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Cogieron el vuelo USAir a Nueva York a las 6.40 de la mañana.
Jeannie se sentía pletórica de esperanza. Aquello podía representar para Steve el fin de la pesadilla. La noche anterior le había telefoneado para ponerle al corriente de los acontecimientos y el muchacho se mostró enajenado. Quiso ir a Nueva York con ellas, pero Jeannie sabía que Mish no iba a permitirlo. Prometió llamarle en cuanto tuviese más noticias.
Mish mantenía una especie de escepticismo tolerante. Le resultaba muy difícil creer la historia de Jeannie, pero tenía que comprobarla.
Los datos de Jeannie no revelaban el motivo por el cual las huellas dactilares de Wayne Stattner estaban en el archivo del FBI, pero Mish lo había verificado durante la noche y le contó a Jeannie la historia cuando despegaron del Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington. Cuatro años antes, los preocupados padres de una niña de catorce años que había desaparecido siguieron la pista de su hija hasta el apartamento de Stattner en Nueva York. Le acusaron de secuestro. Él lo negó, alegando que no había obligado a la niña a ir con él. La propia chica dijo que estaba enamorada de Stattner. Wayne sólo tenía entonces diecinueve años, así que no hubo procesamiento.
El caso sugería que Stattner necesitaba dominar mujeres, pero para Jeannie no encajaba de modo absoluto en la psicología de un violador. Sin embargo, Mish dijo que no existían normas estrictas.
Jeannie no le había hablado a Mish del sujeto que la agredió en Filadelfia. Sabía que Mish no iba a aceptar su palabra de que aquel hombre no era Steve. Mish hubiera querido interrogar personalmente a Steve, y eso era lo último que al muchacho le hacía falta. En consecuencia, Jeannie también se abstuvo de mencionar al hombre que le telefoneó el día anterior para amenazarla de muerte. No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Steve; no deseaba proporcionarle más preocupaciones.
Jeannie quería caerle bien a Mish, pero entre ellas siempre había una barrera de tensión. Como miembro de la policía, Mish esperaba que todo el mundo hiciera lo que se le ordenase, y eso era algo que Jeannie detestaba en una persona. En un intento de acercarse a ella, Jeannie le preguntó cómo le dio por ingresar en la policía.
– Solía trabajar de secretaria y encontré empleo en el FBI -respondió Mish-. Estuve allí diez años. Empecé a darme cuenta de que podía hacer el trabajo mejor que el agente a cuyas órdenes estaba. De modo que presente mi solicitud para recibir formación de policía. Ingresé en la academia, me hice agente de uniforme y luego me presenté voluntaria para misiones secretas en la brigada antidroga. Aquello era escalofriante, pero demostré que tenía valor y resistencia.
Durante un momento, Jeannie se sintió algo distante de su compañera. Jeannie solía fumar un poco de hierba de vez en cuando y le fastidiaban las personas que querían encarcelar a la gente por ello.
– Después me trasladé a la Unidad de Abusos contra la Infancia -continuó Mish-. No duré mucho allí. Nadie dura mucho allí. Es un trabajo importante, pero una no puede aguantar mucho esa clase de cosas. Acabaría loca. Así que al final vine a parar a Delitos Sexuales.
– No parece una mejora sustancial.
– Por lo menos, las víctimas son adultas. Y al cabo de un par de años me ascendieron a sargento y me pusieron al cargo de la unidad.
– Opino que todos los detectives que se encargaran de casos de violación deberían ser mujeres -dijo Jeannie.
– No estoy muy segura de compartir tu idea.
Palabras que sorprendieron a Jeannie.
– ¿No crees que las víctimas se explayarían más hablando con mujeres?
– Las víctimas de más edad, puede; las que hayan pasado de los setenta, pongamos.
Jeannie se estremeció ante la idea de que violasen a frágiles ancianas.
– Pero, francamente -continuo Mish-, la mayor parte de las víctimas contarían su experiencia a una farola.
– Los hombres siempre piensan que ellas se lo buscan.
– Pero la denuncia de una violación ha de ponerse en duda en algún punto, si ha de haber un juicio imparcial. Y cuando se llega a esa clase de interrogatorio, las mujeres son capaces de comportarse con más brutalidad que los hombres, especialmente con otras mujeres.
A Jeannie le resultaba eso difícil de creer y se preguntó si no estaría Mish defendiendo a sus colegas masculinos ante una intrusa.
Cuando se quedaron sin temas de conversación, Jeannie se sumió en una especie de ensimismamiento. Se preguntaba que le reservaría el futuro. No le cabía en la cabeza la idea de que tal vez no pudiese continuar desarrollando labores científicas durante el resto de su vida. En su sueño del futuro se veía como una anciana famosa, con pelo gris y genio de cascarrabias, pero conocida en todo el mundo. Y a los estudiantes se les decía: «No se comprendió la conducta criminal humana hasta la publicación, en el año 2000, del revolucionario libro de la doctora Ferrami». Ahora, sin embargo, eso no iba a suceder. Y ella necesitaba una nueva fantasía.
Llegaron a La Guardia poco después de las ocho y tomaron un destartalado taxi amarillo que las adentró por Nueva York. El vehículo tenía los muelles de la suspensión en un estado realmente deplorable y no paró de dar botes y traqueteos a lo largo del trayecto por Queens y el Midtown Tunnel, hasta Manhattan. Jeannie se hubiera sentido incómoda en un Cadillac: se dirigía a ver al hombre que la había atacado en su propio automóvil y notaba el estómago como un caldero de ácido hirviente.
La dirección de Wayne Stattner resultó ser un impresionante edificio del centro de la ciudad, al sur de la calle Houston. La mañana era soleada y en las calles ya había gente que compraba bollos, tomaba capuchinos en los bares de las aceras y miraban los escaparates de las galerías de arte.
Un detective de la comisaría número uno las estaba esperando, en un Ford Escort aparcado en doble fila y con una de las puertas posteriores abollada. Les estrechó la mano y se presentó malhumoradamente como Herb Reitz. Jeannie supuso que hacer de canguro de detectives forasteros le parecía al hombre algo así como denigrante.
– Te agradecemos que hayas acudido a ayudarnos en sábado. -Mish acompañó sus palabras con una sonrisa cálida y coqueta. El hombre se suavizó un poco.
– No hay problema.
– Si alguna vez necesitas que te echen una mano en Baltimore, no tienes más que recurrir a mí personalmente.
– Dalo por hecho.
Jeannie se mordió la lengua para no intervenir: «¡Por el amor de Dios, vayamos a lo nuestro!».
Entraron en el edificio y subieron al último piso en un ascensor lentísimo.
– Un apartamento por planta -informó Herb-. Es un sospechoso con pasta. ¿Qué hizo?
– Violación -dijo Mish.
El ascensor se detuvo. La puerta se abría directamente a otra puerta, de forma que no podían apearse hasta que esa otra puerta la del piso, se abriera. Mish pulsó el timbre. Sucedió un largo silencio. Herb mantuvo abiertas las puertas del ascensor. Jeannie rezó para que Wayne no se hubiera ido a pasar fuera de la ciudad el fin de semana; ella no resistiría la decepción. Mish volvió a llamar mantuvo el dedo sin levantarlo del timbre.
Por fin llegó una voz del interior:
– ¿Quién coño llama?
Era él. La voz congeló de horror a Jeannie.
– Policía -dijo Herb-, esa es el coño que llama. Abra la puerta.
Wayne Stattner cambió el tono:
– Por favor, muestre su tarjeta de identidad delante del panel de cristal que tiene frente a usted.
Herb puso su insignia delante de la mirilla.
– Muy bien, un momento.
Eso es, pensó Jeannie. Ahora voy a echarle la vista encima.
Abrió la puerta un joven despeinado y descalzo, envuelto en un ajado albornoz negro de felpa.
Jeannie le miró con fijeza, desorientada. Era el doble de Steve…, salvo que tenía el pelo negro.
– ¿Wayne Stattner? -pregunto Herb.
– Sí.
Debió de teñírselo, pensó Jeannie. Debió de teñírselo ayer o el jueves por la noche.
– Soy el detective Herb Reitz, de la comisaría numero uno.
– Siempre he colaborado con la policía, Herb -dijo Wayne. Miró a Mish y a Jeannie. Esta no captó el más leve aleteo de reconocimiento en su rostro-. ¿No quieren pasar?
Entraron. El recibidor, carente de ventanas, estaba pintado de negro, con tres puertas rojas. En un rincón se erguía un esqueleto humano del tipo de los que se suelen usar en las escuelas de medicina, pero aquél tenía la boca amordazada con un pañuelo escarlata y unas esposas de acero de la policía sujetaban los huesos de sus muñecas.
Wayne los condujo por una de las puertas rojas a un desván espacioso y de techo alto. Negras cortinas de terciopelo cubrían las ventanas y lámparas de pie iluminaban la estancia. Una bandera nazi de tamaño natural ocupaba una pared. Una colección de látigos llenaban un paragüero, expuestos bajo la luz de un foco. Una gran pintura al óleo, que representaba una crucifixión, descansaba en un caballete de pintor; al acercarse, Jeannie vio que la figura crucificada no era Cristo, sino una voluptuosa mujer de larga cabellera rubia. Se estremeció de asco.
Aquel era el hogar de un sádico: no podría resultar más evidente ni aunque lo anunciaran en la puerta con un letrero.
Herb miraba a su alrededor, asombrado.
– ¿Qué hace usted para ganarse la vida, señor Stattner?
– Soy propietario de dos clubes nocturnos de Nueva York. Con franqueza, precisamente ese es el motivo por el que siempre estoy tan predispuesto a cooperar con la policía. He de tener las manos inmaculadamente limpias, con vistas al negocio.
Herb chasqueó los dedos.
– Naturalmente, señor Stattner. Leí algo sobre usted en un artículo de la revista New York. «Jóvenes millonarios de Manhattan.» Debí haber reconocido el nombre.
– ¿No quieren sentarse?
Jeannie echó a andar hacia un asiento y luego vio que se trataba de una silla eléctrica de las que se emplean en las ejecuciones. Optó por cambiar de destino, hizo una mueca y se sentó en otra.
– Le presento a la sargento Michelle Delaware, de la policía de la ciudad de Baltimore -dijo Herb.
– ¿Baltimore? -Wayne se manifestó sorprendido. Jeannie no le quitaba ojo, por si en su rostro aparecía algún indicio de miedo, pero parecía buen actor. Stattner preguntó, sarcástico-: Pero ¿se cometen delitos en Baltimore?
– Se ha teñido el pelo, ¿verdad? -terció Jeannie.
Mish le disparó una centelleante mirada de fastidio. Jeannie estaba allí para observar, no para interrogar al sospechoso.
Sin embargo a Wayne no le importó la pregunta.
– Muy lista al notarlo.
Tenía yo razón, pensó Jeannie, exultante. Es él. Al mirarle las manos las recordó mientras le desgarraban a ella la ropa. Tu lo hiciste, hijo de perra, pensó.
– ¿Cuándo se lo tiñó? -insistió.
– Cuando tenía quince años -respondió Stattner.
«Embustero.»
– El negro siempre ha estado de moda, desde que tengo uso de razón.
«Tu pelo era rubio el jueves, cuando pusiste tus manazas en mi falda, y el domingo, cuando violaste a mi amiga Lisa en el gimnasio de la Universidad Jones Falls.»
Pero ¿por qué está mintiendo? ¿Sabía que teníamos un sospechoso de pelo rubio?
– ¿A qué viene todo esto? -dijo Stattner-. ¿El color de mi pelo es una pista? Adoro los misterios.
– No le entretendremos mucho tiempo -manifestó Mish vivamente-. Sólo necesitamos saber dónde estaba usted el domingo pasado, a las ocho de la tarde.
