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Sobre las diez y media, Luther Plunkitt, el alcaide del centro penitenciario de Osage, se adentró en la celda de la muerte. El oficial de guardia se puso de pie detrás de su máquina de escribir. Desde las ocho había un nuevo guardia: Benson, de más de treinta años, un veterano en este tipo de procedimientos. Un buen hombre que se tomaba su trabajo en serio. Luther le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió en dirección a la celda, en dirección al prisionero.
Beachum estaba sentado ante la pequeña mesa detrás de la pared de barrotes. Una imagen solitaria, pequeña y severa en contraste con el muro blanco de bloques de hormigón. Varias hojas de papel en blanco yacían sobre la mesa debajo de un bolígrafo Bic en posición oblicua. Las manos de Beachum se encontraban en el extremo del papel y sostenía un vaso desechable de café. Un cigarrillo, que aguantaba con dos dedos, enviaba humo zigzagueante hacia el techo. Alzó la mirada hacia Luther, ojeroso y afligido. Los ojos, profundos y serenos, se clavaban en los de Luther.
Curiosa, pensó Luther, contemplándole a través de los barrotes. Es curiosa la expresión de sus caras.
Reconocía la expresión del prisionero. La recordaba, siempre igual, de otras ejecuciones, como en Vietnam, en Hue. El alcaide había conocido a muchos hombres que habían muerto en Hue y, cada uno de ellos, antes de que ocurriera, incluso antes de morir, tenían esa expresión. Sus bocas ligeramente entreabiertas y algo en sus ojos, algo muy profundo, algo lento y aletargado y, sin embargo, misteriosamente complaciente. Como si la muerte ya hubiera mordido sus mentes como una cobra y los hubiera hipnotizado. Después de haber visto esa expresión en la cara de un hombre, todo lo que se pudiera hacer por él no tenía importancia alguna. Podías intentar cubrirle, retirarle de la avanzadilla, rodearle, mandarle a la retaguardia. El obús ya le había encontrado, o la mina, o lo que fuera. Un muchacho incluso pereció ahogado en un viejo cráter que había llenado de lodo.
Luther Plunkitt y Frank Beachum se miraron fijamente a través de los barrotes. Luther sabía tan bien como que estaba allí de pie que a Beachum no le iban a dar el indulto esa noche.
Luther sonrió, con una sonrisa suave, su típica sonrisa suave. Era un hombre de más de sesenta años. Un hombre pequeño, vestido con su elegante traje negro de domingo, no medía más de metro setenta o setenta y dos, pero era fornido y robusto y, si cabe, con algún kilo de más. Su cara era cuadrada y pastosa, coronada por cabello canoso. Esa sonrisa sin sentido no le abandonaba casi nunca. La sonrisa alejaba la atención de sus ojos grises como el mármol asentados profundamente en los pliegues esponjosos debajo de las cejas. De hecho, con su sonrisa, con su gesto afable y amistoso, la gente a menudo no llegaba a percibir esos ojos marmóreos. Sin embargo, tras quince años en el ejército, diez años en la policía nacional, diecisiete años trabajando en una prisión u otra, Luther, créanme, podía ser como una estatua de mármol.
– Buenos días, Frank -saludó.
– Sr. Plunkitt -dijo Beachum en voz baja. Permaneció inmóvil. No se llevó el cigarrillo ni el café a los labios. Los sostenía ligeramente, como si no tuviera energía para aguantarlos o levantarlos.
– ¿Puedo traerte algo? ¿Necesitas algo? -preguntó Luther.
– No respondió Beachum-. Nada que se me ocurra.
Luther tenía una mano en el bolsillo de los pantalones. Sostenía con fuerza el juego de llaves. Con la otra, gesticulaba con facilidad mientras hablaba. Sabía perfectamente que nadie podría adivinar lo que estaba sintiendo.
– He oído que tu mujer y tu hija vendrán a verte hoy.
– Sí -asintió Beachum.
– Eso está bien. Tu mujer se llama Bonnie, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y la pequeña?
Beachum tosió y se aclaró la garganta.
– Gail
– Gail. Un nombre bonito, muy bonito.
Beachum no respondió y Luther no podía culparle. Apretó los labios con fuerza.
– Bueno, si hay algo que necesites para ellas, házmelo saber -añadió-. Se lo comunicas al oficial jefe y nos ocuparemos de ello por ti.
