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Sé un pecador y peca con fervor
pero ten más fervor por la fe de Cristo
y regocíjate de él.
Martín Lutero, 1483-1546
Jonjo estaba enfadado, muy enfadado, y no hacía nada por disimularlo, ya que escupía al hablar, claro síntoma de que estaba a punto de perder los estribos. Ahora era famoso por eso, por su mal carácter y por su escasa capacidad para atender a razones. Si no oía lo que le gustaba, la emprendía a golpes, y lo hacía de verdad.
Jonjo ya no era el muchacho de hace unos años, ya no era la misma persona que en su momento había necesitado de la aguja para sentirse satisfecho. Ahora se había convertido en un hombre grande y robusto con un temperamento que había alertado a más de un juez. De hecho, de no haber sido por los contactos que tenía, nadie habría impedido que pasara una buena temporada en la trena. Se había convertido en un tipo de cuidado y todo el mundo se había olvidado ya de su pasado, cosa que él agradecía, pues se sentía avergonzado de él y de su debilidad. Se había armado de valor y había superado su dependencia de la droga. Además, ahora todos le consideraban el brazo derecho de su hermano, algo que le proporcionaba un enorme placer. Jonjo había madurado y, gracias a su hermano, lo había hecho con una rapidez y una perversidad que lo habían convertido en una persona tan inestable y peligrosa como él. Carecía de sentimientos y se le consideraba el clon de su hermano, su sustituto y su doble, especialmente cuando tenía una copa de más.
Lo que en su momento había sido su talón de Aquiles, es decir, su carácter temeroso y su necesidad de evadirse del mundo real, ahora lo había transformado en un hombre al que no le importaban nada las personas a las que tenía que amenazar y cobrar algún dinero. Se había convertido en un chulo y disfrutaba de la libertad que dicha situación le concedía porque la utilizaba para sus propios fines. Jonjo había sucumbido a la forma de vivir de su hermano y hasta él mismo se había sorprendido de lo mucho que disfrutaba de ello. Además, no sólo gozaba de la aprobación de Danny, sino de los beneficios que le proporcionaba el estilo de vida de su hermano. Se sentía orgulloso de que lo considerasen un tarado, pues le encantaba ver el miedo que inspiraba a todo el que le rodeaba. Jonjo había llegado a la conclusión de que ésa era la única forma de soportar la vida que llevaba. Ganaba mucho dinero y el prestigio se había convertido en algo de lo que jamás podría prescindir.
Jonjo sonrió a los dos hombres que tenía delante. Eran camellos a pequeña escala, pero habían cometido el error de pedir más de la cuenta y sabía por experiencia que la habían repartido con algunos amigos con la esperanza de forrarse. Se la habían pasado a personas a las que habían considerado de total confianza, de las que esperaban que les devolvieran la pasta que ahora necesitaban con tanta urgencia y que en realidad se habían aprovechado de su estupidez. De no haber sido un asunto tan grave, se hubiera echado a reír. La verdad es que lo lamentaba por ellos, pues sabía que se la habían jugado, pero ése no era su problema. Habían hecho un acuerdo y, aunque la pasma los hubiese apresado y les hubiera quitado la mercancía, tenían la obligación de saldar su deuda. ¿Cuántos amigos suyos habían invertido una buena pasta en un cargamento que aún estaba por venir y que luego había sido apresado? lodos habían perdido el dinero, mucho o poco, con resignación, pero sabiendo que el trato seguía adelante y había que mantenerlo. Así eran las cosas. Así funcionaban las cosas en el mundo en que habían elegido vivir.
En la siguiente ocasión, esos dos se asegurarían de tratar con personas en las que pudieran confiar plenamente. La próxima vez procurarían no ser tan ambiciosos, controlarían más sus ganancias y, lo que es más importante, sabrían lo que significaba establecer un acuerdo financiero. Además, si tuvieran dos dedos de inteligencia, se encargarían de hacer su trabajo en el tráfico de drogas y serían lo bastante sensatos para ahorrarle el viaje y evitar muchos problemas. Pagarían en su debido momento y, de esa forma, se salvarían de un accidente imprevisto debido principalmente a la imposibilidad de que Jonjo admitiera excusas de ninguna clase, ya que, por mucho que lo deseara, era incapaz de escuchar a nadie. Además, su hermano era de la misma opinión que él. La cuestión era muy sencilla y la gente debía pensarlo antes de meterse en esos asuntos. La ambición rompe el saco y el tráfico de drogas, al parecer, suscitaba la ambición de todo el mundo, fueran camellos o adictos. Al ver el miedo que relucía en los ojos de ese par de idiotas, Jonjo pensó una vez más en lo estúpido que resultaba tratar con gente que quería vivir por encima de sus posibilidades. Jamás los tomaba en serio, jamás los consideraba dignos de confianza ni de respeto. Esos dos, además, eran aún peores, ya que no habían tenido la sensatez suficiente para asegurarse de que la gente con la que habían tratado tuvieran los medios suficientes para abonarles lo debido pasara lo que pasara. Los verdaderos camellos sólo trataban con gente de la que sabían que podía pagar sus deudas aunque surgieran problemas. Lo mismo sucedía con los apostadores y los jugadores. A menos que pudieran cubrir sus apuestas, era un juego de gilipollas, porque, ganasen o perdiesen, aún seguían debiendo el dinero. Y, aunque un apostador podía quedarse con tu dinero, rara vez ganaba porque, como ellos sabían, las circunstancias siempre son adversas para el apostador. Esos dos capullos habían entregado los ahorros de toda su vida a unas personas a las que habían considerado como un golpe de suerte, pero que jamás habían tenido ni la más mínima intención de pagarles, de lo que ahora se daban cuenta. Sin embargo, dejando esos asuntos al margen, seguían debiendo el dinero. La lección que pensaba darles formaba parte del aprendizaje, pero también serviría de ejemplo, como mensaje a otros de su misma calaña. En esta vida había que pagar y callar. Cuando Jonjo decidió actuar, le vino a la memoria su madre y la promesa de una buena cena aquella noche. Había descubierto que si pensaba en las menudencias de la vida, le resultaba más fácil realizar su trabajo. En ese momento, precisamente, la idea de una buena cena tenía para él más importancia que el destino de ese par de oportunistas.
Cuando acordó llevarse sus coches, junto con todo lo que se pudiera vender con suma facilidad, Jonjo pensó que él podía haber estado en su lugar de no haber sido porque su hermano lo había metido en vereda. Al contrario que ese par de gilipollas, que ya habían empezado a llorar, él era un hombre afortunado. Y ni siquiera tuvo que agredir a ninguno de los dos.
Carole estaba cansada pero se sentía feliz. Los niños ya estaban acostados y esperaba el regreso de su marido en cualquier momento. Michael había estado en Marbella durante unos cuantos días porque últimamente Danny Boy no soportaba la idea de ir solo a ningún lado. Resultaba curioso, pero necesitaba la compañía de alguien en todo momento. Aun cuando iba de compras o a la tienda de licores, le gustaba hacerlo en compañía. No era que tuviese miedo de que le hicieran daño físico, pues ¿quién se iba a atrever a semejante cosa? Carole rió de sólo pensarlo. No. Fuese lo que fuese, seguro que era por otro motivo, aunque ella lo desconocía.
Ange estaba sentada a la mesa de la cocina. Carole se acercó a ella, le apretó los hombros en señal de afecto y le dijo tranquilamente:
– ¿Quieres otra taza de té o prefieres una copa de verdad?
Carole sabía que a esas horas le apetecía darse un lingotazo de whisky, por eso ya había sacado un vaso y la botella. A ambas le gustaba jugar a ese juego de vez en cuando, pero esperó a que se lo confirmase y luego le sirvió la copa que tanto anhelaba. Ange sonrió y se la bebió con verdaderas ganas. Resultaba curioso, pero Ange era como de la familia en esa época. Pasaba mucho tiempo en su casa y la ayudaba mucho. Carole sabía que si Ange llamaba a la puerta era porque Danny Boy estaba otra vez haciendo de las suyas.
Carole pensaba que Ange era como una bendición para la pobre Mary, pero también sabía que no soportaba por mucho rato a su hijo Danny Boy, lo cual resultaba extraño, pues lo quería enormemente. Al igual que todos los que lo rodeaban, necesitaba librarse de él en ciertos momentos. A Michael le sucedía otro tanto, aunque jamás lo admitía porque era demasiado leal para eso.
Cuando volvió a llenarle el vaso, Carole le preguntó:
– ¿Ha llegado ya Danny Boy a casa?
Ange asintió ligeramente, preocupada por si metía la pata, ya que Michael aún no había hecho acto de presencia.
Carole se dio cuenta de lo que pensaba y se sintió molesta, como si Michael se la estuviera pegando. Michael tenía sus defectos, pero la infidelidad no era uno de ellos, gracias a Dios. Ella estaba plenamente segura de eso. Al contrario que Mary, que tenía dos hijas y un marido que venía intermitentemente, gozaba de una vida placentera. Michael era un hombre generoso y un padre maravilloso que pasaba todo el tiempo posible en compañía de su esposa y sus hijos. A él le encantaba estar con su familia y disfrutaba con ellos. Danny Boy, por el contrario, disfrutaba con sus dos hijas, pero aún no había encontrado la forma de perdonarle a Mary la pérdida de su primera hija y los abortos que había tenido. Les concedía a sus hijas todo lo que deseaban y necesitaban, salvo una vida estable. Al menos, eso era lo que ella creía. Aunque Mary jamás le había dicho una palabra, Carole sabía que las cosas no marchaban bien en esa casa. Ange también era de la misma opinión y era probable que estuviera más al tanto de la situación que ella.
Carole le sirvió otra generosa copa de whisky a Ange y, riendo, le dijo:
– Usted es como una madre para mí.
Lo decía sinceramente, aunque también porque sabía que esas palabras le agradarían a Ange enormemente. Desde que se había vuelto a pelear con Annie, se sentía muy desconsolada. En algunos momentos Carole había sentido deseos de hablar ella misma con Annie, pero había preferido no entrometerse, aunque a veces le resultaba difícil porque sentía que formaban parte de su vida. De hecho, los veía con más frecuencia que a su propia familia. No obstante, sabía lo importante que era a veces mantener la boca cerrada, pues, una vez que se decía algo, ya estaba dicho y no había forma de retractarse. En ocasiones, sentía una necesidad imperiosa de, por una vez en la vida, expresar sus opiniones honestamente, pero una vez más se dijo que no era asunto suyo, tal y como le había señalado en varias oportunidades su marido.
Leona y Lainey se negaban a irse a la cama y, como de costumbre, Mary estaba a punto de desistir, cuando Danny Boy entró en el enorme vestíbulo de mármol de su nueva casa y gritó:
– Idos a la cama de una vez, ¿de acuerdo?
Las dos chicas subieron a sus dormitorios sin decir una sola palabra. Mary las arropó y les dio un beso de buenas noches mientras se preguntaba por qué Danny Boy no había salido como de costumbre. De hecho, ni siquiera estaba vestido y, en lugar de prepararse para salir, llevaba un chándal de botones y una vieja camiseta de tirantes. Estaba viendo los deportes y no dejaba de pedirle cosas, desde que le preparase un té, café o sándwiches hasta una cerveza, brandy o sus puros. No había parado desde que había llegado y la única razón por la que les había llamado la atención a sus hijas era porque debía de querer quedarse en casa esa noche y ansiaba un poco de tranquilidad y sosiego. Mary, no obstante, se lo agradeció porque finalmente las niñas se habían acostado, algo que a ella le suponía siempre un enorme esfuerzo. Mary creía que se había convertido en su peor enemigo a ese respecto, ya que la única vez que les había gritado pidiéndoles que le obedecieran, Danny Boy la había sorprendido y le había dado una buena tunda delante de ellas. Desde entonces había perdido toda la autoridad sobre sus hijas. Se daban cuenta del miedo que le inspiraba su padre y lo utilizaban en contra de ella. Aun así, no las culpaba, pues, aunque le dolía, sabía que cuando uno vivía en esa casa utilizaba cualquier medio para sobrevivir. La madre de Danny se lo había enseñado y no le iba mal desde entonces.
Mary se dirigió lentamente a la cocina, pero Danny la llamó, y se preparó para una reprimenda antes de entrar en el enorme salón donde se encontraba echado en el sofá de seda japonés, viendo los deportes.
Se quedó de pie, como un chico de los recados, con el cuerpo tenso.
– ¿Qué quieres, Dan?
Mary sonreía amablemente, con la mirada alerta ante un posible cambio de humor, esperando que la atacase verbal o físicamente.
Danny la observó durante unos momentos antes de decirle tranquilamente:
– No permitas que te hablen de esa manera.
Mary se encogió de hombros con indiferencia, como si no tuviera nada que responder.
La forma en que las niñas le hablaban a su madre molestaba a Danny, aunque sabía que era el principal culpable de ello. Pensaba que su esposa debía imponerse más, pero sabía de sobra que era incapaz de hacerlo en lo que se refería a sus hijas o a él mismo. Danny deseaba en algunos momentos que opusiera cierta resistencia, que mostrara algo de pasión, pero él había acabado con todo ello hacía ya años. En momentos como ése se preguntaba por qué le inspiraba tanto odio, y deseaba empezar de nuevo, pero eso era irrealizable porque nadie es capaz de cambiar el pasado. De ser así, el mundo sería mucho más agradable, de eso estaba seguro.
Dando unos golpes en el asiento de al lado le pidió que se sentase. Mary obedeció, como esperaba que hiciese. Era como un cachorrito, un cachorrito admirable, la verdad. Aún seguía siendo una mujer sorprendentemente hermosa y eso le agradaba en cierta forma, aunque también le desagradaba. Era como una muñeca perfectamente maquillada, con el pelo recogido y vestida impecablemente. Tenía un gusto especial para vestirse y, lo más importante, también tenía el don de elegir bien su ropa. Él siempre dejaba que la eligiese y jamás olvidaba un detalle, por eso siempre iba tan elegante. Danny sabía que era una mujer que tenía todos los atributos que un hombre poderoso puede desear, pero eso le importaba un carajo. Ella era su esposa y eso era lo único que le permitiría ser.
Después de que la niña falleciera, no le había puesto una mano encima durante mucho tiempo. Luego, con ayuda de los médicos, había logrado quedarse embarazada y tener dos hijas más, aunque Danny sabía que ansiaba darle un hijo. Él jamás se molestó en quitarle esa idea de la cabeza pero, después de la muerte de su padre, jamás había sentido el menor deseo de tener un varón y estaba más que satisfecho con sus hijas. Un hijo, al menos eso pensaba, se convertiría en un rival más tarde o más temprano y, además, terminaría por ponerse del lado de su madre, como suele suceder. No, él prefería tener sus hijas, eran menos complicadas y más fáciles de controlar.
