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Jeannie volvía a tener el sueño del Thunderbird.
La primera parte de ese sueño era algo que realmente le sucedió, cuando ella tenía nueve años y su hermana seis, y su padre estaba viviendo -brevemente- con ellos. Papá rebosaba dinero en aquellos días (hasta varios años después no comprendió Jeannie que aquella fortuna debió de ser el fruto de un robo fructífero). Su padre llevó a casa un Ford Thunderbird de carrocería azul turquesa y tapicería también del mismo color, a juego: para una niña de nueve años, el automóvil más bonito que pudiera imaginarse. Fueron a dar una vuelta, con Jeannie y Penny en el asiento delantero, entre papá y mamá. Cuando rodaban por la George Washington Memorial Parkway, papá se puso a Jeannie en el regazo y le permitió coger el volante.
En la vida real, Jeannie desvió el coche hacia el carril de la izquierda y se sobresaltó cuando el conductor de un vehículo que en aquel momento trataba de adelantarles tocó la bocina ruidosamente y papá dobló el volante y llevó el Thunderbird de nuevo al carril del que no debió haberse apartado. Pero en el sueño, el padre no estaba presente, Jeannie conducía sin ayuda y mamá y Patty permanecían sentadas a su lado, impertérritas, incluso aunque sabían que Jeannie era incapaz de ver nada por encima del salpicadero y que lo único que hacía era apretar, apretar y apretar el volante, cada vez con más fuerza, y esperar el impacto del choque, mientras los otros automóviles tocaban el timbre de la puerta cada vez con mayor estruendo.
Jeannie se despertó con las uñas hundidas en las palmas de las manos y los insistentes timbrazos de la puerta clavados en los oídos. Eran las seis de la mañana. Continuó tendida en la cama durante unos segundos, gozándose en el alivio que la inundó al darse cuenta de que sólo había sufrido una pesadilla. Luego saltó de la cama y se precipitó hacia el interfono del portero automático.
– ¿Quién es?
– Ghita. Anda, despierta y déjame entrar.
Ghita vivía en Baltimore y trabajaba en la sede del FBI en Washington. Jeannie pensó que sin duda iba camino de la oficina, para empezar a trabajar temprano. Pulsó el botón que abría la puerta de la calle.
Jeannie se pasó por la cabeza una camiseta de manga corta tan grande que casi le llegaba a las rodillas; una prenda bastante decente para recibir a una amiga. La Ghita que subió las escaleras era la imagen de un ejecutivo con un bien cortado traje sastre de hilo azul pelo negro muy corto, pendientes de bolita, gafas enormes, de material ligero, y un ejemplar del New York Times bajo el brazo.
– ¿Qué diablos está pasando? -preguntó Ghita sin preámbulos.
– No sé -dijo Jeannie-, acabo de despertarme.
Aquello sonaba a malas noticias, podía adivinarlo.
– Mi jefe me llamó anoche, muy tarde, y me ordenó que no tuviese ningún trato más contigo.
– ¡No! -Jeannie necesitaba el resultado del FBI para demostrar que su método funcionaba, a pesar del rompecabezas de Steven y Dennis-. ¡Maldita sea! ¿Te dijo por qué?
– Alegó que tus sistemas violan la intimidad de las personas.
– No deja de ser insólito que el FBI se preocupe de una cosa tan insignificante como esa.
– Parece que el New York Times es de la misma opinión.
Ghita enseñó a Jeannie el periódico. El titular de un artículo proclamaba en primera página:
LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN GENÉTICA:
DUDAS, TEMORES Y UN CONFLICTO
Jeannie se temió que el «conflicto» fuese una referencia a su propia situación. Y estaba en lo cierto.
Jean Ferrami es una joven decidida. En contra de los deseos de sus colegas científicos y del presidente de la Universidad Jones Falls de Baltimore (Maryland) insiste obstinadamente en seguir con su exploración de archivos médicos, en busca de gemelos.
«Tengo un contrato -afirma-. No pueden darme órdenes.» Y las dudas que surgen respecto a la ética de su trabajo no hacen flaquear su determinación.
Una sensación de vértigo se aposentó de pronto en la boca del estómago de Jeannie.
– ¡Dios mío, esto es terrible! -exclamó.
El reportaje pasaba luego a otro tema, la investigación sobre embriones humanos y Jeannie tuvo que llegar a la página diecinueve para encontrar otra referencia a su persona.
El caso de la doctora Jean Ferrami, del departamento de Psicología de la Jones Falls ha creado un nuevo quebradero de cabeza a las autoridades académicas. Pese a que el presidente de la universidad, el doctor Maurice Obell, y el eminente psicólogo profesor Berrington Jones coinciden en opinar que la labor de la doctora Jean Ferrami es inmoral, ella se niega a suspenderla… y cabe la posibilidad de que no puedan hacer nada para obligarla a ello.
Jeannie leyó hasta el final, pero el periódico no informaba de la insistencia de la doctora en que su trabajo era éticamente irreprochable. El enfoque se proyectaba exclusivamente sobre el sensacionalismo dramático de su desafío.
Era horrible y penoso que la atacasen de aquella manera. Se sentía dolida y ultrajada al mismo tiempo, como aquella vez, años atrás, en que un ladrón la derribó con un golpe y le arrebató el billetero en un supermercado de Minneapolis. Aunque sabía que la periodista era malévola y carecía de escrúpulos, Jeannie se sentía avergonzada, como si verdaderamente hubiese hecho algo malo. Y también se sentía expuesta a las burlas de todo el país.
– A partir de ahora me va a resultar dificilísimo encontrar a alguien dispuesto a dejarme explorar una base de datos -se lamentó, descorazonada-. ¿Quieres café? Necesito algo que me anime. No empiezo muchos días tan mal como hoy.
– Lo siento, Jeannie, pero yo también estoy en aprietos, por haber complicado a la Oficina en esto.
Cuando encendía la cafetera, una idea asaltó a Jeannie.
– Este artículo es inocuo, pero si tu jefe habló contigo anoche, no es posible que el periódico le sugiriese hacerte esa llamada.
– Tal vez supiera anticipadamente que se iba a publicar este artículo.
– Me pregunto quién pudo informarle.
– No lo dijo así exactamente, pero si me aclaró que había recibido un telefonazo del Capitolio.
Jeannie frunció el entrecejo.
– Parece como si esto fuese algo político. ¿Por qué iba a interesarse tanto un congresista o senador en lo que estoy haciendo, hasta el punto de pedir al FBI que no colabore conmigo?
– Quizá se trataba sólo de una advertencia amistosa hecha por alguien que estaba enterado del artículo.
Jeannie negó con la cabeza.
– El artículo no menciona al Buró para nada. Nadie más sabe que estoy trabajando con los archivos del FBI. Ni siquiera se lo dije Berrington.
– Trataré de averiguar la identidad del que hizo la llamada.
Jeannie miró el interior del frigorífico.
– ¿Desayunaste ya? Hay bollos de canela.
– No, gracias.
– Me parece que yo tampoco tengo apetito. -Cerró la puerta del frigorífico. Estaba al borde de la desesperación. ¿Es que no podía hacer nada?-. Ghita, supongo que no podrás llevar a cabo mi exploración sin que lo sepa tu jefe, ¿verdad?
No albergaba muchas esperanzas de que Ghita accediese a ello pero la respuesta de su amiga le sorprendió.
Enarcadas las cejas, Ghita dijo:
– ¿No has visto el comunicado que te envié ayer por correo electrónico?
– Me fui temprano. ¿Qué decía?
– Que iba a efectuar esa exploración tuya anoche.
– ¿Y la hiciste?
– Sí. Por eso he venido a verte. La hice anoche, antes de que llamara mi jefe.
De pronto, Jeannie recobró la esperanza.
– ¿Qué? ¿Y tienes los resultados?
– Te los envié por correo electrónico.
Jeannie estaba electrizada.
– ¡Pero eso es fantástico! ¿Les echaste un vistazo? ¿Había muchos gemelos?
– Cantidad, veinte o treinta pares.
– ¡Formidable! ¡Eso significa que mi sistema resulta!
– Pero le dije a mi jefe que no había ejecutado la exploración. Estaba asustada y mentí.
Jeannie frunció el ceño.
– Mal asunto. Quiero decir, ¿qué ocurrirá si lo descubre en algún momento, más adelante?
– Ahí voy yo. Tienes que destruir esa lista, Jeannie.
– ¿Cómo?
– Si mi jefe se entera, estoy acabada.
– ¡Pero no puedo destruirla! ¡No puedo hacerlo si demuestra que tengo razón!
El semblante de Ghita adoptó una expresión firme y determinada.
– Tienes que hacerlo.
– Eso es espantoso -gimió Jeannie, con aire desdichado-. ¿Cómo voy a eliminar algo que puede ser mi salvación?
– Me metí en esto para hacerte un favor -dijo Ghita, a la vez que agitaba el dedo índice-. ¡Ahora tienes que librarme del embrollo!
Jeannie no acababa de comprender que todo fuese culpa exclusivamente suya. Con un deje de acritud en el tono, replicó:
– No te dije que mintieras a tu jefe.
Eso enfureció a Ghita:
– ¡Estaba asustada!
– ¡Aguarda un momento! -pidió Jeannie-. Vamos a tranquilizarnos. -Sirvió café en dos tazas y dio una a Ghita-. Supongamos que vas a trabajar esta mañana y le dices a tu jefe que hubo un malentendido. Que diste instrucciones indicando que se cancelara el rastreo, pero que posteriormente descubriste que ya lo habían efectuado y que de él resultó el correo electrónico.
Ghita cogió la taza de café, pero no lo bebió. Parecía al borde de las lágrimas.
– No puedes hacerte idea de lo que es trabajar para el FBI. Me encuentro frente a los hombres más machistas de la Norteamérica media. Siempre están buscando una excusa u otra para afirmar que las mujeres somos unas negadas, unas incapaces que no valemos para la profesión.
– Pero no te pueden despedir.
– Me has metido en un callejón sin salida.
Era verdad, Ghita no tenía ningún argumento para obligar a Jeannie a hacer lo que le pedía. Pero Jeannie trató de poner vaselina.
– Vamos, ese no es el camino.
Ghita no se suavizó.
– Sí, ese es el camino. Te estoy pidiendo que destruyas esa lista.
– No puedo.
– Entonces no hay más que hablar.
Ghita se dirigió a la puerta.
– No te vayas así -rogó Jeannie-. Somos amigas desde hace demasiado tiempo.
Ghita se marchó.
– ¡Mierda!-exclamó Jeannie-. ¡Mierda!
La puerta de la calle se cerró de un portazo.
¿He perdido una de mis más viejas amigas?, se preguntó Jeannie.
Ghita la había abandonado. Jeannie comprendía sus motivos: se estaba ejerciendo una intensa presión sobre una joven que trataba de hacer carrera. Con todo, a quien se atacaba en realidad era a Jeannie, no a Ghita. La amistad de Ghita no había sobrevivido a la prueba de una crisis.
Jeannie se preguntó si otras amigas actuarían de la misma manera.
Acongojada, tomó una ducha rápida y empezó a ponerse prendas de ropa, rápidamente, un poco al tuntún. Luego se interrumpió y pensó. Iba a plantar batalla: era cuestión de arreglarse y ponerse lo mejor de su vestuario. Se quitó los vaqueros negros y la camiseta roja de manga corta. Se acicaló la cara meticulosamente: maquillaje de fondo, polvos, rimel y lápiz labial. Se puso un traje sastre negro con blusa gris debajo, medias transparentes y zapatos de charol. Cambió el aro de la nariz por un pendiente plano.
Se examinó ante el espejo de cuerpo entero. Se consideró peligrosa y se dijo que su aspecto era formidable.
– A matar, Jeannie, a matar -murmuró.
Salió de casa.
Al volante de su coche, durante el trayecto hacia la UJF, Jeannie iba pensando en Steve Logan. Le había llamado chicarrón fuertote, pero en realidad era más maduro de lo que muchos hombres adultos llegarían a ser. Ella había llorado sobre su hombro, de modo que, sin duda, confiaba inconscientemente en él hasta un nivel bastante profundo. Le gustó como olía, algo así como a tabaco antes de encenderlo. A pesar de la desolación que la embargaba no pudo por menos notar su erección, aunque Steve se esforzó en impedir que ella se diese cuenta. Resultaba halagador que el chico se excitase de aquel modo con sólo abrazarla, y Jeannie sonrió al recordar la escena. Era una lástima que Steve no tuviese diez o quince años más.
Le recordaba a su primer amor, Bobby Springfield. Ella tenía trece años y él quince. Ella no sabía casi nada acerca del amor y el sexo, pero la ignorancia del chaval en ese aspecto era idéntica y se embarcaron juntos en un viaje de descubrimiento. Jeannie se sonrojó al rememorar las cosas que llegaban a hacer los sábados por la noche en la última fila de la filmoteca. Lo incitante de Bobby, lo mismo que de Steve, era la sensación de arrebato apasionado. Bobby la deseaba con tal ardor, le inflamaba de tal modo acariciarle a ella los pezones o tocarle las bragas, que Jeannie se sentía enormemente poderosa. Durante una temporada abusó de ese poder, caldeándole hasta ponerlo al rojo vivo e incomodándole sólo para demostrar que podía hacerlo. Pero no tardó en comprender, incluso a la edad de trece años, que ese era un juego más bien tonto. Sin embargo, nunca perdió el sentido del peligro, el deleite que representaba jugar con un gigante encadenado. Y sentía lo mismo con Steve.
El muchacho era lo único bueno en el horizonte. Ella se encontraba en un apuro serio. Ahora no podía renunciar a su puesto en la UJF. Después de que el New York Times la había lanzado a la celebridad por haber desafiado a sus jefes, le iba a ser muy difícil encontrar otro empleo de carácter científico. Si yo fuese profesora, no se me ocurriría contratar a alguien susceptible de provocar esta clase de conflictos, pensó.
Pero era demasiado tarde para adoptar una postura cautelosa. Su única esperanza residía en mantenerse obstinadamente firme, utilizar los datos del FBI y obtener unos resultados científicos tan convincentes que el personal volviera a considerar su metodología y a debatir seriamente la ética de la misma.
Eran las nueve cuando detuvo su automóvil en la plaza de aparcamiento que tenía asignada. Mientras cerraba el vehículo y entraba en la Loquería notó en el estómago una sensación agria: demasiada tensión y nada de comida.
En cuanto entró en su despacho supo que alguien había estado ahí.
No se trataba del personal de limpieza. Estaba familiarizada con los pequeños cambios que producían: las sillas movidas cosa de cuatro o cinco centímetros, los círculos de los vasos fregados, la papelera en el rincón que no le correspondía. Esto era diferente. Alguien se había sentado ante el ordenador. El teclado se encontraba en un ángulo impropio; el intruso o la intrusa lo había situado inconscientemente de la forma que tenía por costumbre. Había dejado el ratón en mitad de la alfombrilla, cuando ella siempre lo dejaba a un lado, junto al borde del teclado. Al mirar a su alrededor observó que la puerta de un armario estaba ligeramente abierta y que la esquina de una cuartilla asomaba por el borde de un archivador.
Habían registrado el despacho.
Al menos, se consoló, esto es obra de un aficionado. No daba la impresión de que fuese la CIA quien anduviera tras ella. A pesar de todo, se sintió profundamente inquieta, como si tuviera mariposas aleteando dentro del estómago, mientras se sentaba y encendía el ordenador. ¿Quién había estado allí? ¿Un miembro de la facultad?,¿Un estudiante? ¿Un guarda de seguridad sobornado? ¿Algún intruso? ¿Y con qué fin?