– Se lo agradezco, Sr. Plunkitt -respondió Beachum en voz baja-. Gracias.
Durante un instante, en la pausa que siguió al comentario, la mirada de Luther se dirigió al cigarrillo del prisionero. La ceniza había aumentado y cayó en ese momento sobre la mesa por su propio peso. A pesar de ello, Beachum no alzó el cigarrillo, no movió las manos en absoluto.
En cierto modo, todo ello inquietó a Luther. Tuvo que apartar la mirada. Se esforzó para que su voz sonara activa y formal. Avanzó en dirección a los barrotes de la celda, con su fina sonrisa bien colocada y la mano gesticulando.
– Hay algunas cuestiones que me gustaría tratar -manifestó-. Lo mejor será que lo hagamos ahora mismo, y así ya olvidamos el tema.
– De acuerdo -asintió Beachum.
– La cena de esta noche, para empezar. ¿Deseas algo especial? Podemos traerte cualquier cosa que te apetezca.
– Un bistec -respondió Beachum aclarándose la garganta-. Un bistec con patatas fritas, creo -añadió-. Y una cerveza estaría bien. Luther inclinó la barbilla.
– Ningún problema, veremos qué puedo hacer.
Dio otro paso hacia delante. Ahora podía tocar los barrotes con la mano. Una distancia más íntima. Bajó el tono de voz.
– En cuanto a los efectos personales y las pertenencias…
Los ojos de Luther se desviaron de nuevo hacia las manos del prisionero al ver cómo caía otro resto de ceniza de su cigarrillo, sin reacción. Su maldito café ya debe de estar frío, pensó Luther, molesto consigo mismo por sentirse tan inquieto.
– Mi mujer se los llevará -especificó Beachum.
– ¿Y tus restos? -preguntó Luther-. Si no se puede permitir los gastos del funeral…
– No, no. Su parroquia ha reunido un poco de dinero. No hay problema.
– Así que tu mujer reclamará los restos.
Tomando aliento, Beachum se incorporó lentamente en la silla de plástico. Era la primera señal de lo que podía estar pasando por su mente. Ese ligero movimiento también desconcertó a Luther, que sintió un peso en el estómago, revuelto y pesado.
– Sí, señor. Eso es -respondió el prisionero.
– De acuerdo.
Luther reparó en que su mano, la que tenía en el bolsillo, con las llaves, estaba húmeda y sudorosa. La sacó y la juntó con la otra, pendiendo delante de él como si fuera un sacerdote delante de una tumba.
– Quisiera explicarte lo que ocurrirá aquí esta noche para que no haya sorpresas -anunció.
Era la parte típica del protocolo. En una de las reuniones que mantenían después de cada procedimiento, el equipo de ejecución de Osage había decidido que mantener al convicto bien informado facilitaría mucho las cosas. En caso contrario, y habida cuenta del nerviosismo creciente a medida que se acercaba la hora de la ejecución, cualquier pequeña variación respecto a lo que el prisionero esperaba tendería a asustarle y podría causar problemas.
– Tendremos que pedir a las visitas que se vayan a las seis en punto -prosiguió Luther-. Quizá prefieras informarles en caso de que tengan previsto quedarse hasta las diez. Te traerán la cena y ropa limpia. Hay una especie de ropa interior de plástico que deberás ponerte. Nadie lo verá ni nada parecido, pero es preciso utilizarla por razones de higiene. Nos aseguraremos de que te la quiten antes de entregar el cuerpo a tu mujer. Sobre las diez y media podrás recibir a tu consejero espiritual tal como has solicitado, si no me equivoco.
El prisionero intentó responder pero no pudo. Cerró los ojos un instante y tragó saliva. Luther continuó.
– Bajaremos la camilla aquí, a la celda… una media hora antes del procedimiento. Te llevarán a la sala en cuestión y te pondrán el electrocardiograma y las sondas intravenosas en ese momento. Pero no ocurrirá nada antes de lo previsto. Empezaremos a las 12.01 horas y justo hasta entonces estaremos controlando los teléfonos. Mantendremos las líneas abiertas con el fiscal general y el gobernador y las vigilaremos constantemente para garantizar que todo funcione como debe. ¿Alguna pregunta?
Beachum soltó la respiración como si hubiera estado conteniendo el aire.
– No.
