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7 DE DICIEMBRE

Capítulo 6

No cabe duda de que en este mundo hay cosas más fáciles que encontrar sitio en el aparcamiento del Hospital Nacional. Matthew encontró uno, por fin, a considerable distancia del edificio que alojaba el servicio de anatomía patológica. Þóra había llegado temprano a la oficina y había terminado una carta a la policía en la que solicitaba los informes, como representante de la familia. Metió la carta en un sobre que colocó en la bandeja de Bella y, aunque la secretaria tenía que ir hoy misino a correos, Þóra decidió incrementar la probabilidad de que fuera pegando encima del sobre un post-it que decía: «¡No llevar a correos hasta después del fin de semana!». Además, Þóra llamó a la escuela de vuelo para obtener información más detallada sobre el pago con la tarjeta de Harald en septiembre. Allí le informaron de que Harald había alquilado una avioneta con piloto para volar a Hólmavík, regresando en el mismo día. Þóra buscó Hólmavík en la red y no tardó mucho en comprender lo que había atraído a Harald: había un Museo de Brujería en Strandir. Además había llamado al Hotel Ranga para informarse de los viajes de Harald, y le contaron que había reservado y pagado dos habitaciones para dos noches… los nombres de la reserva eran Harald Guntlieb y Harry Potter. Explicaron a Þóra que este último nombre era un seudónimo. Se lo contó a Matthew, así como el viaje de Harald a Hólmavík, mientras iban hacia el Hospital Nacional por la circunvalación.

—No está mal —dijo Matthew mientras aparcaba en un lugar que acababa de quedar libre.

Fueron caminando en dirección al pequeño edificio, situado detrás del bloque principal. Había nevado durante la noche y Matthew chapoteaba sobre las huellas de pisadas anteriores. Hacía muy mal tiempo, y una fuerte brisa del norte levantaba el pelo de Þóra. Esa mañana había decidido llevarlo suelto, pero ahora lamentaba aquella decisión, porque el viento se lo hacía volar en todas direcciones. «Menuda pinta tendré cuando lleguemos», pensó. Se detuvo un instante, dio la espalda al viento e intentó protegerse el pelo envolviéndose la cabeza en la bufanda. No ayudaba demasiado contra el frío, pero al menos consiguió proteger el pelo. Después fue tras Matthew a pasos rápidos.

Cuando llegaron por fin al edificio, él dejó de mirar, por primera vez, el lugar donde habían dejado el coche. Se quedó, sin darse cuenta, mirándola fijamente con la cabeza envuelta en la bufanda. Ella podía imaginarse perfectamente lo elegante que debía de parecer, y vio confirmada su idea cuando él levantó las cejas y dijo:

—Menudas barbaridades son capaces de hacer ustedes.

Þóra se contuvo, aunque se moría de ganas de tirarle algo. En vez de eso, se limitó a esbozar una falsa sonrisa y abrió la puerta. Se aproximó a una mujer que estaba dejando en el suelo un cubo de metal vacío y le preguntó dónde podría encontrar al médico forense que habían venido a ver. Después de preguntar si tenía cita con ellos, la mujer les invitó a pasar a un despacho al final de un corredor. Les pidió que esperasen un momentito mientras comprobaba si el doctor había vuelto ya de la reunión matinal.

Þóra y Matthew tomaron asiento en dos sillas arrimadas a la pared del pasillo.

—No pretendía molestarla. Perdone —dijo Matthew sin mirar a Þóra.

Þóra no tenía ningún interés en discutir sobre su aspecto, y no respondió nada. Se quitó la bufanda de la cabeza con toda la dignidad que le fue posible y se la puso sobre las piernas. Alargó un brazo para coger el montón de revistas medio rotas que había encima de una mesita colocada entre las sillas.

—¿Pero a quién le puede interesar leer estas cosas? —murmuró mientras miraba las revistas.

—Supongo que los que vienen aquí no lo hacen precisamente en busca de lectura—respondió Matthew. Estaba sentado muy estirado, mirando fijamente hacia delante.

Þóra, molesta, dejó el montón de revistas.

—No, quizá no. —Miró el reloj y dijo impaciente—: Pero ¿dónde se habrá metido este hombre?

—Ya vendrá —fue la cortante respuesta—. En realidad me están entrando remordimientos por hacerla venir a esta reunión.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, molesta.

—Me temo que esto le va a resultar de lo más desagradable —respondió, volviéndose hacia ella—. Usted no tiene experiencia en este género de cosas y no estoy nada seguro de que esto sea sensato, mejor sería que yo le contase a usted de qué va todo.

Þóra entornó los ojos.

—He parido dos hijos con los correspondientes dolores, sangre, placenta, secreciones y Dios sabe qué más. Sobreviviré a esto. —Cruzó las piernas y le dio la espalda—. Y usted, ¿qué ha hecho?

Matthew no parecía demasiado impresionado por la fenomenal experiencia de Þóra.

—Pues bastante. Pero se lo ahorraré; a diferencia de usted, yo no necesito defenderme con uñas y dientes.

Þóra apretó los ojos. El alemán aquel no era precisamente la persona más jovial que había conocido. Decidió enfrascarse en la lectura de La Atalaya en vez de intentar mantener una conversación Con él. Había leído ya la mitad de un artículo sobre la influencia de la televisión en la juventud del mundo, cuando un hombre de bata blanca apareció por el pasillo en dirección a ellos. Había cumplido ya los cincuenta, las sienes habían empezado a encanecer, pero estaba muy moreno de sol. Sus ojos estaban rodeados por unas marcas blancas, que indicaron a Þóra que se había pasado una buena temporada al sol. Se detuvo delante de ellos, y Þóra y Matthew se pusieron en pie.

—Buenos días —saludó el hombre, extendiendo la mano—. Þráinn Hafsteinsson.

Þóra y Matthew saludaron y se presentaron.

—Entren —dijo el forense en inglés, para que pudiera entenderle Matthew, y abrió la puerta de su despacho—. Discúlpenme por llegar tan tarde —añadió en islandés, dirigiéndose a Þóra.

—No se preocupe —respondió ella—. Ahí al lado hay montones de revistas interesantísimas; habría preferido esperar más —le sonrió.

El médico la miró extrañado.

—Sí, claro. —Entraron en el despacho, donde les recibió un ambiente no demasiado atractivo. Las paredes, en su mayor parte, estaban cubiertas de estanterías con libros técnicos y revistas de todos los tamaños y formas, y entre medias había varios archivadores. El médico fue hacia el gran escritorio donde todo estaba pulcramente ordenado y en su sitio, y les invitó a sentarse en unas sillas colocadas delante—. Bueno. —Puso las dos manos sobre el borde del escritorio al tiempo que lo decía, como queriendo dar a entender que en aquel momento daba comienzo realmente la reunión—. Imagino que seguiremos hablando en inglés. —Þóra y Matthew asintieron. Continuó—: No me resultará demasiado difícil, porque realicé mis estudios de posgrado en Estados Unidos. En cambio, el alemán no lo he vuelto a hablar desde que pasé el examen oral en la selectividad universitaria, hace ya tiempo, de modo que les ahorraré tener que oírme en esa lengua.

—Como le expliqué por teléfono, el inglés me parece perfecto —dijo Matthew, y Þóra intentó que su fuerte acento alemán no la hiciera sonreír.

—Bien —dijo el médico, que alargó el brazo para coger un fichero situado encima del montón de papeles de su mesa, delante de él. Se lo puso delante e hizo ademán de abrirlo— Ahora tendría que empezar disculpándome por el tiempo que fue necesario para conseguir el permiso para enseñarles el informe de la autopsia en su integridad. —Sonrió como para excusarse—. El papeleo que acompaña a estas cosas es siempre enorme, y no siempre resulta fácil de resolver cuando las circunstancias son infrecuentes, como en esta ocasión.

—¿Infrecuentes? —dijo Þóra inquisitiva.

—Sí —respondió él médico—. Infrecuentes en el sentido de que las partes interesadas prefieren nombrar un representante para conocer los pormenores de la autopsia, así como que se trata de ciudadanos extranjeros. Durante un tiempo llegué a creer que haría falta la firma del difunto para conseguir el permiso, con tanta maraña burocrática. —Les sonrió de nuevo.

Þóra le devolvió cortésmente la sonrisa y de refilón pudo ver que el rostro de Matthew estaba como petrificado.

El médico desvió la mirada y continuó.

—Bien, el papeleo que hubo que superar no era, en realidad, lo único que convertía este caso en especial, y prefiero que ustedes lo comprendan bien antes de que empecemos. —El forense les miró y volvió a sonreír—. Y es que ésta ha sido probablemente la autopsia más insólita, más rara, en la que he participado, o que haya visto desde que terminé la carrera.

Þóra y Matthew no dijeron nada, en espera de que continuara. Ella visiblemente más intrigada que Matthew, que bien podría haber sido una estatua.

El forense carraspeó y abrió el archivador.

—Sin embargo, empezaremos por lo que podemos llamar más o menos convencional.

—Naturalmente. —En el interior de Matthew se hizo audible una especie de murmullo, pero Þóra intentó ocultar sus expectativas. Quería llegar hasta lo insólito.

—Bueno, la causa de la muerte fue asfixia por estrangulamiento —dijo el médico, dando un golpecito sobre la cubierta amarilla del archivador—. Cuando hayamos terminado les entregaré una copia del informe de la autopsia y así podrán apreciar las circunstancias de forma detallada, si lo desean. Lo principal, por lo que respecta a la causa de la muerte, se refiere a cómo fue estrangulado el difunto, y en ese sentido pensamos que se utilizó un cinturón de tela, no de cuero. El que lo hizo, o la que lo hizo, empleó mucha fuerza al apretar, pues dejó huellas muy profundas en el cuello. Tampoco es improbable que la presión se mantuviese más tiempo del necesario para causar la muerte, por algún motivo… suponemos que por un acceso de furia o rabia.

—¿Cómo pueden saberlo? —preguntó Þóra.

El médico trasteó en la carpeta y extrajo de ella dos fotografías. Las puso en la mesa, delante de él, y las volvió hacia Þóra y Matthew. Mostraban el maltratado cuello de Harald.

—Pueden comprobar que en los bordes de las marcas que dejó el objeto utilizado para el estrangulamiento la carne cedió sólo en algunos puntos, así como que la piel está quemada por la fricción. Eso apunta a que la superficie del objeto era un poco rugosa. Observen, además, que fuera lo que fuese, no parecía tener forma regular: diferentes anchuras, a juzgar por el ancho irregular de la herida. —El forense hizo una pausa mientras señalaba la otra fotografía—. Otra cosa digna de mención es que aquí abajo, en el cuello, se encuentran señales de lesiones anteriores, aunque de ninguna manera tan graves, pero llamativas en todo caso. —Les miró a los ojos—. ¿Saben algo sobre eso?

Matthew se adelantó.

—No, nada. —Þóra se mantuvo en silencio, aunque sospechaba cómo podrían haberse producido.

—Sin duda, no tienen relación con el crimen. Pero nunca se sabe. —El médico parecía contentarse con la respuesta de Matthew, por lo menos no volvió a insistir. Señaló la otra foto, que era también del cuello de Harald, pero muy ampliada—. Esta fotografía es muy buena, y en ella se ve cómo un trozo de metal, un cierre de cinturón más bien extraño o algún otro objeto desconocido que había en la ligadura utilizada penetró en el cuello del interfecto. Si miran esto atentamente, podrán ver que se parece a una pequeña daga… aunque puede haber sido algo completamente distinto; naturalmente esto no es un molde de yeso.

Þóra y Matthew estiraron la cabeza hacia la fotografía para ver mejor. El hombre tenía razón. En el cuello se apreciaba bien la huella de algún objeto. Comparándolo con una escala situada en la parte baja de la fotografía, parecía una pequeña daga o una cruz.

—¿Qué es esto? —preguntó Matthew, señalando unas heridas a ambos lados de la huella.

—Esa cosita parece haber estado rodeada por algo de bordes afilados, que al apretar raspó la piel. Más no puedo decir.

—¿Qué fue del cinturón, o lo que fuese? —preguntó Matthew—. ¿Lo encontraron?

—No —respondió el forense—. El atacante se deshizo de él. Sin duda pensó que en él podríamos encontrar ADN, huellas, o algo así.

—¿Y habrían podido? —preguntó Þóra.

El forense se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Por lo menos, está claro que si se encontrase ahora, tanto tiempo después del crimen, se podría ya obtener muy poco ADN. —Se aclaró la garganta—. Y hemos estimado la hora de la muerte. Es una cuestión muchísimo más técnica. —El médico hojeó el archivador y sacó varias hojas—. No sé hasta qué punto estarán familiarizados con los procedimientos, es decir, cómo lo médimos. —Miró a Þóra y a Matthew.

—Yo no sé nada —se apresuró a decir Þóra. Vio que sus palabras ponían nervioso a Matthew, que no dijo una sola palabra, pero a ella le dio igual.

—Entonces, seguramente lo mejor será que les explique brevemente de qué se trata, para que sean conscientes de que las conclusiones no son ni simples conjeturas ni demostraciones inalterables. Se trata solamente de una probabilidad, y la precisión de las conclusiones está en función de una serie de indicaciones o claves que es preciso reunir.

—¿Reunir? —preguntó Þóra.

—Sí, para elaborar esas medidas necesitamos reunir unas claves que se encuentran sobre el cadáver mismo o dentro de él, o en la proximidad o el entorno del lugar en el que fue encontrado. Nos valemos asimismo de ciertos datos sobre la vida del difunto, por ejemplo si se le había visto antes de la muerte, cuándo comió por última vez, qué costumbres tenía, etcétera. Esto es especialmente importante cuando se trata de muertes repentinas, como en este caso.

—Desde luego —dijo Þóra, dirigiendo al forense una sonrisa.

—Estas pistas o claves se utilizan de diversos modos para hallar la mejor aproximación a la hora en que se produjo la muerte.

—¿Y cómo? —preguntó Þóra.

El forense se reclinó en la silla, visiblemente satisfecho por el interés de la mujer.

—Los procedimientos son de dos tipos: por un lado se basan en medir las alteraciones del cuerpo, que se producen a una velocidad conocida, como por ejemplo el rigor mortis, la temperatura corporal y la putrefacción. Por otra parte hay procedimientos basados en la comparación de las indicaciones con puntos temporales conocidos: cuándo consumió el difunto los alimentos que tiene en el estómago, el punto en el que se encuentra la digestión, y cosas por el estilo.

—¿Cuándo murió? —Matthew fue directo al grano.

—A grandes preguntas… —respondió el médico, sonriendo—. Para continuar con lo que estaba diciendo, lo mejor es repasar primero los datos que utilizamos para establecer la hora de la muerte. No recuerdo si ya se lo he mencionado, pero cuanto menos tiempo haya transcurrido entre la muerte y el hallazgo del cuerpo, tanto más precisos serán esos datos. En este caso pasaron unas treinta y seis horas, lo que no está mal. Según la investigación de la policía, la última vez que Harald fue visto por un testigo independiente fue a las 23:42 horas de la noche del sábado, cuando pagó y despidió el taxi en la calle Hringbraut. Puede decirse que éste es el punto inicial del marco temporal dentro del cual tuvo lugar el posible momento de la muerte. El punto final de este marco, naturalmente, es el momento en que se descubrió el cadáver, esto es, a las 7:20 horas de la mañana del lunes 31 de octubre.

Calló y les miró. Þóra asintió con la cabeza para indicar que le seguía y que podía continuar. Matthew permanecía como una estatua.

—Cuando la policía llegó al lugar donde se había producido el hallazgo del cadáver, se midió la temperatura de éste y resultó ser la misma que la temperatura ambiente. Eso indicó que había transcurrido cierto tiempo desde el fallecimiento. La velocidad a la que se produce el enfriamiento depende de diversos factores: si la persona es delgada, por ejemplo, se produce más deprisa que si es gruesa, pues el descenso de temperatura por centímetro cuadrado es comparativamente mayor en una persona delgada. —El médico extendió las manos—. También influyen la ropa y los objetos que pueda llevar el cadáver, así como su posición y el movimiento del aire en el entorno y su fuerza, y otras cosas más. Los datos sobre todos estos asuntos son parte de las claves que mencioné antes.

—¿Y qué resultó de todo ello? —preguntó Matthew.