Habían introducido un sobre por debajo de la puerta. Llevaba en su interior una autorización firmada por Lorraine Logan, que Steve remitió por fax a la Loquería. Jeannie sacó de un archivo la de Charlotte Pinker y guardó las dos en una cartera de mano. Se las llevaría consigo a la Clínica Aventina. Se sentó al escritorio y recuperó el correo electrónico. Sólo había un mensaje: el resultado de la exploración del FBI.
– Aleluya -musitó.
Transfirió la lista de nombres y direcciones con inmenso alivio. Estaba justificada; realmente, el rastreo encontró parejas. No veía el momento de empezar a revisarlas y comprobar si se daban más anomalías como la de Steve y Dennis.
Jeannie recordó que, con anterioridad, Ghita le había enviado por correo electrónico un mensaje en el que le anunciaba que iba a efectuar la exploración. ¿Qué pasó con él? Se preguntó si lo habría puesto en pantalla el fisgón de la noche anterior. Eso podría explicar la empavorecida llamada telefónica nocturna al jefe de Ghita.
Se disponía a echar una mirada a los nombres de la lista cuando sonó el teléfono. Era el presidente de la universidad.
– Aquí, Maurice Obell. Creo que sería conveniente que hablásemos sobre ese reportaje del New York Times, ¿no le parece?
Se tensó el estómago de Jeannie. Ya estamos, pensó aprensivamente. Empieza el baile.
– Naturalmente -dijo-. ¿A qué hora le conviene que pase por su despacho?
– Confiaba en que pudiera venir ahora mismo.
– Me tendrá ahí dentro de cinco minutos.
Copió en un disquete los resultados del FBI y luego salió de Internet. Extrajo el disquete del ordenador y cogió un bolígrafo. Reflexionó unos segundos y luego escribió en la etiqueta COMPRAS.LST. Posiblemente sería una precaución innecesaria, pero la hizo sentirse mejor.
Dejó caer el disquete en la caja donde guardaba sus archivos de seguridad y salió del despacho.
El día empezaba a caldearse. Mientras cruzaba el campus se preguntó qué quería obtener de la entrevista con Obell. Su único objetivo era que le permitiesen continuar con la investigación. Necesitaba mostrarse dura y dejar bien claro que no iba a permitir que la avasallaran; pero lo ideal sería que se calmaran los ánimos, se apaciguara la irritación de las autoridades universitarias y el conflicto perdiera virulencia.
Se alegró de haberse puesto el traje negro, aunque por culpa de él estuviera sudando: le proporcionaba un aspecto más serio y maduro, además de infundirle autoridad. Sus altos tacones repicaron contra las losas al acercarse a Hillside Hall. La introdujeron directamente en el rebosante despacho del presidente.
Berrington Jones estaba sentado allí, con un ejemplar del New York Times en la mano. Jeannie le sonrió, complacida de contar con un aliado. Berrington le correspondió con una glacial inclinación de cabeza.
– Buenos días, Jeannie -dijo.
Maurice Obell ocupaba su sillón rodante, al otro lado de su enorme mesa. Con los modales bruscos de costumbre, declaró:
– Sencillamente, esta universidad no puede tolerar esto, doctora Ferrami.
No la invitó a sentarse, pero Jeannie no había ido allí a la defensiva, predispuesta a aguantar varapalo alguno, de modo que eligió una silla, se acercó a ella, tomó asiento y cruzó las piernas.
– Es una lástima que hayan comunicado a la prensa que habían cancelado mi proyecto, antes de comprobar si tenían derecho legal a hacerlo -dijo con toda la frialdad que le fue posible reunir-. Por mi parte, estoy de acuerdo con usted en que se ha puesto en ridículo a la universidad.
Obell se encrespó.
– No he sido yo quien ha puesto a la universidad en ridículo.
Aquello era bastante subido de tono, decidió Jeannie; era el momento de decirle que ambos estaban en el mismo bando. Descruzó las piernas lentamente.
– Claro que no -convino-. Lo cierto es que ambos nos precipitamos un poco y la prensa se aprovechó de ello.
Intervino Berrington:
– El daño ya está hecho, ahora… ya no sirve de nada poner paños calientes.
– No estaba poniendo paños calientes -replicó Jeannie. Volvió la cara hacia Obell y le dedicó una sonrisa-. Sin embargo, creo que deberíamos dejar de pelearnos.
De nuevo fue Berrington quien le contestó: -Es demasiado tarde para eso.
– Estoy segura de que no -dijo Jeannie. Se extrañó de que Berrington hubiera dicho aquello. Tenía que desear la reconciliación; no era lógico que le interesase inflamar los ánimos. Mantuvo los ojos y la sonrisa sobre el presidente-. Somos personas razonables. Debemos ser capaces de encontrar una fórmula de compromiso que me permita a mí seguir con mi trabajo y a la universidad salvaguardar su dignidad.
Saltaba a la vista, claramente, que a Obell le seducía la idea, aunque enarcó las cejas y expuso:
– No acabo de ver como…
– Estamos perdiendo el tiempo lastimosamente -tercio Berrington con impaciencia.
Era la tercera vez que intervenía para echar leña al fuego. Jeannie se tragó la irritada réplica que estuvo a punto de emitir. ¿Por qué se comportaba Berrington de aquel modo? ¿Acaso quería que ella suspendiera su investigación, que tuviese dificultades con la universidad y que la desacreditaran? Empezaba a dar esa impresión. ¿Fue Berrington quien se coló subrepticiamente en su despacho, transfirió al ordenador el correo electrónico y avisó luego al FBI? ¿Pudiera ser incluso la persona que, en primer lugar, informo al New York Times y provocó todo aquel jaleo? Se quedo atónita ante la lógica perversa de tal idea y guardó silencio.
– Ya hemos decidido la línea de acción de la universidad -dijo Berrington.
Jeannie comprendió que se había equivocado respecto a la estructura de poder imperante en aquella estancia. El jefe era Berrington, no Obell. Berrington era el conducto por el que llegaban los millones para la investigación procedentes de la Genético, dinero que Obell necesitaba. A Berrington, Obell no le inspiraba miedo alguno; más bien era a la inversa. Ella se había dedicado a mirar al mono, cuando a quien tenía que observar era a la persona que accionaba la manivela del organillo.
Berrington ya había abandonado el simulacro de que era el presidente de la universidad quien empuñaba las riendas del asunto.
– No te hemos convocado aquí para pedirte opinión -dijo.
– ¿Para qué, entonces? -preguntó Jeannie.
– Para despedirte -replicó Berrington.
Jeannie se quedó de piedra. Esperaba una amenaza de despido, pero no el propio despido. A duras penas podía asumirlo.
– ¿Qué quieres decir? -pregunto estúpidamente.
– Quiero decir que estás despachada -dijo Berrington.
Se alisó las cejas con la yema del dedo índice de la mano derecha, señal que indicaba lo satisfecho de sí mismo que se sentía.
Fue como si le asestaran un puñetazo. No pueden despedirme, pensó. Sólo llevo aquí unas cuantas semanas. Me las estaba arreglando a la perfección, trabajaba duro y a conciencia. Le caía bien a todo el mundo, salvo a Sophie Chapple, ¿cómo ha ocurrido esto tan deprisa?
Trató de recapitular sus pensamientos. -No podéis despedirme -aseveró.
– Acabamos de hacerlo.
– No. -Recobrada del sobresalto inicial, empezó a sentirse furiosa y a mostrarse desafiante-. Aquí no sois caciques de tribu. Hay unos trámites que cumplir.
Normalmente, las universidades no podían despedir a miembros del profesorado sin una especie de audiencia previa. Figuraba en su contrato, pero Jeannie no se había preocupado de comprobar los detalles. De súbito, adquirían una importancia vital para ella.
Maurice Obell suministró la información.
– Se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad, naturalmente -dijo-. En circunstancias normales, es preciso avisar con cuatro semanas de anticipación; pero en vista de la publicidad nefasta que envuelve a este caso yo, en mi calidad de presidente, he recurrido al procedimiento de urgencia y la audiencia se celebrará mañana por la mañana.
A Jeannie le maravilló la rapidez con que habían actuado. ¿La comisión de disciplina? ¿El procedimiento de urgencia? ¿Mañana por la mañana? Aquello no iba a ser un debate. Se trataba más bien de un arresto. Medio esperó que Obell le leyera sus derechos.
El presidente hizo algo parecido. Empujó una carpeta a través de la mesa escritorio.
– Aquí tiene las normas relativas al procedimiento de la comisión. Puede representarla un abogado u otro jurista, siempre y cuando se lo notifique por adelantado al presidente de la comisión.
Jeannie se las arregló por fin para formular una pregunta razonable:
– ¿Quién es el presidente?
– Jack Budgen -contestó Obell.
Berrington alzó la cabeza con brusca vivacidad.
– ¿Eso ya está establecido así?
– Al presidente se le nombra por períodos anuales -explicó Obell-. Jack tomó posesión del cargo al principio del semestre.
– No lo sabía.
Berrington parecía molesto, y Jeannie no ignoraba el motivo, Jack Budgen era el compañero de tenis de Jeannie.
Era un detalle alentador: Jack sería justo con ella. No estaba todo perdido. Jeannie tendría la oportunidad de defenderse y defender sus métodos de investigación ante un grupo de académicos. Eso sería un debate serio y no la palabrería insustancial del New York Times.
Además, contaba con el resultado del barrido del FBI. Empezó a preparar su defensa. Mostraría a la comisión los datos del FBI. Con un poco de suerte, dispondría de una o dos parejas que ignorasen que eran gemelos. Lo cual resultaría impresionante. A continuación explicaría las precauciones que tomaba para proteger la intimidad de los individuos…
– Creo que eso es todo -manifestó Maurice Obell.
Lo que equivalía a decirle que podía retirarse. Jeannie se puso en pie.
– Es una pena que lleguemos a esto -dijo.
– Tú lo has provocado -se apresuró a especificar Berrington.
Era como un niño de los que siempre andan buscando tres pies al gato. Por su parte, Jeannie carecía de paciencia para enzarzarse en controversias inútiles. Le lanzó una mirada despectiva y abandonó el despacho.
Mientras cruzaba el campus reflexionó tristemente que había fracasado por completo en el intento de conseguir sus objetivos. Deseaba alcanzar un acuerdo negociado y lo que logró fue armar una trapatiesta de catástrofe. Pero Berrington y Obell ya tenían adoptada su decisión antes de que ella entrara en el cuarto. La reunión sólo fue un mero formulismo.
Regresó a la Loquería. Al acercarse a su despacho observó con indignación que los de la limpieza habían dejado en el pasillo, junto a la puerta, una bolsa negra de basura. Les leería la cartilla inmediatamente. Pero cuando intentó abrir la puerta ésta parecía atascada. Introdujo la tarjeta varias veces en la ranura del lector, pero la puerta siguió sin abrirse. Estaba a punto de encaminarse a recepción y llamar a mantenimiento cuando una sospecha terrible surgió en su mente.
Miró dentro de la bolsa negra de plástico. No estaba llena de papeles ni de tazas de polietileno para café. Lo primero que vio fue su cartera de lona Land's End. También estaba allí la caja de Kleenex que guardaba en el cajón de la mesa, así como un ejemplar en rústica de A Thousand Acres, de Jane Smiley, dos fotografías enmarcadas y su cepillo del pelo. Habían recogido todas sus cosas de la mesa y clausurado el despacho.
Estaba hundida. Aquel golpe resultaba todavía peor que lo sucedido en la oficina de Maurice Obell. Aquello sólo fueron palabras. Esto era verse desconectada de pronto de una gran parte de su vida. Este es mi despacho, pensó; ¿cómo pueden expulsarme así de él?
– ¿Jodidos cabrones! -calificó en voz alta.
Debieron de hacerlo los de seguridad, mientras ella estaba en el despacho de Obell. Naturalmente, no se lo advirtieron; eso hubiera sido darle la oportunidad de que cogiera de allí lo que juzgase necesario de veras. Una vez más se había dejado sorprender por su crueldad implacable.
Era como una amputación. Le habían arrebatado su ciencia, su trabajo. Ahora no sabía qué hacer con su propia persona, no sabía adónde ir. Durante once años había sido una científica: como estudiante de bachillerato, de licenciatura, de doctorado, como alumna posdoctoral y como profesora adjunta. Ahora, de pronto, no era nada.
Mientras su moral descendía desde el abatimiento hasta la negra desesperación, se acordó del disquete con los datos del FBI. Registró el contenido de la bolsa de plástico, pero allí no había disquetes. Sus resultados, la espina dorsal de su defensa, estaban encerrados dentro del despacho.
Golpeó infructuosamente la puerta con los puños. Un estudiante que pasaba por allí, y al que tenía en la clase de estadística, la miró sorprendido y preguntó:
– ¿Puedo ayudarle en algo, profesora?
Jeannie recordaba su nombre.
– Hola, Ben. Podrías echar abajo a patadas esta maldita puerta.
El muchacho examinó la puerta, con expresión dubitativa.
– No quería decir eso -se excusó Jeannie-. Me encuentro bien, gracias.
El estudiante se encogió de hombros y reanudó su camino.
No servía de nada seguir allí de pie con los ojos clavados en la puerta cerrada. Cogió la bolsa de plástico y entró en el laboratorio. Sentada ante su mesa, Lisa introducía datos en una computadora.
– Me han despedido -anunció Jeannie.
Lisa se la quedó mirando.
– ¿Qué?
– Han cerrado a cal y canto mi despacho, dejándome fuera, después de meter mis cosas en esta jodida bolsa de basura.
– ¡No me lo creo!
Jeannie sacó su cartera de la bolsa y extrajo el New York Times.
– Es debido a esto.
Lisa leyó el primer párrafo y comentó:
– ¡Pero esto es una sarta de chorradas!
Jeannie se sentó.
– Ya lo sé. Por eso me pregunto por qué Berrington finge tomárselo en serio.
– ¿Crees que lo finge?
– Estoy segura. Es demasiado inteligente para dejarse embaucar por esta clase de basura. Tiene otro propósito. -Jeannie tamborileó en el suelo con los pies, hundida en el desvalimiento producto de la frustración-. Está dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea; realmente debe encontrarse en una situación peligrosa… sin duda hay en juego algo importante para él.
Quizá debería buscar la respuesta en los archivos médicos de la Clínica Aventina de Filadelfia. Consultó su reloj. Tenía que estar allí a las dos; era cuestión de ponerse en marcha cuanto antes.
Lisa aún no lograba asimilar la noticia.
– No pueden despedirte así, sin más -dijo, indignada.
– Mañana por la mañana habrá una audiencia disciplinaria.
– Dios mío, van en serio.
– No te quepa la menor duda.
– ¿Hay algo que yo pueda hacer?
Lo había, pero Jeannie no se atrevía a pedírselo. Miró a Lisa como evaluándola. La ayudante de laboratorio llevaba una blusa de cuello alto, con un jersey holgado encima, a pesar del calor: se cubría todo el cuerpo, sin duda reaccionaba así a la violación. Su aire continuaba siendo solemne, como alguien recientemente ultrajado.
¿Resultaría su amistad tan frágil como la de Ghita? La respuesta aterraba a Jeannie. Si Lisa la dejaba en la estacada, ¿a quién podría recurrir? Pero tenía que ponerla a prueba, incluso aunque aquel fuera el peor momento posible.
– Podrías intentar colarte en mi despacho -dijo, vacilante-. Los resultados del FBI están allí.
Lisa no respondió enseguida.
– ¿Cambiaron la cerradura o algo por el estilo?
– Es más sencillo que eso. Alteran el código electrónicamente, de forma que la tarjeta de una queda inservible. Apuesto a que en adelante también me va a ser imposible entrar en el edificio después de las horas laborables.