El alcaide dejó que su peso recayera sobre el otro pie.
– Bien, hay algo más. Luego te dejaré en paz. Se trata del sedante.
Beachum se puso rígido. Sus labios menguaron, y el hilillo de humo que salía de su cigarrillo se desdibujó con el temblor de su mano.
– No quiero ningún sedante.
– El sedante es completamente opcional -añadió Luther rápidamente-. Pero te recomiendo encarecidamente que lo tomes porque te tranquilizará mucho -Plunkitt adoptó un tono más abierto, de hombre a hombre. Había pronunciado estos discursos las veces suficientes como para que los cambios de inflexión se produjeran automáticamente-. Cielos, Frank, lo digo tanto por ti como por mí -insistió-. Hacer que todo vaya bien va en interés de todas las personas implicadas. El sedante que te darán hará que…
– No lo quiero -respondió Beachum secamente. A continuación, y dado que en una celda uno no tiene demasiado poder, pareció contenerse y proseguir en un tono más razonable- Aprecio su oferta, señor Plunkitt, pero deseo tener la mente despejada -desvió la mirada y añadió-: Quiero poder ver a mi mujer, ¿entiende? No voy a poner problemas, simplemente quiero estar bien para verla.
– De acuerdo -Luther sabía cuándo desistir-. Es tu decisión. Si cambias de opinión, díselo al oficial de guardia o a mí mismo. Yo sólo quería darte unos consejos, eso es todo.
El prisionero mantuvo la mirada baja, observaba sus manos. El cigarrillo ya casi se había consumido hasta el filtro y hacía que Luther se pusiera muy nervioso. Finalmente, Beachum alargó la mano y lo apagó en el cenicero de papel de estaño detrás suyo. Luther suspiró aliviado.
El alcaide se levantó un momento, observando al condenado a través de los barrotes. Había cumplido. Ya no tenía nada más que decir. Permaneció indeciso unos instantes, mientras la mano de Beachum alcanzaba de nuevo el vaso de café. Beachum se lo tragó como si tuviera mal aliento y levantó la cara hacia el alcaide.
Plunkitt hizo un gesto rápido con la cabeza y se volvió. Se marchó en dirección a la puerta, sintiendo los ojos del prisionero en su espalda. Esos ojos de un hombre muerto, esa cara.
Bajando por el pasillo hacia su oficina, Luther seguía molesto consigo mismo. Todavía podía ver la cara del prisionero. La imaginaba, esa noche, mirándole desde la camilla. Pensó que era un asco hacer tales reflexiones. Pronto empezaría a hablar como esas monjas misericordiosas que acudían de vez en cuando a las celdas de la muerte. O como uno de esos solemnes mentecatos de los telediarios que creían ser los primeros en descubrir que los convictos también eran seres humanos. ¡Cielos!, anunciarían ante la cámara portátil, esas personas tienen inteligencia, algunos de ellos, y personalidad y problemas y sentido del humor; y van a matar a uno de ellos. ¡Cielos! La película empezará a las once de la noche.
Luther saludó con la cabeza y guiñó el ojo a una secretaria que pasaba. Andaba con paso relajado y tranquilo. Esbozaba una sonrisa, suave. Nadie habría podido adivinar lo que sentía. Pero él lo sabía. Notaba el peso en el estómago. Era como si le hubieran colgado un plomo del número siete en las tripas con un hilo de seis quilos de resistencia. Tenía esa sensación desde que llegó la orden de ejecución de Beachum. Y había hecho que se enfadara consigo mismo.
Hacía años que trabajaba con criminales. Con hombres realmente peligrosos. Sabía que podían ser personajes atrayentes. Algunos de ellos inteligentes, divertidos, meditabundos. Podían iniciar un millón de juegos contigo, utilizarte como un instrumento, tomarte el pelo con un millón de estratagemas. Por supuesto, eran hombres como él mismo, y algunos de ellos habían sufrido mucho en su vida. Pero esa era justamente la cuestión: eran hombres. Y los hombres toman decisiones. Eso es lo que hace un hombre. Un hombre es un ser que puede decir no. Y si decides asesinar, acabar con la vida de la madre de algún niño, con tormento y dolor, cargarte una docena de vidas más con rabia y odio, entonces es tu misma humanidad la que te está condenando. Porque habrías podido decir no. Un hombre siempre puede decir no.
