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6 DE DICIEMBRE

Capítulo 1

Þóra Guðmundsdóttir{El islandés posee algunas letras inexistentes en nuestro alfabeto. La única que puede afectarnos es la Þ, que se pronuncia como la zeta castellana. El nombre de la protagonista es, por tanto, «Zóura» [N. del T.]} sacó a toda prisa un cheerio del bolsillo del pantalón y se arregló un poco el pelo y la ropa antes de entrar en el bufete. No estaba tan mal. El esfuerzo mañanero de llevar puntualmente al colegio a su hija de seis años y a su hijo de dieciséis quedaba ya atrás. Ahora la hija de Þóra se negaba a vestir de rosa, lo que no hubiera sido un grave inconveniente si no fuera porque toda su ropa era más o menos de ese color. El hijo, en cambio, estaba encantado de ponerse la misma ropa rota y ajada durante todo el año, a condición de que en cada harapo quedara bien a la vista la marca del fabricante. Su gran hazaña consistía en despertarle. Þóra suspiró al pensarlo. No era fácil estar sola con dos hijos. Pero las cosas tampoco habían sido fáciles mientras estaba casada. La diferencia era que entonces había que añadir las peleas matrimoniales a la hora del desayuno. La sensación de que aquel tiempo ya había pasado la puso de mejor humor y una sonrisa se extendió por sus labios mientras abría la puerta.

—Buenos días —dijo alegremente.

La secretaria no respondió al saludo, y se contentó con una mueca. Ni siquiera apartó la mirada de la pantalla del ordenador ni dejó de manipular el ratón. Siempre tan alegre, pensó Þóra. En su interior maldecía algunas veces sus problemas con la secretaria. Sin lugar a dudas, le había costado al bufete más de un negocio. Þóra no podía recordar a nadie que no se hubiese quejado de la chica aquella. No sólo era descortés, sino total y absolutamente repelente. Su característica principal no era su obesidad, sino su total despreocupación por su aspecto externo. Encima, solía estar siempre enfadada con alguien o por algo. Para empeorar las cosas aún más, como por pura mala idea, los padres de la muchacha le habían puesto el nombre de Bella. Ojalá se despidiese voluntariamente. Pero qué va, y eso que parecía de todo menos feliz de trabajar para ellos. Claro que Þóra no era capaz de imaginar un trabajo que pudiera llegar a gustarle a aquella chica. No sería fácil librarse de ella.

Cuando Þóra y su socio, Bragi, que además era mayor y con más experiencia, juntaron sus fuerzas y abrieron el bufete, el casero les encasquetó hábilmente, al establecer las condiciones de la renta, que emplearían a su hija como secretaría. Entonces no tenían forma de saber lo que les esperaba. La chica tenía magníficas recomendaciones de los inquilinos que les habían precedido en el local. Aunque ahora Þóra estaba convencida de que sus predecesores se habían mudado a Skólavöróustígur, mucho más lejos del centro, sólo por librarse de aquella peste de secretaria. Todavía debían de estar retorciéndose de risa por las recomendaciones que habían regalado a Þóra y Bragi. Þóra estaba convencida incluso de que si llevaban el asunto a los tribunales podrían conseguir una sentencia favorable basándose en que la recomendación había sido, cuando menos, de sinceridad más que dudosa. Pero con ello perderían la poca reputación que habían conseguido crearse. ¿Quién va a ir a un bufete de abogados que no se entera de la letra pequeña de sus propios contratos? Pero incluso si conseguían quitársela de encima, las buenas secretarias no abundaban precisamente.

—Llamó alguien —murmuró Bella pegada a la pantalla del ordenador.

Þóra, que estaba colgando su jersey, miró extrañada.

—¿Y? —preguntó, añadiendo con pocas esperanzas de respuesta—: ¿Tienes alguna idea de quién podía ser?

—No. Hablaba alemán, creo. No le entendí ni una palabra.

—¿Crees que volverá a llamar?

—No lo sé. Colgué sin más.

—Pues si se diera el caso improbable de que esa persona volviese a llamar aunque le hayas colgado el teléfono en las narices, ¿te parecería bien pasármela a mí? Yo estudié en Alemania y sé alemán.

—Pffua —rezongó Bella. Se encogió de hombros—. A lo mejor no era alemán. También podía ser ruso. Y era una mujer. Me parece. O un hombre.

—Bella, sea quien sea el que llame, una mujer de Rusia o un hombre de Alemania, incluso un perro de Grecia que sepa idiomas, haz el favor de pasármelo. ¿Vale?

Þóra no esperó a la respuesta (no quería ninguna), sino que se marchó directamente a su silencioso despacho.

Se sentó y encendió el ordenador. En la mesa no reinaba el desorden acostumbrado. El día anterior había dedicado una hora a ordenar los papeles que se le habían ido acumulando a lo largo del mes pasado. Tiró las cartas publicitarias y otras cosas parecidas enviadas por amigos y conocidos. Quedaron tres cartas: una de un cliente, otra de su amiga Laufey, que llevaba el título de A por el fin de semana y otra del banco. Maldita sea. Sin duda había superado el límite de la tarjeta, y seguramente también el de los reintegros. Decidió no abrir el correo para conservar la tranquilidad.

Sonó el teléfono.

—Abogados Centro. Þóra.

—Guten Tag, Frau Guðmundsdóttir?

—Guten Tag. —Þóra buscó papel y lápiz. Alemán. Se recordó a sí misma enseguida que siempre tenía que dirigirse a las señoras con Sie.

Þóra cerró los ojos y confió en que le viniera a los labios el alemán que había aprobado con tan buenas calificaciones cuando hizo el examen del máster en Derecho en la Universidad de Berlín. Se esforzó cuanto pudo en la pronunciación.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Me llamo Amelia Guntlieb. Me dio su nombre el profesor Anderheiss.

—Sí, fue profesor mío en Berlín. —Þóra confiaba haber utilizado la expresión adecuada. Notó que su pronunciación había perdido bastante. No había muchas ocasiones de practicar el alemán en Islandia.

—Sí —tras un penoso silencio, la mujer continuó—: Mi hijo ha sido asesinado. Mi esposo y yo necesitamos ayuda.

Þóra intentó pensar deprisa. ¿Guntlieb? ¿No se llamaba Guntlieb el estudiante alemán que había aparecido muerto en la universidad?

—¿Hola? —La mujer parecía no estar segura de si Þóra seguía al aparato.

Þóra se apresuró a responder.

—Sí, perdone. Su hijo. ¿Y eso sucedió aquí en Islandia?

—Sí.

—Creo que sé a qué crimen se refiere usted, pero he de reconocer que sólo sé lo que he oído en los medios de comunicación. ¿Está usted segura de que habla con la persona adecuada?

—Eso espero. No estamos satisfechos con la investigación de la policía.

—¿No? —dijo Þóra extrañada. Creía que la policía había solucionado el caso brillantemente. El asesino había sido capturado a las treinta y seis horas del horrible crimen—. Supongo que saben que la policía ha detenido a un hombre.

—Lo sabemos perfectamente. Pero no estamos convencidos de que sea el culpable.

—¿Por qué no? —preguntó Þóra escéptica.

—Sencillamente, no estamos convencidos. Y no hay más que decir —la mujer carraspeó—. Deseamos que se ocupe del caso alguien que no tenga ninguna relación con él. Alguien que hable alemán. —Silencio—. Tiene que comprender lo difícil que nos resulta esto. —Nuevo silencio—. Harald era nuestro hijo.

Þóra intentó mostrar compasión bajando la voz y hablando más despacio.

—Sí, sí, claro que lo entiendo. Yo también tengo un hijo. Me es imposible compartir plenamente el dolor de usted y su marido, pero les acompaño profundamente en el sentimiento. Pero, por otro lado, no estoy segura de poder ayudarles.

—Gracias por sus palabras —la voz era gélida—. El profesor Anderheiss, sin embargo, piensa que usted posee todas las condiciones que buscamos. Nos dijo que era usted tenaz, decidida y muy enérgica. —Silencio. Þóra pensó que el buen hombre no se había atrevido a decir «implacable». La mujer continuó—. Y también comprensiva. Es un buen amigo de la familia y confiamos en él. ¿Está usted dispuesta a encargarse del caso? Le pagaremos muy bien. —La mujer mencionó una cantidad.

Era increíble, y lo único que se podía añadir era si incluía o no el IVA. Unos honorarios por hora de más del doble de lo que Þóra solía cobrar. Además, la mujer ofreció un plus si la investigación conducía a la detención de un hombre que no fuera el que estaba ya arrestado. El plus era superior al sueldo anual de Þóra.

—¿Por qué me ofrecen tanto dinero? Yo no soy detective privado.

—Estamos buscando a alguien que pueda estudiar el caso desde cero, analizar las pruebas y evaluar adecuadamente la actuación de la policía. —La mujer hizo una pausa antes de continuar—. La policía se niega a hablar con nosotros. Eso nos pone muy nerviosos.

«Su hijo ha sido asesinado y las relaciones con la policía los ponen nerviosos», pensó Þóra.

—Pensaré en el asunto. ¿Tiene un teléfono al que pueda llamarla?

—Sí. —La mujer dijo el número—. Le ruego que no tarde mucho tiempo en decidirse. Si no sé nada de usted hoy mismo, buscaré otra solución.

—No se preocupe. Se lo comunicaré enseguida.

—Señora Guðmundsdóttir, una cosa más.

—¿Sí?

—Ponemos una condición.

—¿Qué es?

Carraspeó.

—Queremos ser los primeros en ser informados de todo lo que descubra usted. Sea importante o no.

—Antes de entrar en los detalles hay que ver si puedo ayudarles.

Se despidieron y Þóra colgó el aparato. Estupendo, empezar el día haciendo de criada. Y haberse pasado con la tarjeta. Y con los reintegros. El teléfono volvió a sonar. Þóra descolgó el aparato.

—Soy del taller de coches. Oye, esto parece un poco peor de lo que pensábamos.

—¿Sigue vivo? —respondió Þóra fastidiada. El coche se había negado a ponerse en marcha cuando iba a hacer unos recados a mediodía del día anterior. Había intentado no sé cuántas veces arrancar sin éxito alguno. Al final no había tenido más remedio que darse por vencida y la grúa se había llevado el coche al taller. El mecánico la miró con cara de pena y le prestó un trasto viejo mientras durase la reparación. El coche de repuesto estaba marcado en la parte de atrás y la de delante con el nombre del Taller Mecánico Bibbi, y el suelo del asiento posterior y el del copiloto se encontraban llenos de toda clase de basura, especialmente envoltorios de repuestos y latas de Coca Cola vacías. Þóra no tenía más remedio que usarlo, porque no podía estar sin coche.