Jeannie se preguntó si tendría coartada. Para él habría sido facilísimo declarar que estuvo jugando a las cartas con algunos tipos de los bajos fondos, a los que luego pagaría para que confirmasen sus palabras, o decir que había estado en la cama con alguna furcia, lo cual perjuraría lo que fuese a cambio de un chute de droga.
Pero, ante la sorpresa de Jeannie, el muchacho dijo: -Eso es fácil. Estaba en California.
– ¿Alguien puede corroborarlo?
Se echo a reír.
– Más o menos, un millón de personas, supongo.
Jeannie empezó a presentir la catástrofe. No era posible que contase con una verdadera coartada. Tenía que ser el violador.
– ¿Qué quiere decir? -pregunto Mish.
– Asistía a los Emmy.
Jeannie recordó que el televisor de la habitación que ocupaba Lisa en el hospital retransmitía la cena de los Premios Emmy ¿Cómo podía ser que Wayne hubiese estado en la ceremonia? Difícilmente habría podido presentarse en el aeropuerto en el tiempo que tardó Jeannie en llegar al hospital.
– No obtuve ningún premio, naturalmente -añadió-. No estoy en ese negocio. Pero si se lo dieron a Salina Jones, y es una vieja amiga.
Lanzó un vistazo hacia la pintura al óleo y Jeannie comparendo que la mujer del cuadro era la actriz que interpretaba el papel de Babe, la hija del quisquilloso Brian, el del restaurante de la comedia Too Many Cooks. Sin duda había posado.
– Salina ganó el premio a la mejor actriz de comedia -informó Wayne-, y la besé en ambas mejillas cuando bajó del escenario con el trofeo en la mano. Fue un momento divino, que las cámaras de televisión captaron y difundieron al instante por todo el mundo. Lo tengo en video. Y hay una foto en el número de la revista People de esta semana.
Señaló una revista que estaba encima de una carpeta.
Jeannie la cogió. Había en ella un retrato de Wayne, increíblemente elegante con su esmoquin, besando a Salina mientras la muchacha sostenía la estatuilla del Emmy.
El pelo de Wayne era negro.
El pie de la foto decía: «El empresario de clubes nocturnos de Nueva York, Wayne Stattner, felicita a su antigua amante Salina Jones tras recibir esta en Hollywood, el domingo por la noche, el Emmy por Too Many Cooks.
Como coartada no podía ser más inexpugnable.
¿Cómo era posible?
– Bien, señor Stattner -dijo Mish-, no es preciso que le robemos más tiempo.
– ¿Qué pensaban que pude haber hecho?
– Investigamos una violación que tuvo lugar en Baltimore el domingo por la noche.
– Yo no estaba -dijo Wayne.
Mish miró la crucifixión y el muchacho siguió la dirección de sus ojos.
– Todas mis víctimas son voluntarias -declaró Wayne, y dedicó a Mish una larga y sugestiva mirada.
La detective se sonrojó y dio media vuelta.
Jeannie estaba desolada. Todas sus esperanzas se habían volatilizado. Pero su cerebro continuaba trabajando y cuando se disponían a salir, dijo:
– ¿Puedo preguntarle una cosa?
– Faltaría más -accedió Wayne, siempre atento.
– ¿Tiene hermanos o hermanas?
– Soy hijo único.
– En la época en que usted nació, su padre estaba en el ejército ¿me equivoco?
– No, era instructor de pilotos de helicóptero en Fort Bragg. ¿Cómo pudo adivinarlo?
– ¿Sabe usted si su madre tenía dificultades para concebir?
– Son preguntas muy extrañas para una agente de policía.
– La doctora Ferrami -explicó Mish- es una científica de la Universidad Jones Falls. Sus investigaciones están directamente relacionadas con el caso en que trabajo.
– ¿Le dijo alguna vez su madre -preguntó Jeannie- que recibiera tratamiento de fertilidad?
– A mí no.
– ¿Le importaría si se lo preguntara?
– Está muerta.
– Lo lamento. ¿Y su padre?
Wayne se encogió de hombros.
– Podría usted llamarle.
– Me gustaría.
– Reside en Miami. Le daré el número.
Jeannie le tendió una pluma. Wayne escribió un número en una página de la revista People y rasgó la esquina.
Fueron hacia la puerta.
– Gracias por su colaboración, señor Stattner -dijo Herb.
– A su disposición en todo momento.
Mientras bajaban en el ascensor, Jeannie dijo desconsolada:
– ¿Crees en su coartada?
– La comprobaré -repuso Mish-. Pero tiene todo el aspecto de ser sólida.
Jeannie sacudió la cabeza.
– No puedo creer que sea inocente.
– Es tan culpable como Satanás… pero no de esto.
Steve aguardaba junto al teléfono. Permanecía sentado en la amplia cocina de la casa de sus padres en Georgetown y, a la espera de la llamada de Jeannie, se dedicó a observar como preparaba su madre el rollo de carne picada. Steve se preguntó si Jeannie y la sargento Delaware encontrarían a Wayne Stattner en sus señas de Nueva York. Se preguntó también si el sospechoso confesaría haber violado a Lisa Hoxton.
La madre cortaba cebollas. Se había quedado aturdida y atónita cuando le dijeron por primera vez lo que le hicieron en la Clínica Aventina en diciembre de 1972. En realidad no acababa de creérselo, pero lo había aceptado provisionalmente, para no estropear el argumento, mientras hablaban con el abogado. La noche anterior, Steve estuvo hasta muy tarde sentado con sus padres, comentando la extraña historia. La madre se indignó; el que unos médicos experimentasen con pacientes sin permiso de éstos era algo que la ponía furiosa. Uno de los caballos de batalla de su columna, al que aludía con frecuencia, era el derecho de las mujeres a controlar su propio cuerpo.
Sorprendentemente, el padre se lo tomó con más calma. Steve hubiera esperado de él una reacción más enérgica ante el aspecto descabellado de todo aquel asunto. Pero el padre se manifestó infatigablemente racional, le dio vueltas y vueltas a la lógica de Jeannie, especuló con otras explicaciones posibles del fenómeno de los trillizos y al final llegó a la conclusión de que probablemente la muchacha estaría en lo cierto. No obstante, reaccionar con tranquilidad formaba parte del código del padre. No le indicaba a uno necesariamente lo que el hombre sentía o pensaba en su fuero interno. En aquel preciso instante, el hombre estaba en el jardín, regando apaciblemente un macizo de flores, pero por dentro podía estar a punto de estallar.
La madre empezó a freír las cebollas y a Steve se le hizo la boca agua al percibir el olor.
– Rollos de carne picada con puré de patatas y salsa de tomate -comentó-. Uno de mis platos favoritos.
La mujer sonrió.
– Cuando tenías cinco años me lo pedías a diario.
– Ya me acuerdo. En aquella pequeña cocina de Hoover Tower.
– ¿Te acuerdas de eso?
– Sí. Me acuerdo de la mudanza y de lo extraño que me resultó tener una casa en vez de un piso.
– Eso fue en cuanto empecé a ganar dinero con mi primer libro, Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada. -Suspiró-. Si sale a la luz la verdad acerca de como quedé embarazada, ese libro va a parecer un camelo de pronóstico.
– Confío en que todas las personas que lo compraron no te exijan que les devuelvas el dinero.
La madre echó la carne picada en la sartén, junto con las cebollas, y se secó las manos.
– Me he pasado toda la noche pensando en todo este asunto y ¿sabes una cosa? Me alegro de que me hicieran lo que me hicieron en la Clínica Aventina.
– ¿Cómo es eso? Anoche estabas que te subías por las paredes.
– Y en cierto sentido aún me tiene furiosa el que me manipularan como a un chimpancé de laboratorio. Pero he comprendido algo sencillo. Si no hubiesen hecho experimentos conmigo, no te habría alumbrado. Aparte de eso, no importa ninguna otra cosa.
– ¿No te importa el que no sea realmente tuyo?
Ella le rodeó con los brazos.
– Eres mío, Steve. Eso nada puede cambiarlo.
Sonó el teléfono y Steve lo arrancó de la horquilla.
– ¡Dígame!
– Aquí, Jeannie.
– ¿Cómo ha ido todo? -preguntó Steve casi sin aliento-. ¿Estaba allí?
– Sí, y es tu doble, salvo que lleva el pelo teñido de negro.
– Dios mío… somos tres.
– Sí. La madre de Wayne ha muerto, pero acabo de hablar con el padre, que vive en Florida, y me confirmó que su mujer recibió tratamiento en la Clínica Aventina.
Era una buena noticia, pero la voz de Jeannie irradiaba desánimo y Steve controló su euforia.
– No pareces todo lo animada que deberías.
– Tiene una coartada para el domingo.
– ¡Mierda! -Las esperanzas de Steve naufragaron de nuevo-. ¿Cómo es posible? ¿Qué clase de coartada?
– A toda prueba. Estaba en la entrega de los Emmy en Los Ángeles. Hay fotografías.
– ¿Se dedica al cine?
– Es propietario de clubes nocturnos. Es una celebridad de segunda.
Steve comprendió por qué estaba Jeannie tan abatida. Su descubrimiento de Wayne había sido algo genial…, pero no les permitía avanzar un solo metro. Steve se sintió tan desconcertado como alicaído.
– ¿Quién violó a Lisa, pues?
– ¿Recuerdas lo que dice Sherlock Holmes? «Una vez has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad.» ¿O quizás es Hércules Poirot quien lo dice?
A Steve, el corazón se le había congelado. ¿No creería Jeannie que fue él, Steve, quien violó a Lisa?
– ¿Y cuál es la verdad?
– Hay cuatro gemelos.
– ¿Cuatrillizos? Jeannie, esto es para volverse loco.
– Exactamente cuatrillizos, no. Me resulta imposible creer que este embrión se dividiera en cuatro por accidente. Tuvo que ser deliberado, parte del experimento.
– ¿Eso es posible?
– Lo es en la actualidad. Habrás oído hablar de la clonación. En el decenio de los setenta no pasaba de ser una idea. Pero parece que la Genético iba varios años por delante del resto de los que trabajaban en ese campo… tal vez porque actuaban en secreto y podían experimentar con seres humanos.
– Estás diciendo que soy un clon.
– Tienes que serlo. Lo lamento, Steve. Ya sé que te estoy dando una noticia desastrosa. Es una suerte que tengas los padres que tienes.
– Sí. ¿Cómo es ese chico, Wayne?
– Horroroso. Está pintando un cuadro que representa a Salina Jones crucificada y desnuda. Yo no veía la hora de salir de aquel apartamento.
Steve guardó silencio. «Uno de mis clones es un asesino; otro, un sádico, y el hipotético número cuatro es un violador. ¿Eso dónde me sitúa a mi?»
– El concepto clónico -dijo Jeannie- explica también por que tenéis todos distintas fechas de nacimiento. Los embriones se guardaban en el laboratorio durante diversos periodos de tiempo antes de implantarlos en el útero de las mujeres.
«¿Por qué tuvo que ocurrirme esto a mí? ¿Por qué no podía ser yo como todos los demás?»
– Están cerrando el vuelo, tengo que irme.
– Quiero verte. Me daré un paseo en coche hasta Baltimore.
– Conforme. Adiós.
Steve colgó el teléfono.
– Lo has pillado, ¿no? -le dijo a su madre.
– Sí. Ese chico se parece a ti, pero tiene una coartada, de modo que ella cree que debéis de ser cuatro y que, por lo tanto, sois clones.
– Si somos clones, he de ser como ellos.
– No. Tú eres distinto, porque tú eres mío.
– Pero no lo soy. -Vio la contracción que el dolor disparó a través de las facciones de su madre, pero el también sufría-. Soy hijo de dos perfectos desconocidos seleccionados por los investigadores científicos al servicio de la Genético. Esa es mi estirpe.