—Nada, en realidad. Con todo esto lo único que pudimos hacer fue limitar aún más el marco temporal. Es una buena muestra de que estos procedimientos sólo nos permiten hallar unas indicaciones sobre la hora de la muerte cuando la temperatura del cuerpo es distinta a la temperatura ambiente —exhaló un profundo suspiro—. Una vez que el cuerpo ha alcanzado esa temperatura, variará de acuerdo con la misma temperatura ambiente, como podrán comprender. Pero sí que podemos calcular cuánto tiempo tarda el cuerpo en alcanzar la temperatura ambiente y, así, saber que ha transcurrido al menos ese tiempo desde el fallecimiento. —Pasó los ojos por la página—. Aquí está; en este caso, el análisis redujo aún más el marco temporal, de modo que estimamos que habían transcurrido veinte horas desde la muerte.

—Todo esto es muy interesante, de eso no hay duda —dijo Matthew—. Pero lo que yo querría saber es cuándo se estima que nun lo I larald y cómo se llegó a esa conclusión. —No miró a Þóra.

—Sí, claro, perdone —respondió el médico—. La rigidez cadavérica indicó que la muerte se había producido al menos venticuatro horas antes del hallazgo del cadáver, lo que limitó aún más el marco temporal. —El médico miró alternativamente a Matthew y Þóra—. ¿Quieren que les explique con más detalle la rigidez cadavérica? Puedo hacerlo en dos palabras, si les interesa.

—Naturalmente— respondió Þóra a la vez que Matthew decía: «No, gracias, no es necesario».

—¿No es norma elemental de cortesía acceder a los deseos de las señoras? —dijo el médico dirigiendo una sonrisa a Þóra. Ella le sonrió a su vez, felicísima. Matthew la miró fijamente, bastante molesto, según le pareció a Þóra, que siguió impertérrita.

—La rigidez cadavérica o rigor mortis es, como su nombre indica, el endurecimiento del cuerpo después de la muerte. Esta circunstancia origina una transformación química en las proteínas de los músculos como consecuencia del descenso del nivel de acidez del tejido muscular después de la muerte. No hay oxígeno, no hay glucosa y el pH de las células se desploma. Cuando, en consecuencia, la cantidad de nucleótido ATP desciende por debajo de un determinado valor crítico, aumenta el llamado rigor mortis, pues el ATP protege contra la unión de actina y miosina.

Þóra iba a preguntar más detalles sobre aquellas actina y miosina tan curiosas pero se detuvo inmediatamente cuando Matthew la pisó con fuerza en un pie, así que se limitó a decir: «Comprendo», lo que, naturalmente, era sólo una verdad a medias. Vio de reojo cómo la estatua de Matthew sonreía por primera vez aquella mañana.

El forense continuó.

—La rigidez cadavérica comienza en los músculos más utilizados y luego va extendiéndose a todos los demás. Cuando ha alcanzado el máximo, el cuerpo está rígido y en la posición en que estaba cuando fue afectado por la rigidez. Ese grado, en realidad, no dura mucho tiempo, porque la rigidez cadavérica cede y el cuerpo vuelve a quedar flexible. En condiciones ambientales normales, la rigidez cadavérica alcanza su nivel máximo doce horas después de la muerte, y comienza a desaparecer pasadas entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas. En realidad, en un caso como el de Harald, en el que la causa de la muerte es asfixia, el proceso comienza algo más tarde. —El médico hojeó los documentos, extrajo una fotografía y se la entregó—. Como pueden ver, el cuerpo de Harald estaba completamente rígido cuando fue encontrado.

Matthew fue el primero que extendió el brazo para coger la foto, que era de tamaño A4. La miró sin hacer el menor gesto y se la pasó a Þóra.

—Es bastante desagradable —le dijo cuando ella cogió la foto. «Desagradable» no era en absoluto suficiente para describir lo que Þóra tenía ante sus ojos. La fotografía mostraba al joven que Þóra conocía como Harald Guntlieb por las fotos familiares tumbado en el suelo en una postura extrañísima que había visto ya en las fotos de la carpeta de los informes. Pero aquéllas estaban tan mal fotocopiadas que casi se podrían haber mostrado en un programa infantil de la televisión, en comparación con lo que tenía ante sus ojos en aquel momento. Uno de los brazos de Harald se doblaba hacia arriba desde el codo, como si estuviera señalando algo en el aire. No había nada que mantuviese el brazo en aquella posición o que le sirviera de apoyo. Sin embargo, en la foto se veía con claridad que Harald Guntlieb estaba muerto. El rostro estaba hinchado y tumefacto y tenía un color extraño, que Þóra no atribuyó precisamente a una mancha de revelado. Pero lo que más le llamó la atención fueron los ojos o, más exactamente, las cuencas de los ojos. Se apresuró a devolverle la foto a Matthew.

—Como pueden ver, el cuerpo estuvo apoyado probablemente sobre algo, seguramente una pared, y el brazo se le quedó rígido en esa posición. Sabrán, sin duda, que el crimen no se perpetró en el pasillo. Cayó allí desde un cuartito cuando uno de los profesores abrió la puerta el lunes por la mañana. A juzgar por la declaración de ese hombre, el cuerpo estaba allí dentro y había caído sobre la puerta, o lo habían asesinado allí y cayó al abrir la puerta. Como se ve en la foto, el cuarto en cuestión da al pasillo.

Matthew observó la foto y asintió en silencio. Þóra se dio por satisfecha; no le apetecía lo más mínimo volver a mirar aquella foto.

—Pero todavía no nos ha dicho cuándo se estima que murió —dijo Matthew mientras devolvía la fotografía.

—Sí, perdone —replicó el médico pasando páginas en el archivador. Se incorporó cuando encontró lo que estaba buscando—. Habida cuenta del análisis del contenido del estómago y la cantidad de anfetaminas en la sangre, la hora del óbito se estima entre la l:00 y la 1:30. —Levantó la vista y lo explicó con más detalle—. Se conocía el momento de ingesta del alimento y de las anfetaminas. Había comido pizza hacia las nueve de aquella noche y había esnifado anfetaminas antes de abandonar la fiesta, esto es, a las once y media. —Pasó a Matthew otra fotografía que cogió del montón. La digestión de la pizza se conoce, y se ha descrito bastante bien.

Matthew observó la foto sin mostrar reacción alguna. Luego levantó la vista, con autosuficiencia, y se la pasó a Þóra. Sonrió por segunda vez aquella mañana.

—¿Le apetece una pizza?

Þóra cogió la foto que mostraba el contenido del estómago de Harald. Pasaría tiempo antes de que volviese a encargar una pizza. Intentó no parecer alterada en lo más mínimo y le devolvió la foto a Matthew.

—Los análisis relativos a las anfetaminas fueron realizados en el Instituto de Farmacología y Toxicología de la universidad. Ellos mismos les proporcionarán un informe con el resultado de los análisis. En realidad, en su estómago se hallaron también pastillas de éxtasis a medio digerir, pero no se sabe cuándo las ingirió, de modo que no sirven para establecer la hora de la muerte.

—Estupendo —exclamó Matthew.

El médico continuó.

—De los resultados de la autopsia se desprende que el cadáver fue transportado allí después de la muerte, unas horas después. Lo pudimos comprobar por una especie de contusiones que se forman en los puntos más bajos del cuerpo al tiempo que cesa la hemorragia. Entonces comienza a concentrarse la sangre en una especie de charcos a causa de la fuerza de la gravedad. Comprobamos que esas tumefacciones post mortem se encontraban en lugares no relacionados entre sí, esto es, en la espalda, las nalgas y en la parte trasera de las pantorrillas, así como también en los talones, los dedos de las manos y el mentón. Las zonas mencionadas en primer lugar estaban más tumefactas, lo que indica que el cuerpo estuvo tumbado sobre la espalda en un principio, y que unas horas más tarde fue situado en posición vertical. Además, sus zapatos muestran señales de que el cuerpo fue arrastrado un cierto trecho; seguramente quien lo hizo lo sujetó por las muñecas y los pies fueron arrastrando. Por qué se hizo nos es desconocido. La explicación más plausible, a mi modo de ver, es que el asesino mató a Harald en su propia casa pero no pudo deshacerse del cadáver inmediatamente, seguramente por embriaguez. Por qué decidió llevarlo hasta el Árnagarður es otro misterio. No es precisamente el primer sitio que se le ocurriría a alguien que se encontrase ante este problema.

—¿Y los ojos? —preguntó Matthew.

El forense carraspeó.

—Los ojos. Ese es otro misterio para el que no hallo explicación. Como bien sabe la familia, fueron extirpados tras la muerte de Harald, lo que es un cierto consuelo para los familiares, en mi opinión. Por qué se hizo tal cosa es algo que ignoro.

—Pero ¿cómo se le extraen los ojos a un cadáver? —dijo Þóra, que enseguida se arrepintió de su pregunta.

—Sin duda, puede hacerse de diversas formas —respondió el forense—. Pero parece que nuestro asesino utilizó para ello una herramienta lisa. Todas las huellas, o quizá mejor la ausencia de las mismas, parece, por lo menos, apuntar en esa dirección. —El médico empezó a repasar las fotos.

Þóra se apresuró a detenerlo.

—Le creemos, no tenemos ninguna duda. No necesitamos ver fotos.

Matthew la miró y sonrió. Era evidente que le divertía que todo aquello le resultase a Þóra tan desagradable, después de su conversación en el pasillo.

Aquella sonrisa la molestó y decidió demostrarle su temple.

—Dijo usted al principio que la autopsia había sido extraña e insólita. ¿A qué se refería?

El médico se inclinó hacia delante, parecía encantado. Evidentemente, estaba ansioso de hablar de aquello.

—No sé lo cercanos que estaban ustedes a Harald Guntlieb; quizá ya sabían todo esto. —Hurgó en el archivador y sacó varias fotos—. Esto es a lo que me refiero —dijo poniendo las fotos sobre la mesa, en frente de Þóra y Matthew.

Þóra necesitó un momento para darse cuenta de lo que estaba viendo, pero cuando lo comprendió fue incapaz de reprimir un escalofrío.

—Ah, vaya, ¿y qué es esto? —preguntó con un hilo de voz.

—Es normal que pregunte —respondió el médico—. Harald Guntlieb practicaba evidentemente la llamada body modification, transformaciones del propio cuerpo. Al principio pensamos que lo que tiene en la lengua era parte de las mutilaciones del crimen, pero luego comprobamos que se habían realizado cierto tiempo antes… esto es algo bastante más fuerte que los piercings en la lengua, tengo que reconocerlo.

Þóra miró una foto repulsiva tras otra. Sintió una violenta náusea y se levantó de la silla.

—Perdonen —dijo como pudo, con los dientes apretados, y sonrió hacia la puerta. Cuando salió al pasillo escuchó a Matthew decirle al médico con falso asombro:

—Qué raro, pero si ha parido dos niños.

Capítulo 7

En el Alþjóðahús no había demasiada gente. Þóra había elegido ese café porque allí se podía charlar con más calma que en casi cualquier otro local semejante del centro. Ella y Matthew podrían conversar sin preocuparse de si les oían los clientes de las mesas vecinas. Se sentaron en una mesa apartada. Sobre la superficie de mosaico de la mesa que los separaba descansaba el archivador amarillo con los informes de la autopsia, que el forense le había entregado a Matthew.

—Se sentirá mejor después de tomarse un café —dijo Matthew azorado, mirando hacia la puerta por la que acababa de salir la chica con la comanda.

—Me siento perfectamente —respondió Þóra cortante. Y en realidad era completamente cierto; la náusea que se había apoderado de ella en el despacho del médico había desaparecido. Salió de allí y se metió en un aseo que encontró en el pasillo, y consiguió recuperarse echándose agua fría en la cara. Siempre había sido bastante propensa a las náuseas y aquello le había hecho recondar lo mal que le sentaban los libros de estudio que su ex marido abría de par en par cuando estudiaba medicina. Y eso que las fotos de aquellos libros no eran ni la mitad de desagradables que las que había visto aquella misma mañana; quizá porque las de los libros eran en cierto modo impersonales. Añadió en un tono más suave—: No sé qué es lo que me ha pasado. Espero no haber molestado al doctor.

—No son fotos especialmente agradables —dijo Matthew—. Más exactamente, la mayoría son espantosas. No tiene que preocuparse lo más mínimo por el forense. Le dije que acababa de salir usted de una enfermedad que le producía vómitos, y que por eso no estaba en el mejor momento para mirar ese género de cosas.

Þóra asintió.

—¿Pero qué monstruosidad era todo aquello? Creía haberlo entendido casi todo, pero después de pensarlo un poco no estoy segura de haber captado el contenido de las fotos.

—Cuando usted salió estuvimos mirándolas una por una —dijo Matthew—. Y parece que Harald se hizo practicar toda clase de aberraciones en su propio cuerpo. Según el médico, las más antiguas son de hace unos años, pero las más recientes tienen escasos meses.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Þóra. Era incapaz de comprender lo que habría podido empujar a un joven a deformarse a sí mismo.

—Dios sabe por qué —respondió Matthew—. Harald no fue nunca una persona como las demás. Desde que conozco a la familia, siempre fue a remolque de algún grupo social marginal. Una vez eran los ecologistas, otra época un grupo opuesto a los países del G8. Cuando se volcó finalmente en la historia, pensé que por fin había encontrado su camino. —Dio un golpecito sobre la cubierta amarilla—. Por qué se dedicó a esto, está más allá de mi capacidad de comprensión.

Þóra no dijo nada mientras pensaba en las fotos y en el dolor que habría tenido que padecer Harald.

—¿Qué es eso exactamente? —preguntó; y añadió apresuradamente—: Puedo oírlo sin que me pase nada.

En ese momento llegó la chica con el café y los platos ligeros que habían encargado. Dieron las gracias y, en cuanto se fue, Matthew dijo:

—Eran cortes y otras intervenciones, de todo tipo. Lo que más me impactó fue su lengua. Seguramente se daría cuenta de que una de las fotos era de la boca de Harald. —Þóra asintió y Matthew continuó—. Se la hizo cortar en dos, digamos que se la dividió a lo largo. Sin duda quiso que se pareciese a la lengua de una serpiente, y he de reconocer que lo consiguió perfectamente.

—¿Podía hablar de forma natural después de hacerlo? —preguntó Þóra.

—Según el forense, es bastante probable que se le hubiera quedado un cierto deje extraño como consecuencia de ello, pero no podía afirmarlo con total seguridad. Además, conjeturaba que aquellas intervenciones no eran un caso aislado. Naturalmente, eran de lo más infrecuentes, pero Harald no era en absoluto un pionero en esas cosas.

—¿No se lo hizo él a sí mismo? ¿Quién practica intervenciones como ésta? —preguntó Þóra.

—El forense estimaba que se había hecho hacía bastante poco tiempo, porque aún no estaba cerrada por completo. No tenía ni idea de quien la había llevado a cabo, pero añadió que cualquiera que entendiese de anestésicos, lenguas y bisturís podría hacer esa operación en un momento. Mencionó médicos, enfermeras quirúrgicas y dentistas. Añadió que en realidad quien la practicara tendría que estar en posición de recetar antisépticos y analgésicos, o cuanto menos de tener acceso a ellos.

—Dios mío, prefiero no decir nada —comentó Þóra—. Y todo lo demás: bolas, aros, huellas y cuernos y Dios sabe qué más, ¿qué era todo eso?

—Según el forense, Harald se había hecho introducir diversos objetos debajo de la piel para que resaltaran sus perfiles y se vieran desde fuera. Entre esos objetos estaban los cuernecitos o pinchitos que sobresalían en los hombros. El forense dijo que además había retirado treinta y dos cosas más, empezando con bolitas como las que vio usted en sus órganos sexuales. —Matthew miró a Þóra enseguida, con preocupación. Ella dio un sorbo de café y sonrió para indicar que aquello no la alteraba lo más mínimo. Matthew continuo—. Había también símbolos de todas clases; todos resultaron estar relacionados con la magia negra y el satanismo. Harald no había perdido un momento; en su cuerpo no había muchos sitios, ni muy grandes, que no estuviesen marcados de alguna forma. —Matthew hizo una pequeña pausa para tomar un bocado. Luego siguió—. Parece que no consideraba dignos los adornos convencionales de la piel, porque los tatuajes que tenía eran cicatrices.

—¿Cicatrices? —preguntó Þóra—. ¿Se hizo borrar los tatuajes?

—No, no. Se trata de tatuajes que se hacen cortando la piel o quitándola para que las cicatrices formen patrones o símbolos. Hacer esas cosas es una decisión irreversible. Según me contó el forense, es imposible librarse de esos tatuajes excepto con un trasplante de piel, que deja otras cicatrices aún mayores.

—Bueno, pues vaya —dijo Þóra asombrada. Todo le resultaba nuevo. Cuando era joven le parecía una osadía tener tres agujeros en las orejas.