—Pues no mucho —respondió fríamente—. Va a resultar un poquitín caro. —Vino entonces un discurso lleno de conceptos del mundo de la reparación de vehículos, del que Þóra apenas comprendió nada. La cantidad que sonó a continuación, en cambio, no precisaba más explicaciones.

—Gracias. Repáralo.

Þóra colgó. Durante varios minutos se quedó mirando el teléfono, pensativa. Las Navidades estaban a la vuelta de la esquina, con los consabidos gastos, adornos, gastos, regalos, gastos, fiestas, gastos, reuniones familiares, gastos y, qué curioso, más gastos todavía. No se podía hablar precisamente de grandes negocios en el bufete. Si tenía éxito en el caso del alemán le llegaría mucho más trabajo. Además solucionaría los problemas económicos, y muchas más cosas. Incluso podría irse de vacaciones con los niños. Tendría que ser a un lugar adecuado para una niña de seis años, un chico de dieciséis y una mujer de treinta y seis. Además, tendría con qué invitar a un hombre de veintiséis años para completar el grupo y ajustar la distribución de sexos. Levantó el teléfono.

No fue la señora Guntlieb quien respondió, sino una sirvienta. Þóra preguntó por la señora y enseguida escuchó sus pasos acercándose, probablemente por un suelo de parqué encerado. Una voz fría se oyó en el teléfono.

—Hola señora Guntlieb. Þóra Guðmundsdóttir, de Islandia.

—Sí. —Tras un breve silencio, quedó claro que de momento no pensaba decir nada más.

—He decidido intentar ayudarles.

—Bien.

—¿Cuándo quieren que empiece?

—Enseguida. Acabo de reservar una mesa para el almuerzo, para que discuta el asunto con Matthew Reich. Trabaja con mi esposo. Está en Islandia y posee la experiencia en investigación de la que usted carece. Él puede informarla sobre el caso con más detalle.

E1 tono de reproche de la palabra «carece» era tan duro como si Þóra hubiese aparecido borracha como una cuba en una fiesta infantil de cumpleaños. Þóra hizo como si no pasara nada.

—Sí, comprendo. Pero quiero repetir que no estoy segura de si podré ayudarles.

—Ya se verá. Matthew llevará preparado el contrato que tiene usted que firmar. Tómese el tiempo necesario para leerlo.

A Þóra le entraron ganas de decirle a la señora que se fuera al demonio. No toleraba semejante trato, ni semejantes brusquedades. Cuando su mente voló, sin que ella quisiera, hasta ella misma, los niños, y un hombre de veintiséis años, todos juntos, al aire libre, se tragó el orgullo y murmuró unas palabras para mostrar su acuerdo.

—Vaya al Hotel Borg a las doce. Matthew podrá contarle algunas cosas que no han aparecido en los periódicos. Algunas cosas no se pueden imprimir.

Þóra sintió un escalofrío al oír la voz de la mujer. Era brusca e insensible a la vez, pero al mismo tiempo había en ella algo como quebrado. Probablemente uno sonaba así en situaciones como ésta. Ella no dijo nada.

—¿Podrá ir? ¿Conoce el hotel?

Þóra casi se echó a reír: ¡que si conocía el hotel más famoso de toda Islandia, una auténtica institución!

—Sí, creo que me las apañaré. Supongo que sí. —Aunque hubiera intentado dejar un cierto margen a la duda, Þóra sabía que estaría en el Borg a las doce. Sin falta.

Capítulo 2

Þóra miró el reloj y dejó el caso en el que estaba trabajando. Otro cliente que se negaba a afrontar el hecho de que su caso estaba perdido. Se sentía satisfecha de sí misma, había solucionado algunos asuntos menores y le quedaba tiempo antes de ir a ver a Herr Matthew Reich. Llamó a Bella por el intercomunicador.

—Tengo que ir al centro a ver a alguien. No sé cuánto tardaré, pero mejor que no cuentes conmigo por un buen rato. —Al otro lado de la línea sonó un gruñido que Þóra tuvo que interpretar como expresión de acuerdo. Por Dios, ¿tanto le costaría decir simplemente «sí»?

Þóra cogió el cuaderno y guardó la agenda en la cartera. Todo lo que sabía era lo que habían dicho los medios de comunicación. Pero lo cierto es que no había seguido la noticia con especial atención. Lo que recordaba era principalmente lo siguiente: un estudiante extranjero había sido asesinado, el cuerpo mutilado de forma inexplicable y un traficante de drogas, que mantenía constantemente su inocencia, había sido detenido. De todo esto no había demasiado que sacar.

Mientras se ponía el abrigo, Þóra se examinó en el espejo. Sabía que era fundamental causar buen efecto en el primer encuentro, muy especialmente cuando la persona en cuestión era alguien importante. Dime cómo vistes y te diré quién eres, afirman quienes saben del asunto. Y por tus zapatos te conocerán. Eso no había conseguido entenderlo nunca. Sus zapatos eran, en el mejor de los casos, algo más que aceptables y el traje pantalón era el propio de un auténtico abogado. Þóra se pasó los dedos por su cabello largo y rubio.

Rebuscó en su cartera, encontró por fin el lápiz de labios y se lo pasó a toda prisa. Por lo general casi no utilizaba maquillaje, apenas una crema hidratante y máscara por las mañanas. El lápiz de labios lo llevaba por si se presentaba alguna ocasión imprevista, como ésta. El lápiz tenía el color adecuado y la llenaba de confianza en sí misma. Estaba contenta de parecerse a su madre en vez de a su padre, al que una vez habían pedido que posara como doble de Winston Churchill. Desde luego, probablemente no se podía decir que fuera guapa o elegante, pero los pómulos altos y los ojos azules y almendrados hacían que siempre se la pudiese considerar atractiva. Además había tenido la fortuna de heredar la complexión de la parte materna de la familia, de modo que siempre estaba más bien delgada.

Þóra le mandó un saludo a su socio y Bragi le respondió con un «que te vaya muy bien». Le había hablado de la conversación con la señora Guntlieb y el posible encuentro con su hombre de confianza. A Bragi le había parecido de lo más emocionante, pensaba que el hecho de que un cliente extranjero se pusiera en contacto con ellos era señal evidente de que estaban en el camino adecuado. Incluso había estado dándole vueltas a la posibilidad de añadir International o Group al poco significativo nombre del bufete. Þóra confiaba en que Bragi estuviera bromeando, pero no estaba segura.

El viento que soplaba en la calle acabó de despejarla. Hacía un frío poco habitual en noviembre, que anunciaba un invierno largo y duro. Claro que servía de compensación para el verano increíblemente templado que habían dejado atrás. Þóra estaba convencida de que el clima estaba cambiando, fuera a causa de variaciones climatológicas naturales o por el efecto invernadero. Por el bien de sus hijos, esperaba que se tratase de lo primero, pero en su fuero interno sabía que no era así. Se protegió las mejillas con el cuello del jersey para no llegar a la reunión con las orejas congeladas. El Hotel Borg estaba demasiado cerca para que valiese la pena coger el coche del taller. Sólo Dios sabía lo que pensaría el alemán si la viese con aquel cacharro. En ese caso, sus zapatos tendrían ya poco que decir, eso lo tenía bien claro.

No transcurrieron ni seis minutos desde que salió de la oficina hasta que atravesó la puerta giratoria del hotel.

Þóra vio ante ella un elegante restaurante. Descubrió que junto a los grandes ventanales que daban hacia el Parlamento y Austurvöllur había ya poco que recordase a los años en los que casi todos los sábados por la tarde se reunía en el Borg con sus amigos… todos felices y contentos. Por entonces no tenía preocupaciones, excepto, quizá, cómo le quedaba el trasero con la ropa que llevaba esa tarde. El «efecto invernadero» no había captado aún su atención, excepto como nombre de un grupo de rock.

El alemán parecía tener unos cuarenta años. Estaba sentado pon las piernas cruzadas en uno de los sillones tapizados y los anchos hombros ocultaban el respaldo en un efecto bonito. Estaba empezando a encanecer, lo que le otorgaba una clara respetabilidad. parecía rígido y formal, vestido con un traje de chaqueta gris y una corbata que no encajaba del todo con el color. Þóra sonrió, esperando parecer simpática e interesante, pero no tonta. El hombre se puso en pie.

—Frau Guðmundsdóttir —dijo con una pronunciación dura y fría.

Se dieron la mano.

—Herr Reich —murmuró Þóra con la mejor pronunciación alemana de la que era capaz—. Llámeme Þóra simplemente —añadio—. Es más fácil de pronunciar y en Islandia todos nos tratamos por el nombre de pila.

—Siéntese —dijo el hombre, sentándose a su vez—. Y llámeme a mí Matthew.

Ella tomó asiento también con la espalda lo más recta posible y se preguntó qué pensarían los demás clientes de aquel dúo tan envarado. Quizá que se estaba celebrando la reunión fundacional de una asociación de personas con grapas metálicas en la columna.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —le preguntó cortesmente el hombre en alemán. El camarero comprendió perfectamente lo que decía, porque se volvió hacia Þóra esperando su respuesta.

—Agua, por favor. Con gas. —Recordó de pronto lo aficionados que eran los alemanes al agua embotellada. Desde luego, su popularidad iba en aumento también en Islandia: diez años atrás a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido pensar siquiera en pagar en un restaurante por un agua que corría permanentemente de los grifos. Por eso optó por el agua carbonatada.

—¿Hago bien en pensar que ya ha hablado del asunto con mis jefes, más exactamente con Frau Guntlieb? —preguntó Matthew Reich cuando se hubo alejado el camarero.

—Sí. Me dijo que usted me proporcionaría información más detallada.

Él asintió con la cabeza y se humedeció los labios con el líquido transparente de su vaso. Las burbujas indicaban que él también tenía agua con gas.

—He reunido la información y se la he puesto en una carpeta para que la pueda leer. Puede llevársela y mirarla más tarde, pero hay algunos pormenores que deseo repasar con usted ahora, si le viene bien.

—Faltaría más —respondió Þóra inmediatamente. Antes de que tuviese ocasión de continuar, se apresuró a decir—: Bueno, lo cierto es que querría saber algo más preciso sobre estas personas para las que voy a trabajar. A lo mejor para la investigación carece de importancia, pero la posee para mí. Frau Guntlieb mencionó una cantidad muy considerable como remuneración. No tengo ningún interés en provocar más problemas a la familia si carecen de medios suficientes.

—Tienen medios suficientes —dijo él con una media sonrisa—. Herr Guntlieb es banquero, el principal accionista del banco Anlagenbestand, en Baviera. El banco no es excesivamente grande, pero cuenta con fuertes ingresos y clientes con fortunas considerables. No se preocupe. La familia Guntlieb es muy, muy rica.

—Comprendo —respondió Þóra, pensando que eso explicaba que fuera una sirvienta quien atendía las llamadas en su casa.