– Tienes que ser distinto a los demás, puesto que te comportas de una manera distinta.
– Pero ¿qué demuestra que mi naturaleza sea distinta a la de ellos? ¿O es que he aprendido a disimularlo, como un animal domesticado? Lo que soy ¿es obra tuya? ¿O de la Genético?
– No lo sé, hijo mío -dijo la madre-. Sencillamente, no lo sé.
Tras ducharse y lavarse la cabeza, Jeannie se pintó los ojos detenidamente. Decidió no pintarse los labios ni aplicarse colorete. Se puso un jersey de color púrpura y cuello en uve y unos ceñidos pantalones grises. Nada de ropa interior ni de calzado. Se colocó su joya nasal favorita, un pequeño zafiro engastado en plata. La imagen que reflejó el espejo era de sexo en oferta.
– ¿A la iglesia, señorita? -dijo en voz alta. Se dedicó un guiño pícaro y pasó a la sala de estar.
Su padre había vuelto a marcharse. Prefería estar en casa de Patty, donde contaba con sus tres nietos para entretenerse. Patty había ido a recogerle mientras Jeannie estaba en Nueva York.
Ella no tenía nada que hacer, excepto esperar a Steve. Trató de no pensar en la gran desilusión de la jornada. Era suficiente. Tenía hambre; durante todo el día lo único que tomó fue café. Dudaba entre comer algo o esperar a que llegase Steve. Sonrió al recordar la voracidad con que se desayunó los ocho bollos de canela. ¿Eso había ocurrido el día anterior? Sólo parecía haber pasado una semana.
De pronto se dio cuenta de que no tenía nada en el refrigerador. ¡Sería espantoso que llegase Steve y ella no pudiera darle de comer! Se calzó apresuradamente un par de botas Doc Marten y se precipitó a la calle. Condujo hasta el 7-Eleven de la esquina de Falls Road y la calle 36 y compró huevos, tocino, leche, una hogaza de pan de siete cereales, ensalada preparada, cerveza Dos Equis, un helado Ben amp;: Jerry's Rainforest Crunch y cuatro paquetes más de bollos de canela congelados.
Cuando se encontraba en la caja se le ocurrió que cabía la posibilidad de que Steve se presentase mientras ella estaba ausente. ¡Incluso podía marcharse otra vez! Salió de la tienda con los brazos cargados de comestibles y condujo de vuelta a casa como una posesa, imaginándose a Steve aguardándola impaciente en la puerta del edificio.
No había nadie delante de su casa ni el menor rastro del herrumbroso Datsun. Subió al piso y puso en el refrigerador todo lo que había comprado. Sacó los huevos del envase de cartón y los colocó en la bandeja, abrió el paquete de seis botellines de cerveza, llenó el depósito de la cafetera y la dejó a punto de preparar el café. Luego volvió a quedarse sin nada que hacer.
Se le ocurrió que estaba comportándose de una manera atípica. Hasta entonces, nunca se había preocupado de si un hombre pudiera tener o no tener hambre. Su actitud normal, incluso con Will Temple, consistió siempre en dar por supuesto que si él tenía apetito, con prepararse algo personalmente, listo, y si la nevera estaba vacía, él mismo debería bajar a la tienda y, si la encontraba cerrada, buscar otra que estuviese abierta. Pero ahora se veía dominada por un ataque de espíritu casero. Steve le había causado un impacto mucho mas fuerte que ningún otro hombre, a pesar incluso de que sólo lo conocía desde hacia poco…
El timbre de la puerta de la calle retumbó como un estallido.
Jeannie se puso en pie de un salto, con el corazón bailándole en el pecho, y articuló por el interfono:
– ¿Si?
– ¿Jeannie? Soy Steve.
Apretó el botón que abría la puerta. Permaneció inmóvil un momento, sintiéndose muy tonta. Se comportaba como una adolescente. Vio a Steve subir la escalera con su camiseta de manga corta y sus holgados pantalones. El rostro del muchacho reflejaba el dolor y la decepción de las últimas veinticuatro horas. Le echó los brazos al cuello y lo oprimió con fuerza contra sí. El robusto cuerpo del chico estaba rígido y tenso.
Le condujo al salón. Steve se sentó en el sofá y Jeannie encendió la cafetera. Se sentía muy unida a él. No habían hecho lo que se considera normal: salir, ir a restaurantes y al cine juntos, que era el plan que siempre se había trazado Jeannie para conocer a un hombre. En vez de eso, lucharon hombro con hombro en varias batallas, trataron de resolver misterios juntos y juntos se vieron acosados por enemigos medio ocultos. Lo cual hizo que su amistad se fraguara con extraordinaria rapidez.
– ¿Quieres café?
– Preferiría hacer manitas -dijo Steve.
Jeannie se sentó a su lado en el sofá y le tomo la mano. Steve se inclinó hacia ella. La muchacha alzo la cara y Steve la besó en la boca. Era su primer beso auténtico. Jeannie le apretó la mano y entreabrió los labios. El sabor de la boca de Steve le hizo pensar en humo de madera. Durante unos segundos, su pasión se extravió mientras ella trataba de determinar si se había limpiado los dientes; pero enseguida recordó que si lo había hecho y entonces se relajó. Steve le acariciaba los pechos por encima de la lana del jersey: aquellas manos enormes eran sorprendentemente delicadas. Jeannie le imitó, deslizando las palmas de sus manos sobre el pecho de Steve.
Se calentó el ambiente a velocidad de vértigo.
Steve se retiró para mirarla. Contempló el rostro de Jeannie como si quisiera grabar a fuego en su memoria las facciones de la muchacha.
Pasó la yema de los dedos por las cejas, los pómulos, la punta de la nariz y los labios de Jeannie con tanta suavidad como si temiera romper algo. Sacudió la cabeza ligeramente de un lado a otro, como si no pudiera creer lo que veía.
Jeannie percibió en su mirada un profundo anhelo. Aquel hombre la deseaba con todo su ser. Y el mismo afán se apoderó de ella. La pasión estalló como un repentino viento del sur, abrasador y tempestuoso. Jeannie tuvo la sensación de que se fundía en su ser, algo que no experimentaba desde hacia año y medio. De pronto, lo deseó todo: el cuerpo de Steve encima del suyo, la lengua de Steve dentro de su boca y las manos de Steve por todas partes.
Tomó la cabeza del muchacho, atrajo su rostro y le besó de nuevo, esa vez con la boca abierta. Se echó hacia atrás en el sofá hasta que el cuerpo de Steve se encontró medio tendido sobre el suyo, con el peso del chico oprimiéndole el pecho.
Al cabo de un momento, Jeannie le empujó, jadeante, y dijo:
– Al dormitorio.
Se zafó de él y le precedió camino de la alcoba. Se quitó el jersey pasándoselo por encima de la cabeza y lo arrojó al suelo. Steve entró en el cuarto y cerró la puerta a su espalda con el talón. Al verla desnuda, se desprendió de la camiseta con rápido movimiento.
Todos hacen lo mismo, pensó Jeannie. Todos cierran la puerta con el talón.
Steve se descalzó, se soltó el cinturón y se quitó los pantalones azules. Su cuerpo era perfecto, hombros anchos, pecho, músculos y caderas estrechas enfundadas en calzoncillos blancos.
«Pero ¿cuál de ellos es?»
Steve avanzó hacia ella y Jeannie retrocedió dos pasos.
Aquel individuo dijo por teléfono: «Puedo volver a visitarte».
Steve frunció el entrecejo.
– ¿Qué ocurre?
Jeannie estaba repentinamente asustada.
– No puedo hacerlo -dijo.
Steve respiró hondo y expulsó el aire con fuerza.
– ¡Estupendo! -exclamó. Desvió la mirada-. ¡Esta sí que es buena!
Jeannie cruzó los brazos sobre el pecho, cubriéndose los senos.
– No sé quién eres.
Steve comprendió.
– ¡Oh, Dios mío! -Se sentó en la cama, de espaldas a ella, y sus amplios hombros se inclinaron con desánimo. Pero podía tratarse de una actuación teatral-. Crees que soy el que conociste en Filadelfia.
– Creí que él era Steve.
– Pero ¿por qué iba a fingir que era yo?
– Eso no importa.
– Él no lo hubiera hecho sólo con la esperanza de echar un polvo furtivo -dijo Steve-. Mis dobles tienen modos muy peculiares de gozarla, pero este no figura en su repertorio. Si él quisiera follarte te amenazaría con un cuchillo, te rasgaría las medias o prendería fuego al edificio, ¿no te parece?
– Recibí una llamada telefónica -explicó Jeannie, temblorosa- Anónima. Dijo: «El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte. Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte». Por eso tienes que marcharte ahora.
Recogió el jersey del suelo y se lo puso precipitadamente. No la hizo sentirse ni tanto así más segura.
Había compasión en los ojos de Steve.
– Pobre Jeannie -dijo-. Esos cabrones te han metido el miedo en el cuerpo. Lo siento. Se levantó y se puso los pantalones.
De pronto, Jeannie tuvo la certeza de que estaba equivocada. El clon de Filadelfia, el violador, nunca hubiera vuelto a vestirse en aquella situación. La habría arrojado encima de la cama, le habría arrancado la ropa e intentado tomarla por la fuerza. Este hombre era diferente. Era Steve. Sintió un casi irresistible deseo de echarse en sus brazos y hacer el amor con él.
– Steve…
Él sonrió.
– Soy yo.
Pero ¿no sería ese el propósito de su actuación? Una vez hubiera ganado su confianza, estuviesen desnudos en la cama y el tendido encima, ¿no cambiaría y revelaría su verdadera naturaleza, la naturaleza que se perecía por ver a las mujeres aterrorizadas y sumidas en el dolor? La sacudió un estremecimiento de pánico.
No estaba bien. Desvió la mirada.
– Vale más que te vayas -dijo.
– Podrías preguntarme cosas.
– Vale. ¿Dónde vi a Steve por primera vez?
– En la pista de tenis.
Era la contestación correcta. Pero los dos, Steve y el violador, estaban aquel día en la Universidad Jones Falls.
– Pregúntame otra cosa.
– ¿Cuántos bollos de canela se comió Steve el viernes por la mañana?
Steve sonrió.
– Ocho. Me avergüenza confesarlo.
Jeannie sacudió la cabeza, desconfiadamente. -Puede que hayan puesto micrófonos ocultos en esta casa. Registraron mi despacho y descargaron mi correo electrónico. Es posible que nos estén escuchando en este momento. No es bueno. No conozco a Steve Logan hasta ese punto, y lo que yo sé otros también pueden saberlo.
– Supongo que tienes razón -convino Steve, y se puso de nuevo la camiseta de manga corta.
Se sentó en la cama y se calzó los zapatos. Jeannie se fue al salón, ya que no deseaba seguir en el dormitorio viendo como se vestía. ¿Estaba cometiendo un terrible error? ¿O era el acto más inteligente de cuantos jamás había realizado? Sintió el dolor de la privación en los riñones; deseaba desesperadamente hacer el amor con Steve. Sin embargo, el pensamiento de encontrarse en la cama con alguien como Wayne Stattner la hacía temblar de miedo.
Steve salió del dormitorio, completamente vestido. Jeannie le miró a los ojos, buscó en ellos algo, algún detalle que aclarara sus dudas, pero no lo encontró. “No sé quién eres, ¡sencillamente no lo sé!”
Steve le leyó el pensamiento. -Es inútil, no puedo sacarte de dudas. La confianza es la confianza, y cuando se pierde se ha perdido. -Dejó ver momentáneamente su resentimiento-. ¡Qué jarro de agua fría, que jodido jarro de agua fría!