Danny se percató de que Mary no le había respondido y de lo incómoda que se sentía. De repente él miró y la vio tal como la veían los demás. Tenía unos ojos fascinantes, enmarcados en largas pestañas, capaces de dejar embelesado al hombre que quisiera, aunque ninguno en su sano juicio le daría los buenos días sin que él le hubiera concedido permiso para eso.
– Hablo en serio, Mary. Tienes que imponerte y demostrarles quién es la que manda.
Intentaba relajar las cosas y Mary se dio cuenta de ello. Muchos años antes hubiera apreciado su interés y habría agradecido que fuese tan amable, pero ya era demasiado tarde. Sonrió afablemente y, sin pensar en las consecuencias, respondió:
– Ellas saben perfectamente quién es el que manda en esta casa, igual que tú, y ésa no soy yo.
La tristeza de su voz lo abrumó durante unos segundos, por eso la acercó y la estrechó entre sus brazos. Cuando se comportaba de esa manera, Danny detestaba que ya no lo deseara y sabía que permanecía a su lado porque tenía demasiado miedo para rechazarlo. El, sin embargo, precisaba de su amor en ese momento, necesitaba ver que aún le deseaba. La besó en el pelo, sintiendo el suave olor de su perfume y el plácido tacto de su cuerpo.
– Qué pasa, Mary, ya sabes que te quiero.
La estrechaba con fuerza pero, como siempre, era sólo un gesto de pertenencia y posesión, más que de amor. Mary sonrió y respondió tristemente:
– Lo peor de todo, Danny, es que a veces creo que es verdad lo que dices.
Michael escuchaba al hombre que tenía delante con tal expresión de asombro que Arnold se echó a reír. Michael miró a su amigo y, suspirando, respondió:
– Arnie, no deberías decir eso de Danny Boy ni en broma. Él tiene a todo el mundo en nómina y, si alguien le comenta lo que acabas de insinuar, no sé… Dejó la frase sin terminar.
Arnold era un muchacho grande y fuerte que también se había forjado su reputación. Además, se había casado con la hermana de Danny y ya había tenido algunos hijos con ella, algo que, en su opinión, había hecho como un gesto de humanidad. También disponía de una serie de hombres en los que confiaba plenamente y, cuando se unió a la banda de Danny Cadogan, todos se montaron en ese carro con él. Ahora alguno le había proporcionado esa información y quería, o mejor dicho, necesitaba, comprobar si era cierto. Confiaba en Michael más que en ninguna otra persona de raza blanca, pues, en muchos aspectos, eran compañeros. Con el paso de los años, se había creado entre ellos una buena relación y, en muchas ocasiones, habían comentado en secreto las insensateces que cometía Danny Boy con sus actos violentos, por esa razón, no temió compartir con él esa información, pues sabía que Michael necesitaba tanto como él averiguar la verdad. Después de todo, si eso era cierto, tenía mucho más que perder que él.
Que Michael no dijera nada durante unos instantes le hizo pensar que hasta él creía que quizá hubiese algo de verdad en aquello. Arnold esperaba estar equivocado, pero había algo que le daba mala espina. Lo que le habían dicho de Danny Boy resultaba tan ultrajante, que resultaba difícil que no fuese cierto. Resultaba tan increíble que, tratándose de él, se hacía creíble.
– No creo semejante cosa de Danny Boy, Arnold. ¿Quién te ha dicho tal cosa?
Arnold suspiró pesadamente. Llevaba las trenzas más largas y gruesas que nunca y sus profundos ojos azules emanaban sabiduría y preocupación. Por su forma de comportarse, se veía que esperaba un sí o un no, pero en cualquier caso quería saber la verdad.
– David Grey sigue estando en su nómina y, aun después de su tropiezo con Danny Boy, sigue siendo su intermediario, aunque ahora quiere salirse. Dice que ya no puede seguir haciéndolo. Según él, Danny se ha quitado de encima a todos sus competidores chivándose de ellos y lo ha hecho con tanta cautela que nadie se ha percatado de ello. Se ha asegurado de que todos los que caigan estén fuera de su jurisdicción antes de que sean apresados. De esa forma se libra de toda sospecha. Su información le garantiza carta blanca. De hecho, puede matar a quien se le antoje sin que la pasma se atreva ni siquiera a acusarlo. Piensa en lo que te digo, porque Grey no tiene nada que ganar diciéndome una cosa así.
Michael escuchaba lo que decía y sus palabras parecían penetrar en su cráneo como un clavo de quince centímetros, aunque se debatía por no darles crédito. Era una acusación ultrajante que podía costarles la vida a los dos si llegaba a oídos de la persona equivocada.
Negó con la cabeza con tal decisión que no dejaba margen para la discusión.
– Eso es una mentira como un piano. Grey es un jodido embustero y no quiero saber más del asunto, ¿de acuerdo? Tú sabes tan bien como yo que la pasma anda detrás de ti. Si Danny Boy se entera de que has hablado con ese gil ¡pollas, te quitará de en medio en menos que canta un gallo, y con razón. Tú eres su cuñado, ganas una buena pasta trabajando para él ¿y ahora tienes los cojones de presentarte aquí y decirme cosas como ésa?
Arnold sintió que el miedo le recorría el cuerpo. No había esperado que Michael reaccionara de esa forma: había creído que sería de la misma opinión que él. Ahora, sin embargo, estaba tan enfadado que su amistad estaba en entredicho. Se dio cuenta de que Michael y Danny habían sido amigos desde muy pequeños y comprendía que él ocupaba un lugar secundario. La información se la había proporcionado un poli y le había creído al pie de la letra. De hecho, para ser sinceros, seguía creyéndole. Eso, sin embargo, ya no importaba. Ahora lo que tenía que hacer era tratar de enmendar la situación. Tenía que convencer a Michael de que lamentaba de verdad sus dudas. Era lo único que podía hacer para reducir el daño que había causado haciendo caso de semejantes habladurías. Además, tenía que buscar la forma de que Michael no le dijera nada a Danny. Si lo hacía, Annie se vería convertida en viuda y sus hijos en huérfanos. Se había equivocado con Michael Miles. Había pensado que eran amigos y creía que podía hablar sinceramente con él de ese asunto. ¡Qué equivocado estaba! Tanto, que ya se daba por muerto.
– Perdona, Michael. Me he vuelto un poco paranoico y creo que me he dejado llevar por las habladurías.
Michael agitó una mano en señal de enfado.
– No te preocupes. No le diré a nadie nada de este asunto y yo en tu lugar tampoco lo haría. Pero si vuelves a acusar a Danny Boy de algo semejante, yo mismo me encargaré de quitarte de en medio, ¿de acuerdo?
Arnold asintió con su enorme cabeza, deseando no haber dicho nada. Cuando Michael le hizo señas de que saliera de la habitación, lo hizo lo más rápido posible, aterrorizado por lo que podía haber provocado sin darse cuenta.
Michael se sentó en el sillón lentamente, tratando de asimilar lo que Arnold le había dicho. En su interior, sabía que tal vez fuese cierto. De hecho, lo había pensado en muchas ocasiones a lo largo de los años, aunque jamás había expresado sus dudas.
Michael había sospechado por primera vez que Danny estaba compinchado con la pasma cuando acusó a Louie Stein de ser un chivato. Se había odiado a sí mismo por pensar algo así de su amigo, aunque los rumores decían que había sido el padre de Danny Boy quien había levantado la liebre en aquella ocasión. Nadie había podido demostrar nada y por eso había dejado de pensar en ese asunto. Sin embargo, volvió a acuciarlo cuando Danny se empeñó en quitar de en medio a Frankie Cotton. Frankie no era una persona de las que pasan al olvido. El odio que sentía por él carecía de fundamento y de lógica, pero Danny lo veía como una amenaza en muchos aspectos. Luego lo quitó de en medio con su acostumbrada violencia, alegando además que era un chivato. Unos rumores que parecían ser ciertos, que tenían alguna base.
Danny Boy, sin embargo, no había temido en ningún momento las consecuencias de sus actos en lo referente a Cotton. Michael también había tenido sus dudas en ese momento, y hasta pensó en sonsacarle algo a Danny, pero el trato ya estaba hecho. Intentó por todos los medios olvidarse del asunto diciéndose que debía de estar mal de la cabeza pensando semejante cosa de su amigo. Sin embargo, sus sospechas se hicieron más acuciantes cuando Danny Boy logró apoderarse de las declaraciones firmadas por su padre ante la policía antes de morir. Lo que tenía en la mano no era una fotocopia, sino el original. Michael estaba seguro de que cuando Big Danny Cadogan decidió acusar a su hijo, esperaba que su información llegase a los de más arriba, pero de alguna forma había sido interceptada. La declaración estaba firmada, la había hecho en presencia de testigos y eso era algo que ya nadie podía frenar si no era proporcionando algo a cambio.
O eso, o que Big Danny Cadogan había sido víctima de un montaje, lo cual era de extrañar, ya que Big Danny Cadogan se había presentado ante la pasma por sus propios pies, sin saber que su hijo ya era un confidente de los gordos.
Grey también había recibido lo suyo de Danny y, sin embargo, eso sólo había servido para que se terminase de consagrar como su recadero. Michael pensó que tal vez Grey se hubiese convertido sin saberlo en parte de ese montaje y era posible que no se hubiese dado cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde. Un poli corrupto no era algo que preocupase demasiado a la Metropolitana; cada vez que llevaban a cabo un atraco, apenas había presencia policial en las calles.
Michael se sintió sumamente asustado. Si lo que pensaba era cierto, ¿en qué lugar se encontraba él? De ser cierto, Danny Boy se vería obligado a venderlo a él también, por mucho que fuese su socio y el cerebro de la sociedad. ¿Sería el próximo de la lista? ¿Se chivaría de él cuando ya lo hubiese utilizado? ¿Acaso tenía los días contados?
Michael sabía que Arnold creía que dicha información era cierta, pero él no estaba dispuesto a comprometerse con nadie, por muy amigo que fuese. Tenía que actuar con inteligencia, comprobar esa información y luego buscar la forma de salir lo mejor librado posible. Sin embargo, aún le costaba trabajo creer que Danny Boy fuese un chivato, no podía admitir que fuese verdad. Michael cerró los ojos con fuerza y sintió una vez más ese incesante martilleo en la nuca que siempre era el inicio de una de las típicas migrañas que tanto le habían acuciado en los últimos años.
– Gracias, Carole, te lo agradezco de veras.
Carole abrazó a la anciana con ternura. A diferencia de los demás, ella no tenía nada en contra de Ange y la apreciaba sinceramente.
– Te acompaño hasta la puerta -dijo cogiendo del brazo a Ange y recorriendo con ella el camino que conducía hasta la entrada principal.
La luz de la casa estaba encendida y suspiró aliviada porque casi siempre tenía problemas para meter la llave en la cerradura.
Cuando llegaron a las escaleras que había en la entrada, Danny Boy abrió la puerta.
– Hola, mamá. Empezaba a pensar que te habías buscado un ligue.
Ange sonrió feliz al escuchar las palabras afables de su hijo.
La ayudó a entrar y dijo alegremente:
– La tetera está hirviendo, madre.
Luego, sonriéndole a Carole, preguntó:
– ¿Te quedas a tomar el té?
Carole negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano en señal de molestia.
– Tengo que volver. Michael tiene una de sus migrañas y el pobre está que no puede más.
Danny Boy asintió y respondió en broma:
– Pobre soldadito.
Carole se rió mientras se dirigía al coche. Danny se despidió de ella teatralmente antes de cerrar la puerta con fuerza. Luego, dirigiéndose a la cocina, se sentó en la mesa y encendió un cigarrillo. Ange se dio cuenta de que estaba nervioso y, mientras preparaba el té, lo observó con cautela. Fumaba deprisa, dándole cortas caladas al cigarrillo, con el rostro tenso, como si estuviese concentrado en algo. Su enfado estaba a punto de desbordarse y dijo:
– Me he enterado de que has estado cuidando a las niñas mientras mi mujer estaba fuera. No lo niegues porque Lainey me lo ha dicho. Por lo que veo, mientras estoy en España intentando ganar un poco de pasta, mi esposa se dedica a salir por ahí. Y para colmo de males, mi madre hace de canguro.
Danny se levantó y Ange se apartó de él, ya que el miedo que le tenía era superior a su afición por las discusiones. Danny no sólo había terminado por someter a su pobre esposa, sino a ella también. Le tenía terror a su hijo y eso la entristecía. Lo amaba, pero también lamentaba la autoridad que ejercía sobre todos ellos. Danny se apartó de ella y Ange se dio cuenta de que el miedo la había hecho sentir avergonzada. Sirvió el té y, sin mirarlo, le respondió:
– Sólo fue a casa de Carole para pasar un rato con ella. A mí no me importó quedarme con las niñas. ¿Qué tiene eso de malo?
Hablaba como antaño, con una completa desconsideración por cualquier respuesta que pudiera darle. Mientras movía el té con la cucharilla, reinó un completo silencio. Luego, armándose de valor, miró a Danny y, sonriendo, añadió:
– Carole se sentía sola sin su marido y yo animé a Mary para que le hiciera compañía durante unas horas. Pensé que le vendría bien salir un poco de casa.
Danny Boy se quedó un tanto consternado, pues ver que su madre se ponía del lado de Mary le resultaba una revelación.
– Pregúntale a Carole si no me crees.
Danny seguía sin decir nada y se limitó a mirarla fijamente, preguntándose qué podía hacer con ella.
Ange estaba harta de esa situación y, haciendo acopio de todo su valor, añadió tranquilamente:
– Te pareces a tu padre, Danny. Siempre celoso por nada.
Danny Boy se apoyó en el respaldo de la silla y, sarcásticamente, respondió:
– ¿De verdad? ¿Antes o después de gastarse todo el dinero en bebida y apostando? Imagino que después. Porque si hemos de ser sinceros, cuando estaba sobrio te odiaba a más no poder. ¿Conque me parezco a ese hombre que echó por tierra nuestra vida en una partida de cartas? ¿El mismo que me obligó a ponerme a trabajar antes de que acabase la escuela? Si de verdad me parezco a él, ¿por qué no están mis hijas muriéndose de hambre como nosotros? ¿Cómo es que vives en esta bonita casa con todas las facturas pagadas y la nevera llena de comida? ¿Cómo es que no me paso la vida borracho y así me olvido de que tengo una familia? Respóndeme, madre. Me gustaría saberlo.
Ange no dijo nada y Danny sabía que no lo haría. La verdad dolía y él lo sabía mejor que nadie. De hecho, era justo lo que había pretendido.
– Además, si era tan celoso, ¿por qué lo recibías siempre con los brazos abiertos? Incluso después de habernos abandonado y haberme cargado la deuda de los Murray. Fui yo quien la pagó, ¿recuerdas? Él se largó con alguna vieja puta mientras yo tenía que hacerme hombre de la noche a la mañana y buscar la forma de que no os faltase de nada. ¿Por qué no me respondes a eso? Anda, vamos, quiero oír lo que dices. Y ahora déjate de rollos y contesta a lo que te he preguntado: ¿quién te ha dicho que puedes cuidar a mis hijas mientras mi esposa se va de parranda? Porque eso es lo que ha estado haciendo y los dos lo sabemos.
