173106.fb2 Falsa inocencia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Capítulo 9

Hester durmió hasta bien entrada la mañana y le molestó menos que de costumbre que Monk ya se hubiera marchado. Le había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. No vio a Scuff en ninguna parte, y supuso que se había ido con Monk.

Sin embargo, estaba desayunando té con tostadas cuando Scuff apareció en el umbral. Parecía preocupado. Ya se había vestido y era obvio que había salido y regresado. Llevaba un periódico en la mano y saltaba a la vista que no sabía si ofrecérselo a Hester, que, sabiendo que Scuff no sabía leer, no quiso avergonzarlo aludiendo a ello.

– Buenos días -dijo Hester con naturalidad-. ¿Quieres desayunar?

– Ya he comido un poco -contestó Scuff, adentrándose un par de pasos en la cocina.

– Eso no impide que puedas comer algo más, si te apetece -le ofreció Hester-. Sólo es pan con mermelada, pero la mermelada es muy buena. Y té, por supuesto.

– Oh -dijo Scuff, siguiendo con la mirada la tostada que ella sostenía con la mano-. Bueno, no diré que no.

– Pues entonces ven a sentarte; te haré la tostada en un santiamén.

Hester terminó de comer su tostada con mermelada de frambuesa teniéndola con una mano mientras con la otra sostenía el tenedor para tostar otra rebanada de pan.

Se sentaron a la mesa frente a frente y comieron en silencio durante un rato. Scuff tomó mermelada de albaricoque; dos veces.

– ¿Puedo echar un vistazo a tu periódico, por favor? -preguntó Hester al cabo.

– Claro. -Lo empujó hacia ella-. Lo he traído para usted. No le va a gustar. -Parecía preocupado-. He oído a unos hombres que hablaban con el vendedor, por eso lo he traído. Dicen cosas malas.

Hester alcanzó el periódico y miró los titulares, luego lo abrió y leyó unas páginas interiores. Scuff estaba en lo cierto, no le gustó en absoluto. Las insinuaciones eran veladas, pero no distaban mucho de las cosas que Phillips le había referido la noche anterior en el muelle. Se cuestionaba a la Policía Fluvial. La tasa de éxitos que el cuerpo sostenía tener se consideraba poco fiable: ¿eran ciertas las cifras? ¿Corno habían llegado a reclutar a un hombre tan obsesionado por una venganza personal como Durban? Y al parecer no una vez, sino dos. ¿Acaso era mejor su sustituto, el señor Monk? ¿Qué se sabía acerca de él? En realidad, ¿qué se sabía de cualquiera de ellos, incluido Durban?

La nación se encontraba en una situación peligrosa cuando un cuerpo como la Policía Fluvial tenía mucho poder y nadie supervisaba el modo en que se usaba o se abusaba de él. Si los miembros del Parlamento que representaban a las circunscripciones del río estuvieran cumpliendo con sus obligaciones, se formularían preguntas cuando el Parlamento volviera a reunirse.

Levantó la vista hacia Scuff. Él la estaba observando, tratando de hacerse una idea de lo que decía el diario fijándose en su expresión.

– Pues sí, dicen cosas malas -le dijo Hester-. Pero por ahora sólo son conjeturas. Tenemos que averiguar si son verdad o no, porque no podremos hacer nada al respecto hasta que lo sepamos.

– ¿Qué nos pasará si es verdad? -preguntó Scuff.

Hester percibió el temor que vibraba en su voz y reparó en que se había incluido en su destino. Se preguntó si lo había hecho adrede o no. Pondría mucho cuidado en responder en el mismo tono, con igual desenfado.

– Tendremos que enfrentarnos a ello -contestó-. Si podemos, demostraremos que no somos así, pero si no nos dan la oportunidad de hacerlo, tendremos que buscar trabajos nuevos. Todo irá bien, no te preocupes. Hay muchas cosas que podemos hacer. Yo podría volver a ejercer de enfermera. Solía ganarme la vida por mi cuenta, antes de casarme con el señor Monk, ¿sabes?

– ¿En serio? ¿Cuidando enfermos? ¿Pagan por eso?

Scuff abría los ojos como platos, y su tostada se quedó a medio camino de la boca.

– Por supuesto -le aseguró Hester-. Siempre y cuando lo hagas bien, y yo era muy buena. Trabajé en el ejército, atendiendo a soldados heridos en combate.

– ¿Cuando volvían a casa? -preguntó Scuff.

– ¡Qué va! Iba al campo de batalla y los atendía allí mismo, donde habían caído.

Scuff se sonrojó y luego sonrió, convencido de que Hester le estaba gastando una broma aunque no la comprendiera.

A ella se le ocurrió tomarle el pelo, pero decidió que estaba demasiado asustado. Scuff acababa de encontrar cierto grado de seguridad, quizá por primera vez en su vida, personas a quienes no sólo podía amar sino también confiar en ellas, y todo eso se le estaba escapando de las manos.

– Lo del campo de batalla va en serio. Allí es donde los soldados necesitan más a los médicos y enfermeras. Fui a Crimea con el ejército. Igual que otras tantas señoritas. La batalla se libraba bastante cerca de donde estábamos. La gente solía subir a los cerros que dominaban el valle para observar el combate. No era peligroso, de serlo no lo habrían hecho, por supuesto. Y las enfermeras a veces también subíamos, y luego íbamos al campo de batalla en busca de los que seguían vivos y precisaban asistencia médica.

– ¿No era horrible? -preguntó Scuff en un susurro, todavía sin hacer el menor caso a la tostada.

– Sí que lo era. Tan horrible que nunca quiero recordarlo.

Pero mirar hacia otro lado no resuelve nada, ¿verdad? -dijo Hester.

– ¿Qué podía hacer usted por los soldados que tenían heridas muy graves? -preguntó Scuff-. ¿No necesitaban médicos?

– No había suficientes médicos para atender a todo el mundo a la vez -le dijo Hester, recordando a su pesar los gritos de dolor de los hombres, el caos de los heridos y los agonizantes, y también el olor de la sangre. Entonces no se había sentido abrumada, estaba demasiado atareada en cuestiones prácticas, intentando cerrar heridas, amputar un miembro destrozado o salvar a un hombre de morir por un shock-. Aprendí a hacer algunas cosas por mi cuenta, pues las cosas estaban tan mal que yo no podía empeorarlas. Cuando la situación es desesperada intentas hacer lo que sea aunque no sepas ni por dónde empezar. Puedes prestar mucha ayuda con un cuchillo, una sierra, una botella de brandy, hilo y aguja, y por supuesto con tanta agua y vendas como seas capaz de llevar contigo.

– ¿Para qué sirve la sierra? -preguntó Scuff en voz baja.