—Por otro lado, la familia Guntlieb no ha tenido la misma suerte con sus hijos. Tuvieron cuatro, dos hijos y dos hijas. El hijo mayor pereció en un accidente de automóvil hace unos diez años y la hija mayor nació totalmente inválida. Su enfermedad la llevó a la muerte hace unos años. Y ahora su hijo Harald ha sido asesinado y la hija menor, Elisa, es la única que queda. Todo esto ha sido una dura prueba para ellos, como podrá imaginarse.

Þóra asintió con la cabeza y preguntó con cierta vacilación:

—¿Qué hacía Harald en este país? Yo pensaba que en Alemania había suficientes universidades con buenos departamentos de Historia.

A juzgar por el rostro de Matthew, que el resto del tiempo no había mostrado gesto alguno, aquella pregunta resultaba difícil de contestar.

—En realidad no lo sé. Estaba interesado por el siglo XVII y me han dicho que realizaba ciertas investigaciones comparadas sobre Islandia y la Europa continental. Vino aquí con un programa de intercambio que existe entre la Universidad de Munich y la Universidad de Islandia.

—¿De qué clase de investigación comparada se trataba? ¿Acaso sobre formas de gobierno o algo por el estilo?

—No, más bien sobre algo en el terreno de la religión. —Bebió un sorbo de agua—. Quizá deberíamos pedir antes de continuar. —Le hizo una seña al camarero, que apareció con dos cartas.

Þóra tuvo la sensación de que no debía de tratarse de un hambre repentina, que había un motivo más serio para aquellas prisas.

—Religión, dice usted —echó un vistazo a la carta—. ¿Y qué, exactamente?

Él dejó sobre la mesa la carta abierta.

—No se habla de estos temas durante la comida, pero espero hacerlo enseguida. Aunque no estoy plenamente seguro de que el interés de Harald por ese tema tenga relación con el crimen.

Þóra frunció las cejas.

—¿Era sobre la peste?—preguntó.

—No, nada de pestes. —La miró a los ojos al decirlo—: Brujeria. Torturas y ejecuciones. Nada especialmente atractivo. Desgraciadamente, Harald estaba muy interesado por esas cosas. Debe de ser cosa de familia.

Þóra asintió.

—Comprendo —aunque en realidad no comprendía nada—. Quizá deberíamos olvidar el asunto hasta después de la comida.

—En realidad no es necesario. Los pormenores más importantes están en la carpeta que podrá usted llevarse. —Volvió a coger la carta—. Más tarde le haré entrega también de unas cajas con objetos personales de Harald que devolvió la policía. Son cosas relacionadas con su tesis, y que podrán proporcionarle una idea más precisa. También esperamos su ordenador y otros objetos que quiza podrían ofrecer algunas indicaciones.

Estudiaron las cartas en silencio.

—Pescado —dijo Matthew sin levantar la mirada—. Aquí comen mucho pescado.

—Sí, sí que lo comemos —fue lo único que se le ocurrió a Þóra responder.

—A mí no me gusta nada el pescado —dijo él.

—¿En serio? —Þóra cerró la carta—. A mí sí que me gusta, y creo que voy a probar la platija a la plancha.

Él finalmente decidió pedir platija al horno. Cuando el camarero se hubo marchado, Þóra preguntó por qué creía la familia que la policía había detenido al hombre equivocado.

—Hay varias razones. En primer lugar, Harald no habría malgastado su tiempo peleándose con un camello. —La miró a los ojos—. Consumía drogas de vez en cuando; eso se sabía. También bebía alcohol. Era joven. Pero no era realmente ni un drogadicto ni un alcohólico.

—Naturalmente no es más que cuestión de matices —dijo Þóra—. Para mí, el consumo reiterado de drogas es adicción.

—Algo sé sobre el abuso de las drogas. —Calló, pero se apresuró a continuar—: Pero no por experiencia propia, sino por una amiga mía. Harald no era drogadicto… sin duda estaba en vías de serlo pero, cuando le asesinaron, aún no lo era.

Þóra no tenía la menor idea de qué era lo que había llevado a aquel hombre a Islandia. Seguro que no había sido única y exclusivamente para invitarla a comer y saborear el pescado islandés.

—¿Qué es exactamente lo que hace usted para esa familia? La señora Guntlieb dijo que trabajaba con su esposo.

—Me encargo de los asuntos de seguridad del banco. Eso incluye, entre otras cosas, el seguimiento de posibles empleados, solucionar cuestiones de seguridad de la empresa, así como el transporte de fondos.

—¿No se incluye lo referente a drogas?

—No. Me refería a mi trabajo anterior. Estuve doce años en la policía de investigación de Munich. —La miró directamente a la cara—. Sé algunas cosillas sobre asesinatos y no tengo la menor duda de que en la investigación de la muerte de Harald cometieron algún error. No tuve que hablar demasiado con el comisario para darme cuenta de que no tiene ni idea de lo que está haciendo.

—¿Cómo se llama?

Þóra comprendió a quién se relería, a pesar de la corrupta pronunciación: Árni Bjarnason. Suspiró.

—Le conozco de otros casos. Es un imbécil. Mala suerte que le pusieran al frente de la investigación.

—Hay otras razones más por las que la familia considera que el camello no está relacionado con este crimen.

Þóra levantó los ojos.

—¿Cómo cuáles?

—Poco antes de su muerte, Harald sacó mucho dinero de la cuenta que tiene a su nombre. No ha habido forma de saber adónde fue a parar el dinero. Era mucho más de lo que pudiera necesitar Harald para comprar droga. Incluso aunque hubiese querido pasarse bien colocado una buena tira de años.

—¿No sería que pensaba invertir el dinero en el tráfico de drogas? —preguntó Þóra, que añadió—: ¿Contrabando a gran escala, o algo así?

Matthew resopló.

—Excluido. Harald no necesitaba ganar dinero. Ël también tenía su propia fortuna personal. Había heredado de su abuelo una elevada suma.

—Comprendo. —Þóra no quería seguir insistiendo, pero se puso a pensar si habría podido haber otras razones, por ejemplo síndrome de abstinencia; o a lo mejor se trataba de pura y simple estupidez.

—La policía no ha conseguido demostrar que el camello hubiese cogido el dinero. La única conexión de Harald con el mundo de la droga que consiguieron descubrir es que compraba droga de cuando en cuando.

Llegó la comida y se pusieron a comer en silencio. Þóra se sintió un poco incómoda. Aquel hombre no era, evidentemente, uno de esos con los que es fácil estar sin decir nada. Además, a ella nunca se le había dado bien hablar por hablar, aunque el silencio resultase opresivo, de modo que decidió no decir nada.

Pidieron café y enseguida llegaron a la mesa dos humeantes tazas, un azucarero y una jarrita de plata con la leche.

Þóra tomó un sorbo de café y rompió el silencio.

—¿Podría echar un vistazo al contrato?

Él hombre alargó el brazo para coger la cartera que estaba al lado de la mesa y sacó una carpeta delgada. Se la pasó a Þóra por encima de la mesa.

—Quédeselo. Podemos repasar mañana los cambios que quiera introducir, y yo informaré a los Guntlieb. Es un contrato razonable y dudo que tenga usted que estudiarlo demasiado. —Volvió a inclinarse y sacó otra carpeta más gruesa. La puso en la mesa, entre los dos—. Llévese también esto. Es la carpeta de la que hablé antes. Creo que sería conveniente que la mirase un poco, aunque sea por encima, antes de marcharse. En este asunto hay algunos aspectos tristes y nada agradables que prefiero que conozca de antemano.

—¿Cree que yo sola no podré? —preguntó Þóra un poco irritada.

—A decir verdad, no lo sé. Por eso le pido que eche un vistazo. Hay fotos de escenas que no son precisamente agradables y mucho material de lectura que no es mucho mejor. Empecé a dudar sobre algunos pasos de la investigación con la ayuda de una persona cuyo nombre prefiero no mencionar. —Puso la mano sobre la carpeta—. Aquí se encuentran también datos sobre la vida de Harald. Sólo los conocen muy pocas personas y debe seguir siendo así. Confío en que si en algún momento decide usted abandonar, guardará silencio sobre estas cuestiones. La familia no desea en absoluto que se conozcan. —Levantó la mano de la carpeta y la miró a los ojos—. No quiero aumentar sus penas.

—Comprendo —respondió Þóra—. Puedo asegurarle que nunca voy por ahí contando cosas de mi trabajo. —Ella también le miró fijamente y añadió con determinación—: Jamás.

—Bien.

—Pero ya que ha recopilado todas estas cosas… ¿para qué me necesitan a mí? Usted parece haber obtenido una información que yo habría sido incapaz de reunir.

—¿Quiere saber por qué la necesitamos a usted?

—Creo que acabo de preguntarlo.

El hombre respiró sonoramente por la nariz.

—Le voy a decir por qué. Yo soy extranjero en este país, y encima, alemán. Es necesario hablar con personas que jamás me contarían nada de importancia. Yo no he hecho más que arañar la superficie y la mayor parte de la información sobre cuestiones personales de Harald la obtuve en Alemania. A la gente no le gusta demasiado discutir detalles desagradables y difíciles con una persona como yo.

—Me lo puedo imaginar —dijo Þóra sin pensárselo.

Al instante, el hombre sonrió. Þóra se vio sorprendida al observar que su sonrisa era bonita, auténtica de alguna forma, a pesar de que los dientes eran artificialmente blancos y bien formados. No pudo menos que responder a la sonrisa, pero enseguida añadió, incómoda:

—¿Qué detalles desagradables son ésos que tendré que discutir yo con esas personas?

La sonrisa del hombre desapareció tan deprisa como había aparecido.

—Sexo con asfixia, autotortura, magia, alteraciones corporales y otras formas de conducta anormal, propias de individuos seriamente alterados.

Þóra se sintió totalmente perdida.

—No estoy segura de saber realmente adonde va todo esto. «Sexo con asfixia» es algo que nunca había oído. —A lo mejor se trataba de que la falta de sexo les producía como una especie de asfixia…

Cuando apareció la sonrisa por segunda vez, ya no era tan amistosa como antes.

—Bah, ya se enterará. No se preocupe lo más mínimo.

Terminaron el café sin decir una palabra; después Þóra cogió la carpeta y se dispuso a regresar a la oficina. Acordaron volver a verde al día siguiente y se despidieron.

Cuando Þóra estaba alejándose de la mesa, el hombre le puso la mano sobre el hombro.

—Una cosa más para terminar, Frau Guðmundsdóttir.

Ella se dio la vuelta.

—Olvidé decirle por qué estoy convencido de que el hombre que detuvo la policía no es el asesino.

—¿Por qué?

—No tenía los ojos de Harald.