—El forense dijo además que unas rajas que tenía Harald se tenían que haber hecho cuando estaba ya muerto. Al principio creyeron que no era más que uno de los tatuajes más recientes, pero al examinarlo más detenidamente resultó que no era así. Era un símbolo que parecía un signo mágico y que le habían hecho en el pecho. —Matthew sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y cogió una servilleta blanca. Trazó el dibujo y luego giró la servilleta hacia Þóra—. Este signo es desconocido, dijo el médico, o por lo menos la policía no ha conseguido averiguar nada, de modo que a lo mejor lo único que pasó es que el asesino se lo inventó en el momento. Probablemente fueron las circunstancias lo que le alteró, de modo que el símbolo acabó saliendo como se ve. No es fácil practicar cortes en la piel.

Þóra levantó la servilleta y examinó el dibujo. Estaba compuesto por cuatro trazos que formaban una caja, una especie de molinillo. Había trazos cruzados en los extremos de las líneas que sobresalían de la caja, y en su interior había dibujado un pequeño círculo.

Þóra le devolvió la servilleta a Matthew.

—Desgraciadamente no tengo ni idea de signos mágicos. En tiempos llevé un collar con una runa, pero no recuerdo lo que simbolizaba.

—Tenemos que hablar con alguien que sepa de estos temas. Quién sabe si la policía encontró algo al investigar el símbolo. —Matthew rompió la servilleta en cuatro—. Por lo menos, algo pretendía el asesino al hacerlo. La mayor parte de ellos, lo único que piensan es en poner tierra de por medio lo más rápidamente posible después de cometer un crimen.

—A lo mejor el asesino está loco —interrumpió Þóra—. No es precisamente una señal de cordura ponerse a trazar símbolos mágicos en el cuerpo, y sacarle los ojos. —Se estremeció—. Bueno, o a lo mejor estaba bajo los efectos de las drogas. Lo que podría ser perfectamente el caso del pobre diablo que tienen encerrado.

Matthew se encogió de hombros.

—Quizá —tomó un sorbo de café—. O quizá no. Lo cierto es que tenemos que llegar hasta él lo antes posible.

—Me pondré en contacto con su abogado —dijo Þóra.— Tiene que darnos permiso para entrevistarnos con él, y supongo que pensará que desbrozarnos el terreno le resultará beneficioso. Nuestros intereses coinciden. Si conseguimos encontrar al asesino que la policía no consiguió identificar, habremos librado a su defendido. También le he enviado a la policía un escrito formal solicitando la cesión los informes. Eso es de los más habitual y, por lo que sé, los parientes suelen recibirlos prácticamente en todos los casos, sin que ello suponga prolongar la instrucción, excepto en ocasiones excepcionales.

Matthew tomó otro bocado y miró el reloj.

—¿Qué le parece ir a echar un vistazo al apartamento de Harald? Tengo las llaves y la policía ha devuelto las cosas que se llevaron en el registro. Quizá podríamos mirar los trastos a ver si sacamos algo en claro.

A Þóra le pareció bien la idea. Envió un SMS a su hijo pidiéndole que fuera a recoger a su hermana a la guardería en cuanto saliera del colegio. Þóra se sentía mejor sabiendo que Sóley estaba pronto en casa, y de vez en cuando le encargaba a su hijo que fuese a buscarla antes de lo habitual. Hacía lo posible por no abusar de la bondad de Gylfi con estos encargos, aunque él solía aceptarlos de buen grado. Þóra se dio cuenta de que no había hecho más que apretar el botón de enviar cuando llegó la respuesta de Gylfi. Abrió el fichero de mensajes y leyó: «Ok. cndo vns a ksa?». Þóra respondió de inmediato que llegaría hacia las seis y reflexionó un instante si sería sólo por curiosidad por lo que Gylfi siempre quería saber exactamente cuándo pensaba llegar ella a casa. A lo mejor era solamente para poder jugar con tranquilidad en el ordenador, pero no dejaba de llamarle la atención que se lo preguntase tantas veces.

Antes de que Þóra dejase el teléfono, llamó a la oficina para informar que no podría ir por el momento. Nadie respondió, pero tras la quinta llamada se conectó el contestador. Þóra dejó el mensaje informando de su ausencia y colgó. Una de las ocupaciones principales de Bella era atender el teléfono, pero de las pocas veces que Þóra tenía que telefonear al bufete, sólo contestaba la mitad. Þóra suspiró, sabía que de nada serviría volver a hablar del tema con aquella secretaria del demonio.

—De acuerdo, ya estoy —le dijo a Matthew, que había aprovechado el rato para terminar la comida que quedaba. Þóra bebió el último trago de café que quedaba en la taza antes de levantarse y ponerse el abrigo.

Fueron a la caja, donde Matthew pagó la cuenta antes de salir los dos del café. Puso de relieve que todo aquello era a costa de la familia Guntlieb, pero ella no veía del todo claro si lo hacía para dejar bien claro que la invitación estaba incluida en las citas, o si lo decía sencillamente porque sentía la necesidad de explicárselo. Se limitó a asentir despreocupadamente con la cabeza y a dar las gracias.

Salieron al frío del aparcamiento, donde habían dejado el coche de alquiler. El apartamento de Harald estaba en la Bergstaðastræti , así que no había mucho camino desde Hverfisgata. Þóra conocía bien el barrio de Þingholt desde que empezó a trabajar en Skólavörðustígur, así que pudo indicarle el camino a Matthew sin vacilaciones: aunque el barrio no tuviera demasiadas calles, resultaba bastante complicado para quienes no lo conocían bien circular por esas calles bastante estrechas y de dirección única. Encontraron un sitio justo delante de una espléndida casa blanca de piedra en Bergstaðastræti donde Matthew dijo que se encontraba el apartamento de Harald. Era uno de los mejores edificios del barrio, muy bien conservado, y Þóra pudo imaginarse la cantidad en la que podría tasarse. Aquello explicaba por lo menos la exorbitante cuenta de alquiler que había visto en los papeles de Harald.

—¿Ha estado aquí antes? —preguntó Þóra cuando subieron a la entrada lateral del edificio. La entrada principal, que daba a la calle, correspondía, según contó Matthew, a otro apartamento de la planta baja, donde vivían los propietarios.

—Sí, en realidad varias veces —respondió Matthew—. Aunque ésta es sólo la segunda que entro por mis propios medios, si así puede decirse. Las otras veces vine con la policía. Necesitaban un testigo cuando se llevaron papeles y otras cosas con motivo de la investigación, y otra vez cuando los devolvieron. Pero estoy seguro de que nuestra inspección del apartamento será más concienzuda que la que hizo la policía. Enseguida dieron por hecho que el asesino había sido ese Hugi, e inspeccionaron el apartamento más que nada por cubrir el expediente.

—¿El apartamento es tan extraño como el inquilino? —pregunto Þóra.

—No, es de lo más normal —respondió Matthew mientras metía en la cerradura de la puerta exterior una de las dos llaves. Las llaves colgaban de un llavero de acero con la bandera islandesa, y Þórá sacó la conclusión de que el llavero había sido adquirido, especialmente para aquellas llaves, en una de las tiendas para turistas del centro. No le resultaba fácil imaginarse a Harald en ese tipo de tiendas, rodeado de jerséis de lana y cosas por el estilo—. Si es tan amable —dijo Matthew al abrir la puerta.

Antes de que Þóra llegase a poner un pie dentro, apareció por la esquina una mujer joven que se dirigió a ellos en un inglés impecable.

—Disculpen —dijo tapándose bien con la rebeca para protegerse del frío—. ¿No serán ustedes parientes de Harald?

A juzgar por la ropa de la mujer, Þóra llegó a la conclusión de que debía de haber salido del otro apartamento. Matthew le alargó la mano y dijo en inglés:

—Sí, claro, hola, nos conocimos cuando fui a su casa a recoger las llaves, soy Matthew.

—Sí, eso me pareció —dijo la mujer; le estrechó la mano y sonrió. Era muy elegante, delgada, con el cabello y la cara bien cuidados, saltaba a los ojos que le sobraba el dinero. Cuando sonrió, Þóra pudo comprobar que a lo mejor no era tan jovencita como le había parecido al principio, pues la sonrisa dibujó numerosas arrugas alrededor de sus ojos y su boca. La mujer dio la mano a Þóra—. Hola, me llamo Guðrún —dijo, y añadió—: Mi marido y yo éramos los caseros de Harald.

Þóra se presentó y devolvió la sonrisa.

—Solo veníamos a echar un vistazo. No sé cuánto tardaremos.

—Oh, perfecto —se apresuró a decir la mujer—. Solo vine a preguntar si tenían alguna idea de cuándo van a dejar libre el piso. —Sonrió otra vez, ahora como pidiendo disculpas—. Ya nos han preguntado varias personas, ya comprenden.

Þóra no lo comprendía del todo pues, por lo que sabía, la familia Guntlieb seguía pagando el alquiler y no debería estar nada mal alquilar un piso de aquel valor sin tener que padecer molestia alguna por parte del inquilino. Se volvió hacia Matthew, quien probablemente podría responder a la mujer.

—Desgraciadamente no podrá ser de inmediato —respondió lacónico—. El contrato sigue en vigor, creo que se lo comenté la última vez que hablamos del tema.

La mujer se apresuró a disculparse.

—Sí, claro, claro… no me malinterprete… sigue en vigor. Simplemente nos gustaría saber cuándo cree la familia que podrá dejarlo libre. Esta propiedad es bastante cara y no siempre se pueden encontrar inquilinos que paguen un precio tan alto. —La mujer miró apurada a Þóra—. Es que tenemos una oferta de una empresa de exportación que es tan buena que resulta difícil rechazarla. Necesitan el piso en un plazo de dos meses, por eso les pregunto cuánto tiempo necesitarán. Ya comprenden a qué me refiero.

Matthew asintió con la cabeza.

—Comprendo sus problemas pero por desgracia no puedo prometerle nada por el momento —dijo—. Todo depende de lo que hagamos con las pertenencias de Harald. Quiero asegurarme de que no vaya a parar a un cajón alguna cosa que pueda resultar de importancia en el caso.

La mujer, que había empezado a temblar de frío, movió enérgicamente la cabeza para mostrar su asentimiento.

—Si puedo hacer yo algo para aligerar el asunto, hágamelo saber, por favor. —Le dio la tarjeta de una empresa de importación que a Þóra le resultó completamente desconocida. En ella podía leerse el nombre de la mujer y su número de teléfono, incluyendo el del móvil. Þóra sacó su propia tarjeta del bolsillo y se la dio a la mujer.

—Tome también la mía, y llámeme si usted o su marido recuerdan algo que pudiera sernos útil. Estamos intentando averiguar quién asesinó a Harald.

La mujer abrió mucho los ojos, asombrada.

—¿Y qué hay del hombre que detuvo la policía?

—Tenemos nuestras dudas de que sea el asesino —respondió Þóra como sin darle importancia. Notó que al oír aquello la mujer se estremeció. Se apresuró a añadir—: No creo que tenga usted por qué preocuparse: sea quien sea, no creo que se le ocurra venir por aquí —sonrió.

—No, no era por eso —dijo la mujer precipitadamente—. Es sólo que creía que ya se había terminado todo.

Se despidieron y Þóra y Matthew entraron en el edificio. En el vestíbulo se encontraron con una escalera pintada de blanco que subía al segundo piso, donde estaba el apartamento. Había otra puerta más y Matthew le dijo que daba a un lavadero compartido. Subieron por la escalera y Matthew abrió la puerta del apartamento con la segunda llave del llavero de la bandera. Lo primero que le llamó la atención a Þóra al entrar fue que Matthew había sido bastante poco fiel a la realidad al decirle que el apartamento era «de lo más normal». Þóra miró extrañada a su alrededor.

Capítulo 8

Gunnar Gestvík, decano de la Facultad de Historia de la Universidad de Islandia, se dirigía con ágiles zancadas hacia el despacho de la presidenta del Instituto Árni Magnússon, y al pasar saludó con una inclinación de cabeza a un joven historiador que se cruzó en su camino. El joven sonrió azorado y Gunnar vio reafirmada de ese modo su recién ganada popularidad dentro de la universidad y sus diversos departamentos. Al parecer no había mucha gente capaz de olvidar que fue a él a quien se le vino encima el cadáver de Harald Guntlieb, o que no recordasen el shock nervioso que resultó de aquel hallazgo. Nunca había sido tan popular, si podía expresarse así, aunque muy pocos de los que se aventuraban a buscar ahora su compañía pudieran llamarse exactamente amigos. Aquella situación tendría que pasar, naturalmente, pero sólo Dios sabía lo harto que estaba ya de tener que responder a tantas preguntas idiotas de tanta gente sobre aquel suceso, preguntas que no obedecían nada más que a pura curiosidad. En cuanto juntaban fuerzas para preguntarle algo, se les ponía cara de asco. Era un gesto destinado a indicar a la vez tristeza por la temprana pérdida de un hombre joven y compasión por Gunnar, pero el resultado era invariablemente muy diferente. En los rostros de la gente se leía única y exclusivamente interés por lo morboso y alegría porque aquello le hubiera pasado a otro en vez de a ellos mismos. ¿Quizá habría debido seguir el consejo del rector y tomarse dos meses de permiso para investigar? Vaya, no estaba seguro. Seguramente, con el paso del tiempo, la gente acabaría por perder casi todo el interés, pero por otro lado el interés florecería de nuevo en cuanto el caso llegase a los tribunales. Entonces tendría que posponer lo irremediable y tomarse unos días libres. Así daría pie a interminables habladurías de que estaba tratándose de los nervios, que estaba en casa borracho como una cuba, o cosas aún peores. No, seguramente rechazar el permiso y dejar que las cosas pasaran era la decisión correcta. Al final la gente se cansaría del tema y todos volverían otra vez a no hacerle caso alguno.

Gunnar llamó suavemente a la puerta de la directora, María Einarsdóttir, más por una cuestión de cortesía que por otro motivo, pues abrió nada más llamar, sin esperar respuesta indicándole si podía pasar. María estaba al teléfono, pero con un movimiento de la mano dio a entender a Gunnar que se sentara, lo que éste hizo. Se sentó y esperó impaciente mientras ella concluía su conversación telefónica, que parecía tener que ver con un pedido de tóner para impresoras, el cual no había sido entregado aún.

Gunnar intentó dejar patente lo nervioso que le ponía aquello. Cuando María le llamó unos minutos antes, le dijo que el asunto era serio y expresó el deseo de que fuera a verla inmediatamente. Él había dejado el trabajo en el que estaba enfrascado en aquel momento, una solicitud de fondos Erasmus para la Facultad de Historia en colaboración con la Universidad de Bergen. La solicitud tenía que presentarse en inglés, y Gunnar había conseguido empezar a cogerle el tranquillo a la lengua, justo cuando llamó María. Si aquel asunto suyo tan serio se refería al tóner, le iba a soltar unas cuantas cosas muy bien dichas. Ya había empezado a juntar unas cuantas palabras bien elegidas cuando ella colgó y dirigió su atención a él.

Antes de empezar a hablar, miró meditabunda a Gunnar… como si estuviera buscando las palabras. Los dedos de su mano derecha marcaron un ritmo rápido sobre el borde del escritorio, y suspiró profundamente.

—¡Cojonudo!—dijo al fin.

«Obviamente no había aprovechado el tiempo para preparar bien su discurso», pensó Gunnar, intentando no dejar traslucir lo inapropiado que le parecía que la directora del Instituto Árni Magnússon pronunciase una palabra como aquélla. Los tiempos habían cambiado mucho desde que Gunnar era joven, cuarenta años atrás. Entonces parecía deseable preparar cuidadosamente lo que se iba a decir; ahora a todo el mundo aquello le parecía una pérdida de tiempo y una memez. Peor aún, que precisamente una mujer como María, de elevada cultura y que ya no estaba en la flor de su edad, dejase correr por su boca expresiones como aquélla. Gunnar carraspeó.

—¿Qué era eso tan apremiante, María?

—¡Cojonudo! —repitió ella, pasándose los dedos de ambas manos por el cabello, que llevaba muy corto. Había empezado justo a encanecer, y aquello hacía resbalar algo de cabello plateado hacia las sienes cuando lo removía de aquel modo. Sacudió entonces la llbe/a y por fin entró en materia.

—Falta una carta antigua. —Hubo un breve silencio y prosiguió—: La han robado.

La cabeza de Gunnar se echó hacia atrás y él no pudo ocultar su asombro y su desaprobación.