Hester vaciló, pero enseguida decidió que cualquier mentira sería peor que la verdad.

– Para serrar huesos aplastados de manera que pueda realizarse un corte limpio y así poder coser la herida -le explicó-. Y a veces tienes que amputar un brazo o una pierna, si se ha gangrenado, que es como si se pudriera la carne. Si no lo hicieras, la gangrena se extendería por todo el cuerpo y el soldado moriría.

Scuff la miraba fijamente. Tenía la sensación de que la estuviera viendo por primera vez, con todas las luces encendidas. Hasta entonces había sido casi como si estuvieran en penumbra. Hester no era tan guapa como otras mujeres que había conocido, desde luego no tan elegante como algunas damas, de hecho la ropa que llevaba era de lo más corriente. La había visto llevar ropa igual de buena a las mujeres que los domingos bajaban a pasear por los muelles. Pero había algo distinto en su rostro, sobre todo en los ojos, y más cuando sonreía, como si fuese capaz de ver cosas que a los demás ni se les ocurría.

Siempre había pensado que las mujeres eran buenas, y sin duda útiles en la casa, las mejores. Pero a la mayoría había que decirles lo que tenían que hacer, y eran débiles, y se asustaban cuando había que pelear. Cuidar de las cosas importantes era tarea de hombres. Proteger, luchar, ver que nadie se pasara de la raya eran cosas que debía hacer un hombre. Y los asuntos de inteligencia siempre eran cosa de hombres. Eso sí que nadie lo pondría en duda.

Hester le sonreía, pero se le saltaban las lágrimas y pestañeó para contenerlas mientras hablaba de los jóvenes soldados que murieron, de aquellos a los que no había podido ayudar. Scuff sabía qué se sentía en esos casos, un dolor tan grande en la garganta que no podías tragar, la manera en que respirabas a bocanadas, pero nada de eso te hacía sentir mejor ni te libraba de la opresión en el pecho.

Pero Hester no lloró. Scuff pidió al cielo que el señor Monk cuidara de ella como era debido. Estaba un poco delgada. Normalmente, las verdaderas damas eran un poco más… mullidas. Era preciso que alguien cuidara de ella.

– ¿Le apetece otra tostada? -preguntó Scuff.

– ¿Te apetece a ti? -repuso Hester malinterpretándolo. No la pedía para él.

– ¿Se la comerá? -insistió Scuff cambiando de táctica-. Yo la preparo. Sé cómo se prepara una tostada.

– Gracias -aceptó Hester-. Te lo agradezco. ¿Y si pongo más agua a hervir?

Hizo ademán de ir a levantarse pero Scuff se lo impidió, situándose a su lado para interrumpirle el paso, de modo que tuvo que sentarse otra vez.

– ¡Ya lo hago yo! Lo único que hay que hacer es poner la tetera encima del fogón.

– Gracias -dijo Hester de nuevo, un tanto perpleja pero dispuesta a seguirle la corriente.

Con mucho esmero, Scuff cortó otras dos rebanadas de pan, un poco gruesas, una pizca torcidas, pero bastante bien cortadas. Las puso en el tenedor de tostar y las arrimó a la puerta abierta de la hornilla. Aquello no iba a resultar fácil, pero podría cuidar de ella. Había que hacerlo, y ése era su nuevo trabajo. De ahora en adelante, se encargaría de ella.

La tostada comenzó a humear. Le dio la vuelta justo antes de que se quemara. Más le valía concentrarse.

* * *

En su fuero interno Hester había debatido si llevarse a Scuff con ella cuando saliera de nuevo a indagar sobre la historia de Durban, para esclarecer si había algo de verdad en las acusaciones vertidas contra él. La cuestión se encargó de resolverla el propio Scuff. Simplemente, la acompañó.

– No estoy segura… -comenzó Hester.

Scuff le sonrió, sin dejar de darse aquellos extraños aires de importancia.

– Me necesita -dijo sin más, y echó a caminar a su lado como si eso zanjara el asunto.

Hester tomó aire para protestar pero se encontró con que no sabía cómo decirle que en realidad no lo necesitaba. El silencio fue creciendo hasta volverse insoportable y, como quien calla otorga, dio a entender que admitía lo contrario.

* * *

Después resultó que Scuff la ayudó a localizar a la mayoría de las personas con las que tenía intención de hablar. Dieron una larga caminata de una atestada callejuela a la siguiente, discutiendo, preguntando, suplicando información para luego discernir las mentiras y errores de los datos fehacientes. A Scuff se le daba mejor que a ella. Tenía un agudo instinto para detectar evasivas y manipulaciones. También estaba más dispuesto que ella a amenazar o a poner a alguien en evidencia.

– ¡No deje que se larguen sin soltar prenda! -le dijo con apremio tras hablar con un hombre de mucha labia y bigote ralo-. Ese tío es un… -Se mordió la lengua para no decir la palabra que tenía en mente-. Apuesto a que fue el señor Durban quien lo sacó del fango, pero es demasiado… roñoso para reconocerlo. Eso es lo que es.

Se plantó en medio de la estrecha acera y la miró muy serio. Un vendedor ambulante pasó junto a ellos empujando su carro, y de un vistazo tuvo claro que Hester no iba a comprarle nada.

– No debería créese a cualquier idiota que hable con usted -prosiguió Scuff-. Bueno, ya sé que no lo hace -admitió generoso-. Ya le diré yo si lo que le cuentan es verdad o no. Más vale que vayamos en busca de ese Willie the Dip, si es que existe.

Se cruzaron con dos lavanderas que llevaban sendas sábanas llenas de ropa sucia; los bultos rebotaban contra sus anchas caderas.

– ¿Crees que no existe? -preguntó Hester.

Scuff la miró escéptico.

– Dip significa que es carterista. ¿Quién no lo es, por aquí? Me parece que nos la han dado con queso.

Y así resultó ser. Pero al final del día todo un elenco de personajes de lo más variopinto les había referido muchas historias sobre Durban en distintos lugares del puerto. Scuff y Hester habían sido discretos, y ella creía, no sin cierto orgullo, que además habían demostrado suficiente inventiva para no desvelar el motivo de su interés.

Ya había anochecido y no quedaba rastro de luz ni en la superficie lisa del agua cuando finalmente subieron la escalinata de Elephant, cercana a Princes Street. La marea corría con ímpetu y golpeaba la piedra, y el intenso olor del río resultaba casi placentero después del aire viciado de los callejones por los que habían deambulado todo el día, y de los asfixiantes hedores de los muelles donde los hombres descargaban toda suerte de mercancías: acres, empalagosos, algunos tan dulces que llegaban a ser rancios. El sosegado movimiento del agua constituía un alivio después de los gritos, del chacoloteo de las bestias de tiro, del estrépito de las cadenas y los cabrestantes y de los golpes sordos de pesadas cargas.