Capítulo 3

Þóra, por naturaleza, no tenía miedo a los ladrones, pero en el camino de regreso tras la reunión con Matthew procuró llevar su cartera bien sujeta. No podía ni imaginarse tener que llamar a aquel hombre para anunciarle que le habían robado los papeles. Por eso se sintió tan aliviada cuando cruzó la puerta del bufete. La recibió un fuerte olor a humo.

—Bella, sabes que está prohibido fumar aquí.

Bella se apartó sobresaltada de la ventana en un torpe intento de decir algo.

—No estaba fumando. —Mientras lo decía, un hilo de humo se le escapó por la comisura de la boca. f»óra suspiró.

—Pues tienes un incendio en la boca. —Y añadió—: Cierra la ventana y fuma en la sala del café. Te sentará mejor que tener que salir a dar vueltas a la manzana.

—No estaba fumando, estaba echando del alféizar a las palomas —respondió Bella molesta. Se sentó a su escritorio sin mirar a Þóra.

Þóra decidió no remover más el asunto. La experiencia le había enseñado que no valía la pena desperdiciar saliva con aquella chica. Se fue a su despacho y cerró la puerta con llave.

La carpeta que le había dejado Matthew estaba repleta, y eso que se trataba del modelo más grueso. Era de color negro, lo que en cierto modo resultaba muy apropiado, a la luz de su contenido.

La tapa no tenía marca alguna, sin duda sería difícil encontrar un título de buen gusto. «Harald Guntlieb en vida y muerte», murmuró Þóra de labios adentro al abrir la carpeta y contemplar el ín dice, impecablemente impreso. La carpeta estaba dividida en siete partes con separadores intermedios y, al parecer, las secciones se encontraban ordenadas cronológicamente: Alemania, Servicio militar, Universidad de Múnich, Universidad de Islandia, Cuentas bancarias, Investigación policial. La séptima y última se llamaba Autopsia. Decidió ir estudiando la carpeta en el mismo orden en que estaba organizada. Miró el reloj y vio que iban a ser las dos. Difícilmente podría verlo todo antes de las cinco, hora en que tenía que ir a recoger a su hija Sóley a la guardería… a menos que se diese mucha prisa. Þóra puso el móvil para que sonara a las cinco menos cuarto. Se propuso tener visto lo más importante de la carpeta antes de esa hora. Luego se llevaría la carpeta a casa, como hacía de vez en cuando si tenía mucho que hacer. El contenido, sin duda, no era el más apropiado para estudiarlo detenidamente en casa, a la vista de los niños. Fue a la primera hoja separadora y empezó a mirar.

En primer lugar había una fotocopia de la partida de nacimiento. En ella podía leerse que la señora Amelia Guntlieb había dado a luz a un niño sano, de sexo masculino, en Munich, el 18 de junio del año 1978. El padre estaba registrado como el señor Johannes Guntlieb, director de banco. Þóra desconocía el lugar de nacimiento. A juzgar por el nombre, no se trataba de ninguno de los grandes hospitales nacionales, e imaginó que sería alguna clínica privada carísima, o una maternidad para gente de mucho dinero. En la línea destinada a anotar la religión del niño habían escrito «católica romana». Si la memoria no la engañaba, Þóra recordaba vagamente que alrededor de una tercera parte de los alemanes tenían esa religión, y que la mayoría vivía en el sur del país. Cuando Þóra estudió en Alemania la sorprendió el elevado número de católicos. Siempre había asociado a Alemania con la Reforma protestante y había pensado que los católicos se encontraban sobre todo en los países del sur de Europa, como Italia y España, sin olvidar Francia.

Þóra pasó la hoja.

Las siguientes páginas consistían en fundas de plástico. Estas contenían fotografías, la mayor parte de ellas de la familia Guntlieb en circunstancias variadas. En cada funda había recortes de papel con los nombres de las personas que aparecían en las fotos. Cuando Þóra fue repasando rápidamente las fotos, vio que en todas y cada una de ellas estaba marcado el nombre de Harald. Además de instantáneas familiares había también algunas fotos escolares de él a diversas edades, recién peinado y cepillado, como Dios manda. Þóra estuvo pensando el motivo por el que estaban aquellas fotos en la carpeta. La única explicación aceptable era que se trataba de recordarle que el asesinado había sido antes una una persona viva. Y aquello tuvo el efecto deseado.

En las primeras fotos, que eran las más antiguas, se podía ver a un muchachito de buen aspecto, bien con su hermano, que parecía tener dos o tres años más que él, bien con su madre. A Þóra le llamó la atención lo guapa que era Amelia Guntlieb. Aunque algunas de las fotografías eran bastante malas, saltaba a los ojos que era una de esas poquísimas mujeres que están siempre alegres sin que parezcan darle demasiada importancia al hecho. Especialmente evidente resultaba, pensó Þóra, una foto de madre e hijo en la que la señora Guntlieb estaba enseñando a su hijo a caminar. La foto había sido tomada en el jardín, al aire libre, y la señora Guntlieb llevaba a Harald de la mano mientras éste intentaba dar pasitos con el torpe caminar de los niños de un año de edad, con una de las piernas en el aire, bien doblada por la rodilla. La señora Guntlieb sonreía al fotógrafo y la felicidad chispeaba desde su hermoso rostro. La fría voz que Þóra había oído en el teléfono desde el otro lado del mar no parecía corresponder a aquella fisonomía. El chiquillo estaba todavía en la edad en la que el rostro aún no se encuentra bien definido en la barbilla, la nariz y las mejillas, pero pese a todo se podían ver rasgos del parecido de madre e hijo.

Las siguientes fotografías eran de Harald a los dos o tres años de edad. Ahora se parecía aún más claramente a su madre, aunque no tanto como para resultar afeminado. Su madre aparecía también en las fotos, primero embarazada, luego sonriendo con un bebé en los brazos, bien envuelto en ropas y pañales. En la foto se veía a Harald junto a la silla en la que estaba sentada la madre, estirándose como para ver bien aquel fardito blanco, su hermana. Su madre le tenía sujeto por los hombros. Por el papel que había debajo de la foto, Þóra supo que la niña fue bautizada con el nombre de su madre, Amelia, además de un segundo nombre, Maria. Esta era la chica que había muerto a causa de una enfermedad congénita. A juzgar por la foto, al principio la familia ignoraba la enfermedad. La madre parecía, por decir poco, feliz y despreocupada. En las siguientes fotos, en cambio, era como si algo hubiese cambiado. La señora Guntlieb, que mostraba una amplia sonrisa en todas las fotos, sin excepción, parecía remota y abatida. En una de las instantáneas había adoptado una sonrisa de circunstancias pero que no le llegaba a los ojos. Tampoco se apreciaba aquel contacto físico entre ella y Harald que había sido tan característico de fotos anteriores. El niño parecía más bien afligido y perdido. La niña no se veía por ningún lado.

Parecía que se habían saltado una parte de la historia familiar, y Þóra tuvo la certeza de que las siguientes fotos correspondían a por lo menos cinco años más tarde. El capítulo comenzaba con una foto de familia, todos muy bien colocados, la primera en la que se veía al señor Guntlieb. Era un hombre de aspecto respetable, de edad claramente algo mayor que su esposa. Todos los de la imagen vestían sus mejores ropas, pero ahora había además un bebé acostado en brazos de su madre. Era sin duda la hija más pequeña del matrimonio, él único de sus hijos que seguía con vida. La niña enferma estaba allí también, ahora en una silla de ruedas. No era necesario tener estudios de medicina para darse cuenta de lo horrible de su invalidez, viéndola allí sentada, amarrada a la silla, con la cabeza caída hacia atrás y la boca abierta. La mandíbula inferior no colgaba hacia abajo sino hacia un lado, lo que daba a entender que la niña apenas tenía control sobre ella. Lo mismo parecía suceder con las extremidades: un brazo estaba encorvado hacia arriba por el codo, y la mano colgaba doblada sobre el brazo de una forma que no parecía natural. Los dedos de esa mano estaban encorvados y le daban aspecto de garra. El otro brazo descansaba sobre su regazo, y daba la sensación de que no podía moverse. Detrás de la silla de ruedas estaba Harald, ahora con unos ocho años. Su gesto no se parecía a nada que Þóra hubiera visto en su propio hijo a esa edad. Era como si el niño ya no existiese. Aunque los demás miembros de la familia, los señores Guntlieb, así como el hijo mayor que Harald, no habían salido precisamente alegres, el muchacho parecía patético en su desamparo. Algo había sucedido, evidentemente, y Þóra estuvo dándole vueltas a si un niño tan pequeño podía verse afectado de aquella forma por la enfermedad de una hermana menor. Quizá sólo tenía que luchar con problemas psicológicos, eso no era tan extraño en los niños. Tal vez había sido un niño depresivo y la competencia con la hermana pequeña por conseguir la atención de sus padres había podido con él. Si era algo de ese estilo lo que había estado pasando por entonces, quedaba claro en las siguientes fotos, donde los padres eran siempre figuras lejanas. En ninguna de ellas mostraban al niño cercanía física alguna, él estaba siempre apartado del resto de la familia, excepto en unos pocos casos, en los que su hermano mayor estaba a su lado. Era como si su madre se hubiese olvidado de él, sin más, o como si estuviera tratando de ignorarle. Þóra se recomendó a sí misma no intentar sacar demasiadas conclusiones de aquellas fotos. Parecían simples instantes de la vida de aquellas personas y nunca podrían dar una imagen real de lo que pensaban o hacían.

Llamaron a la puerta y asomó el rostro de Bragi, el copropietario del bufete.

—¿Tienes dos minutos?

Þóra asintió con la cabeza y Bragi entró. Estaba ya en los sesenta, grueso y de elevada estatura, uno de esos que no sólo son altos, sino sencillamente grandes. Para Þóra, la mejor forma de describirlo era diciendo que estaba ampliado dos tallas por todas partes, incluyendo dedos, orejas, nariz y todo lo demás. Se incrustó en la silla que había delante de la mesa de Þóra y atrajo hacia sí la carpeta que estaba estudiando.

—¿Qué tal fue?

—¿La reunión? Bien a secas, creo —respondió Þóra viendo a Bragi hojear descuidadamente las fotos de familia que había estado mirando ella.

—Este chico tiene una pinta tremendamente triste —dijo Bragi señalando a Harald en una foto—. ¿Es éste el asesinado, quizá?

—Sí —respondió Þóra—. Son unas fotos bastante peculiares.

—Pues no sé. Tendrías que mirar las fotos desde tu recuerdo de la infancia. Yo era un chico de lo más amargado. Desgraciado y, por decirlo en una sola palabra, perdido. Las fotografías de aquella época lo demuestran.