Danny representaba el papel del digno y su madre se preguntó cómo ese hombre que ahora adoptaba esa postura tan arrogante había sido en su momento la niña de sus ojos.
Annie estaba segura de que sucedía algo, pero no sabía qué. Arnold estaba tenso como un gato en un alambre y Michael demasiado callado, más que de costumbre. Danny Boy, por el contrario, parecía tan presuntuoso como siempre, pero también algo más extraño. Se pasaba el día preguntándole si había tenido que hacer de canguro mientras la pobre Mary salía, como si diera por sentado que su madre las había dejado solas durante toda la noche. Para él era una misión que se había impuesto y, por tanto, no se detendría hasta no comprobar que sus acusaciones eran ciertas.
Ella hasta se lo había jurado por la vida de sus hijos, pero él enarcó una ceja y respondió tranquilamente:
– Nunca jures por la vida de tus hijos, Annie. Sólo una puta haría algo así.
Resultaba obvio que no tenía el menor interés en saber la verdad.
Annie, desesperada, se echó a reír y le dijo:
– Pero es que te estoy diciendo la verdad. ¿Qué ganaría yo mintiéndote?
Danny la había mirado unos instantes, como si fuese una lunática, y luego se había marchado. Annie se preguntaba en muchas ocasiones cómo podía hacerle cambiar de opinión. Danny se había convertido en un puñetero obseso, en un cabrón vicioso y sádico. Ella lo sabía de sobra, pero aun así lo quería, pues sabía que era capaz de hacer cualquier cosa por su familia, incluso por ella, si llegaba el momento.
Arnold entró en la casa y ella le sonrió alegremente. Con el paso de los años había sabido ganarse su amor y ahora ya no imaginaba la vida sin él. Tenían dos hijos muy guapos y él los adoraba a los dos, aunque el mayor no se parecía en absoluto a él. De hecho, ella no estaba completamente segura de quién era el padre, pero era lo bastante negro como para satisfacer a Arnold y, por tanto, a ella. El más pequeño, por el contrario, era como el doble de su padre, hasta en esas trenzas que tardaba tanto tiempo en hacerle, así como en sus ojos azules y los labios tan finos que le hacían parecerse al pequeño Damian Marley. Era sumamente guapo y él era consciente de ello. Arnold, sin embargo, no se encontraba bien últimamente y no había duda de que algo le preocupaba. Siempre estaba callado y parecía ausente. De hecho, mostraba todos los síntomas de alguien que tiene una aventura, pero la verdad es que apenas salía de casa.
Mientras servía una copa para ambos, dijo alegremente: -Danny Boy cree que la pobre Mary se la está pegando. Últimamente está paranoico. Me he reído de él y de sus estupideces y creo que se ha molestado conmigo.
Se reía de nuevo, ya que le hacía gracia la reacción de su hermano. Esperaba que Arnold se riese con ella, como solía hacer, pero se quedó callado. Annie le preguntó seriamente:
– ¿Va todo bien, Arnold?
Arnold la miró y se dio cuenta de que de verdad la amaba; por muy loca que fuese, la amaba de verdad, lo mismo que a sus hijos. Estaba nervioso porque no sabía si había cometido un error con Michael y era posible que éste se la jugase diciéndole a Danny Boy lo que se le había pasado por la cabeza. Confiaba en que Michael no haría semejante cosa, pero el miedo a que eso sucediese siempre estaría presente. Arnold, con sus acusaciones, había roto una amistad que valoraba. Ahora, además, se veía en la obligación de decirle a David Grey que lo dejase en paz, que si se le volvía a acercar, él mismo le diría a Danny Boy lo que andaba diciendo de él. Con eso bastaría para mantenerlo a raya, o al menos eso esperaba. Si Danny Boy se enteraba de que lo había acusado de algo tan grave, lo mataría sin pensárselo dos veces. También temía que el inspector David Grey hablara con un tercero y pusiera su nombre en entredicho. Todo había salido mal desde el principio hasta el final. ¿Por qué no había guardado silencio? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que su amistad con Michael podía estar por encima de la de Danny Boy? Los dos habían sido amigos desde la infancia y él, a su lado, era un perfecto extraño. Era cierto que estaba casado con la hermana de Danny, pero ahí se acababa el asunto. Pues bien, él sabía cómo retirarse, y también cómo cuidarse las espaldas.
Annie miró a su marido, vio la expresión tan cambiante de su apuesto rostro y, una vez más, se preguntó qué le preocupaba. Fuese lo que fuese, al parecer no estaba dispuesto a decírselo. Al contrario que Arnold, ella sabía lo difícil que resultaba tratar con su hermano y con su socio, pues conocía de sobra el miedo que inspiraban a todo el mundo. También sabía que Danny era un tipo de mucho cuidado y, aunque fuese su hermano, no confiaba en él, ni ahora ni nunca.
Mary estaba tendida en el sofá, le dolía la espalda y había bebido demasiado para que le fuera posible ocultarlo. Una vez más inventaría una enfermedad, pero, a pesar de lo borracha que estaba, sabía que esa excusa ya no colaría, que ya nadie la creería. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas de autocompasión. La noche anterior, Danny le había hecho verdadero daño. La había tirado al suelo de la cocina, diciéndole que era una borracha asquerosa de la que todos se reían. Al final, se quedó allí tirada, disfrutando del respiro que le daba y gozando del frío suelo en contacto con su piel. Danny se irritaba porque ella jamás parecía tan borracha como estaba. De hecho, les había preparado a todos la cena y le había salido de maravilla. Las niñas hasta repitieron. Sin embargo, su espalda la estaba matando y sabía que era probable que el dolor que sentía procediera de su hígado. Tenía las palmas de las manos enrojecidas y le picaban constantemente de tanto beber alcohol. Pero no podía evitarlo porque era la única forma de afrontar la vida. Ella cuidaba de las chicas, pero, por desgracia, empezaban a comprender lo dura que era su vida. Ahora que habían crecido y que él no podía controlarlas tanto, habían empezado a ver las cosas desde su propia perspectiva.
Escuchó sus pasos al entrar en la casa y, una vez más, notó que el miedo le oprimía el pecho. El corazón empezaba a latirle con tanta fuerza que ahogaba el resto de los sonidos. Esperó hasta que entró en el salón, esperó sus sarcásticos comentarios, pero esta vez se decepcionó.
Parecía sumamente cordial, como a veces se comportaba. Se arrodilló a su lado y la besó afablemente en los labios. Era terriblemente atractivo y, aunque ella lo despreciaba, comprendía que otras mujeres se sintiesen atraídas por él. Casi todo el mundo lo consideraba un hombre decente y honesto, y Mary se preguntó cómo era posible que una persona engañase a todo el mundo de esa manera, como había hecho con ella durante mucho tiempo.
– ¿Te duele la cabeza otra vez?
Mary asintió ligeramente, preguntándose si se abalanzaría encima de ella.
– ¿Te traigo algo? ¿Una aspirina, una cataplasma con hielo o prefieres un vodka?
Mary cerró los ojos con fuerza y esperó que le soltara la perorata, pero no lo hizo. Por el contrario, le trajo un vodka y dejó la copa en la mesita que estaba junto al brazo del sofá. Ella miró el vaso aterrorizada. Danny, poniendo esa sonrisa socarrona tan suya, dijo:
– Venga, bebe. Te prometo que no se lo diré a nadie. Te lo juro por la vida de Leona.
Parecía tan interesado, tan comprensivo.
Mary negó con la cabeza lentamente; el hielo de la copa había formado gotas de agua que se escurrían por el vaso y el aroma del vodka le impregnaba las fosas nasales, pero no se atrevió a cogerlo. Danny suspiró pesadamente. Estaba impecable. Desde las uñas de los pies hasta el pelo, sumamente cuidados.
– Escucha, Mary. Hoy he decidido que si te apetece una copa, te dejo que te tomes una, así que aprovéchate.
Danny cogió el vaso y se lo puso en la mano. Estaba frío y escurridizo y lo cogió con ambas manos porque le aterrorizaba tirarlo. Luego, con una sonrisa, Danny la ayudó a llevárselo a la boca mientras la animaba a que se lo bebiese con palabras afectuosas. Ella dio un sorbo y saboreó el vodka con su lengua.
– Vamos, Mary, bébetela de una vez y te sirvo otra -dijo.
Mary se la bebió lentamente pero sin pausa. Recibió el vodka como la llegada de un viejo amigo. Luego, mirando fijamente a Danny, le preguntó:
– ¿Por qué haces esto, Danny?
Balbuceaba, no tanto como para que un extraño se hubiese dado cuenta, pero sí lo bastante como para que los que la rodeaban se percatasen de que estaba más ebria de lo normal.
Danny se encogió de hombros con indiferencia.
– Espera y te traigo otra.
Cuando salió de la habitación, Mary cerró los ojos lentamente. Estaba convencida de que se traía algo entre manos, como siempre. Intentó enderezarse en su asiento, pero no atinó con el brazo del sofá y estuvo a punto de caerse varias veces. Se rió en silencio, alegrándose de que Danny no la hubiese visto. Luego logró enderezarse en su asiento, clavando los tacones en el otro brazo del sofá para darse impulso.
Cuando Danny Boy regresó con otra copa, estaba medio sentada y dispuesta a lo que viniese. Una vez más le tendió el vaso y, sentándose a su lado en el sofá de piel, le pasó el brazo por encima del hombro y dijo cariñosamente:
– Mirad, niñas. Ésta es vuestra madre cuando se emborracha.
Mary se dio cuenta de que sus dos hijas estaban sentadas en el sofá de enfrente, en silencio. La habían estado observando todo el tiempo y, por tanto, la habían visto beber.
Las dos tenían los ojos abiertos de par en par, de lo sorprendidas que estaban. Mary comenzó a emitir un gemido, un largo y prolongado gemido parecido al de un animal, como si algo le doliese en su interior. Las dos niñas continuaban mirándola, con sus bonitos rostros distorsionados por el miedo y la pena que inspiraban los gritos de su madre.
Danny se reía a carcajadas, como si le hubiese gastado una broma sumamente graciosa.
– Vamos, bebe. Desde la puerta he visto que no te dabas cuenta de que estaban tus hijas presentes y ni siquiera te has dado cuenta de que yo había llegado. Y eso que no soy nada pequeñito, ¿verdad que no? Casi todo el mundo me ve, menos mi esposa, que está más pendiente de lo que bebe.
Mary estaba casi histérica; se sentía tan humillada que creía que se iba a morir del dolor que sentía en su interior. Le colgaban los mocos y el maquillaje se le estaba corriendo, pero no podía dejar de llorar y cada vez lo hacía con más fuerza. Era como si se hubiesen abierto las compuertas de una presa y estaba derramando todas las lágrimas que había acumulado en muchos años, todas las que había contenido con una voluntad férrea.
– Mamá, cállate, me estás asustando.
La voz de Leona se elevaba por segundos. Les estaba transmitiendo el dolor y el desengaño a sus hijas, y ambas parecían muy conmovidas.
Cuando las dos niñas se echaron a llorar, asustadas por el sufrimiento de su madre, Danny se echó a reír a carcajadas. La hermosa casa que había comprado retumbaba con el ruido de su risa y los llantos de sus hijas. Fue entonces cuando Mary decidió que, de alguna forma, tenía que poner fin a todo aquello.
Jonjo saboreaba la cerveza que había pedido, ya que la primera del día era la que más disfrutaba. Al igual que cuando había estado enganchado a la heroína y el primer chute era el que mejor le sabía, sólo que ahora en lugar de terminar flotando en una nube tenía que ir con más frecuencia al aseo. Sabía mear lo que bebía y, por casualidad, había descubierto que disfrutaba tomándose una copa. Por eso, se había entregado a ese nuevo pasatiempo con un fervor que hasta a él le sorprendía. Cuando era adicto a las drogas, jamás había disfrutado del alcoholy sólo lo consumía cuando no tenía nada que pincharse. Ahora, sin embargo, le sentaba bien, pues le hacía sentirse alegre y le hacía disfrutar más de la música que salía de la máquina de discos. Le encantaba. Sin embargo, aunque no lo supiera, pertenecía a ese grupo de personas que no deben beber con ningún pretexto porque se convierten en seres agresivos, susceptiblesy, lo peor de todo, temerarios.
Sentado en el Blind Beggar, miró a su alrededor, a la clientela, y sonrió alegremente. En ese momento estaba de buen humor; normalmente era después, cuando ya iba por la décima cerveza, cuando empezaba a convertirse en una persona desagradable; es decir, cuando alguien le pedía que se marchase, o cuando una chica le decía que la dejase en paz y no la molestase, o cuando algún taxista se negaba a dejarle subir en el coche porque estaba vomitando en la acera. Entonces era cuando pensaba que todas esas personas, todos esos seres extraños, intentaban que se sintiera inferior. La errónea idea de que era feliz y todos los demás unos desgraciados se introducía en su psique de tal forma que, repentinamente, decidía que la única forma de solucionar ese problema era rompiéndole un vaso en la cara a alguien, dándole un cabezazo o estampándole un puñetazo, dependiendo de con quién se tuviera que pelear en cada momento. La única razón por la que siempre se libraba de que alguien le diera una paliza era por ser hermano de Danny Boy, aunque él seguía sin darse cuenta de ello. De momento, sin embargo, estaba contento, disfrutando del efecto que le hacía la primera cerveza y pensando si le sentaría bien tomarse un buen whisky luego.
Fuera hacía frío y él continuaba mirando cómo reía y hablaba la gente. Los vio quitarse el abrigo y disponerse a pasar la noche charlando y bebiendo. Notó el calor de la calefacción, unido a ese sentimiento de camaradería, y decidió tomarse otra cerveza antes de reunirse con su hermano en el pequeño club que solía frecuentar en el sur de Londres. Sabía que llegaría tarde, pero aun así optó por tomarse una cerveza primero.
Cuando Danny Boy entró con Michael, dos horas después, Jonjo ya estaba convencido de que habían acordado reunirse allí. Intentó excusarse ante su hermano, pero éste no le prestó la menor atención. Eso le molestaba, pero no mordió el anzuelo y así evitó una discusión con él.
Danny Boy no estaba de buen humor y Michael Miles aún menos. Jonjo se dio cuenta de que, en muchos aspectos, no se sentía nada contento. Al parecer, fuese por donde fuese, la gente parecía de todo menos feliz.
Ange estaba preparando un chocolate cuando oyó que la puerta trasera se abría. Danny Boy entró en la casa, llevando a rastras a Jonjo. Como de costumbre, estaba maldiciendo, pero ella prefirió guardar silencio mientras él lo conducía hasta la cama. El ruido que hicieron al subir las escaleras era como el chirrido de alguien que arrastra las uñas por una pizarra, lo que le provocó una enorme dentera. Los gritos y las quejas de Danny Boy terminaron por sacarla de quicio.