—¿A qué te refieres? ¿Robada? ¿De la colección?

María suspiró.

—No. De la colección no. De aquí… de dentro.

Gunnar estaba boquiabierto. ¿De dentro?

—¿Cómo puede ser eso?

—Buena pregunta; que yo sepa, es la primera vez que sucede aquí algo parecido —reforzó el tono de su voz y añadió—: Quién sabe, quizá han desaparecido más cosas, y no sólo esta carta. Como sabes, aquí se conservan los manuscritos y fragmentos de manuscritos del siglo XVI pertenecientes a la colección de Árni Magnússon, además de todas las cartas antiguas de esa colección y unos ciento cincuenta manuscritos del grupo del Konungsbók. Pues sí, y otros setenta manuscritos y cartas de aquí y de allá. —Hizo una pequeña pausa y miró a Gunnar directamente a los ojos—. Puedes estar seguro de que vamos a controlar hasta el último legajo y comprobaremos si han desaparecido más documentos. Pero quería hablar contigo a solas antes de que se haga público. En cuanto ordene el inventario, todo el mundo se dará cuenta de lo que está pasando.

—¿Por qué quieres consultarlo conmigo? —preguntó Gunnar molesto y algo enfadado. Como decano de la facultad, no necesitaba tener demasiada relación con el instituto y no colaboraban demasiado estrechamente—. ¿No estarás acusándome de haber cogido yo esa carta?

—Por todos los dioses, Gunnar. Será mejor que te lo explique antes de que me preguntes si sospecho del rector. —Le pasó una carta que estaba sobre la mesa—. ¿Recuerdas los documentos que nos prestó la Biblioteca Nacional danesa?

Gunnar sacudió la cabeza. Frecuentemente, el instituto recibía en préstamo materiales extranjeros relacionados con los temas de investigación que se llevaban a cabo en Islandia. Gunnar solía enterarse la mayoría de las veces, pero no los guardaba especialmente en la memoria excepto cuando se trataba de documentos relacionados con las áreas de interés de su especialidad. Aquella colección de cartas danesas, evidentemente, no estaba entre ellas. Leyó por encima la carta, escrita por un tal Karsten Josephsen, jefe de sección de la Biblioteca Nacional danesa. Estaba escrita en danés, y en ella recordaba que había concluido el plazo para restituir los documentos. Devolvió la carta a María.

—No tengo ni la más mínima idea.

María cogió la carta y volvió a ponerla en el mismo sitio de la mesa, justo enfrente de ella.

—Puede ser. Era una colección de cartas a los sacerdotes de la Iglesia episcopal de Roskilde. Todas pertenecían al periodo 1500-1550. Tengo entendido que no había en ellas demasiado que llamara la atención de nuestros especialistas, aunque las cartas datadas en torno a la fecha de la Reforma luterana en el país, 1536, resultaron interesantes. Sin embargo, la carta desaparecida no era una de ellas.

—¿Cuál era el tema de la carta? —preguntó Gunnar, aún ignorante de su papel en el asunto.

—Naturalmente, no sé exactamente lo que decía la carta que ha desaparecido; pero recuerdo que era del año 1510 y estaba escrita por Stefán Jónsson, obispo de Skálholt por entonces, a un sacerdote del obispado de Roskilde. Es la información que pude obtener del inventario que acompañaba a la colección cuando llegó aquí. Es así como descubrí, en realidad, que la carta había desaparecido; utilicé el inventario para comprobar si todo estaba bien empaquetado para proceder a la devolución de los documentos a Dinamarca.

—¿No puede ser que nunca llegara aquí… que hubiera faltado desde el principio? —preguntó Gunnar.

—Descartado —fue la respuesta—. Yo estaba presente cuando se recibió la colección el año pasado, y se comprobó cuidadosamente con el inventario que la acompañaba. Todo se encontraba en el mismo orden, todo estaba en su sitio.

—¿No será que la carta se ha prestado a alguien de algún otro sitio? —preguntó Gunnar—. ¿No puede ser que se haya mezclado con otros documentos por error?

—Pues mira —respondió Maria—, si no hubiera habido otras cosas más, habría sido una posibilidad, efectivamente. —Calló un momento y siguió con énfasis—: Cuando descubrí la desaparición fui inmediatamente al ordenador a ver la carta; supongo que sabrás que escaneamos todos los documentos, sin excepción, que caen en nuestras manos, nos pertenezcan a nosotros o los recibamos en préstamo—. Gunnar asintió y Maria continuó—. Imagínate… habían borrado el archivo… única y exclusivamente esta carta.

Gunnar reflexionó un instante.

—Espera un momento. ¿No querrá eso decir que la carta no estaba incluida en el envío? ¿No se escanearon las cartas nada más ni recibirlas?

—Pues sí, se hizo todo al día siguiente. Pero la carta sí que estaba, y se escaneó. Lo veo por el número que utilizamos para identificar los ficheros electrónicos. La colección recibe un determinado número de identificación y cada documento recibe además números correlativos que se ubican en el fichero según su antigüedad: el más antiguo va el primero. —Se pasó otra vez los dedos por el pelo—. Falta el número de serie asignado a la carta.

—¿Y qué pasa con el archivo de seguridad de la red? Siempre nos están machacando con la seguridad frente a los accidentes informáticos. ¿No puedes encontrar el fichero en uno de esos archivos de seguridad?

Maria sonrió con desgana.

—Acabo de comprobarlo. Según el director de nuestra red, este archivo no se puede encontrar ni en los ficheros de seguridad de ningún día de la semana ni en el del último mes. Dice que hace como una semana han sobrescrito el archivo semanal, pues existe un archivo de seguridad especial del lunes, otro especial del martes, y así sucesivamente. En esos ficheros provisionales nunca hay archivos de más de una semana. Lo mismo sucede con las copias mensuales, también se sobrescriben, tenemos copias de un mes de antigüedad. De modo que este archivo se borró hace más de un mes. En realidad, en la base de datos del instituto se conservan las copias de seis meses. Aún no he ordenado que la busquen allí, porque hasta ahora no tenía claro lo serio que es en realidad el asunto.

—Aún no me has dicho qué tengo yo que ver en todo esto. —Fue lo único que se le ocurrió decir a Gunnar. Ordenadores y redes informáticas no se contaban precisamente entre sus entretenimientos favoritos.

—Naturalmente he comprobado quiénes trabajaron con esta colección. Como sabes, todo está registrado y archivado. De acuerdo con los datos, la última persona que tuvo acceso a ella fue un estudiante de tu departamento. —El gesto de Maria se tornó más sombrío—. Harald Guntlieb.

Gunnar se llevó una mano a la frente y cerró los ojos. ¿Y ahora qué? ¿Nunca iba a acabar aquello? Respiró profundamente y se esforzó por hablar despacio y con calma, sin perder el control de la voz.

—Tiene que haber habido otros más que estudiaran la colección. ¿Cómo puedes estar tan segura de que fue Harald quien se llevó la carta y no cualquier otro antes que él? Aquí trabajan ahora quince personas a tiempo completo, además de varios visitantes y estudiantes que están investigando.

—Oh, estoy segura —dijo Maria con voz firme—. Quien examinó la colección antes que él fui yo misma, y cuando trabajé con ella estaba todo. Además, metieron otro papel en la funda que alojaba la carta, seguramente para no dejarla vacía. Aquello llamó la atención inmediatamente. Ese papel despeja cualquier duda. —Cogió una funda que había sobre la mesa y se la pasó a Gunnar con un rápido movimiento de la mano, que dejaba patente su irritación por el cariz que había tomado el asunto—. Espero que te des cuenta de que los estudiantes de la Facultad de Historia tienen acceso a nuestras propiedades, manuscritos y documentos, bajo la responsabilidad de la facultad. Tú, como decano, no puedes eludir esa responsabilidad. El instituto no puede permitirse el lujo de consentir que anden diciendo que perdemos valiosos documentos antiguos. Nuestro trabajo se basa en buena medida en la cooperación con otros institutos semejantes de los países nórdicos, y no me puedo ni imaginar que esa cooperación naufrague por culpa de la falta de honradez de vuestros alumnos.

Gunnar tragó saliva y miró el papel que Maria le había entregado. Nada habría deseado tanto como poner el grito en el cielo y salir de allí como una exhalación. Era una impresión de la lista de alumnos con indicación de sus especialidades, y el nombre de Harald Guntlieb aparecía marcado claramente en lo más alto de la página. Gunnar dejó el papel sobre sus rodillas.

—Si Harald ha robado la carta y la ha sustituido por este papel, es el peor ladrón de nuestra época. Tenía que suponer que esto lo acusaría. —Gunnar levantó el papel en el aire y lo enarboló.

Maria se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saber lo que pensaba? A lo mejor tenía intención de devolverlo. Tú sabes mejor que nadie lo que se lo impidió… accedió a la colección de documentos sólo un mes antes de salir del urinario y caérsete encima. Sin duda vio por el archivo de la pantalla que nadie había tocado la colección en dos meses. Todos los que la necesitaban habían acabado de estudiarla de cabo a rabo. Calculó correctamente que tendría tiempo de sobra antes de que se descubriese el asunto, así que podría reponerla sin problema. Lo que pensaba hacer entre tanto con el documento no puedo ni imaginármelo. Pero digamos que no tuvo tiempo de devolverla. No consigo imaginar otra explicación para este suceso.

—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó Gunnar con la voz desmayada.

—¿Que hagas? —dijo María destemplada—. No he recurrido a ti en busca de apoyo moral. Quiero que encuentres el documento —agitó las manos—. Busca en su puesto de lectura y en otros sitios donde pueda haber dejado el documento para ocultarlo. Tú sabes mejor que yo dónde buscar. Era alumno tuyo.

Gunnar apretó los dientes. Maldijo el día en que concedieron el ingreso en el departamento a Harald Guntlieb, y recordó que él había sido el único en oponerse a su visita de estudios. Había tenido de inmediato una sensación fastidiosa, en especial cuando vio el tema de su tesina, que trataba de las persecuciones de brujas en Alemania. Enseguida supo que aquel joven no traería nada bueno. La democracia triunfó, sin embargo, y allí estaba él, ahora, con todos los horrores que había causado aquel joven.

—¿Quiénes están informados de esto?

—Yo. Tú. No he informado a nadie más, excepto al encargado de la red, y él no conoce toda la historia. Cree que se trata sólo de un problema de ordenadores —vaciló por un instante—. También pregunté a Bogi; él trabajó con la colección nada más llegar aquí e intenté someterle al tercer grado. Tiene una vaga idea de que no todo va como debería. No creo que piense que la carta esté en paradero desconocido, no dejé traslucir mis sospechas de que la habían robado.

Bogi era uno de los especialistas fijos del instituto. Era un hombre reposado, y Gunnar consideraba poco probable que airease el asunto.

—¿Cuándo tiene que estar la colección de vuelta en Dinamarca. ¿Qué plazo tengo para encontrar la carta?

—Puedo tapar el asunto como mucho una semana. Si la carta no ha aparecido para entonces, no tendré otro remedio que informar de su desaparición. Me temo que tu nombre tendrá que aparecer más de una vez. Haré todo lo que esté en mi mano para que la culpa la tengáis vosotros, y no nosotros. Un pajarito me contó que no sería la primera vez que desaparecen documentos y que se habla de tu facultad. —Le miró interrogante.

Gunnar se puso en pie con las mejillas rojas.

—Comprendo. —No se atrevía a decir nada más, una vez llegados a ese punto, pero al alcanzar la puerta se volvió para preguntar la única cosa que le estaba quemando… aunque lo que más deseaba era salir enfurecido, dando un tremendo portazo—. ¿Tienes alguna idea de qué decía esa carta? Dices que han estudiado la colección, alguien tiene que recordarlo.

María sacudió la cabeza.

—Bogi se acordaba muy vagamente. En realidad estaba trabajando en una investigación referente a la fundación del obispado de Selandia y su influencia en la historia eclesiástica de Islandia. Eso sucedió bastante después de la fecha de la carta en cuestión, de modo que no la estudió con detenimiento. Sí que recordaba que no era muy comprensible, algo sobre el infierno, la peste y la muerte de un emisario. Fue lo único que conseguí sacarle sin que sospechara por dónde iban las cosas.

—Estaré en contacto —dijo Gunnar al despedirse. Salió y cerró la puerta tras de sí sin esperar el saludo de despedida de María.

Una cosa estaba clara. Tenía que encontrar aquella carta.

Capítulo 9

Þóra fue girando lentamente en redondo sobre el reluciente parqué del inmenso salón. Estaba decorado en el estilo minimalista que ahora se consideraba el más refinado. Los pocos muebles que había dejaban ver que habían costado un buen pico. Dos sofás negros de cuero, grandes y de depurado estilo, estaban colocados en el centro del salón; eran bastante más bajos que los sofás a los que Þóra estaba acostumbrada. Le entraron unos deseos tremendos de sentarse en uno de ellos, pero no quería que Matthew viese lo atractivos que le resultaban. Entre los dos había una mesa aún más baja que los sofás, que a Þóra le parecía imposible que tuviera patas: era más bien como si la mesa descansara directamente en el suelo. Buscó objetos de decoración y lo único que pudo descubrir fue lo que había en las paredes. Aparte de una gran pantalla plana en una de ellas, había obras de arte, todas ellas con siglos de antigüedad. Había además varios objetos antiguos, entre otras cosas un viejo mamotreto de silla de madera que Þóra imaginó auténtica, no de imitación. Empezó a pensar si Harald habría tenido algo que ver personalmente con la decoración, o si había sido un decorador de interiores quien se había encargado de todo. Combinar cosas tan antiguas con otras tan modernas convertía el espacio en algo de lo más infrecuente y le daba un toque personal.

—¿Qué le parece? —preguntó Matthew despreocupadamen-ii ll tono daba a entender que, a diferencia de Þóra, él estaba acostumbrado a la opulencia.

—Es un apartamento realmente espléndido —respondió, y fue hacia una de las paredes pintadas de blanco para contemplar una plancha de cobre enmarcada, que parecía muy antigua. Miró detenidamente la imagen y al momento dio un paso atrás—: ¿Pero qué es este horror? —La plancha estaba repleta de figuras, y el artista había tenido que esforzarse para poder meter en aquel cuadro sin colores a toda aquella gente, especialmente varones, ordenadamente distribuidos en parejas, en las que uno se dedicaba a torturar al otro o a castigarlo de una u otra forma.

Matthew fue hacia ella y miró el grabado.

—Ah, ya. —Hizo una mueca y continuó—: Esto es una plancha de cobre que Harald heredó de su abuelo. Es alemana y muestra cómo eran las cosas en Alemania hacia 1600, cuando estaban en su apogeo las persecuciones por motivos religiosos. Como puede ver, no se andaban con chiquitas. —Matthew se dio la vuelta y se alejó de la plancha—. Lo que la convierte en algo especial es que procede de esa misma época y no es una interpretación, por así decir, posterior a los hechos representados. Esas otras representaciones suelen ser menos realistas y más exageradas. Claro que quizá esta plancha es un poco de ese estilo.

—¿Más exageradas? —preguntó Þóra asombrada. ¿Qué podía haber más exagerado que aquello?

—Sí, ya, bueno —respondió Matthew encogiéndose de hombros—. A base de trabajar para la familia Guntlieb, he llegado a conocer esa época como si me fuera algo en ella; ésta de aquí no es, ni de lejos, una de las piezas más tremendas de su colección. —Sonrió fríamente—. En comparación con las peores, ésta podría ponerse de adorno en el cuarto de los niños.

—Mi hija tiene en la pared un póster de Minnie —dijo Þóra, y se acercó al siguiente cuadro—. Puede estar seguro de que un cuadro como ése no colgará nunca de una pared de su cuarto, ni en ninguna parte de mi casa.

—No, no es para todos los públicos —respondió Matthew, y siguió a Þóra hasta el cuadro que representaba a un hombre al que estaban desarticulando sobre un potro, delante de unos hombres encapuchados. Estos estaban sentados en un apretado grupo observando con cara de suficiencia a dos verdugos que hacían girar, aparentemente con gran esfuerzo, una rueda sujeta al potro. La intención era evidentemente, tensar los miembros del hombre para hacerle sufrir vez más. Matthew señaló el centro del grabado—. Éste muestra las torturas que se aplicaban en las investigaciones judiciales, y procede también de Alemania. Para ellos tenía gran importancia obtener confesiones, como puede ver. —Miró a Þóra—. Seguramente será interesante para usted, como abogada que es, comprender las raíces de la tortura, pues sus principios en Europa pueden considerarse parte del sistema judicial, bueno, hablando en sentido amplio.

