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9:00
Michener vio aterrizar el helicóptero del Vaticano por la ventana del dormitorio. No había dejado a Clemente desde que hiciera el descubrimiento, y había utilizado el teléfono que había junto a la cama para llamar al cardenal Ngovi a Roma.
El africano era el camarlengo, chambelán de la Iglesia, la primera persona a la que había que informar de la muerte de un Papa. De acuerdo con el derecho canónico, Ngovi se encargaría de administrar la Iglesia durante el período de sede vacante, la denominación oficial que recibía ahora el gobierno vaticano. No había sumo pontífice. En su lugar, Ngovi, junto con el Sacro Colegio de cardenales, se pondría al frente de un gobierno que duraría las próximas dos semanas, un tiempo durante el cual se llevarían a cabo los preparativos del funeral y se organizaría el cónclave venidero. Como camarlengo, Ngovi no haría las veces de Papa, sino tan sólo de suplente, si bien su autoridad era clara, cosa que a Michener le parecía estupenda. Alguien tendría que controlar a Alberto Valendrea.
Las palas del helicóptero se detuvieron, y la puerta de la cabina se abrió. Ngovi fue el primero en salir, seguido de Valendrea, ambos vestidos de púrpura. Al ser el secretario de Estado, la presencia de Valendrea era necesaria. Detrás de éste iban dos obispos más, además del médico del Papa, cuya asistencia Michener había solicitado expresamente. No le había contado a Ngovi ningún detalle relativo al fallecimiento, ni tampoco había dicho nada al personal de la villa, informando tan sólo a la monja y al camarero para que éstos se cercioraran de que nadie entrase en el dormitorio.
Pasaron tres minutos antes de que se abriera la puerta de la cámara y entraran los dos cardenales y el médico. Ngovi cerró la puerta y echó el pestillo. El médico se acercó a la cama y examinó a Clemente. Michener lo había dejado todo exactamente igual que lo había encontrado, incluyendo el computador portátil del Papa, que seguía encendido, conectado a una línea de teléfono, la pantalla brillante, con un salvapantallas programado especialmente para Clemente: una tiara cruzada con dos llaves.
– Dime qué ha sucedido -pidió Ngovi al tiempo que dejaba en la cama una pequeña cartera negra.
Michener explicó lo que había encontrado y después señaló la mesa. Ninguno de los cardenales había reparado en el frasco de comprimidos.
– Está vacío.
– ¿Está diciendo que el sumo pontífice de la Iglesia católica se ha suicidado? -inquirió Valendrea.
Michener no estaba de humor.
– No estoy diciendo nada, sólo que en ese frasco había treinta pastillas.
Valendrea se volvió hacia el médico.
– ¿Qué opina usted, doctor?
– Lleva muerto algún tiempo, cinco o seis horas, quizás más. No hay señales de trauma, nada que indique en apariencia un paro cardiaco. Ni pérdida de sangre ni contusiones. A primera vista todo apunta a que murió mientras dormía.
– ¿Pudo ser por las pastillas? -quiso saber Ngovi.
– No hay forma de decirlo, a no ser que se realice una autopsia.
– Ni hablar -se apresuró a decir Valendrea.
Michener miró al secretario de Estado.
– Es preciso que lo sepamos.
– No es preciso que sepamos nada -contestó Valendrea alzando la voz-. A decir verdad es mejor que no sepamos nada. Deshágase de ese frasco. ¿Se imagina la repercusión que tendría en la Iglesia que llegara a saberse que el Papa se quitó la vida? La mera insinuación causaría un daño irreparable.
Michener ya había sopesado eso mismo, pero estaba resuelto a manejar la situación mejor que cuando Juan Pablo I falleció de repente en 1978, cuando tan sólo llevaba treinta y tres días de pontificado. Los posteriores rumores y la información engañosa -destinada únicamente a ocultar el hecho de que había sido una monja y no un sacerdote la que había hallado el cadáver- no hicieron sino alimentar la idea de un asesinato entre los conspiradores.
– Estoy de acuerdo -convino Michener-. Un suicidio no se puede hacer público, pero deberíamos saber la verdad.
– ¿Para tener que mentir? -preguntó Valendrea-. Mejor que no sepamos nada.
Era interesante que a Valendrea le preocupara mentir, pero Michener no dijo nada.
Ngovi miró al médico.
– ¿Bastaría con una muestra de sangre?
El médico asintió.
– Tómela.
– No tiene usted autoridad -bramó Valendrea-. Haría falta consultar al Sacro Colegio. Usted no es Papa.
Ngovi permaneció inexpresivo.
– Yo, por mi parte, quiero saber cómo murió este hombre. Su alma inmortal me preocupa. -Ngovi se dirigió al médico-: Realice usted mismo el análisis y luego destruya la muestra. Comuníqueme el resultado sólo a mí. ¿Está claro?
El otro asintió.
– Se está usted excediendo, Ngovi -afirmó Valendrea.
– Hable de ello con el Sacro Colegio.
El dilema de Valendrea era divertido: no podía invalidar la decisión de Ngovi ni tampoco podía, por razones evidentes, discutir el asunto con los cardenales. De modo que el toscano, sabiamente, mantuvo la boca cerrada. Michener se temía que tal vez sólo estuviese dejando actuar a Ngovi para que él mismo cavara su propia fosa.
Éste abrió la cartera negra que había traído consigo, sacó un martillo de plata y a continuación se dirigió a la cabecera de la cama. Michener comprendió que era obligación del camarlengo llevar a cabo el ritual que estaba a punto de presenciar, por inútil que pudiera ser.
Ngovi golpeó con suavidad la frente del pontífice con el martillo y le hizo la pregunta que llevaba siglos planteándose a los cadáveres de los Papas:
– Jakob Volkner, ¿estás muerto?
Transcurrió todo un minuto de silencio y a continuación Ngovi repitió la pregunta. Tras otro minuto de silencio, preguntó por tercera vez.
Después efectuó la correspondiente declaración:
– El Papa ha muerto.
Ngovi extendió el brazo y levantó la mano derecha de Clemente. El anillo del pescador ceñía el cuarto dedo.
– Qué extraño -comentó-. Clemente no solía llevarlo.
Michener sabía que era cierto: el aparatoso anillo de oro era más un sello que una joya. Representaba a san Pedro el pescador, rodeado por el nombre de Clemente y la fecha de investidura. Había sido colocado en el dedo de Clemente después del último cónclave por el camarlengo de entonces y se utilizaba para sellar las cartas del pontífice. Rara vez se llevaba, y Clemente lo evitaba.
– Quizás supiera que lo buscaríamos -apuntó Valendrea.
Tenía razón, pensó Michener. Al parecer existía cierta planificación, algo muy de Jakob Volkner.
Ngovi retiró el anillo y lo introdujo en un saquito de terciopelo. Después, ante la reunión de cardenales, utilizaría el martillo para hacer añicos el anillo y el sello de plomo del Papa: de esa forma nadie podría sellar ningún documento hasta que se hubiera elegido un nuevo papa.
– Listo -anunció Ngovi.
Michener cayó en la cuenta de que el traspaso de poder había concluido. El pontificado, de treinta y cuatro meses de duración, de Clemente XV, 267° sucesor de san Pedro, el primer alemán en ostentar el trono en novecientos años, había terminado. A partir de ese instante él ya no era el secretario del Papa: tan sólo era un monseñor al servicio temporalmente del camarlengo de la Iglesia.
Katerina cruzó a la carrera el aeropuerto Leonardo da Vinci en dirección al mostrador de Lufthansa. Había reservado plaza en el vuelo de la una a Francfurt. Después no estaba segura de cuál sería su próximo destino, pero por eso ya se preocuparía al día siguiente o al otro. Lo principal era que Tom Kealy y Colin Michener formaban parte del pasado, y era hora de hacer algo con su vida. Se sentía fatal por haber engañado a Michener, pero dado que no se había puesto en contacto con Valendrea y que no le había contado gran cosa a Ambrosi, tal vez la falta le fuera perdonada.
Se alegraba de haber terminado con Tom Kealy, aunque dudaba que él le diera mayor importancia. Kealy estaba ascendiendo y no necesitaba una lapa, y así era exactamente como ella se sentía. Cierto que él necesitaría a alguien que realizara todo el trabajo por el que al final él se llevaría el mérito, pero estaba segura de que aparecería otra mujer que ocuparía su lugar.
La terminal estaba concurrida, pero empezó a percatarse de que la gente se apiñaba en torno a los televisores que salpicaban el lugar. Su mirada finalmente se posó en una de las pantallas que había en alto. Una vista aérea de la plaza de San Pedro. Al acercarse al monitor oyó: «Aquí reina una profunda tristeza. Todos los que amaban a Clemente XV sienten su muerte. Se le echará de menos.»
– ¿El Papa ha muerto? -preguntó en voz alta.
Un hombre con un abrigo de lana le respondió:
– Murió la otra noche mientras dormía, en Castelgandolfo. Que Dios lo acoja en su seno.
Katerina se quedó desconcertada. Había desaparecido un hombre al que había odiado durante años. Ni siquiera había llegado a conocerlo. Michener intentó presentarlos una vez, pero ella se negó. Por aquel entonces Jakob Volkner era el arzobispo de Colonia, la persona en la cual veía todo lo que ella despreciaba de la religión organizada, por no hablar del otro extremo del tira y afloja que arrastraba la conciencia de Michener. Ella había perdido esa batalla, y desde entonces tenía celos de Volkner, no por lo que pudiera o no haber hecho, sino por lo que simbolizaba.
Ahora había muerto, y Colin debía estar desolado.
Una parte de ella le decía que fuera al mostrador y volara a Alemania. Michener sobreviviría, siempre lo hacía. Pero pronto habría un nuevo Papa, nuevos nombramientos. Una nueva oleada de sacerdotes, obispos y cardenales inundaría Roma. Ella sabía lo suficiente acerca de la política del Vaticano para darse cuenta de que los aliados de Clemente estaban acabados: su carrera tocaba a su fin.
Nada de ello era su problema, y sin embargo una parte de sí le decía que lo era. Tal vez costara realmente romper las viejas costumbres.
Dio media vuelta, equipaje en mano, y salió de la terminal.
Castelgandolfo, 14:30
Valendrea miró fijamente a los cardenales reunidos. El ambiente era tenso, muchos de los hombres daban vueltas por la estancia en una inusitada muestra de nerviosismo. Había catorce en el salón de la villa, sobre todo cardenales que formaban parte de la curia u ocupaban puestos cerca de Roma y habían acudido a la llamada que se había realizado hacía tres horas a los 160 miembros del Sacro Colegio: clemente xv ha muerto, venga inmediatamente a roma. A aquellos que se hallaban en un radio de unos ciento cincuenta kilómetros del Vaticano se les había hecho llegar un mensaje adicional que les instaba a personarse en Castelgandolfo a las dos de la tarde.
Había dado comienzo el interregno, ese período de tiempo que mediaba entre la muerte de un Papa y la elección de otro, un lapso de incertidumbre en que las riendas del poder papal se aflojaban. En siglos pasados ése era el momento en el que los cardenales se hacían con el control comprando votos para el cónclave a cambio de promesas o violencia. Valendrea echaba de menos esos tiempos. El vencedor debía ser el más fuerte; el débil no tenía sitio en la cima. Pero las elecciones modernas eran mucho más benevolentes. Ahora las batallas se libraban con cámaras de televisión y sondeos. Escoger a un Papa que fuese popular se consideraba mucho más importante que escoger a un Papa competente. Lo cual, Valendrea pensaba a menudo, explicaba más que cualquier otra cosa el ascenso de Jakob Volkner. Estaba encantado con la concurrencia: casi todos los hombres que habían acudido estaban con él. En su último recuento aún le faltaban votos para conseguir los dos tercios más uno necesarios para una primera victoria, pero entre él, Ambrosi y las cintas, durante las dos semanas siguientes se aseguraría el respaldo que necesitaba.
No estaba seguro de lo que iba a decir Ngovi, pues ambos no habían hablado desde que coincidieran en el dormitorio de Clemente. Sólo podía esperar que el africano utilizara el sentido común. Ngovi se hallaba hacia un extremo de la alargada habitación, erguido delante de una elegante chimenea de mármol blanco. Los demás príncipes también estaban de pie.
– Eminencias -comenzó Ngovi-, más adelante requeriré su ayuda para que entre todos podamos planificar las exequias y el cónclave. Creo que es importante que le demos a Clemente el mejor adiós. La gente lo amaba, y debería concedérsele la oportunidad de despedirlo debidamente. A ese respecto, acompañaremos el cuerpo hasta Roma esta misma tarde, y se celebrará una misa en San Pedro.
Muchos de los cardenales asintieron.
– ¿Se sabe cómo murió el Santo Padre? -preguntó uno de los cardenales.
Ngovi lo miró y repuso:
– Aún está por determinar.
– ¿Hay algún problema? -inquirió otro.
El camarlengo estaba rígido.
– Parece haber muerto apaciblemente mientras dormía, pero yo no soy médico. Su médico determinará la causa de la muerte. Todos nosotros éramos conscientes de que la salud del Santo Padre se estaba deteriorando, así que esto no nos pilla del todo por sorpresa.
A Valendrea le complacieron los comentarios de Ngovi, y sin embargo otra parte de sí sentía preocupación. Ngovi se encontraba en una posición dominante y parecía disfrutar de su prestigio. En las últimas horas el africano ya había ordenado al maestro de ceremonias pontificias y a la cámara apostólica que comenzaran a administrar la Santa Sede. Tradicionalmente, esas dos oficinas dirigían la curia durante el interregno. También había tomado posesión de Castelgandolfo al dar órdenes a la guardia de que no dejara entrar a nadie, incluidos los cardenales, sin su autorización expresa y había decretado que sellaran las dependencias del Papa en el Palacio Apostólico.
Además, se había puesto en contacto con la oficina de prensa del Vaticano, había dispuesto la emisión de una declaración ya preparada sobre el fallecimiento de Clemente y había delegado en tres cardenales la tarea de informar personalmente a los medios de comunicación. Al resto le había sido ordenado que declinara las entrevistas. Al cuerpo diplomático del mundo entero también se le había advertido que evitara cualquier relación con la prensa, si bien se le alentaba a poner al corriente a sus respectivos jefes de Estado. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y España ya habían expresado su más sincera condolencia.
Ninguna de las medidas adoptadas hasta el momento excedía las atribuciones del camarlengo, de manera que Valendrea no podía decir nada. Pero lo último que le hacía falta era que los cardenales sacaran fuerza de la fortaleza de Ngovi. Sólo dos camarlengos de la era moderna habían sido elegidos Papa, así que el cargo no era un trampolín hacia el pontificado. Pero por desgracia tampoco lo era el de secretario de Estado.
– ¿Comenzará el cónclave a tiempo? -quiso saber el cardenal de Venecia.
– Dentro de quince días -contestó Ngovi-. Estaremos listos.
Valendrea sabía que, conforme a las leyes promulgadas en la Constitución Apostólica de Juan Pablo II, se trataba del período de tiempo mínimo que había de transcurrir antes de que empezara un cónclave. El tiempo destinado a los preparativos se había visto reducido gracias a la construcción del Domus Sanctae Marthae, un espacioso complejo similar a un hotel que por lo general utilizaban los seminaristas. Ya no era preciso que todas las alcobas disponibles se convirtieran en improvisadas habitaciones, y Valendrea se alegraba de que las cosas hubieran cambiado. El nuevo centro al menos era cómodo. Se utilizó por primera vez durante el cónclave de Clemente, y Ngovi ya había dispuesto que prepararan el edificio para los 113 cardenales menores de ochenta años que se hospedarían allí durante la votación.
– Cardenal Ngovi -dijo Valendrea, llamando la atención del africano-, ¿cuándo se expedirá la partida de defunción? -Esperaba que sólo Ngovi captara el verdadero mensaje.
– He solicitado la presencia del maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias, los prelados clérigos, el secretario y el canciller de la cámara apostólica esta noche en el Vaticano. Tengo entendido que para entonces ya se sabrá cuál fue la causa de la muerte.
– ¿Se le está practicando la autopsia? -preguntó uno de los cardenales.
Valendrea sabía que ése era un tema delicado: la autopsia sólo se le había practicado a un Papa, y únicamente para determinar si Napoleón lo había envenenado. Se habló de realizársela a Juan Pablo I cuando falleció de forma tan inesperada, pero los cardenales lo impidieron. Sin embargo ahora la situación era distinta. El primero de esos pontífices tuvo una muerte sospechosa, y el otro falleció de repente, mientras que la defunción de Clemente no era inesperada. Tenía setenta y cuatro años cuando fue elegido y, después de todo, la mayoría de los cardenales lo había escogido simplemente porque no viviría mucho.
– No se le practicará la autopsia -contestó Ngovi de forma inexpresiva.
Su tono indicaba que el tema no admitía discusión. Por lo común, a Valendrea le habría ofendido que se pasara de la raya, pero esta vez no fue así. Exhaló un suspiro de alivio. Al parecer su rival había decidido seguirle el juego, y gracias a Dios ninguno de los cardenales puso en duda la decisión. Unos cuantos miraron hacia él como esperando una respuesta, pero su silencio fue la señal de que el secretario de Estado estaba satisfecho con la decisión del camarlengo.
Aparte de las implicaciones teológicas que tendría el suicidio de un Papa, Valendrea no podía permitirse el lujo de que se produjera una oleada de compasión por Clemente. No era ningún secreto que el Papa y él no se llevaban bien. Era posible que la prensa planteara preguntas, y no quería que le colgaran el sambenito de haber sido el hombre que llevó a un Papa a la tumba. Tal vez los cardenales que sintieran miedo por sus propias carreras eligieran a otro, como a Ngovi, que sin duda despojaría a Valendrea de cualquier atisbo de poder, con cintas o sin cintas. En el último cónclave había aprendido a no subestimar jamás el poder de una coalición. Afortunadamente parecía que Ngovi había resuelto que el bien de la Iglesia debía prevalecer sobre aquella oportunidad de oro que se le presentaba para derribar a su principal rival, y a Valendrea le complació esa debilidad. De haberse invertido los papeles, él no habría mostrado la misma deferencia.
– Aunque me gustaría añadir una advertencia -continuó Ngovi.
Valendrea seguía sin poder decir nada, y se percató de que el obispo de Nairobi parecía disfrutar de su voluntario autodominio.
– Les recuerdo a cada uno de ustedes su juramento de no discutir el próximo cónclave con anterioridad a nuestro encierro en la Capilla Sixtina. No habrá campaña ni entrevistas con la prensa ni se expresarán opiniones. Tampoco se hablará de los posibles candidatos.
– No hace falta que me sermonee -espetó un cardenal.
– Puede que a usted no, pero hay otros a los que sí les hace falta.
Y con esas palabras Ngovi abandonó la estancia.
15:00
Michener se sentó en una silla junto a la mesa y contempló cómo dos monjas lavaban el cuerpo de Clemente. El médico había concluido el reconocimiento hacía horas y había vuelto a Roma con la muestra de sangre. El cardenal Ngovi ya había determinado que no habría autopsia, y dado que Castelgandolfo formaba parte del Estado Vaticano, territorio soberano de una nación independiente, nadie cuestionaría su decisión. Con poquísimas excepciones, allí regía la legislación canónica, no la italiana.
Resultaba extraño mirar el cuerpo desnudo de un hombre al que conocía desde hacía más de un cuarto de siglo. Recordó los momentos que habían compartido. Clemente fue quien lo ayudó a darse cuenta de que su padre biológico sencillamente pensó más en sí mismo que en su hijo y le habló de la sociedad irlandesa y de la presión a la que sin duda se vio sometida su madre siendo soltera. «¿Cómo vas a culparla?», le preguntó Volkner. Y él se mostró conforme: no podía culparla. El resentimiento no haría sino empañar los sacrificios que habían hecho sus padres adoptivos. Así que al final dejó a un lado la ira y perdonó a la madre y al padre que nunca había conocido.
Ahora miraba el cuerpo exangüe del hombre que había contribuido a que ese perdón fuera posible. Se encontraba allí porque el protocolo exigía la presencia de un sacerdote. Por lo general era el maestro de ceremonias quien se encargaba, pero el monseñor no estaba disponible, de modo que Ngovi dispuso que él lo sustituyera.
Se levantó de la silla y se puso a dar vueltas delante de la cristalera mientras las monjas finalizaban el baño y entraban expertos embalsamadores, los cuales pertenecían al mayor tanatorio de Roma y eran responsables de embalsamar a los Papas desde Pablo VI. Portaban cinco botellas con una solución rosada, que depositaron en el suelo con suavidad.
Uno de los expertos se dirigió a Michener:
– Padre, tal vez prefiera esperar fuera. No es un espectáculo muy agradable para los que no están acostumbrados.
Él salió al pasillo y vio que el cardenal Ngovi venía hacia el dormitorio.
– ¿Han llegado? -quiso saber.
– Las leyes italianas exigen un período de veinticuatro horas antes de proceder al embalsamamiento) ya sabes. Puede que este territorio sea del Vaticano, pero ya hemos discutido esto antes: los italianos nos pedirían que esperáramos.
Ngovi asintió.
– Entiendo, pero el médico ha llamado desde Roma. El torrente sanguíneo de Clemente estaba saturado de medicamentos. Se suicidó, Colin, no hay ninguna duda. No puedo permitir que eso pueda probarse, así que el médico ha destruido la muestra.
– ¿Y los cardenales?
– Se les dirá que murió de un paro cardiaco, que será lo que figure en la partida de defunción.
Michener vio la tensión en el rostro de Ngovi. Mentir no le resultaba fácil.
– No tenemos elección, Colin. Hay que embalsamarlo. No me preocupan las leyes italianas.
Michener se pasó una mano por el cabello. Estaba siendo un día largo, y aún no había terminado.
– Sabía que le preocupaba algo, pero nada indicaba que estuviese tan atormentado. ¿Cómo estuvo durante mi ausencia?
– Volvió a la Riserva. Me dijeron que Valendrea estuvo allí con él.
– Lo sé. -Le contó a Ngovi lo que le había dicho Clemente-.Le enseñó lo que le había enviado el padre Tibor. No me dijo de qué se trataba. -Acto seguido le habló más de Tibor y de la reacción del Papa al saber de la muerte del búlgaro.
Ngovi sacudió la cabeza.
– No es así como yo pensaba que terminaría este pontificado.
– Hemos de asegurarnos de que su memoria no se vea empañada.
– Así se hará. Hasta Valendrea será nuestro aliado a ese respecto. -Ngovi señaló la puerta-. No creo que nadie cuestione que hayamos procedido al embalsamamiento tan pronto. Sólo cuatro personas conocen la verdad, y dentro de poco no habrá pruebas, en caso de que alguno de nosotros decidiera hablar. Aunque no creo que eso vaya a ocurrir. El médico está obligado por el secreto profesional, tú y yo lo amábamos, y Valendrea tiene intereses propios. El secreto está a salvo.
La puerta de la habitación se abrió y uno de los expertos salió.
– Casi hemos terminado.
– ¿Quemarán los fluidos del pontífice? -inquirió Ngovi.
– Siempre lo hemos hecho. Nuestra empresa se enorgullece de estar al servicio de la Santa Sede. Pueden confiar en nosotros.
