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En mi juventud era corredor de coches, un dragster, quiero decir. El terror adolescente de las carreteras comarcales de Long Island. Lo había visto en las películas y era una forma de rebelión tan buena como cualquier otra. Mis padres, mis padres adoptivos, eran fiscales reflexivos, educados y sin sentido del humor. Mi padre trabajaba para una firma de activistas medioambientales y mi madre para un grupo que luchaba por conseguir viviendas para los pobres. No se me ocurría mejor manera de irritarles que patearme estúpidamente las calles y carreteras de Guylando con el motor a fondo y los pistones al límite. De hecho, creo que funcionó, porque ya hace tiempo que mis padres y yo apenas nos hablamos.
Lo menciono únicamente porque la costumbre permaneció. En esos días conducía un Tempo escacharrado. Un coche azul absolutamente destartalado que podía pasar de cero a cincuenta en una generación, si tenías tiempo para esperar. Y aun así, había conseguido sacarle el mayor partido. Había alcanzado velocidades imposibles, haciendo chirriar los neumáticos en las curvas, haciendo frivolités por el tráfico como si fuera la aguja de un sastre. Nunca tenía tiempo de afinar la pobre máquina, ni siquiera de lavarla. Estaba negra de suciedad. En sus esfuerzos, el coche crepitaba, crujía y emitía todo tipo de ruidos, pero yo no me apiadaba de él en absoluto y lo hacía funcionar.
Lo saqué del aparcamiento del News, lo sumergí en el tráfico del mediodía y me apunté a la carrera que iba por el bulevar. Todavía quedaban veinte minutos para las doce. Había prometido a mi mujer que llegaría a la hora en punto, y eso no iba a ser ningún problema teniendo en cuenta mi forma de conducir. Llegar a casa puntualmente me pareció una buena idea. Sabía que el día no se acabaría sin que mi última indiscreción llegara a oídos de Barbara, y ella había jurado que me abandonaría si la engañaba otra vez. Por mi parte, estaba bastante seguro de que lo había dicho en serio. Aun así, la primera vez que le supliqué descaradamente funcionó, así que esa táctica también podría funcionar otra vez. En definitiva, quería que estuviera del mejor humor posible.
Llegar a casa a la hora en punto y llevar a Davy al zoológico: esa era la buena estrategia. Girar a la derecha en Skinker-De Baliviere, eso habría sido lo propio de un plan inteligente. Lo que habría sido estúpido, por otra parte (lo que se podría llamar la estrategia del zoquete), habría sido dar la vuelta al parque y salir en Dogtown para echar una ojeada a la tienda de ultramarinos de Pocum. Para echar un vistazo a la escena del crimen, quiero decir. Inspirarse un poco en la coreografía del asesinato, si se quiere. En una historia como ésta, la de la crónica de interés humano sobre un tipo condenado a muerte, habría sido innecesario e incluso obsesivo. Me atrevería a decir cruel, si se piensa en Barbara, esperando, martirizada, y en todo lo que le esperaba en el día de hoy. Era una pena que hubiese dejado su empleo porque iríamos a St. Louis y empezaríamos tranquilamente de nuevo. Como digo, Barbara era una mujer austera y le había costado Dios sabe cuánto educarse para volver a confiar en mí. Cuando se enterara de lo de Patricia, todo su sacrificio, su confianza, se volvería contra ella y le daría un bofetón estilo vodevil en plena cara. En definitiva, tomar Skinker-De Baliviere, llevar a Davy al zoológico eterno y maravilloso, dar a mi mujer la sensación de estar ahí, luchando en el frente conyugal, he ahí los primeros pasos en el camino de mi salvación, suponiendo que la posibilidad de la salvación existiera. Con el cuentarrevoluciones al máximo y marchas cortas, incrementé la velocidad de mi destartalado Tempo. Pasando de un carril a otro, sorteando los coches. Dibujando una estela como una onda sonora en la carretera. Delante, el centro de la ciudad emergía ante la tierra baldía del bulevar sur. Los rascacielos estrechos sobresalían por entre la mezcla de ladrillo rojo y piedra gótica. Por un instante entreví el viejo edificio de los juzgados, su reflejo, reluciente, verdoso, en las ventanas de espejo del edificio Equitable. El gran arco, a la izquierda, en dirección al Mississipi, relucía destellando en la superficie del cielo blanco y caluroso.