Luther miraba hacia delante mientras andaba y sus gestos se suavizaron un poco. Arnold McCardle, gordo como una vaca, le estaba esperando en la puerta de su oficina.
McCardle se sentó despachurrado en el sofá de cuero de Luther. Su camisa blanca sobresalía ampliamente por la abertura de la chaqueta gris. El arco de su vientre hacía que la corbata roja quedara tan alejada de la hebilla de su cinturón que parecía, o así lo pensó Luther, la corbata de un payaso. Evidentemente, el alcaide adjunto era un tipo muy alegre, de ojos brillantes y cara amplia, la nariz de patata, que dejaba traslucir las venas, y las mejillas hinchadas mientras soplaba por el borde de la taza de café. La taza quedaba escondida detrás de la manaza que la sostenía. Con la otra mano golpeaba distraídamente una carpeta de papel manila contra la rodilla.
Con otra taza de café, Luther se reclinó detrás de su gran mesa de color caoba. Hundió su sonrisa blanda en el vapor del café.
– Tengo la impresión -comentó de que el día de hoy será una mierda.
– No veo por qué -respondió Arnold con un guiño.
– ¿Alguna sorpresa ayer por la noche?
– No señor, ninguna. El prisionero miró una película, concilió el sueño alrededor de media noche y durmió profundamente hasta las seis de la mañana. No creo que nos dé ningún problema.
– Espero que no -dijo Luther. Seguidamente cambió de tema-. ¿Ha llegado Skycok?
– Creo que se ha quedado en el bloque de ejecución. Para alimentar a su bebé -añadió Arnold con su peculiar sentido del humor.
Reuben Skycock era el ingeniero de mantenimiento de la prisión. Él era el responsable del equipo de inyección letal y solía mimarlo como una gallina clueca. El día anterior había ensayado todo el procedimiento, utilizando al oficial Allen en el lugar del prisionero porque encajaba perfectamente con el peso y la estatura de Frank Beachum. Allen hizo los típicos chistes nerviosos mientras permaneció atado a la camilla, pero Reuben no esbozó ni la más mínima sonrisa. Verificó los cazonetes, el cronómetro, las luces de alarma. Su cabeza no paraba examinando cada instrumento como si de un hijo se tratara.
– Pero el ensayo fue bien -inquirió Luther, pensando en voz alta.
– ¡Oh, sí! -Arnold volvió a hacer uno de sus guiños característicos-. Le prometí a Allen que le haríamos un entierro cristiano.
La sonrisa de Luther se hizo más amplia. Arnold movió las nalgas a un lado y a otro del sofá procurando aliviar la comezón que sentía en el trasero.
– ¿Qué pasa con la ceremonia? -preguntó Luther al cabo de un momento-. ¿Han conseguido organizarlo todo?
Arnold sacó una hoja de su carpeta de papel manila y la deslizó encima de la mesa.
– La lista de invitados está completa. Los pases de seguridad hechos. Whelan pidió que le liberaran de la lista de oficiales de guardia, ¿te lo había dicho?
– Sí.
– Dice que a su mujer no le gusta.
Arnold se sonrió satisfecho, pero Luther, mirando la lista de invitados, agregó:
– Me parece bien. A Daisy tampoco le entusiasma.
– Bajarán los pases de autorización a las nueve en punto -prosiguió Arnold-. Ya tenemos la lista de testigos. ¿Qué más? Hemos puesto barreras. Habrán algunos manifestantes, tanto en favor como en contra, pero sólo lo normal.
Luther dejó caer la hoja encima del secafirmas y levantó los ojos.
– ¿Se ha tomado alguna decisión respecto al camino de la mina?
– Sí -contestó Arnold-. Tenías razón. Se ve al ampliar el perímetro. Ahora ya está seguro.
Permanecieron sentados y en silencio durante unos momentos. La montaña McCardle se ensanchó al respirar a fondo de manera contemplativa, mirando la carpeta que sostenía medio abierta con una mano.
– Creo que lo tenemos todo controlado, señor P -dijo finalmente-. Incluso tenemos Debbie Does Dallas para la tropa -concluyó cerrando la carpeta de golpe.
Luther soltó un bufido. ¡Debbie Does Dallas! El procedimiento operativo estándar en las noches de ejecución consistía en poner una película porno suave en las celdas. Dar a los presos algo en qué pensar, evitar que se volvieran locos. La película en cuestión no era Debbie Does Dallas, pero a Arnold le gustaba decirlo. Creía que el título sonaba bien. Decía que era para partirse de risa.