Estaban cansados y sedientos. Scuff se guardó de decir que le dolían los pies, aunque seguramente lo sentía como parte integrante de la vida. A Hester el dolor le subía hasta las rodillas e incluso más arriba, pero ante el estoicismo de Scuff tuvo la impresión de que sería autocompasivo manifestarlo.

– Gracias -dijo Hester cuando comenzaron a subir en dirección a Paradise Place-. Tenías razón, realmente te necesito.

– No hay de qué -contestó Scuff, quitándole importancia, encogiendo un poco un hombro, gesto que Hester vio ya que en ese momento pasaban junto a una farola.

Scuff respiró profundamente.

– No era un mal hombre -dijo, y le lanzó una mirada de reojo.

– Ya lo sé, Scuff -respondió Hester.

– ¿Importa que dijera unas cuantas mentiras sobre quién era o dónde se había criado?

– No lo sé. Supongo que depende de cuál sea la verdad.

– ¿Piensa que será mala, entonces?

Llegaron al final de Elephant Lane y giraron a la derecha para enfilar Church Street. Era noche cerrada y las farolas parecían lunas amarillas que se reflejaran una y otra vez hasta el fondo de la calle. Del río subía una ligera bruma en retazos que asemejaban pañuelos de seda.

– Me parece que es posible pues, de lo contrario, ¿por qué iba mentir al respecto? -preguntó Hester-. Normalmente no se miente sobre las cosas buenas.-Scuff no contestó-. ¿Scuff?

– Sí, señorita.

– ¡No puedes seguir llamándome «señorita»! ¿Te gustaría llamarme Hester?

Scuff se detuvo e intentó verle la cara.

– ¿Hester? -dijo despacio, aspirando correctamente la hache-. ¿No cree que el señor Monk me dirá que soy un caradura?

– Ya le diré que ha sido idea mía.

– Hester-dijo Scuff otra vez, tentativamente. Luego sonrió.

* * *

Hester se quedó despierta y estuvo meditando sobre qué pasos dar a continuación.

Durban había intentado mucho tiempo, durante más de un año, dar con el paradero de Mary Webber. Era un policía experimentado, con toda una vida dedicada a descubrir, interrogar, localizar, y aun así parecía haber fracasado. ¿Cómo iba a tener éxito ella? A su juicio, no tenía ninguna ventaja sobre Durban.

A su lado, Monk dormía, o eso creía Hester. Permanecía muy quieta porque no quería molestarlo y, sobre todo, no quería que supiera que estaba cavilando. Primero debía tener todas las respuestas para sopesarlas y, si era preciso, amortiguar el golpe antes de contárselas. Si la verdad era muy mala, Monk sufriría en silencio. Procuraría ocultar su dolor, como si mostrarse humano fuese una debilidad, y, por consiguiente, eso no haría más que agravarlo. La soledad duplicaba el dolor de casi todas las heridas.

Durban sin duda había investigado a todas las familias de la zona que se apellidaran Webber y las habría visitado. Incluso habría seguido el rastro de quienes se hubiesen mudado, cuando hubiese sido posible. Si no había localizado a Mary Webber así, Hester tampoco lo conseguiría.

Justo cuando se estaba dejando vencer por el sueño, tuvo una idea. ¿Había retrocedido en el tiempo, Durban? ¿Había investigado desde dónde habían llegado a los barrios portuarios los Webber?

Por la mañana la idea no le pareció ni la mitad de buena, pero no se le ocurrió ninguna mejor. De modo que lo intentaría, al menos hasta que encontrara otra vía de investigación. Mejor sería eso que nada.

No resultó especialmente difícil localizar a las familias de la zona que se apellidaran Webber y que tuvieran a una Mary de más o menos su edad. Tan sólo fue tedioso revisar los archivos parroquiales, hacer preguntas y caminar de un lado a otro. La gente se mostraba dispuesta a colaborar porque Hester adornó un poco la verdad. En realidad buscaba a una persona en nombre de un amigo que había fallecido en trágicas circunstancias antes de dar con ella, pero no sabía si Mary Webber era una amiga, una testigo o una fugitiva. De no haber sido por el bien de Monk, tal vez se hubiese dado por vencida.

En el segundo intento encontró la que al parecer era la familia correcta, sólo para descubrir que Mary había sido dada en adopción por el hospicio del distrito. Su madre había muerto al dar a luz a su hermano, y la familia adoptiva no estaba en condiciones de hacerse cargo de un bebé, pues la esposa era minusválida. En la zona sólo había un establecimiento hospitalario de esa clase, y en menos de media hora de ómnibus Hester se encontró ante sus puertas. Tuvo que aguardar otra media hora, con Scuff obstinadamente a su lado, antes de que la hicieran pasar al despacho de Donna Myers, la dinámica, eficiente y más bien acartonada enfermera jefe que dirigía el día a día del hospital.

– Bien, ¿qué se les ofrece? -preguntó con simpatía, mirando a Hester de arriba abajo para luego dar un repaso a Scuff, tratando de formarse una opinión sobre ambos.

Scuff tomó aire para dejar claro que no necesitaba que nadie cuidara de él, pero entonces se dio cuenta de que no era eso lo que la señora Myers tenía en mente, y soltó un suspiro de alivio.

– Tenemos mucho trabajo -dijo la señora Myers a Hester-. Los salarios son bajos, pero les daremos de comer a usted y al niño, tres comidas al día, casi siempre gachas y pan, y un poco de carne cuando haya. No está permitido beber, ni recibir visitas masculinas, pero verá que el lugar está limpio y que no tratamos mal a nadie. Estoy convencida de que el niño también podría encontrar algo que hacer, mandados y cosas por el estilo.

Hester le sonrió, sabiendo por experiencia propia lo estricto que debías ser para gobernar una clínica, por más profunda o sincera que fuese tu compasión. Consentir a una paciente era robarle a otra.

– Gracias, señora Myers, aprecio su ofrecimiento, pero lo único que busco es información. Ya tengo trabajo, también yo dirijo una clínica.

Vio que la señora Myers abría más los ojos y que una chispa de respeto le avivó la mirada.

– ¿En serio? -dijo con recelo-. Y, así pues, ¿qué puedo hacer por usted?

Hester se preguntó si mencionar a Monk, y decidió que, en vista de la tan desfavorable publicidad de que estaba siendo objeto la Policía Fluvial, no sería buena idea.

– Busco información acerca de una mujer que llegó aquí cuando era una niña de unos seis años, junto con su madre -contestó Hester-. De eso hace más de cincuenta años. La madre murió de parto y la niña fue dada en adopción. Creo que el bebé se quedó aquí. Me gustaría saber cuanto puedan contarme sus archivos, y si hubiese alguien que supiera lo que fue de ellos, le quedaría muy agradecida.