Al cabo de un momento, todo quedó detrás de mí y con el Tempo pidiendo clemencia, me encontré en la autopista ladeando el río inmenso.
Era un mediodía de verano y la ciudad parecía un horno. El aire acondicionado del Tempo no era más que una pieza del salpicadero. Me encontraba pasando el reloj de la torre de la Union Station, y el viento que entraba por la ventana abierta me hinchaba las mangas de la camisa y me refrescaba el rostro. El Tempo tosía como un hombre viejo, pero aguantaba el tipo como un número uno. De esa forma lo podía hacer volar. Yo era una bala, un colibrí. Chicos maravillados en sus Jaguares inhalaban los gases de mi tubo de escape como si fuera cocaína. En pocos minutos (que me parecieron segundos) salí disparado por la rampa de salida y me catapulté en el centro de Dogtown. Una pasada rápida por la tienda de Pocum, pensé, y todavía podré llegar a casa más o menos a tiempo.
Bueno, confieso que la sangre se me espesó con el sentimiento de culpa. Mientras avanzaba por la avenida ruinosa, pasé por las tiendas rancias de color marrón oscuro en dirección a la vieja glorieta que yacía aburrida en el paseo y me sentí absurdo y deprimido. ¿Qué importa ya, llegado este punto?, me pregunté. Sin embargo, deseé no haberlo hecho. Deseé haber ido directamente a casa. Cuando la calle torcía, a media distancia, vislumbré la señal oval con el nombre Amoco que indicaba la gasolinera en la que Frank Beachum trabajaba. El lugar en el que el asesino había trabajado, en el que había trabajado el convicto, y me emocioné. A mí me encantan las escenas del crimen, así que me dije a mí mismo: ¡Ey! Aquí estoy, y me perdí explorando el terreno de lo que yo ya consideraba «mi asesinato, mi ejecución».
Y luego vi Pocum’s, justo a mi derecha.
La tienda de ultramarinos era una nave de ladrillo rojo con un toldo del mismo color en un tono más oscuro que sobresalía por encima de la acera. Era el último de una serie de pequeños comercios, una tienda de electrodomésticos, una peluquería, una tienda de animales, y todas tenían un aspecto similar. El aparcamiento estaba en el extremo, en la esquina con Art Hill. Giré ahí y reduje la velocidad del Tempo.
El coche chisporroteó cuando me encontraba cruzando el aparcamiento. Esto es, pensé. Me sentía como si ya conociera el lugar. Por ahí, a mi derecha, Frank Beachum salió disparado por la puerta. Había cruzado corriendo el extremo del aparcamiento, justo detrás de mí, en dirección a su coche. Allí, contra el costado del edificio, una pared sucia de ladrillo con ventanas ennegrecidas, se encontraba la máquina de refrescos que Nancy Larson había utilizado. Me acerqué con el Tempo y me paré Aquí está.
En el momento en que el coche se detuvo, el calor del día me envolvió. Inmediatamente, el interior del vehículo se tornó agobiante. El sudor se me extendió debajo de los brazos y me goteaba por las sienes hasta mojarme cl cuello de la camisa. Miré por la ventana la máquina de refrescos.
Estaba sola contra la pared. La parte frontal, convexa, mostraba imágenes de burbujas chispeantes y botellas con tapones que saltaban por todas partes. Cerca de la máquina un pequeño cartel de Budlite destacaba desamparado en rojo, blanco y azul. Aparte de eso y de las ventanas, la pared deslucida estaba pelada.
Me froté las palmas de las manos en el pantalón. Nancy Larson debía de haber bajado la ventana para utilizar la máquina, imaginé. Estaba pensada para ello, así podías comprar el refresco sin bajar del coche. Luego maniobró hacia atrás justo cuando Beachum, mientras Amy Wilson nadaba en su propia sangre detrás de él, salió de la tienda, giró a la derecha y se topó con ella.
