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MONCLOA

Era el último domingo de mayo, una quincena antes de las primeras elecciones generales libres desde hacía cuarenta años, y hacía frío y llovía (tiempo impropio de la estación que corría). Miles de coches, autobuses y motos salían de Madrid por Moncloa, tocando el claxon, saludándose entre sí con banderas republicanas rojas, amarillas y moradas, y hoces y martillos, mientras cientos de miles de simpatizantes izquierdistas se dirigían a la fiesta del Partido Comunista, que se iba a celebrar en Torrelodones durante veinticuatro horas seguidas y que se había venido anunciando desde hacía varios días. Los anuncios habían prometido un millón de sardinas fritas, medio millón de chuletas de cordero asadas, discursos de dirigentes revolucionarios como La Pasionaria y Santiago Carrillo y canciones populares a cargo de Juliette Gréco y otros intérpretes invitados para animar los actos. La Renfe había preparado trenes especiales en la estación del Norte, y allí donde línea férrea y carretera corrían próximas, los viajeros de tren y los que iban en vehículo propio o en autocar intercambiaban alegres saludos con la mano y el puño cerrado.

Naturalmente, no todos eran comunistas, ni siquiera en su mayor parte. Pero era la primera manifestación libre de la izquierda desde la caída de Madrid en manos del general Franco en 1939, y aun así el nuevo gobierno había cuidado de autorizarla sólo a muchos kilómetros de la capital. Todos cuantos tenían la menor tendencia liberal, jóvenes y mayores, se las habían apañado para trasladarse allí, por el medio que fuera, como si se tratase de una fiesta que nadie podía perderse. Los más veteranos sentían que la sangre les ardía, experimentaban otra vez aquel espíritu de Frente Popular, la euforia del pueblo llano, sin que les importara lo poco que durase. Al menos por aquel día habían resuelto hacer un corte de manga a los cuarenta años de franquismo, aunque en realidad no había a la vista fuerzas de orden público a quienes dirigir el gesto.

Como de costumbre, el Dios de los cielos hizo constar que estaba de parte de las huestes derechistas del búnker. Los que llegaron en último lugar, al aproximarse al mediodía al campo raso, se sorprendieron al ver que muchos se volvían a Madrid.

– ¡Se ha suspendido! -gritaban algunos de éstos entre los ruidos del tráfico-. ¡Por la lluvia! ¡Está todo encharcado!

Pese a todo, la voz del secretario general del partido podía oírse atronadora y distorsionada por los altavoces, anunciando que La Pasionaria no acudiría, en contra de lo previsto, porque se temía que el helicóptero no pudiese tomar tierra en aquellas condiciones. Uno de los cantantes que se había ofrecido para actuar gratis empezó a obsequiar a la empapada multitud con una canción política muy popularizada en las últimas semanas; y los agradecidos militantes comenzaron a servirse las chuletas y sardinas que llenaban las mesas improvisadas al efecto. Todo como si fuera otra vez 1936.