– Es duro aceptarlo; ha sucedido tan rápido…
A Jeannie no le hacía ninguna gracia apremiar a Lisa, coaccionarla para que se arriesgase. Se estrujó las neuronas en busca de alguna otra solución.
– Tal vez pueda colarme yo misma. Alguien del personal de limpieza podría facilitarme la entrada, pero sospecho que la cerradura tampoco responderá a sus tarjetas. Si no utilizo la habitación, no hay necesidad de limpiarla. Pero los de seguridad si que podrán entrar.
– Esos no te ayudarán. Sabrán ya que se te ha prohibido el paso.
– Eso es verdad -concedió Jeannie-. Aunque no creo que tengan inconveniente en dejarte pasar a ti. Podrías decir que necesitas algo de mi despacho.
Lisa parecía estar sopesando pros y contras.
– Odio tener que pedírtelo -se disculpó Jeannie.
La expresión de Lisa cambió.
– ¡Sí, que diablos! -exclamó por fin-. Claro que lo intentaré.
A Jeannie se le formó un nudo en la garganta.
– Gracias -dijo. Se mordió el labio-. Eres una amiga.
Alargó el brazo por encima de la mesa y apretó la mano de Lisa.
Ésta se sintió algo violenta por la emoción de Jeannie.
– ¿En qué parte de tu despacho está la lista del FBI? -preguntó, yendo a lo práctico.
– La información está en un disquete con la etiqueta de COMPRAS.LIST. Lo puse en una caja de disquetes que guardo en el cajón de mi mesa.
– Entendido. -Lisa frunció el entrecejo-. No consigo entender por qué están contra ti.
– Todo empezó con Steve Logan -explicó Jeannie-. Cuando Berrington lo vio aquí llegaron los problemas. Pero creo que estoy en el buen camino hacia la explicación del motivo.
Se puso en pie.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a ir a Filadelfia.
Berrington miraba por la ventana de su oficina. Aquella mañana nadie utilizaba la pista de tenis. Con la imaginación, Berrington se representó a Jeannie allí. El primero o segundo día del semestre la había visto cruzar la pista a toda velocidad de un lado a otro, agitando el breve vuelo de su faldita corta y moviendo ágilmente sus piernas bronceadas, centelleantes las blancas zapatillas… Le había robado el corazón. Enarcó ahora las cejas y se preguntó porqué se había sentido tan fulminantemente cautivado por la figura y las cualidades atléticas de la muchacha. Ver a las mujeres practicar deporte no constituía para él ningún incentivo especial. Nunca hojeaba siquiera American Gladiator, a diferencia del profesor Gormley, de egiptología, quien, si había que hacer caso a los rumores, no se perdía ninguna de sus videocintas y releía los ejemplares, entrada la noche, a solas, en el estudio de su casa. Pero cuando Jeannie jugaba al tenis irradiaba una gracia singular. Era como contemplar a un león cuando, en una película sobre la naturaleza, salía disparado a toda velocidad; los músculos ondulaban vibrantes bajo la piel, los cabellos se agitaban al viento y el cuerpo se movía, se detenía, daba media vuelta, entraba de nuevo en acción con brusquedad repentina, asombrosa, sobrenatural. Era un espectáculo que hipnotizaba y, al contemplarlo, Berrington se sentía hechizado. Y ahora Jeannie amenazaba el fruto por el que el había trabajado toda la vida, y, sin embargo, deseaba poder verla jugar al tenis una vez más.
Resultaba enloquecedor que no pudiera despedirla por las buenas, incluso aunque esencialmente era él quien le pagaba el sueldo. La Universidad Jones Falls era el patrón que la empleaba y la Genético ya les había adelantado el dinero. Un centro universitario no puede despedir a un profesor como un restaurante puede hacer con un camarero incompetente. Esa era la razón por la que no tuvo más remedio que pasar por todo aquel lío.
– Al diablo con ella -dijo en voz alta, y volvió hacia su mesa. La reunión de por la mañana había ido sobre ruedas hasta que surgió la revelación acerca de Jack Budgen. Berrington se las había ingeniado previamente para poner a Maurice a tono y sacarlo de quicio, y luego consiguió evitar limpiamente todo acercamiento. Pero no dejaba de ser una mala noticia la de que el presidente de la comisión de disciplina sería el compañero de tenis de Jeannie. A Berrington se le pasó comprobar aquello por anticipado; dio por supuesto que podría ejercer alguna influencia sobre la elección y le dejó consternado enterarse de que el nombramiento ya estaba hecho.
Existía el grave peligro de que Jack considerase la historia desde el punto de vista de Jeannie.
Se rascó la cabeza, preocupado. Berrington nunca había alternado socialmente con sus colegas académicos: prefería para él la más sugestiva compañía de políticos y miembros de los medios de comunicación. Pero conocía el historial de Jack Budgen. Jack se había retirado del tenis profesional a los treinta años y volvió a la universidad para sacar un doctorado. Demasiado viejo para iniciar químicas, la carrera que deseaba, acabó convirtiéndose en administrador. Llevar el complejo de bibliotecas de la universidad y equilibrar las conflictivas exigencias de los departamentos rivales requería una naturaleza diplomática y servicial, y Jack se las arreglaba muy bien.
¿Cómo se podía convencer a Jack? No era hombre tortuoso; más bien todo lo contrario: su carácter sencillo, tendente a la manga ancha, no estaba exento de ingenuidad. Se ofendería si Berrington le abordara y, de manera abierta o evidente, le ofreciese alguna clase de soborno. Pero puede que fuese factible influir en él obrando de modo discreto.
El propio Berrington había aceptado soborno en una ocasión. Cada vez que pensaba en ello se le revolvían los intestinos. Ocurrió al principio de su carrera, antes de que alcanzase la condición de profesor titular. A una estudiante la sorprendieron intentando un fraude: pagando a otra estudiante para que le preparase el ejercicio de final de trimestre. La transgresora se llamaba Judy Gilmore y era bonita de verdad. Había que expulsarla de la universidad, pero el director del departamento tenía atribuciones para imponer un castigo menos drástico. Judy acudió al despacho de Berrington para «tratar del problema». La chica cruzó y descruzó las piernas, le miró a los ojos con cara de cordero a medio degollar y se inclinó hacia delante para brindar a Berrington la oportunidad de echar una mirada al escote de la blusa y la transparencia del sostén de encaje. Berrington se mostró compasivo y prometió interceder por ella. La moza lloró y le dio las gracias; luego le cogió la mano, le besó en los labios y, como remate previo, le bajó la cremallera de la bragueta.
En ningún momento le propuso trato alguno. No le había ofrecido sexo antes de que el accediese a ayudarla y, después del revolcón por el suelo, la chica se vistió con toda la calma del mundo, se peinó, le dio un beso y abandonó el despacho. Pero al día siguiente, Berrington convenció al director del departamento para que no aplicase a la estudiante más castigo que una simple advertencia.
Berrington aceptó el soborno porque no fue capaz de confesarse que fuese tal. Judy le había pedido ayuda, él se la había concedido, la chica quedó embelesada por sus encantos masculinos e hicieron el amor. Con el paso del tiempo, Berrington había llegado a darse cuenta de que eso era puro sofisma. La oferta de sexo estuvo implícita desde el principio en el comportamiento de la joven, y cuando el prometió lo que se le pedía, Judy selló el trato sabiamente. A Berrington le gustaba pensar de sí mismo que era hombre de principios, no había hecho nada absolutamente vergonzoso.
Sobornar a alguien era casi tan infame como aceptar el soborno. Con todo, sobornaría a Budgen si podía. La idea le provocó una mueca de repugnancia, pero había que hacerlo. Estaba desesperado.
Lo iba a llevar a cabo imitando el ejemplo de Judy: proporcionaría a Jack la oportunidad de engañarse a sí mismo.
Berrington meditó unos instantes más y luego cogió el teléfono y llamó a Jack.
– Gracias por enviarme una copia del memorándum sobre el anexo de biofísica de la biblioteca -dijo a guisa de saludo.
Una pausa sorprendida.
– Ah, sí. Eso fue hace días… pero me alegro de que encontrases tiempo para leerlo.
Berrington apenas había echado un rápido vistazo al documento.
– Creo que tu propuesta tiene un mérito enorme. Te llamo para decirte que puedes contar con mi respaldo cuando llegue el momento de presentarlo ante la junta de asignación.
– Gracias. Te quedo muy reconocido.
– En realidad, es posible que consiga convencer a la Genético para que ponga una parte de los fondos.
Jack se lanzó sobre la sugerencia sin vacilar.
– Podríamos llamar al anexo Biblioteca Genético de Biofísica.
– Buena idea. Hablaré con ellos sobre el particular. -Berrington deseaba que Jack sacase a colación el tema de Jeannie. Tal vez pudiera llegar a ella por la vía tenis. Preguntó-: ¿Qué tal el verano? ¿Fuiste a Wimbledon?
– Este año no. Demasiado trabajo.
– Mala suerte. -Con cierta inquietud, Berrington fingió disponerse a colgar-. Hablaré contigo más adelante.
Como había supuesto, Jack le retuvo.
– Ejem… Berry, ¿qué opinas respecto a esa basura de la prensa? Acerca de Jeannie.
Berrington disimuló su alivio y habló como quitando importancia al asunto.
– Oh, eso… una tempestad en un vaso de agua.
– He intentado ponerme en contacto con ella, pero no está en su despacho.
– No te preocupes por la Genético -dijo Berrington, aunque Jack no había mencionado para nada a la empresa-. Están tranquilos en lo que concierne a todo este asunto. Por suerte, Maurice Obell actuó rápida y decisivamente.
– ¿Te refieres a la audiencia disciplinaria?
– Imagino que será un mero formulismo. Esa chica está poniendo a la universidad en una situación desairada, se niega a interrumpir sus trabajos y ha ido a la prensa. Dudo que ella se moleste siquiera en defenderse. Ya he dicho a los de la Genético que tenemos la situación bajo control. En estos instantes nada amenaza las relaciones entre la universidad y ellos.
– Eso está bien.
– Naturalmente, si, por algún motivo, la comisión se pusiera de parte de Jeannie y contra Maurice, nos veríamos en dificultades. Pero no creo que eso sea muy probable… ¿no te parece?
Berrington contuvo la respiración.
– ¿Sabes que soy el presidente de la comisión?
Jack había eludido la pregunta. «Maldito seas.»
– Sí, y me complace mucho que al cargo del procedimiento haya, una cabeza fría como la tuya. -Aludió a la cabeza afeitada del profesor de filosofía-. Si Malcolm Barnet ocupara esa presidencia Dios sabe lo que podría suceder.
Jack se echó a reír.
– El consejo tiene más sentido común que todo eso. A Malcolm no lo pondrían siquiera al frente del comité de aparcamientos… trataría de sacar partido utilizándolo como instrumento de trueque social.
– Pero contigo empuñando las riendas doy por sentado que la comisión apoyará al presidente.
De nuevo, la respuesta de Jack fue torturadoramente ambigua.
– No todos los miembros de la comisión son previsibles.
«Hijo de mala madre, ¿lo dices para torturarme?»
– Pero la presidencia de la comisión no es una pieza de artillería sin punto de mira, de eso estoy seguro.
Berrington se secó una gota de sudor de la frente.
Hubo una pausa.
– Berry, sería un error por mi parte prejuzgar la decisión…
«¡Vete al infierno!»
– … pero creo que puedes decir a la Genético que no tiene por qué preocuparse.
«¡Al fin!»
– Que quede esto estrictamente entre nosotros, claro.
– Desde luego.
– Entonces, te veré mañana.
– Adiós.
Berrington colgó. «¡Jesús, lo que le había costado!»
¿De verdad no se dio cuenta Jack de que acababa de comprarle? ¿Se había engañado a sí mismo? ¿O lo comprendió todo a la perfección, pero simplemente fingió estar in albis?
Eso carecía de importancia, siempre que condujese a la comisión por el derrotero adecuado.
Naturalmente, eso no podía ser el fin. El dictamen de la comisión tenía que ratificarse en una sesión plenaria del consejo. En aquella instancia, puede que Jeannie hubiera contratado a un abogado brillante y presentado una querella contra la universidad reclamando toda clase de compensaciones. El caso podría alargarse años y años. Pero las investigaciones de Jeannie quedarían de momento en suspenso, y eso era lo que importaba.
No obstante, el fallo de la comisión aún no estaba en el bote. Si al día siguiente por la mañana las cosas se torcían, era posible que Jeannie estuviese de nuevo en su despacho al mediodía, lanzada otra vez sobre la pista de los secretos culpables de la Genético. Berrington se estremeció: Dios no lo permita. Se acercó un cuaderno de apuntes y escribió los nombres de los miembros de la comisión.
Jack Budgen – Biblioteca
Tenniel Biddenham – Historia del arte
Milton Powers – Matemáticas
Mark Trader – Antropología
Jane Edelsborough – Física
Biddenham, Powers y Trader eran hombres rutinarios, profesores con muchos años de ejercicio a sus espaldas y cuya carrera estaba ligada a la Jones Falls y dependía del prestigio y la prosperidad del centro. Podía confiarse en que respaldarían al presidente de la universidad. El garbanzo negro era la mujer, Jane Edelsborough.
Tendría que darle un toque enseguida.
Camino de Filadelfia por la I 95, Jeannie volvió a sorprenderse con la mente puesta otra vez en Steve Logan.
La noche anterior le había dado un beso de despedida en la zona de aparcamiento del campus de la Jones Falls. Lamentaba que aquel beso hubiera sido tan fugaz. Los labios de Steve eran carnosos y secos, la piel cálida. A Jeannie le gustaba la idea de volver a repetir aquello.
¿Por qué sentía tanta prevención respecto a la edad del chico? ¿Qué tenía de maravilloso el que los hombres fuesen mayores? Will Temple, de treinta y nueve años, la había dejado por una heredera cabeza hueca. Vaya con las garantías de la madurez.
Pulsó la tecla de búsqueda de la radio, a la caza de una buena emisora, y dio con Nirvana, que interpretaba Come As You Are. Siempre que pensaba en salir con un hombre de su edad, o más joven, la sacudía una especie de sobresalto, algo así como el temblor del peligro que acompañaba a una cinta de Nirvana. Los hombres mayores eran tranquilizadores; sabían qué hacer.
¿Soy yo?, pensó. ¿Jeannie Ferrami, la mujer que hace lo que le da la gana y dice al mundo que se vaya a tomar viento? ¿Necesito seguridad? ¡Fuera de aquí!
Sin embargo, era cierto. Quizá la culpa la tuviera su padre. Después de él, Jeannie nunca quiso tener en su vida otro hombre irresponsable. Por otra parte, su padre era la prueba viviente de que los hombres mayores podían ser tan irresponsables como los jóvenes.
Supuso que su padre estaría durmiendo en hoteluchos baratos de Baltimore. Cuando se hubiese bebido y jugado el dinero que le pagaran por el ordenador y el televisor -cosa que no tardaría mucho en suceder-, robaría alguna otra cosa o se pondría a merced de su otra hija, Patty. Jeannie le odiaba por haberle robado sus cosas. Sin embargo, el incidente había servido para sacar a la superficie lo mejor de Steve Logan. Había sido un príncipe. Qué diablos, pensó, la próxima vez que vea a Steve Logan volveré a besarle, y en esa ocasión será un beso de los buenos.
Se puso tensa y condujo el Mercedes a través del atiborrado centro de Filadelfia. Aquél podía ser el gran paso adelante. Podía encontrar la solución al rompecabezas de Steve y Dennis.