Ngovi le dio las gracias al hombre, que volvió a la habitación.
– Y ahora ¿qué? -preguntó Michener.
– Han traído de Roma las vestiduras pontificias. Tú y yo lo vestiremos para el entierro.
Michener apreció la importancia del gesto y repuso:
– Creo que le habría gustado.
La caravana se fue abriendo paso despacio hacia el Vaticano en medio de la lluvia. Habían tardado casi una hora en recorrer los casi treinta kilómetros que los separaba de Castelgandolfo, el camino festoneado de miles de dolientes. Michener iba en el tercer vehículo junto con Ngovi, el resto de los cardenales en los distintos coches que habían llegado a toda prisa desde el Vaticano. Un coche fúnebre encabezaba el cortejo, el cuerpo de Clemente en la parte posterior, ataviado con las vestiduras y la mitra e iluminado para que los fieles pudieran verlo. Ahora, dentro de la ciudad, casi a las seis de la tarde, era como si toda Roma llenara las aceras, la policía despejaba el camino para que los automóviles pudieran avanzar.
La plaza de San Pedro estaba abarrotada, pero habían acordonado un pasillo entre un mar de paraguas que serpenteaba entre la columnata y llegaba hasta la basílica. Lamentos y llanto seguían a la comitiva. Muchos de los dolientes lanzaban flores a los capos, tantas que comenzaba a resultar difícil ver por el parabrisas. Uno de los hombres de seguridad finalmente apartó los montones con la mano, pero no tardaron en formarse otros.
Los coches atravesaron el Arco de las Campanas y dejaron atrás el gentío. Ya en la plaza de los Protomártires el cortejo rodeó la sacristía de San Pedro y se dirigió hacia una entrada trasera de la basílica. Allí, a salvo tras los muros, el espacio aéreo restringido, podía disponerse el cuerpo de Clemente para los tres días de exposición pública.
Una suave lluvia envolvía los jardines en una bruma espumosa. Las luces de los senderos se desdibujaban como cuando el sol atravesaba densas nubes.
Michener intentó imaginar lo que estaría sucediendo en los edificios que tenía en derredor. En los talleres de los sampietrini se construía un triple ataúd: el interior de bronce, el segundo de cedro, el tercero de ciprés. En San Pedro ya se había organizado e instalado un catafalco, cerca un único cirio encendido, que aguardaba al cuerpo que sustentaría en los días venideros.
Mientras avanzaban por la plaza, Michener había reparado en los equipos de televisión que instalaban cámaras en las balaustradas, los mejores lugares entre las 162 estatuas estarían sin duda muy solicitados. La oficina de prensa del Vaticano se hallaba asediada. Él había echado una mano en el último funeral de un pontífice y preveía las miles de llamadas que entrarían en las próximas jornadas. Hombres de Estado del mundo entero no tardarían en llegar, y habría que asignarles legados para que les prestaran ayuda. La Santa Sede se enorgullecía de una estricta observancia del protocolo incluso ante un pesar indescriptible, el cometido de garantizar el éxito en esto estaba en manos del cardenal de voz suave que iba sentado a su lado.
Los automóviles se detuvieron y los cardenales empezaron a congregarse cerca del coche fúnebre. Los sacerdotes protegían a los príncipes con sendos paraguas, los cardenales iban ataviados con la sotana negra adornada con una faja roja de rigor. Un cuerpo de guardia de honor vestido de gala custodiaba la puerta de la basílica. A Clemente no le faltaría en los próximos días. Cuatro de los guardias suizos llevaban a hombros las andas y se acercaron al coche fúnebre. El maestro de ceremonias pontificias, un sacerdote holandés de rostro barbado y corpulento, permanecía no muy lejos. Se adelantó y dijo:
– El catafalco está listo.
Ngovi asintió.
El maestro de ceremonias avanzó hacia el coche fúnebre y ayudó a los expertos a sacar el cuerpo de Clemente. Una vez centrado en las andas y colocada la mitra, el holandés indicó a los expertos que se retiraran. Luego arregló con sumo cuidado las vestiduras, doblando despacio cada pliegue. Dos sacerdotes protegían el cuerpo con dos paraguas, y otro joven sacerdote se adelantó con el palio. La estrecha banda de lana blanca bordada con seis cruces púrpura simbolizaba la plenitud del papado. El maestro de ceremonias rodeó el cuello de Clemente con los cinco centímetros de banda y a continuación dispuso las cruces en el pecho, los hombros y el abdomen. Realizó algunos arreglos en los hombros y finalmente enderezó la cabeza. Por último se arrodilló, dando a entender que había terminado.
Una leve inclinación de cabeza por parte de Ngovi hizo que la guardia suiza alzara las andas. Los sacerdotes con los paraguas se apartaron, y los cardenales formaron una fila detrás.
Michener no se unió al cortejo: él no era príncipe de la Iglesia, y lo que les aguardaba era sólo para ellos. Tendría que desocupar sus habitaciones en el palacio antes del día siguiente: también las sellarían, a la espera del cónclave. Asimismo tenía que dejar el despacho. Su influencia finalizaba con el último suspiro de Clemente. Los que un día gozaran del favor del Papa se marchaban para dejar sitio a los que pronto gozarían del favor del nuevo pontífice.
Ngovi esperó hasta el final para unirse a la hilera que entraba en la basílica. Antes de irse, dio media vuelta y musitó:
– Quiero que hagas inventario de las dependencias del Papa y saques sus pertenencias: Clemente no habría querido que otro se ocupara de sus efectos personales. He dejado dicho a la guardia que te permita entrar. Hazlo ahora.
Un guardia le abrió a Michener las dependencias del Papa. La puerta se cerró tras él, que se quedó solo con una extraña sensación. Allí donde en su día disfrutara, ahora se sentía como un intruso.
Las habitaciones seguían igual que las había dejado Clemente el sábado por la mañana. La cama estaba hecha, las cortinas descorridas, las gafas de leer de repuesto del Papa aún en la mesilla de noche. La Biblia encuadernada en piel que solía descansar en ese mismo sitio se hallaba en Castelgandolfo, en la mesa, junto al portátil de Clemente, cosas estas que no tardarían en volver a Roma.
En el escritorio, al lado del mudo computador de sobremesa, había algunos papeles. Pensó que lo mejor sería empezar por allí, de modo que encendió el computador y comprobó las carpetas. Sabía que Clemente se comunicaba con regularidad por correo electrónico con algunos parientes lejanos y algunos cardenales, pero al parecer no había guardado ninguno de esos mensajes. No había archivo alguno. La libreta de direcciones contenía alrededor de una docena de nombres. Examinó todas las carpetas del disco duro: la mayoría eran informes procedentes de la curia, la palabra escrita sustituida por unos y ceros en una pantalla. Borró todas las carpetas utilizando un programa especial que eliminaba todo rastro de los archivos del disco duro y apagó el aparato. El terminal se quedaría allí y sería utilizado por el siguiente Papa.
Echó un vistazo a su alrededor. Tendría que encontrar unas cajas para meter las pertenencias de Clemente, pero por el momento lo amontonó todo en medio de la estancia. No había gran cosa: Clemente había llevado una vida sencilla. Algunos muebles, unos cuantos libros y diversos objetos de familia constituían todas sus posesiones.
El ruido de una llave en la cerradura llamó su atención.
La puerta se abrió y entró Paolo Ambrosi.
– Espera fuera -le ordenó éste al guardia al tiempo que entraba y cerraba tras de sí. Michener se enfrentó a él:
– ¿Qué está haciendo aquí?
El menudo sacerdote dio un paso adelante.
– Lo mismo que usted: desocupar las dependencias.
– El cardenal Ngovi me ha encomendado esa tarea a mí.
– El cardenal Valendrea ha dicho que tal vez necesitara ayuda.
Al parecer el secretario de Estado pensaba que sería conveniente ponerle una niñera, pero él no estaba de humor.
– Salga de aquí.
El otro no se movió. Michener le sacaba una cabeza y pesaba veinticinco kilos más, pero Ambrosi no parecía intimidado.
– Aquí ya no pinta nada, Michener.
– Es posible, pero en mi tierra hay un refrán que dice que no es bueno cantar victoria antes de tiempo.
Ambrosi soltó una risita.
– Echaré de menos su humor americano.
Michener reparó en que los ojos de reptil de Ambrosi recorrían la estancia.
– Le he dicho que se vaya. Tal vez no signifique nada, pero Ngovi es el camarlengo. Valendrea no puede invalidar sus decisiones.
– Todavía no.
– Márchese o interrumpiré la misa para consultar a Ngovi.
Ambrosi cayó en la cuenta de que a Valendrea no le haría ninguna gracia protagonizar una escena embarazosa delante de los cardenales. Cabía la posibilidad de que sus partidarios se preguntaran por qué había ordenado a un colega que acudiera a las dependencias del Papa cuando esa labor recaía claramente en el secretario.
Sin embargo Ambrosi no se movió.
De modo que Michener lo rodeó y se encaminó a la puerta.
– Como usted bien dice, yo aquí ya no pinto nada. No tengo nada que perder.
Agarró los picaportes de la puerta.
– Alto -pidió Ambrosi-. Lo dejaré con su trabajo.
La voz no era más que un susurro, su mirada desprovista de todo sentimiento. Michener se preguntó cómo un hombre así podía ser sacerdote.
Sin más, le abrió la puerta. Los guardias se hallaban al otro lado, y sabía que el visitante no diría nada que despertara su interés. Esbozó una sonrisa y dijo:
– Que pase una buena tarde, padre.
Ambrosi lo rozó al pasar y Michener cerró de un portazo, si bien después de ordenar a la guardia que no dejara entrar a nadie más.
Volvió al escritorio. Tenía que terminar lo que había comenzado. Su tristeza por dejar el Vaticano se vio mitigada por una sensación de alivio al saber que ya no tendría que tratar con gente como Paolo Ambrosi.
Registró los cajones: en la mayor parte había artículos de escritorio, bolígrafos, algunos libros y un puñado de disquetes. Nada importante hasta el último cajón de la derecha, donde encontró el testamento de Clemente. Era una tradición que los Papas redactaran el testamento ellos mismos, expresando de su puño y letra sus últimas peticiones y esperanzas para el futuro. Michener desdobló la única hoja y se fijó de inmediato en la fecha, 10 de octubre, hacía poco más de treinta días.
Por la presente yo, Jakob Volkner, en pleno uso de todas mis facultades y deseoso de exponer mi última voluntad y testamento, lego todo aquello que pudiera poseer en el momento de mi muerte a Colin Michener. Mis padres fallecieron hace ya tiempo, y mis hermanos se unieron a ellos en los años que siguieron. Colin me ha prestado un largo y excelente servicio, es lo más parecido a una familia que me queda en este mundo. Pido que haga con mis pertenencias lo que estime adecuado, utilizando la sabiduría y el buen juicio en los que he confiado toda mi vida. Me gustaría pedir que mi funeral sea sencillo y, a ser posible, que sea enterrado en Bamberg, en la catedral de mi juventud, aunque si la Iglesia no lo estima oportuno lo comprenderé: cuando acepté el manto de san Pedro también acepté las responsabilidades, incluyendo la de descansar bajo la basílica junto a mis hermanos. Asimismo me gustaría pedir perdón a todos aquellos a quienes haya podido ofender de palabra o de obra, y en particular a nuestro Señor y Salvador por las faltas en las que haya podido incurrir. Que él se apiade de mi alma.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Michener. También él esperaba que Dios se apiadara del alma de su querido amigo. Las enseñanzas católicas eran claras: los seres humanos estaban obligados a preservar la vida como si fuesen administradores, y no dueños, de lo que el Todopoderoso les había confiado. El suicidio era contrario al amor a uno mismo y al amor a un Dios vivo, y rompía los lazos de solidaridad con la familia y la nación. En suma, era un pecado. Pero la salvación eterna de quienes se quitaban la vida no estaba perdida por completo: la Iglesia enseñaba que, mediante unos caminos que sólo Dios conocía, se les presentaría la ocasión de arrepentirse.
Y él esperaba que fuera ése el caso.
Si de verdad existía el Cielo, Jakob Volkner merecía ser admitido en él. Lo que quiera que le hubiese obligado a hacer lo innombrable no debía relegar su alma a la condenación eterna.
Dejó en la mesa el testamento y procuró no pensar en la eternidad.
Últimamente se sorprendía pensando en su propia mortalidad. Frisaba la cincuentena, no es que fuera tan mayor, pero la vida ya no se le antojaba infinita. No le costaba imaginar que llegaría el momento en que su cuerpo o su mente tal vez no le concedieran la oportunidad de disfrutar de lo que deseaba. ¿Cuánto más viviría? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Clemente aún gozaba de vitalidad a punto de cumplir los ochenta, trabajaba jornadas de dieciséis horas regularmente. Sólo cabía esperar que él conservara la mitad de su aguante. Con todo, su vida tendría un final. Y se preguntó si las privaciones y los sacrificios que le exigían su Iglesia y su Dios merecían la pena. ¿Habría una recompensa en la otra vida? ¿O sencillamente no habría nada?
«Polvo eres y en polvo te convertirás.»
Volvió a centrarse en su labor.
El testamento que tenía delante habría de ser entregado a la oficina de prensa del Vaticano. La tradición mandaba que se publicara el texto, pero primero debía recibir la aprobación del camarlengo, de manera que se lo guardó en la sotana.
Decidió donar anónimamente el mobiliario a una organización benéfica. Los libros y los escasos efectos personales los conservaría a modo de recuerdo de un hombre al que había amado. Contra la pared del fondo descansaba el baúl de madera que Clemente había acarreado consigo durante años. Michener sabía que lo habían tallado en Oberammergau, una población bávara situada al pie de los Alpes, famosa por sus ebanistas. Parecía un Riemenschneider, el exterior sin teñir y adornado con osadas imágenes de los apóstoles, de santos y de la Virgen.
En todos los años que habían pasado juntos nunca había sabido qué guardaba dentro Clemente. Ahora el cofre era suyo. Fue hacia él y probó a abrirlo. Cerrado. Era preciso introducir una llave en el receptáculo de latón, pero no había visto ninguna en la estancia, y lo cierto es que no quería causar daño alguno utilizando la fuerza. Así que resolvió guardar el baúl y preocuparse más tarde por su contenido.
Regresó al escritorio y terminó de vaciar los cajones que faltaban. En el último encontró una hoja del papel del pontífice plegada en tres. En ella había una nota escrita a mano:
Yo, Clemente XV, asciendo en el día de hoy a la categoría de Eminencia cardenal al reverendo padre Colin Michener.
Apenas podía creer lo que leía. Clemente había hecho uso de su capacidad de nombrar a un cardenal in petto, en secreto. Por lo común a los cardenales se les informaba de su ascenso mediante un certificado del actual pontífice publicado abiertamente y a continuación era investido por el Papa en un elaborado consistorio. No obstante los nombramientos secretos se hicieron habituales en el caso de cardenales de países comunistas o en lugares en los cuales regímenes opresivos podían poner en peligro al candidato. Las normas de los nombramientos in petto dejaban claro que la antigüedad empezaba a contar desde el momento del nombramiento, y no a partir del momento en que se hacía pública la elección, pero había otra regla que le destrozó el corazón: si el Papa moría antes de darse a conocer la elección in petto, el nombramiento también moría.
Sostuvo el papel en la mano: fechado hacía seis días.
Qué cerca había estado de lucir el birrete escarlata.
Alberto Valendrea bien podía ser el próximo ocupante de las dependencias que lo rodeaban, de manera que era poco probable que un nombramiento in petto de Clemente XV se confirmara. Sin embargo a una parte de él le daba igual. Con todo lo que había ocurrido en las últimas dieciocho horas, ni siquiera había pensado en el padre Tibor, pero ahora le vino a la mente el viejo sacerdote. Quizás regresara a Zlatna y al orfanato para terminar lo que el búlgaro había comenzado; algo le decía que era lo que debía hacer. Si la Iglesia no lo aprobaba, los mandaría a todos ellos al diablo, empezando por Alberto Valendrea.
«¿Quieres ser cardenal? Pues para lograrlo has de comprender la medida de esa responsabilidad. ¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?»
Las palabras que Clemente pronunció en Turín el jueves anterior. Le había extrañado su dureza, y ahora, sabiendo que su mentor ya lo había elegido, le extrañaban aún más. «¿Cómo esperas que te ascienda cuando eres incapaz de ver algo tan evidente?»
Ver ¿qué?
Se metió el papel en el bolsillo junto con el testamento.
Nadie sabría nunca lo que Clemente había hecho. Ya no importaba. Lo único que importaba era que su amigo lo había creído merecedor del cargo, y eso le bastaba.
20:30
Michener terminó de meterlo todo en las cinco cajas que le proporcionó la guardia suiza. El armario, el tocador y las mesillas de noche estaban vacíos. Unos trabajadores sacaban los muebles, que serían almacenados en el sótano hasta que él organizara la donación.
Permaneció en el pasillo mientras cerraban las puertas por última vez y colocaban un sello de plomo. Sería más que probable que no volviera a pisar las dependencias papales. Eran pocos los que habían llegado tan lejos en la Iglesia, menos aún los que volvían. Ambrosi tenía razón: allí ya no pintaba nada. Las habitaciones no se abrirían hasta que un nuevo Papa se situara ante las puertas y se rompieran los sellos. Se estremeció al pensar que Alberto Valendrea podía ser ese nuevo ocupante.
Los cardenales seguían reunidos en San Pedro, se estaba celebrando una misa de réquiem ante el cuerpo de Clemente XV, una de las muchas que se sucederían durante los próximos nueve días. Mientras eso pasaba él todavía tenía que cumplir un último cometido antes de que finalizaran sus deberes oficiales.
Bajó al tercero.
Al igual que en las dependencias de Clemente, en el despacho de Michener se quedarían la mayoría de las cosas. El mobiliario sería requisado por el Vaticano, y los cuadros de la pared, incluyendo un retrato de Clemente, pertenecían a la Santa Sede. Todas sus posesiones -unos cuantos artículos de escritorio, un reloj bávaro regalo de cumpleaños y tres fotos de sus padres- cabrían en una caja. Todos sus destinos con Clemente le habían proporcionado las cosas tangibles que necesitaba; aparte de algo de ropa y un computador portátil no tenía nada. A lo largo de los años se las había arreglado para ahorrar una gran parte de su sueldo y, tras sacar partido de algunos buenos consejos en materia de inversión, tenía unos cientos de miles de dólares en una cuenta en Ginebra -el dinero de su jubilación-, ya que la Iglesia no era precisamente espléndida con los sacerdotes. La reforma de los fondos de pensiones había sido objeto de una detenida discusión, y Clemente estaba a favor de hacer algo, pero ahora esa tentativa tendría que aguardar al siguiente pontificado.
Se sentó a la mesa y encendió el computador por última vez. Quería comprobar si tenía algún mensaje y preparar las instrucciones para su sucesor. En las últimas semanas sus sustitutos se habían ocupado de todo, y vio que la mayor parte de los mensajes podía esperar hasta después del cónclave. Dependiendo de quién resultara elegido Papa, tal vez su presencia fuera requerida una semana o dos después del cónclave para facilitar la transición. Pero si Valendrea se hacía con el trono, era casi seguro que Paolo Ambrosi fuera el próximo secretario del Papa, con lo cual las credenciales del Vaticano de Michener serían revocadas de inmediato y se prescindiría de sus servicios. Cosa que le parecía estupenda. No haría nada para ayudar a Ambrosi.
Continuó bajando por la lista de mensajes, leyendo cada uno de ellos y a continuación borrándolo. Guardó unos cuantos, a los que añadió una breve nota para el personal. Había condolencias de obispos amigos, a los que envió una corta respuesta; quizás alguno de ellos necesitara un asistente, Pero desechó la idea: no volvería a hacer lo mismo. ¿Qué era lo que le había dicho Katerina en Bucarest? «¿Piensas dedicar tu vida al servicio de otros?» Tal vez si se entregara a algo, como la causa que el padre Tibor consideraba importante, al alma de Clemente XV le fuese concedida la salvación. Su sacrificio podría servir de penitencia por las faltas de su amigo.
La idea lo hizo sentir mejor.
En la pantalla apareció el programa del Papa para las próximas navidades. Lo habían remitido a Castelgandolfo para que fuera revisado, y llevaba las iniciales de Clemente, lo cual era señal de que éste había dado su aprobación. Estaba previsto que el pontífice celebrara la tradicional misa del gallo en San Pedro y que el día siguiente, desde el balcón, diera su mensaje de Navidad. Michener comprobó cuándo había sido enviada la respuesta desde Castelgandolfo: diez y cuarto de la mañana, sábado. Más o menos cuando él volvió a Roma de Bucarest, mucho antes de que él y Clemente hablaran por vez primera. Y mucho antes aún de que Clemente se enterara del asesinato del padre Tibor. Qué extraño que un pontífice suicida se molestara en revisar un programa que no tenía intención de cumplir.
Michener se desplazó hasta el último mensaje y reparó en que no aparecía el remitente. De cuando en cuando recibía mensajes anónimos de gente que se las había apañado para conseguir su dirección de correo, la mayoría oraciones inofensivas de personas que querían que su Papa supiera que se preocupaban por él.
Hizo doble clic y vio que el mensaje procedía de Castelgandolfo y era del día anterior. Recibido a las once cincuenta y seis de la noche.
Colin, a estas alturas ya sabrás lo que he hecho. No espero que lo entiendas. Sólo quiero que sepas que la Virgen volvió y me dijo que había llegado mi hora. El padre Tibor la acompañaba. Esperé a que Ella me llevara, pero me dijo que debía poner fin a mi vida por mi propia mano. El padre Tibor afirmó que era mi deber, mi penitencia por haber desobedecido, y que todo ello se aclararía más adelante. Me pregunté qué sería de mi alma, pero me respondieron que el Señor aguardaba. He desoído al cielo demasiado tiempo: esta vez no lo haré. Me has preguntado repetidamente qué me pasaba. Te lo diré: en 1978 Valendrea sacó de la Riserva parte del tercer mensaje de Fátima de la Virgen. Sólo cinco personas saben lo que había en un principio en esa caja. Cuatro de ellas -la hermana Lucía, Juan XXIII, Pablo VI y el padre Tibor- han muerto; el único que queda es Valendrea. Naturalmente él lo negará todo, y las palabras que estás leyendo serán consideradas los desvaríos de un hombre que se quitó la vida. Pero has de saber que cuando Juan Pablo leyó el tercer secreto y lo dio a conocer al mundo no estaba al tanto del mensaje completo. Tú eres quien debe arreglar las cosas. Ve a Medjugorje. Es crucial. No sólo para mí, sino para la Iglesia. Tómalo como la última petición de un amigo.
Estoy seguro de que la Iglesia prepara mis exequias. Ngovi realizará bien su trabajo. Haced con mi cuerpo lo que os plazca. La pompa y la ceremonia no lo convierten a uno en piadoso. Sin embargo, en lo que a mí respecta preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante, tal vez mi legado pueda descansar allí, pero ésa será una conclusión que dejaré en manos de otros. Dios te guarde, Colin, y no olvides que te he amado como un padre a su hijo.