Þóra no respondió. Estaba acostumbrada a oír a Bragi decir toda clase de cosas raras. Eso de que había sido desgraciado y perdido cuando era un chaval no era más que una tremenda exageración, igual que aquello otro de que mientras hacía la carrera de Derecho había tenido que trabajar como guardia nocturno en la báscula del puerto por las noches y en los botes de remos los fines de semana. Sin embargo, aquel hombre le caía estupendamente. Siempre se había portado bien con ella, desde el momento en que la invitó a fundar con él un bufete tres años atrás; ella dijo que sí con agradecimiento. Entonces trabajaba en un bufete de mediano tamaño y se sintió más feliz que nadie de marcharse de allí; por eso no echaba de menos las conversaciones sobre pesca del salmón y corbatas al lado de la máquina de café.

Bragi empujó la carpeta para devolvérsela a Þóra.

—¿Piensas encargarte de esto?

—Pues sí, me parece que sí —fue la respuesta—. Es un cambio. Siempre es divertido enfrentarse a cosas nuevas.

Bragi dejó escapar un gruñido.

—Todo es relativo, déjame que te lo diga. A mí no me pareció nada emocionante enfrentarme a un cáncer de colon hace ahora un año, aunque se tratara de algo totalmente nuevo para mí.

Þóra no intentó seguir ahondando en esa dirección, y se apresuró a decir:

—Tú sabes a lo que me refiero.

Bragi se puso en pie.

—Sí, sí, claro. Sólo quería advertirte de que no te hagas demasiadas ilusiones. —Fue hacia la puerta pero en el umbral se dio la vuelta y añadió—: ¿Qué, crees que podrás utilizar a Þór en este caso?

Þór era un abogado recién licenciado que llevaba alrededor de medio año trabajando con ellos. Era un tanto raro y poco sociable, pero todo su trabajo era ejemplar, de modo que Þóra no tenía objeción ninguna en que formara equipo con ella, si surgía la necesidad.

—Había pensado utilizarlo más bien para descargarme de otros asuntos y así tener tiempo que dedicar a éste. Tengo mucha tarea que a él no le será difícil terminar.

—Perfecto, haz como mejor te parezca.

Þóra volvió a coger la carpeta y pasó páginas rápidamente por las fotos que quedaban, para ver cómo iba creciendo Harald, cómo iba convirtiéndose en un hombre muy fotogénico, con el rostro claro de su madre. Su padre tenía las cejas de un color más oscuro; uno de esos rostros que no se quedan bien en la memoria. La última página contenía exclusivamente dos fotografías, las dos tomadas al parecer en un estudio de fotógrafo. Una con ocasión del final de estudios, probablemente en la Universidad de Munich, y la otra con ocasión del comienzo o del final del servicio militar, al menos Harald iba vestido con el uniforme del ejército alemán. Þóra no sabía suficiente como para hacerse una idea de a qué arma del ejército había pertenecido. Se dijo que la explicación se encontraría en la sección sobre el servicio militar que aparecía en el índice.

En las páginas siguientes se hallaban fotocopias de las calificaciones de Harald en diversos grados escolares, y saltaba a la vista que el chico había sido un estudiante extraordinario. Siempre obtenía sobresalientes, y Þóra sabía por experiencia propia que en el sistema escolar alemán éstos no se sacaban de la manga precisamente. La última hoja de calificaciones era de la Universidad de Munich, donde Harald se había licenciado en Historia, y era del mismo estilo. La tesina, además, había recibido la máxima calificación. A juzgar por los años, era evidente que Harald se había tomado vacaciones de los estudios antes de matricularse en la universidad. Probablemente tenía algo que ver con el servicio militar. Þóra pensó que era bastante curioso que el joven hubiese decidido entrar en el ejército, habida cuenta de su magnífico expediente académico. Aunque en Alemania el servicio militar era obligatorio, librarse no era difícil. Y ser hijo de unos padres con mucho dinero no habría sido ningún obstáculo precisamente. No les habría resultado demasiado difícil librarle de ese deber.

Þóra hojeó la segunda parte de la carpeta, que se titulaba Servicio militar. Este capítulo no era muy grueso, apenas unas pocas paginas. En la primera había una fotocopia de la hoja de alistamiento de Harald Guntlieb, en el año 1999, en la Bundeswehr , el ejército alemán. Parecía que se había alistado en Das Deutsche Heer, el ejército de tierra. Le extrañó que no hubiese elegido la aviación o la marina. Þóra daba por seguro que con las influencias de su padre habría podido elegir cualquier arma del ejército. En la página siguiente había un recorte de prensa que decía que la unidad de Harald iba a ser enviada a Kosovo, y en la tercera y última estaba su salida del ejército, fechada siete meses después. No se daba explicación alguna, aparte de que estaba escrito, en estilo muy funcionarial, «medizinische Gründe», esto es, razones médicas. En el espacio vacío de la fotocopia alguien había escrito un bonito signo de interrogación. Þóra imaginó que habría sido Matthew; que ella supiera, era él quien había recopilado todo aquello. Para no olvidarse, Þóra escribió una nota recordándose preguntarle más detalles sobre el cese en el ejército. Pasó al capítulo siguiente.

Igual que el capítulo sobre el servicio militar, éste empezaba con la fotocopia de una hoja de matrícula, ahora de la Universidad de Munich. Þóra se dio cuenta de que estaba fechada apenas un mes después de la licencia del ejército. Eso indicaba que Harald había mejorado mucho después de dejar el ejército, si es que había sido una enfermedad el verdadero motivo de su salida del ejército. Después venían algunas páginas con las que Þóra no se aclaraba del todo; una era la fotocopia de la reunión fundacional de una sociedad de estudios históricos denominada Malleus Maleficarum, la segunda incluía una carta de recomendación de un tal profesor Chamiel que alababa a Harald en los términos más encomiásticos, y en algunas había lo que parecían programas de las asignaturas de Historia de los siglos XV, XVI y XVII. Þóra no tenía nada claro qué iba a poder sacar de todo aquello.

Al final de esta parte se encontraba un recorte de un periódico alemán sobre la muerte de unos jóvenes como consecuencia de ciertas actividades sexuales extrañas. Después de leerlo, Þóra pudo comprender que estas actividades consistían en apretar la tráquea con una cuerda mientras se practicaba la masturbación. Aquello debía de tratarse del sexo con asfixia del que había hablado Matthew. Realmente, debía de ser el no va más para alcanzar el orgasmo en quienes tienen dificultades para conseguirlo a consecuencia del consumo frecuente de narcóticos, alcohol o cosas semejantes. En el papel no figuraba nada que pudiera relacionar aquel artículo con Harald, aparte de que uno de los muertos estudiaba en su misma universidad. No se citaba el nombre del estudiante ni había mención del año. Pero alguna conexión tenía que existir, ya que el artículo estaba incluido en la carpeta. Þóra volvió atrás, a la foto de graduación de Harald, que se encontraba al final del primer capítulo. Estudió la foto con detenimiento y lo único que encontró fue que había algo rojo en la parte que sobresalía del cuello de la camisa. Sacó la foto de la bolsa e intentó entender mejor lo que había en ella. La fotografía se hizo un poco más clara cuando la extrajo del plástico, pero no lo bastante para que Þóra pudiera convencerse de que se trataba de una cicatriz. Anotó que debería acordarse también de preguntar a Matthew sobre aquel asunto.

Lo último que se encontraba en esta compilación, de por sí extraña, sobre los años de universidad de harald en Múnich era la primera página de su tesina para la licenciatura en Historia. A juzgar por el título, versaba sobre las persecuciones de brujas en Alemania, sobre todo de la ejecución de niños sospechosos de brujería. Þóra sintió un escalofrío. Naturalmente, conocía las quemas de brujas por las clases de Historia de sus años de bachillerato, pero no recordaba que nunca se hubiera mencionado a los niños en ese contexto. Sería difícil que le hubiese pasado desapercibido, aunque en aquella época la historia la aburría terriblemente. No había más que aquella primera página de la tesina, y Þóra se concedió la esperanza de que la conclusión de la tesis fuera que no habían quemado a ningún niño. Sin embargo, en su interior sabía que no era así. Empezó a leer el capítulo sobre la Universidad de Islandia. Aquí figuraba una carta de la universidad en la que comunicaban a Harald que había sido aprobada su participación en el programa de maestría en Historia, y se le daba la bienvenida al centro en el semestre del otoño de 2004. A continuación se encontraba una fotocopia de las calificaciones en las asignaturas que había cursado Harald. Þóra vio por la fecha de la fotocopia que las calificaciones habían llegado después de su muerte. Probablemente las había recogido Matthew. Aunque Harald no había podido cursar demasiadas asignaturas en el año aproximado que llevaba estudiando allí, todas las calificaciones eran muy altas, como sucedía con las anteriores. Þóra imaginó que debía de habérsele autorizado a realizar los exámenes en inglés, pues suponía que no conocería el islandés. Calculó que le faltaban diez créditos, aparte de la tesis del máster.

Venía a continuación una página con una lista de cinco nombres. Eran todos islandeses y detrás de cada uno estaba anotada la especialidad y lo que podía ser el año de nacimiento. No había más, y Þóra supuso que aquellos serían amigos de Harald, pues casi todos tenían la misma edad que él. Los nombres eran: Marta Mist Eyjólfsdóttir, Estudios de la mujer, n. 1981; Brjánn Karlsson, Historia, n. 1981; Halldór Kristinsson, Medicina, n. 1982; Andri Þórsson, Química, n. 1979, y Bríet Einarsdóttir, Historia, n. 1983. Þóra pasó las páginas con la esperanza de que hubiese mas datos sobre aquellos jóvenes, pero no era así, pues inmediatamente después venía una fotocopia del campus de la universidad y sus principales edificios. Habían trazado unos círculos en la Facultad de Historia y la Fundación Árni Magnússon, además del edificio principal. Más tarde vería por qué había incluido Matthew todo aquello en la carpeta, como si ella no conociese su propia universidad. Venía a continuación otra fotocopia de la página web de la universidad; Þóra pasó por alto el texto, que estaba en inglés y hablaba de la Facultad de Historia. Luego había otra página parecida sobre el acceso de estudiantes extranjeros. De todo aquello no se podía sacar nada.

La última sección de este capítulo era la fotocopia de un correo electrónico, enviado desde la dirección [email protected], que evidentemente era la de Harald en la universidad. El correo estaba dirigido a su padre, fechado poco después de empezar los estudios en la primavera de 2004. Al leer el correo, le llamó la atención lo poco personal que era el mensaje, en comparación con lo que puede esperarse en la carta de un hijo a su padre. En un lenguaje muy conciso, la carta hablaba de lo contento que estaba Harald en Islandia, que acababa de mudarse a un piso de lo más decente, etcétera. Al final del correo, Harald decía que había encontrado a un profesor para supervisar su tesis de maestría, el catedrático Þorbjörn Ólafsson. La tesis, de acuerdo con el correo, versaría sobre la comparación de las quemas de brujas en Islandia y Alemania, partiendo del hecho de que la mayor parte de los condenados en Islandia fueron hombres, a diferencia de lo sucedido en Alemania, donde la mayoría la formaban mujeres. La carta concluía con un saludo de despedida y Þóra sintió que algo le saltaba en el pecho al ver una posdata debajo del nombre de Harald; decía: «Si te interesa seguir en contacto, aquí tienes mi correo electrónico». No demostraba excesivo cariño. Quizá la baja en el ejército tuviera algo que ver con aquella relación tan poco íntima. Su padre, al menos a juzgar por las fotografías, no parecía excesivamente comprensivo y debía de estar molesto con un hijo incapaz de cumplir las expectativas depositadas en él.