La Clínica Aventina estaba en la Ciudad Universitaria, al oeste del río Schuylkill, un distrito de edificios académicos y apartamentos de estudiantes. La propia clínica era un agradable inmueble entre los cincuenta que había en el recinto, rodeado de árboles. Jeannie estacionó el coche en un parquímetro de la calle y entró en el edificio.
Había cuatro personas en la sala de espera: una pareja joven, formada por una mujer que parecía en tensión y un hombre que era un manojo de nervios, y otras dos mujeres de aproximadamente la misma edad de Jeannie. Todos miraban revistas, sentados en un rectángulo de sofás. Una gorjeante recepcionista le indicó que tomara asiento y Jeannie cogió un fastuoso folleto de la Genético, S.A. Lo mantuvo abierto sobre el regazo, sin leerlo; en vez de ello se dedicó a contemplar el sosegadamente insulso arte abstracto que decoraba las paredes del vestíbulo y a taconear nerviosa sobre el alfombrado suelo.
Aborrecía los hospitales. Como paciente sólo había estado una vez en uno. A los veintitrés años tuvo un aborto. El padre era un aspirante a director de cine. Jeannie dejó de tomar la píldora porque se habían separado, pero el hombre volvió al cabo de unos días, celebraron una reconciliación amorosa, sin tomar las precauciones oportunas, y ella quedó embarazada. La operación se llevó a cabo sin complicaciones, pero Jeannie se pasó varios días llorando y perdió todo el cariño que le inspiraba el director cinematográfico, aunque él estuvo a su lado, apoyándola, durante todo el proceso.
Acababa de realizar su primera película en Hollywood, un filme de acción. Jeannie fue sola a ver la cinta al cine Charles de Baltimore. El único toque de humanidad de la por otra parte maquinal historia de hombres que no paraban de dispararse unos a otros se daba cuando la novia del protagonista sufría un ataque de depresión, a raíz de un aborto, y echaba de su lado al héroe. Este, un detective de la policía, se quedaba perplejo y destrozado. Jeannie lloró. El recuerdo aún le hacía daño. Se puso en pie y empezó a pasear por la sala. Unos minutos después, emergió un hombre del fondo del vestíbulo y, en voz alta, llamó:
– ¡Doctora Ferrami!
Era un individuo angustiosamente jovial, cincuentón, de calva coronilla y frailuno flequillo rojizo.
– ¡Hola, encantado de conocerla! -aseguró con injustificado entusiasmo.
Jeannie le estrechó la mano.
– Anoche hablé con el señor Ringwood.
– ¡Si, si! Soy colega suyo, me llamo Dick Minsky. ¿Cómo está usted?
Dick tenía un tic nervioso que le hacía pestañear violentamente cada cuatro o cinco segundos; a Jeannie le dio lástima.
La condujo hacia una escalera.
– ¿A qué se debe su petición de informes, si me permite la pregunta?
– Un misterio clínico -explicó Jeannie-. Los hijos de las dos mujeres parecen ser gemelos idénticos, y sin embargo todo indica que no tienen ningún parentesco. La única relación que he podido descubrir es que ambas mujeres fueron tratadas aquí antes de su embarazo.
– ¿Ah, sí? -articuló el hombre como si no la hubiese estado escuchando.
A Jeannie le sorprendió; esperaba que el individuo se sintiera intrigado.
Entraron en un despacho.
– Se puede acceder por ordenador a todos nuestros archivos, siempre que se disponga de la clave correspondiente -dijo Dick Minsky. Se sentó ante una pantalla-. Los pacientes que le interesan, ¿son?…
– Charlotte Pinker y Lorraine Logan.
– No nos llevará ni un minuto.
Procedió a teclear los nombres.
Jeannie contuvo su impaciencia. Era posible que aquellos archivos no le revelasen absolutamente nada. Echó un vistazo a la estancia. Era un despacho demasiado amplio y suntuoso para un simple archivero. Dick debía de ser algo más que un simple «colega» del señor Ringwood, pensó.
– ¿Qué función desempeña usted aquí, en la clínica, Dick? -dijo.
– Soy el director general.
Jeannie enarcó las cejas, pero el hombre no levantó la vista del teclado. ¿Por qué le atendía en su gestión una persona de las altas esferas? Al preguntárselo, una sensación de inquietud caracoleó en su ánimo como una voluta de humo.
Dick Minsky frunció el entrecejo.
– Qué extraño. La computadora dice que no hay ningún historial que corresponda a los nombres que me ha dado.
La intranquilidad de Jeannie cobró cuerpo. Están a punto de pegármela, pensó. La perspectiva de dar con la solución al rompecabezas volvía a perderse en la lejanía. Una oleada de desencanto se abatió sobre ella, hundiéndola en una hondonada de depresión.
El hombre hizo girar la pantalla para que Jeannie pudiera verla.
– ¿Ha deletreado los nombres correctamente?
– Sí.
– ¿Cuándo cree que ingresaron esas pacientes en la clínica?
– Hace veintitrés años, aproximadamente.
Alzó la cabeza para mirarla.
– Ah, querida -dijo Dick Minsky, y parpadeó-. En ese caso mucho me temo que haya hecho usted el viaje en balde.
– ¿Por qué?
– No conservamos historiales tan antiguos. Es norma de nuestra empresa, según la política de la dirección en cuanto a documentos.
Jeannie le miró con los párpados entrecerrados.
– ¿Tiran a la basura los historiales antiguos?
– Rompemos las fichas, si, transcurridos veinte años, a menos, claro, que se readmita al paciente, en cuyo caso su historial se transfiere al ordenador.
Era una desilusión que dejaba hundido el ánimo de Jeannie y era también una pérdida de un tiempo precioso, que necesitaba para preparar su defensa en la audiencia de disciplina del día siguiente.
– Resulta muy extraño -expresó con amargura- que el señor Ringwood no me lo dijera cuando hablé anoche con él.
– La verdad es que debió hacerlo. Quizá no hizo usted ninguna alusión a las fechas.
– Estoy segura de que le especifiqué que las dos mujeres recibieron aquí tratamiento hace veintitrés años.
Jeannie recordaba que había añadido un año a la edad de Steve para que el periodo fuese el correcto.
– Entonces cuesta trabajo entenderlo.
Sin saber exactamente por qué, a Jeannie no le sorprendía demasiado el giro que tomaba el asunto. Con su exagerada afabilidad y su pestañeo nervioso, Dick Minsky era la personificación caricaturesca del hombre con una conciencia culpable.
El director de la clínica volvió a colocar la pantalla del ordenador en su posición original. Puso cara de lamentarlo profundamente y dijo:
– Me temo que no puedo hacer nada más por usted.
– ¿Podría hablar con el señor Ringwood y preguntarle por qué no me dijo que las fichas se destruían?
– Me temo que Peter se ha puesto enfermo y hoy no ha venido.
– ¡Qué extraordinaria coincidencia!
Minsky trató de parecer ofendido, pero el resultado fue una parodia lastimosa.
– Espero que no esté insinuando que intentamos ocultarle algo.
– ¿Por qué iba yo a pensar tal cosa?
– No tengo ni idea. -Minsky se levantó-. Y ahora, me temo que no dispongo de más tiempo que dedicarle.
Jeannie se puso en pie y le precedió hacia la puerta. Dick Minsky la siguió escaleras abajo, hasta el vestíbulo.
– Buenos días -deseó, rígido el tono.
– Adiós -se despidió Jeannie.
Una vez en la calle titubeó. Rebosante de combatividad, sentía la testación de hacer algo provocativo, de demostrarles que no podían manipularla hasta la anulación. Decidió curiosear un poco por allí.
La zona de aparcamiento estaba repleta de automóviles de médicos, BMW y Cadillac último modelo. Dobló la esquina por un lado del edificio. Un negro de barba canosa limpiaba la basura con una ruidosa barredera. Por allí no había nada digno de atención o interés. Acabó delante de una tapia que cortaba la salida y volvió sobre sus pasos.
A través del cristal de la puerta de la fachada vio a Dick Minsky, todavía en el vestíbulo, que decía algo a la desenvuelta secretaria. Miraba con inquieta ansiedad mientras Jeannie pasaba por delante de la puerta.
Jeannie rodeó el edificio por la dirección contraria a la de la primera vez y fue a dar con el depósito de desechos. Tres hombres con las manos protegidas por gruesos guantes cargaban la basura en un camión. Esto es estúpido, pensó Jeannie. Se estaba comportando como un detective de novela dura de misterio. Iba a dar media vuelta cuando algo le llamo la atención. Los hombres levantaban sin esfuerzo las enormes bolsas de basura, de plástico marrón, como si no pesaran gran cosa. ¿Qué podía tirar la clínica que abultase tanto y pesara tan poco?
¿Papel cortado en tiras?
Oyó la voz de Dick Minsky. Parecía asustado.
– ¿Tendría la bondad de marcharse ya, doctora Ferrami?
Jeannie dio media vuelta. Dick Minsky doblaba la esquina del edificio, acompañado de un hombre ataviado con el uniforme estilo policía que usaban los guardias de seguridad.
Ella se acercó con paso rápido al montón de bolsas.
– ¡Eh! -gritó Dick Minsky.
Los basureros se la quedaron mirando, pero Jeannie prescindió de ellos. Rasgó una de las bolsas, introdujo la mano por el boquete y sacó un puñado de su contenido.
Comprobó que sostenía en la mano un fajo de tiras delgadas de tarjetas de color pardo. Al mirar con más atención aquellas tiras vio que tenían cosas escritas, unas con pluma, otras a máquina. Eran las fichas destrozadas de los historiales del hospital.
Sólo podía haber un motivo para que se llevaran tantas bolsas precisamente aquel día. Habían destruido los archivos aquella mañana… sólo horas después de que ella hubiese llamado. Dejó caer en el suelo los jirones de papel y se alejó. Uno de los basureros le chilló algo, indignado, pero Jeannie no le hizo caso. Ya no había duda.
Se plantó delante de Dick Minsky, con las manos apoyadas en las caderas. Había estado mintiéndola y de ahí que ahora fuese una nerviosa calamidad humana.
– Tienen aquí un secreto vergonzoso, ¿verdad? -gritó Jeannie-. ¿Algo que tratan de ocultar por el sistema de destruir estos archivos?
El hombre estaba absolutamente aterrorizado.
– Claro que no -pudo articular-. Y esa sugerencia es ofensiva.
– Naturalmente que lo es -convino Jeannie. Su genio sacaba a la superficie lo mejor de ella. Apuntó al hombre con el enrollado folleto de la Genético que aún llevaba en la mano-. Pero esta investigación es muy importante para mí, y obraría usted muy sensatamente convenciéndose de que quienquiera que me mienta va a acabar jodido, pero bien jodido, antes de que yo haya terminado.
– Por favor, lárguese -dijo Dick Minsky.
El guardia de seguridad la cogió del codo izquierdo.
– Ya me voy -se avino Jeannie-. No es preciso que me agarre.
El guardia no la soltó.
– Por aquí, tenga la bondad -dijo.
Era un hombre de edad mediana, con el pelo gris y una barriga voluminosa. Jeannie no estaba dispuesta a dejarse maltratar por él. Cerró la mano derecha sobre el brazo que la sujetaba. Los músculos del guardia eran más bien fofos.
– Haga el favor de soltarme -dijo Jeannie, y apretó. Sus manos eran más potentes y su presa era más fuerte que la de la mayoría de los hombres. El guardia intentó mantenerla cogida por el codo, pero el dolor que le producía la mano de Jeannie era excesivo para su capacidad de resistencia y al cabo de un momento la soltó-. Gracias -dijo Jeannie.
Se alejó. Se sentía mejor. Estuvo en lo cierto al suponer que en aquella clínica había una pista. Los esfuerzos que hicieron para impedir que ella averiguase allí algo constituían la confirmación más sólida posible de que ocultaban un secreto inconfesable. La solución al misterio se relacionaba directamente con aquel lugar. Pero ¿adónde la conducía eso?
Llegó a su coche, pero no subió en él. Eran las dos y media y aún no había almorzado. Estaba demasiado sobre ascuas para comer mucho, pero le hacía falta una taza de café. En la acera de enfrente se abría una cafetería, al lado de un centro evangélico. Parecía limpia y barata. Cruzó la calle y entró.
La amenaza que dirigió a Dick Minsky era mero farol; no podía hacer nada para perjudicarle. Irritarle tampoco le había servido de gran cosa. A decir verdad, se delató a sí misma al dejar claro que sabía que la estaban engañando. Los puso sobre aviso y ahora tendrían alta la guardia.
El silencio reinaba en el local, salvo en la parte donde unos cuantos estudiantes terminaban de almorzar. Jeannie pidió café y una ensalada. Mientras esperaba, abrió el folleto que había cogido en el vestíbulo de la clínica. Leyó:
La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».
Y, de pronto, todo estuvo claro.
Jane Edelsborough era una viuda de cincuenta y poco años. Mujer escultural, pero desaliñada, vestía normalmente holgadas prendas étnicas y calzaba sandalias. Poseía un intelecto impresionante, pero nadie lo hubiera supuesto al verla. Era la clase de persona que a Berrington le resultaba incomprensible. Si uno era inteligente, pensaba, ¿porqué disimularlo presentándose como un idiota al vestir de modo tan zafio? Sin embargo, las universidades estaban llenas de personas así…, en realidad, él era una auténtica excepción, siempre tan de punta en blanco, tan esmerado y pulcro.
Hoy su aspecto era especialmente elegante, con su chaqueta de hilo hecha a la medida, el chaleco a juego y los pantalones ligeros de pata de gallo. Le dio un minucioso repaso a su imagen en el espejo de detrás de la puerta, antes de salir del despacho para el encuentro con Jane.
Se dirigió al Gremio de Estudiantes. Los profesores casi nunca comían en aquel establecimiento -Berrington no había entrado una sola vez en el local-, pero Jane estaba almorzando allí, según la parlanchina secretaria de física.
El vestíbulo estaba lleno de muchachos en pantalones cortos formando cola en los cajeros automáticos. Berrington entró en la cafetería y miró en torno. Jane ocupaba una mesa en un rincón del fondo. Leía un periódico y comía patatas fritas con los dedos.
El lugar era un complejo alimentario, como los que Berrington había visto en aeropuertos y centros comerciales, con su Pizza Hut, el mostrador donde servían helados y su Burger King, así como un restaurante de comidas rápidas convencional. Berrington cogió una bandeja y entró en el autoservicio de cafetería. Dentro de una vitrina con cristal delantero había unos pocos bocadillos exánimes y varios pastelillos lastimosos. Se estremeció; en circunstancias normales se hubiera puesto al volante y conducido hasta el siguiente estado antes que comer allí.
Aquella maniobra iba a resultarle difícil. Jane no era su clase de mujer favorita. Lo cual hacía aún más probable que ella dirigiese la audiencia disciplinaria hacía una ruta inconveniente. Tendría que ganarse su amistosa voluntad en muy breve espacio de tiempo. Para ello habría de recurrir al poder de seducción de todos sus encantos.
Adquirió una porción de pastel de queso y una taza de café y se encaminó hacia la mesa de Jane. No le llegaba la camisa al cuerpo, pero hizo cuanto pudo para parecer y sonar relajado.
– ¡Jane! -exclamó-. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Puedo acompañarte?
– Faltaría más -aceptó la mujer amablemente, y puso el periódico a un lado. Se quitó las gafas, lo que dejó al descubierto unos ojos de tono castaño oscuro con regocijadas patas de gallo, pero su pinta era un desastre: llevaba el largo pelo canoso atado con una especie de trapo descolorido y vestía una deformada blusa verde gris con manchas de sudor en las axilas-. No recuerdo haberte visto jamás por estos lares -dijo.
– Es la primera vez que vengo. Pero a nuestra edad es importante no dejarse dominar por la rutina de las costumbres… ¿no estás de acuerdo?