Una nota de suicidio, llana y sencilla, escrita por un hombre atormentado que al parecer deliraba. El sumo pontífice de la Iglesia católica aseguraba que la Virgen María le había pedido que se suicidara. Sin embargo, la parte de Valendrea y el tercer secreto era interesante. ¿Podía dar crédito a la información? Se preguntó si debía informar a Ngovi, pero decidió que cuantos menos supieran de la existencia del mensaje, mejor. El cuerpo de Clemente estaba embalsamado, sus fluidos consumidos por las llamas, y la causa de la muerte jamás se sabría. Las palabras que tenía ante sí en la pantalla no eran sino la confirmación de que tal vez el difunto pontífice tuviera una enfermedad mental.
Por no mencionar su obsesión.
Clemente había vuelto a instarle a ir a Bosnia, pero él no tenía pensado seguir adelante con dicha petición. ¿Qué sentido tenía? Aún llevaba consigo la carta dirigida a uno de los visionarios que había firmado Clemente, pero la autoridad para sancionar dicha orden recaía ahora en el camarlengo y en el Sacro Colegio. Y Alberto Valendrea jamás le permitiría que recorriera Bosnia a la búsqueda de secretos marianos: ello implicaría respetar a un Papa al que despreciaba abiertamente. Por no hablar del hecho de que obtener permiso oficial para realizar cualquier viaje requeriría que se informara a todos los cardenales de lo del padre Tibor, las apariciones del Papa, y la obsesión de Clemente con el tercer secreto de Fátima. La cantidad de preguntas que generarían tales revelaciones sería pasmosa, y la reputación de Clemente era demasiado valiosa para arriesgarla. Ya era bastante malo que cuatro hombres estuvieran al tanto del suicidio del Papa. Sin duda no sería él quien pusiera en entredicho la memoria de un gran hombre. Con todo, puede que fuera preciso que Ngovi leyera las últimas palabras de Clemente. Recordó lo que éste le dijo en Turín: «Maurice Ngovi es la persona más cercana a mí. Recuérdalo en días venideros.»
Hizo una copia impresa.
A continuación borró el archivo y apagó el aparato.
Lunes, 27 de noviembre
11:00
Michener entró en el Vaticano por la plaza de San Pedro, tras una multitud de visitantes que acababa de bajar de los autobuses. Había desocupado sus habitaciones del Palacio Apostólico hacía diez días, justo antes del funeral de Clemente. Aún conservaba un pase de seguridad, pero, una vez que solucionara la última cuestión administrativa, sus deberes con la Santa Sede finalizarían.
El cardenal Ngovi le había pedido que se quedara en Roma hasta que se reuniera el cónclave. Incluso había sugerido que trabajara con él en la Congregación para la Educación Católica, pero no podía prometerle un cargo después del cónclave. El cometido de Ngovi en el Vaticano también terminaba con el fallecimiento de Clemente, y el camarlengo ya había dicho que si Valendrea se hacía con el papado, él regresaría a África.
El funeral de Clemente había sido sencillo, celebrado al aire libre ante la restaurada basílica de San Pedro. Un millón de personas abarrotaba la plaza, la llama de un único cirio junto al ataúd sacudido por una brisa constante. Michener no tomó asiento junto a los príncipes de la Iglesia, donde podría haber estado si las cosas hubieran seguido un rumbo distinto. En su lugar, se sentó entre el personal que había servido a su Papa lealmente durante treinta y cuatro meses. Asistieron más de un centenar de jefes de Estado, y la ceremonia fue retransmitida en directo por televisión y radio en el inundo entero.
Ngovi no presidió, sino que delegó la función de hablar en otros cardenales, un movimiento hábil a decir verdad, pues con él el camarlengo se granjearía el cariño de los elegidos. Tal vez eso no bastara para garantizar un voto en el cónclave, pero sí era suficiente para hacerse con un interlocutor voluntarioso.
A nadie sorprendió que ninguno de esos cometidos le fuese encomendado a Valendrea, y justificar la omisión resultó sencillo: el secretario de Estado se ocupaba de las relaciones exteriores de la Santa Sede durante el interregno. Toda su atención se centraba en asuntos relativos al exterior, la tarea de elogiar a Clemente y despedirlo solía quedar en manos de otros. Valendrea se había tomado a pecho su deber y en las últimas dos semanas se había convertido en un habitual de la prensa, entrevistado por los principales organismos informativos del mundo, las palabras del toscano escasas y cuidadosamente escogidas.
Cuando finalizó la ceremonia, doce portadores atravesaron con el féretro la Puerta de la Muerte y descendieron a la cripta. El sarcófago, realizado a toda prisa por los canteros, lucía la imagen de Clemente II, el Papa alemán del siglo XI al que Jakob Volkner tanto admiraba, además del emblema pontificio de Clemente XV. La tumba se hallaba próxima a la de Juan XXIII, algo que a Clemente le habría gustado. Allí fue sepultado junto a 148 hermanos.
– Colin.
Oír su nombre llamó su atención, y se detuvo. Katerina estaba cruzando la plaza. No la había visto desde Bucarest, hacía casi tres semanas.
– ¿Has vuelto a Roma? -preguntó él.
Vestía de manera diferente: pantalones de algodón, camisa de ante marrón y chaqueta de pata de gallo. Algo más a la moda de lo que la recordaba, pero atractiva.
– No llegué a irme.
– ¿Viniste aquí desde Bucarest?
Katerina asintió. Su cabello de ébano ondeaba al viento, y ella se lo apartaba de la cara.
– Estaba a punto de irme cuando me enteré de lo de Clemente, así que me quedé.
– ¿Qué has estado haciendo?
– Cogí un par de trabajos por libre para cubrir el funeral.
– Vi a Kealy en la CNN.
El sacerdote había aparecido con regularidad la semana anterior, ofreciendo opiniones tendenciosas sobre el próximo cónclave.
– Yo también, pero no he visto a Tom desde el día después de que muriera Clemente. Tenías razón. No me conviene.
– Hiciste lo correcto. He estado escuchando a ese idiota en televisión. Tiene una opinión para todo, y la mayoría de sus puntos de vista es errónea.
– Tal vez la CNN debiera haberte contratado a ti.
Él soltó una risita.
– Justo lo que me hacía falta.
– ¿Qué vas a hacer, Colin?
– He venido a decirle al cardenal Ngovi que me vuelvo a Rumanía.
– ¿A ver al padre Tibor otra vez?
– ¿Es que no lo sabes?
Al rostro de Katerina asomó una mirada de perplejidad, y él le contó lo del asesinato de Tibor.
– Pobre hombre, no lo merecía. Y esos niños. Él era todo lo que tenían.
– Exactamente por eso me voy. Tenías razón. Ya es hora de que haga algo.
– Pareces satisfecho con la decisión.
Michener echó un vistazo a la plaza y se detuvo en un lugar por el que solía pasear con la impunidad del secretario del Papa. Ahora se sentía como si fuera un extraño.
– Es hora de cambiar.
– ¿No más torres de marfil?
– No en el futuro. El orfanato de Zlatna será mi hogar durante una temporada.
Ella se movió intranquila.
– Hemos recorrido un largo camino. Sin discusiones, sin ira. Finalmente amigos.
– Se trata de no cometer dos veces los mismos errores. Eso es lo único que podemos esperar. -Notó que ella estaba de acuerdo. Se alegraba de que se hubieran vuelto a encontrar, pero Ngovi lo esperaba-. Cuídate, Kate.
– Tú también, Colin.
Y se fue, reprimiendo a duras penas el impulso de volver la cabeza una última vez.
Encontró a Ngovi en su despacho de la Congregación para la Educación Católica. La maraña de habitaciones bullía de actividad. Con el cónclave empezando al día siguiente, todo el mundo parecía hacer un esfuerzo por tenerlo todo listo.
– Lo cierto es que creo que estamos preparados -le dijo Ngovi.
La puerta se cerró, y el personal recibió instrucciones de no molestarlos. Michener se esperaba otra charla sobre el trabajo, ya que había sido Ngovi quien había convocado la reunión.
– He esperado hasta ahora para hablar contigo, Colin. Mañana estaré encerrado en la Capilla Sixtina. -Ngovi se enderezó en la silla-. Quiero que vayas a Bosnia.
La petición lo sorprendió.
– ¿Para qué? Usted y yo pensábamos que esa historia era ridícula.
– El asunto me preocupa. El Papa tenía algo en mente, y quiero cumplir sus deseos. Es el cometido de cualquier camarlengo. Él quería saber cuál era el décimo secreto, y yo también.
Michener no le había mencionado a Ngovi lo del último correo electrónico que le envió Clemente, de modo que metió la mano en el bolsillo y sacó la copia.
– Ha de leer esto.
El cardenal se puso unas gafas y leyó atentamente el mensaje.
– Lo envió el domingo justo antes de medianoche. Deliraba. Si me voy a recorrer Bosnia, no haremos sino llamar la atención. ¿Por qué no lo dejamos estar?
Ngovi se quitó las gafas.
– Ahora más que nunca quiero que vayas.
– Habla igual que Jakob. ¿Qué mosca le ha picado?
– No lo sé. Lo único que sé es que esto era importante para él, y deberíamos terminar lo que él quería. Esta nueva información sobre Valendrea que asegura que eliminó parte del tercer secreto hace que resulte crucial que investiguemos.
Michener seguía sin convencerse.
– Hasta el momento nadie ha sacado el tema de la muerte de Clemente. ¿Acaso quiere arriesgarse?
– Lo he sopesado, pero dudo que a la prensa vaya a interesarle lo que tú haces: el cónclave acaparará toda su atención. Así que quiero que vayas. ¿Aún tienes la carta para el visionario?
Michener asintió.
– Te daré otra con mi firma. Eso debería bastar.
Le contó a Ngovi lo que pretendía hacer en Rumanía.
– ¿No puede otro ocuparse de esto?
Ngovi meneó la cabeza.
– Ya conoces la respuesta.
Vio que Ngovi se mostraba más inquieto que de costumbre.
– Hay algo más que es preciso que sepas, Colín. -Ngovi señaló el mensaje-. Tiene que ver con esto. Me dijiste que Valendrea entró en la Riserva con el Papa. Lo comprobé, y el registro confirma esa visita la noche del viernes anterior al fallecimiento de Clemente. Lo que no sabes es que Valendrea abandonó el Vaticano el sábado por la tarde, y el viaje no estaba previsto. De hecho canceló todos sus compromisos para sacar tiempo. Estuvo fuera hasta el domingo por la mañana temprano.
A Michener le impresionó la red de información de Ngovi.
– No sabía que lo vigilara tan de cerca.
– El toscano no es el único que espía.
– ¿Tienes idea de adonde fue?
– Sólo que salió del aeropuerto de Roma en un avión privado antes de que oscureciera y regresó en el mismo avión a la mañana siguiente temprano.
Recordó la sensación de incomodidad en el café mientras él y Katerina hablaban con Tibor. ¿Sabía Valendrea de la existencia del padre Tibor? ¿Lo habrían seguido?
– Tibor murió el sábado por la noche. ¿Qué está diciendo?
Éste alzó las manos vacilante.
– Yo sólo doy datos. En la Riserva, el viernes, Clemente le enseñó a Valendrea lo que le había enviado el padre Tibor, y la noche siguiente asesinaron al sacerdote. Desconozco si el repentino viaje de Valendrea del sábado está relacionado con el asesinato del padre Tibor, pero el sacerdote dejó este mundo en un momento bastante extraño, ¿no crees?
– Y ¿piensa que la respuesta a todo esto se halla en Bosnia?
– Eso pensaba Clemente.
Ahora veía los verdaderos motivos de Ngovi, sin embargo preguntó:
– ¿Qué hay de los cardenales? ¿No habría que informarles de lo que estoy haciendo?
– No es una misión oficial; esto es algo entre tú y yo. Un gesto para con nuestro difunto amigo. Además, estaremos reunidos en el cónclave por la mañana, encerrados. No podría informarse a nadie.
Comprendió por qué Ngovi había esperado para hablar con él, pero también recordó la advertencia de Clemente sobre Alberto Valendrea y la falta de privacidad. Echó una ojeada a unas paredes que habían sido levantadas en la época de la Revolución norteamericana. ¿Habría alguien a la escucha? Decidió que en realidad no importaba.
– De acuerdo, lo haré. Pero sólo porque usted me lo pide y Jakob lo quería. Después me iré.
Y esperó que Valendrea estuviese escuchando.
16:30
Valendrea se sentía abrumado por el volumen de información que estaban destapando las escuchas. Ambrosi se había pasado las dos últimas semanas trabajando todas las noches, revisando las cintas, eliminando las nimiedades, conservando los datos valiosos. Las versiones resumidas, que le fueron entregadas en microcasetes, habían revelado multitud de cosas sobre la actitud de los cardenales, y le agradó descubrir que era bastante papabile a ojos de muchos, incluso de algunos de cuyo apoyo todavía no se encontraba completamente seguro.
Su comedimiento estaba funcionando. A diferencia de lo que ocurrió en el cónclave de Clemente XV, esta vez había mostrado la reverencia que se esperaba de un príncipe de la Iglesia. Y ya había comentaristas que incluían su nombre en una reducida lista de candidatos, junto con el de Maurice Ngovi y otros cuatro cardenales.
Un recuento informal realizado la noche anterior indicaba que había cuarenta y ocho votos afirmativos confirmados. Necesitaba setenta y seis para ganar una primera votación, suponiendo que los 113 cardenales elegibles acudieran a Roma, cosa que, a menos que surgiera algún caso de enfermedad grave, sucedería. Gracias a Dios las reformas de Juan Pablo II tomaban en consideración un cambio en el procedimiento al cabo de tres días de votación: si para entonces no se había elegido papa, se celebraría una serie de votaciones sucesivas, seguidas de un día de oración y debate. Después de doce días de cónclave, si todavía no había papa, la elección recaería en una mayoría simple de cardenales, lo cual quería decir que el tiempo jugaba a su favor, ya que poseía claramente la mayoría, además de votos de sobra para impedir que cualquier otro saliera elegido en las primeras rondas. Así que podía servirse de tácticas obstruccionistas si era preciso. Siempre, claro estaba, que mantuviera intacto su bloque de electores durante los próximos doce días.
Había un puñado de cardenales problemáticos. Al parecer le habían dicho una cosa en su día, cuando pensaban que las puertas cerradas les garantizaban privacidad, y sin embargo proclamaban otra. Tras efectuar las oportunas comprobaciones, había descubierto que Ambrosi había recabado interesante información relativa a varios de los traidores -más que suficiente para convencerlos de su error-, y él tenía previsto enviar a su asistente a verlos a todos ellos antes de la mañana del día siguiente.
Después resultaría complicado presionarlos. Podía reafirmar posturas, pero, una vez en el cónclave, las habitaciones eran demasiado reducidas, la privacidad escasa y había algo en la Capilla Sixtina que afectaba a los cardenales. Había quien lo llamaba la fuerza del Espíritu Santo. Otros, ambición. Así que sabía que tendría que asegurarse los votos ya mismo, la asamblea venidera sólo sería la confirmación de que todos estaban dispuestos a mantener su parte del trato.
Naturalmente, con el chantaje sólo se podía conseguir una serie de votos. La mayoría de sus partidarios le era leal por la posición que ocupaba en la Iglesia y por su experiencia, lo cual lo convertía en el más papabile de los favoritos. Y estaba orgulloso de sí mismo por no haber hecho nada en los últimos días que le hiciera perder el apoyo de esos aliados.
Seguía anonadado con el suicidio de Clemente, pues jamás pensó que el alemán fuera a hacer nada que pusiera en peligro su alma. Sin embargo se le pasó por la cabeza algo que Clemente le había dicho hacía casi tres semanas en sus dependencias: «A decir verdad espero que heredes mi cargo: lo encontrarás muy distinto de lo que imaginas. Tal vez debieras serlo.» Y lo que el Papa había dicho ese viernes por la noche, después de abandonar la Riserva: «Quería que supieras lo que te espera.» Y ¿por qué Clemente no le había impedido quemar la traducción? «Ya lo verás.»
– Maldito seas, Jakob -murmuró.
Llamaron a la puerta de su despacho y Ambrosi entró y se acercó a su mesa. Llevaba una grabadora de bolsillo.
– Escuche esto. Acabo de copiarlo del magnetófono: Michener y Ngovi hace unas cuatro horas en el despacho de Ngovi.
La conversación duraba alrededor de diez minutos. Valendrea apagó el aparato.
– Primero Rumanía y ahora Bosnia. No van a detenerse.
– Al parecer Clemente le envió un mensaje a Michener antes de suicidarse.
Ambrosi estaba al tanto del suicidio del Papa. Él mismo le había contado eso y más, incluyendo lo que había ocurrido con Clemente en la Riserva.
– He de leer ese correo.
Ambrosi se hallaba bien tieso ante el escritorio.
– No veo cómo.
– Podríamos conseguir de nuevo la ayuda de la novia de Michener.
– A mí también se me ha ocurrido esa idea, pero ¿qué importa eso ya? El cónclave empieza mañana, y usted será papa cuando caiga la tarde. Seguramente antes del día siguiente.
Era posible, pero también lo era que quedara atrapado en unos comicios ajustados.
– Lo que me preocupa es que parece que nuestro amigo africano tiene su propia red de información. No sabía que ocupara un lugar tan alto en su orden de prioridades. -También le inquietaba que Ngovi hubiese relacionado tan fácilmente su viaje a Rumanía con el asesinato de Tibor. Ello podía ser un problema-. Quiero que localices a Katerina Lew.
No había hablado con ella después de Rumanía. No hacía falta. Gracias a Clemente sabía todo lo que necesitaba saber. No obstante le daba rabia que Ngovi mandara a enviados para desempeñar misiones particulares, en concreto unas misiones que lo concernían. Con todo, no podía hacer gran cosa, ya que no podía correr el riesgo de involucrar al Sacro Colegio: surgirían demasiadas preguntas, y él tendría pocas respuestas. Además, ello podía hacer que Ngovi encontrara la manera de abrir una investigación por su viaje a Rumanía, y no estaba dispuesto a darle esa oportunidad al africano.
Era el único con vida que sabía lo que había dicho la Virgen. Tres Papas habían muerto, y él ya había destruido parte de la maldita copia de Tibor, eliminado al sacerdote y tirado por el retrete el texto original de la hermana Lucía. Lo único que quedaba era el facsímil de la traducción que aguardaba en la Riserva. Nadie tenía permiso para ver esas palabras, pero para tener acceso a la caja necesitaba ser Papa.
Miró a Ambrosi.
– Por desgracia, Paolo, has de quedarte aquí los próximos días, necesitaré que estés cerca. Pero tenemos que saber lo que hace Michener en Bosnia, y ella es nuestra mejor baza. Así que localiza a Katerina Lew y consigue su ayuda de nuevo.
– ¿Cómo sabe que está en Roma?
– ¿Dónde iba a estar, si no?
18:15
Katerina se sintió atraída por el set de la CNN, justo frente a la columnata sur de la plaza de San Pedro. Había visto a Tom Kealy al otro lado de la adoquinada explanada, bajo unas luces brillantes, delante de tres cámaras. En la plaza había numerosos platós de televisión improvisados. Las miles de sillas y barreras del funeral de Clemente se habían esfumado y habían sido reemplazadas por vendedores de recuerdos, manifestantes, peregrinos y los periodistas que habían afluido a Roma, preparados para el cónclave que daría comienzo por la mañana. Los objetivos buscarían la mejor toma de una chimenea metálica que se alzaba en lo alto de la Capilla Sixtina cuyo humo blanco indicaría que había nuevo papa.
Se acercó a un grupo de mirones que se apiñaba en torno a la tarima de la CNN, donde Kealy hablaba a las cámaras. Llevaba una sotana de lana y el alzacuello, lo cual le hacía parecer un auténtico sacerdote. Para alguien con tan poca estima hacia su profesión, se le veía a sus anchas con sus galas.
– …es verdad, antiguamente las papeletas se quemaban sin más tras cada escrutinio con paja seca o húmeda para generar humo negro o blanco. Ahora se añade una sustancia química para dar color. En los últimos cónclaves se ha producido una gran confusión con el humo; al parecer, incluso la Iglesia católica puede permitir a veces que la ciencia facilite las cosas.
– ¿Se sabe algo de lo de mañana? -preguntó la corresponsal que estaba sentada junto a Kealy.
Éste centró su atención en la cámara.
– Me inclino a pensar que hay dos favoritos: los cardenales Ngovi y Valendrea. Ngovi sería el primer Papa africano desde el siglo primero y podría hacer mucho en favor de su continente. No hay más que ver lo que Juan Pablo II hizo por Polonia y Europa del Este. África podría hacer idéntico uso de su paladín.
– Pero ¿están listos los católicos para tener un Papa negro?
Kealy se encogió de hombros.
– ¿Acaso importa? Actualmente la mayoría de los católicos son de América Latina y de Asia. Los cardenales europeos ya no predominan. Todos los Papas que siguieron a Juan XXIII se aseguraron de ello ampliando el Sacro Colegio y llenándolo de no italianos. En mi opinión, a la Iglesia le convendría más Ngovi que Valendrea.
Ella sonrió. Era como si Kealy se estuviese vengando del recto Alberto Valendrea. Resultaba interesante ver cómo se habían vuelto las tornas. Hacía diecinueve días era Kealy quien recibía el fuego de artillería que le enviaba Valendrea, camino de la excomunión; sin embargo, durante el interregno, el tribunal, junto con todo lo demás, se había suspendido. Y allí estaba el acusado, en las televisiones del mundo entero, menospreciando al acusador, un serio candidato al papado.
– ¿Por qué Ngovi le convendría más a la Iglesia? -quiso saber la corresponsal.
– Valendrea es italiano. La Iglesia no ha parado de alejarse de la dominación italiana, y su elección supondría una vuelta atrás. Además, es demasiado conservador para el católico del siglo veintiuno.
– Hay quien podría pensar que una vuelta a las raíces sería beneficiosa.
Kealy meneó la cabeza.
– ¿Pasarse cuarenta años desde el Vaticano II intentando modernizar, hacer un buen trabajo convirtiendo la Iglesia en una institución universal para luego arrojarlo todo por la borda? El Papa ya no es sólo el obispo de Roma: es el cabeza de mil millones de fieles, la mayor parte de los cuales no son italianos ni europeos, ni siquiera caucásicos. Elegir a Valendrea sería suicida; y más cuando hay alguien como Ngovi, igualmente papabile y mucho más atractivo de cara al mundo.
Una mano en el hombro de Katerina la sobresaltó. Al girarse vio los negros ojos del padre Paolo Ambrosi. El irritante curita se hallaba a tan sólo unos centímetros de su rostro. Sintió un arranque de ira, pero mantuvo la calma.
– Parece que no le cae bien el cardenal Valendrea -musitó el sacerdote.
– Quíteme la mano del hombro.
Una sonrisa crispó las comisuras de la boca de Ambrosi, que retiró la mano.
– Pensé que estaría aquí. -Señaló a Kealy-. Con su amante.
Ella sintió náuseas, pero se ordenó a sí misma no mostrar miedo.
– ¿Qué quiere?
