172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 3

Despierto o dormido, el sultán del Imperio otomano era el señor de la Fe y el jefe de las fuerzas armadas otomanas; pero habían transcurrido muchos años desde que desplegara el estandarte del profeta y se pusiera al frente de sus soldados, asegurando su trono mediante un simple acto de valor. Su marina estaba mandada por el kapudan Pachá, y sus tropas controladas por el serasquier.

El serasquier no se levantó cuando entró Yashim, sino que simplemente le hizo un gesto para que se sentara en una esquina del diván. Yashim se quitó el calzado y se sentó cruzando las piernas, su capa se asentó a su alrededor como una hoja de nenúfar. Inclinó la cabeza y murmuró un educado saludo.

El serasquier, bien afeitado, a la nueva moda, con unos ojos castaños incrustados en un rostro del color del lino viejo, de uniforme, se apoyaba torpemente en una cadera, como si lo hubieran herido. Llevaba el pelo gris muy corto, se le apreciaba el cráneo y el rojo fez subrayaba la fuerza de sus mandíbulas. Yashim pensó que estaría pasable con un turbante, pero los usos franceses habían impuesto una casaca abotonada, pantalones azules adornados con un ribete rojo y un montón de galones y charreteras: un uniforme nuevo para las nuevas guerras. Con el mismo espíritu le habían instalado una sólida mesa de nogal y ocho sillas tapizadas en medio de la habitación, que estaba iluminada por unos candelabros de latón suspendidos del artesonado techo.

El serasquier se sentó, cruzando con evidente dificultad sus piernas cubiertas por unos pantalones.

– Quizás sería mejor que nos trasladásemos a la mesa -sugirió con irritación el serasquier.

– Como usted desee.

Pero el serasquier evidentemente prefería la indignidad de estar en el diván con sus pantalones a la desagradable situación de desprotección en la mesa central. Al igual que Yashim, consideraba que estar sentado en una silla con su espalda dando a la habitación era un tanto inquietante. El serasquier dio un largo suspiro y abrió y cerró varias veces sus gruesos dedos.

– Me dijeron que estaba usted en Crimea.

Yashim parpadeó.

– Encontré un barco. No había nada que me retuviera.

El serasquier levantó una ceja.

– ¿Fracasó usted allí, entonces?

Yashim se inclinó hacia delante.

– Fracasamos allí hace muchos años, effendi. Poco es lo que se puede hacer. Sostuvo la mirada del serasquier-. Y ese poco, lo hice. Trabajé deprisa. Luego volví.

No había nada más que decir.

Los kanes tártaros de Crimea ya no cabalgaban como dueños de la estepa sureña, como hermanos pequeños del Estado otomano. Yashim se había sentido impresionado al ver a los cosacos cabalgando a través de los pueblos de Crimea, portando armas, mientras los desarmados y derrotados tártaros bebían, sentados a la puerta de sus chozas, contemplando con indiferencia a los cosacos, en tanto que sus mujeres trabajaban en los campos. El propio kan languidecía en el exilio, atormentado por los sueños del oro perdido. Había enviado a otros a recuperarlo, antes de oír hablar de Yashim… Yashim el guardián, el lala. Pese a los esfuerzos de Yashim, el oro del kan seguía siendo un sueño. Quizás no había ningún oro.

El serasquier lanzó un gruñido.

– Los tártaros fueron buenos luchadores -dijo-. En su época. Pero unos jinetes indisciplinados no tienen sitio en el campo de batalla moderno. Hoy necesitamos infantería disciplinada, con mosquetes y bayonetas. Artillería. ¿Vio usted rusos?

– Vi rusos, effendi. Cosacos.

– A ellos nos enfrentaremos. Ésta es la razón por la que necesitamos hombres como los de la Nueva Guardia.

El serasquier se puso de pie. Era un auténtico oso, de mucho más de metro ochenta de estatura. Continuó dando la espalda a Yashim, mirando las filas de libros, mientras Yashim observaba distraídamente los cortinajes por donde había entrado.

El sirviente que lo había acompañado había desaparecido. Según las normas de hospitalidad, el serasquier le debería haber ofrecido una pipa y un café. Yashim se planteó si esa descortesía no sería deliberada. Un gran hombre como el serasquier tenía ayudas de cámara para traerle refrescos, y una persona que se encargaba de su pipa y de seleccionarle el tabaco, de mantenerlo todo en orden y limpio, de acompañarlo siempre con la pipa envuelta en un trapo y una bolsa de tabaco en la camisa, y de asegurarse de que se encendía y se montaba bien. Los poderosos competían entre sí para agasajar a sus invitados con la mejor mezcla de tabaco y las pipas más elegantes, boquilla de ámbar, caña de cerezo de Persia. Un hombre como el serasquier no podía pensar en vivir sin un encargado de pipa más que un milord inglés sin los servicios de un mayordomo. Pero la habitación estaba vacía.