Þóra se preparó para otra ofensa más a su profesión: había tenido que acostumbrarse a que la trataran así desde que empezó la carrera de Derecho.

—Sí, faltaría más… los abogados somos los únicos responsables de todo eso.

—No, de veras —respondió Matthew—. En la Edad Media el poder de acusar estaba en manos de los individuos. De forma que quien se consideraba ofendido o perjudicado injustamente por la conducta criminal de alguien tenía que realizar la acusación por sí mismo y ejercer de acusador en el caso. Los procesos judiciales eran casi de broma. Si el acusado no confesaba sin más ante el tribunal o si no había algo que demostrara claramente su culpabilidad, el veredicto de culpabilidad se dejaba en manos de Dios. Se sometía al acusado a una serie de pruebas, como hacerle caminar sobre carbones encendidos, arrojarle al agua atado de pies y manos, o cosas por el estilo. Si, digamos, sus heridas se habían curado en cierto plazo, o si se hundía en el agua, se le consideraba inocente. En ese caso, quien le había acusado se encontraba en una situación más bien funesta, porque el juicio se volvía entonces en su contra. Como se puede comprender, la gente era más bien reacia a acusar al prójimo, pues al hacerlo corrían el riesgo de que el caso se volviera contra ellos. —Matthew señaló al hombre torturado en el potro—. Este sistema se modificó cuando las autoridades y los eclesiásticos se dieron cuenta de que por este procedimiento los crímenes, fuese en el campo terrenal o en el espiritual, aumentaban de forma exorbitante a causa de la incapacidad de los tribunales. A fin de reducir el número de delitos recurrieron a las leyes romanas, donde tanto el sistema de acusación como la realización del proceso estaban organizados de forma completamente distinta. Se centraban en la investigación, que se denominaba instrucción, nombre que seguimos dándole. Fue la Iglesia la que inauguró el nuevo sistema, y a remolque de ella lo hicieron también los tribunales laicos, y la persona afectada por el delito dejó de tener que ser quien realizaba la acusación y llevaba el caso ante los tribunales. —Matthew sonrió a Þóra—. Ergo… los abogados.

Þóra le devolvió la sonrisa.

—Hace ya demasiado tiempo como para echar la culpa de esas barbaridades a la justicia. —Ahora le tocaba a ella señalar al pobre hombre tendido en el potro—. Tampoco veo muy clara la relación entre la instrucción y las torturas, perdóneme.

—Ya —respondió Matthew—. Por desgracia fue culpa del nuevo sistema. Para poder declarar culpable a alguien era preciso disponer de dos testigos del delito, o bien conseguir la confesión del acusado. Para algunos delitos, como la herejía, era difícil encontrar testigos incuestionables, de modo que todo dependía de la confesión. Esta la tenían que obtener los jueces, y lo mejor era usar la tortura. A eso se llamaba instrucción del sumario.

—Repugnante —dijo Þóra, que dio la espalda al grabado y miró a Matthew—. ¿Y cómo sabe usted todo eso?

—El abuelo de Harald estaba increíblemente versado en ese periodo y su pasión le hacía hablar de él sin parar. Era muy entretenido oírle, pero en comparación con el viejo yo no tengo más que un conocimiento muy superficial de estas cosas.

—Ya veo —dijo Þóra—. ¿Todos estos grabados los ha visto antes?

Matthew recorrió con los ojos las paredes.

—La mayoría, creo. En realidad esto no es más que una fracción de los grabados y otras cosas pertenecientes a la colección. Es obvio que Harald sólo se llevó una parte. Su abuelo dedicó una buena parte de su vida a coleccionar todas esas cosas, por no hablar del dinero que se gastó en ellas. Diría que debe de tratarse de una de las colecciones más importantes del mundo sobre la tortura y las persecuciones a lo largo de los siglos. En ella se encuentra un conjunto casi completo de las ediciones del Malleus Maleficarum.

Þóra miró alrededor.

—¿Y toda la colección era para colgar de las paredes del salón?

—¡Qué va, está usted loca!—respondió Matthew—. Los libros y algunos otros documentos, cartas y demás, están guardados en una caja fuerte del banco, porque son muy valiosos. Además, en casa de la familia Guntlieb hay dos salas especiales que albergan la paite expuesta de la colección. Parte de lo que ve aquí procede de ellas. Supongo que no les importará demasiado perder de vista una sección de las piezas. Harald era el único descendiente que compartía el interés de su abuelo por estas cosas. Sin duda alguna, ése fue el motivo por el que su abuelo le legó la colección.

—¿Y Harald podía llevársela de un país a otro según le pareciese? —preguntó Þóra. Matthew sonrió.

—Pues yo diría que, en realidad, se la habría llevado consigo aunque no la hubiese heredado. Supongo que para los padres de Harald ha sido un auténtico alivio librar su casa de esas cosas, aunque sólo fuera parte de la colección.

Þóra asintió.

—¿Esta silla es de la colección? —Señaló la vieja silla de madera colocada en una esquina del salón.

—Sí —respondió Matthew—, es una silla de inmersión, utilizada para sumergir a la gente en agua. Es un buen ejemplo de la tortura de castigo, que es completamente diferente a las torturas que se practicaban durante la instrucción legal. Procede de Inglaterra.

Þóra fue hacia la silla y pasó los dedos por los relieves de su respaldo. No podía leer la inscripción, pues las letras estaban casi desparecidas, además de que no conocía la caligrafía. En el asiento de la silla había un gran agujero, y en los brazos había argollas y cintas de cuero retorcido que evidentemente tenían la función de amarrar las manos de quien estuviera sentado en ella.

—El agujero era para hacer pasar agua por él, de modo que la silla se hundiese bien a fin de llevar a la gente al borde de la asfixia. Estaba pensado para hacerlo de manera discontinua, pero a veces acababa con la muerte por ahogamiento del ocupante de la silla por un descuido de los encargados de la inmersión.

—Es magnífico no haber vivido en esa época —dijo Þóra, soltando la silla. Había llegado a un punto en que le resultaba cada vez más difícil callar cuando algo la afectaba íntimamente.

—Este es uno de los mejores instrumentos de la colección —dijo Matthew—. La creatividad de los que inventaron estos instrumentos es incomparable. El ansia de torturar dio rienda suelta a su imaginación.

—Prefiero salir de este salón tan coqueto; creo que deberíamos continuar.

Matthew se mostró de acuerdo.

—Vamos, le enseñaré las otras habitaciones. En realidad no son mucho mejores, en lo que respecta a estas cosas. Pero la cocina está libre de todo esto, empecemos por allí.

Fueron a la cocina, a la que se accedía desde el vestíbulo. No era tan enorme, pero contaba con los electrodomésticos más modernos. En los estantes había filas y filas de botellas de vino.

Þóra empezó a dudar de que Matthew conociese mucha «gente normal». Su propia cocina era el yin, si ésta era el yang. Había una gran cocina de gas, un enorme mostrador de acero, un lavaplatos, un fregadero al estilo de los que tienen las cocinas de los barcos, cubetas para enfriar vino y un frigorífico doble, de los más grandes.

—Siempre he querido tener una nevera así.

—¿Y por qué no se compra un refrigerador de éstos? —preguntó Matthew.

Þóra se giró hacia Matthew, volviéndose de espaldas al refrigerador.

—Por la misma razón por la que no me he comprado otras cosas caras que me apetecen. Porque no tengo para esas cosas. Aunque a usted le resulte difícil imaginarlo, resulta que en algunas casas el dinero no sobra, precisamente.

Matthew se encogió de hombros.

—Un refrigerador no es precisamente un capricho.

Þóra prefirió no responder. Fue hacia el armario y miró el interior. En uno de los estantes inferiores se veía un conjunto de cacerolas de acero con tapaderas de cristal, tan deslumbrantemente limpias que dudó de que se hubieran utilizado alguna vez.

—Parece que Harald no guisaba mucho, a pesar de tener esta cocina tan espléndida —dijo cerrando el armario. Se desperezó.

—Pues no, si le conozco bien, yo diría que se habrá dedicado a comprar comida preparada, o a comer fuera.

—Eso indican los extractos de su tarjeta de crédito. —Miró a su alrededor y no vio nada que pudiera proporcionarles información alguna. Además, la puerta de la nevera estaba vacía: no había imanes ni tampoco, en consecuencia, notas. El frigorífico de su casa se utilizaba como una especie de central de comunicaciones del hogar. Casi ni ecordaba de qué color era: estaba todo cubierto de horarios de clase, tarjetas de invitación y otras cosas parecidas.

—¿Echamos un vistazo al resto? —preguntó Þóra, que ya se había cansado de la cocina—. Dudo que encontremos aquí nada que pueda servirnos de ayuda.

—A menos que alguien le haya matado para quitarle el refrigerador —dijo Matthew, y añadió con tono de broma—: ¿Dónde estaba usted la noche en la que se perpetró el asesinato?

Þóra se limitó a sonreírle irónica.

—En el extracto de la tarjeta de crédito había varios cargos mienores de una tienda de animales de compañía… ¿Harald tenía alguna mascota?

Matthew sacudió la cabeza, extrañado.

—No, aquí no había animales ni nada que pudiese indicar que los hubiera habido.

—Pues estaba segura de que había estado comprando cosas para su mascota. —Þóra miró en los armarios de la cocina en busca de comida de gatos u otros alimentos para animales. Nada.

—Telefonéeles —propuso Matthew—. A lo mejor ellos lo recuerdan… ¿quién sabe?

Þóra buscó el número de la tienda, telefoneó, habló con el empleado y colgó.

—Qué raro —le dijo a Matthew—. Le recuerdan, aseguran que compró hámsteres varias veces. ¿Está seguro de que no había jaúlas de hámster por aquí?

—Sin ningún género de duda —respondió Matthew.

—Qué raro —dijo Þóra—. El chico con el que he hablado me ha contado también que Harald había intentado comprarles un cuervo.

—¿Un cuervo? —exclamó Matthew escandalizado—. ¿Para qué?

—El chico no tenía ni idea. No venden cuervos, de modo que el asunto no fue a más. Pero le había parecido extraño y por eso se acordaba de Harald.

—No me extrañaría que Harald considerase ese pájaro como alguna clase de símbolo de las estupideces esas de la magia —dijo Matthew.

—Quizá —respondió Þóra—. Pero difícilmente podría decirse lo mismo de los hámsteres.

Abandonaron la cocina y entraron al pasillo al que se abrían las demás habitaciones del piso. Matthew abrió el cuarto de baño, y Þóra miró dentro: no parecía albergar ningún secreto. Igual que la cocina, estaba puesto a la última moda y era de estilo refinado, pero por lo demás no había nada especialmente interesante. Entraron en el dormitorio de Harald, que resultó ser mucho más interesante.

—¿Ha intervenido alguien aquí, o es que él era siempre así de pulcro? —preguntó Þóra, señalando la cama, perfectamente hecha. Ésta era tan anormalmente baja como el sofá del salón.

Matthew se sentó a los pies de la cama. Sus rodillas le llegaban a la barbilla. Acomodó las piernas y las dejó extendidas delante de él.

—Tenía una asistenta que lo ordenó todo el fin de semana que fue asesinado, para gran disgusto de la policía. Naturalmente, en aquellos momentos ella no tenía ni idea del asesinato, como nos pasaba a todos. Se limitó a venir cuando le tocaba y a arreglar las cosas. Hablé con ella, y contaba maravillas de Harald. Aunque, a decir verdad, señaló que pocas mujeres de la empresa para la que trabaja quisieron encargarse de este piso.

—Pues no me lo explico —dijo Þóra con ironía, señalando con un leve movimiento de la mano los cuadros colgados en las paredes. Eran del mismo tipo que los del salón, aunque en éstos eran sobre todo mujeres a las que estaban sometiendo a tortura, o castigos, o ejecutando. La mayor parte estaban desnudas hasta la cintura, otras por completo—. Esto es como cualquier dormitorio de un hombre normal.

—Quizá sólo ha tenido usted relaciones con los hombres equivocados —se apresuró a responder Matthew con una sonrisa.

—Estaba bromeando —respondió Þóra—. Naturalmente que nunca he estado en un dormitorio tan peculiar como éste. —Fue hacia una gran pantalla fijada a la pared, delante de la cama—. Me intriga saber qué cosas se pondría —dijo inclinándose sobre el reproductor de DVD que estaba colocado en una cómoda debajo de la pantalla. Lo encendió, apretó el botón de extracción del disco y el cargador salió vacío.

—Yo saqué el disco —dijo Matthew, que había seguido desde la cama lo que estaba haciendo Þóra.

—¿Y qué había estado viendo? —preguntó Þóra, volviéndose hacia Matthew.

El Rey León —respondió Matthew sin el más mínimo gesto y se puso de pie—. Venga, le enseñaré el despacho. Es allí donde tendremos más oportunidades de encontrar algo que pueda ayudarnos.

Þóra se incorporó y le siguió, pero decidió probar suerte y mirar la mesilla de noche de Harald. Abrió el único cajón. Estaba repleto de frascos y tarros de crema que se habían utilizado obviamente para cuidados personales, así como un paquete de preservativos abierto, en el que faltaban varios condones. «Había mujeres a las que no les molestaba la decoración de las paredes», pensó Þóra.

Cerró el cajón y alcanzó a Matthew.

Capítulo 10

Laura Amaming miró el reloj. Eran las tres menos cuarto: tenía tiempo de sobra para acabar sus tareas y llegar puntualmente, a las cuatro. Tras llevar un año viviendo en Islandia, por fin había accedido, el otoño pasado, a matricularse en un curso de islandés para extranjeros. Le horrorizaba llegar tarde. Le venía estupendamente que las clases fueran en el edificio central de la universidad, a un tiro de piedra de Árnagarður, donde trabajaba. Le habría resultado prácticamente imposible asistir a clases si éstas fueran en cualquier otro sitio: no terminaba de trabajar hasta media hora antes de empezar la clase, y no tenía coche para desplazarse de un sitio a otro.

Laura metió la bayeta en la pila y quitó buena parte de la suciedad bajo el grifo del agua caliente. Murmuró de labios adentro «caliente» y «frío» en islandés, y maldijo mentalmente la difícil pronunciación.

Enjuagó la bayeta y la metió en el barreño lleno de lejía para los trapos sucios. Se estiró para alcanzar el limpiacristales y tres paños limpios para secar. Ese día tenía que limpiar todas las ventanas del interior del ala norte del segundo piso, y no se podía hacer con una sola bayeta. Salió de la habitación y subió al segundo piso.

Tuvo suerte; los tres primeros despachos estaban vacíos. Se limpiaba mucho mejor cuando no había nadie presente. Sobre todo cuando se trataba de limpiar ventanas, porque tenía que encaramarse a una silla o a cualquier otro mueble para llegar a a la parte de arriba. Le resultaba incomodísimo hacerlo con espectadores con los que no podía charlar. Sería más fácil cuando pudiese manejarse ya en el idioma. En Filipinas siempre era decidida y hasta atrevida. Aquí nunca conseguía manejarse a gusto excepto entre sus compatriotas… en el trabajo solía sentirse, en realidad, como un objeto más que como una persona; la gente hablaba y se comportaba como si ella no estuviese. Todos menos el supervisor de limpiezas, Tryggvi. Aquel hombre se comportaba siempre con una cortesía exquisita, hacía todo lo que estaba en su mano para relacionarse con Laura y sus compañeras, aunque la mayoría de las veces no llegaba más allá de unos gestos que no había forma de desentrañar. Pero tampoco parecía que el hombre se partiese de risa cuando ellas intentaban adivinar qué podía estar intentando decir. Era un tipo estupendo, y Laura esperaba con alegría el momento en que pudiere decirle algo en su propia lengua, dentro de poco. Pero una cosa sí que era indudable: jamás podría llegar a pronunciar su nombre, aunque se apuntase a todas las clases de lengua islandesa que se ofrecían. Decía en voz baja «Tryggvi» y acababa sonriendo al oír lo que le salía.