– ¿Seguro que quiere hablar aquí? Si su socio volviera la cabeza, es posible que se preguntara por qué estaba usted conversando con alguien tan cercano al cardenal al que desprecia. Puede que incluso se pusiera celoso y montara en cólera.
– No creo que deba preocuparse por usted. Yo meo sentada, así que dudo que sea su tipo.
Ambrosi no dijo nada, pero tal vez tuviese razón: lo que quisiera que hubiera de decirle debía ser dicho en privado. Así que Katerina lo condujo por la columnata, pasando ante hileras de quioscos que vendían sellos y monedas.
– Qué asco -espetó Ambrosi, señalándolos-. Creen que es carnaval, tan sólo una ocasión para ganar dinero.
– Y estoy segura de que las alcancías de San Pedro se han cerrado desde que murió Clemente.
– Es usted muy lista.
– ¿Qué pasa? ¿La verdad duele?
Habían salido del Vaticano y se encontraban en las calles de Roma, bajando por una vía flanqueada por una maraña de modernos apartamentos. Katerina tenía los nervios de punta, estaba en vilo. Se detuvo.
– ¿Qué quiere?
– Colin Michener va ir a Bosnia. Su Eminencia quiere que usted vaya con él y le informe de lo que hace.
– Ni siquiera le importó lo de Rumanía. No he tenido noticia de ustedes hasta ahora.
– Aquello se volvió irrelevante. Esto tiene más importancia.
– No me interesa. Además, Colin se va a Rumanía.
– Por el momento no. Va a Bosnia, al santuario de Medjugorje.
Estaba confusa. ¿Por qué iba a sentir Michener la necesidad de realizar semejante peregrinación, sobre todo después de lo que le había dicho?
– Su Eminencia insistió en que le dejara claro que sigue teniendo un amigo en el Vaticano, por no hablar de los diez mil dólares que le pagó.
– Dijo que el dinero era mío. Sin preguntas.
– Muy interesante. Parece que no es usted una puta barata.
Katerina le cruzó la cara.
Ambrosi no se mostró sorprendido. Se limitó a mirarla fijamente con sus penetrantes ojos.
– Es la última vez que me abofetea. -Había un dejo de amargura en su voz, un dejo que no le gustó nada.
– Ya no me interesa ser su espía.
– Es usted una zorra insolente. Sólo espero que Su Eminencia se canse pronto de usted. Puede que después yo le devuelva la visita.
Ella retrocedió.
– ¿Por qué va Colin a Bosnia?
– Para localizar a uno de los visionarios de Medjugorje.
– ¿Qué es todo esto de los visionarios y la Virgen María?
– Imagino que está familiarizada con las apariciones en Bosnia.
– Menudo disparate. No creerá de verdad que la Virgen María se les ha aparecido a esos niños cada día durante todos estos años y aún se le aparece a uno de ellos.
– La Iglesia aún no ha concedido validez a las apariciones.
– ¿Es que su aprobación va a hacer que sean reales?
– Su sarcasmo es tedioso.
– Lo mismo que usted.
Sin embargo, empezaba a sentir interés. No quería hacer nada por Ambrosi o Valendrea, y sólo había permanecido en Roma por Michener. Se había enterado de que se había ido del Vaticano -Kealy lo había anunciado como parte de un análisis relativo a las consecuencias que se derivaban de la muerte de un Papa-, pero no se había esforzado por averiguar su paradero. Lo cierto era que, después de su anterior encuentro, ella había acariciado la idea de seguirlo a Rumanía. Pero ahora se le planteaba otra posibilidad: Bosnia.
– ¿Cuándo se marcha? -preguntó, odiándose por parecer interesada.
Los ojos de Ambrosi brillaron de satisfacción.
– No lo sé. -El sacerdote metió una mano bajo la sotana y sacó un papel-. Ésta es la dirección de su apartamento, no está lejos de aquí. Podría… consolarlo. Su mentor ha muerto, su vida es un caos, pronto un enemigo suyo será papa…
– Valendrea está bastante seguro de sí mismo.
– ¿Cuál es el problema?
Ella pasó por alto la pregunta.
– ¿Cree que Colín es vulnerable? ¿Que se abrirá a mí? ¿Que incluso me permitirá ir con él?
– Ésa es la idea.
– No es tan débil.
Ambrosi sonrió.
– Apuesto a que sí.
Roma, 19:00
Michener bajaba por la via Giotto hacia su apartamento. El barrio que lo rodeaba se había convertido en un lugar de reunión para la gente del teatro, las calles llenas de animados cafés que en su día albergaron a intelectuales y políticos radicales. Sabía que la subida al poder de Mussolini se había organizado en las proximidades, y gracias a Dios la mayoría de los edificios había sobrevivido a la limpia arquitectónica de il Duce y seguía desprendiendo un aire decimonónico.
Era un estudioso de Mussolini tras haber leído un par de biografías después de mudarse al Palacio Apostólico. Mussolini era un hombre ambicioso que soñaba con que los italianos vistieran de uniforme y todos los edificios de piedra antiguos de Roma, con sus tejados de terracota, fueran sustituidos por relucientes fachadas de mármol y obeliscos en conmemoración de sus grandes victorias militares. Pero il Duce acabó con una bala en la cabeza, y luego lo colgaron por los pies para que todos lo vieran. Nada quedaba de su grandioso plan, y a Michener le preocupaba que la Iglesia sufriera una suerte parecida si Valendrea se hacía con el papado.
La megalomanía era una enfermedad mental caracterizada por la arrogancia. Y estaba claro que Valendrea la sufría. La oposición del secretario de Estado al Vaticano II y a las demás reformas posteriores de la Iglesia no era ningún secreto. La pronta elección de Valendrea podía dar lugar a un mandato en el que imperaría un cambio de rumbo radical. Lo peor era que el toscano podía gobernar fácilmente veinte años o más, lo cual significaba que reorganizaría por completo el Sacro Colegio cardenalicio, igual que hiciera Juan Pablo II durante su largo pontificado. Sin embargo Juan Pablo II había sido un gobernante benevolente, un hombre con visión de futuro. Valendrea era un demonio, y Dios ayudaba a sus enemigos, razón de más para que Michener desapareciera en los Cárpatos. Con o sin Dios, con Cielo o sin Cielo, esos niños lo necesitaban.
Encontró el edificio y subió con dificultad las escaleras hasta el tercero. Uno de los obispos destinados a la residencia del Papa le había ofrecido el piso de dos habitaciones, amueblado, sin que tuviera que pagar el alquiler durante un par de semanas, y apreciaba el gesto. Se había deshecho de los muebles de Clemente hacía unos días, y las cinco cajas de efectos personales y el baúl de madera del Papa se encontraban en el apartamento. En un principio tenía pensado salir de Roma a finales de semana, pero ahora volaría a Bosnia al día siguiente con el billete que le había proporcionado Ngovi. A la semana estaría en Rumanía y comenzaría una nueva vida.
A una parte de él le molestaba lo que había hecho Clemente. La historia estaba repleta de Papas que habían sido elegidos únicamente porque no tardarían en morir, y muchos de ellos habían engañado a todo el mundo durando una década o más. Jakob Volkner podía haber sido uno de esos pontífices. Con él estaban cambiando las cosas, y sin embargo había puesto fin a todas las esperanzas con una muerte autoprovocada.
También Michener tenía la sensación de estar dormido. Las dos últimas semanas, que comenzaron aquel terrible domingo por la mañana, parecían un sueño. Su vida, antaño ordenada, giraba fuera de control.
Necesitaba orden.
Pero al detenerse en el descansillo del tercer piso, supo que ante sí aguardaba un caos aún mayor: sentada en el suelo a la puerta de su apartamento estaba Katerina Lew.
– ¿Por qué no me sorprende que hayas vuelto a encontrarme? -le dijo-. ¿Cómo lo has hecho esta vez?
– Hay secretos que todos conocen.
Ella se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones. Vestía igual que por la mañana, y seguía estando preciosa.
Michener abrió la puerta del piso.
– ¿Aún sigues pensando en ir a Rumanía? -le preguntó ella.
Él dejó la llave en una mesa.
– ¿Acaso piensas seguirme?
– Puede.
– Yo en tu lugar no reservaría el vuelo ya mismo.
Le contó lo de Medjugorje y lo que Ngovi le había pedido que hiciera, si bien omitió los detalles relativos al mensaje de Clemente. No le apetecía nada hacer ese viaje, y así se lo confesó a Katerina.
– La guerra ha terminado, Colin -aseguró ésta-. Aquello lleva años en calma.
– Gracias a las tropas norteamericanas y de la OTAN. Yo no lo llamaría un destino vacacional.
– En ese caso ¿por qué vas?
– Se lo debo a Clemente y a Ngovi -repuso.
– ¿No crees que ya has pagado tus deudas?
– Sé lo que vas a decir, pero me estaba planteando dejar el sacerdocio. Lo cierto es que ya no importa.
El rostro de Katerina reflejó sorpresa.
– ¿Por qué?
– Estoy harto. No tiene que ver con Dios ni con llevar una buena vida ni con la dicha eterna. Tiene que ver con la política, la ambición, la avaricia. Cada vez que pienso en el lugar donde nací me pongo enfermo. ¿Cómo podía pensar nadie que estaban haciendo algo bueno allí? Había mejores formas de ayudar a esas madres, y sin embargo nadie se molestó en intentarlo. Se limitaron a mandarnos fuera. -Se movió nervioso y se sorprendió mirando al suelo-. ¿Y esos niños de Rumanía? Creo que hasta el Cielo se ha olvidado de ellos.
– Nunca te había visto así.
Él se acercó a la ventana.
– Lo más probable es que Valendrea pronto sea Papa. Habrá un montón de cambios. Puede que Tom Kealy estuviera en lo cierto después de todo.
– No des crédito a nada de lo que diga ese imbécil.
Michener notó algo raro en su tono.
– Sólo hemos hablado de mí. ¿Qué has estado haciendo desde que volviste de Bucarest?
– Como te he dicho, escribir algunos artículos sobre el funeral para una revista polaca. También me he estado documentando acerca del cónclave. La revista me ha contratado para que escriba un artículo de fondo.
– Entonces ¿cómo te vas a ir a Rumanía?
La expresión de Katerina se suavizó.
– No voy a ir. Sólo me hacía ilusiones. Pero al menos sabré dónde encontrarte.
La idea era reconfortante. Él sabía que no volver a verla lo entristecería. Recordó la última vez, hacía tantos años, que estuvieron a solas. Fue en Munich, poco antes de licenciarse en Derecho y volver al servicio de Jakob Volkner. Ella tenía más o menos el mismo aspecto, el cabello algo más largo, el rostro un poco más lozano, la sonrisa igual de atractiva. Había pasado dos años amándola, sabiendo que algún día tendría que elegir. Ahora se daba cuenta del error que había cometido. Se acordó de algo que le había dicho antes en la plaza: «Se trata de no cometer dos veces los mismos errores. Eso es lo único que podemos esperar.»
Muy cierto.
Cruzó la habitación y la tomó en sus brazos.
Ella no opuso resistencia.
Michener abrió los ojos y miró el reloj que había junto a la cama: las diez cuarenta y tres de la noche. Katerina yacía a su lado. Habían dormido casi dos horas. No se sentía culpable por lo que había ocurrido. La amaba, y si a Dios le molestaba, que le molestase. La verdad es que a esas alturas le daba lo mismo.
– ¿Qué haces despierto? -preguntó ella en la oscuridad.
Michener pensaba que Katerina estaba durmiendo.
– No estoy acostumbrado a despertarme con alguien en la cama.
Ella apoyó la cabeza en su pecho.
– ¿Podrías acostumbrarte?
– Eso precisamente me preguntaba.
– Esta vez no quiero marcharme, Colin.
Él le besó la cabeza.
– ¿Quién ha dicho que tengas que hacerlo?
– Quiero ir contigo a Bosnia.
– ¿Qué hay de ese trabajo para la revista?
– Te he mentido. No hay ningún trabajo. Estoy aquí, en Roma» por ti.
Él respondió sin pensárselo:
– En ese caso puede que unas vacaciones en Bosnia nos sienten bien a los dos.
Había pasado del mundo del Palacio Apostólico a un reino donde sólo existía él. Clemente XV se hallaba cómodamente instalado en un féretro triple bajo San Pedro, y él estaba desnudo en la cama con una mujer a la que amaba.
No podía decir cómo acabaría todo aquello.
Lo único que sabía era que por fin se sentía satisfecho.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
Martes, 28 de noviembre
13:00
Michener miraba por la ventanilla del autobús. La rocosa costa pasaba a toda velocidad ante él, el mar Adriático picado debido a un vendaval. Él y Katerina habían realizado el breve trayecto de Roma a Split en avión. Los autocares para turistas se agolpaban ante las salidas del aeropuerto, los conductores anunciando su destino a voces: Medjugorje. Uno de los hombres aclaró que aquélla era la temporada baja del año. Los peregrinos llegaban a razón de tres mil a cinco mil al día en verano, pero esa cifra quedaba reducida a varios cientos de noviembre a marzo.
Durante las últimas dos horas una guía había explicado a las cincuenta personas aproximadamente que ocupaban el autobús que Medjugorje se encontraba situado en la parte meridional de Herzegovina, cerca de la costa, y que una barrera de montañas al norte aislaba la región tanto desde el punto de vista del clima como de la política. También les contó que Medjugorje significaba «zona entre montañas». La mayoría de la población era croata, y el catolicismo prosperaba. A principios de los años noventa, con la caída del comunismo, los croatas buscaron la independencia de inmediato, pero los serbios -el auténtico poder en la sombra de la antigua Yugoslavia- los invadieron con la intención de crear la Gran Serbia. Se desató una sangrienta guerra civil que duró años, y doscientas mil personas perdieron la vida hasta que finalmente la comunidad internacional detuvo el genocidio. Después se declaró otra guerra entre croatas y musulmanes, que terminó deprisa, con la llegada de las tropas de la ONU.
Medjugorje había escapado del terror, pues la mayor parte de la contienda se libró al norte y al oeste. A decir verdad en la zona sólo vivían alrededor de quinientas familias, pero la descomunal iglesia de la localidad podía acoger a dos mil visitantes, y la guía contó que la infraestructura de hoteles, pensiones, vendedores de comida y tiendas de recuerdos estaba convirtiendo el lugar en una meca religiosa. Habían acudido veinte millones de personas de todo el mundo, y en el último recuento se había llegado a las dos mil apariciones, algo sin precedentes en las visiones marianas.
– ¿Tú te crees todo esto? -le preguntó Katerina en un susurro-. Resulta un poco inverosímil que la Virgen baje a la Tierra todos los días para hablar con una mujer de una aldea bosnia.
– El visionario cree, y Clemente también creía. Ten la mente abierta, ¿de acuerdo?
– Lo intento, pero ¿a cuál de los visionarios vamos a abordar?
Michener había estado pensando en ello, de manera que le pidió a la guía que contara más cosas de los visionarios, y averiguó que una de las mujeres, que en la actualidad tenía treinta y cinco años, estaba casada, tenía un hijo y vivía en Italia. Otra, de treinta y seis, estaba casada, tenía tres hijos y seguía viviendo en Medjugorje, pero era muy reservada y no recibía a muchos peregrinos. Uno de los hombres, de treinta y pocos años, había intentado dos veces ser sacerdote, pero no lo había conseguido, y aún esperaba ser ordenado algún día. Viajaba mucho, llevando al mundo el mensaje de Medjugorje, y sería difícil dar con él. El varón restante, el menor de los seis, estaba casado, tenía dos hijos y no hablaba mucho con los visitantes. Otra de las mujeres, que rozaba los cuarenta, estaba casada y ya no vivía en Bosnia. La que quedaba era la que seguía viendo apariciones. Se llamaba Jasna, tenía treinta y dos años y vivía sola en Medjugorje. Las visitaciones que recibía a diario eran presenciadas en numerosas ocasiones por miles de personas en la iglesia de Santiago. La guía les dijo que Jasna era una mujer introvertida, de pocas palabras, pero que a veces charlaba con los visitantes. Michener miró a Katerina y le dijo:
– Parece que nuestras opciones son limitadas. Empezaremos por ella.
– Pero Jasna no conoce los diez secretos que la Virgen les ha revelado a los otros -continuaba la guía en la parte delantera del autobús, y la atención de Michener volvió a centrarse en lo que relataba la mujer-. Los otros cinco sí conocen los diez secretos, y se dice que cuando los sepan los seis, las visiones cesarán y se ofrecerá una señal evidente de la presencia de la Virgen para los ateos. «Pero los fieles no han de esperar a esa señal para convertirse. Ha llegado el momento de la gracia, el momento de vivir una fe cada vez mayor, el momento de la conversión. Porque cuando llegue la señal será demasiado tarde para muchos.» Ésas son las palabras de la Virgen. Una predicción.
– Y ahora ¿qué hacemos? -le preguntó al oído Katerina.
– Propongo que vayamos a verla de todas formas, aunque sólo sea por curiosidad. Seguro que podrá responderme al millar de preguntas que tengo.
La guía señaló el monte de las apariciones.
– Ahí es donde los dos visionarios iniciales presenciaron las primeras apariciones, en junio de 1981: una brillante bola de fuego dentro de la cual había una hermosa mujer que sostenía en brazos a un niño. La tarde siguiente los dos niños regresaron con cuatro amigos, y la mujer se presentó de nuevo, en esa ocasión luciendo una corona con doce estrellas y un vestido gris perla. Según ellos, parecía vestida por el sol.
La guía apuntó a un empinado sendero que salía de la aldea de Podbro y llegaba hasta un alto en el que había una cruz. Incluso ahora había peregrinos subiendo bajo los densos nubarrones que llegaban del mar.
El monte de la Cruz apareció al poco, elevándose a poco más de kilómetro y medio de Medjugorje, su roma cima a unos quinientos metros de altitud.
– La cruz fue erigida en la década de los treinta por la parroquia y no desempeña ningún papel en las apariciones, salvo que muchos peregrinos han asegurado haber visto señales luminosas en ella y a su alrededor. Por ese motivo este lugar ha pasado a formar parte de la experiencia. Procuren subir a la cima.
El autobús aminoró la marcha y entró en Medjugorje. La aldea no se parecía en nada a la infinidad de comunidades atrasadas por las que habían pasado desde que salieran de Split. Las construcciones de piedra bajas en distintos tonos de rosa, verde y ocre daban paso a edificios más altos: hoteles, aclaró la guía, abiertos recientemente para acoger a la afluencia de peregrinos, junto con tiendas libres de impuestos y agencias de alquiler de coches y de viajes. Relucientes taxis Mercedes sorteaban los camiones.
El autobús se detuvo ante la iglesia de Santiago, con sus dos torres gemelas. Un letrero en su fachada anunciaba que se decía misa a lo largo de todo el día en distintos idiomas. Ante ella se extendía una plaza de hormigón, y la guía explicó que la explanada era un lugar de reunión nocturno para los fieles. Michener se preguntó qué ocurriría esa noche, ya que a lo lejos se oía el retumbar de los truenos.
Unos soldados patrullaban la plaza.
– Forman parte de las tropas españolas encargadas de velar por la paz destinadas a esta zona, y pueden resultar útiles -aclaró la guía.
Ellos cogieron sus respectivas bolsas y bajaron del autobús. Michener se acercó a la guía:
– Disculpe, ¿dónde podríamos encontrar a Jasna?
La mujer señaló una de las calles.
– Vive en una casa que está a unas cuatro manzanas en esa dirección, pero viene a la iglesia todos los días a las tres, y a veces por la tarde, a rezar. No tardará en llegar.
– Y las apariciones, ¿dónde se dan?
– La mayoría de las veces aquí, en la iglesia. Por eso viene Jasna. Pero debo advertirle que es poco probable que los vea sin previo aviso.
Michener captó el mensaje: posiblemente todos los peregrinos quisieran ver a alguno de los visionarios. La guía les indicó un centro de información que había al otro lado de la calle.
– Pueden organizar una cita; por lo general a última hora de la tarde. Háblenles de Jasna y seguro que les atienden mejor. Son muy sensibles a sus necesidades. Michener le dio las gracias y, acto seguido, él y Katerina se marcharon.
– Por alguna parte hemos de empezar, y esta Jasna es lo que tenemos más a mano. No me apetece hablar delante de un grupo, y no tengo necesidades que requieran sensibilidad, así que daremos con esta mujer nosotros solos.
Ciudad del Vaticano, 14:00
La procesión de cardenales salió de la Capilla Paulina cantando estrofas del Veni Creator Spiritus. Tenían las manos unidas en oración, la cabeza baja. Valendrea iba detrás de Maurice Ngovi, pues el camarlengo iba a la cabeza del grupo, rumbo a la Capilla Sixtina.
Todo estaba dispuesto. Valendrea en persona había supervisado una de las últimas tareas hacía una hora, cuando llegaron los empleados de la casa Gammarelli con cinco cajas que contenían sotanas de lino blanco, zapatillas de seda roja, roquetes, mucetas, medias de algodón y solideos de distintas tallas, todos ellos con la espalda y el dobladillo sin coser, las mangas sin terminar. De los arreglos se encargaría el propio Gammarelli, justo antes de que el cardenal escogido Papa apareciera por primera vez en el balcón de la plaza de San Pedro.
So pretexto de inspeccionarlo todo, Valendrea se había asegurado de que hubiera unas vestiduras -52-54 de pecho, 48 de cintura, zapatillas del número 44- que no necesitaran muchas modificaciones. Después le pediría a Gammarelli que hiciera un juego de prendas tradicionales de hilo blanco, además de unos cuantos diseños nuevos que había estado rumiando los dos últimos años. Se proponía ser uno de los papas mejor vestidos de la historia.
A Roma habían acudido 113 cardenales, cada uno de ellos ataviado con una sotana púrpura y una muceta ciñendo sus hombros. Lucían un birrete rojo y cruces de oro y plata en el pecho. A medida que avanzaban de uno en uno hacia una elevada puerta, las cámaras de televisión captaban la escena para miles de millones de personas. Valendrea reparó en la gravedad de los rostros: tal vez los cardenales estuviesen teniendo en cuenta el sermón de Ngovi de la misa de mediodía, cuando insistió en que dejaran fuera de la Capilla Sixtina las consideraciones mundanas y, con ayuda del Espíritu Santo, escogieran a un «pastor de la madre Iglesia» capaz.
La palabra «pastor» suponía un problema. Rara vez había sido pastoral un pontífice del siglo xx. La mayoría eran intelectuales con carrera o diplomáticos del Vaticano. La experiencia pastoral se había discutido los últimos días en la prensa como algo que el Sacro Colegio debía buscar. Sin duda un cardenal pastoral, uno que se hubiese pasado la vida trabajando con los fieles, resultaba mucho más atractivo que un burócrata profesional. Incluso había oído, en las cintas, que muchos de los cardenales pensaban que sería ventajoso contar con un Papa que supiera llevar una diócesis. Por desgracia él era producto de la curia, un administrador nato carente de experiencia pastoral… a diferencia de Ngovi, que había pasado de sacerdote misionero a arzobispo y cardenal. Le contrariaba la anterior alusión del camarlengo, e interpretó el comentario como un golpe a su candidatura: un codazo sutil, si bien una prueba más de que Ngovi podía llegar a ser un rival temible en las horas que se avecinaban.