– Yo soy más joven que tú -hizo constar Jane sosegadamente-. Aunque supongo que nadie lo supondría.
– Seguro que sí. -Berrington le dio un mordisco al pastel de queso. La base era dura como una lámina de cartón y el relleno sabía a crema de afeitar sazonada al limón. Lo tragó con esfuerzo- ¿Qué opinas de la biblioteca de biofísica que ha propuesto Jack Budgen?
– ¿Has venido a verme para hablar de eso?
– No he venido aquí a verte, vine para probar la comida, y estoy arrepentido. Es una bazofia terrible. ¿Cómo puedes comer aquí?
Jane hundió la cuchara en lo que parecía alguna incógnita clase de postre.
– Ni siquiera me doy cuenta de lo que como, Berry, pienso en mi acelerador de partículas. Háblame de esa nueva biblioteca.
En otro tiempo, Berrington había sido igual que ella: un obseso del trabajo. Nunca se permitió ir por ahí con aspecto de vagabundo, debido a ello, pero si fue un joven científico que había vivido por la emoción del descubrimiento. Sin embargo, su existencia tomó otro rumbo. Sus libros fueron trabajos de divulgación de obras ajenas; en quince o veinte años no había escrito nada original. Se preguntó fugazmente si habría sido más feliz de elegir otra opción. La zarrapastrosa Jane, que engullía comida barata mientras le daba vueltas en la cabeza a problemas de física nuclear, tenía un aire de tranquilidad y satisfacción que Berrington jamás llegó a conocer.
Y no podía decirse que se las estuviera arreglando bien para encandilarla. Jane era demasiado lista. Tal vez debería halagarla intelectualmente.
– Creo que mereces que tus ingresos sean más altos. Eres el físico más veterano y competente del campus, uno de los científicos más distinguidos que tiene la UJF… debes participar en el proyecto de esta biblioteca.
– ¿Es que va a materializarse?
– Creo que la Genético está dispuesta a financiarla.
– Vaya, esa sí que es una buena noticia. Pero ¿qué interés tienes tú?
– Hace treinta años me hice un nombre a base de empezar a preguntar qué características humanas se heredan y cuáles se aprenden. Gracias a mi trabajo y al de otros como yo, ahora sabemos que la herencia genética de los seres humanos es más importante que la instrucción y el entorno, a la hora de determinar un radio completo de rasgos psicológicos.
– Constitución, no educación.
– Exacto. Demostré que el ser humano es su ADN. A la generación joven le interesa el modo en que funciona este proceso. Qué es el mecanismo a través del cual una combinación de sustancias químicas me proporciona ojos azules, en tanto otra combinación te los facilita a ti de un color castaño oscuro profundo, casi como el chocolate, supongo.
– ¡Berry! -dijo Jane con una sonrisa irónica-. Si fuese una secretaria de treinta años y pechos provocativos podría pensar que tratas de ligarme.
Esto ya va mejor, se dijo Berrington. Por fin se había suavizado.
– ¿Provocativos? -sonrió. Miró con deliberado descaro el busto de Jane y luego desvió la vista hacia su rostro-. Creo que uno es tan provocativo como se siente.
Ella se echó a reír, pero Berrington comprendió que estaba muy complacida. Por fin llegaba a alguna parte con ella. Y entonces Jane dijo:
– Tengo que irme.
Maldición. No podía conservar el dominio de aquella interacción. Debía recuperar su interés de inmediato. Se levantó, dispuesto a marcharse con ella.
– Probablemente habrá un comité que supervisará la creación de la nueva biblioteca -manifestó cuando abandonaban la cafetería-. Quisiera que me dieses tu opinión respecto a las personas susceptibles de formarlo.
– ¡Cielos! Tendré que pensar luego en ello. Ahora he de dar una clase sobre antimateria.
Maldita sea, se me está escapando de entre las manos, pensó Berrington.
A continuación, Jane dijo:
– ¿Podemos volver a hablar del asunto?
Berrington se agarró a aquel clavo ardiendo.
– ¿Mientras cenamos, por ejemplo?
Jane pareció sorprendida.
– Está bien -aceptó al cabo de un momento.
– ¿Esta noche? La perplejidad se enseñoreó del rostro de Jane.
– ¿Por qué no?
Eso le concedía al menos otra oportunidad. Aliviado, Berrington sugirió:
– Pasaré a recogerte a las ocho.
– De acuerdo.
Jane le dio su dirección, que él apuntó en un cuaderno de notas de bolsillo.
– ¿Qué clase de platos te gustan? -le preguntó-. ¡Ah, no me contestes, ahora recuerdo que tu comida favorita es pensar en tu acelerador de partículas. -Salieron al ardiente sol. Berrington le dio un leve apretón en el brazo-. Hasta la noche.
– Berry -silabeó ella-, no andarás detrás de algo, ¿eh?
Él le dedicó un guiño.
– ¿Qué es lo que tienes?
Jane se echo a reír y se alejó.
Niños probeta. Fertilización in vitro. Esa era la conexión. Jeannie lo veía ya todo claro.
Charlotte Pinker y Lorraine Logan habían recibido tratamiento contra la esterilidad en la Clínica Aventina. El centro médico fue un adelantado de la fertilización in vitro: proceso por el cual el espermatozoide del padre y el óvulo de la madre se unen en el laboratorio y de ello resulta el embrión que posteriormente se implanta en el útero de la mujer.
Los gemelos idénticos se dan cuando un embrión se divide por la mitad, en el útero, y produce dos individuos. Eso puede haber ocurrido en la probeta. Después, los dos gemelos de la probeta pueden implantarse en dos mujeres distintas. De ese modo, dos madres que no tuvieran ninguna relación entre sí podían alumbrar sendos gemelos idénticos. Bingo.
La camarera le sirvió la ensalada, pero Jeannie estaba demasiado exaltada para comerla.
Tenía la certeza de que al principio del decenio de los setenta los niños probeta no eran más que una teoría. Pero, evidentemente, la Genético llevaba años de adelanto en la investigación.
Tanto Lorraine como Charlotte dijeron que se les había aplicado terapia de hormonas. Al parecer, la clínica les mintió respecto al tratamiento a que las había sometido.
En sí, eso ya era bastante malo, pero al profundizar un poco más en sus implicaciones, Jeannie comprendió que había algo aún peor. El embrión que se dividió podía haber sido el hijo biológico de Lorraine y Charles o el de Charlotte y el comandante…, pero no de ambos. A una de las dos mujeres se le había implantado el hijo de la otra pareja.
El corazón de Jeannie se saturó de horror y aversión al comprender que podían haber dado a ambas mujeres hijos de personas absolutamente desconocidas.
Se preguntó porqué la Genético engañó a sus pacientes de aquella manera tan espantosa. La técnica no se había experimentado lo suficiente: quizá necesitaban cobayas humanas. Tal vez solicitaron permiso y se lo negaron. O puede que tuvieran algún otro motivo para actuar en secreto.
Fuera cual fuese la razón para mentir a las mujeres, Jeannie comprendía ahora por qué su investigación provocaba un pánico tan cerval a la Genético. Fecundar a una mujer con un embrión extraño, sin que ella lo supiera, era tan inmoral como pudiera imaginarse. No era de extrañar que se esforzase tan desesperadamente por ocultarlo. Si Lorraine llegaba a enterarse algún día de lo que le hicieron se lo cobraría de un modo infernal.
Jeannie tomó un sorbo de café. Conducir hasta Filadelfia no había sido una pérdida de tiempo, después de todo. Aún no contaba con todas las respuestas, pero había resuelto el núcleo central del rompecabezas. Lo cual resultaba profundamente satisfactorio.
Alzó la mirada y se quedó de piedra al ver entrar a Steve.
Parpadeó, con la vista clavada en el muchacho. Vestía pantalones caqui y camisa azul suelta y abotonada hasta abajo y, una vez dentro, cerró la puerta a su espalda con el talón.
Le dirigió una amplia sonrisa y se puso en pie para recibirle con los brazos abiertos.
– ¡Steve! -exclamó encantada.
Al recordar su resolución, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. El chico olía de un modo distinto, menos a tabaco y más a especias. Él se apretó contra Jeannie y le devolvió el beso.
Jeannie oyó una voz femenina que comentaba:
– Dios mío, recuerdo cuando yo sentía lo mismo.
Y varias personas soltaron la carcajada.
Retiró el abrazo.
– Siéntate aquí. ¿Quieres comer algo? Comparte mi ensalada. ¿Qué estás haciendo aquí? No puedo creerlo. Debes de haberme seguido. No, no, conocías el nombre de la clínica y decidiste venir a encontrarte aquí conmigo.
– Sencillamente, deseaba que charlásemos un poco.
Steve se atusó las cejas con la yema del dedo índice. Algo en aquel gesto despertó cierta ambigua inquietud en el subconsciente de Jeannie -«¿A qué otra persona he visto hacer eso?»-, pero la arrinconó en el fondo de su cerebro.
– Te gusta dar sorpresas.
De pronto, Steve pareció nervioso.
– ¿Ah, sí?
– Te gusta aparecer inesperadamente, ¿verdad?
– Supongo.
Jeannie volvió a sonreírle.
– Hoy estás un poco raro. ¿Qué intenciones tienes?
– Oye, me estás poniendo de un caliente tremendo y temo perder la compostura -dijo Steve-. ¿Por qué no nos vamos de aquí?
– Claro.
Jeannie puso un billete de cinco dólares sobre la mesa y se levantó.
– ¿Dónde has dejado el coche? -preguntó al salir del local.
– Cojamos el tuyo.
Subieron al Mercedes rojo. Jeannie se abrochó el cinturón de seguridad, pero Steve no. Apenas había arrancado el vehículo, Steve se acercó a Jeannie en el corrido asiento delantero, le levantó el pelo y empezó a besarla en el cuello. A ella no dejaba de gustarle, pero se sintió un tanto violenta y dijo:
– Me parece que soy un poco mayorcita para hacer esto en un coche.
– Vale -se avino Steve. Dejo de besuquearla y volvió la cara al frente, pero dejó el brazo sobre los hombros de Jeannie. La mujer condujo hacia el este, por Chestnut. Cuando llegaban al puente, Steve dijo-: Tira hacia la autopista… quiero enseñarte una cosa.
Siguiendo las señales indicadoras, Jeannie torció a la derecha, por la avenida Schuylkill y se detuvo ante un semáforo en rojo.
La mano que descansaba sobre el hombro descendió y empezó a acariciarle los pechos. Jeannie notó que, en respuesta al contacto, el pezón se le puso rígido, aunque pese a ello, seguía sintiéndose incómoda. Era una sensación desairada, como notar que le meten mano a una en el metro.
– Me gustas, Steve -confesó-, pero vas demasiado deprisa para mí.
Él no contestó, pero sus dedos encontraron el pezón y lo oprimieron con fuerza.
– ¡Ay! -se quejó Jeannie-. ¡Me has hecho daño! ¡Santo cielo, ¿qué mosca te ha picado?
Le apartó mediante un empujón con la mano derecha. El semáforo cambió a verde y Jeannie descendió por la rampa que desembocaba en la autopista Schuylkill.
– No sé a qué atenerme contigo -se lamentó el muchacho-. Primero me besas como una ninfómana y luego actúas como una frígida.
«¡Y yo imaginaba que este chico era maduro!»
– Mira, una chica te besa porque desea hacerlo. Pero eso no te da permiso para que hagas con ella lo que te pase por el forro. Y nunca debes hacerle daño. Tomó la dirección sur de la autopista, que en aquel punto tenía dos carriles.
– A algunas chicas les gusta que les hagan daño -afirmó Steve, al tiempo que apoyaba una mano en la rodilla de Jeannie.
Ella la apartó de allí.
– Veamos, ¿qué querías enseñarme? -trató de cambiar de conversación.
– Esto -dijo Steve, y le cogió la mano derecha. Un segundo después, Jeannie notó el pene desnudo, empalmado y caliente.
– ¡Jesús! -Levantó la mano bruscamente. ¡Vaya, se había equivocado de medio a medio con aquel chico!-. ¡Apártate, Steve, y deja de actuar como un maldito adolescente!
La siguiente noticia la recibió en forma de golpe violento en la parte lateral de la cara.
Soltó un chillido y se desvió a un lado. Resonó el trompetazo de una bocina cuando el coche irrumpió en el carril contiguo delante de un camión Mack. Los huesos del rostro le ardían angustiosamente y paladeó el sabor de la sangre. Se esforzó en pasar por alto el dolor, en tanto recuperaba el dominio del vehículo.
Comprendió atónita que Steve le había dado un puñetazo.
Nadie había hecho jamás tal cosa.
– ¡Hijo de perra! -le gritó.
– Ahora vas a hacerme un trabajito manual -repuso él-. Si no, te voy a hostiar hasta que la crisma se te caiga a pedazos.
– ¡Vete a tomar por culo!
Por el rabillo del ojo Jeannie vio que Steve echaba el puño hacia atrás para descargar otro golpe.
Sin pensarlo, Jeannie piso el freno.
Steve se vio impulsado hacia delante y el puñetazo no llegó a su objetivo. La cabeza del joven chocó contra el parabrisas. Los neumáticos llenaron el aire con su chirrido de protesta y una gran limusina blanca se desvió como pudo para esquivar al Mercedes.
Mientras Steve recobraba el equilibrio, Jeannie soltó el freno. El coche se desplazó hacia delante. Jeannie pensó que si se detenía durante unos segundos en el carril de la izquierda, por el que se circulaba a velocidad de adelantamiento, Steve se asustaría hasta el punto de implorarle que reanudara la marcha. Pisó el freno otra vez, y el volvió a salir despedido hacia delante.
En esa ocasión se recuperó antes. El Mercedes se detuvo. Turismos y camiones maniobraron para evitar la colisión y un clamor de bocinas los envolvió. Jeannie estaba aterrada; en cualquier momento, algún vehículo podía chocar con la parte posterior del Mercedes. Y su plan no dio resultado; Steve parecía no tener ningún miedo. Introdujo una mano por debajo de la falda, llegó a la cintura elástica de los pantis y tiró hacia abajo. Se oyó el ruido de la tela que se desgarra cuando las perneras se rompieron.
Jeannie intentó rechazarlo, pero Steve ya estaba encima. No iría a intentar violarla allí, en mitad de la autopista. Desesperada, Jeannie abrió la portezuela, pero no podía apearse del coche porque llevaba puesto el cinturón de seguridad. Trató de desabrochárselo, pero Steve le impedía llevar la mano hasta el cierre.
Por la rampa de acceso que había a la izquierda llegaban nuevos vehículos, que irrumpían en la autopista a más de noventa kilómetros por hora y pasaban centelleantes junto al Mercedes. ¿Es que ni un sólo conductor iba a detenerse para ayudar a la mujer víctima de una agresión?
Mientras forcejeaba para quitarse de encima al atacante, el pie se levantó del pedal del freno y el coche se movió hacia delante.
Quizás eso le desequilibrara, pensó. Ella tenía el control del automóvil; era su única ventaja. A la desesperada, pisó a fondo el pedal del acelerador.
El Mercedes arrancó con una sacudida. Chirriaron los frenos cuando un autobús de la Greyhound rozó milagrosamente el guardabarros. Steve se vio arrojado de nuevo al asiento y se distrajo brevemente, pero al cabo de unos segundos sus manos volvían a estar sobre Jeannie, separando los pechos del sujetador e introduciéndose por debajo de las bragas, mientras Jeannie intentaba conducir. Estaba frenética. A Steve parecía tenerle sin cuidado el que ambos pudieran morir por su culpa. ¿Qué infiernos podía hacer ella para pararle los pies?