Laura fue hacia el cuarto despacho. Era una estancia grande que pertenecía a los estudiantes y se utilizaba como una especie de club social. Dio un golpecito en la puerta y entró. En el destartalado sofá de la sala estaba sentada una chica que Laura reconoció como miembro del grupo de amigos del estudiante asesinado. Era fácil, en realidad, reconocer a aquellos jóvenes, siempre parecían nubes de tormenta, tanto por su gesto como por sus ropas. La chica pelirroja estaba ensimismada en una conversación por el teléfono móvil, y aunque hablaba en voz baja, resultaba evidente que el tema de conversación no era nada divertido. La muchacha miró disgustada a Laura y se puso una mano delante de la boca y la parte inferior del teléfono, como para asegurarse de que Laura no la oyera. Se despidió de su interlocutor, metió el teléfono en su funda protectora de color de camuflaje, se puso en pie y se fue, pasando ensimismada al lado de Laura. Ésta intentó sonreírle y se esforzó enormemente para decir «adiós» cuando salía. La chica se dio la vuelta en el umbral, asombrada por la despedida, y dijo entre dientes algo incomprensible antes de salir y cerrar la puerta. «Lástima», pensó Laura. Era una chica muy maja, se podía decir incluso que guapa, si hiciese el más mínimo intento de mejorar su aspecto, si se quitase aquellos aros espantosos de las cejas y la nariz, y sonriese aunque sólo fuera muy de vez en cuando. Bueno, y qué, las ventanas esperaban y el tiempo pasaba. Laura se puso manos a la obra. Echó limpiacristales sobre el primer panel de la ventana y pasó el paño en repetidos círculos por el cristal. No había demasiada suciedad como para tener que utilizar un método más enérgico. Aquellas ventanas tenían casi siempre las cortinas echadas, y por eso no caía nada sobre los cristales. Fue limpiando las ventanas una tras otra pero cuando estaba a punto de terminar con la última, se percató de la primera suciedad seria. En realidad no estaba en el cristal mismo, sino que era una manchita marrón al lado de la manija de acero que servía para abrir la ventana.

La mujer volvió a sacar el paño sucio que acababa de meterse en el bolsillo de la bata. No era necesario enguarrar el paño que tenía en la mano en esos momentos; aún estaba inmaculado. Esparció el líquido sobre la manija y pasó el paño por ésta y por debajo. Evidentemente, las limpiadoras más jóvenes pasaban de limpiar los lugares que no estaban a la vista, y Laura vio que aquella porquería, fuera lo que fuese, estaba metida también por debajo del acero. Se alegró de haberle echado la vista encima a aquello; sólo faltaría que alguno de aquellos sucios estudiantes que usaban la sala abrieran la ventana, notase el acero manchado y fuera a quejarse inmediatamente por lo mal que limpiaban su estancia.

Laura refunfuñó por la conducta de los que utilizaban aquel sitio: la manija no era sino un ejemplo más del comportamiento de aquellos guarros. Pero ¿quién podía tener unas manos tan sucias? Fuese lo que fuese aquello, se quitaba como si nada, y Laura pasó la bayeta por otros sitios, simplemente por cubrir el expediente. Miró satisfecha el acero limpio: sintió como si acabara de obtener una pequeña victoria sobre Gunnar. Cuando estaba a punto de volver a meterse el paño en el bolsillo, vio con claridad la mancha que se había formado dentro. Era de color rojo oscuro. El color parduzco se había diluido en el paño. Aquello era sangre, no cabía duda alguna. ¿Pero cómo había llegado hasta la manija? Laura no recordaba haber visto sangre en el suelo; quien hubiera agarrado la manija tenía que haber sangrado en algún otro sitio. Pensó si aquello podría tener alguna relación con el asesinato, pero le pareció poco probable. Las ventanas se habían limpiado varias veces desde entonces.

Le apremió una idea. No recordaba haber limpiado aquellas ventanas ella misma, lo que quería decir que lo había hecho alguna otra persona. Intentó quitarse la idea de la cabeza: ¿no habían limpiado el ala este el día después del asesinato? Claro que sí, qué ocurrencias». Naturalmente que lo habían hecho: la policía, encima, había interrogado a una de las chicas más jóvenes, esa Gloria que hacía los turnos de fin de semana.

¿Pero qué estupidez estaba haciendo? No le faltaba más que intentar explicar aquella ocurrencia en islandés. Para eso no bastaba con decir «frío» y «caliente». Además podía verse en problemas con las autoridades, simplemente por haber quitado aquello de la manija, eliminando así las posibles huellas digitales del asesino. También podría meterse en líos si intentaba hacer una montaña de cualquier cosa que pudiese tener una explicación sencilla. Aquello era un completo absurdo. Recordaba perfectamente la que montó Gloria con el interrogatorio al que la sometieron; hasta soltó unas cuantas lágrimas al contarles lo dura que había sido la policía con ella. En aquel momento, Laura pensó que las lágrimas habían sido más bien de cocodrilo, pero ahora no estaba ya tan segura. Repasó el suelo con la vista en busca de sangre. Si la encontraba, el asunto estaría resuelto, porque ella en persona había fregado aquel local varias veces después de cometerse el asesinato. Así que habría tenido que tratarse de algo muy reciente, que tendría su explicación natural.

En el suelo no había nada de sangre, ni siquiera en las rendijas entre las tablas. Laura se mordió el labio inferior, pensativa. Se animó a sí misma. La policía ya había detenido al asesino. Aquello no tenía la menor importancia. Si la sangre tenía alguna relación con el asesinato, no sería sino una prueba más en contra del culpable. Laura respiró hondo. Pensó en los periódicos que le solían mostrar con grandes aspavientos al llegar de Filipinas; traían entrevistas con una persona, su hijo o su hija, así como fotos suyas, en las que contaban las cosas más increíbles, como si tuviesen una necesidad urgentísima de decirlas a los cuatro vientos. Laura no podía verse a sí misma con la manija de la ventana al lado de su mejilla, en la foto, en uno de esos periódicos. No, aquello no era más que una locura y una tontería por su parte: alguno de los estudiantes habría sangrado por la nariz, se mareó y quiso respirar un poco de aire fresco. Laura respiró tranquila durante un minuto, basta que recordó a sus propios hijos cuando sangraban por la nariz. Se iban enseguida al baño… no a abrir una ventana.

Da igual. No había nada que indicase que el asesino del estudiante alemán hubiera intentado abrir la ventana, sino simplemente que alguno que no tenía nada que ver con aquello se había hecho una herida y había decidido buscar aire fresco. Laura cogió el paño y decidió comprobar si había sangre entre las tablas del suelo: además, si en aquel lugar había habido una agresión, se podía pensar que, por mucho que limpiasen, algo habría tenido que quedar, sucede siempre. Quien no tiene costumbre de limpiar se daría cuenta demasiado tarde. Se santiguó y decidió que si no aparecía más sangre en el paño, aquello sería otra prueba de que no tenía que sacar las cosas de quicio. Claro que tenía intención de contárselo a la policía, aunque aquello significara incordiar al bueno de Tryggvi. Laura se arrodilló y fue avanzando junto a las paredes de la sala. Nada. El paño salía siempre limpio de debajo de las tablas, aparte de pelusas y otras suciedades corrientes. Se sintió mejor y se puso de pie. Menuda tontería… naturalmente que había alguna explicación natural para aquella sangre. Que se le hubiese podido pasar por la cabeza una cosa como aquélla tenía que ver, sin duda, con el shock que sufrió cuando descubrieron el cadáver… aquel cadáver ultrajado y horroroso. Volvió a santiguarse.

Cuando iba a salir de la habitación, los ojos se le quedaron fijos en el umbral. La rendija era allí mayor que entre las tablas del suelo, y Laura se inclinó para pasar el paño por ella. Se atascó en algo. Se agachó más para ver cuál era el obstáculo. Había algo brillante, de color plateado, y buscó algo con lo que sacarlo de allí debajo. Vio una regla sobre una de las mesas y la cogió. Luego intentó empujar aquella cosita y lo consiguió finalmente, tras varios intentos. La sacó y se puso en pie. Era una estrellita de acero, del tamaño de la uña del dedo meñique. Se la puso sobre la palma de la mano y la estudió. La estrella le resultaba familiar, pero no podía recordar exactamente. ¿Dónde la había visto antes? No disponía de mucho tiempo para eso, porque tenía que seguir limpiando ventanas si no quería que se le hiciese demasiado tarde. Se metió la estrella en el bolsillo, decidida a entregársela a Tryggvi. Quizá él sabría de dónde era. Aquello no debía de tener ninguna relación con el asesinato… como tampoco la sangre de la manija, que sin duda tenía una explicación natural. ¿O no? Su dedo se movió hacia la frente. Se persignó y apartó de su cabeza el recuerdo de aquel horror. Tomó la decisión de hablar de ello solamente con Gloria. La chica tendría que trabajar sin peligro los festivos, y Laura también. Además, bien podía ser que supiese más de lo que les había contado a ellos y a la policía.

Marta Mist estaba apoyada en la pared del pasillo, cabreada por lo que tardaba en acabar la limpiadora. No es que hubiese precisamente mucho que limpiar allí dentro: sacar unas cuantas latas, fregar algunas tazas y lavar manchones de líquidos. Miró el reloj de su móvil. Maldita sea… a aquel imbécil no se le había ocurrido nada mejor que tumbarse en el sofá. Marta Mist buscó en su teléfono el número de Bríet y llamó con rápidos movimientos de los dedos. Más le valía que lo cogiera; pocas cosas la sacaban tanto de quicio como imaginar que la persona a la que estaba llamando miraba la pantalla, veía que era ella quien llamaba y no contestaba. Su preocupación resultó injustificada.

—Hola —respondió Bríet. Marta Mist dejó a un lado las cortesías.

—No la encuentro —dijo enfadada—. ¿Estás segura de que la pusiste en el cajón?

Shit, shit, shit —repitió Bríet con desaliento en la voz—. Estoy completamente segura de que la puse allí. Tú me viste hacerlo.

Marta Mist rio burlona.

—Olvídalo, ni siquiera sabía lo que veía.

—La puse allí. Lo sé —respondió Bríet recalcando las palabras. Suspiró profundamente—. ¿Qué voy a decirle a Dóri? Se pondrá como una furia.

—Nada. No le dices ni una mierda.

—Pero…

—Nada de peros. No está allí, ¿y ahora qué? ¿Qué vas a hacer?

—Bueno… No lo sé —respondió Bríet derrotada.

—Es mejor para ti que sea yo quien lo sepa —dijo Marta Mist al momento—. Acabo de hablar con Andri, y él está de acuerdo contigo: no decimos nada, porque no se puedo hacer nada. —Prefirió no decirle a Bríet que había necesitado veinte minutos para decirle a Andri que no se lo contase a Halldór. Añadió con voz más suave—: No te preocupes. Si esto tuviese alguna importancia, ya habría salido a la luz.

La puerta del despacho se abrió y salió la mujer de la limpieza. A juzgar por su rostro, algo grande estaba pasando en el mundo de las limpiadoras. La mueca de su boca indicaba que seguramente la habían hecho tragarse algo gordo. «Menudo lío», pensó Marta Mist apartándose de la pared.

—Bríet —dijo en el teléfono—. La que limpia acaba de salir. Voy a buscar mejor. Luego te llamo.

Colgó sin darle a Bríet oportunidad de despedirse. Un demonio, como siempre.

Capítulo 11

Þora estaba sentada en el escritorio de Harald Guntlieb repasando el contenido de los cajones. Dejó de mirar las hojas y levantó la vista, se giró hacia atrás y dirigió la mirada hacia Matthew. Éste se encontraba hundido en una butaca de un rincón del estudio, haciendo lo mismo. Habían decidido empezar mirando las cosas que se había llevado la policía en el registro de la casa y que acababan de devolver. Eran tres grandes cajas de cartón llenas de toda clase de papeles, y después de una hora de lectura, Þóra había perdido de vista el sentido de aquella ocupación. Los documentos eran de lo más variopinto, la mayor parte estaban relacionados con los estudios de una forma u otra, aparte de los papeles de los bancos, extractos de tarjetas de crédito y cosas por el estilo. Como la mayor parte estaba en islandés, Matthew no podía sacar mucho de aquellos papeles y se dedicaba a separar cosas para que Þóra las estudiase más tarde.

—Y en realidad, ¿qué estamos buscando aquí? —preguntó ella de repente.

Matthew dejó sobre una mesita el montón de papeles que tenía en las manos y se restregó los fatigados ojos.

—En primer lugar, estamos buscando algo que pueda dirigirnos en alguna dirección, algo que se le pasara por alto a la policía. Algo que explique, por ejemplo, qué fue del dinero que Harald se hizo enviar a Islandia. También podríamos toparnos con…

Þóra le interrumpió.

—Eso no me ayuda. A lo que me refería es a que quizá podríamos conjeturar quiénes podrían estar relacionados con el crimen, o quién podría haber sacado algún beneficio de él. No tengo demasiada experiencia en la investigación de asesinatos y preferiría tener las cosas mínimamente claras antes de seguir adelante. No es que me apetezca demasiado tener que volver a empezar desde el principio si después se nos ocurre alguna idea brillante.

—Ya, entiendo —dijo Matthew—. Pero no estoy del todo seguro de qué responderle. No estamos buscando nada específico. Por desgracia. Quizá ni siquiera estemos buscando nada en realidad. Sólo estamos intentando orientarnos acerca de la vida de Harald antes de su asesinato, a fin de poder hacernos una idea de los incidentes y las circunstancias que desembocaron en este… si entretanto encontramos algo que nos indique quién pudo ser el asesino, tanto mejor. Si le ayuda un poco para estrechar el marco, puede decirse que lo que suele llevar a la gente a cometer asesinatos son los celos, la ira, los beneficios económicos, la venganza, los ataques de locura, la defensa propia, los desórdenes sexuales.

Þóra esperó que siguiera, pero era evidente que Matthew había concluido su enumeración.

—¿Nada más? —preguntó Þóra—. Tiene que haber algo más.

—Yo no he dicho que sea especialista en esto —respondió Matthew, molesto—. Claro que hay más motivos; pero ésos son los únicos que he recordado en este momento.

Þóra reflexionó sobre esas palabras antes de hablar.

—Pues muy bien, digamos que son las motivaciones más importantes. ¿Cuál de ellas podría tener relación con el asesinato de Harald? Por ejemplo, ¿tenía relaciones con alguna mujer? ¿Los celos podrían tener algo que ver con el caso?

Matthew se encogió de hombros.

—Tengo entendido que era bastante promiscuo y poco amigo de compromisos. Pero claro, los celos siempre habrían podido tener algo que ver. Quizá amaba a alguien sin ver correspondido su amor. —Calló por un momento, pero al instante añadió—: En realidad tengo entendido que cuando asesinan a alguien, las mujeres no suelen hacerlo por estrangulamiento, de manera que es improbable que se tratase de un ataque de celos.

—No —dijo Þóra, pensativa—. A menos que se trate de un crimen pasional cometido por otro hombre. ¿Harald era gay?

Matthew se encogió de hombros.

—No, estoy seguro de que no.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Þóra.

—Porque lo sé —respondió Matthew. Vio el gesto de duda en iln ist ro de Þóra y añadió—: Es una especie de intuición: enseguida noto si un hombre es de la acera de enfrente. No sé a qué se debe, pero lo huelo al instante.

Þóra decidió no decir nada más, aunque sabía por propia experiencia que existían todas las probabilidades de que Matthew no fuera mejor que cualquier otro en adivinar las tendencias sexuales de la gente. Su ex marido creía tener el mismo don, pero muchísimas veces Þóra pudo comprobar que se había equivocado. Cambió de lema.

—Esto no tiene pinta ninguna de haber sido una violación, y no se encontraron huellas de agresión sexual, de modo que podemos excluirlo.

—Con ello, el número de posibles motivaciones se reduce un poco —respondió Matthew sonriendo tranquilo a Þóra—. Ahora ya va a estar todo clarísimo.

Ella le miró impertérrita.

—¿Por qué cree que lo mataron?

Matthew se quedó mirándola un momento antes de responder.

—Lo más probable es que tenga algo que ver con el dinero. Sin embargo, no puedo librarme de la sensación de que puede existir alguna relación con sus investigaciones sobre la magia. Eso de los ojos y el signo mágico que tenía grabado en el cuerpo apuntan claramente en esa dirección. Pero no consigo imaginarme la causa, y eso me fastidia. ¿Por qué cometer un asesinato por algo relacionado con la magia, o por unos sucesos que tuvieron lugar hace muchos siglos?

—¿No es bastante improbable? La policía no halló nada que pudiese indicar que el crimen tuviera algo que ver con la brujería, pese a lo que hicieron con el cuerpo. Tienen que haber barajado esa posibilidad —dijo Þóra, que se apresuró a añadir—: Y no me diga que es que son tontos; eso no es más que una simpleza demasiado burda.