– ¿Y por qué quiere saberlo? -preguntó la señora Myers, mirándola con más detenimiento-. ¿Tiene algún vínculo de parentesco con ellos? ¿Cómo se llamaba la madre?

Hester sabía que le harían esa pregunta, pero aun así seguía sintiéndose estúpida por ser incapaz de responderla.

– Desconozco su nombre.

La única opción era decir la verdad. Cualquier otra cosa la habría hecho parecer deshonesta. Buena parte de lo que estaba diciendo era poco más que una suposición con cierto fundamento, pero era lo único que tenía un mínimo sentido.

– El que me preocupa es el bebé -prosiguió Hester-. Ahora sería cincuentón pero murió hace varios meses, y mi deseo es encontrar a su hermana para darle la noticia. Tal vez le gustará saber lo buen hombre que fue su hermano. Removió cielo y tierra para encontrarla pero no lo logró. Estoy convencida de que usted comprende que quiera hacer esto por él.

Quizás había sacando tal conclusión precipitadamente. Si Durban en efecto había nacido en un hospital benéfico, ¿sería ése el motivo de que se hubiese inventado un pasado más respetable y una familia que lo amaba? La pobreza no era un pecado pero mucha gente se avergonzaba de ella. Ningún niño debería crecer sin alguien para quien fuera importante y querido.

La compasión asomó al semblante de la señora Myers. Por un momento pareció más joven, más cansada y más vulnerable. Hester sintió un repentino afecto por ella, pues se hizo cargo de la tremenda tarea que debía suponerle mantener aquel hospital en marcha sin dejarse abrumar por la enormidad de semejante labor. Las tragedias personales eran intensamente reales, el miedo al hambre y a la soledad. Demasiadas mujeres estaban agotadas y no sabían qué más hacer para hallar un nuevo lugar donde descansar, el próximo bocado que llevar a la boca de sus hijos. La desgarradora soledad de dar a luz en un lugar como aquél dejó a Hester anonadada y, aun a riesgo de hacer el ridículo, se encontró tragando saliva y con los ojos arrasados por las lágrimas. Imaginó cómo debía de ser entregar a un recién nacido, quizá tras abrazarlo una sola vez, y luego morir desangrada en soledad para ser enterrada por desconocidos. No era de extrañar que la señora Myers fuese cauta y estuviera cansada, como tampoco que mantuviera en torno a sí un caparazón para protegerse de esa marea de dolor.

– Preguntaré a mi hija -dijo la señora Myers en voz queda-. Dudo que ella sepa nada, pero es la persona más indicada para intentarlo.

– Gracias -aceptó Hester-. Le quedaré muy agradecida.

– ¿De qué año estaríamos hablando? -inquirió la señora Myers, volviéndose para conducirlos por los desnudos y limpios pasillos donde flotaba el penetrante olor de la lejía y el ácido fénico.

– En torno a 1810; es el cálculo más aproximado que puedo darle -contestó Hester-. Aunque me baso en recuerdos de los vecinos de la familia.

– Haré lo que esté en mi mano -respondió con recelo la señora Myers, cuyos tacones pisaban con fuerza el entarimado del suelo.

Sirvientas provistas de fregonas y cubos redoblaban sus esfuerzos para mostrarse atareadas. Una mujer muy pálida desapareció de la vista renqueando por una esquina. Dos niños con el pelo desgreñado y el rostro manchado de lágrimas se asomaron por una puerta, mirando fijamente a la señora Myers, a quien seguían Hester y Scuff, mientras aquélla pasaba de largo sin mirar a ningún lado.

Encontraron a Stella en una cálida habitación soleada, compartiendo una gran tetera esmaltada con tres muchachas, todas vestidas con lo que parecía un sencillo uniforme compuesto de blusa y falda gris, calzadas con botines sucios y desgastados. Fue una de las jóvenes quien se levantó para agarrar la pesada tetera y llenar de nuevo las tazas mientras Stella permanecía sentada.

Hester supuso que sería un privilegio por tratarse de la hija de la directora hasta que llegaron junto a la mesa y se percató de que Stella era ciega. Ésta se volvió al oír unos pasos que no identificaba, pero no dijo nada ni se levantó.

La señora Myers presentó a Hester sin mencionar a Scuff, y explicó el motivo de su visita.

Stella meditó unos instantes con la cabeza levantada como si mirara al techo.

– No lo sé -dijo al cabo-. No se me ocurre nadie que pueda acordarse de tanto tiempo atrás.

– Tenemos a gente de la misma edad -le apuntó su madre.

– ¿Ah, sí? Pues no sé a quién te refieres -repuso Stella enseguida. La señora Myers sonrió pero Hester vio tristeza en su sonrisa, una pena que por un instante fue casi inconsolable.

– El señor Woods quizá recuerde…

– Lena, si a duras penas recuerda cómo se llama -la interrumpió Stella con tanta amabilidad como determinación-. Se confunde fácilmente.

La señora Myers no se dio por vencida.

– ¿Y la señora Cordwainer? -propuso.

Se hizo un silencio absoluto en la estancia. Nadie se movió.

– No la conozco tanto como para preguntarle esas cosas -contestó Stella con voz ronca-. Es muy… vieja. Quizá…

No terminó la frase.

– Tal vez -concedió la señora Myers. Pareció titubear antes de tomar una decisión-. Dejo aquí a la señora Monk para que podáis hablar. A lo mejor se te ocurre alguien más. Disculpadme.

Y se marchó, caminando cada vez más deprisa a juzgar por el ruido de sus pasos alejándose por el pasillo.

Hester miró a Stella, preguntándose si la joven ciega era consciente de cómo era ella. ¿O acaso interpretaba las voces como las demás personas interpretaban las expresiones del rostro?

– Señorita Stella -comenzó Hester-, realmente es muy importante para otras personas, además de para mí. No le he contado a su madre hasta qué punto es trascendente. Si logro encontrar a Mary Webber, a lo mejor ella podrá aclarar ciertas sospechas que a mi juicio tengo que aclarar con urgencia, pero sin su ayuda no podré demostrar nada. Si se le ocurriera alguna persona a quien preguntar… No me queda otro modo de intentarlo.

Stella se volvió hacia ella con el entrecejo fruncido. Saltaba a la vista que se debatía en la duda de tomar una decisión difícil. Su expresión traslucía una pena tan aguda como si hubiese visto no sólo el semblante de Hester, sino también los sentimientos que le asomaban a los ojos. Resultaba extraño que te mirara con tanta perspicacia alguien que no podía ver.

– Señora Monk, si… si la llevo a ver a la señora Cordwainer, ¿será discreta a propósito de cuanto vea y oiga en su casa? ¿Me dará su palabra?