La procesión se paró a las puertas de la Capilla Sixtina.
Dentro se oía un coro.
Ngovi vaciló y echó a andar de nuevo.
Las fotografías representaban la Capilla Sixtina como un lugar enorme, pero lo cierto es que resultaba difícil acomodar a 113 cardenales. Había sido erigida hacía quinientos años para ser la capilla privada del Papa, sus muros enmarcados entre elegantes pilastras y cubiertos de narrativos frescos. A la izquierda, la vida de Moisés; a la derecha, la vida de Cristo. Uno liberaba a Israel, el otro a toda la humanidad. La Creación de Adán, en el techo, reflejaba el destino del hombre, previendo su inevitable caída. El Juicio Final, sobre el altar, era una visión aterradora de la cólera divina largamente admirada por Valendrea.
Dos hileras de plataformas elevadas flanqueaban el pasillo central. Unas tarjetas indicaban quién se sentaba dónde, los asientos asignados según la antigüedad. Las sillas tenían el respaldo recto, y a Valendrea no le hacía mucha gracia la perspectiva de pasar mucho tiempo en una de ellas. Delante de cada una de las sillas, en una minúscula mesa, había un lápiz, una libreta y una papeleta.
Los hombres ocuparon sus sitios. Nadie había dicho ni palabra. El coro seguía cantando.
La mirada de Valendrea se posó en la estufa, que se hallaba en un rincón, elevada sobre el suelo de mosaico mediante un andamio de metal. Por su chimenea, cuyo tiro salía por una de las ventanas, el célebre humo indicaría éxito o fracaso. Ojalá no fuera preciso encender muchos fuegos. Cuantos más escrutinios, menos posibilidad de lograr la victoria.
Ngovi se encontraba en la parte de delante de la capilla, las manos entrelazadas. Valendrea tomó nota del gesto adusto en el rostro del africano y esperó que el camarlengo disfrutara de su momento.
– Extra omnes -dijo Ngovi en voz alta. Fuera todos.
El coro, los monaguillos, y los equipos de televisión empezaron a irse. Sólo podrían quedarse los cardenales y treinta y dos sacerdotes, monjas y técnicos.
En la estancia reinó una incómoda calma mientras dos técnicos hicieron un barrido por el pasillo central: eran los responsables de garantizar que en la capilla no hubiera escuchas. En la verja de hierro los dos hombres se detuvieron y aseguraron que la zona estaba despejada.
Valendrea asintió, y ellos se retiraron. El ritual se repetiría antes y después de las votaciones de cada día.
Ngovi dejó el altar y recorrió el pasillo entre los cardenales. Cruzó una celosía de mármol y se detuvo ante las puertas de bronce que los asistentes estaban cerrando. Un silencio absoluto envolvió la habitación. Donde antes había música y un arrastrar de pies sobre las alfombras que protegían el piso de mosaico ahora no se oía nada. Al otro lado de las puertas, por fuera, se oyó el sonido de una llave deslizándose en la cerradura y el encajar de los pestillos.
Ngovi comprobó los picaportes.
Cerrados.
– Extra omnes -repitió.
Nadie le respondió. Se suponía que nadie debía responder. El silencio indicaba que el cónclave había comenzado. Valendrea sabía que fuera estamparían unos sellos de plomo para garantizar simbólicamente la privacidad. Había otra vía de acceso a la Capilla Sixtina -el camino que tomarían todos los días desde el Domus Sanctae Marthae-, pero el sellado de las puertas constituía el método tradicional que señalaba el inicio del proceso electoral.
Ngovi regresó al altar, se situó de cara a los cardenales y dijo lo que Valendrea le había oído decir a un camarlengo en ese mismo lugar hacía treinta y cuatro meses:
– El Señor os bendiga. Comencemos.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
14:30
Michener escudriñó la casa. Era una vivienda de una planta de piedra teñida por el musgo. Unas parras serpenteaban por una pérgola, y la única nota de color la ponía la carpintería que reforzaba las ventanas. En un lado había un pequeño huerto que parecía ansioso de que llegara la anunciada lluvia. A lo lejos se veían las montañas.
Dieron con la casa sólo después de preguntar a dos personas, las cuales se mostraron reacias a ayudarlos hasta que Michener les reveló que era sacerdote y necesitaba hablar con Jasna.
Llevó a Katerina a la puerta y llamó.
Abrió una mujer alta de tez color almendra y cabello oscuro. Era delgada como un árbol joven y tenía un rostro agradable, con unos ojos cálidos color avellana. Lo escrutó de tal forma que a Michener le resultó incómodo. Tendría unos treinta años y llevaba un rosario al cuello.
– He de ir a la iglesia, no tengo tiempo de hablar, la verdad -afirmó-. Lo haré con mucho gusto después de misa -les aseguró en inglés.
– No estamos aquí por el motivo que usted piensa -respondió Michener, y luego le dijo quién era y a qué había ido.
La mujer no reaccionó, como si un enviado del Vaticano se pusiera en contacto con ella todos los días. Al cabo los invitó a pasar. En la casa había pocos muebles, la decoración era ecléctica. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas entreabiertas, muchos de los cristales estaban rajados a lo largo. Sobre la chimenea colgaba una imagen de María rodeada de velas titilantes, y en un rincón había una talla de la Virgen. La talla llevaba un vestido gris con adornos azul claro. Un velo blanco le cubría el rostro y de él asomaban unos rizos de cabello castaño. Sus ojos azules eran expresivos y cálidos. Nuestra Señora de Fátima, si mal no recordaba.
– ¿Por qué Fátima? -preguntó él, señalando la talla.
– Me la regaló un peregrino. Me gusta. Parece viva.
Michener reparó en un leve temblor en el ojo derecho de Jasna, y su inexpresividad y su insulsa voz se le antojaron preocupantes. Se preguntó si la mujer no estaría drogada.
– Ha dejado de creer, ¿no es cierto? -le preguntó ella en voz queda.
El comentario lo pilló desprevenido.
– ¿Acaso importa?
La mujer miró directamente hacia donde estaba Katerina.
– Ella lo confunde.
– ¿Por qué dice eso?
– Los sacerdotes rara vez vienen aquí acompañados de mujeres. Y menos un sacerdote sin alzacuello.
Michener no tenía intención de responder. Seguían de pie, su anfitriona todavía no les había ofrecido asiento, y las cosas empezaban mal.
Jasna se dirigió a Katerina:
– Usted ni siquiera cree, lleva así muchos años. Cuan atormentada estará su alma.
– ¿Se supone que sus opiniones han de impresionarnos? -Si el comentario de Jasna la había molestado, no estaba dispuesta a dejárselo saber.
– Para usted lo único real es lo que puede tocar -añadió Jasna-. Pero hay tantas cosas más… Tantas que ni se imagina. Y aunque no puedan tocarse, siguen siendo reales.
– El Papa nos ha encomendado una misión -explicó Michener.
– Clemente está con la Virgen.
– Eso espero.
– Pero su falta de fe lo perjudica.
– Jasna, me han enviado a conocer el décimo secreto. Clemente y el camarlengo me han proporcionado sendas órdenes por escrito para que me sea revelado.
Ella se volvió.
– Yo no lo conozco. Ni quiero conocerlo. La Virgen dejará de venir cuando eso ocurra, y sus mensajes son importantes. El mundo depende de ellos.
Michener estaba familiarizado con los mensajes diarios de Medjugorje, que eran transmitidos al resto del mundo por fax y correo electrónico. La mayoría no eran sino simples llamamientos a la fe y la paz mundial, siendo el ayuno y la oración los medios para lograr ambas cosas. El día anterior había leído algunos de los últimos en la Biblioteca del Vaticano. Los sitios web cobraban automáticamente por facilitar el mandato del Cielo, lo cual le hacía sospechar de las razones de Jasna. Pero a juzgar por la sencillez de su casa y de su vestimenta, la mujer no se beneficiaba de ello.
– Somos conscientes de que desconoce el secreto, pero ¿podría decirnos con cuál de los otros visionarios hemos de hablar para que nos lo cuente?
– A todos les fue dicho que no revelaran la información hasta que la Virgen se lo indicara.
– ¿No bastaría la autoridad del Santo Padre?
– El Santo Padre ha muerto.
Michener se estaba hartando de su actitud.
– ¿Por qué se empeña en complicarnos las cosas?
– Eso mismo quiere saber el Cielo.
Le recordó las lamentaciones de Clemente las semanas previas a su fallecimiento.
– He rezado por el Papa -afirmó ella-. Su alma necesita nuestras plegarias.
Él iba a preguntarle a qué se refería, pero antes de que pudiera decir nada la mujer se acercó a la estatua del rincón. De pronto su mirada parecía perdida, petrificada. Se arrodilló en un reclinatorio sin decir nada.
– ¿Qué hace? -inquirió Katerina.
Él se encogió de hombros. Una campana tañó tres veces a lo lejos, y Michener recordó que supuestamente la Virgen se le aparecía a Jasna todos los días a las tres de la tarde. Una de sus manos encontró el rosario que llevaba al cuello, y Jasna se aferró a las cuentas y empezó a musitar palabras que él no comprendía. Se inclinó hacia ella y siguió su mirada hasta la escultura, pero no vio nada salvo el estoico semblante de madera de la Virgen María.
Recordó de su investigación que los testigos de Fátima afirmaban haber escuchado un zumbido y sentido calidez durante las apariciones, pero él creyó que eso sólo formaba parte de la histeria colectiva que se apoderaba de los ignorantes que querían creer a toda costa. Se preguntó si de verdad estaría presenciando una aparición mañana o si aquello no sería más que un engañabobos.
Se aproximó más.
La mirada de Jasna parecía fija en algo más allá de las paredes. La mujer no era consciente de su presencia y continuaba musitando. Por un instante Michener creyó ver un destello de luz en sus pupilas -dos fogonazos de una imagen reflejada-, un remolino azul y dorado. Su cabeza se volvió hacia la izquierda, en busca de la fuente, pero no había nada: sólo el rincón iluminado por el sol y la silente talla. Lo que quiera que estuviese sucediendo al parecer era cosa únicamente de Jasna.
Al final ésta bajó la cabeza y dijo:
– Nuestra Señora se ha ido.
Luego se puso en pie, fue hacia una mesa y garabateó algo en una libreta. Cuando hubo terminado, le entregó la hoja a Michener.
Hijos míos, el amor de Dios es grande. No cierren los ojos, no se tapen los oídos. Su amor es grande. Acepten mi llamada y la súplica que les confío. Consagren su corazón y acojan en él al Señor para que more en él para siempre. Mis ojos y mi corazón estarán con ustedes incluso cuando no vuelva a aparecerme. Compórtense en todo momento como yo les pido y serán conducidos hasta el Señor. No rechacen el nombre de Dios si no quieren ser rechazados. Acepten mis mensajes si quieren ser aceptados. Ha llegado el momento de tomar decisiones, hijos míos. Manténganse puros e inocentes de corazón para que los pueda llevar junto a su Padre. Porque esto, mi presencia, es su gran amor.
– Esto es lo que me ha dicho la Virgen -afirmó Jasna.
Michener leyó el mensaje de nuevo.
– ¿Va dirigido a mí?
– Sólo usted puede decidir eso.
Él le pasó la hoja a Katerina.
– Aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Quién puede confiarnos el décimo secreto?
– Nadie.
– Los cinco visionarios restantes conocen la información. Alguno de ellos podrá revelárnosla.
– No, a menos que la Virgen dé su consentimiento, y yo soy la única que aún recibe sus visitas a diario. Los otros tendrían que esperar para obtener permiso.
– Pero usted no conoce el secreto -terció Katerina-. Así que no importa que sea la única que no está al corriente. No necesitamos a la Virgen, necesitamos el décimo secreto.
– Lo uno va unido a lo otro -repuso Jasna.
Michener dudaba de si estaba tratando con una fanática religiosa o con alguien realmente escogido por el Cielo. Su impertinencia no era de mucha ayuda, lo cierto es que lo hacía recelar. Decidió que se quedarían en la localidad e intentarían por su cuenta hablar con los otros visionarios que vivían en las inmediaciones. Si no averiguaba nada, podía regresar a Italia y localizar al que residía allí.
Le dio las gracias a Jasna y se encaminó a la puerta, Katerina a la zaga.
Su anfitriona permaneció pegada a la silla, su expresión tan vacía como cuando llegaron.
– No se olvide de Bamberg -apuntó ésta.
Unos dedos helados le recorrieron la columna. Michener se paró y dio media vuelta. ¿Había oído bien?
– ¿Por qué dice eso?
– Me dijeron que lo hiciera.
– ¿Qué sabe usted de Bamberg?
– Nada. Ni siquiera sé lo que es.
– Entonces ¿por qué lo ha dicho?
– Yo no hago preguntas, sólo hago lo que me dicen. Tal vez sea ésa la razón de que me hable la Virgen. Vale la pena contar con una servidora fiel.
Ciudad del Vaticano, 17:00
Valendrea se estaba impacientando. Su preocupación por los rectos respaldos de las sillas empezaba a estar justificada, pues ya llevaba casi dos angustiosas horas sentado tieso en la Capilla Sixtina. Durante ese tiempo cada uno de los cardenales había ido al altar y jurado ante Ngovi y Dios que no toleraría ninguna intromisión en la elección por parte de autoridades laicas y que, en caso de resultar elegido, sería Munus Petrinum -pastor de la iglesia universal- y defendería los derechos espirituales y temporales de la Santa Sede. También él se había plantado ante Ngovi. La mirada del africano era penetrante mientras se pronunciaban y repetían las palabras.
Hizo falta otra media hora para tomar juramento de confidencialidad a los asistentes. Luego Ngovi ordenó abandonar la Capilla Sixtina a todos salvo a los cardenales y cerrar las puertas restantes y, situándose frente a la concurrencia, dijo:
– ¿Desean votar ahora?
La Constitución Apostólica tenía en cuenta la realización de una primera votación de inmediato, si el cónclave así lo quería. Uno de los cardenales franceses se puso en pie y afirmó que él sí. Valendrea se sintió complacido. El francés era de los suyos.
– Si hay alguien que se oponga, que hable ahora -prosiguió Ngovi.
La capilla continuó silente. Hubo un tiempo en que en ese instante podía darse una elección por aclamación, supuestamente como resultado de la intervención directa del Espíritu Santo. Se anunciaba un nombre espontáneamente y todos aceptaban que ése sería el Papa. Sin embargo Juan Pablo II suprimió semejante forma de elección.
– Muy bien -convino Ngovi-. Comencemos.
El cardenal diácono de menor edad, un brasileño gordo y moreno, se adelantó con andares de pato y sacó tres nombres de un cáliz de plata. Los escogidos actuarían de escrutadores, su cometido sería contar y emitir los votos. Si no se elegía Papa, quemarían las papeletas en la estufa. A continuación se extrajeron del cáliz otros tres nombres, los revisores: su tarea consistiría en supervisar a los escrutadores. Por último se eligió a tres infirmarii, que recogerían las papeletas de los cardenales que pudieran caer enfermos. De los nueve funcionarios, sólo cuatro eran firmes partidarios de Valendrea. Especialmente fastidioso fue la selección del cardenal archivero como escrutador. Aquel viejo cabrón quizás pudiera vengarse después de todo.
Delante de cada cardenal, además de la libreta y el lápiz, había una tarjeta rectangular de 5 centímetros. En la parte superior, impreso en letras negras, ponía: eligo in summum pontificem. Elijo como sumo pontífice. Debajo había un espacio en blanco para el nombre. Valendrea sentía un cariño especial por la papeleta, ya que la había diseñado su querido Pablo VI.
En el altar, bajo la angustia de El Juicio Final de Miguel Ángel, Ngovi retiró del cáliz el resto de los nombres: arderían junto con los resultados de la primera votación. Después el africano se dirigió a los cardenales en latín para repetir el procedimiento de la votación. Cuando concluyó, dejó el altar y tomó asiento entre los purpurados. Su cometido como camarlengo tocaba a su fin, y en las próximas horas cada vez tendría que hacer menos cosas. El proceso ahora sería controlado por los escrutadores hasta que hiciera falta una nueva votación.
Uno de éstos, un cardenal argentino, observó:
– Escriban un nombre en la tarjeta. Más de un nombre invalidará el voto y el escrutinio. Cuando hayan terminado, doblen la papeleta y acérquense al altar.
Valendrea miró a izquierda y derecha: los 113 cardenales estaban codo con codo en la capilla. Quería ganar pronto y acabar con su sufrimiento, pero sabía que rara vez había ganado un Papa en el primer escrutinio. Por lo general los electores daban su primer voto a alguien especial: un cardenal favorito, un buen amigo, alguien de su parte del mundo, incluso a ellos mismos, aunque nadie lo admitiera. Era una forma de ocultar sus verdaderas intenciones y subir las apuestas en su posterior apoyo, ya que nada volvía más generosos a los favoritos que un futuro impredecible.
Valendrea escribió su nombre en la papeleta, esmerándose en disimular su letra para que nadie supiera que era suya, dobló el papel en dos y esperó su turno para aproximarse al altar.
El depósito de votos se hacía según la jerarquía: cardenales obispos delante de cardenales sacerdotes, siendo los últimos los cardenales diáconos, cada grupo ordenado por su fecha de investidura. Vio cómo el primer cardenal obispo, el de mayor antigüedad, un veneciano de cabello plateado, subía los cuatro escalones de mármol que conducían al altar, la papeleta doblada en alto para que todos la vieran.
Cuando llegó su turno, Valendrea fue hasta el altar. Sabía que los otros cardenales lo estarían observando, de manera que se arrodilló un instante para rezar, si bien no le dijo nada a Dios. En su lugar, esperó una cantidad prudencial de tiempo antes de ponerse en pie y luego repitió en voz alta lo que tenían que decir todos los cardenales:
– Pongo por testigo a Cristo nuestro Señor, el cual me juzgará, de que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido.
Depositó la papeleta en la patena, levantó el reluciente platillo y dejó que la tarjeta cayera dentro del cáliz. Aquel método poco ortodoxo era un modo de asegurarse de que cada cardenal emitía un solo voto. Acto seguido devolvió la patena a su sitio con suavidad, unió las manos en oración y volvió a su asiento.
Tardaron casi una hora en completar la votación. Después de que la última papeleta cayera en el cáliz, el recipiente pasó a otra mesa. Tras agitar la copa, los tres escrutadores contaron los votos. Los revisores lo observaban todo, sus ojos siempre fijos en la mesa. A medida que iban desdoblando cada papeleta iban leyendo el nombre escrito en ella. Cada cual llevaba su propia cuenta. El número total de votos debía sumar 113, de lo contrario las papeletas serían destruidas y el escrutinio declarado nulo.
Cuando se leyó el último nombre, Valendrea analizó el resultado: había obtenido treinta y dos votos. No estaba mal para ser la primera ronda. Sin embargo Ngovi había acumulado veinticuatro. Los restantes cincuenta y siete votos se repartían entre una veintena de candidatos.
Miró a los presentes.
Estaba claro que todos pensaban lo mismo que él.
Aquélla iba a ser una carrera de dos caballos.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
18:30
Michener consiguió dos habitaciones en uno de los hoteles más nuevos. La lluvia había empezado a caer nada más salir de casa de Jasna, y apenas lograron llegar al hotel antes de que el cielo estallara en una exhibición de pirotecnia. Estaban en época de lluvias, les informó un recepcionista. El diluvio no tardó en llegar, alimentado por la mezcla de aire cálido procedente del Adriático y las frías brisas del norte.
Cenaron en un café cercano que se hallaba atestado de peregrinos. Las conversaciones, en su mayor parte en inglés, francés y alemán, se centraban en el santuario. Alguien comentó que dos de los visionarios habían estado antes en la iglesia de Santiago. Se suponía que Jasna iba a presentarse, pero no lo había hecho, y uno de los peregrinos observó que no era extraño que se quedara a solas durante la aparición.
– Encontraremos a esos dos visionarios mañana -le dijo Michener a Katerina mientras comían-. Espero que sea más fácil lidiar con ellos.
– Esa Jasna es vehemente, ¿eh?
– O es una impostora consumada o es sincera.
– ¿Por qué te molestó que mencionara Bamberg? No es ningún secreto que el Papa le tenía cariño a su ciudad natal. No me creo que no supiera qué era el nombre.
Le contó lo que Clemente le había dicho de Bamberg en su último mensaje. «Haced con mi cuerpo lo que os plazca. La pompa y la ceremonia no lo convierten a uno en piadoso. Sin embargo, en lo que a mí respecta preferiría la santidad de Bamberg, esa preciosa ciudad a orillas del río, y la catedral que tanto amé. Sólo lamento no haber podido contemplar su belleza una vez más. No obstante, tal vez mi legado pueda descansar allí.» Omitió que el correo era lo último que había escrito un papa que se había quitado la vida, lo cual le trajo a la memoria otra cosa que Jasna había dicho: «He rezado por el Papa. Su alma necesita nuestras plegarias.» Era una locura pensar que conocía la verdad sobre la defunción de Clemente.
– No creerás en serio que esta tarde presenciamos una aparición, ¿no? -quiso saber Katerina-. Esa mujer estaba ida.
– Creo que las visiones de Jasna son sólo suyas.
– ¿Es ésa tu forma de decir que la Virgen no ha estado aquí hoy?
– Igual que no estuvo en Fátima, Lourdes o La Salette.
– Me recuerda a Lucía -aseguró Katerina-. Cuando estuvimos con el padre Tibor en Bucarest no dije nada, pero del artículo que escribí hace unos años recuerdo que Lucía era una niña atribulada. Su padre era alcohólico, y a ella la criaron sus hermanas mayores. Había siete niños en la casa, y ella era la menor. Justo antes de que comenzaran las apariciones, su padre perdió parte de las tierras de la familia, un par de hermanas se casaron, y las restantes aceptaron un empleo. Ella se quedó sola con su hermano, su madre y un padre borracho.
– Parte de eso estaba en el informe de la Iglesia -corroboró él-. El obispo encargado de la investigación desechó la mayor parte, aduciendo que era habitual en esa época. Lo que más me preocupó fueron las similitudes entre Fátima y Lourdes. El párroco de Fátima incluso declaró que algunas de las palabras de la Virgen eran casi idénticas a las que pronunció en Lourdes. Las visiones de Lourdes eran conocidas en Fátima, y Lucía estaba al tanto de ellas. -Bebió un trago de cerveza-. He leído todos los informes de estos cuatrocientos años de apariciones, y hay un montón de detalles que coinciden: los niños que siempre son pastores, sobre todo pequeñas con escasos o nulos estudios; las visiones en los bosques; la belleza de Nuestra Señora; los secretos del Cielo. Hay numerosas coincidencias.
– Por no hablar de que todos los informes existentes fueron escritos años después de la aparición en cuestión -apuntó Katerina-. Sería fácil añadir detalles para dotarlos de mayor autenticidad. ¿No es extraño que ninguno de los visionarios jamás revelara su mensaje justo después de la aparición? Siempre pasan décadas, y luego salen a la luz retazos.