Su rabia aterró a Jeannie. Ella era fuerte, pero Steve lo era más. Deseo verle fuera del piso, y rápido.
Steve noto su perentoriedad.
– De acuerdo, ya me voy -dijo. Se encaminó a la puerta-. Te darás cuenta de que él no se marcharía.
Ella asintió con la cabeza.
– Pero hasta que no haya salido de aquí -Steve expresó en palabras lo que Jeannie estaba pensando- no puedes estar segura. Y si me voy y luego vuelvo, eso tampoco contaría. Para que sepas que soy yo, tengo que marcharme de verdad.
Ahora tenía la plena certeza de que aquél era Steve, pero las dudas reaparecerían a menos que se fuera real y definitivamente.
– Necesitamos una clave secreta, para que sepas que soy yo.
– Exacto.
– Pensaré algo.
– Muy bien.
– Adiós -se despidió Steve-. No intentaré besarte.
Bajó la escalera. -Telefonéame -alzó la voz por encima del hombro.
Jeannie continuó inmóvil, como petrificada, hasta que oyó el golpe de la puerta de la calle al cerrarse.
Se mordió el labio. Tenía ganas de llorar. Fue al mostrador de la cocina y se sirvió una taza de café. Levantó la taza hacia sus labios, pero se le resbaló entre los dedos, cayó y fue a estrellarse contra las baldosas del suelo, donde se hizo añicos.
– ¡Joder! -exclamó Jeannie.
Se le doblaron las piernas y se desplomó encima del sofá. Tenía la sensación de haber estado en terrible peligro. Ahora comprendía que tal peligro era imaginario, pero, a pesar de todo, agradecía profundamente el que hubiera quedado atrás. Sentía el cuerpo henchido de un deseo insatisfecho. Se tocó la entrepierna: los pantalones estaban húmedos.
– Pronto jadeó-. Pronto. Pensó en cómo se desarrollarían las cosas la próxima vez que se encontraran, como le abrazaría, le besaría y le pediría perdón; y cómo la perdonaría él, derrochando ternura. Y mientras se imaginaba todo aquello, las yemas de los dedos pulsaron los puntos debidos y al cabo de unos instantes un espasmo de placer recorrió todo su cuerpo.
Luego durmió un rato.
Humillación era el sentimiento que agobiaba a Berrington.
Había derrotado a Jeannie Ferrami una y otra vez, pero en ningún momento pudo sentirse satisfecho de ello. Jeannie le obligó a moverse sigilosamente como un ladrón de tres al cuarto. Había tenido que filtrar vergonzosamente a un periódico una historia abyecta, colarse rastrero como una serpiente en el despacho de la mujer y registrar los cajones de su mesa. Ahora espiaba su casa. El miedo le obligaba a actuar así. Su mundo parecía desmoronarse en torno suyo. Estaba desesperado.
Jamás hubiera pensado que estaría haciendo aquello unas semanas antes de cumplir los sesenta años: sentado en su automóvil, aparcado junto a la acera, dedicado a vigilar la puerta de la casa de otra persona como un mugriento detective particular. ¿Qué pensaría su madre? Aún vivía, era una dama esbelta, elegante y bien vestida, de ochenta y cuatro años, que residía en una pequeña población de Maine, escribía cartas al periódico local y se mostraba firmemente decidida a mantenerse en su puesto de encargada de arreglar las flores de la Iglesia episcopaliana. Se estremecería de bochorno si se enterara de la situación a que se veía reducido su hijo.
Que Dios no permitiera que le viese algún conocido. Tenía buen cuidado en evitar cruzar su mirada con la de los peatones que pasaban por allí. Por desgracia, su coche era realmente llamativo. Lo consideraba un automóvil sólo discretamente distinguido, pero no había muchos Lincoln Town Cars aparcados en la calle donde estaba: los coches favoritos de los vecinos de aquel barrio eran provectos utilitarios japoneses y Pontiac Firebirds amorosamente conservados. Con su peculiar cabellera gris, el propio Berrington no era la clase de persona que se fundía en el paisaje y pasaba inadvertida. Durante cierto tiempo tuvo ante sí un plano de la ciudad, desplegado encima del volante, a guisa de camuflaje, pero aquel vecindario era amable y dos personas golpearon suavemente el cristal de la ventanilla y se ofrecieron a indicarle la dirección que estuviese buscando, así que Berrington volvió a guardar el plano. Se consoló diciéndose que en una zona de rentas tan bajas resultaba poco probable que viviera alguien importante.
En aquellos instantes no tenía la menor idea de lo que Jeannie pudiera estar tramando. El FBI no había logrado encontrar la lista en su apartamento. Berrington tuvo que imaginar lo peor: la lista había conducido a Jeannie a otro clon. En tal caso, el desastre no estaba muy lejos. Berrington, Jim y Preston contemplaban de cerca el inmediato desenmascaramiento público, la deshonra y la ruina.
Fue Jim quien sugirió que Berrington espiase el domicilio de Jeannie.
– Tenemos que saber que se lleva esa mujer entre manos, quien entra y sale de su casa -había dicho Jim, y Berrington se mostró de acuerdo, aunque a regañadientes.
Se había apostado allí temprano y no sucedió nada hasta alrededor del mediodía, cuando fue a recoger a Jeannie una mujer de color en la que Berrington reconoció a uno de los detectives que investigaban la violación. El lunes le había entrevistado a él brevemente. A Berrington le pareció atractiva. Consiguió recordar su nombre: sargento Delaware.
Había llamado a Proust desde el teléfono público del McDonald's de la esquina y Proust le prometió ponerse en contacto con su amigo del FBI para averiguar a quién habían ido a ver. Berrington se imaginó al hombre del FBI diciendo: «La sargento Delaware entró en contacto hoy con un sospechoso al que mantenemos bajo vigilancia. Por razones de seguridad no puedo revelar más detalles, pero nos resultaría de gran utilidad saber con exactitud qué hizo la sargento esta mañana y en qué caso está trabajando».
Cosa de una hora después, Jeannie salió a toda prisa, tan provocativamente sexual con su jersey púrpura que a Berrington se le partió el corazón. No siguió al coche de la mujer; pese al miedo que le abrumaba no se atrevió a caer en semejante indignidad. Pero la vio volver al cabo de unos minutos cargada con un par de bolsas de papel de las que utilizan las tiendas de comestibles. A continuación llego uno de los clones, presumiblemente Steve Logan.
No permaneció mucho tiempo en el piso. De haber estado en su piel, pensó Berrington, con Jeannie vestida como iba vestida, él, Berrington, se hubiera quedado toda la noche y la mayor parte del domingo.
Consultó el reloj del coche por vigésima vez y decidió llamar de nuevo a Jim. Era posible que hubiese recibido ya noticias del FBI.
Berrington se apeó del automóvil y anduvo hasta la esquina. El olor de las patatas fritas le hizo notar que tenía hambre, pero le repateaba los hígados comer hamburguesas en envases de polietileno. Se proveyó de una taza de café negro y se llegó al teléfono público.
– Fueron a Nueva York -le informó Jim.
Era lo que se temía Berrington.
– Wayne Stattner -dijo.
– Sí.
– Mierda. ¿Qué hicieron?
– Le pidieron cuentas de sus movimientos durante el domingo pasado y cosas por el estilo. Él estuvo en los Emmy. Su retrato había aparecido en la revista People. Fin de la historia.
– ¿Alguna indicación acerca de lo que Jeannie pueda estar planeando hacer en el futuro inmediato?
– No. ¿Qué pasa por ahí?
– No gran cosa. Desde aquí veo la puerta. La chica hizo unas compras, Steve Logan vino y se marchó, nada. Tal vez se les hayan agotado las ideas.
– Y tal vez no. Todo lo que sabemos es que tu plan de despedirla no le ha cortado las alas; sigue dando guerra.
– Está bien, Jim, no hace falta que me lo restriegues por las narices. Un momento…, ahora sale.
Jeannie se había cambiado de ropa: vestía pantalones blancos y una espléndida blusa azul sin mangas que dejaba al aire sus fuertes brazos.
– Síguela -dictó Jim.
– Al diablo con esto. Está subiendo a su coche.
– Tenemos que saber adónde va, Berry.
– ¡No soy ningún poli, maldita sea!
Una niña que se dirigía al lavabo de señoras con su madre dijo:
– Ese hombre grita, mamá.
– Chist, cariño -la acalló la madre.
Berrington bajó la voz:
– Acaba de arrancar.
– ¡Sube a tu condenado coche!
– Que te zurzan, Jim.
– ¡Síguela! -Jim cortó la comunicación.
Berrington colgó el teléfono.
El Mercedes rojo de Jeannie pasó por delante de él y torció hacia el sur por la Falls Road.
Berrington echó a correr hacia su automóvil.
Jeannie observó atentamente al padre de Steve. Charles tenía el pelo negro y una sombra de barba cerrada cubría sus mandíbulas. Su expresión era austera y sus modales rigurosamente precisos. Pese a que era sábado y había estado trabajando en el jardín, llevaba pantalones oscuros planchados a la perfección y camisa de manga corta. No se parecía a Steve en ningún sentido. Lo único que Steve habría podido heredar de él era el gusto por la ropa de tipo tradicional. La mayoría de los estudiantes de Jeannie vestían tejanos rotos y cuero negro, pero Steve se inclinaba por el caqui y las camisas clásicas de cuello cerrado.
Steve aún no había llegado a casa y Charles aventuró que seguramente se habría dejado caer por la biblioteca de la facultad de Derecho para documentarse acerca de los precedentes judiciales de violaciones.
La madre de Steve descansaba en la cama. Charles preparó limonada y Jeannie y él salieron al patio de la casa de Georgetown y se acomodaron en sillas de jardín.
Jeannie se había despertado de una ligera siesta con una brillante idea iluminándole la parte delantera del cerebro. Acababa de ocurrírsele subconscientemente un modo de dar con el cuarto clon. Pero necesitaría la ayuda de Charles. Y no estaba segura de que él estuviese muy predispuesto a hacer lo que iba a pedirle.
Charles le pasó un vaso alto y frío, se sirvió otro y se sentó.
– ¿Puedo tutearte? -preguntó.
– Por favor -asintió ella.
– Y espero que hagas lo mismo.
– Claro.
Sorbieron un poco de limonada.
– Jeannie… -preguntó luego Charles-, ¿de qué va todo esto?
Ella dejó el vaso.
– Creo que se trata de un experimento -contestó-. Berrington y Proust permanecieron en el ejército hasta poco después de haber fundado la Genético. Sospecho que la empresa empezó siendo originalmente la tapadera que ocultaba un proyecto militar.
– He sido soldado durante toda mi vida de adulto y no me cuesta nada creer casi cualquier cosa del ejército, por demencial que sea. Pero ¿qué interés podían tener en los problemas de fertilidad femenina?
– Piensa en esto: Steve y sus dobles son todos altos, fuertes, apuestos y físicamente perfectos. También son muy inteligentes, aunque su propensión a la violencia es un obstáculo en el camino de sus aspiraciones. Pero Steve y Dennis tienen un cociente intelectual que se sale de la escala y me parece que a los otros dos les ocurre tres cuartos de lo mismo: Wayne ya es millonario a la edad de veintidós años y el cuarto hasta ahora ha sido por lo menos lo bastante listo como para eludir completamente la detención.
– ¿Adónde te lleva todo eso?
– No lo sé. Me pregunto si no trataría el ejército de crear el soldado perfecto.
No era más que una hipótesis gratuita y lo dijo como por casualidad, pero electrificó a Charles.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, y una expresión de sobresaltado entendimiento se extendió por su rostro-. Me parece que recuerdo haber oído hablar de eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Allá por los años setenta circuló un rumor por todo el estamento militar. La gente comentaba que los rusos tenían un programa de reproducción humana. Estaban fabricando soldados perfectos, atletas perfectos, jugadores de ajedrez perfectos, de todo. No faltó quien opinara que nosotros deberíamos hacer lo mismo. Otros afirmaban que ya lo estábamos haciendo.