Avancé con el Tempo hasta encontrar una plaza en el aparcamiento y paré el motor. Salí fuera del vehículo y sentí el calor del sol causando estragos, forzándome a entornar los ojos detrás de las gafas. Me pasé la mano por la frente y crucé el aparcamiento hasta llegar a la tienda.
Por el momento, todo mi sentimiento de culpabilidad se había desvanecido. Mi mujer y el desastre inminente habían quedado ocultos en algún lugar de mi mente y me sentía emocionado. Me entusiasman los escenarios del crimen. De verdad. Sobre todo cuando se trata de un asesinato. Es como el plató de una película y en cierto modo resulta tan familiar como una estrella del cine. Has leído cosas sobre las personas que mataron y murieron aquí. Has sufrido con la víctima y llorado viendo a sus pobres familiares sollozando por televisión. Has mirado con ceño al villano y te has preguntado qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos. Y de repente lo ves, el lugar donde tuvo lugar la tragedia.
Pasé por delante del escaparate y me detuve un instante en la acera mientras el tráfico sibilante de la avenida estaba detrás de mí. Allí, en la vitrina de la tienda de ultramarinos, justo delante de una serie de cajas de naranjas y tomates marchitos, al lado de una hilera de botellas polvorientas de aceite de oliva, había una señal, escrita a mano con un rotulador en una hoja de papel para máquina de escribir. ¡Ojo por ojo!, rezaba la nota. Beachum debe morir. Había un dibujo debajo de las palabras: una jeringa goteante con una calavera en el tubo. Noté la emoción en mis ojos al mirarlo, pues podía sacar algunos buenos comentarios para mi crónica de todo aquello. En serio: me entusiasman estas cosas.
Entré en la tienda.
Una serie de brillantes campanillas tintinearon desde el dintel de la puerta de cristal al empujarla y retiñeron de nuevo cuando la puerta se cerró detrás de mí. Noté que el frescor viciado del aire acondicionado me envolvía y me refrescaba. Eché una ojeada al pasillo mal iluminado, a las estanterías repletas de potes y cajas. El mostrador quedaba a mi izquierda. Un estante de golosinas pendía del mismo junto a una pecera repleta de tubos de loción solar que yacía sobre el mostrador. Ella había estado aquí de pie, pensé, justo detrás del mostrador. Amy Wilson. Su vientre curvado por la presencia del bebé, las manos levantadas inútilmente. ¡No, por favor! ¡Eso no! Y se desplomó tras ese mostrador con una bala en la garganta.
Ahora, otra joven ocupaba su lugar. Decepcionantemente poco atractiva, no se ajustaba en absoluto a la descripción de Amy. Era obesa, tenía el rostro malhumorado e hinchado. Sus pechos inmensos y su vientre sobresalían por la camiseta blanca de algodón. Alzó la mirada dejando de lado el diario sensacionalista que estaba leyendo: Un hombre da a luz a un alien a través de sus fosas nasales.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Al oír su voz, otra mujer me miró desde el fondo del pasillo. Bajita, pálida, con el pelo deslustrado sujeto con un pañuelo coloreado, y unos pantalones verdes que le apretaban demasiado el vientre. Merodeaba por la estantería de los detergentes con una bolsa de plástico roja colgando del brazo.
Brindé a la mujer del mostrador la mejor de mis sonrisas.
– Soy periodista -expliqué-. Trabajo en el News.
Fueron las palabras mágicas, tal como había sospechado. La dependienta abandonó definitivamente el diario sensacionalista y anadeó hacia mí, respirando profundamente mientras avanzaba. La mujer del pañuelo empezó a acercarse cautelosamente.
Entonces me percaté de que la dependienta llevaba una aguja en la camiseta, con unas letras mayúsculas de color rojo que decían: Recuerda a Amy.
Éste es el lugar en el que asesinaron a la señora Wilson, ¿no? -pregunté señalando el recordatorio.
– Y tanto que sí -respondió la mujer orgullosa. Su papada se desplegó y quedó colgando cuando se acercó. Señaló la aguja y la giró para que fuera más visible-. Estaba justo detrás de este mostrador, hace casi seis años exactamente.
