rezar por el desconocido que hay entre nosotros, ¿verdad? El hombre cuyo cadáver encontré en el jardín de Buckshaw.
La señorita Mountjoy bisbiseó entre dientes, como una tetera.
– ¿Tú encontraste el cadáver? ¿Tú?
– Sí -respondí.
– Entonces, dime una cosa… ¿Era pelirrojo?
Cerró los ojos y los mantuvo cerrados mientras aguardaba mi respuesta.
– Sí -respondí-. Era pelirrojo.
– Demos gracias al Señor por lo que nos concede -susurró, antes de volver a abrir los ojos.
Me pareció que su respuesta no sólo era extraña, sino también muy poco cristiana.
– No lo entiendo -repuse. Y era cierto.
– Lo reconocí de inmediato -dijo la señorita Mountjoy-. A pesar de los años transcurridos supe quién era en cuanto vi aquella mata de pelo rojo saliendo del Trece Patos. Y por si con eso no bastara, sus aires arrogantes, su soberbio engreimiento, sus glaciales ojos azules…, cualquiera de esas cosas me habría bastado para saber que Horace Bonepenny había vuelto a Bishop's Lacey.
Tuve la sensación de que nos estábamos adentrando en unas aguas mucho más profundas de lo que yo creía.
– Tal vez ahora entiendas por qué no podía rezar por el eterno reposo de la pérfida alma de aquel muchacho…, de aquel hombre. -Me arrebató la bolsa de caramelos ácidos, se metió uno en la boca y se guardó el resto-. Al contrario -prosiguió-, rezo para que en este mismo instante se esté achicharrando en el infierno.
Y, tras esas palabras, entró en su húmeda Villa Sauce y cerró de un portazo.
¿Quién diantre era Horace Bonepenny? ¿Y por qué había regresado a Bishop's Lacey?
Sólo se me ocurría una persona que pudiera aclarármelo.
Mientras pedaleaba por la avenida de castaños en dirección a Buckshaw me fijé en que el Vauxhall azul ya no estaba frente a la puerta, lo que significaba que el inspector Hewitt y sus hombres ya se habían marchado.
Estaba empujando a Gladys hacia la parte de atrás de la casa cuando oí un golpeteo metálico procedente del invernadero. Me acerqué a la puerta y eché un vistazo al interior: era Dogger.
Estaba sentado sobre un cubo puesto boca abajo, golpeándolo con una paleta. Clang…, clang…, clang…, clang… Igual que cuando la campana de St. Tancred anunciaba el funeral de algún vejestorio de Bishop's Lacey, el sonido se prolongaba interminablemente, como si estuviera tañendo las campanadas de toda una vida: clang…, clang…, clang…, clang…
Dogger estaba de espaldas a la puerta y era obvio que no me había visto. Me alejé sigilosamente hacia la puerta de la cocina, donde armé un buen alboroto al dejar caer a Gladys, que se estrelló con un fuerte golpe metálico contra el escalón de piedra.
– Lo siento, Gladys -susurré. A continuación exclamé en voz lo bastante alta para que se me oyera desde el invernadero-: ¡Diantre! -Fingí entonces que acababa de ver a Dogger a través del cristal-. Ah, hola, Dogger -canturreé-. Precisamente lo estaba buscando.
No se volvió de inmediato, así que fingí que estaba rascando un poco de barro de la suela de mi zapato hasta que Dogger se recobró del susto.
– Señorita Flavia -dijo muy despacio-. Todo el mundo la estaba buscando.
– Bueno, pues aquí estoy.
Era mejor llevar el peso de la conversación hasta que Dogger se repusiera.
– He estado hablando en el pueblo con alguien que me ha hablado de una persona de la que tal vez usted pueda contarme algo.
Dogger me ofreció un amago de sonrisa.
– Ya sé que no me estoy explicando muy bien, pero…
– Sé a qué se refiere -dijo.
– Horace Bonepenny -le solté a bocajarro-. ¿Quién es Horace Bonepenny?
Al oír mis palabras, Dogger empezó a temblar como una rana durante un experimento consistente en conectarle una corriente galvánica a la espina dorsal. Se humedeció los labios y se secó frenéticamente la boca con un pañuelo de bolsillo. Me di cuenta de que la mirada se le estaba volviendo borrosa y que titilaba tanto como las estrellas justo antes del amanecer. Al mismo tiempo, parecía estar realizando un gran esfuerzo por mantener el control, aunque sin demasiado éxito.
– No se preocupe, Dogger -le dije-. No importa. Olvídelo.
Intentó ponerse en pie, pero fue incapaz de levantarse del cubo puesto del revés.
– Señorita Flavia -dijo-, hay preguntas que deben hacerse y hay preguntas que no deben hacerse.
Allí estaba otra vez: como si se tratara de una ley, esas palabras brotaron con naturalidad de los labios de Dogger, pero también con un aire de irrevocabilidad, como si fuera el mismísimo Isaías quien las había pronunciado. Sin embargo, esos pocos vocablos parecieron dejarlo agotado, así que Dogger suspiró y se cubrió la cara con las manos. En ese momento sentí la imperiosa necesidad de echarle los brazos al cuello y abrazarlo, pero sabía que Dogger no estaba preparado, por lo que me limité a ponerle una mano en el hombro. Al hacerlo, me di cuenta de que ese simple gesto me resultaba mucho más reconfortante a mí que a él.
– Voy a buscar a papá -dije-. Lo ayudaremos a ir hasta su habitación.
Dogger volvió muy despacio el rostro hacia mí y vi en él la máscara blanca de una tragedia. Cuando habló, sus palabras sonaron como si alguien estuviera frotando una piedra contra otra:
– Se lo han llevado, señorita Flavia. La policía se lo ha llevado.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> «Las ramas del sauce se enredan y se trenzan. / Ah, ojalá pudiera estar entre los tiernos brazos del joven que una vez me robó el corazón.» (The Seeds of Love [Las semillas del amor]). (N. de la t.)