Ange se sentó en la cocina y, después de encender un cigarrillo, esperó pacientemente a que Danny bajase. Le había preparado un chocolate caliente, pues sabía que le gustaba cuando hacía frío.
Cuando entró en la cocina, reduciendo el tamaño de la habitación con su corpulencia, ella le señaló la taza y se alegró de que se sentara con ella un rato.
– Gracias, madre. Es justo lo que necesitaba.
Dio unos cuantos sorbos antes de mostrar su fastidio y decir:
– Me lo he tenido que traer porque estaba dando el coñazo a todo el mundo. Se quitó del caballo para echarse a la bebida. Es como el viejo. Si no le da por una cosa, le da por la otra.
Ange no le respondió, ya que se sentía amedrentada por su presencia. Danny se dio cuenta de ello, pero prefirió ignorar su gesto porque no quería reconocer que asustaba hasta a su madre. Sin embargo, lo sabía y eso le irritaba.
– Necesita que alguien lo meta en cintura, madre, y no va a quedar más remedio que sea yo.
Danny se rió de sus palabras y ella sonrió, siguiendo su ejemplo.
Danny dejó la taza en la mesa y, mirando de frente a su madre, le dijo:
– ¿Por qué no hablas conmigo, madre?
Parecía tan vieja y tan pequeña que Danny pensó que no viviría tanto como él deseaba. Estaba muy delgada, había perdido peso progresivamente y tenía el pelo cubierto de canas, de unas canas que ya ni tan siquiera se molestaba en disimular. Las arrugas de su cara eran más profundas y él también sintió el peso de la edad mientras la miraba.
– ¿De qué quieres que hable, hijo?
Le hablaba como si fuese un extraño, como si se estuviese riendo de él, y eso que era la mujer que lo había parido y la que más lo había querido.
Danny deseó repentinamente apoyar su cabeza en su pecho y echarse a llorar, tal como había hecho en muchas ocasiones cuando era un niño y alguien le había hecho daño. Su madre siempre había estado a su lado para consolarlo, para abrazarlo, siempre le había mostrado su amor cuando creía que nadie lo quería. Ella había trabajado el día entero para que no le faltase de nada y él jamás se lo había agradecido, más bien todo lo contrario. La había tratado mal y ahora deseaba no haber sido tan estricto a la hora de juzgarla. Sin embargo, cuando dejó que su marido se metiese de nuevo en su cama después de todo el daño que le había causado a la familia y después de todo lo que él se había visto obligado a hacer por culpa del egoísmo y la indiferencia de su padre, murió algo en su interior.
Esa noche, sin embargo, deseó con todas sus ganas no haber sido tan duro con ella, pues, después de todo, era su madre y ella le había dado su amor. El problema era que había amado más a su marido. De alguna manera, la comprendía y sabía que no era nada personal, sino fruto de su egoísmo, de ese egoísmo tan intenso que los había destruido a todos.
– Madre, lamento el daño que te he hecho y el sufrimiento que te he causado por culpa del viejo. Lo siento de veras.
Suspiró profundamente. La tristeza de su madre se le había pegado. Lo único que deseaba era que ella siguiera con su vida, que comprendiera lo que su padre les había hecho a todos ellos. Y también lo que él, Danny Boy, había hecho por ellos.
– Lo único que quise es que no os faltara de nada, madre. Que Jonjo y Annie no fuesen los más pobres de la clase. Que no los señalaran por ser los hijos de una mujer que lavaba la ropa. Quería que se nos conociese por algo más que por ser los hijos de un borracho y un juerguista. Quería que fuesen niños normales.
Ange sintió una oleada de lástima por su hijo porque sabía que era la responsable de que hubiese madurado tan rápidamente.
No se podía decir que su actitud para con ellos hubiese sido la más adecuada. Al fin y al cabo, ella lo había utilizado para conseguir lo que deseaba.
Le cogió la mano a Danny y se la llevó al pecho. Negó con la cabeza y dijo con tristeza:
– No sé qué hubiera sido de nosotros sin ti, Danny Boy. Lo sé perfectamente.
Tenía el corazón roto por el amor que sentía por su hijo.
Danny la abrazó con ternura y ella disfrutó de su abrazo como hacía muchos años que no lo hacía. Por unos instantes, volvió a ver al pequeño Danny Boy, el niño al que había adorado, ese chico amable que un día había desaparecido y que ya creía que nunca más volvería a ver. Estaba sumamente dolida por ese hombre grande y desgraciado en que se había convertido su hijo, ya que sabía que por dentro era un hombre roto, tanto que jamás volvería a ser el mismo. Algo le había estado carcomiendo todos esos años hasta convertirlo en una persona vengativa y rencorosa. Había llegado a ser un hombre cruel y despiadado, un verdadero y auténtico capo. Estaba repleto de odio, de ese odio encarnizado tan peculiar de los capos. Además, en el caso de Danny, ese odio se había desbordado y había impregnado todas las facetas de su vida, arrasando cualquier posibilidad de ser mínimamente feliz. Ahora era un chulo, un matón que no tenía el más mínimo escrúpulo en acabar con quien se interpusiera en su camino o en arruinar la vida de cualquiera, incluida su esposa y sus hijas. Ange pensaba que, de alguna forma, era responsable de ese odio y se juró a sí misma que intentaría ayudarlos, a él y a su familia, en todo lo que pudiera. Al fin y al cabo, era lo menos que podía hacer.
Michael recorría el casino saludando a los miembros más conocidos y dando la bienvenida a los nuevos. Estaba a tope y los lujosos sofás de cuero estaban repletos de chicas atractivas vestidas con trajes de noche esperando que algún apostante tuviera un golpe de suerte. Resultaba curioso ver cómo los verdaderos jugadores gustaban de ir acompañados de mujeres hermosas que no fueran sus esposas para que los animasen. Se había dado cuenta liada mucho de que era una cuestión de ego, una forma de demostrar el dinero y el poder a unas chicas que, en comparación con ellos, no tenían nada de nada. Para él, sin embargo, no significaban absolutamente nada, pues se limitaba a proporcionarles esa compañía, igual que les proporcionaba las ruletas y las mesas de póquer. Para él, todo era lo mismo, simple dinero.
Notó el olor peculiar del casino; es decir, un aroma a loción de afeitado y a perfume caro y, subyacente, el hedor del dinero. Sí, el dinero apestaba; era algo que sabía hacía tiempo. Era algo sucio porque pasaba de mano en mano; de hecho, un billete de cinco libras estaba más pasado que la jeringa de un yonqui. Se rió de la comparación pero estaba en lo cierto. Un mismo billete de cinco libras podía estar en manos de la propia reina de Inglaterra por la mañana y terminar en las mugrientas manos de un apostador de caballos por la noche. Por esa razón, por mucho que a él le gustase el dinero, consideraba que apestaba. De hecho, sabía que había enfermedades que se transmitían a través del dinero y, por esa razón, siempre utilizaba la tarjeta de crédito.
Mientras miraba alrededor vio a una chica morena, delgada y con la boca grande que metía la mano en las fichas de uno de los apostadores cada vez que éste miraba para otro lado. Michael le hizo señas a una camarera para que se acercase y le preguntó en voz baja quién era la chica. La camarera le respondió que no tenía ni idea, lo que le agradó porque eso significaba que no trabajaba para él, sino que había venido con el hombre al que estaba desplumando, o se había colado con alguno de los clientes habituales.
Michael se sentó en la barra y la estuvo observando un rato. Tenía unas muñecas huesudas y, por algún motivo, eso le hizo sonreír. Tenía el pelo moreno y largo, y los ojos ovalados y de color gris. Vestida con ese traje azul marino parecía una auténtica señorita, a pesar de que estaba robando descaradamente a su acompañante. Lo besaba, se abrazaba a él, aplaudía cuando apostaba y, mientras tanto, se metía las fichas en el bolso con una desenvoltura que denotaba que no era la primera vez que lo hacía, sino que era toda una profesional.
Mientras la veía actuar, observó que se estaba trabajando a otro hombre. Era uno de los clientes asiduos, un buen apostador y muy aficionado a la ruleta. Además, era un buen perdedor, algo de extrañar porque los buenos perdedores no abundaban y normalmente eran personas que se podían permitir perder ese dinero y pasar un buen rato. Eran personas verdaderamente ricas que disfrutaban saltando la banca.
Cuando la chica empezó a tirarle los tejos, Michael se acercó como quien no quiere la cosa. El hombre que la acompañaba no estaba muy contento con ese cambio de alianza y ahora estaba más pendiente de sus fichas. Le había estado toqueteando las fichas de cincuenta libras y se preguntaba si le habría birlado alguna. Un perdedor suele culpar a cualquiera menos a sí mismo, pero no podía demostrar nada porque no la había visto. Michael, sonriendo amistosamente, la cogió del brazo con fuerza y le dijo al oído:
– Disculpe, señorita, ¿podría hablar con usted un momento?
Ella lo miró durante varios segundos antes de negar con la cabeza y responder:
– Pues no. No puede.
La chica respondió en voz baja y modulada, pero se apartó de él como si le hubiera pedido que le enseñara las tetas. Michael sonrió, impresionado por su manera tan fría de comportarse.
– Deja que te diga una cosa, corazón, éste es mi casino y, si yo quiero hablar contigo, lo haré, te guste o no.
Empezaba a sentirse molesto por su actitud y elevó ligeramente el tono de voz.
Ella se dio la vuelta para mirarle y, enseñándole unos dientes tan blancos como los de los anuncios Colgate, respondió con altanería:
– ¿Va a tardar mucho?
Michael negó con la cabeza y ella fue lo bastante sensata para seguirle hasta la oficina sin rechistar. Una vez dentro, cerró la puerta con firmeza y, fríamente, le dijo:
– Dame el dinero.
La chica sonrió, fría como un témpano.
– ¿De qué dinero habla?
Michael respiró profundamente, resoplando antes de responder en voz alta:
– Abre tu puñetero bolso antes de que te lo arranque y te lo meta por la garganta. Te estoy avisando. No quiero verte por aquí robando a mis clientes. Y ahora abre el bolso antes de que me enfade de verdad.
La chica sonrió, aunque bajo la intensa luz de la oficina se dio cuenta de que no era tan joven como había creído. Seguro que por lo menos había cumplido los treinta y, por la forma de desenvolverse en la mesa, debía de tener mucha experiencia mangoneando. Resultaba un tanto extraño que una chica corno ésa frecuentase su local. La reputación de Danny y la suya deberían haber bastado para que no se hubiera atrevido a ello. El nombre de Cadogan y Miles echaba para atrás a los tipos más duros, por eso la presencia de una vulgar carterista resultaba irrisorio, casi un insulto. Sin embargo, prefirió callarse, ya que, como siempre, trataba de conservar la calma.
La chica abrió el bolso de ante y Michael vio que lo tenía repleto de fichas. En total tendría uno de los grandes, puede que incluso más. Michael se las cogió todas.
– Si te vuelvo a ver por aquí, te echo a patadas, ¿me entiendes?
La chica asintió, mirándolo con expresión arrogante y el descaro de alguien que se lo está pasando bien. Era una chica encantadora y muy guapa, pero era una lástima que adoptase esa actitud tan chulesca. Michael dedujo que también se dedicaba a la prostitución porque tenía ese aspecto que dejaba claro a todo el mundo que estaba disponible, siempre y cuando fuese por dinero, claro.
– La verdad es que creo que este lugar tiene un grave problema en lo que a protección se refiere. Yo me he colado sin ningún problema, así que te aconsejo que busques un par de porteros que merezcan la pena. Yo trabajo para Ali Farhi y él seguro que puede solucionarte ese problema.
Michael no sabía si echarse a reír o darle una bofetada, así que optó por lo primero.
– ¿Y quién coño es ese Ali Farhi?
Michael jamás había oído su nombre, por lo que dedujo que no sería nadie que mereciese la pena.
– Tu peor pesadilla -dijo la chica marchándose de la oficina y mostrándole al mundo que era una mujer de anchas caderas.
Sonriendo por su descaro, Michael se sirvió una copa de brandy y se olvidó del incidente. Sin embargo, tuvo que reconocer que en algo tenía razón: se había colado sin ninguna dificultad. Decidió que, cuando cerrasen, tendría unas palabras con sus empleados para recordarles para quién trabajaban. Estaba cabreado, pues era una vulgar puta y una ladrona, y no debería haber pasado de la entrada. La joven había dado en el clavo y eso le irritaba.
Danny Boy continuaba quejándose de la última fechoría de su hermano y decía que estaba decidido a darle un escarmiento. Cuando aparcó en la puerta de la casa de Louie Stein se preguntó en qué se había convertido su vida. Se quedó sentado unos minutos, observando la choza de Louie. Era una casa bien bonita, no un palacio ni nada parecido, pero sí acogedora. Danny pensó en la suya, que era opulenta, al menos para la gente que conocía, pero también odiosa. Mientras recorría el sendero que conducía hasta la puerta, Louie abrió la puerta y él entró en el calor de la casa, suspirando de alegría.
– Tienes la calefacción a tope. Cuando entras da gusto, pero luego no hay quien la aguante.
Louie se rió mientras se dirigía a la cocina. Encima de la mesa había una botella de brandy y un plato con sándwiches. Danny cogió uno antes incluso de sentarse. Se lo metió en la boca y lo sujetó entre los dientes mientras colgaba su pesado abrigo.
Louie sirvió un par de copas antes de decir alegremente:
– Tú siempre con hambre. Recuerdo cuando eras un niño. Comías como un león.
Danny Boy se rió con él.
– Y yo me acuerdo de que traías la comida de casa, por lo que yo solía irme a los Blooms a comer, aunque no era tan buena como la que preparaba tu mujer.
Louie sonrió.
– Mi padre siempre decía que una buena cocinera es mejor que un buen polvo. Y, si mal no recuerdo, también te lo advertí a ti. Un polvo es algo que se puede echar con cualquiera, pero una comida decente dura más y, a largo plazo, incluso resulta más gratificante.
Volvieron a reír. Danny Boy siempre había disfrutado de la compañía de Louie. Con él se podía relajar, pues lo conocía desde siempre, al menos desde que había empezado a trabajar. Aún estaba en contacto con mucha gente y le proporcionaba información que creía de su interés.
Una o dos veces al mes, Danny se pasaba por su casa, simulando que era por razones de trabajo, pero la verdad es que disfrutaba visitando a su viejo amigo. Danny sabía que Louie había sido sumamente generoso con él y eso jamás lo olvidaría. Cuando se hizo mayor, comprendió lo mucho que ese hombre había hecho en su favor, y ahora se sentía avergonzado de su arrogancia juvenil y de haberle arrebatado su medio de vida sin pensárselo dos veces, tan sólo porque se le había antojado. Le pagó un buen dinero, pero Danny sabía que el desguace lo había significado todo en su vida. Cuando llegaron a un acuerdo, pareció no importarle, pero desde que se había retirado, había envejecido mucho, se había empequeñecido y se había vuelto mucho más quisquilloso. Danny se daba cuenta de que deseaba seguir formando parte del mundo en el que se había movido y se preguntó si algún día él se vería en ese mismo lugar. Lo dudaba, pues pretendía seguir conservando la fuerza necesaria para mantenerse en la cima. De hecho, ya tenía bien agarrado todo el Smoke y, ahora que España también era suya, no tenía nada que temer en el futuro. Además, se sentía capaz de acabar con cualquier competidor.