Michener estaba de acuerdo. La hermana Lucía no había ofrecido un relato detallado de Fátima hasta 1925, y luego de nuevo en 1944. Muchos afirmaban que adornaba sus mensajes con hechos posteriores, como las menciones del papado de Pío XI, la Segunda Guerra Mundial y el auge de Rusia, todo lo cual ocurrió mucho después de 1917. Y con Francisco y Jacinta muertos, no había nadie que pudiera contradecir eso.
Y había otro dato al que su cabeza de abogado no paraba de dar vueltas.
En julio de 1917 la Virgen de Fátima habló, como parte del segundo secreto, de la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón. Pero, por aquel entonces, Rusia era una devota nación cristiana. Los comunistas no se hicieron con el poder hasta meses después. En tal caso ¿qué sentido tenía esa consagración?
– Los visionarios de La Salette eran un absoluto desastre -decía Katerina-. La madre de Maxim, el chico, murió cuando él era un niño y su madrastra le pegaba. La primera vez que lo entrevistaron después de la visión interpretó lo que había visto como una madre que se quejaba de que su hijo le pegaba, no como la Virgen María.
Michener asintió.
– Las versiones publicadas de los secretos de La Salette se encuentran en el Archivo del Vaticano. Maxim mencionó a una Virgen vengativa que hablaba de hambruna y comparaba a los pecadores con los perros.
– La clase de cosa que diría un niño con un padre maltratador. La madrastra solía castigarlo dejándolo sin comer.
– Al final murió joven, arruinado y amargado -puntualizó él-. A uno de los visionarios iniciales de aquí, de Bosnia, le pasó lo mismo: perdió a su madre un par de meses antes de que tuviera la primera visión. Y los otros también habían tenido problemas.
– No son más que alucinaciones, Colin. Niños problemáticos que ahora son adultos atormentados convencidos de lo que imaginaron. La Iglesia no quiere que nadie conozca la vida de los visionarios: rompería por completo el encanto, sembraría la duda.
La lluvia aporreaba el tejado del café.
– ¿Por qué te envió Clemente aquí?
– Ojalá lo supiera. Estaba obsesionado con el tercer secreto, y este sitio tenía algo que ver con él.
Decidió hablarle de la visión de Clemente, pero omitió la parte de la Virgen pidiéndole al Papa que pusiera fin a su vida. Hablaba en un susurro.
– ¿Has venido aquí porque la Virgen María le dijo a Clemente que te mandara? -preguntó ella.
Él llamó a la camarera y levantó dos dedos para que le trajera otras dos cervezas.
– Me suena a que Clemente estaba perdiendo los papeles.
– Ésa es exactamente la razón por la cual el mundo nunca sabrá lo que ocurrió.
– Quizás debiera.
A Michener no le gustó el comentario.
– Te lo he contado en confianza.
– Lo sé. Lo único que digo es que tal vez el mundo debiera saber esto.
Él comprendió que no había forma de que eso pasara, dada la forma en que había muerto Clemente. Clavó la vista en la calle inundada debido a la lluvia. Había algo que quería saber.
– ¿Qué pasa con nosotros, Kate?
– Sé adonde quiero ir.
– ¿Qué harías en Rumanía?
– Ayudar a esos niños. Podría registrar el esfuerzo, escribir sobre él para dárselo a conocer al mundo, llamar la atención.
– Bastante duro.
– Es mi hogar. No me estás diciendo nada que no sepa ya.
– Los ex sacerdotes no ganan mucho dinero.
– No hace falta mucho para vivir allí.
Michener asintió, y le entraron ganas de estirar el brazo y agarrar su mano. Pero no sería buena idea. Allí no.
Ella pareció presentir su deseo y sonrió.
– Déjalo para cuando volvamos al hotel.
Ciudad del Vaticano, 19:00
«Exijo una tercera votación», espetó el cardenal de los Países Bajos. Era el arzobispo de Utrecht y uno de los partidarios más incondicionales de Valendrea. Éste había dispuesto con él el día anterior que si las dos primeras rondas no prosperaban, pediría de inmediato una tercera.
Valendrea no estaba satisfecho. Los veinticuatro votos de Ngovi en el primer escrutinio habían sido una sorpresa. Él esperaba que cosechara una docena aproximadamente, no más. Sus propios treinta y dos no estaban mal, pero sí a años luz de los setenta y seis necesarios para ser elegido.
Con todo, el segundo escrutinio le asustó de veras, y tuvo que hacer uso de toda su reserva diplomática para no perder la calma: el apoyo de Ngovi había subido a treinta, mientras que el suyo tan sólo había conseguido arañar los cuarenta y uno. Los restantes cuarenta y dos votos se repartían entre otros tres candidatos. La sabiduría popular proclamaba que un favorito debía lograr un respaldo considerable a medida que se sucedían los escrutinios. La incapacidad de obtenerlo se veía como una debilidad, y los cardenales eran famosos por dejar de lado a los candidatos débiles. Muchas veces tras la segunda votación había surgido un ganador sorpresa que se había hecho con el papado. Juan Pablo I y Juan Pablo II resultaron elegidos de ese modo, al igual que Clemente XV, y Valendrea no quería que se repitiera. Imaginó a los expertos en la plaza cavilando sobre las dos nubes de humo negro. Imbéciles irritantes como Tom Kealy le estarían diciendo al mundo que sin duda los cardenales se hallaban divididos, que ningún candidato se situaba como favorito. Seguirían mortificando a Valendrea. Kealy había sentido un placer malsano calumniándolo las últimas dos semanas, y de un modo bastante inteligente, debía admitir, pues en ningún momento había hecho comentarios personales ni referencia a una excomunión aún pendiente. En su lugar, el hereje había ofrecido el argumento de «italianos contra el mundo», al que al parecer había sacado partido. Semanas atrás debió presionar al tribunal para que apartara a Kealy del sacerdocio. Así al menos sería un antiguo sacerdote de dudosa credibilidad. Tal como estaban las cosas, ese idiota era considerado un disidente que desafiaba el orden establecido, un David frente a Goliat, y nadie apoyaba jamás al gigante.
Observó cómo el cardenal archivero repartía más papeletas. El anciano iba recorriendo la fila en silencio, y lanzó a Valendrea una rápida mirada desafiante cuando le entregó una tarjeta en blanco. Otro problema del que debería haberse ocupado hacía mucho tiempo.
Nuevamente los lápices rozaron el papel y se repitió el ritual de depositar las papeletas en el cáliz de plata. Los escrutadores agitaron las tarjetas y comenzaron a contar. Valendrea oyó su nombre en cincuenta y nueve ocasiones, mientras que el de Ngovi sonó cuarenta y tres. Los once votos restantes seguían desperdigados.
Y serían críticos.
Necesitaba diecisiete más para ser elegido. Aunque se hiciera con esos once rezagados, aún le harían falta seis de los partidarios de Ngovi, y el africano ganaba fuerza a una velocidad alarmante. La perspectiva más aterradora era que cada uno de esos once votos repartidos en los que no había sido capaz de influir tendrían que salir del total de Ngovi, cosa que podía empezar a ser imposible. Los cardenales tendían a atrincherarse tras la tercera votación.
Estaba harto. Se puso en pie.
– Creo, Eminencias, que ya ha sido suficiente desafío por hoy. Sugiero que vayamos a cenar y descansar, y prosigamos por la mañana. No era una petición: cualquier participante tenía derecho a detener la votación. Su mirada fulminó la capilla, deteniéndose de cuando en cuando en los sospechosos de traición.
Esperaba que el mensaje fuese claro.
El humo negro que pronto saldría de la Capilla Sixtina se correspondía con su humor.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
23:30
Michener despertó de un profundo sueño. Katerina yacía a su lado. Fue presa de un desasosiego que no parecía tener nada que ver con el sexo. No se sentía culpable por haber vuelto a romper sus votos de sacerdote, pero le asustaba que aquello que había tardado toda una vida en conseguir significara tan poco. Tal vez sólo fuera que la mujer que dormía junto a él era más importante. Se había pasado dos décadas sirviendo a la iglesia y a Jakob Volkner, pero su querido amigo había muerto, y en la Capilla Sixtina se estaba forjando un nuevo futuro, uno que no lo incluiría. No tardaría en elegirse al 268° sucesor de san Pedro, y aunque él había estado a punto de lucir un capelo rojo, ello sencillamente no ocurriría. Al parecer su destino aguardaba en otra parte.
Le invadió otra extraña sensación, una rara mezcla de inquietud y tensión. Antes, en sueños, no había dejado de oír a Jasna. «No se olvide de Bamberg.» «He rezado por el Papa. Su alma necesita nuestras plegarias.» ¿Intentaba decirle algo? ¿O tan sólo convencerlo?
Se levantó de la cama.
Katerina no se movió. Se había tomado varias cervezas con la cena, y el alcohol siempre le daba sueño. Fuera, la tormenta seguía rugiendo, la lluvia repiqueteaba en el cristal y los rayos iluminaban la estancia. Se puso a mirar por la ventana. El agua acribillaba los tejados de terracota de los edificios de enfrente y caía a mares por los desagües. Los coches aparcados bordeaban ambos lados de la tranquila calle.
Una figura solitaria surgió en medio del mojado pavimento.
Fijó la mirada en su rostro.
Jasna.
Tenía la cabeza levantada hacia su ventana. Verla lo asustó y lo impulsó a cubrirse la desnudez, aunque no tardó en comprender que era imposible que ella lo viese: las cortinas estaban parcialmente echadas, con unos visillos de encaje entre él y la ventana, el cristal por fuera moteado de lluvia. Él se hallaba algo apartado, la habitación a oscuras, fuera la oscuridad aún mayor. Sin embargo, en el haz de luz de las farolas, cuatro pisos más abajo, veía que Jasna lo observaba.
Algo lo instó a revelar su presencia.
Apartó los visillos.
Ella lo invitó a bajar moviendo su brazo derecho. Michener no sabía qué hacer. La mujer repitió el gesto con la mano. Llevaba la misma ropa y las mismas zapatillas de deporte de por la tarde, el vestido pegado a su delgado cuerpo. Su largo cabello estaba empapado, pero a ella parecía darle igual la tormenta.
Volvió a llamarlo.
Él miró a Katerina. ¿La despertaba? Miró por la ventana de nuevo. Jasna le decía con la cabeza que no y le hacía más señas.
Maldita sea. ¿Acaso sabía lo que estaba pensando?
Decidió que no tenía elección y se vistió sin hacer ruido.
Salió del hotel.
Jasna seguía en la calle.
Sobre sus cabezas se oía el chasquido de los relámpagos, y el ennegrecido cielo descargó otro chaparrón. Michener no llevaba paraguas.
– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó éste.
– Si quiere conocer el décimo secreto, venga conmigo.
– ¿Adonde?
– ¿Es que siempre tiene que cuestionarlo todo? ¿No puede tener fe?
– Estamos en medio de un aguacero.
– Es una forma de purificar cuerpo y alma.
La mujer lo asustaba. ¿Por qué? No estaba seguro. Quizás fuese porque se sentía obligado a hacer lo que le pedía.
– Tengo el coche allí -dijo ella.
Aparcado más abajo en la calle había un viejo Ford Fiesta cupé. La siguió hasta él, y Jasna abandonó la ciudad, deteniéndose a los pies de un oscuro montículo, en un aparcamiento donde no había ningún coche. Los faros le permitieron ver un letrero que rezaba: monte de la Cruz.
– ¿Por qué hemos venido aquí? -quiso saber Michener.
– No tengo ni idea.
Le entraron ganas de preguntar quién la tenía, pero se contuvo. Estaba claro que ése era el espectáculo de Jasna, y tenía la intención de montarlo a su manera.
Salieron a la lluvia, y él fue tras ella hacia un sendero. El terreno era esponjoso, y las piedras resbalaban.
– ¿Vamos a la cima? -inquirió él.
Ella se volvió.
– ¿Adonde, si no?
Michener trató de recordar los detalles relativos al monte de la Cruz que la guía les había dado durante el viaje en autocar. Con sus quinientos metros de altura, en lo alto sostenía una cruz que había sido erigida en los años treinta por la parroquia. Aunque no guardaba relación con las apariciones, su ascenso formaba parte de la «experiencia Medjugorje», un ascenso en el que nadie tomaba parte esa noche. Y a él no le hacía mucha gracia verse a quinientos metros de altura en medio de una tormenta con gran aparato eléctrico. Sin embargo Jasna parecía no inmutarse, y su valor le daba fuerzas.
¿Sería eso fe?
La subida se complicó debido a los regueros de agua que bajaban. Michener estaba empapado y tenía los zapatos cubiertos de barro, y sólo los rayos iluminaban el camino. Abrió la boca y dejó que la lluvia le humedeciera la lengua. Se oyó el retumbar del trueno. Era como si el epicentro de la tormenta se hubiera situado justo encima de ellos. La cima apareció al cabo de veinte minutos de dura escalada. Le dolían los muslos y sentía pinchazos en los gemelos.
Ante sí se alzaba la oscura silueta de una enorme cruz blanca de unos doce metros tal vez. En su base de hormigón la tormenta había zarandeado unos ramos de flores. El viento había arrastrado algunos centros, que andaban desperdigados por el lugar.
– Vienen de todo el mundo -explicó ella, señalando las flores-. La gente sube a hacer ofrendas y rezarle a la Virgen, aunque ella nunca se ha aparecido aquí. No obstante sigue viniendo. Su fe es admirable.
– ¿Y la mía no?
– Usted no tiene fe. Su alma está en peligro.
Su tono era práctico, como el de la esposa que le pide al marido que saque la basura. Retumbó el ruido sordo de un trueno, una especie de redoble de tambor. Esperó el inevitable relámpago, y el resplandor astilló el cielo en jirones de luz azul y blanca. Decidió enfrentarse con la visionaria:
– ¿En qué voy a tener fe? Usted no sabe nada de religión.
– Yo sólo sé de Dios. La religión es una creación del hombre. Se puede cambiar, modificar o desechar por completo. Nuestro Señor es otra cosa.
– Pero los hombres recurren al poder de Dios para justificar sus religiones.
– Eso no significa nada. Hombres como usted han de cambiar eso.
– Y ¿cómo voy a hacerlo?
– Creyendo, teniendo fe, amando a Nuestro Señor y haciendo lo que Él pide. Su Papa intentó cambiar las cosas. Continúe su labor.
– Ya no estoy en situación de hacer nada.
– Está en la misma situación en la que se hallaba el propio Cristo, y Él lo cambió todo.
– ¿Por qué hemos venido aquí?
– Esta noche presenciaremos la última visión de Nuestra Señora. Me pidió que acudiera a esta hora y que lo trajera a usted conmigo. Ofrecerá una señal evidente de su presencia. Lo prometió la primera vez que vino, y cumplirá su promesa. Tenga fe ahora, no después, cuando todo esté claro.
– Soy sacerdote, Jasna, no es preciso que me convierta.
– Duda, pero no hace nada por disipar esa duda. Usted más que ningún otro necesita ser convertido. Éste es un momento de gracia, de profundización de la fe, de conversión. Eso es lo que me dijo hoy la Virgen.
– ¿A qué se refería con Bamberg?
– Sabe de sobra a qué me refería.
– Ésa no es una respuesta. Dígame a qué se refería.
La lluvia arreció, y una fuerte ráfaga de viento hizo que las gotas laceraran su rostro. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos, Jasna estaba de rodillas, las manos unidas en oración, en los ojos la misma mirada ausente de esa misma tarde mientras miraba el negro cielo.
Michener se arrodilló a su lado.
La mujer parecía tan vulnerable, la insolente visionaria ya no se creía mejor que los demás. Él alzó la vista al firmamento y no vio nada salvo el oscuro contorno de la cruz. Un relámpago dotó de vida por un instante a la imagen. Luego la negrura volvió a envolver la cruz.
– Lo recordaré. Sé que seré capaz -le dijo Jasna a la noche.
Un nuevo retumbar del trueno atravesó el cielo.
Tenían que irse, pero él no se decidía a interrumpirla. Quizás no fuese real para él, pero sí lo era para ella.
– Querida Señora, no tenía idea -le lanzó al viento.
Un brillante destello de luz tocó la tierra, y la cruz estalló en una oleada de calor que los engulló.
Su cuerpo se separó del suelo y salió volando hacia atrás.
Un extraño hormigueo le recorrió las extremidades. Su cabeza golpeó algo duro, y sintió un mareo, náuseas. Los ojos le hicieron chiribitas, y él intentó concentrarse, obligarse a permanecer despierto, pero no pudo.
Luego se impuso el silencio.
Ciudad del Vaticano
Miércoles, 29 de noviembre
12:30
Valendrea se abotonó la sotana y salió de su habitación en el Domus Sanctae Marthae. Al ser el secretario de Estado le habían asignado una de las estancias de mayor tamaño, la que solía utilizar el prelado que llevaba la residencia de seminaristas. Gozaban de un privilegio similar el camarlengo y el director del Sacro Colegio. No era la clase de habitaciones a las que él estaba acostumbrado, pero sí constituían una inmensa mejora respecto a los días en que un cónclave equivalía a dormir en un catre y orinar en un cubo.
El camino de la residencia a la Capilla Sixtina se realizaba a través de pasajes seguros, lo cual constituía una novedad en relación con el último cónclave, pues los cardenales salvaban el trayecto entre la residencia y la capilla en un autobús escoltado. A muchos les molestaba llevar carabina, de modo que se estableció un camino por los pasadizos del Vaticano que podía sellarse y estaba abierto únicamente a los participantes del cónclave.
En la cena había dejado claro en voz baja que quería reunirse más tarde con tres de los cardenales, y ahora los tres aguardaban en la Capilla Sixtina, al otro extremo del altar, cerca de la puerta de mármol. Fuera, al otro lado de las puertas selladas, sabía que la guardia suiza estaba dispuesta a abrir las puertas de bronce cuando el humo blanco se hubiera alzado hacia el cielo. Nadie esperaba que ello sucediera pasada la medianoche, de manera que la capilla constituía un lugar seguro para mantener una discreta discusión.
Se acercó a los tres cardenales y no les dio la oportunidad de hablar.
– Sólo tengo unas cosas que decir -aseguró en voz queda-. Estoy al tanto de lo que dijeron ustedes tres en días anteriores: me garantizaron su apoyo y luego me traicionaron. Sólo ustedes sabrán por qué. Lo que quiero es que la cuarta votación sea la última. En caso contrario, ninguno de ustedes formará parte de este colegio el año que viene.
Uno de los cardenales fue a decir algo, pero él levantó la mano derecha para acallarlo.
– No quiero oír que me han votado. Los tres han respaldado a Ngovi, pero eso es algo que cambiará por la mañana. Además, antes de la primera sesión, quiero que hayan convencido a otros. Espero obtener la victoria en la cuarta votación, y de ustedes depende que ello ocurra.
– Eso es irreal -observó uno de los cardenales.
– Lo que es irreal es cómo escapó usted a la justicia española por malversar fondos de la Iglesia. Estaba claro que lo consideraban un ladrón, sólo que carecían de pruebas. Yo poseo esas pruebas: me las facilitó de buena gana una joven a la que usted conoce bastante bien. Y ustedes dos no deberían ser tan petulantes: tengo información similar de cada uno de ustedes, y no precisamente halagüeña. Ya saben lo que quiero: encabecen un movimiento, invoquen al Espíritu Santo. No me importa cómo lo hagan, pero háganlo. El éxito les garantizará su estancia en Roma.
– ¿Y si no queremos estar en Roma? -preguntó uno de los tres.
– ¿Preferiría la cárcel?
A los observadores del Vaticano les encantaba hacer conjeturas acerca de lo que ocurría en un cónclave. El archivo se hallaba repleto de publicaciones que representaban a hombres piadosos en lucha con su conciencia. En el último cónclave había observado que algunos cardenales argüían que su juventud era una desventaja, ya que a la Iglesia no le iban bien los papados largos. De cinco a diez años estaba bien; más creaba problemas. Y había algo de verdad en esa conclusión. Autocracia e infalibilidad podían ser una mezcla volátil, aunque también podían ser los ingredientes del cambio. El trono de san Pedro era el pulpito de los pulpitos, y no se podía desoír a un Papa fuerte. Él tenía la intención de ser esa clase de Papa, y no estaba dispuesto a permitir que tres idiotas de tres al cuarto echaran a perder esos planes.
– Lo único que quiero es oír mi nombre setenta y seis veces por la mañana. Si me veo obligado a esperar, habrá consecuencias. Mi paciencia se ha puesto a prueba hoy, y no resulta aconsejable que se repita esa situación. Si mi rostro sonriente no aparece en el balcón de la plaza de San Pedro mañana por la tarde, antes de que puedan llegar a su habitación del Domus Sanctae Marthae a recoger sus cosas habré acabado con su reputación.
Y dio media vuelta y se fue sin dejarles pronunciar palabra.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
Michener veía el mundo dar vueltas en medio de una neblina borrosa. Tenía la cabeza a punto de estallar, y el estómago revuelto. Intentó levantarse, pero no fue capaz. La bilis le subió a la garganta, y la vista le iba y le venía.
Una lluvia menuda le empapaba la ropa, aunque ya estaba calado. El trueno confirmó que la furia de la tormenta nocturna no había remitido. Se acercó el reloj a los ojos, pero un sinfín de imágenes comenzó a girar ante él, y no pudo leer la luminosa esfera. Se masajeó la frente y notó un bulto en la parte posterior de la cabeza.
Se preguntó qué había sido de Jasna, y estaba a punto de gritar su nombre cuando una luz brillante apareció en el cielo. En un principio pensó que sería otro relámpago, como sin duda había sido lo de antes, pero esta bola era de menor tamaño, más controlada. Creyó que era un helicóptero, pero ningún sonido precedía al borrón blanquiazul mientras se aproximaba.
La imagen flotaba frente a él, a unos metros del suelo. Su cabeza y su estómago seguían sin dejarlo ponerse en pie, de modo que se tendió en el pedregal y miró hacia arriba.
El resplandor aumentó de intensidad. Despedía una calidez que le resultó reconfortante.
Alzó un brazo para protegerse los ojos, y por entre los dedos vio formarse una imagen.
Una mujer.
Llevaba un vestido gris con adornos azul claro. Un velo blanco le cubría el rostro y resaltaba unos rizos ondulados de cabello castaño. Sus ojos eran expresivos, y los colores de su silueta iban del blanco al azul y al amarillo más pálido.
Reconoció el rostro y el vestido: la talla que había visto antes en casa de Jasna: Nuestra Señora de Fátima.
La intensidad del brillo disminuyó, y aunque él seguía sin poder fijar la vista en nada que se encontrara a más de unos centímetros, veía a la mujer con claridad.
– Levanta, padre Michener -dijo con voz dulce.
– Lo… he… intentado… no puedo -balbuceó él.
– Levanta.
Se obligó a ponerse de pie. La cabeza ya no le daba vueltas, su estómago estaba tranquilo. Miró hacia la luz.
– ¿Quién eres?
– ¿Es que no lo sabes?
– ¿La Virgen María?
– Pronuncias esas palabras como si fuesen mentira.
– No es mi intención.
– Veo que eres desafiante. Ahora comprendo por qué has sido elegido.
– Elegido ¿para qué?
– Hace mucho tiempo les dije a los niños que ofrecería una señal a todos los que no creen.