Dobló bruscamente el volante hacia la izquierda y la maniobra lanzó a Steve contra la portezuela de su lado. El Mercedes se libró por un pelo de chocar con un camión de basura y, durante una sobrecogedora fracción de segundo, Jeannie vio el rostro petrificado del conductor, un hombre de edad con bigote gris; a continuación torció el volante en sentido contrario y el coche evitó el peligro al desviarse repentinamente.
Steve volvía a meterle mano. Jeannie aplicó los frenos y luego pisó el acelerador, pero el muchacho soltó una risotada al verse zarandeado, como si estuviera disfrutando en un auto de choque de la feria. Y enseguida volvió a la carga.
Con el brazo derecho, Jeannie le asestó un golpe con el codo, seguido de un puñetazo, pero eran intentos carentes de fuerza, ya que al mismo tiempo manejaba el volante, y lo único que consiguió fue distraerle durante unos pocos segundos más.
¿Cuánto tiempo podía durar aquello? ¿Es que no hay coches patrulla en esta ciudad?
Observó por el rabillo del ojo que en aquel momento pasaban por una salida de la autopista. Por el borde de la calzada, unos metros detrás de ella, circulaba un antiguo Cadillac azul celeste. En el último momento, Jeannie torció el volante de golpe. Rechinaron los neumáticos, el Mercedes se inclinó sobre dos ruedas y Steve cayó encima de ella sin poderlo evitar. El Cadillac azul se desvió para eludir el choque, se elevó en el aire un coro de bocinas ultrajadas y Jeannie oyó acto seguido el estrépito de carrocerías que se estrellaban unas contra otras y el sonido como de xilófono que producían los cristales al romperse. Las ruedas de su costado descendieron de nuevo y aterrizaron sobre el asfalto con un ruido sordo que lanzó estremecimientos a lo largo y ancho del esqueleto de la muchacha. Ya estaba en la rampa de salida de la autopista. El automóvil coleó, amenazando con chocar contra los parapetos de hormigón de ambos lados, pero Jeannie consiguió enderezarlo.
Aceleró por la larga rampa de salida. En cuanto el coche recuperó la estabilidad Steve coló la mano entre las piernas de Jeannie y trató de introducir los dedos por debajo de las bragas. Ella se retorció, con la intención de impedírselo. Le lanzó un vistazo a la cara. Steve sonreía, desorbitados los ojos, jadeando y sudando a causa de la excitación sexual. Se lo estaba pasando en grande. Aquello era demencial.
No se veía ningún coche por delante ni por detrás. La rampa concluía en un semáforo que en aquellos momentos estaba verde. A la izquierda había un cementerio. Jeannie vio una señal que indicaba hacia la derecha y decía: «Bulevar del Municipio». Tomó esa dirección, con la esperanza de llegar a un centro urbano con las aceras llenas de gente. Consternada, descubrió que aquella calle era un desolado desierto de casas y zonas de servicio abandonadas. Por delante, el semáforo cambio a rojo. Si se detenía, estaba lista.
Steve ya tenía la mano por debajo de las bragas.
– ¡Para! -ordenó.
Lo mismo que ella, comprendía que, si la violaba allí, existían muchas probabilidades de que nadie interviniese.
Ahora le estaba haciendo daño, empujaba y le pinchaba con los dedos, pero mucho peor que el dolor era el miedo a lo que le esperaba. Aceleró furiosamente, rumbo a la luz roja.
Por la izquierda surgió una ambulancia, que dobló delante del Mercedes. Jeannie pisó el freno con todas sus fuerzas y giró el volante para esquivarla, al tiempo que pensaba frenéticamente: «Si ahora chocase, al menos tendría ayuda al alcance de la mano».
De súbito, Steve retiró las manos del cuerpo de Jeannie. La muchacha disfrutó de un instante de bendito alivio. Pero Steve cogió la palanca del cambio de marchas y puso el motor en punto muerto. El coche perdió velocidad repentinamente. Jeannie volvió a meter la marcha, pisó a fondo el pedal del acelerador y adelantó a la ambulancia.
¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?, se preguntó Jeannie. Tenía que llegar a algún lugar habitado, donde hubiese gente en la calle, antes de detener el coche o antes de estrellarse. Pero Filadelfia parecía haberse convertido en un paisaje lunar.
Steve agarró el volante y trató de desviar el automóvil hacia la acera. Jeannie dio un tirón rápido para devolverlo a su dirección original. Patinaron las ruedas traseras y la bocina de la ambulancia protestó indignada.
Steve volvió a intentarlo. Esa vez fue más hábil. Llevó la palanca de cambios a punto muerto con la mano izquierda y aferró el volante con la derecha. El automóvil redujo la velocidad y subió por el bordillo de la acera.
Jeannie retiró las manos del volante, las apoyó en el pecho de Steve y le empujó con todas sus fuerzas. La potencia física de la mujer sorprendió a Steve, que se vio impulsado hacia atrás. Jeannie puso la marcha y hundió el pedal del acelerador. El Mercedes volvió a salir disparado hacia delante como un cohete, pero Jeannie se daba cuenta de que no podría mantener aquella lucha durante mucho tiempo más. En cualquier segundo, Steve conseguiría detener el coche y ella se encontraría atrapada allí dentro con él. Steve recobró el equilibrio mientras Jeannie entraba en una curva por la izquierda. El muchacho agarró el volante con ambas manos y Jeannie pensó: «Esto es el fin, ya no puedo aguantar más». Luego el automóvil acabó de doblar la curva y el paisaje urbano cambió radicalmente.
Se encontraron frente a una calle muy concurrida, con un hospital ante el que se congregaba un numeroso grupo de personas, una hilera de taxis y, junto a la acera, un puesto de comida china.
– ¡Sí! -exclamo Jeannie triunfalmente.
Pisó el freno. Steve tiró del volante y ella volvió a colocarlo en su posición anterior. El Mercedes dio un coletazo y se detuvo en mitad de la calzada. Una docena de taxistas que se encontraban ante el puesto de comida china se volvieron a mirar.
Steve abrió la portezuela, se apeó y huyó a la carrera.
– ¡Gracias a Dios! -susurró Jeannie.
Segundos después, Steve había desaparecido.
Jeannie continuó sentada, jadeante. El violador se había marchado. La pesadilla había concluido.
Uno de los taxistas se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del pasajero. Precipitadamente, Jeannie compuso su vestimenta.
– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó el hombre.
– Supongo que sí -respondió ella, sin resuello.
– ¿A qué diablos venía todo esto?
Jeannie sacudió la cabeza.
– Le aseguro que me gustaría saberlo -dijo.
Sentado en lo alto de una pequeña tapia, junto al domicilio de Jeannie, Steve aguardaba la llegada de la muchacha. Hacía calor, pero el joven aprovechaba la sombra de un gigantesco arce. Jeannie vivía en un tradicional barrio obrero de hileras de casas adosadas. Adolescentes que acababan de salir de un colegio cercano volvían a casa, riendo, peleándose y comiendo caramelos. No había pasado mucho tiempo desde que el era también como ellos: ocho o nueve años.
Pero ahora estaba inquieto y desesperado. Aquella tarde, su abogado había ido a hablar con la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales. La detective le dijo que tenía ya los resultados de la prueba de ADN. Las muestras de ADN del esperma extraído de la vagina de Lisa Hoxton coincidían exactamente con el ADN de la sangre de Steve.
Estaba destrozado. Había tenido la absoluta certeza de que la prueba de ADN iba a poner fin a aquella angustia.
Se daba cuenta de que su abogado ya no le creía inocente. Mamá y papá sí, pero estaban desconcertados; ambos tenían suficientes conocimientos como para comprender que las pruebas de ADN eran extraordinariamente fiables.
En sus peores momentos se preguntaba si no tendría alguna clase de doble personalidad. Tal vez existía otro Steve que tomaba las riendas, violaba mujeres y luego le devolvía su cuerpo. De ese modo, él ignoraría lo que había hecho. Recordó, alarmado, que durante su pelea con Tip Hendricks, hubo unos cuantos segundos en los que perdió el control de la razón. Y también había estado decidido a hundir los dedos en el cerebro de Gordinflas Butcher. ¿Era su alter ego quien hacía esas cosas? En realidad, no lo creía así. Debía existir otra explicación.
El rayo de esperanza lo representaba el misterio que los envolvía a él y a Dennis Pinker. Dennis tenía el mismo ADN que Steve. Algo no encajaba allí. Y la única persona que podía poner en claro el enigma era Jeannie Ferrami.
Los chicos de la escuela desaparecieron dentro de sus casas y el sol se ocultó tras la hilera de viviendas del otro lado de la calle. Hacia las seis de la tarde, el Mercedes rojo aparcó en un hueco, a unos cincuenta metros de distancia, y Jeannie se apeó del vehículo. De momento no vio a Steve. Abrió el maletero y sacó del mismo una gran bolsa de basura de plástico negro. Después cerró el automóvil y echó a andar por la acera, en dirección a Steve. Iba vestida más bien elegante, con traje sastre de falda negra, pero estaba despeinada y Steve notó en sus andares un cansino abatimiento que le llegó al alma. Se preguntó qué le habría ocurrido para que ofreciese aquel aspecto de derrota. Aunque aún resultaba espléndida y la contempló con el ánimo saturado de deseo.
Cuando la tuvo cerca de si, Steve se irguió, sonriente, y avanzó un paso hacia ella.
Jeannie le miró, fijó la vista y le reconoció. Una expresión de horror apareció en el rostro de la mujer.
Se quedo boquiabierta y luego emitió un grito.
Steve se detuvo en seco. Preguntó hecho un lío:
– ¿Qué ocurre, Jeannie?
– ¡Apártate de mí! -chilló Jeannie-. ¡No me toques! ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Anonadado, Steve alzó las manos en gesto defensivo.
– Claro, claro, lo que tú digas. No voy a tocarte, conforme? ¿Qué diablos te pasa?
En la puerta del domicilio de Jeannie apareció un vecino de la casa compartida. Debía de ser el ocupante del apartamento de la planta baja, se figuró Steve. Era un anciano de color, que llevaba camisa de cuadros y corbata.
– ¿Todo va bien, Jeannie? -dijo-. Me pareció oír gritar a alguien.
– Fui yo, señor Oliver -dijo Jeannie con voz temblona-. Este sinvergüenza me agredió en mi propio coche, en Filadelfia.
– ¿qué te agredí? -exclamó Steve, incrédulo-. ¡Yo no haría semejante cosa!
– Lo hiciste hace un par de horas, hijo de Satanás.
Steve se sintió dolido. Que le acusaran de brutalidad le molestaba.
– Vete a hacer gárgaras. Hace años que no he estado en Filadelfia.
Intervino el señor Oliver.
– Este joven caballero lleva más de dos horas sentado en esa tapia, Jeannie. Esta tarde no ha estado en Filadelfia.
Jeannie parecía indignada y a punto de tildar de embustero a su bonachón vecino.
Steve observo que no llevaba medias; sus piernas al aire resaltaban de modo extraño entre la formal indumentaria que vestía. Un lado del rostro estaba ligeramente hinchado y enrojecido. El enfado de Steve se evaporó. Alguien la había atacado. Deseaba con toda el alma abrazarla y consolarla. El hecho de que ella le tuviese miedo aumentaba la aflicción del muchacho.
– Te hizo daño -dijo-. El malnacido.
Cambió la cara de Jeannie. La expresión de terror desapareció. Se dirigió al vecino:
– ¿Llegó aquí hace dos horas?
El hombre se encogió de hombros.
– Hace una hora y cuarenta minutos, quizá cincuenta.
– ¿Está seguro?
– Jeannie, si estaba en Filadelfia hace dos horas ha tenido que volver aquí en el Concorde.
Jeannie miró a Steve.
– Debió de ser Dennis.
Steve anduvo hacia ella. Jeannie no retrocedió. Steve alargó el brazo y con la yema de los dedos rozó la mejilla hinchada.
– Pobre Jeannie -compadeció.
– Creí que eras tú. -Las lágrimas afluyeron a los ojos de Jeannie.
La acogió en sus brazos. Poco a poco, el cuerpo de Jeannie fue perdiendo rigidez y acabó por apoyarse en Steve confiadamente. Él le acarició la cabeza y después enroscó los dedos entre las ondas de la espesa mata de pelo oscuro. Cerró los ojos y pensó en lo fuerte y esbelto que era el cuerpo de Jeannie. Apuesto a que Dennis también se llevo alguna magulladura, pensó. Así lo espero.
El señor Oliver tosió.
– ¿Les apetecería una taza de café, jóvenes?
Jeannie se despegó de Steve.
– No, gracias -declinó-. Voy a cambiarme de ropa.
La tensión estaba escrita en su rostro, pero eso la hacía aparecer más encantadora. Me estoy enamorando de esta mujer, pensó Steve. No es sólo que desee acostarme con ella… aunque eso también. Quiero que sea mi amiga. Quiero ver la tele con ella, acompañarla al supermercado y darle cucharadas de jarabe cuando esté resfriada. Quiero contemplarla mientras se cepilla los dientes, se pone los vaqueros y unta la mantequilla en la tostada. Quiero que me pregunte que tono naranja de lápiz de labios le sienta mejor y qué hojas de afeitar debería comprar y a qué hora volveré a casa.
Se preguntó si tendría valor para decirle todo eso.
Jeannie cruzó el porche hacia la puerta. Steve titubeó. Se moría por seguirla, pero necesitaba que ella le invitase.
Jeannie dio media vuelta en el umbral.
– Venga, vamos -dijo.
La siguió escaleras arriba y entró tras ella en el vestíbulo. Jeannie dejó caer encima de la alfombra la bolsa negra de plástico. Entró en la minúscula cocina, se sacudió los zapatos de los pies y luego, ante los atónitos ojos de Steve, los soltó dentro del cubo de la basura.
– Jamás volveré a ponerme estas malditas prendas -afirmó en tono furibundo.
Se quitó la chaqueta y la arrojó al mismo sitio que los zapatos Después, mientras Steve la miraba incrédulo, se desabotonó la blusa, se la quitó y la echó también al cubo de la basura.
Llevaba un sencillo sostén negro de algodón. Steve pensó que no iría a quitárselo delante de él. Pero Jeannie se llevó las manos a la espalda, lo desabrochó y también lo tiró a la basura. Tenía unos pechos firmes, más bien pequeños, de erectos pezones castaños. Se veía una tenue señal roja en la parte de los hombros donde lo tirantes del sostén habían apretado un poco más de la cuenta. Steve se le secó la garganta.
Jeannie se bajó la cremallera y dejó que la falda fuese a parar al suelo. Llevaba sólo unas bragas tipo bikini. Steve la contempló boquiabierto. Aquel cuerpo era perfecto: hombros firmes, senos estupendos, vientre liso y piernas largas y bien torneadas. Jeannie se quitó las bragas, hizo un fardo junto con la falda y lo metió todo en el cubo de la basura. Su vello púbico era una espesa masa de rizos negros.
Miró a Steve durante unos segundos, con incertidumbre en la expresión, casi como si no estuviese segura de lo que pudiera estar haciendo allí. Luego dijo:
– Tengo que ducharme.
Desnuda, pasó por su lado. Steve volvió la cabeza y se la comía con los ojos, observó vorazmente su espalda y absorbió los detalles de los omóplatos, la estrecha cintura, la rotundez curvilínea de las caderas y los músculos de las piernas. Era tan adorable que hacía daño.
Jeannie salió de la estancia. Al cabo de un momento Steve oyó el rumor del agua corriente.