– Venga, vamos, cuéntame.
Louie se encogió de hombros aparentando indiferencia. Danny sabía que aquello significaba que se había enterado de algo, pero que no se lo diría hasta que no llevasen media hora charlando de banalidades. Danny Boy no se molestó, pues conocía su juego y de hecho lo consideraba una de sus grandes virtudes, pues tenía la capacidad de escuchar banalidades como si pareciese interesado mientras dibujaba una sonrisa diabólica. También sabía que Louie se sentía solo y no le importaba concederle algo de tiempo.
– ¿Has oído hablar de los Williams de Dulwich?
Danny negó con la cabeza en señal de sorpresa.
Louie puso esa sonrisa de niño malo que ha ganado jugando a las canicas a sus compañeros de escuela.
– Les han robado. Y me refiero a robarles de verdad. No sólo se han llevado el dinero de las apuestas, sino que entraron en las oficinas que hay en la parte trasera. Ya sabes, donde se hacen las apuestas de verdad y donde guardan el dinero ganado con el blanqueo.
Danny frunció el ceño. Quienquiera que se hubiese atrevido a semejante cosa no se lo había mencionado y eso significaba que le debía un porcentaje, aunque, para ser sinceros, no les habría dado su consentimiento para seguir adelante. Los Williams eran viejos colegas suyos y habían hecho muchos tratos. Luego pensó que lo más probable era que creyesen que él estaba detrás del asalto. Por esa razón, no había oído nada. Se suponía que él se llevaba un pellizco de todo lo que se trajinaba en el Smoke. Absolutamente de todo.
– ¿Cuándo ha sucedido?
Louie tosió y dijo:
– Pensaba que lo sabías. Les han quitado una buena suma, más de un cuarto de millón de libras, y no tienen ningún seguro como los bancos. Los asaltaron ayer por la tarde, justo después de la hora punta. Al parecer, lo tenían muy bien planeado y lo llevaron a cabo a la perfección. Entraron sin que nadie se diera cuenta y llevaban armas y pasamontañas. Sabían dónde estaba el dinero. Alguien de dentro debe de haber estado involucrado porque fueron directamente al escondite que tenían en la parte de atrás de la chimenea. Ni tan siquiera yo sabía que guardaban el dinero allí. Vaya cabrones de mierda. Robarles a sus mismos colegas. ¿De qué coño va todo esto, Danny?
Danny negó con la cabeza, incrédulo.
– Vaya ultraje. Más me vale pasarme por allí y expresarles mis condolencias. Espero que no crean que he tenido nada que ver con eso.
Louie se encogió de hombros y volvió a llenar los vasos.
– Lo que tienes que hacer es encontrar al culpable. Si pasas por alto este asunto, la gente no te tomará en serio.
Danny asintió a pesar de estar preocupado. Nadie en su sano juicio le haría una cosa así a los Williams, pues eran unos tipos de cuidado, jamaicanos irlandeses con los dientes muy blancos y muy mala leche. Se sentía molesto, ya que podían pensar que estaba en el ajo. Sin embargo, no había oído nada y pensaba recurrir a sus trabajadores para ver si alguno se había enterado de algo. En cualquier caso, fuese quien fuese, debería ir pensando en tomarse unas largas vacaciones porque, si lograba ponerle la mano encima, probablemente no volvería a andar por sus propios pies.
– Bueno, venga, dime lo que me tienes que decir.
Louie lo miró a la cara y vio que tenía gesto de preocupación.
– ¿Pasa algo, Louie?
Louie sacudió la cabeza haciendo un gesto dramático y dijo:
– Los Farhi han salido del trullo y ya han vuelto a las añiladas.
Danny rió, sorprendido, y luego preguntó educadamente:
– ¿Y quién cojones son los Farhi?
Louie llenó de nuevo las copas y respondió con seriedad:
– Los Farhis son una terrible pesadilla, Danny Boy.
Eli Williams era un tipo grande y fuerte y hasta Danny Boy, que también lo era, tenía que reconocerlo. Era extraño que alguien le superase en altura y los que lo hacían no presentaban ningún problema para él. Danny pensó que era una completa estupidez plantearse una cosa así porque él siempre había sentido aprecio por Eli. Entre ellos siempre había existido una buena relación. Además, habían sido amigos desde que eran unos muchachos y habían realizado muchos trabajillos juntos, que ninguno de los dos quería que nadie conociera.
Eli tenía una cabeza enorme y un pelo espeso hecho trenzas y sumamente despeinado. Su piel lisa y sus prominentes pómulos le daban el aspecto de una escultura, además de un parecido con Bob Marley del que se aprovechaba con las chicas blancas. También tenía ese color chocolate que vuelve locas a todas las mujeres, blancas o negras. A Eli, además, le gustaban toda clase de mujeres, siempre y cuando fuesen guapas, estuviesen buenas y no resultase difícil tirárselas. Amaba a su chica y a sus hijos, pero vivía en un mundo donde lo extraño resultaba una tentación que siempre estaba dispuesto a saciar. Para la mayoría de las mujeres, resultaba un hombre sexy, algo que sabía perfectamente y utilizaba para sus propios fines.
Vistiendo, sin embargo, era bastante conservador y fumaba hierba a todas horas. Estaba permanentemente colocado, pero aun así podía hacer cualquier operación matemática. Era un genio para los números y, de haber nacido en otro ambiente, habría ido a una buena escuela e incluso a la universidad, donde seguro que habría destacado por su habilidad para las matemáticas. Al igual que muchos niños superdotados, había sido ignorado por su aspecto y su actitud. Por esa razón, había utilizado su habilidad natural para llevar el control del tráfico de drogas, desde un cuarto hasta un kilo. Y con las apuestas hacía otro tanto.
Eli era capaz de realizar cualquier cálculo respecto de un negocio mediante operaciones matemáticas. Como había dicho en cierta ocasión un poli, era un jodido genio. Con trenzas o sin ellas, para ellos era un completo enigma. Se tendría que haber sacado provecho de un chico así, debería haber sido elogiado por su inteligencia y haberle concedido la oportunidad de utilizar esa cabeza para el bien de los demás. Sin embargo, asistió a una escuela estatal donde su capacidad intelectual asustó a los profesores, que consideraban que un chico de sus características no se merecía tal cosa. Su inteligencia les hacía sentirse incómodos y, por eso, intentaron por todos los medios anularla. Finalmente, se vio solo, sentado en su pupitre, aburrido como una ostra mientras esperaba que los demás niños se pusieran a su ritmo, lo cual jamás sucedía. Por esa razón, se convirtió en uno más de esos alumnos olvidados y marginados por las escuelas estatales, esos que jamás lograban graduarse debido a sus antecedentes y su aspecto, esos que terminaban poniéndose al servicio de algún delincuente porque sabían que habían nacido para algo más que trabajar en un almacén.
Eli, además, era un buen tipo en opinión de Danny y se sentía ofendido de que hubiese pensado, aunque sólo fuese por un instante, que él estaba involucrado en el asunto. Aunque en realidad, puede que les hubiera dado luz verde. Por otro lado, comprendía que hubiese pensado una cosa así, pues no se hacía nada sin su previo conocimiento, aunque él no hubiera permitido semejante cosa, pues jamás habría actuado en contra de los intereses de sus amigos. Eso hubiera provocado un resquemor entre los que lo conocían y hubiera impedido cualquier tipo de reconciliación.
Por ese motivo, ambos se sentían muy enojados contra los puñeteros asaltantes y querían dar con ellos lo antes posible. Les resultaba increíble que alguien hubiera tenido los cojones suficientes para atracarlos, especialmente sabiendo que Danny Boy acabaría enterándose de sus nombres, direcciones y números de teléfono más tarde o más temprano, ya que consideraba semejante acto un insulto que resolvería personalmente. De hecho, se lo había tomado tan personalmente que ya había ofrecido una recompensa a quien pudiera decirle algo. Una recompensa, por cierto, que tentaría al más pintado.
Danny se había mostrado muy displicente al principio, pero luego había sentido la necesidad de manifestar su irritación y ofreció una recompensa por cualquier información. Estaba enfadado por el descaro y el atrevimiento que eso suponía, por el desprecio y la desconsideración que significaba frente a la comunidad. Danny se caracterizaba por poseer eso que se llama enfado lento.
Danny señaló con el dedo la cara de Eli y, con rabia contenida, dijo:
– Escucha, Eli. Te aseguro que alguien va a salir muy mal parado. Ahora cualquiera que tenga más dinero de la cuenta se convierte en un sospechoso. Piensa en eso. Cualquiera que disponga de un dinero que no se sabe de dónde procede será interrogado como si fuese un puñetero terrorista. Y me da igual si tienen a alguien en el talego, o si son de Guildford Tour o de Birmingham Six. Resolveremos este asunto antes de que cante un gallo, así que relájate y deja de atosigarme.
Eli se encogió de hombros, pero luego, con una pasión que Danny Boy pudo comprender, de haber estado en su lugar, dijo:
– Los quiero para mí solo, Danny Boy. Tenía a mi hijita de tres años en el regazo y los muy cabrones me pusieron una pistola en la cara. A mí, como si yo fuera un don nadie. Los quiero para mí solo, aunque les dejaré algo a mis hermanos. Esto es una cuestión personal, una cuestión de respeto. A mí nadie me toma el pelo.
Danny asintió en señal de acuerdo.
– Te comprendo, colega. Yo pienso lo mismo y me parece justo.
Sonrió con esa diabólica sonrisa que tantas puertas le había abierto en el mundo criminal.
– Sólo te pido una cosa, Eli. Quiero estar delante y quiero ver qué dicen al respecto.
Eli sonrió, mostrando sus dientes blancos por primera vez desde que se habían reunido.
– Sí, así me animas.
Danny asintió en silencio, mientras se devanaba los sesos pensando quién podía haber hecho semejante gilipollez. Fuese quien fuese, debía de estar enganchado a las drogas y haberse puesto hasta la gorra. Nadie con dos dedos de frente se habría atrevido a cometer una estupidez de ese calibre.
Danny Boy estaba tan intrigado como cabreado y deseaba ardientemente saber quién había sido y cómo se le había ocurrido tomarle el pelo de esa manera.
– ¿Sabes si eran blancos o negros?
Eli se encogió de hombros.
– No sabría decirte, Danny. Llevaban pasamontañas y guantes. No pronunciaron palabra alguna y se limitaron a encañonarnos con sus armas.
Danny asintió de nuevo. Fuesen quienes fuesen, lo habían llevado a cabo de forma muy profesional. Evidentemente, eran gente conocida, pues de no ser así no habrían sido tan cautos y astutos a la hora de guardar silencio. Estaba claro que no querían que se les reconociese la voz ni el acento. Era alucinante. No sabían nada de ellos y ni siquiera tenían la más mínima pista.
Danny Boy, sin embargo, sabía que había muy pocas personas que fuesen capaces de plantarle cara, tanto a él como a los hermanos Williams. Permaneció sentado en el asiento del coche. Se había quedado más de la cuenta porque era importante que lo viesen en casa de los Williams, así la gente pensaría que lo habían requerido para que resolviese el asunto. Y quería hacerlo, lo único que deseaba es hacerlo sin presión de ninguna clase. De momento, ninguno de sus trabajadores le había dicho nada. Nada de nada. Era un misterio que hasta la misma Agatha Christie se las hubiera visto negras para desentrañar. El, sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta el fondo aunque fuese lo último que hiciese en la vida.
Quienquiera que fuese la persona que había pensado que robar a los Williams era una opción viable debería de estar mal de la cabeza y necesitaba de un tratamiento psiquiátrico. Hasta él los tenía por buenas personas, hombres respetables que pagaban sus deudas y hacían todo lo posible para resolver sus problemas en privado, al margen de la opinión pública. Era una forma muy sensata de comportarse, especialmente en su mundo, donde la gente suele resolver sus asuntos a plena luz del día. No él, por supuesto. Eran los demás los que tenían que demostrar algo. Los don nadie siempre tenían que demostrar lo fuertes que eran, siempre convertían sus acciones en meras anécdotas de las que hablar en el pub y, si eran lo bastante afortunados, en algo que poder contar a sus nietos. Pensaban que con esos actos lograrían amedrentar a la pasma, pero lo único que conseguían era darle una razón para que se les echase encima y los jodiera legalmente. Así, todas las personas con las que se habían relacionado, incluso las que habían trabajado para ellos, eran vistas en la misma perspectiva. Era una auténtica gilipollez. Danny sabía que podía asesinar a una persona en plena calle y nadie se atrevería a abrir la boca, lo que no podía permitirse hacer ninguno de sus guardaespaldas, ya que, si llamaban la atención de la bofia, estaban perdidos.
Los Williams eran como él en ese aspecto; jamás cagarían en el mismo lugar donde se acostaban. Si tenían que llevar a cabo algún acto violento, lo hacían en privado y de forma decente y aceptable. De vez en cuando cometían algún crimen en público, pero sólo cuando era necesario sentar precedentes o dar ejemplo. Aun en esos casos, procuraban que los presentes fuesen las personas adecuadas; es decir, personas que hablarían de ello, lo comentarían, pero tan sólo entre los de su círculo. Sin embargo, lo sucedido resultaba un enigma. Fuese quien fuese quien lo hubiera planeado, o bien deseaba morir o bien se sentía tan seguro de sí mismo que no creía que sus acciones fuesen cuestionadas. Danny se inclinaba más por esto último, lo que convertía al sujeto en un gilipollas redomado, porque los Williams no eran personas que aceptaran ese tipo de bromas, ni él tampoco.
Michael estaba cansado, además de preocupado por los últimos acontecimientos. El sabía mejor que nadie lo temerario que era Danny Boy cuando se le antojaba. Además, estaba seguro de que con ningún pretexto permitiría que nadie interfiriera en sus negocios, por lo que no cesaba de buscar a los cabrones que se habían atrevido a meterse en su territorio. Era un ultraje que no podía pasar por alto.
Michael, lo mismo que Danny, tampoco tenía la más mínima intención de olvidarse del asunto. Había llegado el momento de darle a alguien una lección ejemplar y ambos estaban dispuestos a ser quienes la impartieran. Desgraciadamente, nadie parecía saber nada del robo, lo cual resultaba indignante, pues alguien tenía que saber algo. No cabía duda de que había sido perpetrado por personas que conocían bien las prácticas financieras de los Williams. Danny Boy, sin embargo, lo consideraba un insulto personal, una puñetera conspiración contra él, por eso estaba más paranoico que de costumbre. No obstante, estaba dispuesto a solucionarlo porque, si robarle a los Williams ya resultaba de por sí ultrajante, más lo era teniendo en cuenta que estaban bajo su protección.