– ¡Uff! -exclamé moviendo la cabeza.
Eché una ojeada atenta a la tienda, desde el techo hasta el suelo mugriento, como si fuera un monumento artístico.
– Pero esta noche nos tomaremos la revancha -prosiguió la dependienta-. Bueno, si los malditos abogados no se entrometen.
– Sí -observé acercándome despacio hacia ella, hacia el mostrador. ¡No, por favor! ¡Eso no!, pensé-. Como dice la nota del escaparate.
– Por supuesto -afirmó la mujer-. Fue el mismo Sr. Pocum quien puso el letrero. Dice que la aguja es demasiado poco para él, para Beachum. Hacer que se duerma es demasiado poco para él. Amy no tuvo tanta suerte. Deberían volver a utilizar la silla, eso es lo que yo creo, darle una buena sacudida o algo así.
Escuché esos pensamientos filosóficos con el ceño contemplativo.
– ¿Estaba usted aquí cuando ocurrió?
– No. Nosotros nos vinimos aquí hace un par de años -aclaró moviendo la cabeza con pesar.
– ¡Yo sí!
Era la otra mujer que salía del pasillo. Se unió a nosotros detrás del mostrador mortal, con la emoción iluminándole la cara pálida.
– Quiero decir que en aquel entonces yo vivía en el barrio. Mi casa no está ni a tres manzanas de la de la familia Wilson. Viven justo detrás de Fairmount, ni a tres manzanas. Siguen viviendo en el mismo sitio. Veía a Amy en la calle todos los días… Era una chica tan encantadora…
En ese instante les brindé una expresión de lamento. ¡Pobre chica encantadora! Por supuesto, me pregunté cómo se puede saber si una chica es encantadora viéndola de vez en cuando por la calle. Pero ¡qué diablos! A todo el mundo le gustan estas cosas. Todo el mundo desea formar parte del asesinato. De no ser así, yo no tendría trabajo.
– Ella también estaba embarazada -dijo la dependienta misteriosamente-. ¿Puede imaginárselo? ¿Qué tipo de persona…?
– ¿Puede imaginar cómo se deben sentir sus padres? -añadió la otra mujer.
– Vi a su marido hablando por televisión -prosiguió la dependienta-. La otra noche. Un tipo realmente encantador. Si quiere saber mi opinión, deberíamos volver a la silla eléctrica y conectarla a poca intensidad para que durara más tiempo.
Eliminé deliberadamente cualquier expresión facial que pudiera demostrar aprecio, lamento, contemplación o escándalo. Empecé a alejarme de ellas lentamente, examinando el lugar de arriba abajo. Metí las manos en los bolsillos y di unos cuantos pasos de manera despreocupada en uno de los pasillos. Analicé los paños para sacar brillo, las cajas de cereales y los potes de salsa para espagueti como si fueran obras curiosas y exquisitas en un museo.
Delante mío, en la pared posterior de la tienda, vi una serie de congeladores repletos de comida precocinada.
– El aseo está justo detrás -gritó la dependienta, jugando a guía turística-. El hombre estaba allí cuando ocurrió, salió y lo vio todo.
– Ummh… ¿de verdad? -pregunté.
Con una autorización tal, seguí curioseando hasta el final. Pasé los congeladores hasta llegar a una puerta en la pared del fondo. Era la entrada desde donde el testigo (había olvidado su nombre por completo) había visto a Frank Beachum salir por la puerta corriendo con la pistola. Avancé otro paso y curioseé por la esquina hasta llegar a una pequeña galería que conducía al asco. La puerta del mismo estaba entreabierta. Podía ver el extremo del inodoro y la pila. Aquí es donde ese tipo -el testigo- estaba cuando oyó el grito desesperado de Amy y el ruido del disparo. Bien, pensé, aquí está, de acuerdo. El baño. Efectivamente es un baño.