– Así que ¿Jasna conoce el décimo secreto? -Se sentía furioso consigo mismo por plantear siquiera la pregunta. Por si no era bastante malo que estuviese alucinando, ahora conversaba con su propia imaginación.
– Es una bienaventurada, ha hecho lo que el Cielo le ha pedido. Otros hombres que afirman ser piadosos no pueden decir lo mismo.
– ¿Clemente XV?
– Sí, Colin. Yo soy uno de ésos.
La voz era más grave, y la imagen se había metamorfoseado en la de Jakob Volkner. Lucía las vestiduras papales -amito, cíngulo, estola, mitra y palio-, igual que en su entierro, en la mano derecha un báculo. La visión lo sobresaltó. ¿Qué estaba pasando allí?
– ¿Jakob?
– No sigas desoyendo al Cielo. Haz lo que te pedí. Recuerda que vale la pena contar con un servidor fiel.
Lo mismo que Jasna le había dicho antes. Pero ¿por qué no iba a incluir su propia alucinación información ya conocida?
– ¿Cuál es mi destino, Jakob?
La visión se tornó el padre Tibor. El sacerdote estaba exactamente igual que cuando se conocieron en el orfanato.
– Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo.
Antes de que pudiera decir nada, la imagen de la Virgen volvió.
– Sigue los dictados de tu corazón, no hay nada malo en eso. Pero no renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca.
La visión inició su ascenso y se volvió una brillante bola de luz que se disolvió en la noche. Cuanto más se alejaba, más le dolía a él la cabeza. Cuando por fin se hubo desvanecido, el mundo comenzó a girar en derredor y él echó las entrañas.
Ciudad del Vaticano, 7:00
El desayuno fue un acto sombrío en el comedor del Domus Sanctae Marthae. Casi la mitad de los cardenales disfrutaba de los huevos, el jamón, la fruta y el pan en silencio. Muchos optaron por tomar únicamente café o zumo, pero Valendrea se llenó un plato del bufé: quería demostrarles a los allí reunidos que no le afectaba lo que había sucedido el día anterior, que conservaba su legendario apetito.
Se sentó con un grupo de cardenales a una mesa junto a la ventana. Constituían un conjunto variado: de Australia, Venezuela, Eslovaquia, Líbano y México. Dos eran acérrimos partidarios suyos, pero creía que los otros tres formaban parte de los once que aún no habían tomado partido. Sus ojos repararon en Ngovi cuando entraba en el comedor. El africano mantenía una animada conversación con dos cardenales. Tal vez también estuviese tratando de dar una imagen de absoluta serenidad.
– Alberto -decía uno de los cardenales de la mesa.
El aludido miró al australiano.
– No pierdas la fe. Estuve rezando toda la tarde y tengo la sensación de que esta mañana pasará algo.
Valendrea permaneció estoico.
– Es la voluntad de Dios lo que nos impulsa. Sólo espero que el Espíritu Santo esté con nosotros hoy.
– Eres la opción lógica -terció el cardenal libanés, la voz innecesariamente alta.
– Lo es -corroboró un cardenal de otra mesa.
Él alzó la vista de los huevos y vio que era el español de la pasada noche. Aquel hombrecillo gordo se había levantado de la silla.
– Esta Iglesia languidece -continuó el español-. Es hora de hacer algo. Recuerdo los tiempos en que el Papa imponía respeto, en que a todos los gobiernos de aquí a Moscú les importaba lo que Roma hiciera. Ahora no somos nada. A nuestros sacerdotes se les prohíbe participar en la política; a nuestros obispos se les disuade de que tomen posiciones. Los Papas pagados de sí mismos nos están destruyendo.
Otro cardenal, un camerunés barbado, se puso en pie. Valendrea apenas lo conocía, así que supuso que era partidario de Ngovi.
– No creo que Clemente XV fuera un hombre pagado de sí mismo. Era amado en el mundo entero e hizo muchas cosas en su breve pontificado.
El español levantó las manos.
– No pretendo ser irrespetuoso. Esto no es personal, se trata de lo que es mejor para la Iglesia. Por suerte entre nosotros hay hombres que imponen respeto en el mundo. El cardenal Valendrea sería un pontífice ejemplar. ¿Por qué conformarnos con menos?
Valendrea posó su mirada en Ngovi. Si al camarlengo le había ofendido el comentario, no se le notó.
Era uno de esos momentos que los entendidos describirían más tarde: el Espíritu Santo bajó e hizo avanzar el cónclave. Aunque la Constitución Apostólica desautorizaba hacer campaña antes de reunirse, la prohibición cesaba una vez dentro de la Capilla Sixtina. De hecho la discusión sincera era el verdadero objetivo de la congregación secreta. Valendrea estaba impresionado con la táctica del español. Nunca creyó que el idiota fuera capaz de semejante audacia.
– No creo que elegir al cardenal Ngovi sea conformarnos con menos -aseguró al final el camerunés-. Es un hombre de Dios y un hombre de su Iglesia. Irreprochable. Sería un excelente pontífice.
– ¿Y Valendrea no? -espetó el cardenal francés al tiempo que se levantaba.
Valendrea estaba maravillado con lo que veían sus ojos: príncipes de la Iglesia, engalanados con sus sotanas, debatiendo abiertamente. En cualquier otro momento se quitarían de en medio para evitar el enfrentamiento.
– Valendrea es joven, es lo que necesita la Iglesia. La ceremonia y la retórica no lo convierten a uno en un líder. Lo que guía a los fieles es el carácter del hombre, y él ha demostrado tenerlo. Ha servido a numerosos Papas…
– Precisamente -lo interrumpió el de Camerún-. Nunca ha servido a una diócesis. ¿Cuántas confesiones ha oído? ¿Cuántos funerales ha presidido? ¿A cuántos feligreses ha aconsejado? Esas experiencias pastorales son lo que pide el trono de san Pedro.
La osadía del camerunés era impresionante. Valendrea ignoraba que unas agallas así pudieran vestir de púrpura. De un modo bastante intuitivo, ese hombre había recurrido al temido calificativo: pastoral. Anotó mentalmente que en años venideros habría que vigilar a ese cardenal.
– ¿Qué importa eso? -inquirió el francés-. El Papa no es un pastor. Ésa es una descripción que a los estudiosos les gusta utilizar, una excusa que usamos para votar a un hombre en lugar de a otro. No significa nada. El Papa es un administrador: ha de dirigir esta Iglesia, y para hacerlo tiene que entender a la curia, saber cómo funciona. Y Valendrea lo sabe mejor que cualquiera de nosotros. Hemos tenido Papas pastorales; yo quiero un líder.
– Tal vez sepa cómo funcionamos demasiado bien -apuntó el cardenal archivero.
Valendrea casi se estremeció: aquél era el miembro de mayor edad del colegio electoral. Su opinión tendría mucho peso en los once indecisos.
– Explíquese -exigió el español.
El archivero permaneció sentado.
– La curia ya controla demasiadas cosas. Todos nos quejamos de la burocracia, y sin embargo no hacemos nada al respecto. ¿Por qué? Porque satisface nuestras necesidades, levanta un muro entre nosotros y todo lo que no queremos que pase. Es fácil echarle la culpa de todo a la curia. ¿Por qué un Papa profundamente arraigado en dicha institución iba a hacer nada que la amenazara? Habría cambios, sí, todos los Papas llevan a cabo pequeños retoques, pero nadie se ha ocupado de demoler y reconstruir. -Los ojos del anciano se centraron en Valendrea-. En particular alguien que es producto de ese sistema. Preguntémonos: ¿sería Valendrea tan audaz? -Hizo una pausa-. Yo creo que no.
El aludido le dio un sorbo al café y, finalmente, dejó la taza en la mesa y le dijo con toda tranquilidad al archivero:
– Al parecer, Eminencia, su voto es claro.
– Quiero que mi último voto cuente.
Valendrea ladeó la cabeza con despreocupación.
– Está en su derecho, Eminencia. Y no osaría entrometerme.
Ngovi ocupó el centro de la habitación.
– Tal vez sea el momento de poner fin a esta discusión. ¿Por qué no terminamos de desayunar y acudimos a la capilla? Allí podremos retomar este asunto con más detenimiento.
Nadie mostró disconformidad.
Valendrea estaba encantado con todo aquel despliegue.
Un poco de información no le haría daño a nadie.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina 9:00
Katerina empezaba a preocuparse. Había pasado una hora desde que se había despertado y había visto que Michener no estaba. La tormenta había cesado, pero la mañana se presentaba cálida y nublada. Al principio pensó que habría bajado a tomar café, pero cuando había ido al comedor a comprobarlo, hacía unos minutos, no estaba allí. Le preguntó a la recepcionista, pero la mujer no sabía nada. Creyendo que se habría dirigido a la iglesia de Santiago, se acercó hasta ella, pero no lo encontró. No era habitual que Colín saliera sin decir adonde iba, y su bolsa de viaje, la cartera y el pasaporte seguían en la habitación.
Ahora ella estaba en la concurrida plaza de la iglesia, planteándose acercarse a uno de los soldados a pedirle ayuda. Ya llegaban los primeros autobuses, que dejaban una nueva tanda de peregrinos, y el gentío comenzaba a inundar las calles mientras los tenderos preparaban sus escaparates.
La velada había sido deliciosa, la charla en el restaurante estimulante, y lo que vino después más aún. Había decidido no contarle nada a Alberto Valendrea: había ido a Bosnia para estar con Michener, no para ejercer de espía. Que Ambrosi y Valendrea pensaran lo que quisieran de ella. Sencillamente le alegraba estar allí. Lo cierto es que a esas alturas le daba igual hacer carrera en el periodismo. Iría a Rumanía a trabajar con los niños, a hacer que sus padres se sintieran orgullosos. Que ella se sintiera orgullosa. A hacer algo bueno por una vez.
Durante todos esos años había estado enfadada con Michener, pero al final se había dado cuenta de que también ella tenía parte de culpa, sólo que sus defectos eran peores. Michener amaba a su Dios y a su Iglesia, y ella sólo se quería a sí misma. Pero eso iba a cambiar. Ella se encargaría. En la cena Michener se había quejado de que nunca había salvado un alma. Tal vez se equivocara: quizás ella fuese la primera.
Cruzó la calle y echó un vistazo en la oficina de información: allí no habían visto a nadie que respondiera a la descripción de Michener. Enfiló la acera, mirando en las tiendas por si él estaba investigando, intentando averiguar dónde vivían los otros visionarios. Obedeciendo a un impulso, fue en la dirección que habían tomado el día anterior, por la misma calle de casas blancas con los tejados de tejas rojas, hacia donde vivía Jasna.
Encontró la casa y llamó a la puerta.
Nada.
Volvió a la calle. Los postigos estaban cerrados. Esperó unos instantes por si veía alguna señal de movimiento, pero nada. Se percató de que el coche de Jasna ya no estaba aparcado a un lado.
Inició el regreso al hotel.
De la casa de enfrente salió una mujer gritando en croata:
– ¡Qué horror! ¡Es horrible! Dios nos asista.
Su angustia era alarmante.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Katerina como buenamente pudo en croata.
La anciana se detuvo, el pánico inundaba sus ojos.
– Es Jasna. La han encontrado en la montaña: la cruz y ella han sido heridas por un rayo.
– ¿Está bien?
– No lo sé. Van a buscarla ahora.
La mujer estaba consternada, al borde la histeria. Las lágrimas afloraron a sus ojos. No paraba de santiguarse y se aferraba a un rosario, farfullando un avemaría entre sollozos.
– Santa Madre de Dios, sálvala, no permitas que muera. Es bienaventurada.
– ¿Tan grave es?
– Apenas respiraba cuando la hallaron. Una idea se le pasó por la cabeza.
– ¿Estaba sola?
La mujer pareció no oír la pregunta y siguió musitando oraciones, pidiéndole a Dios que salvara a Jasna.
– ¿Estaba sola? -repitió ella.
La mujer se contuvo y entendió la pregunta.
– No. También había un hombre. Está mal. Como ella.
Ciudad del Vaticano, 9:30
Valendrea subió las escaleras que conducían a la Capilla Sixtina creyendo tener el papado al alcance de la mano. El único obstáculo era un cardenal de Kenia que intentaba aferrarse a la política fallida de un Papa que se había suicidado. Si de él dependiera, y puede que así fuese antes de que acabara el día, sacaría el cuerpo de Clemente de la basílica de San Pedro y lo enviaría de vuelta a Alemania. A decir verdad tal vez fuera posible llevar a cabo esa proeza, ya que en su propio testamento -cuyo texto se había publicado hacía una semana- Clemente expresaba su sincero deseo de ser enterrado en Bamberg. El gesto se podría interpretar como un cariñoso homenaje que la Iglesia rendía a su difunto pontífice, un homenaje que sin duda provocaría una reacción positiva, al tiempo que expulsaba del suelo sagrado a un alma débil.
Seguía disfrutando del espectáculo del desayuno. Los esfuerzos de Ambrosi de los últimos dos años empezaban a dar frutos. Las escuchas habían sido idea de Paolo. En un principio a él le asustaba la posibilidad de que las descubrieran, pero Ambrosi tenía razón. Tendría que recompensar a Paolo. Lamentaba no haberlo traído al cónclave, pero Ambrosi se había quedado fuera con la orden expresa de eliminar los magnetófonos y los micrófonos mientras se celebraba la elección. Era el momento perfecto para hacerlo, ya que el Vaticano se hallaba en estado de hibernación, todos los ojos y los oídos en la Capilla Sixtina. Llegó a lo alto de una estrecha escalera de mármol. Ngovi se encontraba allí, al parecer esperando.
– El día del Juicio Final, Maurice -le dijo al llegar al último peldaño.
– Es una manera de verlo.
El cardenal más próximo se hallaba a quince metros, y tras él no subía nadie. La mayor parte de los cardenales ya habían entrado; él había esperado hasta el último momento.
– No echaré de menos tus acertijos. Ni los tuyos ni los de Clemente.
– Lo que me interesa son las respuestas a esos acertijos.
– Le deseo lo mejor en Kenia. Disfrute del calor.
Echó a andar.
– No ganará -vaticinó Ngovi.
Valendrea se giró. No le agradó la mirada petulante en el rostro del africano, pero no pudo evitar preguntar:
– ¿Por qué?
Ngovi no respondió. Se limitó a pasar por delante de él y entrar en la capilla.
Los cardenales ocuparon sus respectivos asientos. Ngovi estaba ante el altar, casi invisible delante de aquella caótica visión de color que era El Juicio Final de Miguel Ángel.
– Antes de que comience la votación, tengo algo que decir.
Los 113 cardenales volvieron la cabeza hacia Ngovi, y Valendrea respiró hondo: no podía hacer nada. El camarlengo aún estaba al mando.
– Parece que algunos de ustedes piensan que yo seré el sucesor de nuestro querido y difunto Santo Padre. Aunque su confianza me halaga, he de rehusar. Si salgo elegido, no aceptaré. Sépanlo y voten en consecuencia.
Ngovi bajó del altar y tomó asiento entre los cardenales.
Valendrea cayó en la cuenta de que ahora ninguno de los cuarenta y tres hombres que apoyaban a Ngovi permanecería a su lado. Querían formar parte del equipo ganador, y como su caballo acababa de salirse de la pista, sus alianzas cambiarían. Dadas las escasas posibilidades que había de que apareciera un tercer candidato a esas alturas, Valendrea hizo un cálculo rápido: sólo necesitaba mantener sus cincuenta y nueve cardenales y añadir una parte del bloque acéfalo de Ngovi.
Y eso era algo sencillo.
Le entraron ganas de preguntarle a Ngovi el porqué: aquel gesto no tenía sentido. Aunque negaba querer el papado, alguien se había encargado de orquestar los cuarenta y tres votos del africano, y él distaba mucho de creer que hubiese sido obra del Espíritu Santo. Aquélla era una batalla entre hombres, organizada y librada por hombres. Estaba claro que uno o más de quienes lo rodeaban era un enemigo, aunque encubierto. Un buen candidato era el cardenal archivero, poseedor tanto de talla como de conocimientos. Esperaba que la firmeza de Ngovi no supusiera un rechazo de su persona. Necesitaría lealtad y entusiasmo en los próximos años, y a los disidentes les daría una lección. Ése sería el primer cometido de Ambrosi. Todos debían entender que había que pagar un precio por no haber sabido elegir, pero había de reconocer el mérito del africano de enfrente. «No ganará.» No. Ngovi le estaba entregando el papado. Pero a quién le importaba.
Una victoria era una victoria.
La votación duró una hora. Después del bombazo de Ngovi, todos parecían deseosos de poner fin al cónclave.
Valendrea no llevó por escrito la cuenta, se limitó a sumar mentalmente cada vez que salía su nombre. Al oírlo por septuagésima sexta vez, dejó de escuchar. Sólo cuando los escrutadores dictaminaron su elección con 102 votos fijó la vista en el altar.
Muchas veces se había preguntado cómo sería ese momento. Ahora él solo establecía lo que debían creer o no mil millones de católicos. Ningún cardenal podría rechazar sus órdenes. Lo llamarían Santo Padre y todas sus necesidades serían atendidas hasta el día que muriera. Algunos cardenales habían llorado o sentido miedo en ese momento. Unos cuantos incluso habían abandonado la capilla, protestando a voz en grito. Se dio cuenta de que todas las miradas estaban a punto de descansar en él. Ya no era el cardenal Alberto Valendrea, obispo de Florencia, secretario de Estado de la Santa Sede. Era el Papa.
Ngovi se acercó al altar, y Valendrea comprendió que el africano iba a desempeñar su último cometido como camarlengo. Tras unos instantes de oración, Ngovi recorrió en silencio el pasillo y se plantó delante de él.
– Reverendísimo cardenal, ¿aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?
Eran las palabras que se habían dirigido a los vencedores durante siglos.
Miró con fijeza los penetrantes ojos de Ngovi e intentó averiguar en qué estaba pensando el anciano. ¿Por qué había declinado su candidatura, a sabiendas de que un hombre al que despreciaba saldría elegido pontífice casi con toda seguridad? Por lo que él sabía, el africano era un católico devoto, alguien que haría cuanto fuera preciso para proteger a la Iglesia. No era ningún cobarde, y sin embargo había rehuido una lucha que podía haber ganado.
Apartó de su mente tan confusos pensamientos y contestó con voz clara:
– Acepto. -Era la primera vez en décadas que la pregunta se respondía en italiano.
Los purpurados se levantaron y tributaron aplausos.
La tristeza por la muerte del Papa fue sustituida por el júbilo de contar con un nuevo pontífice. Al otro lado de las puertas de la capilla, Valendrea imaginó lo que ocurriría cuando los observadores oyeran el alboroto, la primera señal de que tal vez se hubiese tomado una decisión. Vio a uno de los escrutadores llevar las papeletas a la estufa. En breves instantes un humo blanco inundaría el matutino cielo, y la plaza prorrumpiría en vítores.
La ovación cesó. Era preciso hacer una última pregunta.
– ¿Cómo quieres ser llamado? -inquirió Ngovi en latín.
La capilla guardó silencio.
La elección del nombre decía mucho de lo que vendría. Juan Pablo I reveló su legado al escoger los nombres de sus dos predecesores inmediatos: su mensaje era que esperaba emular la bondad de Juan y la severidad de Pablo. Juan Pablo II lanzó un mensaje similar al optar por los dos nombres de su predecesor. Valendrea llevaba muchos años sopesando el nombre que elegiría, debatiéndose entre los más populares: Inocencio, Benedicto, Gregorio, Julio, Sixto. Jakob Volkner se había inclinado por Clemente debido a su ascendencia alemana. Valendrea, no obstante, quería que su nombre transmitiera el mensaje inequívoco de que había vuelto el papado imperial.
– Pedro II.
Unos gritos ahogados desgarraron la capilla. Ngovi seguía impertérrito. De los 267 pontífices, había habido veintitrés Juanes, seis Pablos, trece Leones, doce Píos, ocho Alejandros y algunos otros.
Pero sólo un Pedro.
El primer Papa.
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia.»
Sus huesos yacían a tan sólo unos metros, bajo el mayor lugar de culto de la Cristiandad. Fue el primer santo de la Iglesia católica y el más venerado. A lo largo de dos milenios nadie había escogido su nombre.
Se levantó de la silla.
El fingir se había terminado. Todos los rituales se habían llevado a cabo como era debido; su elección había sido confirmada, y él había aceptado formalmente y anunciado su nombre. Ahora era obispo de Roma, vicario de Jesucristo, príncipe de los Apóstoles, Pontifex Maximus, con primacía en la jurisdicción sobre la Iglesia Universal, arzobispo y metropolitano del arzobispado de Roma, primado de Italia, patriarca de Occidente.
Siervo de los siervos de Dios.
Se situó frente a los cardenales y se aseguró de que todos lo entendieran:
– Me llamaré Pedro II -anunció en italiano.
Nadie dijo nada.
Luego uno de los cardenales de la noche anterior comenzó a aplaudir, y otros se fueron sumando lentamente. Pronto un aplauso atronador retumbó en la capilla. Valendrea saboreó la dicha absoluta de la victoria, una victoria que nadie podría arrebatarle. Sin embargo su éxtasis se vio atemperado por una cosa:
La sonrisa que asomó a los labios de Maurice Ngovi.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina 11:00
Katerina se sentó junto a la cama para velar por Michener. Su imagen cuando lo llevaban al hospital inconsciente no se le iba de la cabeza, y ahora sabía lo que significaría perder a ese hombre.
Se odiaba más aún por haberlo engañado, y resolvió contarle la verdad con la esperanza de que la perdonara. Se odiaba por haber accedido a las peticiones de Valendrea, pero tal vez necesitara ese acicate, ya que de lo contrarío su orgullo y su ira le habrían impedido redescubrir a Michener. Su primer encuentro en la plaza, hacía tres semanas, había sido un desastre. Sin duda la propuesta de Valendrea había facilitado las cosas, lo cual no quería decir que estuviese bien.
Michener abrió los ojos.
– Colin.
– ¿Kate?
El enfermo intentaba fijar la vista.
– Estoy aquí.
– Te oigo, pero no te veo. Es como mirar debajo del agua. ¿Qué ha pasado?
– Un rayo. Cayó en la cruz de la montaña. Tú y Jasna estaban demasiado cerca.
Él levantó la mano y se frotó la frente. Luego sus dedos palparon con suavidad los arañazos y los cortes.
– ¿Está bien ella?
– Eso parece. Estaba inconsciente, igual que tú. ¿Qué hacías allí?
– Después te lo cuento.
– Claro. Toma, bebe algo de agua. El médico ha dicho que tienes que beber. -Katerina le acercó una taza a los labios y él dio unos cuantos sorbos.
– ¿Dónde estoy?
– En un dispensario que el gobierno brinda a los peregrinos.
– ¿Te han dicho qué me pasa?
– No ha habido conmoción cerebral. Sólo has estado demasiado cerca de un montón de voltios. Un poco más y los dos estarían muertos. No tienes nada roto, pero sí un feo chichón y un tajo en la parte posterior de la cabeza.
La puerta se abrió y entró un hombre con barba de mediana edad.
– ¿Cómo está el paciente? -le preguntó en inglés-. Soy el médico que lo ha tratado, padre. ¿Cómo se encuentra?