– ¡Eso es! -Jeannie se dio cuenta de que por fin las piezas empezaban a encajar-. Seleccionaban a un hombre y una mujer sanos, agresivos, inteligentes y rubios, y los convencían para que donasen el espermatozoide y el óvulo con los que formar el embrión. Pero en lo que realmente estaban interesados era en la posibilidad de duplicar el soldado perfecto una vez lo hubiesen creado. La parte crucial del experimento era la división múltiple del embrión y la implantación en las madres anfitrionas. Y funcionaba. -Enarcó las cejas-. Me pregunto qué sucedió a continuación.
– Puedo contestar a eso -dijo Charles-. Watergate. Todos esos locos proyectos secretos se cancelaron después.
– Pero la Genético se legitimó, como la Mafia. Y dado que descubrieron realmente el modo de crear niños probeta, la empresa resultó rentable. Los beneficios financiaban las inversiones en ingeniería genética que realizaron a partir de entonces. Sospecho que mi propio proyecto probablemente forma parte de su gran plan.
– ¿Qué es?
– Una raza de norteamericanos perfectos: inteligentes, agresivos y rubios. -Se encogió de hombros-. Es una vieja idea, pero que ahora es posible merced a la genética moderna.
– Entonces, ¿por qué venden la compañía? Eso no tiene sentido.
– Quizá sí lo tenga -articuló Jeannie pensativamente-. Cuando se presentó la oferta pública de compra, tal vez vieron la ocasión de cambiar la marcha, de meter la quinta velocidad. El dinero que reciban por la venta financiará la campaña de Proust como candidato a la presidencia. Si consiguen llegar a la Casa Blanca, podrán llevar a cabo cuantas investigaciones deseen… y poner en práctica sus ideas.
Charles asintió con la cabeza.
– El Washington Post de hoy publica un artículo sobre las ideas de Proust. No creo que me gustará vivir en la clase de mundo que propugna. Si todos fueran soldados agresivos, ¿quién escribiría los poemas, interpretaría los blues y participaría en las marchas antibélicas de protesta?
Jeannie alzó las cejas. Era un pensamiento sorprendente en boca de un soldado de carrera.
– Hay más que eso -dijo-. Las modificaciones humanas tienen un propósito. Existe una razón por la que los hijos somos diferentes de cada uno de nuestros padres. La evolución es cuestión de ensayo y error. Uno no puede evitar los experimentos fallidos de la naturaleza sin eliminar también los éxitos.
Charles suspiró.
– Todo lo cual significa que no soy el padre de Steve.
– No digas eso.
El hombre abrió su billetero y sacó una foto.
– Tengo que confesarte una cosa, Jeannie. Ni por asomo sospeché nunca esta cuestión de los chicos clónicos, pero a menudo he mirado a Steve y me he preguntado si en él hay algo de mí.
– ¿No lo ves?
– ¿Algún parecido?
– No me refiero a parecido físico. Pero Steve posee un profundo sentido del deber. A ninguno de los otros clones les importa lo más mínimo el deber. ¡Eso lo ha heredado de ti!
La expresión de Charles continuó siendo lúgubre.
– Hay algo malo en él. Lo sé.
Jeannie le tocó el brazo.
– Escúchame. Steve era lo que yo llamo un chico salvaje: desobediente, impulsivo, temerario, rebosante de energía, ¿no es así?
Charles sonrió tristemente.
– Eso es verdad.
– También lo fueron Dennis Pinker y Wayne Stattner. A tales chicos casi resulta imposible educarlos para que vayan por el camino recto. Por eso Dennis es un asesino y Wayne un sádico. Pero Steve no es como ellos… y tú eres la razón de que no lo sea. Sólo unos padres dotados de la máxima paciencia, entrega y comprensión pueden educar a tales niños y convertirlos en seres humanos normales. Y Steve es normal.
– Rezo para que estés en lo cierto.
Charles abrió el billetero para poner de nuevo la foto en su sitio. Jeannie le detuvo.
– ¿Puedo verla?
– Desde luego.
Jeannie examinó la imagen. Era una foto tomada recientemente. Steve llevaba una camisa de cuadros azules y el pelo un poco demasiado largo. Sonreía tímidamente a la cámara.
– No tengo ninguna foto suya -se lamentó Jeannie al tiempo que se la devolvía a Charles.
– Quédate ésta.
– No puedo. Tú la llevas junto al corazón.
– Tengo un millón de fotos de Steve. Pondré otra en la cartera.
– Gracias, te lo agradezco de verdad.
– Pareces muy encariñada con él.
– Le quiero, Charles.
– ¿En serio?
Jeannie asintió.
– Cuando pensé que podían meterle en la cárcel por esa violación, desee brindarme para que me encerrasen en su lugar.
Charles esbozó una sonrisa forzada.
– Yo también.
– Eso es amor, ¿verdad?
– Seguro que sí.
Jeannie se sintió un tanto cohibida. No había tenido intención de contarle todo aquello al padre de Steve. En realidad, ni siquiera lo sabía ella misma; las palabras le salieron así, y entonces comprendió que respondían a un hecho cierto.
– ¿Qué siente Steve por ti?
Jeannie sonrió.
– Podría ser modesta…
– No hace falta.
– Está loco por mí.
– No me sorprende. No sólo porque seas bonita, que lo eres sino porque también eres fuerte: cosa que salta a la vista. Steve necesita a alguien fuerte…, sobre todo cuando esa acusación pende sobre su cabeza.
Jeannie le dirigió una mirada calculadora. Era el momento de formularle la petición.
– Hay algo que podrías hacer, ¿sabes?
– Dime de qué se trata.
Jeannie había ensayado su discurso durante todo el trayecto a Washington.
– Si pudiera revisar otra base de datos, puede que localizara al verdadero violador. Pero después de toda la publicidad aparecida en el New York Times, ninguna agencia del gobierno ni compañía de seguros va a arriesgarse a trabajar conmigo. A menos…
– ¿Qué?
Jeannie se inclinó hacia delante en la silla de jardín.
– La Genético experimentó con esposas de soldados que les enviaron a hospitales militares. Por lo tanto, la mayor parte de los clones probablemente nacieron en hospitales militares.
Charles asintió lentamente.
– Hace veintidós años, a los niños se les debía dar de alta en los registros clínicos del ejército. Esos historiales médicos puede que aún existan.
– Estoy seguro. El ejército nunca tira nada.
Las esperanzas de Jeannie subieron un grado. Pero había otro problema.
– En aquella época, tanto tiempo atrás, los archivos se llevaban a base de documentos de papel. ¿Pueden haberlo pasado al ordenador?
– Estoy seguro de ello. Es el único sistema de almacenarlo todo.
– Entonces es posible encontrarlo. -Jeannie dominó su exaltación.
Charles parecía absorto. Jeannie le miró fijamente.
– ¿Puedes conseguir que acceda a esos archivos, Charles?
– Exactamente, ¿qué necesitas hacer?
– Tengo que cargar mi programa en el ordenador y dejar que revise todos los ficheros.
– ¿Cuánto tiempo llevará?
– No hay modo de saberlo. Depende del volumen de la base de datos y de la potencia del ordenador.
– ¿Interfiere en la recuperación normal de datos?
– Puede retrasarla.
Charles frunció el entrecejo.
– ¿Lo harás?-apremió Jeannie, impaciente.
– Si nos cogen, será el fin de mi carrera.
– ¿Lo harás?
– ¡Demonios, sí!
Steve se emocionó al ver a Jeannie sentada en el patio, bebiendo limonada y charlando animadamente con Charles, como si fueran viejos amigos. Eso es lo que quiero, pensó; quiero a Jeannie formando parte de mi vida. Entonces podré afrontar lo que venga.
Cruzó el césped, desde el garaje, sonriente, y dejó un beso suave en los labios de Jeannie.
– Parecéis dos conspiradores -comentó.
Jeannie le explicó lo que estaban planeando y Steve dejó que sus esperanzas volvieran a renacer.
– No soy precisamente un genio de la informática -confesó Charles a Jeannie-. Me hará falta tu ayuda para instalar el programa.
– Iré contigo.
– Apuesto a que no llevas encima el pasaporte.
– Pues no.
– No puedo introducirte en el centro de datos si no llevas identificación.
– Nada me impide ir a casa y recogerlo.
– Te acompañaré yo -terció Steve-. Tengo el pasaporte arriba. Estoy seguro de que puedo instalar ese programa.
El padre lanzó a Jeannie una mirada interrogadora.
La muchacha asintió.
– El proceso es sencillo. Si surge algún fallo técnico, me llamáis desde el centro de datos y os transmitiré las instrucciones precisas.
– Vale.
Charles entró en la cocina y volvió con el teléfono. Marcó un número.
– Don, aquí, Charlie. ¿Quién ganó ese partido de golf?… Sabía que eras capaz de lograrlo. Pero la semana que viene yo te ganaré, prepárate. Escucha, necesito un favor, algo más bien fuera de lo corriente. Quiero comprobar el historial médico de mi chico, desde el día en que… Si, le pasa algo raro, no es que ponga su vida en peligro, pero es serio, y puede que haya alguna pista en los datos iniciales del historial. ¿Podrías arreglar las cosas para que el servicio de seguridad me permita entrar sin problemas en la Comandancia del Centro de Datos?
Durante la larga pausa inmediata, Steve no pudo leer nada en el rostro de su padre. Por último, éste dijo:
– Gracias, Don. Realmente te quedo muy reconocido.
Steve lanzo un puñetazo al aire.
– ¡Estupendo!
El padre se llevó el índice a los labios y luego dijo por el teléfono: -Steve irá conmigo, estaremos ahí dentro de quince o veinte minutos, si todo va bien… Gracias otra vez.
Colgó.
Steve subió rápidamente a su cuarto y volvió con su pasaporte.
Jeannie llevaba los disquetes en una bolsita de plástico. Se la tendió a Steve.
– Metes en la disquetera el que lleva el número uno y aparecerán las instrucciones en la pantalla.
Steve miró a su padre.
– ¿Listo?
– Vamos.
– Buena suerte -deseó Jeannie.
Subieron al Lincoln Mark VIII y partieron rumbo al Pentágono. Estacionaron el coche en la mayor zona de aparcamiento del mundo. En el Medio Oeste había ciudades más pequeñas que el aparcamiento del Pentágono. Subieron un tramo de escalera hasta la entrada de una segunda planta.
Cuando Steve contaba trece años había recorrido el lugar en una visita programada en la que el guía era un joven alto con un corte de pelo extremadamente corto. El edificio consistía en cinco plantas circulares concéntricas enlazadas por diez corredores como los radios de una rueda. Había cinco pisos y ningún ascensor. Antes de que hubieran transcurrido cinco segundos ya había perdido por completo el sentido de la orientación. El detalle principal que recordaba era que en medio del patio central había una construcción llamada Ground Zero que era una caseta donde vendían perritos calientes.
Su padre le condujo ahora por delante de una barbería cerrada, un restaurante y una entrada que llevaba a un punto de control de seguridad. Steve mostró su pasaporte, le registraron como visitante y le entregaron un pase que tuvo que colgarse en la pechera de la camisa.
El sábado por la tarde había relativamente pocas personas por allí y los pasillos se encontraban desiertos, a excepción de algún que otro funcionario, casi todos de uniforme, que trabajaba hasta tarde, y un par de carritos de golf empleados para transportar objetos voluminosos y personas muy importantes. La última vez que Steve estuvo allí se sintió tranquilizado por el poderío monolítico que irradiaba el edificio: todo aquello estaba allí para protegerle.