—Tiene toda la razón —dijo Matthew—. Investigaron si podía establecerse alguna relación. Creo que no llegaron a ningún indicio de que la investigación de Harald fuese más allá del tratamiento académico del tema. Entraron aquí, vieron las cosas que habita en las paredes y la conclusión que sacaron es que Harald no era mas que un inútil medio chiflado. Para ellos, estas valiosas antigüedades eran abominaciones, lo que no está, seguramente, demasiado alejado de su propio punto de vista. —Matthew esperó una contestación de Þóra, pero como ésta no dijo nada sobre su último comentario siguió hablando—. No encontraron nada útil hasta que se descubrió la droga en su sangre. A ojos de la policía, se trataba de un drogadicto trastornado y obsesionado por la tortura, al que se había visto por última vez en compañía de un individuo de su misma ralea. Este no pudo presentar coartada alguna y además se había drogado hasta no saber ni quién era. Todo eso es de lo más razonable, realmente, aunque a mí no me basta en absoluto. Quedan demasiadas preguntas por responder.

—¿Usted cree que las investigaciones de Harald sobre brujería y quema de brujas tienen relación con el crimen? —preguntó Þóra, esperando que respondiese que no. Si no tuvieran relación con el caso, podrían dejar inmediatamente a un lado la mitad de todo aquello.

—Bueno, no estoy nada seguro —respondió Matthew—. Pero tengo fuertes sospechas al respecto. Mire esto, por ejemplo. —Escarbó entre los papeles que tenía sobre las piernas y le pasó a Þóra un email impreso de Harald.

Ella leyó el correo. Por la referencia, vio que lo había enviado Harald a un tal [email protected], que estaba escrito en inglés y fechado ocho días antes del crimen.

Hola Mal,

Bueno, amigo, siéntate. FANTÁSTICO. A partir de ahora me tendrás que tratar de «excelentísimo señor». Lo sabía, lo sabía, lo sabía… y no es que quiera restregarte por las narices todas tus dudas. Nada de eso… Sólo queda repasar algunos detalles nimios —es el idiota ese del demonio, que se quiere echar atrás—. En todo caso —prepárate para la gran noticia— es para coger un señor pedo y más, ya sabes a lo que me refiero. Sigue en contacto, cabroncete.

H

Cuando acabó de leer, Þóra miró a Matthew.

—¿Cree que esto puede significar algo?

—Quizá —respondió Matthew—. Quizá no.

—La policía debe de haberse puesto en contacto con este tal Malcolm. No iban a contentarse con imprimir el mensaje.

—Quizá. —Matthew se encogió de hombros—. Quizá no.

—Bueno, siempre podemos ponernos en contacto con él y enterarnos de lo que había averiguado Harald.

—Y si sabía algo sobre ese idiota del demonio al que alude ahí.

Þóra dejó a un lado el email.

—¿Dónde está su ordenador? Tenía que tener ordenador. —Señaló la alfombrilla del ratón sobre el escritorio.

—Sigue en poder de la policía —respondió Matthew—. Lo devolverán en su momento, con las demás pertenencias de Harald.

—Quizá encontremos más emails de éstos —dijo Þóra esperanzada.

—O quizá no —respondió Matthew sonriendo. Se puso en pie y alargó una mano hacia la estantería que colgaba por encima del escritorio—. Tome, llévese esto a casa para leer. Es buena lectura si quiere entrar en el mundo mental de Harald. —Le dio el Martillo de las brujas encuadernado en tapa dura.

Þóra cogió el libro y miró a Matthew, asombrada.

—¿Existe en tapa dura?

Él asintió.

—Aún se edita. Supongo que hoy en día la gente lo comprará más por curiosidad que por cualquier otro motivo. Pero mientras lo lee, no olvide que no siempre fue así.

Þóra metió el libro en el bolso. Se levantó y se desperezó:

—¿Hay algún problema si uso el cuarto de baño?

Matthew volvió a sonreír.

—Quizá. Quizá no —se apresuró a añadir—: No, creo que no habrá problema. Si la policía aparece de repente para hacer un registro más a fondo, los retendré hasta que acabe usted.

—Muy amable de su parte. —La mujer salió al pasillo y se dirigió al baño. Tardó en llegar más de lo que había calculado, pues en las paredes del pasillo colgaban más cuadros y antigüedades que despertaron su curiosidad. En realidad, más que curiosidad propiamente dicha, lo que le producían era un escalofrío. Desde luego, no podía negarse que aquellos objetos tenían un poderoso atractivo. Era sin duda el mismo sentimiento que se le presenta a la gente cuando pasa en su coche al lado de un accidente. Los cuadros procedían evidentemente de la colección del abuelo, pues el tema era el mismo que en las pinturas del salón y el dormitorio: la muerte y el demonio.

En el cuarto de baño había poco que recordase las aficiones del anterior inquilino de la vivienda, a diferencia de las demás estancias. Las pocas cosas que había estaban colocadas de forma muy sistemática en estantes sin puerta… todo de diseño. Þóra se miró en el inmaculado espejo que había encima del lavabo y se pasó los dedos por el pelo para mejorar un poco su aspecto. Se percató de un cepillo de dientes en uno de los estantes. Parecía completamente nuevo. Miró críticamente a su alrededor. Tenía que haber en el piso otro cuarto de baño que fuera el que usaba Harald, éste estaba demasiado impoluto. No podía ser de otro modo.

Cuando volvió al escritorio, Þóra se detuvo en el umbral y dijo:

—Tiene que haber otro baño en este piso.

Matthew levantó la mirada, extrañado.

—¿Qué quiere decir?

—El baño del pasillo está prácticamente sin usar. Es totalmente imposible que no tuviera ni siquiera hilo dental en un bote que desentonara con los colores de la decoración.

Matthew le sonrió.

—Pues vaya. Y luego dice usted que no sabe de registros. —Señaló en dirección a la parte de la vivienda que habían atravesado antes—. Del dormitorio sale una puerta. Ése es el baño.

Þóra dio media vuelta. Recordaba la puerta, que había pensado que daría a un vestidor, y quiso ver qué aspecto tenía aquel cuarto de baño. Además, no le apetecía lo más mínimo sentarse a seguir mirando papeles. Sonrió al entrar en el aseo. No había bañera, sólo ducha, pero por lo demás era como cualquier cuarto de baño de una casa normal. Había toda clase de artículos de aseo desperdigados sobre el lavabo. Echó un vistazo al interior de la ducha. En un estante de plástico pegado a la pared había dos frascos de champú, uno boca abajo, maquinilla de afeitar, jabón usado y un tubo de pasta de dientes. En los grifos colgaba una especie de frasco de marca «Shower Power». Aquello se acercaba mas a lo que esperaba encontrar, y sintió cierto alivio. Lo que más la alegró fue el montón de revistas al lado del inodoro: nada más típico de las personas que viven solas. La curiosidad la empujó a comprobar qué tipo de revistas leía Harald, y echó un vistazo a las del montón. Era un muestrario de lo más variado: unas cuantas revistas de coches, una de historia, dos ejemplares del Der Spiegel, una revista de tatuajes que Þóra abandonó rápidamente, así como un ejemplar de Bunte. Þóra lo miró extrañada. Bunte era una típica revista femenina, que hablaba de gente famosa, del mismo tipo que la inglesa Hello y la española Hola. Nunca se le habría pasado por la cabeza que Harald leyese ese tipo de cosas. Un famoso actor y su última mujer le enviaban una sonrisa desde la revista, proclamando a los cuatro vientos lo felices que les hacía su próxima paternidad. La espera de un niño por una pareja de actores tenía para Þóra tanto interés como un artículo sobre el cultivo del pepino, de modo que volvió a dejar la revista en su sitio.

—Lo sabía —dijo Þóra, segura de su triunfo, cuando volvió.

—Yo también lo sabía —respondió Matthew—. Pero no sabía que usted no lo supiera.

Þóra iba a contestarle algo cuando sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo.

—Mamá —dijo la vocecita de su hija Sóley—. ¿Cuándo vienes?

Þóra miró el reloj. Era más tarde de lo que había imaginado.

—Ya muy pronto, corazón. ¿Pasa algo?

Silencio, y después:

—No, no. Pero me aburro, Gylfi no quiere hablar conmigo. No hace más que saltar en su cama y no quiere dejarme entrar.

Þóra no conseguía hacerse una idea demasiado clara de la situación, pero resultaba evidente que Gylfi no era tan buen canguro como debería.

—Escucha, corazón —dijo suavemente por el teléfono—. Iré a casa enseguida. Dile a tu hermano que deje de hacer el tonto y que te haga caso.

Se despidieron y Þóra volvió a dejar el teléfono en su bolso. Allí se topó con la nota con las preguntas que quería hacerle a Matthew sobre los informes de la carpeta. La sacó y la abrió.

—Quería preguntarle algunas cosas más o menos relacionadas con los documentos que había en la carpeta.

—¿Más o menos? —dijo él, molesto—. Espero que sea más que menos… aunque sea poco. Suéltelas.

Þóra miró con cierto recelo la lista. Demonios, ¿tantas eran las cosas de las que no se había enterado? Intentó aparentar frialdad.

—Se trata de las cuestiones más importantes, los detalles eran demasiados para anotarlos todos. —Le sonrió y continuó—. Por ejemplo, el ejército. ¿Por qué se han incluido en la carpeta esos documentos? ¿Y estaba Harald realmente demasiado enfermo para terminar el servicio militar?

—El servicio militar, ya. Lo incluí simplemente para que pudiera hacerse la mejor idea posible de la vida de Harald. Quizá carezca de toda relevancia, pero nunca se sabe dónde se pueden juntar los hilos.

—¿Cree que el crimen pueda tener alguna relación con el ejército? —preguntó llena de dudas.

—No, en absoluto, eso sin duda —respondió Matthew. Se encogió de hombros—. Claro que en lo referente a Harald nunca se puede decir nada definitivo.

—Pero ¿por qué entró en el ejército? —preguntó Þóra—. A juzgar por lo que se cuenta de él, más bien parece que estaría en contra de todo lo que tuviera que ver con el ejército, en vez de aceptar hacer la mili.

—Tiene toda la razón. Le llamaron a filas y en circunstancias normales habría decidido, sin duda, prestar el servicio social sustitutorio. ¿Sabe que se puede optar por eso? —Ella asintió—. Pero no lo hizo. Su hermana Amelia había muerto muy poco tiempo antes y a él le afectó mucho. No pretendo insinuar que tomara esa decisión en una crisis psicológica. Era a comienzos de 1999 y en noviembre o diciembre de ese año se había decidido enviar tropas a Kosovo. Harald fue con una sonrisa en los labios. No conozco los detalles de su permanencia en el ejército, pero sé que se consideraba un soldado ejemplar, recio y duro consigo mismo. Por eso vio el cielo abierto con la oportunidad de ir a Kosovo con el ejército.

—¿Y? —preguntó Þóra.

Matthew esbozó una sonrisa.

—Es una historia bastante jodida… digamos. Sobre todo si se piensa que esa expedición a Kosovo fue la primera que realizaba el ejército alemán desde la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, los militares alemanes solamente habían salido de Alemania para servir en misiones de paz. Por eso era de la máxima importancia que nuestros soldados fueran un ejemplo para los demás.

—Y Harald no lo era, ¿no? —preguntó Þóra.

—Sí que lo era, sí. Quizá lo único que pueda decirse es que tuvo muy mala suerte. Cuando llevaba allí unos tres meses, su unidad capturó a un serbio sospechoso de poseer información sobre un atentado con explosivos que había costado la vida a tres militares ale-manes y que había dejado inválidos a otros más. El serbio estuvo arrestado en el sótano de la casa donde estaba acuartelado el ejército. Harald era uno de los encargados de vigilar al detenido. Él estala solo de guardia la segunda o tercera noche de interrogatorios al detenido… que no había dicho una sola palabra. Indicó a su oficial que sabía alguna que otra cosilla sobre interrogatorios, y consiguió permiso para intentar sacarle algo a aquel hombre durante la noche. —Matthew miró a Þóra—. El hombre que le había autorizado a hacer el intento no tenía ni idea, naturalmente, de que Harald era un experto en historia de la tortura. Seguramente pensó que se limitaría a asomar por allí de vez en cuando para hacerle al detenido unas cuantas preguntas inocentes.

Þóra abrió mucho los ojos.

—¿Torturó a aquel hombre?

—Dejémoslo en que el serbio habría estado encantado de caer en manos de los que hicieron la pirámide de Abu Ghraib. No voy a hablarle del escándalo que se formó, pero el resultado fue como una escena de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, en comparación con lo que aquel desdichado tuvo que padecer esa noche. En el cambio de guardia, a la mañana siguiente, Harald había conseguido sacarle a aquel hombre todo lo que sabía… e incluso más. Pero en lugar de la condecoración de la que, según estaba convencido, se había hecho acreedor, Harald fue expulsado del ejército al momento… en cuanto sus superiores vieron en el suelo del calabozo aquel despojo bañado en su propia sangre. Naturalmente se silenció el asunto, no era una noticia recomendable. En todos los documentos oficiales se indicó que Harald había causado baja en el ejército por motivos de salud.

—Y entonces, ¿cómo lo sabe usted? —preguntó Þóra, contenta de poder preguntar por algo relativamente normal.

—Conozco a los hombres —respondió Matthew con gesto de broma—. Así que tuve una charla con Harald en cuanto volvió de Kosovo. Era un hombre distinto, eso se lo puedo asegurar. Si fue por la experiencia en el ejército o por el sabor a sangre que tenía en la boca, eso no lo sé. Se volvió todavía mucho más extraño que antes.

—¿En qué sentido? —preguntó llena de curiosidad.

—Simplemente, más extraño —respondió Matthew—. De aspecto y de conducta. Cierto que después de aquello entró enseguida en la universidad: huyó de casa para que no se le pudiese ver con la misma frecuencia que antes. Por las pocas ocasiones en que nos encontramos, quedaba perfectamente claro que había entrado en una espiral… descendente. Seguramente no mejoró nada la situación el que su abuelo muriese poco después, pues habían estado muy unidos.

Þóra no sabía qué decir. Harald Guntlieb no era una persona normal, desde luego. Miró el papel y pensó en preguntar por lo de la víctima del sexo con asfixia de la que se hablaba en el recorte de prensa. Pero estaba ya más que harta de todo aquello. Miró el móvil y vio que ya era bastante tarde.

—Matthew, tengo que irme a casa. Mi lista no se ha acabado, pero de momento tengo suficiente para ir digiriéndolo.

Ordenaron por encima lo que habían desordenado en el estudio. Tuvieron especial cuidado en no alterar los montones de papeles que habían estado examinando. La idea de volver a pasar por todo aquello resultaba insoportable.

Cuando Þóra estaba colocando el último montón de papeles en un lado, con mucho cuidado, se dio la vuelta hacia Matthew y preguntó:

—¿Harald no había hecho testamento? Porque sus propiedades eran más que numerosas.

—Sí, sí que dejó testamento… además hace bastante poco —respondió Matthew—. Siempre lo había tenido, pero lo cambió a mediados de septiembre. Hizo un viaje ex profeso a Alemania para reunirse con el abogado de la familia Guntlieb y rehacerlo. Pero en realidad nadie sabe cuáles son los términos.

—¿Y eso? —preguntó Þóra, extrañada—. ¿Por qué no?

—Tenía dos partes, con instrucciones de que la segunda se abriese en primer lugar. Y resultó que decía que la otra parte no podría abrirse antes de que estuviese sepultado… lo que aún no ha sido posible, por el estado del caso.

—¿Y eso fue lo único que incluía? —preguntó Þóra.

—No, había también instrucciones sobre dónde quería que lo enterraran.

—¿Y dónde era?

—En Islandia… Lo que resulta un tanto extraño habida cuenta del poco tiempo que llevaba aquí. Parece que el país le había tocado alguna cuerda del alma. Otra cosa que figuraba allí es que sus padres tendrían que estar presentes en el entierro y permanecer junto a la fosa al menos diez minutos, a los pies del ataúd, cuando éste se encontrara ya en el agujero. Si no se hacía así, todos sus bienes irían a un pequeño local de tatuajes de Munich.

Þóra preguntó por qué:

—¿Pensaba que no lo cumplirían, acaso?

—Evidentemente —dijo Matthew—. Pero fue muy hábil al poner esa condición: a sus padres no les apetecería lo más mínimo aparecer en los periódicos porque su hijo hubiera donado una enorme suma de dinero a un taller de tatuajes.

—¿Cree que son ellos los herederos? —preguntó Þóra—. Es decir, si cumplen las condiciones.

—No —respondió Matthew—. Eso les resultaría más bien indiferente: lo que no quieren es acabar en la prensa amarilla. No, creo que la heredera de buena parte de sus bienes será su hermana Elisa. Aunque una parte del dinero irá a alguien de este país: el abogado lo dio a entender muy claramente cuando se le preguntó. La última parte del testamento tiene que abrirse en Islandia, de acuerdo con las instrucciones de Harald.