En la página siguiente había una breve respuesta de su padre, también fotocopia de un correo electrónico. Decía: «Querido Harald, espero que no te dediques a ese tema de tesis. Es malo y nada adecuado para formar el carácter. Sé sensato con el dinero. Saludos», y debajo aparecía la firma de correo con el nombre completo del padre, su cargo y su dirección. Así que eso era, pensó Þóra, ¡qué seco! Ni una palabra de que se alegrara de haber recibido noticias de su hijo, ni de que lo echase de menos en absoluto, ni siquiera había firmado con «papá» o algo semejante. Resultaba evidente que la relación era fría, si no gélida. Þóra no sabía si padre e hijo habían vuelto a comunicarse por email; al menos, en la carpeta no había ninguno más.

Al final se encontraba la fotocopia de un documento de la universidad con la relación de asociaciones de estudiantes y los títulos de los periódicos editados por los alumnos de diversos departamentos. Þóra repasó la lista pero no vio nada de especial interés, hasta que hacia el final de la lista leyó: «Malleus Maleficarum: asociación de interesados en historia y etnografía». Þóra levantó los ojos de los papeles. Era el mismo nombre que aparecía en el acta fundacional incluida en el capítulo sobre los estudios universitarios de Harald en Munich. Þóra volvió atrás para asegurarse, y así era. Vio que debajo del nombre de la asociación en la lista islandesa habían escrito con lápiz: «errichtet 2004», fundada en 2004. Era después del comienzo de los estudios de Harald en la Universidad de Islandia. ¿A lo mejor el promotor de aquella asociación había sido él? No era nada improbable, a menos que aquel «Malleus Maleficarum» fuera alguna cosa especialmente emblemática para la historia y la etnografía. Claro que no tenía ni idea de lo que podía significar: Þóra no sabía nada de latín. Pasó al capítulo quinto, el de las cuentas bancarias.

Consistía en una abultada colección de extractos de una cuenta bancaria extranjera. Harald Guntlieb aparecía como titular, y movía unas cantidades exorbitantes, aunque al final del último extracto el saldo se había reducido mucho. Habían marcado en color rosa con un rotulador los movimientos cuando se trataba de grandes reintegros y en color amarillo los ingresos grandes. Þóra vio rápidamente que lo marcado en amarillo era siempre la misma cantidad, y que entraba a principios de cada mes. Se trataba de una auténtica fortuna, más de lo que ganaba Þóra en seis meses… cuando había mucho trabajo. Debía de tratarse de transferencias de la suma que, según dijo Matthew, había heredado Harald de su abuelo. Era probable que el pago de la herencia estuviera estipulado de forma que Harald recibiera regularmente una cantidad, en lugar de entregárselo toda a la vez. Esta manera de hacer las cosas era bastante habitual cuando el heredero era joven, y sólo hasta que alcanzaba una determinada edad. El límite de edad dependía de la fiabilidad del cliente. A Harald Guntlieb no le debían de haber considerado demasiado de fiar, pues Þóra calculaba que debía de tener veintisiete años cuando murió… y aún no había llegado al punto de poder hacerse con toda la herencia. Pese a todo, en la cuenta se había ido acumulando una cantidad considerable, y saltaba a la vista que los gastos de alojamiento y manutención de Harald quedaban muy por debajo del disponible de cada mes.

Los reintegros subrayados eran algo completamente diferente. Eran muy variables y no se habían realizado a periodos regulares, por lo que Þóra podía ver. Habían escrito anotaciones en la mayoría de ellos y, cuando no eran demasiado grandes, los revisó sólo por encima. Þóra comprendía algunas notas según las iba leyendo, pues aparecía por ejemplo BMW al lado de un reintegro muy elevado de principios de agosto de 2004, lo que le permitió entender que Harald se había comprado un coche en Islandia. De otras anotaciones no entendía absolutamente nada. «Urteil G. G.» aparecía junto a un reintegro exorbitante de la época en que Harald estaba estudiando en Munich. Urteil significaba «juicio» y lo primero que se le pasó a Þóra por la cabeza fue que Harald había tenido que pagar a alguien para ocultar las causas de su baja del ejército. La fecha no encajaba en absoluto, sin embargo, y no podía imaginarse el significado de G. G. En otro reintegro ponía «Schädel», que significaba «cráneo», en otro lugar «Gestell», que no sabía lo que quería decir. Encontró varios reintegros sin conexión alguna, y pensó que era mejor no perder el tiempo con ellos.

La vista de Þóra se detuvo en dos movimientos que le llamaron poderosamente la atención. En uno, que era de hacía varios años y cuyo importe ascendía a 42.000 euros, volvía a aparecer la frase latina «Malleus Maleficarum» y en el otro, que era de los más recientes y más elevados, habían puesto un signo de interrogación. Se trataba probablemente del dinero que Matthew creía que había desaparecido, unos 310.000 euros. Þóra calculó que aquello correspondería a más de veinticinco millones de coronas islandesas. No era extraño que Matthew dudase de que hubiera dedicado tal cantidad a comprar droga. Se habría podido comprar al traficante entero, aunque el lote hubiese llevado a Keith Richard de regalo. Además parecía claro, a juzgar por aquellos estados de cuentas, que a Harald no le había faltado dinero en ningún momento, a pesar de reintegros tan grandes como aquéllos.

Pasó a las páginas siguientes, que mostraban los movimientos de la tarjeta de crédito de Harald un mes antes de su muerte. Las revisó rápidamente y vio que la mayor parte correspondían a bares y restaurantes, además de una única compra en una tienda de ropa. Todos los restaurantes tenían en común ser fashion, como diría su amiga Laufey. Una parte curiosamente pequeña correspondía a tiendas de alimentación. Þóra miró detenidamente la elevada cantidad abonada en el el Hotel Rangá a mediados de septiembre, un movimiento señalado como escuela de vuelo, así como una cantidad muchísimo menor en el zoológico, nada menos, fechada a finales de septiembre. Había además muchos movimientos pequeños en tiendas de animales de compañía del centro de la capital. A lo mejor a Harald le gustaban los animales o había ligado con una madre soltera. Otro detalle que preguntarle a Matthew. El capítulo sobre los asuntos monetarios de Harald se cerraba con aquellos resúmenes. Þóra miró el reloj y vio que no le sobraba demasiado tiempo.

Decidió descansar un poco de la carpeta, se dirigió al ordenador y buscó «Malleus Maleficarum» en la red. Más de cincuenta y cinco mil páginas eran las que tenía a su disposición al concluir la búsqueda. Enseguida encontró una que parecía prometedora, y en el resumen sobre el contenido de la página se indicaba que significaba «martillo de brujas» y que era el título de un libro de 1486. Þóra siguió el enlace y en la pantalla apareció un texto en inglés. La única cosa rara de la página era un un dibujo antiguo que mostraba a una mujer vestida con un manto y que parecía atada a una escalera. Dos hombres se afanaban en levantar la escalera para dejarla caer, junto con la mujer, sobre una enorme pira que ardía delante de la escalera. Era evidente que iban a quemarla viva. La mujer miraba al cielo con la boca abierta pero Þóra no tenía claro si la intención del artista era mostrarla invocando a Dios o ultrajándolo. Pero su desesperación estaba claramente representada. Þóra envió la página a la impresora y fue corriendo a recogerla antes de que Bella se llevase el papel. De aquella chica se podía esperar todo.

Capítulo 4

Las hojas que salieron de la impresora resultaron ser cinco, no una sola como había creído Þóra. La home-page contenía obviamente más material que el que cabía en la pantalla, y Þóra comenzó a leerla en el camino de vuelta a su despacho.

En una breve introducción se contaba que el Malleus Maleficarum era sin duda uno de los libros más malditos de la historia de la humanidad. Fue publicado por primera vez en 1486 y se trataba de un manual para las investigaciones judiciales, que enseñaba a quienes trabajaban en ellas a reconocer y acusar a las brujas. Se decía que el libro fue decisivo para que la magia negra y ciertas costumbres de la plebe pasaran a considerarse herejías, lo que en aquella época estaba castigado con la pena de muerte: quienes eran declarados culpables de ese pecado tenían que ser quemados en la hoguera. Señalaba además que el libro estaba dividido en tres partes. La primera había de convencer a la gente de que la magia y las brujas eran fenómenos reales, así como que se debían considerar innaturales y diabólicos. Además se indicaba que la mera incredulidad acerca de la existencia de la magia negra también era herejía, lo que ciertamente representaba una novedad. La segunda parte recogía una recopilación de espantosas historias sobre las actividades de las brujas; entre ellas, las que incluían sexo con seres demoniacos eran consideradas las más atroces. En la parte tercera y última se establecían los fundamentos de la actuación legal contra las brujas. Se ponía de relieve que la tortura era un método permisible para obtener confesiones y que toda persona era considerada capaz de testificar contra los acusados del delito de brujería, sin tener en cuenta reputación ni cualquier otra circunstancia que normalmente pudiera incapacitar a testigos, así como tampoco su posible parcialidad.

Se decía que los autores del texto eran dos monjes dominicos, Jakob Sprenger, que era por entonces rector de la Universidad de Colonia, y Heinrich Kramer, profesor de Teología en la Universidad de Salzburgo y que había sido nombrado inquisitor del tribunal del Tirol. Se decía que este último era el responsable principal del texto, pues había actuado en numerosas ocasiones como acusador de brujas, comenzando en el año 1476. Se indicaba que la obra había sido escrita por encargo del papa de entonces, Inocencio VIII, que no parecía una persona precisamente encantadora, a juzgar por lo que se contaba de él. Se le consideraba el iniciador de las persecuciones de brujas en Europa con la promulgación de la bula papal del 5 de diciembre de 1484, titulada Summis desirantes affectibus, código de investigación para la persecución legal de las brujas y la práctica de la brujería, condenada como herejía.

También se mencionaban algunos experimentos que hizo el papa en la vejez para evitar su propia muerte, bebiendo leche de los pechos de mujeres o haciéndose cambiar la sangre. Aquello no le aseguró la perpetuación de su vida, sino que le llevó a la muerte treinta años antes de lo debido, por anemia.