Ahora su opinión era distinta. En algún punto de aquel laberinto de círculos y pasillos se había tramado una conjura, la maquinación que le creó a él y a sus fantasmales dobles. El almiar burocrático existía para ocultar la verdad que él estaba buscando, y los hombres y mujeres con uniforme de la armada, del ejército de tierra y de las fuerzas aéreas eran ahora sus enemigos.
Recorrieron un pasillo, subieron por una escalera y rodearon otra rotonda para llegar a un nuevo punto de seguridad. Pasarlo les llevó más tiempo. Tuvieron que teclear el nombre y apellidos, así como la dirección completa de Steve, y aguardar un par de minutos para que el ordenador diese el visto bueno. Por primera vez en su vida, Steve tuvo conciencia de que el control de seguridad estaba dedicado a él; era el único a quien se buscaba. Se sintió furtivo y culpable, aunque no había hecho nada. Fue una sensación extraña. Pensó que los criminales debían de experimentar aquella sensación continuamente. Y también los espías, los contrabandistas y los esposos adúlteros.
Siguieron adelante, doblaron varias esquinas más y llegaron ante un par de puertas de cristal. Al otro lado de ellas, cosa de una docena de soldados jóvenes permanecían sentados frente a monitores de ordenador, dedicados a teclear datos o a introducir documentos, escritos sobre papel, en aparatos de reconocimiento óptico de caracteres. Un guardia situado en la parte exterior de la puerta comprobó de nuevo el pasaporte de Steve y luego les franqueó el paso.
Entraron en una estancia de suelo alfombrado, silenciosa, carente de ventanas, con una iluminación suave y en la que reinaba esa atmósfera insustancial propia del aire purificado. Un coronel se encargaba de la dirección de aquel departamento, un hombre de pelo gris y bigote fino como la línea que traza un lapicero. No conocía al padre de Steve pero los estaba esperando. Les habló en tono enérgico mientras los acompañaba a la terminal que iban a utilizar: tal vez consideraba su visita un incordio.
– Tratamos de localizar los registros e historiales clínicos de niños nacidos en hospitales militares alrededor de veintidós años atrás -le dijo el padre de Steve.
– Esos archivos no se conservan aquí.
La moral de Steve fue a parar al suelo. No era posible que la derrota cayera sobre ellos con tanta facilidad.
– ¿Dónde los conservan?
– En St. Louis.
– ¿No se puede acceder a ellos desde aquí?
– Necesitará un permiso de prioridad para utilizar el enlace de transmisión de datos. No lo tiene, ¿verdad?
– No había contado con que surgiera este problema, coronel -repuso Charles en tono de malhumor-. ¿Quiere que vuelva a llamar al general Krohner? Puede que no nos agradezca el que le molestemos innecesariamente un sábado por la tarde, pero lo haré si usted insiste.
El coronel contrapesó las consecuencias de un quebrantamiento menor de las ordenanzas con el riesgo de irritar a un general.
– Supongo que todo estará bien. La línea está libre ahora y a veces necesitamos probarla en algún momento durante el fin de semana.
– Gracias.
El coronel llamó a una mujer con uniforme de teniente y se la presentó: Caroline Gambol. Tendría unos cincuenta años, encorsetada y con exuberante exceso de carnes, sus modales eran los típicos de una directora de algo. El padre de Steve le repitió lo que ya había dicho al coronel.
La teniente Gambol advirtió:
– ¿Está usted enterado de que estos archivos están sujetos a la ley de derecho a la intimidad, señor?
– Sí, y contamos con la debida autorización.
La teniente se sentó ante la terminal y empezó a tocar teclas. Al cabo de unos minutos preguntó:
– ¿Qué clase de búsqueda desean operar?
– Tenemos nuestro propio programa de búsqueda.
– Sí, señor. Me encantará introducírselo.
El padre miró a Steve. El muchacho se encogió de hombros y tendió los disquetes a la mujer.
– Mientras cargaba el programa, la teniente miró a Steve con curiosidad.
– ¿Quién hizo este programa?
– Una profesora de Jones Falls.
– Muy inteligente -dijo la mujer-. En la vida había visto nada parecido. -Alzó los ojos hacia el coronel, que miraba la pantalla por encima del hombro de la teniente-. ¿Y usted, coronel?
El hombre denegó con la cabeza.
– Ya está cargado. ¿Ordeno la búsqueda?
– Adelante.
La teniente Gambol pulso la tecla de Intro.
Una corazonada impulsó a Berrington a arrancar en pos del negro Lincoln Mark VIII cuando el coche del coronel Logan emergió del camino de entrada a la casa de Georgetown. No estaba muy seguro de que Jeannie estuviese en aquel coche; sólo había podido ver al coronel y a Steve en los asientos delanteros, pero se trataba de un cupe y era harto posible que la muchacha viajase en la parte de atrás.
Se alegraba de tener algo que hacer. La combinación de inactividad y tensa angustia era algo de lo más tedioso. Le dolía la espalda y tenía las piernas entumecidas. Le costaba trabajo aguantarse las ganas de abandonarlo todo y marcharse. Podía estar sentado en un restaurante con una buena botella de vino o en casa, regalándose los oídos con la Novena Sinfonía de Mahler, versión compact disc, o entregado a la gozosa tarea de desnudar a Pippa Harpenden. Pero luego pensó en las recompensas que le reportaría la venta de la Genético. Para empezar, el dinero: sesenta millones de dólares era su parte. Después la posibilidad del poder político, con Jim Proust en la Casa Blanca y él mismo desempeñando el cargo de jefe de la sanidad militar. Por último, si el éxito los acompañaba, una Norteamérica nueva y distinta para el siglo XXI, unos Estados Unidos como solían ser, fuertes, valientes y puros. De modo que rechinó los dientes y perseveró en el sucio ejercicio del fisgoneo a escondidas.
Durante cierto tiempo le fue relativamente fácil seguir a Logan a través del escaso y lento tránsito de Washington. Se mantuvo dos coches por detrás del que perseguía, como en las películas de detectives. El Mark VIII es elegante, pensó Berrington por pensar algo. Tal vez debiera cambiarlo por su Town Car. El sedán tenía presencia, pero era un típico coche para la gente de edad mediana: el cupe era más dinámico. Luego recordó que el lunes por la noche sería rico. Podría comprar un Ferrari, si lo que deseaba era parecer dinámico.
El Mark VIII dejó atrás un semáforo, dobló una esquina, el semáforo se puso rojo, el coche que iba delante de Berrington se detuvo y Berrington perdió de vista el automóvil de Logan. Soltó una palabrota y se inclinó sobre la bocina. Le había ocurrido por estar pensando en las musarañas. Sacudió la cabeza para despabilarse un poco. El aburrimiento de tanto vigilar socavaba su concentración.
Cuando el semáforo cambió a verde, dobló la esquina, chirriantes las ruedas, y pisó el acelerador a fondo.
Al cabo de un momento avistó al cupe negro, que esperaba a que cambiase un semáforo, y respiró más tranquilo.
Rodearon el Lincoln Memorial y cruzaron luego el Potomac por el puente de Arlington. ¿Se dirigían al Aeropuerto Nacional? Tomaron el Bulevar Washington y Berrington comprendió que su destino debía de ser el Pentágono.
Los siguió por el desvío y entró tras ellos en el inmenso aparcamiento del Pentágono. Encontró un hueco en el siguiente carril, apagó el encendido del motor y observó. Steve y su padre se apearon del coche y se encaminaron al edificio.
Echó un vistazo al Mark VIII. No quedaba nadie en su interior. Sin duda Jeannie se quedó en la casa de Georgetown. ¿Qué se llevarían entre manos Steve y su padre? ¿Y Jeannie?
Recorrió treinta o treinta y cinco metros por detrás de los dos hombres. Odiaba aquello. Le aterraba la posibilidad de que le descubriesen. ¿Qué pasaría si se daba de bruces con Steve y su padre? Sería insoportablemente humillante.
Agradeció el que ninguno de ellos mirase hacia atrás. Subieron un tramo de escalones y entraron en el edificio. Berrington continuó tras ellos hasta que llegaron a una barrera de seguridad y no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos.
Encontró un teléfono público y llamó a Jim Proust.
– Estoy en el Pentágono. Seguí a Jeannie hasta la casa de Logan y luego a Steve Logan y a su padre hasta aquí. Esto me preocupa, Jim.
– El coronel trabaja en el Pentágono, ¿no?
– Sí.
– Podría ser algo inocente.
– Pero ¿por qué ir a su despacho el sábado por la tarde?
– Para jugar al póquer en la oficina general, si recuerdo bien mis días en el ejército.
– Uno no se lleva a su chico para jugar una partida de póquer, no importa la edad que tenga el chico.
– ¿Qué daño puede hacernos el Pentágono?
– Archivos.
– No -dijo Jim-. El ejército no llevaba registro alguno de lo que hacíamos. Tengo la absoluta certeza de ello.
– Hay que enterarse de lo que están haciendo. ¿Tienes algún modo de averiguarlo?
– Supongo que sí. Si no tengo amigos en el Pentágono, no los tengo en ninguna parte. Haré algunas llamadas. Mantente en contacto.
Berrington colgó y se quedó mirando el teléfono. La frustración era enloquecedora. Todo por lo que había batallado en la vida estaba ahora en peligro y ¿qué hacía él? Seguir a unas personas como un vulgar y sórdido detective. Pero es que no podía hacer ninguna otra cosa. Rabiando de impaciencia, dio media vuelta y regresó hacia el punto donde le aguardaba el coche.
Sumido en una fiebre expectante, Steve esperaba. Si aquello salía bien, conocería la identidad del violador de Lisa Hoxton y tendría la oportunidad de demostrar su inocencia. Pero ¿y si no funcionaba? Era posible que la búsqueda no diera resultado, que los archivos médicos se hubiesen perdido o los hubieran borrado de la base de datos. Los ordenadores siempre están dando mensajes decepcionantes: «No se encuentra el archivo», «Fuera de memoria» o «Fallo de protección generalizado».
La terminal emitió un timbrazo. Steve miró la pantalla. La búsqueda había concluido. En la pantalla apareció una lista de nombres y direcciones relacionados por parejas. El programa de Jeannie funcionaba. Pero ¿estaban los clones en la lista?
Dominó su impaciencia. La prioridad máxima era sacar una copia de la lista.
Encontró una caja de disquetes vírgenes preformateados e introdujo uno en la disquetera. Copió la lista en el disquete, lo extrajo de la máquina y se lo guardó en el bolsillo posterior de los vaqueros.
Sólo entonces empezó a leer los nombres.
Ninguno de ellos le era conocido. Los fue desplazando por la pantalla: parecía haber varias páginas. Sería más fácil mirarlos impresos en papel. Llamó a la teniente Gambol.
– ¿Puedo imprimir desde esta terminal?
– Desde luego -accedió ella, amablemente-. Puede utilizar esa impresora de láser.
La teniente Gambol se acercó a la impresora y le indicó el modo de hacerlo.
Steve permaneció ante la impresora de láser y observó ávidamente las páginas a medida que iban saliendo. Esperaba ver su propio nombre relacionado junto con otros tres: Dennis Pinker, Wayne Stattner y el del individuo que había violado a Lisa Hoxton.
El padre miraba también la lista por encima del hombro de Steve.
La primera página contenía parejas, no grupos de tres o cuatro. El nombre «Steven Logan» apareció hacia la mitad de la segunda página. El padre lo localizó al mismo tiempo que Steve.
– Ahí estás -dijo con emoción contenida.
Pero algo no iba bien. Había demasiados nombres formando un grupo. Junto con «Steve Logan», «Dennis Pinker» y «Wayne Stattner» figuraban también «Henry Invin King», «Per Ericson», «Murray Claud», «Harvey John Jones» y «Georges Dassault». La euforia de Steve se convirtió en frustración.
