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Jules se inclinó; todavía sonreía y no apartó de mí su mirada.
– Topaz, según me enteré, había decidido que yo fuera testigo. Al principio Tansy y yo tuvimos que esperar sentados mientras ella llevaba a cabo los arreglos para la transferencia del dinero desde Inglaterra, cosa que hizo con toda formalidad. Cuando eso estuvo listo, dijo: «Quiero hacer un testamento.»
»El abogado era un tipo bajo y calvo. Resultaba obvio que estaba cautivado por Topaz, como la mayoría de la gente. Le dijo que si le explicaba lo que deseaba, tomaría notas y le enviaría un borrador. Pero Topaz nunca esperaba, para nada. Explicó que quería hacerlo allí mismo y en ese momento; además no era complicado. Así pues, el abogado tuvo que ceder, como hacía la mayoría de la gente, y Topaz dictó. Recuerdo cada palabra textualmente: "A mi fiel doncella y amiga, Tansy Mills, lego quinientas libras para que compre una casita y unos patos. Eso es todo."
»Por supuesto, era la primera vez que yo oía hablar de los patos y no pude evitar reír. El abogado me clavó la mirada. "Pero sus propiedades suman más que quinientas libras", comentó. "¿Y qué si es así?", respondió ella. "¿Qué pasará con el resto? Normalmente iría al pariente más cercano, ¿es eso lo que desea?", insistió él. Topaz se puso furiosa y dijo: "No, de ninguna manera. El único pariente que tengo es un hermano y no pienso dejarle nada, ni a él ni a su familia. Ni un penique."
Tansy interrumpió a Jules.
– Me había hablado de este hermano. La ignoró durante años, luego trató de que le prestara un montón de dinero cuando a ella empezaba a irle bien y, como ella se negó, le dijo que ardería en el infierno por su vida pecadora.
Jules continuó con su relato:
– El abogado sugirió que legara su dinero a una buena causa, aunque para entonces Topaz ya se había burlado y creo que se estaba aburriendo. Dijo que los huérfanos y los caballos viejos no eran muy divertidos. Pero de pronto se le ocurrió una idea. «Lo dejaré a las sufragistas», exclamó.
Jules hizo una pausa. No comenté nada. Ya empezaba a darme cuenta de que a Jules Estevan le divertía hacer experimentos con la gente.
– Le dije: «No sabía que creyeras en ellas.» Ella contestó: «Y no creo, pero piensa en cuánto irritará a mi hermano.» Insistió en que pusiéramos bien el nombre de la organización y para estar seguros tuvimos que buscarlo en un viejo número del Times en la oficina del abogado. Él redactó el testamento y Topaz lo firmó, un hombre del consulado y yo fuimos testigos. Y así, señorita Bray, es como Topaz Brown legó su fortuna a la Unión Social y Política de Mujeres.
Guardé silencio. Me preguntaba qué diría Emmeline al enterarse, y pensé que al salir a la luz en los tribunales esto no ayudaría a nuestra causa. Podría alegarse que la frivolidad no constituía prueba de una mente trastornada, pero no resultaba muy atractivo como argumento.
– Sabía que no saldría nada bueno burlándose de los testamentos -afirmó Tansy-. Se lo dije entonces, pero no quiso escucharme.
Creo que Jules Estevan se sintió decepcionado al no conseguir de mí una reacción clara, e inquirió:
– ¿Es muy importante este dinero para su movimiento, señorita Bray?
– Es vital. Por primera vez el electorado nos presta atención. El año pasado nuestra intervención influyó en el resultado de las elecciones parciales, en Peckham, en el centro de Devon y en el noroeste de Manchester. Las próximas elecciones generales serán las más importantes para nosotras desde que existimos como organización, y necesitamos dinero para apoyar a los candidatos dispuestos a votar a favor de nuestra causa en el Parlamento.
– ¿Y aceptaría el dinero de Topaz, después de lo que ha oído?
– Aceptaría dinero del mismísimo diablo, si eso pudiera ayudarnos.
Tansy refunfuñó, pero no la entendí. Aparté mi copa de vino medio vacía, era tan bueno que tenía ganas de beber más, pero hacía calor en la habitación, la cabeza me daba vueltas y todavía quedaba mucho por hacer.
– ¿Qué hora era cuando salieron del bufete del abogado? -pregunté a Jules.
Él miró a Tansy con expresión interrogante.
– Más de las cuatro -contestó ella-. Lo sé porque al llegar al hotel era la hora del té.
– ¿De qué humor se encontraba Topaz en el camino?
– No dejó de reírse por lo de los patos y las sufragistas, ¡y de su hermano!
– ¿Risa histérica?
– No; normal. Era como un niño con un juguete nuevo muy divertido.
– ¿Tomó el té con ella?