—¿Y quién puede ser? —preguntó Þóra con curiosidad.

—Ni idea —respondió Matthew—. El que sea, o la que sea, tendría al menos un buen motivo para matar a Harald… si lo hubiera sabido, claro está.

Þóra se sintió aliviada cuando salieron de la vivienda. Estaba cansada y deseaba ir a casa con sus hijos. Sin embargo, se sentía algo inquieta. Tenía la sensación de haber pasado por alto alguna cosa. Pero por mucho que intentó hacer memoria cuando estaba ya sola en el coche del taller, no lo consiguió. Y cuando detuvo el vehículo en la entrada de su casa, lo que fuera estaba ya completamente olvidado.

Capítulo 12

El divorcio no implica solamente ventajas. Þóra tenía ya claro desde hacía tiempo que también acarreaba inconvenientes. Por ejemplo, antes la familia la llevaban dos personas y ahora una sola. Antes era de lo más sencillo cubrir gastos y costearse las comodidades, o por lo menos Þóra no recordaba haber tenido las dificultades habituales al dejar de ser estudiante pobre para convertirse en asalariada. Pero otra cosa muy distinta fue cuando sus caminos se separaron, como pudo comprobar enseguida. Hannes, su ex marido, era especialista en medicina de urgencias: en otras palabras, tenía un buen empleo y un sueldo elevado. Con el divorcio, Þóra se había visto obligada a abandonar muchas cosas que había llegado a considerar incuestionables. Ahora ya no era tan habitual salir a cenar, viajar de vacaciones al extranjero, comprar ropa cara u otras cosas que caracterizan la vida de quienes no tienen que preocuparse por el dinero. A pesar de que las desventajas no atañían solamente a los temas económicos (la no-vida sexual acudía inmediatamente a la mente de Þóra), lo que más echaba de menos era la mujer que iba a su casa dos veces por semana a limpiar. Cuando Þóra y Hannes se separaron, había tenido que decirle que no volviese, porque las cuentas ya no le cuadraban. Por eso ahora se encontraba al lado del armarito de los trastos de limpieza intentando volver a cerrarlo sin dañar la aspiradora, que no hacía más que moverse impidiendo que la puerta se cerrase. Finalmente lo consiguió, y suspiró aliviada. Había estado pasando la aspiradora por todos los suelos de una amplia vivienda de doscientos metros cuadrados y estaba bastante satisfecha de sí misma.

—¿No tienen un aspecto completamente distinto? —le preguntó a su hija Sóley, que se hallaba en la cocina, enfrascada dibujando.

La niña levantó la vista.

—¿El qué? —preguntó con curiosidad.

—Los suelos —respondió Þóra—. Acabo de pasar la aspiradora. ¿No han quedado bien?

Sóley miró al suelo debajo de ella y luego a su madre.

—Te olvidaste este sitio. —Señaló con un lápiz verde de cera una manchita debajo de una de las patas de la silla en la que estaba sentada.

—Oh, perdone la señora —dijo Þóra besando a su hija en la coronilla—. ¿Qué es eso tan chulo que estás dibujando?

—Somos yo y tú y Gylfi —respondió Sóley, señalando con el dedo tres figuras de distinto tamaño que ocupaban el papel—. Tú tienes un vestido muy bonito y yo también, y Gylfi lleva pantalones cortos. —Miró a su madre—. En el cuadro es verano.

—Qué guapa estoy —dijo Þóra—. Pues mira, para este verano me compraré un vestido como ése. —Echó un vistazo al reloj—. Ven. Tienes que lavarte los dientes. Es hora de acostarse.

Mientras Sóley guardaba sus lápices, Þóra fue a la habitación de su hijo. Dio unos golpecitos en la puerta antes de entrar.

—¿No está completamente distinto? —preguntó, indicando el suelo del dormitorio de su hijo. Gylfi tardó en contestar. Estaba tumbado en su cama hablando por el móvil. Se despidió a toda prisa en cuanto vio a su madre y le prometió a su interlocutor, en voz baja, que volvería a llamar. Se levantó y dejó el teléfono. Parecía un poco mareado.

—¿Te pasa algo? Estás muy pálido.

—¿Eh? —preguntó Gylfi—. No, no, todo está bien. Todo perfecto.

—Pues estupendo —respondió Þóra—. Sólo venía para saber si te gustaba más tu cuarto después de todo el rato que he estado pasando la aspiradora. Bueno, y a ver si me lo pagabas con un beso.

Gylfi se levantó. Miró a su alrededor pensando en otra cosa.

—Anda, es verdad. Qué chulo.

Þora miró escrutadora a su hijo. Saltaba a la vista: algo no iba como debería. La reacción natural del muchacho habría sido encogerse de hombros o farfullar algo de que el suelo le importaba un pimiento. La mirada estaba como perdida, y evitaba mirar a su madre. Pasaba algo, y Þóra sintió una punzada en el estómago. No le había prestado toda la atención que debería. Gylfi había pasado de ser un niño a una especie de medio hombre desde que se produjo el divorcio, y ella había estado demasiado ocupada consigo misma y sus propios problemas para prestarle suficiente atención a su hijo. Ahora ni siquiera sabía cómo comportarse. Lo que más deseaba era abrazarle y pasarle los dedos por el pelo innecesariamente largo, pero no sería demasiado inteligente: esa época ya había desaparecido.

—Eh —dijo poniéndole una mano sobre el hombro. Tuvo que estirar la cabeza para verle la cara, pues el muchacho estaba mirando hacia el suelo— . Algo sí que pasa. Puedes contármelo. Te prometo que no me enfadaré.

Gylfi la miró pensativo pero no dijo nada. Þóra vio que en su frente se habían formado unas diminutas gotas de sudor y eso le hizo pensar que el chico tenía la gripe.

—¿Tienes fiebre? —preguntó, levantando la mano para ponerle el dorso sobre la frente.

Gylfi se escurrió con agilidad.

—No, no. Nada. Es sólo que me han dado malas noticias.

—¿Y eso? —preguntó ella con prudencia—. ¿Con quién estabas hablando?

— Con Sigga… no, con Siggi —respondió Gylfi sin mirar a su madre a los ojos. Añadió rápidamente—: El Arsenal ha perdido con el Liverpool. —Þóra no era tonta y se dio cuenta perfectamente de que aquello era una excusa buscada a toda prisa. No le sonaba ningún Siggi en el grupo de amigos de Gylfi… claro que Gylfi tendría un montón de amistades que ella no conocía de vista ni de nombre. En cambio, conocía a su hijo suficientemente bien para saber que no era tan aficionado al fútbol para que un traspiés en la liga inglesa fuera capaz de afectarle de aquel modo. Recapacitó para decidir qué hacer, si intentar sonsacarle o hacer como si no pasara nada. Decidió al final que lo mejor era disimular… por el momento.

—Ay, ay. Qué mal. Ese maldito Liverpool siempre se sale con la suya. —Miró fijamente a su hijo a los ojos— . Si quieres charlar conmigo, o si necesitas hablar conmigo de eso, Gylfi, cariño, prométeme que no esperarás más tiempo del debido. —Cuando vio que el chico se aprestaba a la huida, se apresuró a añadir—: Quiero decir, hablar del partido. El Arsenal ese. Sabes que puedes contar conmigo, corazón. Yo no podré solucionar todos los problemas del mundo, pero puedo intentarlo con los que entran en casa.

Gylfi la miró sin decir nada. Esbozó una débil sonrisa y farfulló algo de tener que acabar los deberes. Þóra también musitó algo y salió del dormitorio, cerrando la puerta. No era capaz de imaginarse qué podía alterar de aquel modo a un chico de dieciséis años: nunca se había encontrado ante aquella situación, y además no se acordaba demasiado bien de los años de su propia adolescencia. Lo único que recordaba eran las cosas típicas de chicas. Quizá estaba enamorado de alguna que no correspondía a sus sentimientos. Þóra decidió intentar enterarse con sutileza: podría ir dejando caer, como si nada, unas cuantas preguntas inocentes al día siguiente, a la hora del desayuno. Quizá para entonces ya se habría pasado la crisis. A lo mejor no era más que una tormenta en un vaso de agua… un shock hormonal.

Después de que Sóley se lavara los dientes y de leerle un cuento, Þóra se instaló en el sofá, delante del televisor. Llamó por teléfono a su madre: sus padres estaban pasando un mes de vacaciones en las islas Canarias. Siempre que llamaba se encontraba con alguna queja. La última vez había sido el trauma de perder a sus difuntos padres, ahora era el Discovery Channel del televisor del hotel, al que se había vuelto adicto su padre. Se despidieron y su madre dijo fatigada que iba a apoltronarse por ahí al lado de su padre a aprender cómo se aparean las lombrices. Þóra sonrió, colgó y volvió a perder la mirada en la televisión. Cuando estaba a punto de dormirse con un horrible reality show, sonó el teléfono. Se incorporó en el sofá y alargó el brazo hacia el aparato.

—Diga —respondió, preguntándose si su voz no delataría que estaba medio dormida.

—Hola, soy Hannes. —Se oyó al otro lado de la línea.

—Ah, ya, hola. —Þóra pensó si nunca llegaría el momento en que dejara de sentirse incómoda al hablar con su ex marido. Aquella dolorosa relación tenía sus raíces, sin duda, en el cambio que implica pasar de un trato muy íntimo a una mera cortesía forzada, como cuando se encontraba con un antiguo novio o algún hombre con el que se había acostado en sus años de juventud… algo inevitable en un país pequeño como Islandia.

—Oye, es sobre el fin de semana, a ver si puedo ir a recoger a los niños más tarde el viernes. Quiero llevar a Gylfi a unas carreras de coches y creo que sería mejor salir después de la hora punta, como a las ocho.

Þóra respondió que sí, aunque sabía perfectamente que el retraso no tenía nada que ver con las carreras. Sin duda, Hannes tendría que trabajar hasta más tarde o quería echarse la siesta después del trabajo. Uno de los motivos de sus constantes grescas desde el divorcio era precisamente que Hannes parecía incapaz de responsabilizarse de nada. Pero ahora el problema no era suyo sino de Klara, la mujer que vivía con él actualmente.

—¿Qué vais a hacer el fin de semana? —preguntó Þóra por decir algo—. ¿Tengo que ponerles algo especial en la bolsa?

—Sí, a lo mejor montamos a caballo, de modo que estaría bien que llevaran ropa adecuada —respondió Hannes.

Klara era aficionada a los caballos y había iniciado a Hannes en ese deporte. A Sóley y Gylfi les causaba auténtico pavor, porque habían heredado de su madre ser de lo más miedosos, de forma que padecían de terror congénito, si bien es cierto que las cosas crecen al pasar de la madre a los hijos. Þóra tenía miedo a patinar, a subir montañas, a montar en ascensor, a comer comida cruda y a todo lo que podía imaginarse que pudiera tener alguna consecuencia negativa. Por algún motivo incomprensible, sin embargo, no tenía el más mínimo miedo a volar. Equipó adecuadamente a sus hijos, aunque a los dos les aterraba la simple idea de montar, convencidos de que cada paseo representaría el último momento de sus vidas. Hannes, por su parte, era incapaz de reconocer que aquello fuera un estado permanente, y se pasaba la vida intentando convencer a los niños de que todo era cuestión de acostumbrarse.

—¿Estás seguro de que es sensato? —le preguntó, aunque sabía perfectamente que no conseguiría enterarse de los planes de Hannes—. Gylfi está un poco mustio en estos momentos, y no estoy nada segura de que un paseo a caballo sea precisamente lo que necesita ahora.

—Qué tontería —respondió Hanncs con aspereza—. Llegará a ser todo un jinete.

—Lo dirás tú. Pero intenta hablar un poco con él. Sospecho que anda en líos de faldas y tú sabes de eso más que yo.

—¿Líos de faldas? ¿Y qué sé yo de eso? —preguntó Hannes, extrañado—. Acaba de cumplir los dieciséis. No puede ser nada serio.

—No, quizá no. Pero estáte atento, de todos modos, e intenta sonsacarle de qué se trata.

—¿Sonsacarle? ¿El qué? ¿A qué te refieres? —Su ex marido había perdido la calma y Þóra sonrió.

—Ya sabes, cualquier cosa que pueda ayudarle a enfrentarse con las dificultades de la vida. —La sonrisa de Þóra se hizo aún más amplia.

—Estás bromeando —dijo Hannes, confiando en que fuera así.

—No, de verdad que no —respondió ella—. Esperaba que tú pudieras encontrar algún remedio. Yo haré lo mismo por nuestra hija cuando empiece con problemas de chicos. Puedes intentar quedarte a solas con él durante el paseo, por ejemplo, y charlar tranquilamente mientras montáis.

Cuando concluyeron la conversación, Þóra estaba bastante segura de que había conseguido, al menos, hacer algo menos probable su excursión a caballo. Þóra intentó enfrascarse de nuevo en la irrealidad de la televisión. No lo logró, porque enseguida volvió a sonar el teléfono.

—Perdone que llame tan tarde, pero imaginé que estaría pensando en mí —dijo Matthew de lo más tranquilo después de los saludos preliminares—. Decidí dejarla oír mi voz.

Þóra se quedó pasmada… no tenía claro si Matthew había perdido un tornillo, o si estaba borracho, o si bromeaba.

—Pues precisamente no estaba haciendo nada de eso que dice. —Estiró la mano para coger el mando a distancia del televisor y bajar el volumen, a fin de que Matthew no pudiera escuchar la atrocidad que estaba viendo—. Estaba leyendo.

—¿Y qué lee? —preguntó él.

Guerra y paz, de Dostoievski —mintió Þóra.

—Vaya, bueno —dijo Matthew—. ¿Es como Guerra y paz de Tolstoi?

Þóra, enfadada, se dio un puñetazo a sí misma por no haber mencionado a Laxness o a cualquier otro escritor islandés que él no conociera. Nunca se le había dado bien mentir.

—Tolstoi, quería decir. Pero aparte de eso, ¿hay algo especial? No creo que llame para discutir de literatura.

—No, para eso está claro que me he equivocado de número —respondió Matthew burlón. Como Þóra no contestó, añadió—: No, perdone, llamé porque el abogado del hombre al que detuvo la policía acaba de ponerse en contacto conmigo.

—¿Finnur Bogason? —preguntó Þóra.

—Sí, aunque usted pronuncia el nombre incomparablemente mejor que yo —contestó Matthew—. Me informó de que podemos ir mañana a ver al chico, si queremos.

—¿Nos han dado permiso? —inquirió Þóra extrañada. Los presos preventivos no obtenían nunca permiso de visita, en ningún caso.

—Este Finnur —Matthew lo pronunciaba con un fuerte acento alemán— consiguió convencer a la policía de que íbamos a trabajar con él en la defensa del muchacho, lo que no es del todo cierto, naturalmente.

—¿Y qué le empujó a decir algo así?

—Digamos que le di un empujoncito.

Þóra no siguió ahondando en el tema, pues no tenía ningún deseo de participar en irregularidad alguna. No sabía si Matthew se había dedicado a amenazar al abogado, pensó que probablemente le habría prometido cualquier recompensa a cambio de la entrevista… lo que en el mejor de los casos se consideraría una inmoralidad. Lo mejor para ella era imaginar que estaban ayudando al defensor.

A la porra con la moralidad y la inmoralidad. Tenía que hablar con el tal Hugi. Quizá a fin de cuentas sí era culpable. No había nada como poder hablar con la gente cara a cara. No había nada como mirar a los ojos al que estaba dando su versión y observar sus movimientos y su lenguaje corporal.

—Pues mejor que nos movamos. Claro que tenemos que hablar con él.

—De acuerdo. Sólo tengo que avisar a Finnur.

—¿Por qué le llamó tan tarde? —preguntó Þóra—. No creo que la autorización haya llegado esta tarde.

—No, no. Me dejaron un mensaje aquí en el hotel, y yo acababa de llegar. No quiero darle mi número de teléfono a demasiada gente.

A Þóra le fastidió sentir un deseo acuciante de saber adónde había ido Matthew cuando se despidieron… aunque, en realidad, lo más probable es que hubiera ido al centro a comer algo.

Decidieron que Matthew la recogería a las nueve en el despacho e irían juntos a Litla-Hraun. Ella miró sin querer por la ventana y vio la nieve que caía en gruesos copos, y confió en que Matthew supiera conducir en condiciones invernales. Si no, tendrían problemas.