El padre frunció el entrecejo.
– ¿Quiénes son todos esos?
– Hay ocho nombres -contó Steve.
– ¿Ocho? -repitió el padre-. ¿Ocho?
Steve lo comprendió entonces.
– Son los que creó la Genético. Ocho.
– ¡Ocho clones! -exclamó el padre asombrado-. ¿Qué diablos creían que estaban haciendo?
– Me pregunto por medio de qué clave los ha localizado el programa de búsqueda -dijo Steve.
Miró la última hoja salida de la impresora. Al pie de la misma decía: «Característica común: Electrocardiograma».
– Exacto, ahora me acuerdo -dijo Charles Logan-. Te hicieron un electrocardiograma cuando tenías una semana. Nunca supe porqué.
– Nos lo hicieron a todos. Y los gemelos idénticos tienen corazones similares.
– Aún no puedo creerlo -articuló el padre-. Hay en el mundo ocho chicos exactamente iguales a ti.
– Mira estas direcciones -observó Steve-. Todas corresponden a bases del ejército.
– La mayor parte de esas personas no residirán ahora en esas señas. ¿Proporciona el programa alguna otra información?
– No. Tal como está no viola la intimidad de las personas.
– ¿Cómo los localizaremos, entonces?
– Se lo preguntaré a Jeannie. En la universidad tienen en CD-ROM todas las guías telefónicas. Si eso falla, recurren a los registros de permisos de conducir, referencias de las agencias de crédito y otras fuentes.
– Al diablo con la intimidad -dijo el padre-. Voy a sacar los historiales clínicos completos de todos estos chicos, a ver si nos proporcionan alguna pista más.
– A mí me vendría bien una taza de café -dijo Steve-. ¿Se puede conseguir aquí?
– En el centro de datos no se permiten bebidas. Los líquidos suelen causar estragos en los ordenadores. Hay una pequeña área de servicio con cafetera automática y máquina de Coca-Cola al doblar la esquina.
– Enseguida vuelvo.
Steve salió del centro de datos; dedicó una inclinación de cabeza al centinela de guardia en la puerta. El área de servicio tenía un par de mesas y unas cuantas sillas, así como diversas máquinas automáticas expendedoras de refrescos y golosinas. Se engulló dos barritas de Snicker, se bebió una taza de café y emprendió el regreso al centro de datos.
Se detuvo delante de las puertas de cristal. Dentro había varias personas, incluidos un general y dos miembros armados de la policía militar. El general estaba discutiendo con el padre de Steve, y el coronel del bigote que parecía un trazo de lapicero parecía hablar al mismo tiempo que ellos. Aquel lenguaje corporal puso a Steve en guardia. Algo malo ocurría. Entró en la sala y se mantuvo junto a la puerta. El instinto le aconsejó que no llamara la atención sobre sí.
Oyó decir al general:
– Tengo mis órdenes, coronel Logan, y está usted bajo arresto.
Steve se quedó helado.
¿Cómo habían llegado a ese punto? No se trataba sólo de que hubieran descubierto que su padre curioseaba los historiales médicos de determinadas personas. Eso podía ser una cuestión bastante seria, pero difícilmente un delito lo bastante grave como para provocar el arresto. Allí había algo más. De una manera o de otra, aquello lo había montado la Genético.
¿Qué debo hacer?
Su padre manifestaba, irritado:
– ¡No tiene ningún derecho!
El general vociferó:
– ¡No me venga con lecciones acerca de mis malditos derechos, coronel!
No se iba a ganar nada si Steve irrumpía dispuesto a participar en la discusión. Tenía en el bolsillo el disquete con la lista de nombres. Su padre estaba en dificultades, pero sabía cuidar de sí mismo. Steve comprendió que lo que debía hacer era retirarse de allí con la información. Dio media vuelta y franqueó las puertas de cristal.
Anduvo con paso vivo, tratando de dar la impresión de que sabía adónde iba. Se sentía como un fugitivo. Se estrujó la memoria, tratando de recordar el camino que había seguido en la ida por aquel laberinto. Dobló un par de esquinas y cruzó un control de seguridad.
– ¡Un momento, señor! -le dio el alto el guardia.
Steve se detuvo y dio media vuelta, con el corazón lanzado a toda velocidad.
– ¿Sí? -articuló, intentando que su voz sonara como la de alguien atareado e impaciente por volver a su trabajo.
– Debo registrar su salida en la computadora. ¿Me permite su identificación?
– Naturalmente. -Steve le tendió el pasaporte.
El guardia comprobó que la fotografía coincidiese con la efigie de Steve y tecleó su nombre en el ordenador.
– Gracias, señor -dijo, al tiempo que le devolvía el pasaporte.
Steve se alejó pasillo adelante. Un control más y estaría fuera. Oyó a su espalda la voz de Caroline Gambol:
– ¡Señor Logan! ¡Un momento, por favor!
Steve miró por encima del hombro. La mujer corría hacia el pasillo, rojo el semblante, entre resoplidos.
– ¡Oh, mierda!
Dobló una esquina del pasillo a todo correr y encontró una escalera. Se precipitó peldaños abajo hasta el piso siguiente. Tenía los nombres susceptibles de librarle del cargo de violación; no iba a permitir que nadie le impidiera salir de allí con los datos, ni siquiera el ejército de Estados Unidos.
Para abandonar el edificio era preciso llegar al círculo E, el exterior. Apretó el paso por uno de los corredores radiales y atravesó el círculo C. Un carrito de golf cargado con artículos de limpieza se acercaba desde la dirección contraria. Cuando se hallaba a medio camino del circulo D, Steve oyó de nuevo la voz de la teniente Gambol.
– ¡Señor Logan! -Aún le seguía. La mujer gritó por el amplio pasillo-: ¡El general quiere hablar con usted! Un hombre de las fuerzas aéreas miró con curiosidad desde el lado interior de la puerta de una oficina. Por suerte eran relativamente pocas las personas que se encontraban por allí en sábado por la tarde. Steve vio una escalera y subió por ella. Eso debería rezagar a la más que gordezuela teniente.
En el piso inmediatamente superior corrió por el pasillo hacia la planta circular D, dejó atrás dos esquinas, y descendió de nuevo. Ni rastro de la teniente Gambol. Steve pensó, con alivio, que se la había quitado de encima.
Tenía casi la plena certeza de que se encontraba en el nivel de salida. Anduvo por el círculo D en dirección contraria a la de las agujas de reloj, hacia el siguiente pasillo. Le pareció familiar: por allí había pasado. Siguió el corredor rumbo al exterior y llegó al control de seguridad por el que había entrado. Casi estaba libre.
Entonces vio a la teniente Gambol. Se encontraba con el guardia en el puesto de control, arrebolada y sin resuello.
Steve dejó escapar una maldición. No le había dado esquinazo después de todo. La mujer se limitó a ir directamente a la salida y llegar antes que él.
Decidió echarle desfachatez a la situación. Se acercó al guardia y se quitó el distintivo de visitante.
– Siga conservándolo -dijo la teniente Gambol-. Al general le gustaría hablar con usted.
Steve dejó el distintivo encima del mostrador. Disimulando el miedo bajo un falso despliegue de confianza en sí mismo, declaró:
– Me temo que no dispongo de tiempo. Adiós, teniente, y gracias por su colaboración.
– Debo insistir -repuso ella.
Steve fingió impaciencia:
– No está en situación de insistir -dijo-. Soy civil; usted no puede darme órdenes. No llevo encima ninguna propiedad militar, como puede ver. -Confío en que el disquete que guardaba en el bolsillo trasero no asomara y quedase a la vista-. Sería ilegal por su parte intentar detenerme.
La teniente se dirigió al guardia, hombre de unos treinta años, ocho o diez centímetros más bajo que Steve.
– No le deje salir -ordenó.
Steve sonrió al guardia.
– Si me toca, soldado, será agresión. Justificaría el que yo le golpeara con mis puños y, créame, lo haré.
La teniente Gambol miró en torno, a la busca de refuerzos, pero las únicas personas que andaban por allí eran dos mujeres de la limpieza y un electricista que trabajaba en la instalación.
Steve anduvo hacia la entrada.
La teniente Gambol gritó:
– ¡Alto!
A su espalda, Steve oyó vocear al guardia:
– ¡Alto o disparo!
Steve se volvió y vio que el guardia empuñaba una pistola y le encañonaba con ella.
El personal de la limpieza y el electricista se inmovilizaron, a la expectativa.
Al guardia le temblaban ostensiblemente las manos mientras apuntaba a Steve con la pistola.
Steve notó que se le agarrotaban los músculos mientras bajaba la vista sobre el cañón del arma. Logró salir de su parálisis mediante un esfuerzo. Estaba seguro de que un guardia del Pentágono no dispararía contra un civil desarmado.
– No me disparará -dijo-. Sería un asesinato. Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.
Fue el paseo más largo de su vida. La distancia era sólo de tres o cuatro metros, pero tuvo la impresión de que tardaba años en recorrerla. Le pareció que la piel de la espalda le ardía de esperanzada anticipación. En el momento en que su mano tocaba la puerta retumbó un disparo.
Alguien lanzó un alarido.
Por el cerebro de Steve centelleó un pensamiento: «Ha disparado por encima de mi cabeza», pero no miró hacia atrás. Se lanzó a través del vano de la puerta y bajó a todo correr los peldaños del largo tramo de escalera. Mientras estaba dentro del edificio había caído la noche y las farolas encendidas iluminaban la zona de aparcamiento. Oyó gritos a su espalda, y luego otro disparo. Llegó al pie de la escalera y se desvió, abandonando el camino para adentrarse entre los arbustos.
Salió a una calzada y siguió corriendo. Llegó a una hilera de paradas de autobús. Dejó de correr para ir al paso. Un autobús se detenía en una de las paradas. Se apearon dos soldados y una mujer de paisano subió al vehículo. Steve lo abordó inmediatamente detrás de la mujer.
El autobús arrancó.
El autobús abandonó la zona de aparcamiento, desembocó en la autopista y dejó atrás el Pentágono.
En cuestión de un par de horas Jeannie concibió una simpatía enorme por Lorraine Logan.
La madre de Steve era bastante más corpulenta de lo que parecía en la foto que coronaba la columna periodística de su consultorio sentimental. Sonreía de modo casi permanente, lo que prodigaba las arrugas en su mofletudo rostro. Para apartar de la imaginación de Jeannie y de la suya las preocupaciones que inquietaban a ambas, habló de los problemas de las personas que le escribían al consultorio: suegras dominantes, maridos violentos, novios impotentes, jefes de manos largas, hijas que consumían drogas. Fuera cual fuese el tema, Lorraine siempre se las arreglaba para decir algo que inducía a Jeannie a pensar: «Claro…, ¿cómo no me había dado cuenta antes?»
Sentadas en el patio, mientras el día refrescaba, aguardaban impacientes el regreso de Steve y su padre. Jeannie le contó el caso de la violación de Lisa.
– Durante todo el tiempo que le sea posible, tratará de comportarse como si no hubiera ocurrido nada -dijo Lorraine.
– Sí, precisamente es lo que hace ahora.
– Esa fase puede durar seis meses. Pero tarde o temprano comprenderá que ha de dejar de negarse que ha sucedido y acostumbrarse a vivir con ello. Esta etapa suele iniciarse cuando la mujer trata de reanudar su vida sexual y descubre que no siente lo mismo que sentía. Entonces es cuando me escriben.
– ¿Qué les aconsejas?
– Asesoramiento, asistencia psicológica. La solución no es fácil. La violación lastima el alma de la mujer y hay que reparar el daño.
– Es lo que le recomendó la policía.