– No; tenía otro compromiso, por lo que me dejó frente a los otros hoteles, y ésa fue la última vez que la vi.
– ¿Qué fue lo último que le dijo?
– Me saludó con la mano mientras el carruaje emprendía camino y me dijo que me vería al día siguiente a la hora de costumbre.
– ¿Con normalidad?
– Con total normalidad.
– ¿No tuvo usted ninguna premonición?
– Ninguna.
Me volví hacia Tansy.
– ¿Recibió invitados para el té?
– No. Durante el té solía planear la parte seria del día. Nos asegurábamos de que esta habitación y el dormitorio estuviesen dispuestos y las flores, arregladas. En el mejor lugar poníamos el ramo enviado por quienquiera que fuera a visitarla por la noche. Si iba a salir a cenar o a una recepción, ése era el momento en que decidía qué se pondría y con qué joyas. Si recibía a alguien aquí, entonces llamábamos a la cocina y ordenábamos la cena, y escogíamos el vino de su reserva especial. Quizá escribía una o dos notas en respuesta a invitaciones. Luego, si le convenía, me decía quién sería el invitado. Supuse que esa noche sería lord Beverley, pero ella no me dijo nada.
– ¿Escribió una nota ese día?
– Un par.
– ¿A quién?
– No lo sé. Las puse en la mesa de fuera y un botones subió a buscarlas, como de costumbre, antes de la cena. No las miré.
– ¿Notas largas?
– No, lo suyo no eran las notas largas. Por lo general eran de un par de palabras.
– ¿Qué hizo después de escribir las notas?
– Tomó tranquilamente el té y leyó parte de la correspondencia que había llegado mientras estuvimos fuera.
– ¿Algo en ella la molestó?
– No.
– ¿No hubo ningún cambio en su rutina habitual?
Esperaba otro no, pero no lo recibí. En su rostro apareció una expresión angustiada, y los dedos de su mano derecha frotaron y retorcieron un pliegue de su vestido negro.
– Fue entonces cuando empezó a actuar… bueno, no como siempre.
Le dolió reconocerlo.
– ¿En qué sentido?
– Bueno, llevaba un rato sentada allí, y pensé que debía recordarle que era tiempo de arreglarse. Después de todo, todavía no se había retirado del negocio. Le dije: «Esta noche qué será, ¿fuera o aquí?» Ella alzó la mirada de una carta que estaba leyendo y dijo: «¡Oh!, aquí.» «Será su señoría, ¿eh?», le pregunté. Me di cuenta de que estaba de un humor raro, como un niño a punto de cometer una diablura. Dijo que no, que su padre el duque había llegado, por lo que no podía venir a verla, pero de todos modos no me indicó a quién esperaba. Así que le pregunté si había decidido lo que iba a pedir para la cena. «Nada», dijo.
»Me entretuve recogiendo las cosas del té, algo irritada. No debí irritarme, me dirá, por eso de las quinientas libras, pero ni siquiera las recordaba. Creí que se trataba sólo de una de sus bromas, una manera de añadir sabor a una tarde aburrida en el bufete del abogado. Al cabo de unos minutos todavía no había dicho nada y le pregunté: "¿Qué vestido quiere que le prepare?" "El marrón sencillo, con el chal color crema y el sombrero de paja marrón", me contestó. Me dejó anonadada. "¡Pero si ése es un vestido de día!", le dije. "Lo sé. Voy a salir de compras", me dijo.
»Bueno, eso era algo inconcebible. Las damas no salen de compras a las seis de la tarde, ¿verdad? Sólo lo hacen las esposas de los tenderos que van por lo de la cena. Le dije: "¿Por todos los santos, qué quiere comprar a estas horas?" "¡Oh!, sólo unas cosas", dijo ella. "Bueno, dígame cuáles y yo iré a buscarlas", le dije. Pero insistió en ir ella misma.
»Se puso el vestido marrón, salió y regresó en menos de una hora. Yo me encontraba en el dormitorio, por lo que no vi si traía algo. Cuando volví al salón, había abierto una de las ventanas del balcón y estaba allí, de pie, mirando. Me dijo: "Tansy, ¿te gustaría tener la noche libre?" "¿Libre, señorita?", le pregunté. Y ella me dijo: "No te necesitaré esta noche. De hecho, no te quiero aquí."
Tansy se interrumpió de golpe. Me miró, como si esperara que expresase algo, consternación, incredulidad, no sé. Me quedé perpleja, pues me parecía algo que una mujer, sobre todo una como Topaz, diría normalmente a su criada. Al no obtener la reacción adecuada, Tansy empezó a hablar de nuevo. Poco faltaba para que llorara.