– Como si me hubiese pasado por encima una avalancha -replicó Michener.
– Es comprensible, pero se pondrá bien. Tiene un pequeño corte, pero ninguna fractura de cráneo. Le recomendaría que se hiciera un chequeo cuando vuelva a casa. La verdad es que, teniendo en cuenta lo sucedido, ha tenido bastante suerte.
Tras echarle un breve vistazo y darle algunos consejos, el médico se marchó.
– ¿Cómo sabía que soy sacerdote?
– Tuve que identificarte. Me has dado un susto de muerte.
– ¿Qué hay del cónclave? -inquirió-. ¿Te has enterado de algo?
– ¿Por qué no me sorprende que eso sea lo primero que se te ocurre?
– ¿No te interesa?
Lo cierto es que sí sentía curiosidad.
– Hace una hora no se sabía nada.
Katerina estiró el brazo y le agarró la mano. Él volvió la cabeza hacia ella y le dijo:
– Ojalá pudiera verte.
– Te quiero, Colín. -Se sintió mejor tras soltarlo.
– Y yo a ti, Kate. Debí decírtelo hace años.
– Sí.
– Debí hacer un montón de cosas de manera distinta. Lo único que sé es que quiero que en el futuro estés conmigo.
– Y ¿qué pasa con Roma?
– He hecho todo lo que dije que haría. Se terminó. Quiero irme a Rumanía, contigo.
Los ojos se le humedecieron y se alegró de que no la viera llorando. Se enjugó las lágrimas.
– Allí nos irá bien -le aseguró, procurando que no le temblara la voz.
Él le apretó con más fuerza la mano.
Y a ella le encantó la sensación.
Ciudad del Vaticano, 23:45
Valendrea aceptó las felicitaciones de los cardenales y, acto seguido, salió de la Capilla Sixtina y se dirigió a un espacio encalado conocido como la Sala de las Lágrimas, donde aguardaban las vestimentas de la casa Gammarelli colgadas en ordenadas hileras. El propio Gammarelli se hallaba preparado.
– ¿Dónde está el padre Ambrosi? -le preguntó a uno de los sacerdotes.
– Aquí, Santo Padre -respondió Ambrosi, y entró en la habitación.
A Valendrea le gustó oír esas palabras en boca de su acólito.
El secreto del cónclave había terminado cuando él abandonó la capilla. Las puertas principales se abrieron de par en par mientras el humo blanco salía por el tejado. Ahora el nombre de Pedro II se repetía por todo el palacio. A la gente le maravillaría su elección, y a los expertos les asustaría su audacia. Acaso por una vez se quedaran estupefactos.
– Ahora eres mi secretario -afirmó mientras se sacaba el hábito púrpura por la cabeza-. Mi primera orden. -Sonrió al ver cumplida la promesa privada que ambos compartían.
Ambrosi bajó la cabeza en señal de aceptación.
Valendrea señaló las vestimentas que había visto el día anterior.
– Ésas están bien.
El sastre cogió las prendas elegidas y se las ofreció diciendo:
– Santissimo Padre.
Éste aceptó el saludo reservado a los papas y observó cómo doblaban su ropa de cardenal. Sabía que la limpiarían y la guardarían en una caja, pues, según la costumbre, a su muerte irían a parar al miembro de mayor edad del clan Valendrea.
Se puso una sotana de hilo blanco y se abrochó los botones. Gammarelli se arrodilló y comenzó a meter la costura con una aguja enhebrada. Las puntadas no serían perfectas, pero bastarían para las próximas dos horas. Para entonces tendría listas unas vestiduras como era debido, hechas a medida.
Valendrea vio cómo le quedaba.
– Un poco apretada. Retóquela.
Gammarelli abrió la costura y probó de nuevo.
– Asegúrese de que el hilo es fuerte.
Sólo le faltaba que algo se descosiera.
Cuando el sastre hubo terminado, él se sentó en una silla, y uno de los sacerdotes se puso de rodillas ante él y comenzó a quitarle los zapatos y los calcetines. Empezaba a gustarle la idea de no volver a tener que hacer casi nada por sí solo. Le ofrecieron unas medias blancas y unos mocasines de piel roja. Comprobó el número. Perfecto. Indicó que se los pusieran.
Se levantó.
Le entregaron un zucchetto blanco. En los días en que los prelados se afeitaban la cabeza, el solideo protegía la desnuda piel durante el invierno, mientras que ahora constituía una parte esencial en el atuendo de un eclesiástico superior. Ya desde el siglo xviii el de los Papas lo formaban ocho piezas triangulares de seda blanca unidas. Agarró los bordes con las manos y, al igual que un emperador que aceptara su corona, acomodó el tocado en su cabeza.
Ambrosi esbozó una sonrisa de aprobación.
Era hora de que el mundo lo conociera.
Pero primero una última cosa.
Salió de la sacristía y entró de nuevo en la Capilla Sixtina. Los cardenales se hallaban en los puestos que les habían sido asignados, y ante el altar había dispuesto un trono. Fue directo a él, tomó asiento y esperó diez segundos antes de decir:
– Sentaos.
El ritual que estaba a punto de celebrarse era un elemento necesario del proceso de elección canónico. Se esperaba que cada uno de los cardenales se adelantara, hiciera una genuflexión y abrazara al nuevo pontífice.
Le indicó al cardenal obispo de mayor edad, un partidario suyo, que se levantara e iniciara el proceso. Juan Pablo II había acabado con la antigua práctica de que el Papa permaneciera sentado ante los príncipes al saludar al colegio en pie, pero ése era un nuevo día, y todos tendrían que empezar a adaptarse. A decir verdad debían estar satisfechos: en siglos pasados, besar el zapato del pontífice formaba parte del ritual.
Permaneció sentado y ofreció el anillo para que lo besaran obedientemente.
Ngovi se hallaba más o menos a mitad de camino. El africano se arrodilló y fue a besar el anillo. Valendrea reparó en que sus labios no llegaron a tocar el oro. Luego Ngovi se puso en pie y se alejó.
– ¿No me felicitas? -quiso saber Valendrea.
Ngovi se paró y dio media vuelta.
– Que su papado sea el que se merece.
Le entraron ganas de darle una lección a ese hijo de perra petulante, pero ése no era ni el momento ni el lugar. Tal vez fuese ésa la intención de Ngovi: provocarlo para incitarlo a mostrar una primera señal de arrogancia. Así que se calmó y se limitó a decir:
– Supongo que eso será una enhorabuena.
– Qué otra cosa, si no.
Cuando el último cardenal dejó el altar, se levantó.
– Les doy las gracias a todos. Haré todo lo que esté en mi mano por la Santa Madre Iglesia. Y ahora creo que es hora de enfrentarme al mundo.
Recorrió el pasillo central, cruzó la puerta de mármol y salió por la entrada principal de la capilla. A continuación entró en la basílica y atravesó las salas Regía y Ducal. Le gustaba el camino que había elegido, las enormes pinturas de las paredes dejaban clara la supremacía del papado sobre el poder temporal.
Accedió a la logia central.
Había pasado alrededor de una hora desde que fuera elegido, y a esas alturas los rumores ya habían circulado por doquier. Sin duda de la Capilla Sixtina se habría filtrado bastante información contradictoria como para que nadie supiera nada a ciencia cierta, y él se encargaría de que las cosas siguieran así. La confusión podía ser un arma eficaz, siempre y cuando la fuente de dicha confusión fuera él. Sólo el nombre que había escogido daría lugar a especulaciones: ni siquiera los grandes Papas guerreros ni los diplomáticos santificados que habían logrado ser elegidos a lo largo de los últimos cien años se habían atrevido a dar ese paso.
Llegó a la alcoba del balcón. Sin embargo no pensaba salir todavía. Primero aparecería el cardenal archivero, que era el cardenal decano, y luego el Papa, seguido por el presidente del Sacro Colegio y el camarlengo.
Se acercó al cardenal archivero, que se hallaba al otro lado de la puerta, y musitó:
– Le dije, Eminencia, que sería paciente. Y ahora cumpla con su último cometido.
Los ojos del anciano no dejaron traslucir nada. Sin duda sabía cuál sería su destino.
Sin decir palabra el archivero salió al balcón.
Se oyó el clamor de medio millón de personas.
Ante la balaustrada había un micrófono, y el archivero se situó delante y dijo:
– Annuntio vobis gaudium magnum.
Era preciso que el anuncio se hiciera en latín, pero Valendrea sabía perfectamente cuál era su traducción.
Tenemos papa.
La multitud estalló en estentóreos gritos de júbilo. No veía al pontífice, pero sentía su presencia. El cardenal archivero habló de nuevo por el micrófono:
– Cardínalem Sanctae Romanae Ecclesiae… Valendrea.
Los vítores eran ensordecedores: un italiano se había hecho con el trono de san Pedro. Los «viva, viva» cobraron intensidad.
El archivero hizo una pausa para mirar a Valendrea, y éste captó su glacial expresión. Era evidente que el anciano no aprobaba lo que estaba a punto de decir. El cardenal archivero volvió al micrófono:
– Qui Sibi Imposuit Nomen…
Las palabras le devolvían el eco. El nombre que había escogido era el de…
– Petrus II.
El eco resonó en la inmensa plaza como si las estatuas que coronaban la columnata hablaran entre sí, cada una preguntándole a las otras si habían oído bien. El gentío sopesó el nombre un instante y después comprendió.
Aumentaron las aclamaciones.
Valendrea echó a andar, pero se percató de que sólo lo seguía un cardenal. Se giró. Ngovi no se había movido.
– ¿Viene?
– No.
– Es su deber de camarlengo.
– Me avergüenzo de él.
Valendrea retrocedió.
– He pasado por alto su insolencia en la capilla. No vuelva a ponerme a prueba.
– O ¿qué? ¿Me meterá en la cárcel? ¿Confiscará mis bienes? ¿Me despojará de mis títulos? No estamos en la Edad Media.
El otro cardenal, que estaba al lado, parecía violento. Era uno de sus incondicionales, de modo que era preciso hacer algún alarde de poder.
– Me encargaré de usted más tarde, Ngovi.
– Y el Señor se encargará de usted.
El africano se volvió y se fue.
Valendrea no estaba dispuesto a permitir que le estropearan ese momento. Miró al otro cardenal.
– ¿Vamos, Eminencia?
Y salió al sol, los brazos abiertos en señal de cálido abrazo a aquella multitud que expresaba a gritos su aprobación.
Medjugorje, Bosnia-Herzegovina 12:30
Michener se encontraba mejor. Había recuperado la vista y no le dolían ni la cabeza ni el estómago. Ahora veía que la habitación del dispensario era un cubículo, las paredes de hormigón pintadas de amarillo claro. Una ventana con cortinas de encaje permitía que entrara luz, pero no dejaba ver nada, pues habían cubierto los cristales con una espesa capa de pintura.
Katerina había ido a interesarse por Jasna. El médico no había dicho nada, y él esperaba que estuviese bien.
La puerta se abrió.
– Está bien -anunció Katerina-. Al parecer ambos estaban lo bastante lejos. Sólo tiene unos chichones en la cabeza. -Se situó junto a la cama-. Y hay más noticias.
Michener la miró, contento de poder ver de nuevo su hermoso rostro.
– Valendrea es Papa. Lo he visto en televisión. Acaba de dirigirse a la multitud que se agolpa en la plaza de San Pedro: ha hecho un llamamiento a la vuelta a las raíces de la Iglesia. Y, no te lo pierdas, ha decidido llamarse Pedro II.
– Rumanía cada vez me apetece más.
Ella le dedicó una media sonrisa.
– Y dime, ¿mereció la pena subir a la cima?
– ¿A qué te refieres?
– A lo que quiera que tú y ella estuviesen haciendo la otra noche en esa montaña.
– ¿Estás celosa?
– Más bien siento curiosidad.
Él cayó en la cuenta de que le debía una explicación.
– Se suponía que iba a contarme el décimo secreto.
– ¿En medio de una tormenta?
– No me pidas que lo racionalice. Me desperté y ella estaba en la calle, esperándome. Fue espeluznante, pero sentí la necesidad de ir.
Decidió no hablarle de su alucinación, pero recordaba perfectamente la visión, como un sueño que no se desvanecía. El médico había dicho que había estado varias horas inconsciente, de manera que lo que vio u oyó no fue más que una manifestación de todo lo que había averiguado durante los últimos meses. Los mensajeros habían sido dos hombres que ejercían una poderosa influencia en su mente. Pero ¿y Nuestra Señora? Probablemente nada más que la imagen de lo que había visto en casa de Jasna el día anterior.
¿O no?
– Mira, no sé lo que se proponía Jasna. Me dijo que para conocer el secreto tenía que ir con ella. Así que me fui.
– ¿No pensaste que era una situación un poco rara?
– Todo esto es raro.
– Va a venir aquí.
– ¿De qué estás hablando?
– Jasna me dijo que iba a venir a verte. La estaban preparando cuando me fui.
La puerta se abrió, y una silla de ruedas guiada por una mujer de mayor edad entró en la estrecha estancia. Jasna parecía cansada, y tenía vendados la frente y el brazo derecho.
– Quería ver si se encontraba bien -dijo débilmente.
– También yo quería saber cómo estaba usted.
– Sólo lo llevé allí porque Nuestra Señora me lo pidió. No quería hacerle daño.
Por vez primera parecía cercana.
– No la culpo de nada. Fui yo quien decidió ir.
– Me han dicho que la cruz quedará marcada para siempre: un tajo ennegrecido recorre su blancura de arriba abajo.
– ¿Es ésa la señal para los ateos? -inquirió Katerina con cierto desdén.
– No tengo idea -replicó Jasna.
– Puede que el mensaje de hoy a los fieles lo aclare todo. -Katerina no parecía estar dispuesta a darle un respiro.
Michener quería pedirle que se relajara, pero sabía que estaba alterada, y descargaba su frustración en el blanco más fácil.
– Nuestra Señora ha venido por última vez.
Él escrutó los rasgos de la mujer que tenía delante: su rostro era triste, y apretaba los ojos, la expresión diferente de la del día anterior. Supuestamente llevaba veintitantos años hablando con la madre de Dios. Tanto si era verdad como si no, la experiencia era importante para ella, y ahora que todo había terminado el dolor de la pérdida quedaba patente. Michener imaginó que sería algo similar a la muerte de un ser querido: una voz que no volvería a escuchar, unos consejos y un consuelo con los que ya no contaría. Como ocurrió con sus padres. Y con Jakob Volkner.
De pronto compartió la tristeza de Jasna.
– La otra noche, en la cima de la montaña, la Virgen me reveló el décimo secreto.
Michener recordó lo poco que le había oído decir en mitad de la tormenta: «Lo recordaré. Sé que seré capaz. Querida Señora, no tenía idea.»
– Apunté lo que dijo. -Le entregó una hoja de papel doblada-. Nuestra Señora me pidió que se lo diera.
– ¿Dijo alguna otra cosa?
– Fue entonces cuando desapareció. -Jasna le indicó a la anciana que guiaba la silla-: Me gustaría volver a mi habitación. Espero que se ponga bien, padre Michener. Rezaré por usted.
– Y yo por usted, Jasna -repuso él. Y lo decía en serio.
Jasna se fue.
– Colin, esa mujer es una impostora. ¿Es que no lo ves? -Katerina estaba levantando la voz.
– No sé qué es, Kate. Si es una impostora, es buena. Se cree lo que dice. Y aunque sea una farsante, el timo se ha terminado. Las visiones han cesado.
Ella le señaló el papel.
– ¿Vas a leerlo? Esta vez no hay ninguna orden papal que te lo impida.
Era verdad. Desdobló la hoja, pero fijar la vista en ella le levantó dolor de cabeza, de modo que se la entregó a Katerina.
– No puedo. Léemela.
Ciudad del Vaticano, 13:00
Valendrea se encontraba en la sala de audiencias, recibiendo felicitaciones del personal de la secretaría de Estado. Ambrosi ya había expresado el deseo de cambiar a muchos de los sacerdotes y a la mayor parte de los secretarios, y él no se había opuesto. Si esperaba que Ambrosi satisficiera todas sus necesidades, lo menos que podía hacer era dejar que escogiera a sus propios subordinados.
Ambrosi no se había apartado de su lado desde esa mañana, permaneciendo sumisamente en el balcón mientras él se dirigía a la multitud que llenaba la plaza de San Pedro. Luego Ambrosi siguió los informes de radio y televisión, los cuales eran positivos en su mayoría, en particular en lo tocante a la elección del nombre de Valendrea, pues los comentaristas estaban de acuerdo en que ése sería un «pontificado importante». Valendrea hasta imaginó a Tom Kealy balbuciendo un segundo o dos cuando las palabras «Pedro II» salieron de su boca. Durante su papado no habría más sacerdotes estrella. Los clérigos harían lo que se les dijera, y en caso contrarío serían despedidos… empezando por Kealy. Ya le había dicho a Ambrosi que apartara del sacerdocio a ese idiota antes de que finalizara la semana.
Y habría más cambios.
Resucitaría la tiara papal, y organizaría una coronación.
Las trompetas anunciarían su entrada. Abanicos y sables en alto volverían a acompañarlo durante la liturgia. Y regresaría la silla gestatoria. Pablo VI había cambiado la mayoría de estas cosas -unas faltas momentáneas de buen juicio o tal vez una influencia de la época-, pero Valendrea se ocuparía de rectificar.
El último de los felicitantes se alejó, y él llamó a Ambrosi, que se acercó a él.
– Hay algo que debo hacer -musitó-. Pon fin a esto.
Ambrosi se volvió a la multitud.
– Escuchad, el Santo Padre tiene hambre, no ha tomado nada desde el desayuno, y todos sabemos cuánto disfruta nuestro pontífice comiendo.
Las risas resonaron en la estancia.
– A aquellos con los que no ha podido hablar les haré un hueco esta misma tarde.
– Que el Señor os bendiga a todos -dijo Valendrea.
Siguió a Ambrosi desde la sala a su despacho en la secretaría de Estado. Las dependencias pontificias habían sido abiertas hacía media hora, y ya estaban pasando a la cuarta planta muchas de sus pertenencias de las habitaciones del tercer piso. En los próximos días visitaría los museos y los almacenes del sótano. Ya le había facilitado a Ambrosi una lista de artículos con los que quería decorar los aposentos. Estaba orgulloso de su planificación: la mayor parte de las decisiones que había tomado durante las últimas horas las había pensado hacía mucho, y el resultado era un Papa al mando que hacía lo adecuado de la forma que debía hacerse.
Ya en su despacho, con la puerta cerrada, se volvió hacia Ambrosi.
– Localiza al cardenal archivero y dile que se presente en la Riserva dentro de quince minutos.
Ambrosi hizo una reverencia y se retiró.
Él entró en el baño contiguo al despacho. Seguía encolerizado por la arrogancia de Ngovi. El africano tenía razón: no podía hacer gran cosa excepto relegarlo a algún lugar lejos de Roma. Pero eso no sería acertado. El que muy pronto dejaría de ser camarlengo había conseguido desplegar una sorprendente demostración de apoyo. Sería estúpido echársele encima tan pronto. Había que tener paciencia, lo cual no quería decir que se hubiese olvidado de Maurice Ngovi. Se humedeció la cara con agua y se secó con una toalla.
La puerta del despacho se abrió y entró Ambrosi.
– El archivero lo espera.
Valendrea arrojó la toalla en la encimera de mármol.
– Bien. Vamos.
Salió del despacho como una exhalación y descendió a la planta baja. La mirada de sorpresa de los guardias suizos ante los que pasó le dio a entender que no estaban acostumbrados a que un Papa apareciera sin previo aviso.
Entró en el archivo.
Las salas de lectura y colecciones estaban vacías. No se había autorizado el acceso a ellas desde que murió Clemente. Entró en la estancia principal y cruzó el suelo de mosaico directo a la verja de hierro. El cardenal archivero permanecía fuera. No había nadie más salvo Ambrosi.
Se aproximó al anciano.
– No hará falta que le diga que sus servicios ya no serán necesarios. Yo en su lugar me jubilaría, me largaría antes del fin de semana.
– Ya he vaciado mi escritorio.
– No he olvidado los comentarios que hizo esta mañana en el desayuno.
– No lo haga. Cuando ambos comparezcamos ante el Señor, me gustaría que los repitiera.
Le entraron ganas de abofetear a aquel respondón, pero se limitó a preguntar:
– ¿Está abierta la caja fuerte?
El anciano asintió.
– Espera aquí -le dijo Valendrea a Ambrosi.
Durante mucho tiempo otros habían dispuesto de la Riserva: Pablo VI, Juan Pablo II, Clemente XV, incluso el irritante archivero. Pero eso se había acabado.
Entró a toda prisa, echó mano del cajón y lo abrió. Vio la caja de madera, la sacó y la llevó a la misma mesa a la que tantas décadas atrás se sentara Pablo VI.
Levantó la tapa y vio dos hojas de papel dobladas juntas. Una, claramente más antigua, era la primera parte del tercer secreto de Fátima -de puño y letra de la hermana Lucía-, el dorso aún con una marca del Vaticano de cuando el mensaje se dio a conocer en 2000. La otra, más reciente, era la traducción al italiano de 1960 del padre Tibor, también marcada.
Pero debería haber otro papel.
El reciente facsímil del padre Tibor, que el propio Clemente había depositado en la caja. ¿Dónde estaba? Había ido allí a terminar un trabajo, a proteger a la Iglesia y mantener su cordura.
Pero el papel había desaparecido.
Salió de la Riserva y fue directo al archivero. Agarró al anciano por la sotana. Sintió un ciego ataque de ira en el acto, y el rostro del cardenal reflejó su estupefacción.
– ¿Dónde está? -escupió.
– ¿A… qué… se refiere? -balbució el anciano.
– No estoy de humor. ¿Dónde está?
– Yo no he tocado nada. Lo juró por Dios.
Vio que el hombre decía la verdad. Lo soltó, y el cardenal retrocedió, a todas luces asustado por la arremetida.
– Salga de aquí -ordenó al archivero.
Éste se apresuró a cumplir la orden.
Lo asaltó una idea: Clemente. Aquel viernes por la noche que el Papa le permitió hacer trizas la mitad de lo que le había enviado Tibor.
«Quería que supieras lo que te espera, Alberto.»
«¿Por qué no ha impedido que quemara el papel?»
«Ya lo verás.»
Y cuando exigió la parte que faltaba, la traducción de Tibor.
«No, Alberto. Se quedará en la caja.»
Debió haber apartado a aquel cabrón y haber hecho lo que tenía que hacer, independientemente de que allí se encontrara el prefecto de noche.
Ahora lo comprendía todo.
La traducción nunca había estado en la caja. ¿Existía? Sí, sin duda. Y Clemente quiso que él lo supiera.
Ahora había que encontrarla.
Se volvió hacia Ambrosi.
– Ve a Bosnia y trae a Colin Michener. Sin excusas. Lo quiero aquí mañana. Dile que si no ordenaré que lo arresten.
– ¿Los cargos, Santo Padre? -inquirió Ambrosi casi con naturalidad-. Para que pueda decírselo, si me pregunta.
Se paró a pensar un instante y repuso:
– Complicidad en el asesinato del padre Andrej Tibor.