Hester se quedó perpleja. Era la última petición que hubiera esperado. ¿Qué diablos podía estar haciendo la señora Cordwainer que requiriera semejante promesa? ¿Iban a pedir a Hester que hiciera algo que atentara contra su conciencia? ¿Acaso la anciana era víctima de engaños o de malos tratos? Viendo a Stella, le pareció poco probable.

– Si le hago esa promesa, ¿me voy a arrepentir? -preguntó.

El labio de Stella temblaba.

– Es posible -susurró-, pero no puedo llevarla si no lo hace.

– ¿Padece algún mal la señora Cordwainer? Porque si es así, me costará mucho no hacer lo que pueda por ayudarla.

Faltó poco para que Stella se echara a reír, pero se reprimió.

– No está enferma. Se lo aseguro.

Hester se quedó aún más perpleja, pero la única alternativa a aceptar las condiciones que le exigían era renunciar por completo.

– Pues entonces le doy mi palabra -contestó.

Stella sonrió y se levantó.

– Pues la llevaré a ver a la señora Cordwainer. Vive en una casita dentro del recinto del hospital. Estará dormida a estas horas del día, pero no le molestará que la despierten si es para hacerle preguntas sobre el pasado. Le gusta contar historias de antaño.

Se dispuso a caminar.

– ¿Puedo… puedo ayudarla? -se ofreció Scuff, vacilante.

Ahora le tocó a Stella meditar su respuesta. Decidió aceptar, aunque Hester comprendió que Stella sabía moverse por el hospital mejor que Scuff. Hester pasó detrás mientras, codo con codo, Stella y Scuff salían de la habitación y enfilaban el pasillo, ella fingiendo no saber hacia dónde iba y él fingiendo que sí.

Salieron del hospital por la puerta principal, recorrieron un sendero muy pisado y subieron un tramo corto de escaleras hasta una hilera de casitas. Stella sabía dónde estaba por el número exacto de pasos. Ni una sola vez vaciló o dio un traspié. Podría haberlo hecho completamente a oscuras. Hester tuvo un estremecimiento al pensar que de hecho era lo que Stella hacía siempre, y casi se sintió culpable por la resplandeciente luz del sol y los colores que veía.

Stella llamó a la puerta de una de las casitas, que de inmediato fue abierta por un hombre cuarentón, tímido y sencillo, pero cuyos ojos brillaban con una aguda inteligencia, con el semblante iluminado por el placer de ver a Stella. Incluso tardó un instante en darse cuenta de que venía acompañada.

Stella los presentó y explicó el motivo de la visita. El hombre era el hijo de la señora Cordwainer; si era tan anciana como había dado a entender la señora Myers, sin duda lo había dado a luz siendo ya algo mayor.

– Por supuesto -dijo él, sonriendo a Hester y a Scuff-, seguro que mi madre estará encantada de contarles cuanto sepa.

Les hizo pasar a una salita soleada donde había una anciana sentada en un sillón, envuelta en un chal liviano, a todas luces dormida. El libro del señor Cordwainer, una traducción de las obras de Sófocles, estaba abierto allí donde lo había dejado para ir a abrir la puerta.

Sólo cuando Stella se sentó en otra de las sillas, Hester reparó con asombro, para acto seguido atar cabos, en que Cordwainer no la había guiado ni le había indicado dónde se encontraba la silla. Stella tenía que estar bastante familiarizada con la estancia para no necesitar asistencia, y él lo sabía de sobra. Tal vez Cordwainer tuviera la delicadeza de no cambiar nada de sitio por ella.

¿Sería ése el secreto que no debía contar? Cordwainer tal vez era unos veinte años mayor que Stella, y resultaba evidente que estaba enamorado de ella.

No había tiempo para tales consideraciones. La señora Cordwainer ya estaba despierta y sumamente interesada. Sin apenas apuntarle nada, se acordó de Mary y de su madre, y del nacimiento del bebé.

– Fue muy duro -dijo con sus penetrantes ojos grises rebosantes de tristeza-. No fue la última que haya visto morir, pero sí la primera, y nunca me he olvidado de ella, pobrecita. Tan joven, por más que la niña rondara ya los cinco años, según calculamos. -Suspiró-. La dimos en adopción al cabo de un año, más o menos. Una buena familia que estaba entusiasmada con la idea de hacerse cargo de ella. Webb, se llamaban, o algo parecido. Pero no pudieron quedarse con el bebé, no podían cuidar de un bebé. La esposa era minusválida. No nos gusta separar a los hermanos pero teníamos muchas bocas que alimentar, y ellos la querían de veras.

– ¿Qué fue del chiquillo? -preguntó Hester a media voz. Se lo imaginaba creciendo sin madre, uno de tantos, atendido pero sin ser especial para nadie; alimentado, vestido, quizás incluso enseñado, pero no amado. Resultaba muy fácil comprender que se hubiese inventado una felicidad que jamás había existido.

– Era un crío muy majo -dijo la señora Cordwainer en tono soñador-. Pelo rizado, bastante guapo, aunque un poco rebelde de vez en cuando. Pero eso no es algo que me importe en un niño. Tenía brío. Solía hacerme reír. Yo era joven, entonces. Siempre se salía con la suya porque me hacía reír. Y él lo sabía.

– ¿Qué fue de él? -insistió Hester.

– No lo sé. Se quedó aquí hasta que cumplió ocho años, luego lo dejamos marchar.

– ¿Adónde? ¿Quién se lo llevó?

– ¿Llevárselo? Bendita sea, no se lo llevó nadie. Ya era lo bastante mayor para buscarse la vida. No sé adónde fue.

Hester miró a Scuff, que pareció entenderla a la perfección. Encogió los hombros y se metió las manos en los bolsillos. Hester cayó en la cuenta de que lo más probable era que hubiese estado más o menos solo a partir de esa edad. Quizá Durban también había sido rapiñador.

– ¿Se llamaba Durban la madre? -preguntó Hester.

– Nunca llegamos a saber su nombre -contestó la anciana-. Ni siquiera recuerdo habérselo preguntado. Le pusimos Durban por un hombre de África que nos donó dinero una vez [8]. Nos pareció que ese nombre estaba bien, y él no puso reparos.

– ¿Alguna vez regresó?

– Se marchó a África otra vez, que yo sepa.

– El hombre no, el niño.

– Oh. Yo diría que no. Fue a buscar a su hermana, la pequeña Mary, pero no la encontró. Nos lo contó él mismo. No sé nada más. Lo siento. Todo eso pasó hace mucho tiempo.

– Muchísimas gracias. Ha sido usted de gran ayuda -dijo Hester con sinceridad.

La señora Cordwainer la miró, arrugando el semblante.

– ¿Qué le pasó? ¿Usted lo sabe?