Lorraine enarcó las cejas.
– Un detective listo.
– Una detective -sonrió Jeannie.
Lorraine se echó a reír.
– Luego reprochamos a los hombres que adopten posiciones sexistas. Te lo pido por favor, no le cuentes a nadie el lapsus que se me acaba de escapar.
– Lo prometo.
Hubo un breve silencio, al cabo del cual dijo Lorraine:
– Steve te quiere.
Jeannie asintió.
– Sí, creo que sí.
– Una madre puede adivinar esas cosas.
– Así que ha estado enamorado antes.
– No se te escapa nada, ¿eh? -sonrió Lorraine-. Si, lo estuvo. Pero sólo una vez.
– Háblame de la chica… si crees que a él no le importaría.
– Conforme. Se llamaba Fanny Gallaher. Tenía ojos verdes y rizada cabellera pelirroja. Vivaracha y un poco irresponsable, era la única chica del instituto a la que Steve «no le hacía tilín». Él la anduvo persiguiendo, y ella insistiendo en resistirse, a lo largo de varios meses. Pero al final Steve acabó conquistándola y estuvieron saliendo durante cosa de un año.
– ¿Crees que se acostaban juntos?
– Sé que lo hicieron. Solían pasar aquí la noche. No soy partidaria de obligar a los chicos a darse achuchones en los aparcamientos.
– ¿Y los padres de ella?
– Hablé con la madre de Fanny. Opinaba lo mismo que yo.
– Yo perdí la virginidad a la edad de catorce años en el callejón que había detrás de un sórdido club de rock. Fue una experiencia tan deprimente que no volví a mantener relaciones sexuales hasta los veintiuno. Me gustaría que mi madre se hubiese parecido más a ti en ese aspecto.
– No creo que tenga mucha importancia, en realidad, el que los padres sean rígidos o de manga ancha, en tanto mantengan una actitud coherente. Los chicos pueden adaptarse a unas reglas más o menos estrictas, siempre y cuando las conozcan y sepan hasta donde pueden llegar. La tiranía arbitraria es lo que los confunde.
– ¿Por qué rompieron Steve y Fanny?
– Él tuvo un problema… Probablemente debería contártelo él personalmente.
– ¿Te refieres a la pelea con Tip Hendricks?
Lorraine alzó las cejas.
– ¡Te lo ha contado! Dios mío, realmente confía en ti.
Oyeron detenerse un coche delante de la casa. Lorraine se levantó y fue hasta la esquina del edificio para mirar hacia la calle.
– Steve ha venido en taxi -informó en tono cargado de perplejidad.
Jeannie se puso en pie.
– ¿Qué aspecto tiene?
Antes de que Lorraine pudiese responder, Steve ya estaba en el patio.
– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó Jeannie.
– Han arrestado a papá.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Jeannie-. ¿Por qué?
– No lo sé seguro. Creo que los individuos de la Genético averiguaron, o supusieron, nuestras intenciones, y tocaron algunas teclas. Enviaron a dos números de la policía militar para detenerle. Pero yo conseguí escapar.
– Steve, hay algo que te callas -dijo Lorraine, recelosa.
– Un guardia hizo dos disparos.
Lorraine emitió un leve grito.
– Creo que apuntó por encima de mi cabeza. De todas formas, estoy bien.
Jeannie tenía la boca seca. Le horrorizaba la idea de las dos balas silbando por encima de la cabeza de Steve. ¡Podía haber muerto!
– No obstante, el barrido funcionó. -Steve extrajo el disquete de su bolsillo de atrás-. Aquí está la lista. Y espera a ver y oír lo que hay.
Jeannie tragó saliva.
– ¿Qué?
– No hay cuatro clones.
– ¿Cómo es eso?
– Son ocho.
Jeannie se quedó boquiabierta.
– ¿Sois ocho?
– Hemos encontrado ocho electrocardiogramas idénticos.
La Genético había dividido el embrión siete veces e implantó en ocho mujeres, sin informarlas de ello, hijos de desconocidos. Era una prepotencia increíble.
Pero se habían confirmado las sospechas de Jeannie. Aquello era lo que Berrington trataba de ocultar tan desesperadamente. Cuando se hiciese pública aquella noticia, la deshonra caería sobre la Genético y se reivindicaría a Jeannie. Y Steve quedaría libre de toda acusación.
– ¡Lo conseguiste! -exclamó. Le echó los brazos al cuello. Y entonces se le ocurrió una pega-. Pero ¿cuál de los ocho cometió la violación?
– Tendremos que descubrirlo -dijo Steve-. Y no va a ser fácil. La dirección que tenemos de cada uno de ellos es la del lugar donde vivían sus padres en la fecha en que los chicos nacieron. Casi con toda seguridad habrán cambiado.
– Podemos rastrearlas. Esa es la especialidad de Lisa. -Jeannie se puso en pie-. Será mejor que vuelva a Baltimore. Esto va a llevar casi toda la noche.
– Iré contigo.
– ¿Y tu padre? Tienes que arrancarlo de las manos de la policía militar.
– Haces falta aquí, Steve -corroboró Lorraine-. Ahora mismo llamo a nuestro abogado, tengo su número particular, pero tú tendrás que contarle lo sucedido.
– Está bien -se avino Steve de mala gana.
– Tengo que llamar a Lisa antes de salir, para que esté a punto -dijo Jeannie. El teléfono descansaba encima de la mesa del patio-. ¿Puedo?
– Naturalmente.
Marcó el número de Lisa. El teléfono sonó cuatro veces en el otro extremo de la línea y luego se produjo la típica pausa previa a la puesta en funcionamiento del contestador automático.
– Maldita sea -se lamentó Jeannie, mientras escuchaba el mensaje de Lisa. Cuando concluyó, Jeannie dijo-: Llámame, Lisa, por favor. En este momento salgo de Washington; estaré en casa alrededor de las diez. Ha sucedido algo importante de veras.
Colgó.
– Te acompañaré a tu coche -se ofreció Steve.
Jeannie se despidió de Lorraine, quien le dio un caluroso abrazo.
Fuera, Steve le tendió el disquete. -Cuídalo -recomendó-. No hay ninguna copia y tampoco tendremos otra oportunidad.
Jeannie lo guardó en el bolso de mano.
– No te preocupes. También es mi futuro. Le besó con fuerza.
– ¡Muy bien! -dijo Steve al cabo de un momento-. ¿Podríamos repetirlo pronto un montón de veces?
– Sí. Pero procura no arriesgarte mientras llega el momento. No me gustaría perderte. Ten cuidado.
– Me encanta que te preocupes por mí -sonrió Steve-. Casi merece la pena.
Ella volvió a besarle; con suavidad esta vez.
– Te llamaré.
Subió al coche y arrancó. Condujo a bastante velocidad y antes de una hora ya estaba en casa.
Se sintió decepcionada al no encontrar ningún recado de Lisa en el contestador. Se preguntó, inquieta, si no estaría Lisa dormida o enfrascada viendo la tele, sin molestarse en escuchar los mensajes. «Que no cunda el pánico», se dijo. Salió corriendo y condujo hasta el domicilio de Lisa, un edificio de apartamentos en Charles Village. Pulsó el timbre del portero automático, pero no hubo respuesta. ¿Adónde diablos habría ido Lisa? No tenía un novio con el que salir el sábado por la noche. «Por favor, Dios santo, que no se haya ido a Pittsburg a ver a su madre.»
Lisa ocupaba el 12B. Jeannie tocó el timbre del 12A. Tampoco le contestaron. Hirviendo de frustración, probó con el 12C. Una voz masculina que rezumaba mala uva preguntó:
– ¿Sí, quién es?
– Perdone que le moleste, pero soy amiga de Lisa Hoxton, su vecina del piso de al lado y necesito con verdadera urgencia ponerme en contacto con ella. ¿Por casualidad no sabe usted dónde está?
La voz malhumorada replicó:
– ¿Dónde te crees que estás, joven… en la aldea de Hicksville? Ni siquiera sé qué aspecto tiene esa vecina.
– ¿De dónde es usted, de Nueva York? -se dirigió Jeannie, furiosa, al insensible altavoz.
Volvió a casa, conduciendo como si participase en una carrera, y llamó al contestador automático de Lisa.
– Lisa, por favor, llámame en el preciso instante en que llegues, sea la hora de la madrugada que sea. Estaré esperando junto al teléfono.
A partir de ahí, ya no podía hacer nada más. Sin Lisa, ni siquiera le era posible entrar en la Loquería. Tomó una ducha y se envolvió en su albornoz color fucsia. Le pareció que tenía apetito y pasó por el microondas un bollo de canela congelado, pero comer le revolvía el estómago, así que lo arrojó y bebió un café con leche. Le hubiera gustado tener el televisor para distraerse.
Sacó la foto de Steve que le había dado Charles. Tendría que buscarle un marco. Le puso un imán y la pegó en la puerta del frigorífico.
Se animó entonces a mirar sus álbumes de fotografías. Sonrió al ver a su padre con traje marrón a rayas blancas, de anchas solapas y pantalones acampanados, de pie junto a un Thunderbird color turquesa. Había varias páginas dedicadas a Jeannie con blanca vestimenta de tenis, mientras alzaba en triunfo diversas placas y copas de plata. Allí estaba mamá empujando un anticuado cochecito de ruedas en el que iba Patty. Y allí estaba Will Temple tocado con un sombrero de vaquero, haciendo el ganso y provocando las carcajadas de Jeannie…
Sonó el teléfono.
Jeannie dio un salto y el álbum de fotografías fue a parar al suelo mientras ella cogía el auricular.
– ¿Lisa?
– Hola, Jeannie. ¿Qué es esa emergencia tan importante?
Jeannie se dejó caer en el sofá, débil de gratitud.
– ¡Gracias a Dios! Te estoy llamando desde hace horas, ¿dónde anduviste?
– Fui al cine con Catherine y Bill. ¿Es eso un crimen?
– Lo siento. No tengo derecho a someterte al tercer grado…
– Está bien. Soy tu amiga. Puedes echarme los perros si quieres. Yo haré lo mismo contigo algún día.
Jeannie se echó a reír.
– Gracias. Escucha. Tengo una lista de cinco nombres de personas que pueden ser dobles de Steve. -Quitaba importancia al caso deliberadamente; lo cierto era que apenas podía tragar saliva-. Necesito rastrearlos, localizarlos esta noche. ¿Me ayudarás?
Hubo una pausa.
– Jeannie, casi me vi en un aprieto serio cuando intenté entrar en tu despacho. Faltó muy poco para que al guardia de seguridad y a mí nos despidieran. Me gustaría ayudarte, pero necesito este empleo.
Un ramalazo de gélida aprensión surcó el ánimo de Jeannie. «No, no puedes dejarme en la estacada, ahora que estoy tan cerca, no.»
– Por favor.
– Estoy asustada.
Una determinación feroz sustituyó al temor. «Rayos, no voy a permitir que te escabullas de esto así como así.»
– Casi estamos a domingo, Lisa. -«No me gusta hacerte esto, pero no me queda otro remedio.» -Hace ocho días entré en un edificio en llamas para ir en tu busca.
– Lo sé, lo sé.
– También yo estaba asustada entonces.
Un prolongado silencio.
– Tienes razón -dijo Lisa por último-. Está bien. Lo haré.
Jeannie contuvo un grito de triunfo.
– ¿Cuánto tardaras en llegar allí?
– Quince minutos.
– Nos encontraremos en la entrada.
Jeannie colgó. Entró corriendo en el dormitorio, dejó caer el albornoz sobre el suelo y se puso unos vaqueros negros y una camiseta azul turquesa. Se echó sobre los hombros una cazadora Levis negra y se precipitó escaleras abajo.
Salió de casa a medianoche.