– Antes de que transcurran dos semanas a partir de hoy, el sultán va a pasar revista a las tropas. Marchas, ejercicios, despliegue de artillería. El sultán no será el único que observe, será… -Se detuvo, y su cabeza se irguió de golpe. Yashim se preguntó qué había estado a punto de decir. Que la revista sería el momento más importante de su carrera, quizás-. Somos un cuerpo joven, como usted sabe. La Nueva Guardia lleva sólo diez años de existencia. Al igual que un joven potro, nos sobresaltamos fácilmente. No hemos tenido, ah, todo el cuidado y el entrenamiento deseables.

– Y no siempre todos los éxitos que se prometieron.

Yashim vio que el serasquier se ponía rígido. Con su moderna chaqueta y pantalones al estilo europeo, la Nueva Guardia había sido puesta a prueba por una sucesión de instructores ferenghi: ejercicios, marchas, presentar armas. ¿Qué se podía decir? A pesar de todo, los egipcios -¡los egipcios!- les habían asestado humillantes derrotas en Palestina y Siria, y los rusos estaban más cerca de Estambul de lo que la memoria recordaba. Quizás sus victorias eran algo que casi cabía esperar pues eran unos enemigos formidables, con equipo actualizado y ejércitos modernos. Pero seguía estando la debacle de Grecia. Los griegos no eran más que unos campesinos con bombachos, conducidos por unos pendencieros charlatanes. Aun así, habían conseguido su independencia contra la Nueva Guardia.

Todo esto dejaba a la Nueva Guardia con un solo y sanguinario triunfo, logrado, no en el campo de batalla, sino más bien aquí, en las calles de Estambul. En una sola noche se habían finalmente liberado del imperio de sus rivales y predecesores, el peligrosamente arrogante Cuerpo de los jenízaros. Otrora excelentes soldados del Imperio otomano, los jenízaros habían degenerado -o evolucionado, si queréis- hasta convertirse en una mafia armada, capaz de aterrorizar a los sultanes, que se pavoneaba por las calles de Estambul, causando disturbios, provocando incendios, robando y extorsionando con la mayor impunidad. Superados en armamento y preparación por los ejércitos occidentales, se habían aferrado tercamente a las tradiciones de sus antepasados, despreciando toda innovación, desdeñando a los soldados del enemigo y rechazando cualquier lección que el campo de batalla pudiera enseñar, por miedo a ver mermado su poder. Durante decenios habían chantajeado al imperio.

La Nueva Guardia finalmente les había ajustado las cuentas. Eso había ocurrido diez años atrás, la noche del 16 de junio de 1826, el Acontecimiento Propicio, como la gente se refería con prudencia a él. Aquí mismo, en Estambul, artilleros de la Nueva Guardia destrozaron a los jenízaros en sus cuarteles, poniendo un merecido final a cuatro siglos de terror y de triunfo.

– La revista será un éxito -gruñó el serasquier-. La gente verá la espina dorsal de este imperio, irrompible, inquebrantable. -Dio media vuelta, cortando el aire con el borde de su mano-. Fuego certero. Instrucción precisa. Obediencia. Nuestros enemigos, así como nuestros amigos, sacarán sus propias conclusiones. ¿Comprende usted?

Yashim se encogió ligeramente de hombros. El serasquier levantó la barbilla y soltó un resoplido por su nariz.

– Pero tenemos un problema -dijo.

Yashim continuaba mirándolo; había transcurrido mucho tiempo desde que fuera despertado a altas horas de la noche y convocado a palacio. O a los cuarteles. Miró por la ventana: aún estaba oscuro; el cielo, frío y nublado. Todo empieza en la oscuridad. Bien, su trabajo era arrojar luz.

– ¿Y en qué consiste, exactamente, su problema?

– Effendi Yashim. Le llaman a usted lala, ¿no es verdad? Yashim lala, el guardián.