– Se convirtió en un buen hombre -contestó Hester-. Ingresó en la Policía Fluvial y falleció hará cosa de seis meses, dando su vida para salvar la de otros. Estoy buscando a Mary Webber para contárselo y darle sus pertenencias, si en efecto es su hermana. Pero es difícil dar con ella. Él la estuvo buscando antes de morir, pero nunca la encontró.

La señora Cordwainer meneó la cabeza pero no dijo nada.

Los visitantes declinaron la invitación a tomar un té, pues no querían causar más molestias a la anciana señora y a su hijo, y el señor Cordwainer los acompañó a la puerta. Una vez abierta, estando Scuff y Stella ya fuera, retuvo a Hester cogiéndole el brazo.

– No encontrará a Mary -dijo en voz muy baja. Se lo veía sumamente afligido-. Es una larga historia. Era descuidada, estaba sola, deseaba agradar y quizá se confió demasiado, pero no fue culpa suya, de verdad que no.

Hester se encontró perdida otra vez.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó susurrando a su vez.

– De Mary-contestó él-. Está en prisión. Mi madre siguió en contacto con ella por el bien del muchacho. Luego, cuando se hizo mayor, en cierto modo ocupé su lugar.

– ¿En qué prisión está?

Hester sintió que la pena le hacía un nudo en el estómago. No era de extrañar que Durban no la hubiese encontrado. ¿O sí la encontró? ¿Y el final de su búsqueda fue una tragedia? Cuánto debió de dolerle. ¿Por eso estaban relacionados Mary y Jericho Phillips? De súbito Hester deseó con toda el alma no haber preguntado nada a la señora Myers ni a la señora Cordwainer, pero ya era demasiado tarde.

– En Holloway -contestó Cordwainer. La estaba observando, viendo el sufrimiento y la desilusión de su rostro-. No es una mala mujer -dijo con delicadeza-. Se casó con un proveedor de buques llamado Fishburn. Murió en un accidente, aplastado por un carro. Le dejó la casa pero poco más. Ella la vendió y compró otra a kilómetros de allí, en Deptford. La convirtió en una casa de huéspedes. Se hacía llamar Myers para escabullirse de los acreedores de Fishburn. Al parecer era un poco jugador. -Suspiró-. Uno de los inquilinos era ladrón. Ella no lo sabía pero cuando la detuvieron, la pillaron con lo que él había robado. Se lo había quedado a cuenta de los alquileres que le debía pero la policía no la creyó. Le cayeron seis meses y perdió la casa, por supuesto.

– Lo lamento -dijo Hester, sintiéndolo de verdad-. ¿Qué será de ella cuando salga?

La tristeza del señor Cordwainer fue suficiente respuesta.

– A lo mejor puedo encontrarle un empleo -dijo Hester sin pensar en lo que eso conllevaría. Quizá no le cayera bien. Sólo contaba con la palabra de Cordwainer de que realmente no era ladrona ni perista.

Él sonrió y asintió lentamente con la cabeza.

Stella y Scuff estaban aguardando. Hester dio las gracias a Cordwainer de nuevo y los siguió por el sendero.

Una vez en el hospital dio las gracias a Stella, que la miró con inquietud y le recordó la promesa. Hester le aseguró que no la había olvidado y se dirigió hacia la salida.

Pero cuando estaba llegando a la puerta principal se topó con la señora Myers. Esperó sinceramente no tener que mentirle, aunque estaba más que dispuesta a hacerlo si resultaba necesario. Había dado su palabra a Stella conforme no revelaría nada sobre su romance con el hijo de la anciana. No obstante, había estado fuera tanto rato que no podía fingir no haber visto a la señora Cordwainer. También era muy consciente de que tenía a Scuff a su vera, y la opinión del chico acerca de su honestidad le importaba más de lo que hubiese imaginado.

La señora Myers sonrió.

– ¿Stella la ha llevado a ver a la señora Cordwainer, finalmente?

– La he convencido -contestó Hester, pensando en cómo podía dar explicaciones haciendo que pareciera que toda la información se la había facilitado la señora Cordwainer, sin dar a entender siguiera que su hijo había estado presente. No se le ocurrió nada. Sólo le quedaba mentir. Le habría resultado mucho más fácil si Scuff no estuviese con ella.

La señora Myers asintió.

– Me figuro que no le habrá costado mucho. -Hester no dijo nada. Estaba más incómoda de lo que esperaba-. ¿Ha podido ayudarla? -preguntó la señora Myers.

Otra mentira. Pero tenía que elegir entre eso o admitir que el señor Cordwainer había estado presente. La mentira seguía siendo el mal menor.

– Sí, gracias. Ahora por fin tengo una idea más clara de dónde debo buscarla.

– No me importa, ¿sabe? -dijo la señora Myers con dulzura.

– ¿Cómo dice? -preguntó Hester confundida, sabiendo que debía de parecer tonta.

– Pienso que John Cordwainer es un hombre muy decente, y que forma una pareja perfecta con Stella-dijo la señora Myers con franqueza-. Ojalá dejara de dar por sentado que no apruebo su relación ya que la aceptaría de buen grado. Ya tiene edad suficiente para prescindir de lo que yo piense. Lo único que me debe es sacar el mayor provecho de su vida.

Hester sintió que le quitaban un enorme peso de encima y se encontró sonriendo como una idiota.

– ¿En serio? -dijo con fingida inocencia, como si no supiera de qué estaban hablando.

– Su sonrisa la delata -dijo la señora Myers secamente-. Pero me alegra que haya mantenido su palabra. Aunque si no lo hubiese hecho, me habría sido más fácil abordar el tema. ¿Cómo diablos voy a decir nada sin que ella se entere de que me he inmiscuido en su intimidad?

Hester le agradeció de nuevo la ayuda y bajó la escalinata sonriendo más abiertamente.

* * *

Como era de esperar, no era nada fácil que te dejaran entrar en la prisión de Holloway, como tampoco lo era obtener permiso para ver a un recluso en concreto. El primer impulso de Hester fue pedirle a Monk que se lo consiguiera; luego se mordió la lengua y buscó alguna otra cosa que decir.

Le preguntó qué tenía previsto hacer el lunes y, cuando se lo hubo contado, escogió una hora en la que él estaría lejos de la Comisaría de Wapping para personarse allí y ver si podía hablar con Orme. Le explicaría con exactitud lo que deseaba, y seguro que él entendería el porqué.

Orme resolvió acompañarla y pedir permiso in situ. Quizá lo hizo así por amabilidad con ella, aunque Hester tuvo la impresión de que su curiosidad también era apremiante. Y quizá quisiera conocer a la única hermana de un hombre al que había conocido y respetado durante buena parte de su vida de adulto.