Þóra vio que el libro había alcanzado enseguida una gran difusión con la llegada de la imprenta y porque sus autores eran clérigos conocidos y respetados. Los católicos, y también sus contrincantes, se apoyaron en él para su lucha contra las brujas. Algunas partes del libro se asentaron en las leyes del Sacro Imperio Romano Germánico, es decir, los territorios que son actualmente Alemania, Austria, Chequia, Suiza, Francia oriental, los Países Bajos y parte de Italia. se quedó de piedra al comprobar que el libro aún se seguía editando regularmente.

Dejó los papeles. Se trataba de un libro ciertamente interesante, pero escrito hacía seiscientos años y que seguramente no arrojaría luz alguna sobre el asesinato de Harald Guntlieb. Miró el reloj y vio que ya sólo disponía de una hora. Juntó las hojas, las puso a un lado y volvió a coger la carpeta con la compilación sobre Harald. Pasó al sexto capítulo, el de la investigación policial.

A primera vista, la compilación no era suficientemente grande como para poder abarcar los informes en su totalidad. A lo mejor Matthew no había podido conseguir más que una parte; en realidad a Þóra ya le parecía un logro haber logrado todo aquello sin una solicitud formal. Hojeó el contenido, que parecía consistir en fotocopias de los interrogatorios de la policía, con sello de entrada de hacía quince días. Allí se encontraba en terreno conocido. Todo estaba islandés y quizá fuera aquél el motivo por el que la familia Guntlieb había decidido acudir a un islandés. Las hojas estaban muy manoseadas, era evidente que Matthew había hecho todo lo posible para leerlas. Entre otras cosas, Matthew había escrito, en la esquina superior derecha de la mayor parte de los documentos, breves indicaciones señalando la persona interrogada en cada ocasión y la naturaleza de su relación con Harald. La mayoría de los documentos eran interrogatorios a Hugi Þórisson, que seguía en prisión provisional a la espera de una acusación formal. A Þóra le pareció curioso que desde los primeros interrogatorios tuviera la consideración de sospechoso, no de testigo: desde el primer momento debió de haber existido algo que le acusara. De este modo, y de acuerdo con las leyes, no se suponía que pudiese declarar sobre el caso «con verdad y rectitud», como se afirma de los testigos. Podía decir lo que quisiera, pero no le serviría de nada a la hora del juicio: los jueces tenían por costumbre poner muy mala cara cuando los acusados decían que habían estado cenando con el Pato Donald, o cualquier otra cosa de parecida verosimilitud, precisamente a la misma hora en que se había cometido el crimen.

Þóra creyó descubrir cómo había logrado Matthew conseguir todos aquellos papeles. El abogado defensor del sospechoso tiene derecho a acceder a las investigaciones de la policía. El abogado de Hugi Þórisson, en consecuencia, era quien había tenido acceso a todo aquello. Þóra pasó deprisa las páginas de los informes en busca de alguien que hubiese estado con Hugi en algún interrogatorio, para saber de qué abogado se trataba. En los primeros interrogatorios Hugi estaba solo. Era lo más habitual, en general los acusados prefieren que no haya ningún abogado presente al principio de la investigación, probablemente porque consideran que con ello incrementan las sospechas. Pero en cambio, cuando se dan cuenta de que las cosas vienen mal dadas empiezan las dudas, y lo más habitual es que al final se nieguen a declarar si no disponen de alguien de confianza que les asista. Es lo que había pasado con Hugi, evidentemente, porque casi al final de la investigación tuvo el buen juicio de pedir un defensor. Le asignaron a Finnur Bogason. Þóra conocía el nombre. Este Finnur era uno de los abogados que atienden casos asignados de oficio. En otras palabras, los que nadie busca voluntariamente. Þóra estaba convencida de que le debía de haber entregado los papeles a Matthew antes de lo debido. Satisfecha con su capacidad deductiva, empezó a leer los interrogatorios.

Las actas no estaban ordenadas cronológicamente, sino que se agrupaban según las personas interrogadas. Algunos testigos sólo fueron interrogados una vez. Entre ellos estaban el conserje de la universidad, las limpiadoras, el casero de Harald, el conductor del taxi que había llevado a éste y a Hugi en la noche del crimen, así como algunos compañeros de estudios y varios profesores. En cambio, el decano de la Facultad de Historia, el que encontró el cadáver, fue interrogado dos veces, porque la primera se encontraba en tal estado de turbación psicológica que no pudo obtenerse de él nada que tuviera sentido. Þóra compadecía al pobre hombre; aquello tuvo que ser una terrible experiencia para él, y el terror que se apoderó de él al caerle el cadáver en los brazos se traslucía en cada frase del segundo interrogatorio.

Luego venían aquellos a quienes se habían dirigido las sospechas, al menos temporalmente. Entre ellos estaba, naturalmente, Hugi Þórisson, que mantuvo firme y constantemente su inocencia. Þóra se apresuró a leer el texto de sus interrogatorios. Hugi dijo que se había encontrado con Harald la noche de autos en una fiesta en Skerjafjörður, se marcharon y luego se fueron cada uno por su lado, pues Harald quiso volver a la fiesta mientras Hugi quería bajar al centro. En los primeros interrogatorios, Hugi dio pocos datos de adonde habían ido los dos, recordaba muy vagamente un paseo a pie por el cementerio. En el último, cuando se dio cuenta de que le iban a acusar de asesinato, dijo que habían ido a su casa, en Hringbraut, para buscar droga que Harald quería comprarle. Juró por todo lo habido y por haber que no había vuelto a ver a Harald después de aquello, no había vuelto a salir, se había quedado en casa. Nunca pudo dar una cronología más precisa de aquellos sucesos, lo que justificaba como consecuencia del alcohol y las drogas que había consumido en la noche de autos. Dijo que pensaba que Harald quería volver a la fiesta. A la luz de las numerosas veces que preguntaron a Hugi si podía explicar más detalladamente dónde se encontraba hacia la una de la mañana de la noche de los hechos, el 30 de octubre, Þóra pensó que, seguramente, la autopsia habría puesto de manifiesto que aquella era la hora probable del deceso. Insistieron una y otra vez por qué le había arrancado Hugi los ojos a Harald y dónde los había puesto. Hugi respondía una y otra vez que no había puesto los ojos en ningún sitio, que no tenía ojos; aparte de los suyos, naturalmente. Þóra no podía más que compadecer al tipejo si estaba diciendo la verdad. Empezó a sospechar que era así. Aunque había repasado el caso a toda velocidad, se le había ido instalando la sensación de que sería más que dudoso que un individuo tan poco inteligente como parecía ser el tal Hugi hubiera podido mantener cualquier cosa que no fuera la verdad en medio de la presión a la que estaba sometido y de los duros interrogatorios que padeció.

Los amigos y conocidos de Harald que estuvieron en la fiesta de Skerjafjörður estuvieron bajo sospecha al principio, pero luego fueron interrogados como testigos. Eran en total diez personas, entre ellas cuatro de los cinco jóvenes de la lista que Þóra había encontrado antes en la carpeta. El único nombre que faltaba era el del estudiante de medicina, Halldór Kristinsson.

Todos los participantes en la fiesta contaron lo mismo. La fiesta empezó hacia las nueve y terminó a las dos, cuando bajaron al centro. Harald había desaparecido con Hugi a medianoche, pero nadie parecía saber por qué. Dijeron que estarían fuera sólo un momento y se marcharon en un taxi que llamó Hugi. Unas dos horas más tarde se habían hartado de esperar y decidieron irse al centro. Preguntados si no habían intentado llamarles por teléfono, todos volvieron a responder lo mismo. El teléfono de Harald se había quedado sin batería un poco antes esa misma noche y Hugi no respondió a reiteradas llamadas, ni en el móvil ni en el teléfono de su casa. Nadie había contestado tampoco en casa de Harald cuando le llamaron allí. Había también preguntas acerca de cuándo se habían ido a sus casas, pero por las horas a las que se referían, aquellas preguntas parecían más bien de relleno. Resultó que habían vuelto a casa a horas distintas, todos antes de las cinco. Los últimos fueron los amigos de la lista de nombres, mientras que el quinto, el estudiante de Medicina, se había unido al grupo en el centro. Þóra siguió pasando páginas con la esperanza de que lo hubieran interrogado también a él. Parecía ser el único del grupo que no había estado en la fiesta a la hora a la que se había cometido el crimen. «¿Dónde estaría?», pensó Þóra.

La respuesta se encontraba bastante más atrás, en el mismo capítulo. A Halldór también lo habían interrogado, y resultó que había estado haciendo una sustitución en el hospital universitario de Fossvogur hasta medianoche: simultaneaba el trabajo con sus estudios. Por eso no había participado en la fiesta. No podía hacer más que unas pocas guardias al mes, según afirmó Halldór; iba cuando alguien estaba enfermo o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo. Se había llevado ropa para cambiarse y, después de ducharse en el hospital mismo, cogió el autobús al centro. Según contó, su coche estaba estropeado, y dio el nombre del taller donde se encontraba en reparación a la hora de los hechos. Halldór dijo que en principio había pensado en cambiar de autobús y coger el que iba a Skerjafjörður, pero perdió este último por los pelos y decidió ir al centro y esperar en un café a los demás, cuando vinieran de la fiesta, en vez de tirar el dinero cogiendo un taxi o ir caminando. Indicó que les llamó por teléfono y le dijeron que estaban a punto de salir. Pensaba que sería en torno a la una cuando entró en el Kaffibrennslan y pidió una cerveza mientras esperaba. Hacia las dos se encontró por fin con los de la fiesta, que llegaron al centro en taxis.

Venían luego, una tras otra, declaraciones de diversos profesores de la Facultad de Historia. Trataban en su mayor parte de si conocían a Harald, y todos contaron lo mismo: que no lo conocían fuera de la universidad y que poco podían decir de él. Otra cosa que se preguntó fue tocante a una reunión en Árnagarður, el edificio de la facultad, la noche en que asesinaron a Harald. Se celebró para dar la bienvenida a unos colegas de una universidad noruega que estaban de visita en relación con un programa Erasmus. Þóra leyó entre líneas que aquella «reunión» había sido más bien un cóctel y que duró hasta bien entrada la noche. Los últimos no se fueron antes de la medianoche. Þóra desconocía los nombres, excepto los de Gunnar, el decano, y Þorbjórn Ólafsson, el catedrático que dirigía la tesis de Harald.