En aquel momento, por supuesto, me sentía muy sofisticado con todo aquello, muy irónico. Por las dos mujeres de la tienda, por su ávido deseo de formar parte de la historia, parte del asesinato. Toda su visita guiada y sus sentimientos sobre algo que no tenía nada que ver con ellas en absoluto. Su indignación moral. Son ridículas, pensé, así que me sentí sofisticado e irónico comparado con ellas. Debido a su ávido deseo y su curioseo horripilante eran muy distintas de mi ávido deseo y de mi curioseo horripilante. Porque mi ávido deseo y mi curioseo horripilante eran muy sofisticados, por no hablar de irónicos. Y cuando uno es sofisticado e irónico, bueno, entonces… todo es muy diferente.
Así que, de pie en la entrada trasera y con una sonrisa satisfecha en mi cara irónica, volví a adentrarme en la tienda.
Y la sonrisa satisfecha se congeló en mis labios.
Odio que esto ocurra… ¡pareces tan estúpido! Pero lo que vi frente a mí me cortó la respiración, me dejó seco. Era más que nada una sensación de pánico. Recuerdo una vez que tenía prisa porque había quedado con el líder de una banda en el Bronx, una entrevista muy dura. Necesitaba ir a esa entrevista, así que me metí en el coche y puse la llave en el encendido. El eje de la llave se rompió y con la llave rota, el encendido bloqueado. No pude hacer más que quedarme sentado pensar: Bueno, viejo, y ahora, ¿qué pasará?
Era una sensación muy parecida. Estaba en la puerta, sonriendo estúpidamente, parpadeando estúpidamente detrás de la fina montura metálica de mis gafas. Intentando no aceptar lo que veía delante de mí.
Vi bolsas de patatas fritas.
Un expositor repleto de bolsas. Bolsas de patatas fritas llenas a rebosar a un lado y otro, brillantes y sobresalientes. Estaban allí, todas juntas, en la estantería superior de un expositor metálico con rosquillas y ñam-ñams y pica-pica o lo que diablos fueran, llenando las estanterías hasta llegar al suelo.
Pero lo que de verdad me llamó la atención fueron las bolsas de patatas. A un metro ochenta y cinco del suelo, de modo que los últimos precintos de las bolsas de plástico estaban varios centímetros por encima de mi cabeza. De modo que los centros de las gordas bolsas de patatas estaban de lleno en mi campo visual y la lechuza divertida que la marca tenía como mascota miraba victoriosa y fijamente a mi cara boquiabierta.
De modo que resultaba imposible ver la puerta. De pie en la pequeña galería que daba paso al aseo. Donde el testigo declaró haber estado cuando vio a Frank Beachum salir corriendo de la tienda. Era imposible ver la puerta y era imposible ver el mostrador. ¡Cielos! Con esa enorme estantería repleta de fruslerías para picar, no se podía ver ni un pijo excepto el estrecho pasillo junto a la pared trasera. Habría tenido que avanzar hacia la derecha, puesto que a la izquierda la puerta seguía estando fuera del alcance de la vista detrás de las cajas de pasta. Habría sido necesario retroceder hasta donde estaban los congeladores antes de siquiera poder ver el mostrador donde tuvieron lugar los disparos. E incluso entonces, era necesario dar un paso o dos más antes de poder ver la puerta por encima de la estanterías de especias.
Pero desde donde yo estaba, desde donde el testigo había dicho que estaba, resultaba imposible ver a alguien disparando a quien fuera. Y sin duda alguna era imposible ver a ese alguien saliendo por la puerta delantera.
No se podía ver nada más que las bolsas de patatas.
No, pensé. No, no puedo hacer esto. Es absurdo. Ocurrió hace seis años. Seguramente desplazaron el expositor, seguramente han cambiado toda la tienda. El testigo debía de medir dos metros diez. ¿Cómo podría saberlo? No, no puedo hacer esto. Tenía que irme a casa. Tenía que contentar a mi esposa. Tenía que llevar a Davy al zoológico. Era la hora. La hora de irme a casa. Y ya era tarde.
Aun así, durante el minuto que siguió, durante los largos sesenta segundos que pasé con la maldita lechuza, la larga hilera de lechuzas, sonriendo ti sonriéndome desde las bolsas amarillas, no pude hacer más que permanecer inmóvil. Sonriendo estúpidamente. Parpadeando.
Y pensando: Bueno, viejo, y ahora, ¿qué pasará?