Era esto último lo que turbaba a Hester. No sabía cómo decirle a Orme que prefería ver a Mary a solas ya que su presencia quizá la inhibiría, impidiendo que se abriera a ella. Además, con igual sentimiento cuando no igual importancia para el caso, temía que finalmente resultara una experiencia angustiante para él. Hester había observado su rostro cuando habían descubierto hechos alarmantes sobre Durban, datos que arrojaban dudas sobre su honestidad, su moralidad, incluso sobre la gentileza que siempre había sido parte integrante de su carácter. Orme había intentado ocultar sus sentimientos, ahogarlos con lealtad, pero su aflicción era patente e iba en aumento.

Hester se volvió para plantarle cara en el lúgubre pasillo de la cárcel.

– Gracias, señor Orme. No podría haber hecho esto sin usted, pero ahora necesito, al menos la primera vez, hablar con ella a solas.

Orme se dispuso a discutir, sus emociones eran demasiado fuertes para reprimirlas mediante el respeto que por regla general gobernaba su conducta con ella, no sólo como esposa de su comandante, sino porque así lo hacía con toda mujer.

– Usted trató al señor Durban durante años -se le adelantó Hester-. Le conoció mucho mejor que ella. Piense en cómo se sentirá. Tal vez le importe demasiado lo que usted piense de ella para hablar con franqueza. Tenemos que saber la verdad. -Lo dijo con firmeza, poniendo énfasis en la última palabra, sosteniéndole la mirada-. Si perdemos esta oportunidad, no habrá ninguna otra. Por favor, déjeme hablar con ella a solas esta primera vez.

Orme esbozó una sonrisa entre divertida y socarrona.

– ¿Acaso me está protegiendo, señora?

Hester cayó en la cuenta de que quizá fuese así. ¿Estaría complacido u ofendido? No tenía ni idea. La verdad presentaba al menos la ventaja de descargarse la conciencia.

– Perdone -admitió-. Sospecho que sí.

Orme parpadeó unos instantes, Hester apenas llegó a verlo bajo la mortecina luz del pasillo, pero entendió que no estaba disgustado.

La hicieron pasar a una simple celda con una mesa de madera y dos sillas, y un momento después la celadora hizo entrar a una mujer que rondaba los sesenta años. Era de estatura mediana y tenía el rostro un poco descarnado, lo cual provocó que Hester la mirara una segunda vez para darse cuenta de que, tras la palidez y el temor, era una mujer guapa. Sus ojos eran de color avellana, igual que los de Durban.

Tomó asiento cuando Hester la invitó a hacerlo, pero despacio, tensa por la inquietud.

Hester se sentó a su vez. La celadora dijo que estaría detrás de la puerta por si la necesitaban, y que disponían de treinta minutos. Luego se marchó.

Hester sonrió, deseando saber cómo disipar el temor de aquella mujer sin poner en peligro su misión.

– Me llamo Hester Monk -comenzó-. Mi marido es el actual comandante de la Policía Fluvial del Támesis en Wapping, cargo que antes ocupaba su hermano.

De súbito se preguntó si Mary estaría enterada de su muerte. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cuánto hacía que no se veían ella y Durban? ¿Qué sentimientos había entre ellos?

Mary hizo amago de asentir, moviendo apenas la cabeza.

Había llegado la hora de dejar de andarse con rodeos. Hester bajó la voz.

– ¿Alguien le contó que murió heroicamente a finales del año pasado? Dio su vida para salvar la de muchos otros.

Aguardó, observándola.

Los ojos de Mary Webber se arrasaron en lágrimas que al cabo resbalaron por sus mejillas.

Hester sacó un pañuelo de su pequeño bolso y lo dejó sobre la mesa para que Mary lo cogiera.

– Lo siento. Ojalá no hubiese tenido que darle esta noticia. Su hermano la buscó desesperadamente pero, que yo sepa, no consiguió dar con usted. ¿Estoy en lo cierto?

Mary negó con la cabeza. Alargó el brazo hasta el pañuelo blanco de algodón y de pronto vaciló. Estaba limpio y deslumbrante comparado con la manga gris de su uniforme de presa.

– Por favor… -la instó Hester.

Mary lo cogió y se enjugó las mejillas. Emanaba un ligero perfume, aunque tales cosas debían quedar muy alejadas de su mente en aquel momento.

Hester prosiguió, consciente de que los minutos iban discurriendo hacia el olvido.

;-El señor Durban era un héroe para sus hombres, pero ahora hay otras personas que se han propuesto desmantelar la Policía Fluvial, y están manchando su nombre con esa finalidad. Y sé donde nació y pasó los primeros años de su vida. Hablé con la señora Cordwainer… -Reparó en la sonrisa que asomaba a los labios de Mary, aunque empañada por su profunda pena-. También sé que usted ahorraba dinero y que le enviaba cuanto podía. ¿Sabe qué fue de él después de que se marchara del hospital?

Mary pestañeó y se enjugó las lágrimas de las mejillas.

– Sí. Estuvimos en contacto mucho tiempo. -Tragó saliva-. Hasta que me di cuenta de la clase de hombre que era Fishburn. -Bajó la vista-. Después de eso, estaba avergonzada, y me mantuve apartada de su camino. Cuando mataron a Fishburn, cambié de nombre y me mudé. Entonces abrí una casa de huéspedes y…

– No es preciso que me lo cuente -interrumpió Hester-. Sé cómo llegó usted aquí. Me figuro que por eso no pudo encontrarla su hermano.

Mary levantó la vista.

– No quería que supiera dónde estaba. Supongo que las pocas personas que me conocen le mintieron para ocultárselo. Sin duda sabían que yo no quería que supiera siquiera… que supiera que había caído tan bajo. Cuando era pequeño… me admiraba. Estábamos… -Volvió a bajar la vista-. Estábamos muy unidos entonces… todo lo unidos que se podía estar, habida cuenta de lo poco que nos veíamos. Pero nunca dejé de pensar en él. Ojalá…

Sin darse cuenta, Hester alargó el brazo y cogió la mano que Mary tenía sobre la rugosa mesa.

– Me parece que lo habría comprendido. Era un buen hombre, y sabía que no hay nadie sin tacha. Odiaba la crueldad, e incluso él forzaba un poco la ley para impedir que alguien hiciera daño a las mujeres y sobre todo a los niños. Muchas personas lo admiraban, pero también había algunas que lo odiaban, y unas pocas que se morían de miedo cuando oían mencionar su nombre. No lo ponga en un pedestal, Mary, ni piense que la tenía a usted en uno.

– Ya es demasiado tarde -contestó Mary, como burlándose de sí misma.