– ¡Jesús! jadeo. Se sentó en el sofá tapizado de negro. ¿Qué significaba aquello? ¿Era alguna clase de prueba? ¿Qué trataba Jeannie de decir? Sonrió. Vaya cuerpo maravilloso, tan fuerte y esbelto, tan armonioso y perfectamente proporcionado. Ocurriera lo que ocurriese, jamás olvidaría aquella magnifica figura.
Estuvo duchándose un buen rato. Steve se dio cuenta de que, con el dramatismo de la acusación a él se le olvidó darle la desconcertante noticia. Por fin, el rumor del agua cesó. Un minuto después Jeannie volvía a la habitación, envuelta en un albornoz rosa fucsia y con el pelo húmedo aplastado sobre la cabeza. Tomó asiento en el sofá, junto a él, y preguntó:
– ¿Lo he soñado o me desnudé delante de ti?
– De sueño, nada -repuso Steve-. Tiraste toda tu ropa al cubo de la basura.
– Dios mío. No sé qué me ha pasado.
– No tienes porque excusarte. Me alegro de que confiaras en mí hasta ese extremo. No puedo explicarte lo que significa para mí.
– Debes de pensar que me falta un tornillo.
– No, pero creo que probablemente estabas conmocionada por lo que te sucedió en Filadelfia.
– Quizá sea eso. Sólo recuerdo que sentía la imperiosa necesidad de desembarazarme enseguida de la ropa que llevaba cuando ocurrió.
– Puede que este sea el momento de abrir la botella de vodka que guardas en la nevera.
Jeannie negó con la cabeza.
– Lo que realmente me apetece es un té de jazmín.
– Deja que te lo prepare. -Steve se levantó y pasó al otro lado del mostrador de la cocina-. ¿Por qué llevas de un lado a otro esa bolsa de basura?
– Hoy me han despedido. Metieron todos mis efectos personales en esta bolsa, la dejaron en el pasillo y cerraron la puerta con llave.
– ¿Qué? -Steve no podía creerlo-. ¿Cómo ha sido eso?
– El New York Times ha publicado hoy un artículo en el que dice que el empleo por mi parte de bases de datos viola la intimidad de las personas. Pero creo que lo que ocurre es que Berrington Jones utiliza ese artículo como excusa para deshacerse de mí.
Steve ardía de indignación. Deseaba protestar, salir en defensa de Jeannie, salvarla de aquella artera persecución.
– ¿Pueden despedirte así, sin más?
– No, mañana por la mañana se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad.
– Tú y yo estamos pasando una semana increíblemente mala.
Steve se disponía a informarle del resultado de la prueba de ADN cuando Jeannie descolgó el teléfono.
– Necesito el número de la penitenciaría Greenwood, que está en las proximidades de Richmond (Virginia) -pidió a información. Mientras Steve llenaba de agua el hervidor, Jeannie garabateó el número y volvió a marcar-. ¿Podría ponerme con el alcaide Temoigne? Soy la doctora Ferrami… Si, espero… Gracias… Buenas tardes, alcaide, ¿cómo estás?… Yo muy bien, gracias… Esto puede parecerte una pregunta idiota, pero ¿sigue Dennis Pinker aun en la cárcel?… ¿Estás seguro? ¿Lo has visto con tus propios ojos?… Gracias… Ah, y tú cuídate también. Adiós… -Jeannie alzó la cabeza y miró a Steve-. Dennis continúa en la cárcel. El alcaide habló con él hace una hora.
Steve puso una cucharada de té de jazmín en la tetera y buscó dos tazas.
– Jeannie, los polis tienen el resultado de la prueba de ADN.
Jeannie se puso rígida.
– ¿Y?…
– El ADN de la vagina de Lisa coincide con el ADN de mi sangre.
Con voz desolada, Jeannie preguntó:
– ¿Estás pensando lo mismo?
– Alguien que se parece a mí y que tiene mi mismo ADN violó el domingo a Lisa Hoxton. Ese mismo individuo te agredió hoy en Filadelfia. Y no era Dennis Pinker.
Con los párpados apretados, Jeannie concluyó:
– Sois tres.
– ¡Santo cielo! -Steve se sentía desesperado-. Pero eso resulta todavía más inverosímil. La policía jamás lo creerá. ¿Cómo es posible que suceda una cosa como esta?
– Un momento -dijo Jeannie, alterada-. No sabes lo que he descubierto esta tarde, antes de tropezarme con tu doble. Tengo una explicación.
– Santo Dios, esperemos que eso sea verdad.
La expresión de Jeannie reflejaba inquietud.
– Te va a parecer asombroso, Steve.
– No me importa, sólo quiero entenderlo.
Jeannie introdujo la mano en la bolsa de basura de plástico negro y sacó la cartera de lona.
– Mira esto.
Tomó el folleto a todo color abierto por la primera página. Se lo tendió a Steve, que leyó el párrafo inicial:
La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».
– ¿Crees que Dennis y yo somos niños probeta? -preguntó Steve.
– Sí.
Una extraña sensación de asco se aposentó en la boca del estómago de Steve.
– Eso es pura fantasía. Pero ¿qué explica?
– Los gemelos idénticos podrían concebirse en el laboratorio y luego implantarse en úteros de madres distintas.
Se hizo más acusada en Steve la sensación de repugnancia.
– Pero el espermatozoide y el óvulo ¿proceden de mi padre y mi madre o de los Pinker?
– No lo sé.
– Así que puede darse el caso de que los Pinker sean mis verdaderos padres. ¡Dios!
– Hay otra posibilidad.
Por la cara de preocupación que había puesto Jeannie comprendió Steve que la muchacha temía también sobresaltarle. El cerebro de Steve dio un salto hacia delante y adivinó lo que ella iba a decir.
– Tal vez el espermatozoide y el óvulo no procedían de mis padres ni de los Pinker. Yo podría ser hijo de unos absolutos extraños.
Jeannie no contestó, pero la expresión solemne de su rostro indicó a Steve que había dado en el clavo. Se sintió desorientado. Era como una pesadilla en la que él veía de pronto desplomándose en el vacío.
– Es duro de aceptar -confesó. El hervidor automático se apagó solo y, para hacer algo con las manos, Steve echó agua hirviendo en la tetera-. Nunca me he parecido mucho físicamente a ninguno de mis padres. ¿Me parezco a alguno de los Pinker?
– No.
– Entonces lo más probable es que se trate de perfectos desconocidos.
– Steve, nada de todo eso anula el hecho de que tu madre y tu padre te han querido siempre, te han criado y ahora mismo darían su vida por ti. Es un hecho incuestionable.
A Steve le temblaban las manos mientras vertía té en dos tazas.
Dio una a Jeannie y se sentó en el sofá, junto a la mujer.
– ¿Cómo te explicas lo del tercer gemelo?
– Si en la probeta hay dos mellizos, lo mismo puede haber tres. El proceso es el mismo: uno de los embriones vuelve a dividirse. Sucede en la naturaleza, así que supongo que también puede darse en el laboratorio.
Steve continuaba teniendo la impresión de que caía dando vueltas en el aire, pero ahora empezó a tener un nuevo sentimiento: alivio. La historia que contaba Jeannie era extraña, pero al menos proporcionaba una explicación racional a la circunstancia de que le hubieran acusado de dos crímenes brutales.
– ¿Saben algo de esto mi padre y mi madre?
– No creo. Tu madre y Charlotte Pinker me dijeron que habían ido a la clínica para recibir un tratamiento de hormonas. Por aquellas fechas no se practicaba la inseminación in vitro. En esa técnica, la Genético marchaba varios años por delante de todos los demás. Y creo que hacían pruebas con ella sin informar a sus pacientes de que las estaban llevando a cabo.
– No me extraña que la Genético esté asustada -dijo Steve-. Ahora comprendo por qué Berrington trata tan desesperadamente de desacreditarte.
– Sí. Lo que hicieron fue realmente algo falto de ética. Comparado con ello, la invasión de la intimidad parece una insignificancia. No sólo fue inmoral, sino que podría representar la ruina financiera para la Genético.
– Es un agravio… una afrenta civil. Lo vimos el año pasado en la facultad. -En el fondo de su cerebro pensaba: ¿por qué diablos le estoy hablando de agravios?… Lo que de veras deseo decirle es que me he enamorado de ella-. Si la Genético ofrecía a una mujer tratamiento hormonal y luego le implantaba el feto de otra persona sin informarla de ello, eso significaba quebrantamiento por fraude del contrato implícito.
– Pero eso sucedió hace mucho tiempo. ¿No hay un estatuto de limitaciones por el que prescribiría el delito?
– Sí, pero se empieza a contar a partir de la fecha del descubrimiento del fraude.
– Sigo sin ver cómo podría eso arruinar a la empresa.
– Es un caso ideal para reclamar daños y perjuicios. Eso significa que el dinero no es sólo para compensar a la víctima, por el coste, digamos, de la educación y crianza del hijo de otra persona, sino también para castigar a las personas que cometieron el delito y garantizar en lo posible que otras escarmienten en cabeza ajena y se asusten lo suficiente como para no perpetrarlo a su vez.
– ¿Cuánto?
– Si la Genético abusara a sabiendas del cuerpo de una mujer en beneficio de fines secretos… estoy seguro de que cualquier abogado que conociese su profesión lo bastante como para ganarse el pan ejerciéndola pediría tranquilamente cien millones de dólares.
– Según ese artículo que apareció ayer en el The Wall Street Journal, la compañía sólo vale ciento ochenta millones.
– Así que estarían arruinados.
– ¡Puede que ese juicio tardara años en celebrarse!
– Pero ¿no te das cuenta? ¡La simple amenaza del proceso sabotearía la operación de compraventa!
– ¿Por qué?
– La posibilidad de que la Genético corra el peligro de tener que pagar una fortuna en daños y perjuicios reduce el valor de sus acciones. El traspaso se aplazaría por lo menos hasta que la Landsmann evaluase la suma a que ascenderían sus responsabilidades.
– ¡Vaya! Entonces no es sólo su reputación lo que está en juego. También pueden perder todo ese dinero.
– Exacto. -La mente de Steve volvió a proyectarse sobre sus propios problemas-. Nada de esto me sirve -dijo, y de pronto volvió a apoderarse de su ánimo un tenebroso pesimismo-. Necesito ponerme en situación de demostrar tu teoría del tercer gemelo. El único modo de hacerlo es encontrarlo. -Se le ocurrió una idea-. ¿Existe la posibilidad de utilizar tu sistema informático de búsqueda? ¿Comprendes lo que quiero decir?
– Desde luego.
Steve se entusiasmó.
– Si una exploración dio conmigo y con Dennis, otra puede descubrirnos a mí y al tercero, a Dennis y al tercero o a los tres.
– Sí.
Jeannie no parecía tan animada como debiera estarlo.
– ¿Puedes hacerlo?
– Después de este torbellino de publicidad negativa me va a ser muy difícil encontrar a alguien dispuesto a permitirme usar su base de datos.
– ¡Maldita sea!
– Pero hay una posibilidad. He logrado hacerme con un barrido del archivo de huellas dactilares del FBI.
La moral de Steve se elevó como un cohete.
– Seguro que Dennis figura en sus archivos. ¡Si al tercer gemelo le han tomado alguna vez las huellas digitales, ese barrido lo sacará a la superficie! ¡Eso es magnífico!
– Pero los resultados están en un disquete que se encuentra en mi despacho.
– ¡Ah, no! ¡Y te han prohibido la entrada!
– Así es.
– Rayos, echaré abajo la puerta. Pongámonos en marcha, ¿a qué esperamos?
– Puedes acabar otra vez en la cárcel. Y quizás haya un medio más fácil.
Steve se tranquilizó mediante un esfuerzo.
– Tienes razón. Tiene que haber otro medio de conseguir ese disquete.
Jeannie cogió el teléfono.
– Le pedí a Lisa Hoxton que intentase entrar en mi despacho. Veamos si lo ha logrado. -Marcó un número-. Hola, Lisa, ¿cómo estás?… ¿Yo? Pues no demasiado bien. Escúchame, esto te va a parecer increíble. -Resumió lo que había descubierto-. Sé que cuesta trabajo creerlo, pero lo podré demostrar si consigo echarle mano al disquete… ¿No podrías entrar en mi despacho?
– ¡Mierda! -Jeannie puso cara larga-. En fin, gracias por intentarlo. Ya sé que te arriesgaste. Te lo agradezco de todo corazón… Sí. Adiós.
Colgó y dijo: -Lisa intento convencer al guardia de seguridad para que la dejase entrar. Casi lo había logrado, pero el hombre consultó con su superior y por poco lo despiden.
– ¿Qué vamos a intentar ahora?
– Si en la audiencia de mañana por la mañana me reintegran a mi empleo, entraré de nuevo en mi despacho como si no hubiera ocurrido nada.
– ¿Quién es tu abogado?
– No tengo abogado, nunca lo necesité.
– Apuesta algo a que la universidad va a disponer del abogado más caro de la ciudad.
– Mierda. No puedo permitirme el lujo de un abogado.
Steve apenas se atrevía a exponer lo que le pasaba por la cabeza. -Bueno… yo soy abogado.
Jeannie le contempló con aire especulativo.
– Sólo he pasado un año en la facultad de Derecho, pero en los ejercicios de abogacía mis notas han sido las más altas de la clase.
Le emocionaba la idea de defenderla frente al poder de la Universidad Jones Falls. Pero ¿no pensaría Jeannie que era demasiado joven e inexperto? Se esforzó en leer en el cerebro de la muchacha, pero fracasó. Ella seguía mirándole. Steve le devolvió la mirada, clavando la suya en los ojos oscuros de Jeannie. Pensó que podía estar haciéndolo indefinidamente.
Al final, Jeannie se inclinó y le besó en los labios, leve y fugazmente.
– Diablo, Steve, eres auténtico -dijo.
Fue un beso muy rápido, pero resultó eléctrico. Steve se sintió grande. No estaba muy seguro de lo que Jeannie quería decir con «auténtico», pero debía de ser bueno.
Tendría que justificar la fe que depositaba en él. Empezó a pensar en la audiencia.
– ¿Tienes alguna idea acerca de las reglas de la comisión, los trámites que se siguen en la audiencia?
Ella introdujo la mano en la bolsa de lona y le tendió una carpeta de cartulina.
Steve examinó el contenido. Las normas eran una mezcla de la tradición de la universidad y jerga legal moderna. Entre las infracciones por las que se podía despedir a un miembro del profesorado figuraban la blasfemia y la sodomía, pero la que a Jeannie le daba la impresión de ser la más importante era tradicional: llevar la infamia y el descrédito a la universidad.
Realmente, la comisión de disciplina no tenía la última palabra; simplemente presentaba una recomendación al consejo, cuerpo de gobierno de la universidad. Eso merecía la pena saberlo. Si a la mañana siguiente Jeannie perdía, el consejo podía servirle como tribunal de apelación.
– ¿Tienes una copia del contrato? -pregunto Steve.
– Claro. -Jeannie se acercó a un pequeño escritorio del rincón y abrió un cajón-. Aquí está.
Steve lo leyó rápidamente. En la cláusula doce Jeannie accedía a acatar las decisiones del consejo de la universidad. Eso le dificultaría legalmente desobedecer la decisión definitiva.
Volvió a las reglas de la comisión de disciplina.
– Aquí dice que tienes que notificar al presidente, por adelantado, tu deseo de que te represente un abogado u otra persona -observó Steve.
– Ahora mismo llamamos a Jack Budgen -repuso Jeannie-. Son las ocho…, estará en casa.
Cogió el teléfono.
– Aguarda -pidió Steve-. Tracemos antes el plan de los términos en que vamos a plantear la conversación.
– Tienes razón. Tú piensas estratégicamente y yo no.
Steve se sintió complacido. Aquel consejo legal se lo había dado como abogado suyo y Jeannie lo consideró provechoso.