Mientras Danny servía un par de tazas de té, Michael preguntó:
– ¿Quién crees que puede haber sido, Danny? ¿Quién coño puede atreverse a semejante cosa?
Danny suspiró profundamente. Exasperado y lleno de rabia respondió:
– Si lo supiera, ¿crees que estaría aquí sentado? He puesto a todos mis hombres a trabajar, pero ninguno sabe nada, por lo que deduzco que ha sido planeado por algún tío muy listo o por una nueva banda. Sea quien sea, cuando le ponga las manos encima, puede darse por muerto.
– Esto me da mala espina, Danny. Presiento que es un puñetero montaje. ¿Quién se iba a atrever a ponerse en tu contra?
Aquello era lo que Danny necesitaba oír, y Michael lo sabía muy bien. Lo único que pretendía era realzar su ego, como había hecho en otras ocasiones cuando deseaba llevar a cabo algo. Danny Boy tenía que darse cuenta de que aquello era un asunto muy serio, no sólo un juego en el que estaba involucrado su insaciable ego.
– ¿No te has parado a pensar que haya podido ser una amenaza directa contra nuestra empresa? Quien sea cree que estamos fuera de nuestra jurisdicción, que puede hacer lo que le dé la gana y nosotros nos quedaremos callados.
Danny Boy no respondió. Estaba asimilando lo que acababa de escuchar y no se sentía impresionado por ello. Luego, con suma tranquilidad, respondió:
– O sea, que tú piensas que lo han hecho para desafiarnos personalmente.
Parecía a punto de echarse a reír, pero Michael notó un ápice de preocupación en su voz. Finalmente lo había conseguido: había hecho que se tomase el asunto más seriamente que al principio. A Danny Boy jamás se le hubiera ocurrido pensar que nadie quisiera jugársela, pues se consideraba inmune a la opinión pública y, por tanto, aquello suponía una nueva forma de ver las cosas. Michael, sin embargo, había puesto el dedo en la llaga. Vio que Danny Boy se quedaba reflexionando unos minutos antes de preguntar:
– ¿Has oído hablar de los Farhi?
Michael dejó la taza de té en el escritorio con sumo cuidado, porque la pregunta lo dejó de lo más sorprendido.
– Ahora que lo dices, una chavala pronunció ese nombre en el casino. ¿Por qué?
– Louie me dijo algunas cosas sobre ellos. Son una familia de locos. Unos jodidos turcos. Ali, el mayor de los hermanos, acaba de salir de la trena. No aquí, sino en Bélgica. Por eso ha estado apartado un buen tiempo. Ahora, al parecer, está de nuevo en el Smoke y creo que si atamos los cabos… Louie dice que es un cabrón de mucho cuidado, un tipo que se cree el dueño del mundo.
Michael dio un sorbo de té, satisfecho de ver que Danny por fin se tomaba el asunto en serio. Que hubiese escuchado ese nombre ya en dos ocasiones no podía ser una simple coincidencia. Danny Boy lo había escuchado y había terminado por hacerle caso.
– Según Louie, Ali era un verdadero capo, un turco con un par de cojones que se había abierto camino. Por desgracia, o por fortuna, según cómo se mire, fue arrestado porque mató a su esposa. Al parecer, descubrió que había sido una prostituta, algo que lo cogió de sorpresa. Como casi todos los turcos, se dedicaba a chulear a las putas, además de al tráfico de drogas, y según tengo entendido, salió del trullo el mes pasado. Ha estado encerrado en Bélgica muchos años, pero ha salido porque apeló diciendo que la pasma no había hecho el trabajo debidamente. Su abogado argumentó que, puesto que era su marido, sus huellas estaban por todos lados. Según me ha contado Louie, al juez le han dado un buen pellizco por dejarlo en libertad. Sin embargo, antes de que lo arrestaran estuvo a punto de apoderarse del Smoke. Si te soy sincero, cuando me lo contó Louie no le presté demasiada atención porque, como tú sabes, le gusta mucho el chismorreo y exagera más de la cuenta. Sin embargo, ahora creo que bien puede ser el culpable, y no estaría de más que le hiciésemos una visita. ¿Tú qué opinas?
Michael asintió en señal de acuerdo, tal como esperaba Danny.
– Sabes que es hombre muerto, ¿verdad que sí?
Michael sonrió.
– Se me ha pasado por la cabeza. No importa lo que haya hecho, más vale que lo quitemos de en medio antes de que nos cause más problemas.
Danny rió. Su apuesto rostro ocultaba su verdadera personalidad. Su sonrisa le daba el aspecto de una persona normal, de alguien que puede compartir una broma o animar a alguien con un gesto y unas cuantas palabras amables. Parecía una persona tan amistosa, tan normal, tan ingenua. Michael lo quería como a un hermano; de hecho, más que a su hermano, ya que por éste no es que sintiera demasiado aprecio porque lo consideraba un pelele del que apenas se acordaba en ningún momento, cosa que admitía. Danny Boy, sin embargo, ocupaba su mente la mayor parte del tiempo. Quitando a Carole y a sus hijos, era la persona que más le importaba y pensaba en él desde que abría los ojos hasta que se iba a dormir. Ahora, además, iban a ir juntos a la guerra y, para colmo, contra los turcos. Hasta Michael se dio cuenta de que eso era un mal necesario, pues, aunque estuviesen equivocados, una advertencia no estaría de más porque todo el mundo terminaría enterándose más tarde o más temprano. Ese tal Ali Farhi había venido al lugar equivocado en el momento menos oportuno. Además, debía de tener muy buena opinión de sí mismo, lo que resultaba de por sí un ultraje, pues había que estar loco para pensar que un precursor iba a venir a llevarse todo lo que ellos habían conseguido. Lo último que necesitaba ahora era un puñetero mierda sobre sus conciencias, que es justo donde terminaría ese hombre si no tenía cuidado.
– ¿Sabes dónde vive?
Danny abrió los brazos de par en par, mostrando un gesto de completa incredulidad en el rostro.
– ¿Y tú qué crees? Louie jamás abre la boca si no sabe hasta el último detalle. Dios lo bendiga.
– De todas formas, creo que debemos entregárselo a los Williams y dejar que ellos se encarguen del asunto.
Danny asintió con tristeza, pues estaba deseando tener algún enfrentamiento. Sin embargo, se mostró complaciente porque sabía que no les vendría mal mostrar un poco de generosidad. Lo único que tenían que hacer era dejarse ver. Tanto si los turcos eran culpables como si no, había que quitarlos de en medio, pues así matarían dos pájaros de un tiro.
Arnold estaba ya en el bloque de pisos en Hackney cuando vio las luces del coche que giraba en la esquina. Sabía que era Michael porque las luces de su coche eran las de un Mercedes. En la oscuridad parecían dos ojos diabólicos. Cuando Michael aparcó, fue hasta el coche y se sentó en la parte de delante.
– ¿Todo bien?
Michael asintió. Aún se sentía incómodo desde su última conversación y entre ambos se palpaba la tensión.
– Sí. ¿Y tú? ¿Cómo andas?
Arnold se pasó las manos por entre las trenzas lentamente, un gesto que denotaba nerviosismo.
– Escucha, Michael. ¿Te importaría que olvidásemos ese asunto? Debí de estar loco pensando una cosa así y no sé cómo se me ocurrió hacer caso de las habladurías de un poli de mierda como ése.
Arnold se rió, al igual que Michael.
– Olvídate de eso, es agua pasada. Ahora, dime, ¿has visto a Ali o a alguno de su banda en la última media hora?
Arnold se sintió aliviado por sus palabras, ya que había vivido terriblemente asustado de que Danny Boy pudiera enterarse de sus acusaciones. De hecho, no había podido conciliar el sueño con esa preocupación. ¿Cómo se le había ocurrido pensar semejante cosa? Aun cuando fuese cierto, lo cual era muy probable, él no era el más indicado para decírselo a nadie.
– Está dentro, lleva ahí toda la noche. Hay un tipo enorme con él, que imagino que será su guardaespaldas. Quitando a ése, sólo hay una mujer y su hijo.
Michael asintió. Justo en ese momento llegó Danny Boy en un Range Rover. Se bajó del asiento del conductor con el aspecto de un hombre que se ha pasado la noche de juerga. Sonreía como un colgado y, cuando vio que Eli Williams y sus dos hermanos se bajaban del coche con un porro en la mano y los machetes escondidos en el abrigo, se echó a reír a carcajadas.
Arnold conocía muy bien a los hermanos Williams y se saludaron amistosamente. Hacía frío y se veía el aliento salir de sus bocas cuando hablaban.
– Está ahí dentro -dijo.
Michael asintió para confirmar lo que decía.
– A no ser que haya salido pitando por la puerta trasera, claro.
Eli sonrió; la verdad era que estaba deseando verle la cara a ese tío. Robarle ya había sido un ultraje, pero saber que el asalto lo había perpetrado un jodido turco de mierda le resultaba inconcebible. Era una tomadura de pelo que debía resolver lo antes posible. Además, quería recuperar el dinero.
La entrada del bloque estaba oscura, algo que no resultaba inusual en un barrio como ése, porque muchas veces eran los mismos inquilinos quienes rompían las bombillas. Cuando llegaron a los ascensores, se sintieron relajados. De hecho, el ambiente que reinaba entre ellos era parecido al de una fiesta. Eli y sus dos hermanos, un par de gemelos llamados Hector y Dexter, iban a la cabeza, algo que no molestaba a Danny Boy porque él era un mero observador que los acompañaba para dejar claro que no había tenido nada que ver en el asunto. No obstante, también quería dejar su sello y quería demostrarle a ese tío cómo funcionaban las cosas en Londres. Quería decirle que, sin su permiso, no debería haberse atrevido a mear en una esquina, mucho menos a cometer semejante fechoría. Cuando los Williams terminasen con él, tendría suerte si era capaz de mear en una bolsa de plástico; claro, si es que salía con vida.
Cuando el ascensor llegó a la planta doce todos salieron y soltaron una bocanada de aire; habían retenido la respiración todo el rato por ese hedor a orina y a desinfectante tan peculiar en los ascensores de esos barrios. A Danny le resultaba increíble que la gente que cogía esos ascensores fuese la misma que se meaba en ellos. Eran más asquerosos que los perros, ya que ni ellos cagan donde se acuestan. Los adolescentes que utilizaban esos ascensores como orinales deberían ser castrados, que es lo que él haría de vivir allí. El olor era nauseabundo, y que las mujeres y los niños tuvieran que soportar esa peste le resultaba irritante. Estaba convencido de que todo el mundo tenía derecho a vivir con unas mínimas condiciones higiénicas, por eso pensaba emprender una cruzada personal para que esa manía de mearse en los ascensores se acabase de una vez por todas.
El descansillo también estaba a oscuras; alguien había quitado las bombillas o las había roto. Danny Boy se sentía indignado al ver que había gente que consideraba esa forma de vivir como algo normal y aceptable. Los hombres que vivían en esos pisos deberían preocuparse de que sus casas fuesen un lugar seguro para sus mujeres y un lugar poco propicio para los merodeadores. Suspiró abochornado y llegó hasta el final del pasillo; una vez allí sonrió y, mientras miraba a los hermanos Williams, derribó la puerta de un puntapié.
Nadie de los pisos de al lado se molestó en salir para ver qué sucedía, tal como habían presagiado Danny y sus colegas. Las visitas de esa índole eran algo rutinario en los pisos de ese barrio. Cuando todos entraron en el vestíbulo, Danny vio al hombre que debía ser el guardaespaldas del turco hacerse a un lado con rapidez. Por su cara se veía que bajo ningún pretexto pensaba entrometerse en ese asunto y que nadie podía culparle por ello. Aunque era un tipo grande y fuerte, se veía que debía de haberse olido el asunto porque no parecía nada sorprendido de verlos. Se limitó a salir del piso lo más rápido y en silencio posible. Danny, en voz alta, le gritó:
– Gordo. Los ascensores apestan a meaos, te lo aviso.
Todos se rieron de él. Al abrir la puerta del salón, vieron a Farhi de pie, en la terraza, con el rostro aterrorizado y un bebé en los brazos.
Danny Boy levantó la mano para detener a los hermanos Williams.
– Dame el bebé, colega.
Farhi negó con la cabeza violentamente.
– Si me quieres a mí, te la tendrás que llevar a ella por delante.
Parecía estar regodeándose, como si creyera que el bebé que sostenía en los brazos iba a impedir que limpiasen el suelo con él. Danny retrocedió y le hizo señales a Eli para que hiciera lo mismo.
– ¿Dónde coño tienes mi dinero, cabrón de mierda?
Eli hablaba sosegadamente, pero con una frialdad que debería haber alertado al hombre de que estaba a punto de perder los estribos. Sus hermanos ya habían empezado a registrar el piso y estaban poniendo todo patas arriba buscando el dinero y las armas. No se vieron defraudados. Al retirar el sofá de la pared, vieron un montón de dinero apilado. Era el suyo; aún llevaba las fajas que ellos utilizaban. Había miles de libras que no habían sido tocadas. El sofá estaba viejo, raído y apestaba. En sus tiempos, debía de haber sido de dralón color verde, como se podía ver en el borde de abajo, pero la mugre y la suciedad acumulada por los años impregnaba sus brazos. El piso estaba hecho un asco, desde la moqueta hasta las marcas negras que había alrededor de los interruptores. Era uno de esos escondites que utiliza la gente que se quiere quitar de en medio por un tiempo. Uno de sus inquilinos seguro que había sido un yonqui porque las paredes estaban salpicadas de sangre, algo muy normal en los yonquis primerizos, ya que los experimentados procuran que no se les pierda nada de caballo. Era una casa de protección oficial que había sido subarrendada, pero fuese quien fuese el inquilino original estaba residiendo en otro lado y utilizando la renta que le pagaban como recurso hasta que le llegase el subsidio. Sucedía con frecuencia y solían convertirse en la residencia principal de mucha gente, especialmente de la que deseaba perderse por un tiempo. En las casas de protección oficial eso se convertía casi en una norma. Por esa razón muchas personas lograban quitarse de en medio y desaparecer.
Ali vio la cara de asco que ponían al ver cómo vivía y se sintió dolido en su orgullo. Que lo hubieran localizado personas que no eran nada amistosas ya resultaba una vergüenza, pero que encima lo hubieran apresado en un lugar tan pestilente como aquél lo sacaba de quicio, pues se consideraba un hombre de dinero y prestigio. También era un típico turco y, como tal, consideraba a la chica que estaba con él como su compañera de cama y la niña que le había dado como una forma de conservarla a su lado. Tenía hijos por todos lados, pues era su forma de adueñarse para siempre de una mujer. Tener un hijo con ellas le proporcionaba una ventaja, ya que era la forma de dejar su sello en las mujeres con las que se acostaba. Detestaba pensar que lo habían sorprendido en ese lugar, como si estuviese acostumbrado a vivir en ese antro, cuando era tan sólo un escondite. Sintió una vergüenza inmensa al ver que esos hombres lo despreciaban en lugar de respetarlo por sus hazañas pasadas, y no deseaba en lo más mínimo ser recordado como alguien que vivía como un cerdo. En Turquía vivía como un rey.