– ¿Y qué pasa con los teléfonos? -preguntó entonces Luther.
Lo dijo secamente y no escuchó la respuesta. Su mente había vuelto al prisionero. Se lo imaginaba, en lugar de Allen, atado a la camilla. Se figuraba la cara afligida y nudosa de Beachum.
Arnold todavía hablaba de las comprobaciones telefónicas cuando Luther lo interrumpió:
– ¿Tenemos el reconocimiento médico y todo lo demás? Me refiero al del prisionero.
– ¡Oh, sí! Lo hicimos anoche. Doc dice que está como un roble.
– Y las visitas controladas.
– Esposa, hija y sacerdote. Y tu novieta del periódico también; vendrá a las cuatro.
Luther levantó ligeramente la barbilla y la comisura de los labios.
– Mea culpa -reconoció, no por primera vez a ese respecto-. No sé qué me ocurrió.
Dio media vuelta en su silla de respaldo alto hasta que alcanzó con la mirada una foto de su hijo Fred, en la vitrina detrás de él. Sonriendo bonachón, con un corte de pelo al rape y delgado como un palo. Parecía brillar con su uniforme, con su traje blanco de gala.
– Debe de haber sido el amor -agregó Arnold.
– Fue muy persuasiva. Me miraba como si conociera mi secreto más íntimo y fuera a revelarlo a todo el mundo si no aceptaba.
Arnold comentó algo, pero Luther no le escuchó. Lo de los visitantes es triste, pensó. Además no suelen reconfortar demasiado al hombre que va a morir. De hecho, llegado el momento, las visitas finales son la parte más difícil de soportar para el prisionero. Una vez, no hacía ni dos años, Luther vio a un hombre, William Wade, Billy el Niño Wade, ponerse de rodillas y sollozar al irse su madre después de hacerle la última visita. Cayó de rodillas y tendió las manos hacia ella como un niño en su primer día de escuela. Las lágrimas caían por sus mejillas mientras gritaba:
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Cinco horas más tarde, cuando entraron la camilla, volvía a ser el vaquero de siempre, volvía a ser Billy el Niño. Le dio la mano a todo el mundo, le dio la mano a Luther e incluso chasqueó con la lengua. Subió de un salto a la mesa para que le ataran como un hombre saltaría una valla. Lo peor no era la muerte, pensó Luther. Al final, cuando cualquier esperanza es vana, la muerte era algo que un hombre podía aceptar. La muerte no era ni la mitad de dura que el hecho de decir adiós.
Luther bebió un sorbo de café, mientras contemplaba la foto de su hijo. Esperaba con todas sus fuerzas que Fred obtuviera permiso el mes de noviembre. Brenda y los niños vendrían. ¡Celebrar juntos el día de Acción de Gracias! Hacer una excursión a los bosques, Fred y él, a cazar algún ciervo. Luther era el hombre más feliz del mundo cuando podía salir a cazar o a pescar con su hijo.
– Déjame preguntarte algo, Arnold -se oyó decir de repente antes de poder contenerse. Se volvió para mirar la cara del hombre gordo del sofá-. ¿Qué opinas de ese tipo, Beachum?
Arnold se echó hacia atrás, casi con un gesto cómico. Su cara gorda parecía replegarse como una de esas máscaras de goma cuando se chafan. Esa pregunta era tan impropia de Luther… pero Arnold se consideraba un hombre de mundo y pensó: «¡Qué diablos! Todos tenemos momentos más emotivos en ese trabajo, incluso tú, Luther. No podías ser tan duro y llevar siempre la procesión por dentro. Te habría dado un maldito ataque al corazón.»
Así que, frunciendo el ceño con actitud sensata, el hombre consideró la respuesta durante un momento.
– Yo no pienso en Frank Beachum en absoluto, Plunk. A veces pienso en la chica embarazada a la que disparó por unos cincuenta dólares. Pero, sobre todo, pienso en cumplir con mi trabajo.
Por primera vez esa mañana, Luther sonrió con suficiente satisfacción como para mostrar algunos dientes. Sí, pensó. Evidentemente. Eso es.
Siempre podías contar con Arnold para que te tranquilizara.