En cuanto a las últimas declaraciones, correspondían a un camarero del Kaffibrennslan y al conductor del autobús en el que Halldór fue desde Fossvogur hasta el centro. El camarero, que se llamaba Björn Jónsson, declaró que había servido a Halldór por primera vez hacia la una de la noche de autos, luego varias veces más, durante la misma hora, y finalmente, por última vez, hacia las dos, cuando sus amigos se le unieron. Dijo que recordaba bien a Halldór porque esa noche estuvo bebiendo a una velocidad poco habitual. El conductor del autobús declaró también que recordaba a Halldór como pasajero de su último recorrido, pues en el vehículo había poca gente y se habían puesto a charlar sobre la situación de la sanidad y de lo mal que estaban las cosas para los viejos. Þóra pensó que Halldór tenía una coartada a prueba de balas, igual que todos los demás amigos de Harald, con excepción de Hugi.

Después de las declaraciones había varias páginas de fotos fotocopiadas, tomadas en el lugar de los hechos. Eran poco claras y en blanco y negro, pero se veía suficiente como para darse buena cuenta del horripilante suceso. En ese momento Þóra comprendió todavía mejor la conmoción nerviosa del hombre que encontró el cadáver y se permitió dudar de que pudiera llegar a recuperar plenamente la normalidad algún día, después de aquel horror. El teléfono móvil recordó a Þóra que eran ya las cinco menos cuarto. Se apresuró a pasar al último capítulo de la compilación. «Pero qué curioso», pensó, y se levantó. Detrás de la séptima hoja separadora no había nada. Estaba vacío.

Capítulo 5

Þóra llegó a la guardería justo a tiempo. Se encontró en el aparcamiento con la madre de una niña de la clase de su hija. La mujer miró el coche del taller, con las marcas, y sonrió: era evidente que estaba segura de que Þóra andaba por ahí con algún Bibbi colgado del brazo. Þóra se moría de ganas de acercarse a la mujer a explicarle las cosas y convencerla de que su relación con Bibbi era puramente comercial. Pero lo dejó y en vez de eso cruzó por el camino más corto el jardín de la escuela. Sóley iba a la Mýrarhúsaskóli , que no estaba muy lejos de Skólavörðustígur, apenas diez minutos en coche. Al separarse de Hannes, unos dos años antes, Þóra había puesto mucho énfasis en conservar la casa de Seltjarnarnes, aunque le resultara tan difícil pagarla. Pero podía dar gracias de que la casa se hubiera tasado antes de que se produjeran los grandes incrementos en el precio de la vivienda. Si intentara hacerlo ahora, no tendría posibilidad de comprarla. Aquello le había atacado los nervios a Hannes, muerto de envidia al ver cómo la casa había aumentado su precio. Aunque ella no veía la casa como inversión sino como hogar, estaba contenta de habérsela quedado, pero, en realidad, lo que más le alegraba era que él estuviese de los nervios por ese motivo. No se habían divorciado precisamente por las buenas, aunque intentaron mantener la relación en el nivel de los buenos modales en beneficio de los niños. Si se les tuviera que comparar con dos países, ella sería India y él Pakistán: todo estaba siempre a punto de estallar, aunque raras veces llegaba a hacerlo.

Þóra entró y echó un vistazo a la sala. Evidentemente, la mayoría de los niños ya se habían marchado a sus casas. No le extrañó demasiado, y no pudo apartar de su cabeza la idea de que no se comportaba lo suficientemente bien con su hija. «Madre, mujer, doncella», le pasó por la cabeza antes de darse cuenta de que lo de mujer no le encajaba del todo bien. Apenas había estado con un hombre en los dos años que habían pasado desde el divorcio. De repente se desató en su mente un fuerte deseo de hacer el amor con un hombre. Se lo quitó de encima inmediatamente; aquél era el lugar menos apropiado que se podía imaginar para pensar en el sexo. ¿Pero cómo era capaz?

—¡Sóley! —gritó la cuidadora, que había visto a Þóra—. Ha llegado tu mamá.

La niña, que estaba sentada de espaldas a su madre, dejó la manualidad que estaba haciendo con unas cuentas y movió la cabeza en dirección a Þóra. Sonrió cansada y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—Hola, mamá. Mira, estoy haciendo un corazón con cuentas. —Þóra sintió una punzada en el mismo corazón y se prometió a sí misma que al día siguiente recogería a la niña más temprano.

Después de una breve parada en la tienda de comestibles, madre e hija llegaron por fin a casa. Su hijo, Gylfi, estaba ya allí, no había duda. Lo indicaban las zapatillas de deporte tiradas en mitad del recibidor, así como la parka, que había colgado de la percha de al lado de la puerta con tanto descuido que ésta se había venido al suelo.

—¡Gylfi! —gritó Þóra, mientras se agachaba para recoger los zapatos y colocarlos en el zapatero, y colgaba después el chaquetón—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que cuelgues el abrigo al llegar a casa?

—¡No oigo! —se oyó desde dentro de la casa.

Þóra elevó los ojos al cielo. Cómo podía esperar que oyese; el estruendo de algún juego de ordenador no dejaba oír nada más.

—¡Baja eso! —le gritó—. ¡Te vas a destrozar los oídos!

—¡Ven! ¡No oigo naa!

—Ay, señor —masculló Þóra colgando su abrigo. Su hija se quitó enseguida la ropa de abrigo y Þóra se asombró por centésima vez de lo distintos que eran los dos. La hija era de lo más limpia y cuidadosa, de pequeña casi ni babeaba, pero el hijo prefería vivir sobre una pila de ropa hasta la hora de meterse en la cama a toda velocidad. Una cosa tenían en común, sin embargo, y es que eran increíblemente cumplidores en lo tocante al colegio y los deberes, lo que resultaba perfectamente comprensible en una personalidad como la de Sóley, pero Þóra veía totalmente anómalo que Gylfi, con sus largos cabellos despeinados y sus ropas de rockero, se quedase desconsolado si se olvidaba en el colegio los deberes de ortografía o cualquier cosa por el estilo.

Þóra subió con cuidado a la habitación de su hijo. Gylfi estaba sentado, pegado a la pantalla de su ordenador, moviendo el ratón.

—Por el amor de Dios, Gylfi, baja eso —dijo Þóra a gritos, aunque estaba al lado de su hijo—. No oigo ni mis propios pensamientos con ese estruendo.

Sin quitar la mirada del ordenador ni dejar quieto el ratón mientras hacía algo que debía de ser interesantísimo, la mano izquierda de su hijo se extendió hasta el control de sonido y bajó el volumen.

—¿Mejor? —preguntó, todavía sin apartar la mirada de la pantalla.

—Sí, mejor —respondió Þóra—. Ahora apaga y vente a cenar. He comprado pasta y estará lista en un momento.

—Primero voy a acabar este nivel —fue la respuesta—. Tardo dos minutos.

—Sólo dos minutos —dijo ella dando media vuelta—. Te recuerdo cómo se cuenta: Uno, luego dos. Y no: uno, tres, cuatro, cinco, seis y dos.

—Vale, vale —respondió su hijo, un tanto molesto, mientras seguía con el juego.

Cuando la comida estaba ya en la mesa, un cuarto de hora más tarde, apareció Gylfi, que se dejó caer en su sitio habitual. Sóley ya se encontraba sentada, bostezando, mientras miraba su plato. Þóra no estaba dispuesta a empezar a comer con todos de morros por recriminarle a Gylfi que había tardado más de dos minutos en acabar el «nivel». Estaba a punto de recordarles la importancia de aquel momento para toda la familia, cuando sonó su móvil. Se levantó para responder.

—Empezad a comer, sin pelearos. Los dos estáis mucho más monos cuando sois amigos. —Se estiró para coger el teléfono que estaba en el mostrador de la cocina y echó una rápida mirada al número que se veía en la pantalla, pero no había nada. Salió de la cocina mientras apretaba el botón de respuesta—. Hola, soy Þóra.

Guten Abend, Frau Guðmundsdóttir —se oyó decir a la seca voz de Matthew. Preguntó si llamaba en mal momento.

—No, está bien —mintió Þóra. Estaba segura de que Matthew se sentiría mal si le decía la verdad, que estaba sentada a la mesa para la cena. Aquel hombre era de lo más, cómo decir, relamidamente cortés.

—¿Ha tenido tiempo de mirar los documentos que le di? —preguntó él.

—Sí, desde luego, pero todavía no en detalle —respondió Þóra—. Aunque enseguida he podido comprobar que los informes de la policía no son ninguna maravilla. Propongo solicitar formalmente que nos los proporcionen. No es nada conveniente disponer sólo de una parte.

—Desde luego. —Comenzó otro insoportable silencio. Cuando Þóra estaba a punto de añadir algo más, Matthew continuó—: ¿Podría decirme si ya ha tomado alguna decisión?

—¿Sobre el caso, quiere decir? —preguntó Þóra.

—Sí—respondió él secamente—. ¿Se encargará usted del caso?

Þóra dudó un instante, pero contestó afirmativamente. No había hecho más que pronunciar la palabra cuando Matthew cambió bruscamente de tono de voz; ahora parecía contento.

Sehr gut —dijo, en una forma excepcionalmente amable.

—En realidad aún me queda por estudiar el contrato. Me lo traje a casa para leerlo esta noche. Si es cierto que es normal y veraz, no veo ningún obstáculo para que lo firmemos mañana.

—Estupendo.

—Por cierto, una cosa me llamó la atención: ¿por qué no había nada en la carpeta de la autopsia? —Þóra sabía que aquello podía esperar hasta el día siguiente, pero de todos modos quería saber la respuesta ya.

—Es por culpa, sobre todo, de la forma en que obtuve los documentos, no los conseguí todos… tan sólo los más o menos relacionados con las cuestiones principales. Me fastidia este asunto, y he estado intentando acceder a la totalidad de los informes —respondió Matthew—. Es evidente que el caso se complica un tanto porque yo no soy el representante de la familia, sino solamente una persona autorizada por ellos, pero a partir de ahora el caso está ya en mejores manos. Por eso la he llamado ahora, en realidad, en vez de esperar hasta mañana, como acordamos.

—¿Cómo? —dijo Þóra, que no entendía bien la relación.

—Tengo hora a las nueve de la mañana con el forense que realizó la autopsia de Harald. Va a entregarme la documentación y a comentar conmigo algunos detalles. Querría que viniese usted conmigo.

—Vaya —respondió Þóra sorprendida—. Bueno, bien. Iré.

—Bien, la recogeré en la oficina a las ocho y media.

Þóra se mordió la lengua para que no se le escapara decir que no podría llegar tan temprano.

—Ocho y media. Nos vemos, entonces.

—Frau Guðmundsdóttir —dijo Matthew entonces.

—Llámeme Þóra, es mucho más sencillo —le interrumpió ella. Se sentía como una viuda de noventa años al oírse llamar con aquello tan solemne y tan poco islandés de Frau Guðmundsdóttir.

—Þóra, entonces —prosiguió Matthew—. Sólo una cosa para concluir.

—¿El qué? —preguntó Þóra intrigada.

—No desayune mucho. No va a ser nada agradable.