Yashim inclinó la cabeza. Lala era algo honorífico, un título de respeto dado a algunos eunucos de confianza que atendían a familias ricas y poderosas, cuidaban de sus mujeres, vigilaban a sus hijos, supervisaban el hogar. Un lala corriente era algo entre un mayordomo y un ama de llaves, una niñera y un jefe de seguridad: un guardián. Yashim creía que el título le cuadraba.

– Pero, por lo que yo puedo saber -dijo el serasquier lentamente-, carece usted de ningún lazo permanente. Sí, tiene usted vínculos con el palacio. Igualmente con las calles. De manera que esta noche le invito a que se considere usted ligado a nuestra familia, la familia de la Nueva Guardia. Durante diez días, a lo sumo.

El serasquier tosió. Yashim abrió los ojos y preguntó:

– ¿La familia, quiere decir, de la que es usted el jefe?

– Es una manera de hablar. Pero no voy a dármelas de padre de esta familia. Me gustaría considerarme más bien como una especie de, de…

El serasquier parecía incómodo: daba la impresión de que la palabra no le acudía a la mente. La repugnancia hacia los eunucos, sabía Yashim, era algo tan innato entre los otomanos como su recelo hacia las mesas y las sillas.

– Piense en mí como… un hermano mayor. Le protejo. Confíe en mí. -Hizo una pausa y se secó la frente-. ¿Tiene, em, familia, tal vez?

Yashim ya estaba acostumbrado a esto: incomodidad, atemperada por la curiosidad. Hizo un movimiento con la mano, ambiguo. Que siguiera preguntándoselo. No era asunto suyo.

– La Nueva Guardia debe ganarse la confianza de la gente, y también la del sultán -prosiguió el serasquier-. Ése es el propósito de la revista. Pero ha ocurrido algo que puede estropear las cosas.

Le tocó ahora a Yashim sentir curiosidad, y notó como una especie de escalofrío en la nuca.

– Esta mañana -explicó el serasquier-, fui informado de que cuatro de nuestros oficiales habían faltado a la instrucción matutina. -Se detuvo y frunció el ceño-. Debe usted comprender que la Nueva Guardia no es como cualquier otro ejército que el imperio haya conocido. Disciplina. Trabajo duro, paga justa y obediencia a un oficial superior. Nosotros comparecemos siempre en la instrucción. Sé lo que estará usted pensando, pero estos oficiales eran jóvenes caballeros particularmente excelentes. Diría que eran la flor y nata de nuestro cuerpo, al tiempo que nuestros mejores oficiales artilleros. Hablaban francés -añadió, como si eso lo resumiera todo. Quizás fuera así.

– ¿De modo que habían asistido a la universidad de ingeniería?

– Cursaron con las notas máximas. Eran los mejores.

– ¿Eran?

– Por favor, un momento. -El serasquier levantó una mano hasta la frente-. Al principio, a pesar de todo, yo pensaba como usted. Supuse que habían tenido alguna aventura y que reaparecerían más tarde, muy avergonzados y compungidos. Yo, desde luego, estaba dispuesto a arrancarles la piel a tiras: el cuerpo entero se mira en estos jóvenes, ¿sabe? Ellos marcan, como dicen los franceses, la tónica.

– ¿Habla usted francés?

– Oh, sólo un poquito. El suficiente.

La mayor parte de los instructores extranjeros de la Nueva Guardia, sabía Yashim, eran franceses u hombres de otras nacionalidades -italianos, polacos- que habían sido arrastrados a los enormes ejércitos que Napoleón había reunido para realizar sus sueños de conquista universal. Diez, quince años antes, terminadas finalmente las guerras napoleónicas, algunos de los restos de la Grande Armée consiguieron llegar a Estambul para formar parte del séquito del sultán. Pero aprender francés era cosa de jóvenes, y el serasquier estaba frisando los cincuenta.

– Continúe.

– Cuatro hombres buenos desaparecieron de sus barracones anoche. Cuando no se presentaron esta mañana, le pregunté a uno de los banjee, los encargados de la limpieza, y descubrí que no habían dormido en sus literas.

– ¿Y siguen desaparecidos?

– No. No, exactamente.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Uno de ellos fue encontrado esta noche. Hará unas cuatro horas.

– Eso es bueno.

– Fue hallado muerto en una olla de hierro.

– ¿Una olla de hierro?

– Sí, sí. Un caldero.

Yashim parpadeó.

– ¿Debo entender -dijo lentamente- que el soldado estaba siendo guisado?

Los ojos del serasquier estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.

– ¿Guisado? -repitió débilmente. Aquello era un refinamiento que él no había considerado-. Pienso que debería usted venir a echar una ojeada.