Ali apretó la niña contra su pecho. Se había convertido en su rehén, en su rescate. Su carácter agrio y odioso había salido a relucir y gritaba, incapaz de asumir lo que le había sucedido, lo que le iba a suceder ahora que lo habían pillado in fraganti.
– Fuera de mi casa, negros de mierda. Os mataré a todos. Ninguno de vosotros me dais miedo. Hablo en serio, Danny Boy, tú sabes que soy capaz de saltar con la niña en brazos.
Hablaba rápido y no decía nada más que tonterías. La cara y la calvicie le sudaban por el nerviosismo. Se dio cuenta de que el guardaespaldas lo había dejado solo con sus problemas. Sabía que era hombre muerto, pero estaba dispuesto a luchar por su vida. I labia sobrevivido en prisión y había soportado el aislamiento, por eso creía que también podría sobrevivir a esa situación.
Mientras lo miraban con desprecio, una chica entró en el piso. Al ver la puerta principal tirada en el suelo, se dio cuenta de que algo malo debía de pasar y su reacción instintiva fue correr en ayuda de su bebé. Entró en el salón y tiró los kebabs que acababa de comprar encima de una mesita de café. Al ver a los hombres que había dentro, se dio cuenta de que la situación era muy seria. Sabía que Ali estaba en apuros. Lo había visitado en la cárcel, había disfrutado de los vis a vis y había utilizado su embarazo como pretexto para poder salir de allí. Estaba claro que había esperado que le diese una vida decente, pero ahora veía que sus sueños se desvanecían y se quedaban en nada.
Los hombres se la quedaron mirando, ya que ninguno la esperaba. Todos se preguntaron qué hacía con ese mierda que bien podía ser su padre, con un tío que utilizaba a su hija como escudo para protegerse. El frío aire de la noche los había despertado a todos y se estaban dando verdadera cuenta de a quién se enfrentaban, lo que resultaba deprimente. La chica era una joven delgada con el pelo teñido de rubio y una buena capa de maquillaje para ocultar las numerosas cicatrices de acné que tenía en la cara. Tenía tanto colorete que parecía una extra de la película Trumpton. Era realmente joven y los hombres se quedaron consternados al verla llegar. De hecho, estaban fastidiados, pues sólo querían arreglar cuentas con él. Le dijeron que cogiera la niña y se fuese. Ella reaccionó dando tal grito que los dejó ensordecidos. Danny Boy, que empezaba a cabrearse de verdad, salió disparado al balcón, le arrebató la niña de los brazos a Ali y se la arrojó a la chica.
– Vete de aquí. Coge a la niña y vete de aquí. El muy cabrón estaba amenazando con tirarla por el balcón y, si te vuelvo a ver esta noche, te juro que lo haré yo.
La niña empezó a llorar y la joven, que no tenía un pelo de tonta, no se lo pensó dos veces. Quería marcharse y quería hacerlo de una pieza.
Ali vio cómo la chica salía del piso a toda prisa, olvidándose de los kebabs que aún estaban enrollados encima de la mesita. El aroma de la carne impregnaba el ambiente, haciendo la habitación al menos habitable. Los hermanos gemelos seguían registrando el lugar, tratando de encontrar el dinero que les faltaba y las armas que habían utilizado en el atraco. Ninguno de los dos quería formar parte de la matanza y se alegraron de dejar esa parte del entretenimiento a Eli; después de haber hablado tanto, ahora comprendían lo efímera que podía ser la vida si uno no cuidaba de sus intereses. Estaban consternados al ver cómo la vida de un hombre se derrumbaba en un santiamén y eso les daba mucho en qué pensar.
Ali había sido un serio oponente en otro tiempo, pero ahora se veía reducido a ser justo eso, un mierda que tenía que utilizar a su hija para protegerse. Resultaba increíble.
Eli se dirigió hacia el hombre que estaba en el pequeño balcón. Ali era diminuto a su lado y parecía un hombre incapaz de hacer ningún daño si no tenía un arma encima. Eli se percató de la diferencia de tamaño, de la diferencia de fuerza. Vio el miedo que emanaba de los ojos de su oponente y disfrutó con ello, del poder que ahora tenía sobre ese hombre que le había causado tantos problemas. El muy capullo había tenido el descaro de creer que era tan débil que podía robarle, intimidarle y salirse con la suya. El muy cabrón, además, había tenido la desfachatez de ponerle una pistola en la cara mientras sostenía en brazos a su hija. Una hija por la que él hubiera dado la vida sin pensarlo, no como ese mamón que estaba dispuesto a matar a la suya con tal de salir bien librado de esa situación. Una situación que él había provocado sin pensar en las consecuencias.
Cuando Eli levantó el machete por encima de la cabeza de Ali, éste levantó los brazos instintivamente para protegerse la cara y la cabeza. Ese gesto, al igual que el de utilizar a su hija como escudo, irritaron más a Eli. El turco no tenía agallas ni para defenderse ni para intentar arrebatarle el machete de las manos. Al parecer, no estaba dispuesto a morir peleando, sino protegiéndose como una mujer que consideraba al hombre que la estaba golpeando superior en fuerza y, sobre todo, en intelecto. Eli le estampó el machete con toda su fuerza y observó con fascinación cómo le cortaba el brazo a la altura de la muñeca. Vio caer la mano al suelo produciendo un sonido sordo y la sangre manar de la muñeca. Ali se quedó mirando la mano completamente perplejo, como si perteneciese a otra persona, incapaz de pronunciar palabra. Ver su mano tirada en el mugriento suelo le resultaba increíble. Luego lo abrasó el dolor. Con cada latido de su corazón, salía un borbotón de sangre, como si un hombre invisible se la estuviera ordeñando. Ahora había gente presenciando la escena. Las luces de otros balcones se habían encendido y ya empezaban a encenderse las de los restantes pisos. La humillación de Ali se convirtió en un espectáculo público.
– Negros hijos de puta.
– Vaya, encima racista. ¿Y qué pasa con nosotros, los blancos hijos de puta? -dijo Danny Boy.
Hasta Eli se rió. Ali no cesaba de llorar.
– Sois todos unos hijos de puta, cabrones…
Gritaba, con la voz impregnada de odio. Cayó de rodillas, sintiendo el tacto pegajoso de su propia sangre empapándole los pantalones. Había sangre por todos lados y no dejaba de brotar con cada latido del corazón. Había formado un charco tan grande que se escurrió cuando intentó apoyarse en los codos para levantarse. Era como una pesadilla ver su mano tirada en el mugriento suelo. Se quedó más consternado aún cuando oyó las voces que procedían de los pisos colindantes; abucheaban animando a sus enemigos para que utilizasen más violencia, así como una cacofonía de insultos por parte de un completo extraño que estaba disfrutando de verlo en esa situación. Danny Boy y los demás, sin embargo, no estaban interesados en la escena que estaban representando y lo único que querían era terminar lo antes posible. Aun así, ninguno creyó que llamasen a la policía. Nadie sería tan estúpido de hacer semejante cosa, porque si eran capaces de hacerle eso a un turco, entonces ¿qué serían capaces de hacerles a ellos? Especialmente a un chivato. Danny Boy sabía que sus identidades estaban a buen recaudo y que aquello quedaría como otra leyenda urbana que luego sería adornada y exagerada por todos los que habían tenido la suerte de presenciarla. Era una anécdota más que añadir a las otras. Ese anonimato lo entristeció en cierto sentido, aunque por otro lado le alegrara. La brutalidad del ataque sería suficiente para mantener a raya a la pasma.
– Venga, Eli, termina de una vez. No nos vamos a pasar aquí toda la noche.
Danny gritaba y la urgencia de su voz hizo que Eli levantara el machete y se lo clavara en la cabeza al hombre partiendo el cráneo por la mitad. Todos se quedaron mirando absortos cuando Eli trató de arrancárselo, pero no podía porque se le había quedado clavado en la cabeza.
En ese momento el hombre empezó a gritar de verdad, balbuceando palabras en turco que se oían a distancia, pues aullaba como un animal atrapado en un cepo. Intentaba levantarse de nuevo y caminar mientras Eli continuaba esforzándose por desclavarle el machete del cráneo. Eli estaba empapado en la sangre de Ali y éste no terminaba de darse por vencido. Era un tipo duro, de eso no cabía duda.
Danny Boy se dirigió hasta donde se encontraban los dos y, levantando a Ali del suelo como si fuese un mosquito muerto, le arrancó el machete de la cabeza. Luego, sin dudarlo un instante, lo cogió en brazos y lo tiró por el balcón como si fuese un balón de rugby. Devolviéndole el machete empapado de sangre a Eli, dijo:
– ¿Cuánto tiempo vas a tardar? Sois tres y él sólo uno. Ni que fuese tan difícil.
El enfado de Danny resultaba patente. Su cuerpo musculoso les recordó a todos lo fuerte que era. Era capaz de vencerlos a todos juntos sin sudar siquiera. Luego, cambiando de tono con sorprendente rapidez, como siempre, añadió:
– ¿Habéis encontrado lo que buscabais? ¿Habéis cogido vuestro dinero?
Los hermanos de Eli asintieron afablemente. Los acontecimientos los habían dejado sumidos en un total silencio.
– Entonces, vamos. Volvamos al desguace.
Cuando salían del piso, Danny cogió los kebabs y se los llevó. Ya en el ascensor, los miró y, alegremente, dijo:
– No había necesidad de desperdiciarlos, ¿verdad que no?
Los gemelos aún estaban consternados y Eli no sabía cómo sentirse por la interferencia de Danny Boy en ese asunto. Por un momento pensó que todo había sido un montaje, como si él no hubiera tenido todo el control de la situación. Habían recuperado el dinero, pero todo parecía planeado y un tanto artificial. El turco ni tan siquiera disponía de un guardaespaldas que mereciese la pena. Cuando por fin lo tuvo delante, se dio cuenta de que era un mierda que no tenía ni un par de hostias. ¿Cómo narices se le había ocurrido pensar que se la podía jugar a ellos?
Cuando salieron del bloque, oyeron la sirena de la ambulancia a lo lejos. Danny se rió de nuevo y, dándole un buen mordisco al kebab y con la boca llena de carne y ensalada, dijo:
– Como siempre, llegan tarde. Vaya servicio tiene la seguridad social.
Todos rieron; de pronto, se sentían contentos de que todo hubiese acabado.
Arnold Landers no dormía bien y eso le estaba afectando en su vida cotidiana. A veces se sentía tan cansado que no sabía cómo se las arreglaba para desempeñar su trabajo. Que Annie se hubiera percatado de ello también suponía un motivo de preocupación. Danny Boy la había acogido de nuevo en el seno familiar y, aunque jamás lo habían hablado entre ellos, sabía que éste había estado sumamente molesto con su hermana durante mucho tiempo. También sabía que su relación con él era lo que le había hecho cambiar de actitud, pues le mencionaba constantemente lo mucho que le agradecía que se hubiese encargado de su hermana, que la hubiese metido en cintura y que la hubiese convertido en una mujer respetable. Para Arnold, esos cumplidos eran una verdadera carga, especialmente porque no creía merecerlos. Además, suponían un obstáculo en caso de que quisiera dejarla, aunque de momento no era su intención. Sin embargo, saber que semejante cosa estaba fuera de toda duda suponía una barrera en su relación. Arnold quería a Annie, pero la presencia de Danny Boy estaba por todos lados, acechando desde el trasfondo de su vida diaria, recordándole lo precaria que podía ser su posición si Annie decidía ponerse en su contra.
Al principio, formar parte de la familia Cadogan le había parecido un chollo, pero ahora lo veía exactamente como lo que era: una condena. Con ellos nadie podía tener un pensamiento propio, ya que debías tenerlos presentes a todos antes de tomar cualquier decisión. Había que tener en cuenta todos los detalles, desde su forma de reaccionar hasta cómo podían interpretar tus opiniones, como si cualquiera que estuviese en desacuerdo fuese un anarquista desleal con la familia. La verdad es que se sentía mejor cuando Annie odiaba a su hermano y buscaba la forma de ponerse en su contra a cada momento. Ahora se aprovechaba de su buena relación con él para sacar todo lo posible.
Hasta Jonjo se había convertido en una persona algo más sociable últimamente. Era un borracho inútil que se pasaba el día colocado, pero aun así le seguían dando muchas responsabilidades. Responsabilidades de cuyo cumplimiento él, Arnold, tenía que asegurarse. A decir verdad, se había convertido en el guardaespaldas de Jonjo, lo que significaba que tenía que encargarse de la mayor parte del trabajo, tratar con los empleados y comprobar que todo funcionaba a la perfección. También tenía que garantizar que no se metía en líos y, sin embargo, seguían considerándolo el número dos, después de Jonjo, por supuesto, algo que sólo le daba cierto mérito a ojos de Danny Boy, y en privado, cuando se veían en los establecimientos repartidos por todo el Smoke. No era una situación ideal para nadie y estaba empezando a cansarse de ella. No estaba contento con el papel que le habían dado y había decidido dejarlo claro lo antes posible. Si Jonjo tuviera al menos una ligera idea de lo que debía hacer, la tarea no sería tan difícil, pero no se enteraba de nada. Jonjo era un completo ignorante de lo que se cocía delante de sus narices, desde los clubes de alterne hasta las deudas de los apostantes. Ni siquiera se daba cuenta de que una apuesta de siete contra dos en algo seguro era una forma muy profesional de que un jugador comprase dinero para sí mismo. Que pusieran siete libras para recuperar sólo dos le resultaba incomprensible. Para colmo, expresaba sus opiniones en voz alta delante de otros apostantes, además de hacer muchos comentarios que era mejor reservarse.
Jonjo era jodidamente torpe y no tenía ninguna posibilidad de salir adelante. Y él lo tenía a su cargo, debía hacer todo el trabajo importante y vigilar el funcionamiento diario de todo. El era quien se encargaba de que los beneficios no fuesen a manos ajenas, de que los empleados hicieran el trabajo como era debido. Supervisaba las apuestas, las legales y las no legales, además de procurar que los clubes estuvieran siempre en condiciones de aceptar cualquier tipo de inspección, fuese de Hacienda o de los inversores secretos. También se encargaba de que las deudas se cobrasen en el debido momento, y siempre con el menor ruido posible y la mayor eficacia. Ahora, sin embargo, todo eso empezaba a pasarle factura y se daba cuenta de que estaban abusando de él.