– Ese hombre tiene tu destino en sus manos. ¿Cómo es?
– Es el bibliotecario jefe y mi contrincante en el tenis.
– ¿El que jugaba contigo el domingo?
– Sí. Es más un administrador que un pedagogo académico. Y un buen jugador táctico, pero en mi opinión nunca tuvo el instinto asesino que impulsa a un tenista hasta la cima.
– Vale, o sea que mantiene contigo cierta relación competitiva.
– Supongo que sí.
– Ahora bien, ¿qué impresión queremos darle? -Enumeró con los dedos-. Uno: queremos parecer optimistas y seguros del triunfo. Estás deseando verte en la audiencia. Eres inocente, te alegras de tener la oportunidad de demostrarlo y tienes una fe ciega en que la comisión verá la verdad en el fondo del asunto, bajo la sabia dirección de Budgen.
– Muy bien.
– Dos: estás desamparada. Eres una muchacha débil, indefensa…
– ¿Bromeas?
Steve sonrió.
– Tacha eso. Eres una profesora universitaria novata y te enfrentas a Berrington y Obell, dos astutos veteranos, duchos en el arte de hacer su santa voluntad en la Universidad Jones Falls. Rayos, ni siquiera puedes permitirte contratar a un abogado. ¿Budgen es judío?
– No lo sé. Puede que sí.
– Espero que lo sea. Las minorías están más predispuestas a revolverse contra el sistema. Tres: la historia de por qué Berrington te está acosando ha de salir a la luz. Es un tanto asombrosa, pero hay que contarla.
– ¿En qué puede ayudarme explicar eso?
– Sugiere la idea de que es muy posible que Berrington tenga algo que ocultar.
– Muy bien. ¿Algo más?
– No creo.
Jeannie marcó el número y le tendió el teléfono.
Steve lo tomó rezumando turbación. Era la primera llamada que efectuaba como representante jurídico de alguien. «Quiera Dios que no lo eche todo a perder.»
Mientras escuchaba el timbre de tono, intentó evocar la forma de jugar al tenis de Jack Budgen. Steve se había concentrado en Jeannie, naturalmente, pero recordaba la figura de un hombre en bastante buena forma, calvo, de unos cincuenta años, que se movía con agilidad y jugaba con picardía. Budgen había vencido a Jeannie, pese a que ella era más joven y fuerte. Steve se prometió no subestimarle.
Una voz tranquila y cultivada contestó al teléfono:
– Dígame.
– ¿Profesor Budgen?, me llamo Steve Logan.
Hubo una breve pausa.
– ¿Le conozco, señor Logan?
– No, señor. Le llamo, en su calidad de presidente de la comisión de disciplina de la Universidad Jones Falls, para informarle de que mañana acompañaré a la doctora Ferrami. Aguarda impaciente que se celebre la audiencia y desea quitarse de encima cuanto antes esas acusaciones.
El tono de Budgen fue frío:
– ¿Es usted abogado?
Steve comprobó que recobraba el aliento con rapidez, como si hubiese estado corriendo y ahora realizase un esfuerzo para mantener la calma.
– Estoy en la facultad de Derecho. La doctora Ferrami no puede permitirse el lujo de contratar a un abogado. Sin embargo, haré cuanto esté en mi mano para ayudarle en el presente caso y, si mi actuación es deficiente, tendré que ponerme a merced de usted. -Hizo una pausa para ofrecer a Budgen la oportunidad de intercalar un comentario amistoso o, aunque sólo fuera, un gruñido de simpatía; pero no hubo más que gélido silencio. Steve continuó-: ¿Puedo preguntarle quién representará a la universidad?
– Tengo entendido que han contratado a Henry Quinn, de Harvey Horrocks Quinn.
Steve se quedo sobrecogido. Era una de las firmas más antiguas de Washington. Trató de que su voz sonase relajada.
– Un bufete WASP <sup>1</sup> extraordinariamente respetable -comentó, con una risita.
– ¿De veras?
El encanto de Steve no daba resultado con aquel hombre. Había llegado el momento de enseñar las uñas.
– Tal vez debiera mencionarle una cosa. Nos vamos a ver obligados a contar el verdadero motivo por el cual Berrington Jones ha actuado así contra la doctora Ferrami. Bajo ninguna clase de condiciones aceptaremos la cancelación de la audiencia. Eso dejaría suspendida sobre su cabeza la nube de la duda. La verdad ha de salir a la superficie, me temo.
– No tengo noticia de ninguna propuesta de cancelación de la audiencia.
Claro que no tenía noticia. No existía tal propuesta. Steve siguió adelante con su farol.
– Pero si surgiera una, le ruego tome nota de que será inaceptable para la doctora Ferrami. -Decidió cortar la conversación antes de meterse en excesivas profundidades-. Profesor, muchas gracias por su cortesía. Estoy deseando verle a usted por la mañana.
– Adiós.
Steve colgó.
– ¡Joder! Vaya témpano de hielo.
Jeannie parecía perpleja.
– Normalmente no es así. Tal vez sólo se mostraba protocolario.
Steve tenía la casi plena certeza de que Budgen ya había adoptado la determinación de ser hostil a Jeannie, pero no se lo dijo a la mujer.
– De todas formas, ya le he transmitido nuestros tres puntos. Y he descubierto que la Universidad Jones Falls ha contratado a Henry Quinn.
– ¿Es bueno?
Era legendario. Pensar que iba a actuar contra Henry Quinn había dejado a Steve como un carámbano. Pero no quería deprimir a Jeannie.
– Quinn solía ser muy bueno, pero es posible que su mejor momento haya pasado ya.
Jeannie aceptó aquella opinión.
– ¿Qué debemos hacer ahora?
Steve la miró. El albornoz rosa dejaba una abertura en la parte del escote y el muchacho vislumbró un seno anidado entre los pliegues de la suave tela de rizo.
– Deberemos repasar las preguntas que van a formularte en la audiencia -dijo Steve en tono pesaroso-. Esta noche nos queda por hacer un montón de trabajo.
Jane Edelsborough estaba infinitamente mejor desnuda que vestida. Yacía tendida sobre una sábana de color rosa pálido, bajo la claridad de la llama de una vela perfumada. Su piel suave y diáfana resultaba más atractiva que los tonos turbios, de tierra fangosa, de la ropa que solía ponerse. Las prendas que le gustaba vestir tendían a ocultar su cuerpo; era una especie de amazona, de pechos rozagantes y amplias caderas. Era corpulenta, pero le sentaba bien.
Echada en la cama, sonreía lánguidamente a Berrington mientras este se ponía sus calzones azules.
– ¡Vaya, eso fue más estupendo de lo que esperaba! -comentó Jane.
Berrington pensaba lo mismo, pero no era lo bastante tonto como para confesarlo. Jane conocía numeritos que normalmente él tenía que enseñar a las mujeres más jóvenes que solía llevarse a la cama. Se preguntó ociosamente donde habría aprendido Jane a follar tan bien. Estuvo casada en otro tiempo; su marido, fumador de cigarrillos, había muerto de cáncer de pulmón diez años antes. Debieron de disfrutar juntos de una vida sexual fantástica. La había gozado de tal modo que no tuvo necesidad de recurrir a su fantasía de costumbre, en la que imaginaba hacer el amor a una beldad famosa, Cindy Crawford, Bridget Fonda o la princesa Diana, y en la que, rematado el coito, la belleza en cuestión, tendida a su lado, le susurraba al oído: «Gracias, Berry, ha sido el mejor polvo que me han echado jamás, eres magnifico, muchas gracias».
– ¡Me siento tan culpable! -dijo Jane-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hice algo tan depravado.
– ¿Depravado? -preguntó Berrington, que se estaba atando los cordones de los zapatos-. No sé por qué. Eres libre, blanca y mayor de edad, como solíamos decir. -Ella hizo una mueca: la frase «libre, blanca y mayor de edad» era entonces políticamente incorrecta-. De todas formas, eres libre e independiente -se apresuro a añadir.
– Oh, lo depravado no fue la fiesta carnal -declaró desmayadamente-. Es que me consta que lo hiciste sólo porque formo parte de la comisión de la audiencia de mañana.
Berrington se petrificó en el acto de ponerse la corbata rayada.
Jane continuó:
– ¿Se supone que soy tan ingenua como para pensar que me viste en el otro extremo de la cafetería de estudiantes y te sentiste hechizado por mi magnetismo sexual? -Le sonrió tristemente-. No tengo el menor magnetismo sexual, Berry, al menos para alguien tan superficial como tú. Por fuerza debías de tener un motivo ulterior y tardé apenas cinco segundos en imaginar que podía ser.
Berrington se sentía como un imbécil. No sabía qué decir.
– Ahora bien, en tu caso, tu sí que tienes magnetismo sexual. Rayos. Tienes encanto y un hermoso cuerpo, sabes vestir y hueles bien. Y, por encima de todo, cualquiera se da cuenta a primera vista que realmente te gustan las mujeres. Puedes manipularlas y explotarlas, pero también las adoras. Eres el perfecto plan para una noche y gracias. Como remate de sus palabras, Jane cubrió con la sabana su cuerpo desnudo, se dio media vuelta y, tendida de costado, cerró los ojos.
Berrington acabó de vestirse con toda la rapidez que pudo.
Antes de marcharse, se sentó en el borde de la cama. Jane abrió los ojos. Berrington le preguntó:
– ¿Me apoyarás mañana?
Ella se incorporo y, sentada, le besó amorosamente.
– Antes de tomar una decisión tendré que escuchar las declaraciones y la exposición de pruebas -dijo.
Berrington apretó los dientes.
– Es terriblemente importante para mí, mucho más de lo que te figuras.
Jane asintió comprensivamente, pero su respuesta fue implacable: -Sospecho que también es muy importante para Jeannie Ferrami.
Él le oprimió el seno izquierdo, suave y firme.
– Pero ¿quién es más importante para ti… Jeannie o yo?
– Sé lo que es ser una joven profesora en una universidad dominada por los hombres. Se trata de algo que nunca olvidaré.
– ¡Mierda! -Berrington retiró la mano.
– Podrías pasar aquí la noche, ya sabes. Luego lo repetiríamos por la mañana.
Berrington se levantó.
– Tengo demasiadas cosas en la cabeza.
Jane cerró los ojos.
– Demasiado malo.
Berrington se marchó.
Tenía aparcado el coche en el camino de entrada a la casa de Jane, a continuación del Jaguar de la mujer. El Jaguar debió ponerme sobre aviso, pensó Berrington; es un síntoma de que Jane es mucho más de lo que uno ve a simple vista. Le había utilizado, pero lo disfrutó. Se preguntó si a veces las mujeres experimentaban lo mismo después de que él las hubiese seducido.
Mientras conducía rumbo a su domicilio pensó, sin tenerlas todas consigo, en la audiencia del día siguiente. Tenía de su parte a los cuatro miembros masculinos de la comisión, pero había fracasado en su objetivo de arrancarle a Jane la promesa de que le respaldaría. ¿Había alguna otra cosa que él pudiera hacer? En aquella fase tan avanzada parecía que no.
Al llegar a casa se encontró un mensaje de Jim Proust en el contestador automático. Por favor, más malas noticias, no, pensó. Se sentó ante el escritorio del estudio y llamó a Jim a su casa.
– Aquí, Berry.
– Lo del FBI se ha jodido -anuncio Jim de buenas a primeras.
La moral de Berrington se hundió todavía más.
– Cuéntame.
– Se les dijo que cancelaran la búsqueda, pero la orden no llegó a tiempo.
– ¡Maldición!
– Se le envió el resultado por correo electrónico.
El miedo se adueñó de Berrington.
– ¿Quién figuraba en esa lista?
– No lo sé. La oficina no hizo copia.
Aquello era intolerable.
– ¡Tenemos que saberlo!
– Tal vez tú puedas averiguarlo. Es posible que esa lista se encuentre en su despacho.
– Se le cerró la puerta a cal y canto. -Una idea cargada de esperanza se encendió de pronto en el cerebro de Berrington-. Es posible que no haya recogido su correo.
Su moral recibió un leve impulso ascendente.
– ¿Puedes hacerlo?
– Pues claro. -Berrington consultó su Rolex de oro-. Iré a la universidad ahora mismo.
– Llámame en cuanto sepas algo.
– Apuesta a que sí.
Volvió a subir a su coche y se dirigió a la Universidad Jones Falls. El campus estaba desierto y sumido en la oscuridad. Aparcó delante la Loquería y entró en el edificio. Introducirse sigilosamente en el despacho de Jeannie le resultó aquella segunda vez mucho menos embarazoso. Qué diablos, había demasiado en juego para preocuparse de su dignidad.
Encendió el ordenador y accedió al correo electrónico. Había una misiva. «Por favor, Dios santo, permite que sea la lista del FBI.» Transfirió el mensaje. Comprobó con desilusión que se trataba de otro recado, una nota de su amigo de la Universidad de Minnesota:
¿Recibiste mi correo electrónico de ayer? Estaré mañana en Baltimore y me encantaría de verdad volver a verte, aunque sólo fuera unos minutos. Llámame, haz el favor. Besos, Will.
Jeannie no había recibido aquel mensaje del día anterior, porque Berrington lo había descargado y luego lo borró. Tampoco iba a recibir este. Pero ¿dónde estaba la lista del FBI? Debía de haberla descargado ayer por la mañana, antes de que la seguridad la hubiese dejado fuera de su despacho.
¿Dónde la había grabado? Berrington registró el disco duro, buscando documentos con las palabras «FBI», «F.B.I», con puntos, y «Oficina Federal de Investigación». No encontró nada. Echó un minucioso vistazo a la caja de disquetes que Jeannie guardaba en un cajón, pero sólo contenía copias de seguridad de documentos del ordenador.
– Esta mujer guarda copias de seguridad hasta de su maldita lista de la compra -susurró Berrington.
Utilizó el teléfono de Jeannie para llamar de nuevo a Jim.
– Nada -resumió bruscamente.
– ¡Tenemos que saber quién figura en esa lista! -rugió Jim.
Berrington comentó sarcásticamente: -Qué vamos a hacer, Jim… ¿secuestrar y torturar a Jeannie?
– Ella debe de tener la lista, ¿no?
– No está en su correo electrónico, de modo que la ha descargado.
– Lo que quiere decir que, como no está en su despacho, debe de tenerla en casa.
– Lógico. -Berrington comprendió adónde quería ir a parar-. Puedes ordenar… -Se resistía a decir por teléfono: «que el FBI registre su domicilio»-. ¿Puedes hacer que lo comprueben?
– Creo que sí. David Creane fracasó en la entrega, por lo que supongo que me debe un favor. Le llamaré.
– Mañana por la mañana sería un buen momento. La audiencia es a las diez, Jeannie se pasará allí un par de horas.
– Entendido. Me encargaré de que lo hagan. Pero ¿qué pasa si lo lleva en su maldito bolso de mano? ¿Qué vamos a hacer en ese caso?
– Ni idea. Buenas noches, Jim.
– Buenas noches.
Después de colgar, Berrington permaneció sentado un momento y contempló la estrecha estancia, animada por los audaces y brillantes colores con que la había alegrado Jeannie. Si las cosas se torcieran por la mañana, la muchacha estaría sentada ante aquella mesa a la hora del almuerzo, con su lista del FBI, preparada para reanudar su investigación y para buscarle la ruina a tres hombres buenos.
Eso no debe ocurrir, pensó desesperadamente; eso no debe ocurrir.
<a l:href="#_ftnref1">1 </a>White, Anglo-Saxon, Protestant. El paradigma del ser estadounidense, según la tradición aristocrática de la Costa Este. (N. del E.)