– No es demasiado tarde para limpiar su nombre -repuso Hester con apremio-. Lucharé tan duro como sea preciso y, más importante todavía, mi marido también lo hará. Pero no puedo hacerlo sin saber la verdad. Por favor, cuénteme lo que sepa acerca de él; su carácter, lo bueno y lo malo. Todo se irá al traste si intento defenderlo de una acusación y me pongo en evidencia porque resulta ser cierta. Después de eso nadie me creería, aunque llevara razón.

Mary asintió con la cabeza.

– Ya lo sé. -Por fin miró a Hester a los ojos, tímidamente pero sin arredrarse-. Era bueno, a su manera, pero tenía cosas que ocultar. Pasó una infancia difícil. Se vio obligado a mendigar y gorronear, y no me extrañaría que robara un poco de vez en cuando. El hospital tuvo que deshacerse de él al cumplir los ocho años. No tenía elección. Yo fui la afortunada. Hasta que los Webber perdieron su dinero no supe lo que era pasar hambre; me refiero al hambre que te duele en las tripas y que sólo te deja pensar en comida…, lo que sea, cualquier cosa que se pueda comer. Él lo aprendió de pequeño.

Hester se encogió. No necesitaba imaginárselo; lo había visto en muchos rostros. Pero no la interrumpió.

– Se juntó con tipos nada recomendables -prosiguió Mary-. Lo sé porque no me lo ocultaba. Pero no le hice el vacío. Lo único que quería era que siguiera vivo.-Respiró profundamente-. Pero no sabía lo mal que le iban las cosas, pues de lo contrario me habría asustado mucho más.

Hester se movió sin darse cuenta, con los músculos en tensión.

Mary asintió imperceptiblemente.

– Tenía malos amigos a lo largo del río, sobre todo en Limehouse y en la Isle of Dogs. Robaron un banco y cogieron a tres. Los mandaron de cabeza a Coldbath Fields. Uno murió allí, el pobre. Sólo tenía veintitrés años. Los otros dos acabaron con la salud destrozada, y al menos uno de ellos es un borracho empedernido. Cuando los encerraron fue cuando Durban ingresó en la Policía Fluvial. Nunca le pregunté si había participado en el robo al banco, y él nunca me dijo nada.

»Yo no quería que pensara que pudiera sospechar eso de él, pero lo hacía. Era bastante alocado, y tenía peor genio que una anguila en un barreño. -Suspiró-. Todo cambió después de eso. Se llevó un buen susto y jamás volvió a las andadas. Me figuro que eso fue lo que lo convirtió en un policía tan bueno: conocía las dos caras de la moneda. Quizás usted no pueda ayudarle, ni hacer que los demás vean lo bueno que era en el fondo, pero le estaré eternamente agradecida si lo intenta.

Hester miró a la triste figura que tenía delante, destrozada y sola, y deseó poder ofrecerle algo más que palabras.

– Por supuesto que lo intentaré, haré cuanto esté en mi mano. Mi marido apreciaba a Durban más que a nadie en el mundo. Yo también lo apreciaba aunque no nos veíamos con mucha frecuencia. Pero aparte de eso, la reputación de la Policía Fluvial depende de que se demuestre que Jericho Phillips y todos cuantos tienen que ver con él son un atajo de mentirosos.

– ¿Jericho Phillips? -preguntó Mary en voz baja, con un nudo en la garganta-. ¿Es él quien está detrás de esto?

– Sí. ¿Sabe algo acerca de él?

Mary se estremeció y pareció acobardarse.

– Sé que más vale no contrariarlo. ¿Él sabe quién soy?

– ¿Que es la hermana de Durban? No. Me parece que nadie lo sabe.

De repente Hester vio más claras muchas cosas: la urgencia con la que Durban había buscado a Mary sin decirle a nadie por qué, ni siquiera a Orme; el miedo que debía consumirlo por ella. Si Phillips la hubiese encontrado antes que él, supondría una amenaza para Durban más grave incluso que el asesinato de los niños.

– Y no sabrá nada por mí -agregó Hester-. Quiero ver a Phillips ahorcado, de manera que cuando usted salga de aquí ya haya muerto y usted pueda comenzar una nueva vida sin tener que pensar más en él. Dispondrá de un poco de dinero, ya que Durban asilo hubiese querido. Lo tenemos guardado a buen recaudo. Como es su único pariente, tiene que ser para usted. Y si quisiera un empleo y no le importa trabajar duro, me gustaría contar con su ayuda en la clínica que dirijo en Portpool Lane. Como mínimo, piénselo. Tendría una habitación para usted, un trabajo decente y algunas amigas cabales.

La esperanza iluminó los ojos cansados de Mary, que de pronto brillaron tanto que dolía mirarlos.

– Tenga cuidado con Phillips -dijo con urgencia-. No está solo, ¿sabe? Comenzó ese negocio en su barco con dinero, con bastante dinero. Por fuera no parece gran cosa, pero oí a Fishburn contar que por dentro era como la mejor casa de citas, todo lujo y comodidades. Y las cámaras de fotografía no llueven del cielo.

– ¿Un inversor?

Mary asintió.

– No sólo eso, tiene muy buenos padrinos. Hay varias personas que no querrían que le sucediera nada malo, y al menos una de ellas tiene que ver con la ley, y lo defendió ante el tribunal. Un abogado de muy altos vuelos, no uno de esos que merodean por el juzgado esperando pescar algún cliente, nada menos que un Queen's Counsel [9], con sus togas de seda, sus pelucas, esa clase de cosas.

De pronto Hester sintió un frío de muerte, se vio atrapada en algo terrible, sin escapatoria, como si una puerta de hierro se hubiese cerrado para siempre. Por más que pataleara y gritara, nadie la oiría jamás. Un Queen's Counsel, uno que había defendido a Phillips en los tribunales…

– Lo siento -dijo Mary, disculpándose-. Veo que la he asustado, pero tenía que saberlo. No puedo quedarme cruzada de brazos y dejar que le ocurra algo malo cuando ha sido tan amable conmigo.

A Hester le costó trabajo hablar. Tenía los labios como entumecidos, la boca como llena de algodón en rama.

– ¿Un abogado? ¿Está segura?

Mary la miró fijamente, abriendo paso a un oscuro entendimiento. No tenía dificultad alguna para reconocer el dolor.

– Phillips tiene poder sobre mucha gente -dijo, bajando la voz como si incluso allí temiera que alguien la oyera-. Quizá sea por eso que mi hermano jamás lo capturó. Dios sabe bien cuántas veces lo intentó. Tenga cuidado. Usted no sabe a quienes tiene Phillips en el bolsillo. Y aunque les gustaría escapar, no pueden hacerlo.

– No -dijo Hester, susurrando a su vez aunque sin saber por qué-. No, me figuro que no.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Durban es una ciudad de África del Sur. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Título conferido a ciertos abogados de prestigio. (N. del T.)