172956.fb2
En la Residencia de la Felicidad, en la más profunda, más prohibida, zona del Palacio de Topkapi, el sultán se recostó sobre sus cojines y pellizcó con preocupación la colcha de satén, intentando imaginar qué podría distraerle en las próximas horas. «Una canción -pensó-. Que sea una canción. Una de aquellas dulces, animadas melodías circasianas: cuanto más triste la canción, más brillante la melodía.»
Se había preguntado si podía simplemente fingir que dormía. ¿Por qué no? Gobernante del mar Negro y del Blanco, gobernante de la Rumelia y la Mingrelia, señor de Anatolia y Jonia, Rumania y Macedonia, protector de las Ciudades Santas, esforzado jinete a través de los bendecidos reinos, sultán y padishah, tenía a veces que dormir, ¿no? Especialmente si pensaba recuperar alguna vez su soberanía sobre Grecia.
Pero sabía lo que pasaría si trataba de fingirlo. Lo había hecho antes defraudando todas las esperanzas y ambiciones de la adorable gözde, la muchacha seleccionada para compartir su lecho aquella noche. Eso significaría escuchar sus suspiros, seguidos de unos pequeños y tímidos arañazos contra sus muslos o su pecho, y finalmente lágrimas; todo el harén le lanzaría miradas de reproche durante un mes.
Pronto estaría allí la joven. Sería mejor tener un plan. Ponerse debajo era lo más seguro. Era bastante gordo, francamente, y no quería que nadie saliera herido. Si en vez de ello pudiera yacer en la cama con Fátima, que era tan mimosa como él, ¡y que le frotara los pies!
¡Los pies! En un acto reflejo, dobló las rodillas ligeramente bajo la colcha. La tradición ancestral estaba muy bien, pero el sultán Mahmut II no tenía ninguna intención de dejar que cualquier fragante muchacha circasiana levantara las sábanas y empezara a arrastrarse hacia él desde los pies de su cama.
Oyó un alboroto en el corredor, afuera. Un sentido del deber le hizo incorporarse apoyándose en un codo, recomponiendo sus rasgos en una especie de sonrisa de bienvenida. Pudo oír unos susurros. ¿Los nervios del último momento, quizás? ¿La esclava anonadada que de repente se mostraba resistente? Bien, no era probable. Había llegado hasta aquí: casi al momento para el que había sido entrenada, el acontecimiento por el que había dado toda su vida. Una riña por celos era lo más probable: ¡Esas perlas son mías!
Se abrió la puerta. Pero no era una esclava llena de pulseras, de caderas balanceantes y pechos llenos la que entró. Era un anciano de coloreadas mejillas y gruesa cintura que se inclinó y rápidamente penetró en la habitación, descalzo. Captando una mirada de su amo, cayó de rodillas, comenzó a arrastrarse hasta llegar al borde de la cama y se postró en el suelo. Se quedó allí, mudo y tembloroso, como un gran montón de gelatina.
– ¿Bien? -dijo el sultán, frunciendo el ceño.
Del enorme cuerpo brotó finalmente una voz, aguda y aflautada.
– Su magnifizenzia, mi zeñor, mi maeztro -empezó a balbucear el esclavo. El sultán se movió con incomodidad. Ha complazido a Dioz arrojar un manto de muerte zobre el cuerpo de una hija de la felizidad cuyoz zueñoz iban a verze cumplidoz por zu magnifizenzia, mi amo.
El sultán volvió a fruncir el ceño.
– ¿Ha muerto?
Su tono era incrédulo. Estaba igualmente estupefacto. ¿Tan temible era?
– Zeñor, no zé qué dezir. Pero Dioz hizo a otro el inztrumento de zu muerte.
El eunuco hizo una pausa, buscando desesperadamente las palabras adecuadas. Era muy difícil.
– Mi amo -dijo al fin-. Ha zido eztrangulada.
El sultán se dejó caer sobre las almohadas. Bueno, se dijo, estaba en lo cierto. Nada de nervios. Sólo celos.
Todo normal.
– Manda a buscar a Yashim -dijo el sultán débilmente-. Y ahora quiero dormir.