172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Capítulo 4

Dos horas más tarde, Yashim había visto todo lo que deseaba ver por una mañana. Por muchas mañanas.

Tras llamar a un portador de linterna, el serasquier lo había acompañado hacia el este a través de las vacías calles, siguiendo la columna vertebral de la ciudad, en dirección a los establos imperiales. Ante la mezquita de Bayaceto, las antorchas parpadeaban en la oscuridad; pasaron por delante de la Columna Quemada, junto a la entrada del Gran Bazar, ahora cerrado e inmóvil, reteniendo la respiración mientras guardaba sus tesoros durante la noche. Más adelante, al lado de la mezquita de Sehzade, encima del acueducto romano, tropezaron con el vigilante nocturno, que los dejó pasar cuando vio de quiénes se trataba. Finalmente llegaron a los establos. Los establos, como la propia Guardia, eran nuevos. Habían sido levantados justo bajo la loma, en el lado sur, en una zona que estaba vacía desde la eliminación de los jenízaros diez años antes, cuando sus enormes y laberínticos barracones habían sucumbido al bombardeo y consiguiente incendio.

Hallaron el caldero, tal como el serasquier había descrito. Se alzaba en un rincón de uno de los nuevos establos, rodeado de la paja para el descanso de los animales e iluminado por grandes lámparas de aceite globulares suspendidas con pesadas cadenas de una viga muy por encima de sus cabezas. Los caballos, le explicó el serasquier a Yashim, habían sido llevados a otro lugar.

– Fue la agitación de los caballos lo que sacó todo el asunto a la luz -añadió-. No les gusta el olor a muerto.

Yashim no había entendido, cuando el serasquier se lo describió, que el caldero fuera tan grande. Tenía tres cortas patas y dos anillos de metal a los costados para que sirvieran de asas. Aun así, Yashim apenas podía ver por encima del borde. El serasquier le trajo un taburete de los que se usaban para subir al caballo y Yashim se encaramó a él para mirar al interior de la inmensa olla.

El soldado muerto seguía con su uniforme. Se encontraba en posición fetal, en el fondo del caldero, cubriendo toda la base; sus brazos, atados por las muñecas, estaban alzados, tapándole el rostro e imposibilitando la visión de éste. Yashim bajó del taburete y se limpió las manos, aunque el borde del recipiente estaba perfectamente limpio.

– ¿Sabe usted quién es?

El serasquier asintió con la cabeza.

– Osmán Berek. Cogí su bolsa. Vea…

Vaciló.

– ¿Bien?

– Lamento decirlo, pero el cuerpo no tiene rostro.

Yashim sintió un escalofrío de aversión.

– ¿No tiene rostro?

– Yo… me metí dentro. Le di la vuelta sólo un poquito. Pensé que lo reconocería, pero… eso es todo. Su cara ha sido acuchillada, cortada. Desde debajo de la barbilla hasta por encima de las cejas. Lo hicieron, pienso, de un solo golpe.

Yashim se preguntó cuánta fuerza era necesaria para separar la cara de un hombre de su cuerpo de un golpe. Se dio la vuelta.

– ¿El caldero está siempre aquí? Parece un lugar extraño para un caldero.

– No, no. El caldero ha aparecido con el cuerpo.

Yashim se quedó mirando fijamente.

– Por favor, effendi. Son demasiadas sorpresas. Eso si es que no tiene usted alguna más.

El serasquier consideró la situación.

– No, eso es todo. El caldero simplemente apareció durante la noche.

– ¿Y nadie oyó o vio nada?

– Los mozos de cuadra no oyeron nada. Estaban dormidos en las buhardillas.

– ¿Las puertas están atrancadas?

– Habitualmente, no. Por si se produce un incendio…

– Claro.

Según un antiguo dicho, Estambul sufría tres males: le peste, el fuego y los intérpretes griegos. Había demasiados viejos edificios de madera en la ciudad, y estaban demasiado juntos: hacía falta sólo una fortuita chispa para reducir zonas enteras de la ciudad a cenizas. Los no llorados jenízaros habían sido también los bomberos de la ciudad. Era típico de su moral degenerada el que hubieran combinado sus deberes de apagafuegos con la más provechosa ocupación de pirómanos, exigiendo sobornos para apagar incendios que ellos mismos habían desencadenado. Yashim recordaba vagamente que los jenízaros habían sido destinados a una torre contra incendios situada en un extremo de sus viejos barracones, torre que irónicamente se derrumbó en el incendio de 1826. Posteriormente el sultán había ordenado la construcción de una extraordinaria nueva torre contra incendios en Bayaceto, una columna de piedra de 85 metros de altura, rematada con una galería saliente para los vigilantes del fuego. Muchas personas pensaban que la torre de Bayaceto era el edificio más feo de Estambul: era sin duda el más alto, se levantaba en la tercera colina de la ciudad. Resultaba notable, con todo, que hubiera menos alarmas por el fuego estos días.

– ¿Quién halló el cuerpo, entonces?

– Yo. No, no se sorprenda. Me llamaron a causa del caldero, y porque los mozos de la cuadra estaban preocupados por el estado de los caballos. Fui el primero en echar una mirada a su interior. Soy un militar. He visto a hombres muertos en el pasado. Y… -vaciló- había ya empezado a sospechar lo que podría ver. -Yashim callaba-. No revelé nada. Ordené que sacaran los caballos y atrancaran las puertas. Eso es todo.

Yashim dio un golpecito al caldero con la uña del dedo, lo cual produjo un débil sonido. Volvió a golpear.

El serasquier y él se miraron mutuamente.

– Es muy ligero -observó Yashim.

Se quedaron en silencio por un momento.

– ¿Qué piensa usted?

– Pienso -dijo el serasquier- que no tenemos mucho tiempo. Hoy es jueves.

– ¿La revista?

– Dentro de diez días. Tenemos diez días para averiguar lo que les está ocurriendo a mis hombres.