– Eso me hirió profundamente. Yo nunca cotilleaba, el señor Jules se lo dirá. En los seis años que llevaba con ella había sido la discreción en persona. No había suficiente dinero en el mundo para hacerme ser desleal a Topaz. Debió de ver que me había herido, porque se acercó y me puso el brazo sobre los hombros y me dijo: «¡Oh, Tansy, no quería decir eso! Aunque tuviera a todos los príncipes reales de Europa aquí juntos y al presidente de Estados Unidos, no te haría salir. Te tengo más confianza que a mí misma.» «Eso me parecía, señorita», le dije. Y ella repuso: «Lo sabes. Bien, deja de poner esa cara tan trágica. Te he reservado una agradable habitación para esta noche en el segundo piso, y por la noche podrás ir al puerto a ver a esa amiga tuya.» Casi me estaba rogando, como una madre que trata de evitar que su hijo la avergüence. Añadió: «Luego, por la mañana podrás traerme el desayuno como siempre, y quizá te lo cuente todo. Pero quiero estar sola esta noche.» Y yo, todavía con dureza, le dije: «No tenía por qué esforzarse tanto.» Y ella respondió: «Tansy, no tengo nada contra ti, te lo aseguro. Es sólo una especie de broma que estoy preparando.»
No pude evitar interrumpirla.
– ¿Dijo eso, que era una broma?
– Sí, y en ese momento me sentí mejor. Le encantaba gastar bromas, ¿verdad, señor Jules? Se tomaba horas interminables para planearlas.
– Es muy cierto -convino Jules-. Topaz era capaz de hacer casi cualquier cosa por una broma.
– ¿Así que usted se marchó? -pregunté.
– No me quedaba más remedio. Parecía tener mucha prisa para sacarme de aquí. Dejó que le preparara el baño y dispusiera su bata, nada más. Lo último que vi fue cómo se metía en la bañera, rodeada de perfume de sándalo y con una sonrisa, como un niño que planea una travesura.
– ¿E hizo lo que ella le ordenó, o sea, no regresó hasta la mañana siguiente?
– No, y se me encoge el corazón cuando pienso en ello.
– Pero si ella le había dicho que no lo hiciera…
– No debí hacerle caso. Debí saber que no estaba a salvo a solas, con esa de ahí enfrente al acecho.
Yo ya había decidido que Tansy no se mostraba nada cuerda cuando de la rival de Topaz se trataba. Para cambiar de tema, le pregunté si había ido a ver a su amiga.
– Sí. Se llama Janet. La conocí cuando vinimos el año pasado. Es escocesa pero fue y se casó con un funcionario de aduanas francés. De hecho, me quedé toda la noche en su casa y no usé la habitación que Topaz me había reservado. Su marido estaba de viaje y uno de los niños se sentía mal; así que para cuando acosté a los otros niños, preparé la cena y charlé largo rato con Janet, pasaba de la medianoche. Ella no quería que regresara caminando al hotel y a esa hora no se encuentran carruajes de alquiler en el puerto, así que me quedé y compartimos su cama.
– ¿A qué hora regresó por la mañana?
– No me apresuré. Topaz nunca quería desayunar antes de las diez. Llegué poco después de las nueve y entré por la puerta principal, en lugar de la lateral, para ver si había carta de Rose. Cuando subí a nuestra suite, la puerta de su dormitorio seguía cerrada, como de costumbre, así que fui a mi habitación y la ordené un poco. Entonces el camarero entró con la bandeja del desayuno y yo llamé a la puerta del dormitorio de Topaz, como siempre.
– ¿Y entró y la encontró…?
– Al principio creí que estaba dormida, pero no se movía. Le dije: «Su desayuno, señorita», pero había algo en mi voz que me estremeció. Como seguía sin moverse, le toqué el hombro suavemente, y entonces, claro, lo supe. Estaba fría. Pero no podía creérmelo todavía. Bajé las sábanas para ver si le latía el corazón. No daba crédito a mis ojos.
Jules estaba inclinado, escuchando atentamente y, en mi opinión, casi con morbosidad.
– Y lo que sigue es realmente extraño -dijo-. Cuéntale a la señorita Bray a qué no daban crédito tus ojos.
Me preparé para oír algo horroroso y en principio no entendí lo que Tansy estaba explicando. Sus palabras brotaron en indignados borbotones.
– Verá, sabía que era muy quisquillosa. Ni siquiera la emperatriz de Rusia lo sería más con la ropa interior; la suya era toda hecha a mano con la seda y el satén más finos que pudiesen comprarse. Pero esa vez llevaba pantaletas de algodón baratas, limpias, sí, pero del tipo que se pondría la dependienta de una tienda en su luna de miel en Southend: lazos de color rosa y bordado inglés hecho a máquina. Además, junto a la cama había una combinación de muselina rosa, olán de tul y más lazos rosas, de lo más corriente. No pude evitarlo y exclamé: «¡Oh, Topaz!, ¿qué se ha hecho? ¿Qué ha hecho?»