Danny Boy le había concedido la oportunidad de demostrar quién era, lo que ya había hecho, pero luego, contra sus expectativas, le había encargado que cuidase de ese gilipollas que tenía por hermano. Danny Boy tenía que saber que Jonjo se había convertido en un lastre, un capullo engreído que se creía alguien importante en la organización Cadogan. A pesar de que sabía que si no fuese por su hermano no duraría ni unos pocos días, seguía interpretando el papel de hombre importante y se comportaba como un jodido gángster. Además, creía que la gente estaba dispuesta a aguantar de él lo mismo que aguantaban de su hermano. Sin embargo, cada vez que surgía un problema, recurrían a él para que lo solucionase, no a Jonjo.
Cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de cuál era su posición en el mundo en que vivía. Jonjo era un gilipollas con el que no pensaba seguir cargando por más tiempo. Para colmo de males, últimamente lo trataba como un lacayo en presencia de todos, le daba órdenes o le pedía dinero. En definitiva, que las cosas habían ido demasiado lejos y tenía que ponerles fin lo antes posible. El también tenía su reputación y no pensaba permitir que un gilipollas de mierda como Jonjo Cadogan lo tratase como si fuera un empleado, un don nadie en la organización.
Pues bien, hoy estaba decidido a descubrir qué lugar ocupaba exactamente. Al unirse a la banda de los Cadogan había llevado a muchos compinches con él y aún le seguían siendo leales. Además, tenía derecho a salirse de la banda cuando quisiera. A pesar de eso, estaba nervioso porque sabía que, si no hacía algo ahora, después sería mucho más difícil. Si permitía que las cosas siguieran por ese camino, luego sería demasiado tarde para rectificar. Y entonces dejaría de ser tan cuidadoso y leal con sus amigos, una estupidez que haría que la pasma empezase a vigilarlos y entonces ni el poli más corrupto impediría que la Brigada Criminal se les echase encima.
Michael era feliz. Estaba satisfecho con su trabajo matinal y, cuando entró con su automóvil en el desguace, iba canturreando. Danny ya estaba en la oficina, pero eso no le sorprendió porque sabía que algunas veces se quedaba a pasar la noche, él solo. No quiso pensar demasiado en ese asunto, pues no estaba muy interesado en conocer las razones que lo llevaban a ello. Salir del fresco que reinaba en el coche, gracias al aire acondicionado, al aire caliente de la tarde fue como un bofetón. Hacía tanto calor y el sol de agosto resultaba tan implacable que se preguntó si no procedería de toda esa chapa que ardía bajo su fulgurante luz. A veces se calentaba tanto que no se podía ni tocar, ni siquiera con guantes, por eso tenían que mojarla con una manguera si algún cliente quería comprarla.
Michael entró en la oficina a toda prisa huyendo del olor a aceite y gasolina. Había manchas de gasolina por todos lados y sabía que eso podía provocar que algún día aquel lugar saltara por los aires. Llevaba muchos años en funcionamiento y la tierra estaba empapada de toda clase de líquidos inflamables, razón por la cual mantenían a los perros en constante vigilancia; cualquier pirómano podía convertir aquel lugar en un infierno en cuestión de minutos.
Danny tenía tres ventiladores en la oficina, pero sólo servían para reciclar el aire rancio porque las ventanas siempre estaban cerradas, ya que Louie las había apuntillado hacía muchos años por razones de seguridad.
– ¡Joder! ¡Qué calor! Me he bebido todo lo que tenía en la nevera.
Michael dibujó una mueca y se sentó pesadamente.
– Tengo una caja de cervezas en el maletero, pero es probable que estén hirviendo.
Danny se rió, con esa risa profunda y sincera que hacía que la gente olvidase su cólera y su facilidad para enfadarse por nada, algo que cada vez sucedía con más frecuencia.
– Iré a cogerlas. Tú siéntate y relájate.
Mientras Michael observaba cómo Danny Boy iba en busca de las cervezas se sorprendió, como siempre, de que hiciera semejante cosa por él. Michael era la única persona por la cual Danny haría algo así y eso lo hizo sentir triste. A causa de su relación con Danny Boy, se veía sometido a una enorme presión. La gente recurría a él porque sabía que era la única persona que inspiraba cierto respeto a Danny. Michael apreciaba enormemente a su amigo, aunque a veces desease que viviera en el otro lado del mundo. Últimamente volvía a estar fuera de control, como si necesitase liberar la rabia y la frustración acumuladas, algo que llevaba a cabo mediante asesinatos de personas que él creía que necesitaban de una lección, personas que él utilizaba para sentar precedentes dentro de la comunidad delictiva. Aquello, por supuesto, era una simple excusa. Danny le cogía manía a cualquiera que supusiese una amenaza, cualquiera a quien considerase capaz de arrebatarle algún día lo que era suyo, cualquiera que en su opinión fuese más apuesto o más inteligente de lo que debía. La razón no importaba demasiado; una vez que se le metía entre ojos, no había forma de convencerlo de lo contrario. Le cogía manía a cualquiera por la razón más insignificante, igual que aceptaba a alguien en su banda por el mero hecho de que le hacía reír.
Danny podía estar tomando una copa con sus amigos, todos en armonía y dispuestos a invitarse los unos a los otros y, de pronto, le cogía manía a uno de ellos y decidía quitarlo de en medio. Lo convertía en su objetivo para desahogar su rabia y su frustración. Entonces decidía acabar con él y no había nadie que levantase un dedo para pararle los pies. Precisamente por eso, en ciertos momentos, Michael lo odiaba a pesar de sentir una enorme lástima por él, ya que su vida se había visto truncada hacía muchos años, cuando su padre lo había dejado a cargo de una deuda de juego, y su madre y sus dos hermanos habían tenido que depender de él para resolver la situación. Y lo hizo. Cuidó de ellos, pero en algún momento se convirtió en una persona rencorosa y llena de odio que ahora estaba a punto de emprender otra campaña contra alguien que ambos sabían que no lo merecía en absoluto.
Michael conocía los síntomas y haría lo imposible por evitar daños mayores, pero sería en vano. Cuando Danny Boy tenía un objetivo, nadie lo detenía. Mirándolo desde el lado positivo, una vez que había saciado sus deseos, se calmaba de nuevo y la vida volvía a su normalidad, hasta la próxima vez, claro.
Mientras Danny Boy metía las cervezas en el frigorífico, Michael se sentó en el viejo sofá y disfrutó del aire fresco que proporcionaban los ventiladores. Deseaba no saber demasiado acerca de ese hombre peligroso al que tenía por socio y al cual le debía tanto; no sólo su éxito, sino también la vida. El podía ser el cerebro de la sociedad, de eso no había duda, pero Danny Boy era el cabecilla. Sin él, nadie le hubiera dedicado ni su preciado tiempo. Michael no era un hombre violento, no, al menos, como Danny ni otros muchos conocidos. Michael era de esas personas que necesitan un motivo para pelear, un verdadero motivo, aunque, cuando lo tenía, luchaba encarnizadamente. Utilizaba la violencia cuando era necesario, pero en realidad le revolvía el estómago.
No obstante, Michael sabía que era una parte esencial en sus negocios, que el único motivo por el que estaban en la cima era porque tenían la reputación de eliminar a sus rivales de la forma más violenta y permanente posible. Danny Boy no era de los que hacía prisioneros; si te interponías en su camino, te borraba del mapa. Así de sencillo. Sin embargo, eliminar a los rivales era una cosa, pues se trataba a fin de cuentas de ellos o nosotros, pero los arrebatos que le daban a Danny Boy sin ninguna razón ni ninguna base sería algún día la causa de su derrocamiento. Michael estaba convencido de eso.
Cualquier día Danny Boy se toparía con su Némesis y se enfrentaría a alguien que resultaría ser tan fuerte y demente como él. Así funcionaban las cosas en el mundo en que vivían, y esa manía de Danny Boy de eliminar a cualquiera por la simple razón de que no le caía bien se volvería en su contra. Y eso significaría que también en la suya, por eso tenía un interés personal en ello. De momento, ya mostraba todos los síntomas de alguien que se ha fijado un objetivo y Michael rezó para que la persona en cuestión no fuese alguien importante cuya ausencia notara todo el mundo, sobre todo la pasma.
Mary aún estaba temblando y, por mucho que lo intentara, no lograba controlarse. Normalmente era capaz de hacerlo con fuerza de voluntad, pero hoy le resultaba imposible. De hecho, tenía la impresión de que iba a peor. Ya se había arreglado la cara, que es como denominaba al hecho de maquillarse, y se sentía más satisfecha. Una vez que se maquillaba, se sentía capaz de enfrentarse a la vida. Era como un disfraz que utilizaba para ocultar sus verdaderos sentimientos, para transformarse en otra persona. Sin su maquillaje ni su pintura de ojos se sentía sumamente vulnerable, como si estuviese desnuda. No obstante, los temblores que la dominaban últimamente la tenían preocupada. Eran tan intensos que apenas lograba controlarlos. Entró en el salón y abrió el mueble de las bebidas para servirse un vodka. El líquido parecía tan inofensivo en la botella que se podía confundir con agua de la fuente. Sin embargo, cuando se lo bebió de un trago, sintió el ardor que le llegaba al estómago y se mezclaba con la bilis que, a esas horas de la mañana, siempre amenazaba con salírsele por la boca.
Mary se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un paquete de Rennies. Se metió un puñado en la boca y empezó a masticarlos sin pensar, tratando de calmar el ardor del estómago. Notó cómo éste se iba mitigando y respiró aliviada.
Luego se sirvió otra copa y se la bebió de un trago. Se dio cuenta de que cesaba el temblor y empezó a disfrutar de la tranquilidad que reinaba en la casa. Cerró los ojos y eructó suavemente, tapándose la boca con su delgada mano cubierta de anillos caros y con unas uñas muy bien cuidadas, como si ella tuviera los modales de una señorita. Cerró los ojos durante unos instantes, notando el efecto que le hacía el alcohol, esperando entrar en la siguiente fase de su rutina matinal, en la que perdía todo interés por lo que pudiera pasar durante el resto del día. Esta vez tardó más, pero sabía que si no perdía la paciencia siempre terminaba por llegar. Cuando por fin llegó, lo celebró con otra copa. Mary era una alcohólica funcional, lo sabía porque había leído acerca del tema.
Al contrario que su madre, que había sido una alcohólica normal y corriente, ella era de las denominadas funcionales. Era capaz de preparar la cena, limpiar la casa, hacer las compras, bañar a las niñas y, si era necesario, hasta follar con su marido. Era capaz de hacer todo eso sin el más mínimo interés o sentimiento. Había muchas personas como ella, personas que acudían todos los días a sus trabajos, dirigían sus empresas e incluso operaban cuando estaban borrachos como una cuba. Pensarlo le hizo sonreír. Sonreía con tan poca frecuencia que, cuando tenía un motivo, no lo desaprovechaba.
Mary subió las escaleras. Al llegar a su dormitorio se quitó la bata y, mirándose en el espejo, se vio los moratones de los brazos, recuerdo de la última visita de su marido. No le dolían, lo cual resultaba extraño porque tenían muy mal aspecto. Hacía mucho calor, pero se veía obligada a llevar camisetas de manga larga y pantalones.
Se sentó en el borde de la cama, de una cama que hacía en cuanto se despertaba. Estaba impecable. A veces imaginaba a Danny Boy tirando una moneda encima de ella como hacía el horrible sargento bocazas que salía en la mayoría de las películas de guerra antiguas con el fin de asegurarse de que la colcha estaba bien estirada y, por tanto, era digna de un hombre como su marido. De un hombre de ese calibre. Le entraron de nuevo ganas de sonreír, pero luego pensó que él no se merecía ni una sonrisa.
Mary permaneció sentada, aterrorizada ante la posibilidad de arrugar la cama y mirando la hermosa habitación que había decorado. Había imaginado, llevada por la fantasía, que un ambiente tan encantador haría que él se comportase de forma más cariñosa con ella. Se levantó lentamente. A pesar de los cardenales que le cubrían el cuerpo y de haber parido a sus hijas, aún tenía buena figura. Puede que no estuviese tan firme como en otra época, pero aún estaba segura de suscitar la envidia de muchas mujeres. No era vanidad ni arrogancia, sino la pura verdad. Sólo tenía que abrir las revistas y ver los cuerpos medio desnudos de otras mujeres, mujeres famosas además, y comparar el suyo con el de ellas. Ninguna la dejaba atrás. La pobre Carole ya tenía muchas estrías y una barriga como la de Buda, aunque su hermano Michael la seguía adorando. Al igual que su marido. Danny Boy quería a Carole con toda su alma y la consideraba la mujer perfecta, a pesar de sus caderas anchas y sus estrías. Al parecer, tener barriga y los tobillos hinchados era la mejor forma de conservar al marido.
Ella, sin embargo, había recuperado la figura después de cada parto. Al principio tenía la barriga un poco descolgada, pero desaparecía con suma rapidez en cuanto regresaba a casa. La matrona se había preocupado por ella la última vez que dio a luz, una chica joven sin ninguna experiencia que no tenía la menor idea de cómo funcionaban las cosas en el mundo real, salvo lo que había leído en los libros. Libros en los que había gastado una fortuna, pero que estaban escritos por hombres o, lo que es peor, por alguna de esas horribles mujeres que creen que tener hijos es una excusa para dejar de depilarse el cuerpo y utilizaban su embarazo para hacer sentir culpables a los hombres durante el resto de sus días. Las mismas que luego necesitaban con urgencia decirles a las demás cómo deberían sentirse. Las que sacaban tiempo para escribir el libro gracias a que disponían de uno de esos aparatos que lo cocinan todo y una asistenta. La matrona, esa estúpida, que es como se refería a ella en sus pensamientos, pensaba que Mary estaba demasiado delgada, demasiado feliz y con demasiada energía para ser madre. Le había preguntado infinidad de veces si se encontraba bien y Mary tuvo que contenerse para no romperle la cabeza con lo primero que pillase. Sin embargo, siempre había estado maquillada y, por tanto, bastante sosegada cuando se había presentado en su casa. La última visita había sido maravillosa; cuando por fin se marchó, Mary cerró de un portazo y echó la llave. Esperaba que se hubiese enterado de lo irritante que le resultaba su presencia.
Mary seguía contemplando en el espejo su cuerpo desnudo cuando vio que Leona la observaba desde la puerta, horrorizada de ver sus cardenales. Se puso la bata rápidamente y se acercó hasta su hija con toda serenidad. Leona la abrazó con suma ternura y le preguntó:
– ¿Qué te ha sucedido, mamá? ¿Te has caído de nuevo?
Mary se dio cuenta de que su hija sabía exactamente lo que le había sucedido, probablemente hasta el más mínimo detalle, pero ya había aprendido el idioma de las mentiras que se utilizaba como salvaguarda en aquella casa. Abrazó a su hija, sin sentir nada, pero lamentándolo por ella:
– No te preocupes. Mamá se pondrá bien. Tú ya sabes que soy muy torpe.
Sin embargo, las palabras de su hija habían acabado con el último resquicio de orgullo que le quedaba como madre y ya nada volvería a ser igual entre ellas.
Arnold estaba nervioso, pero decidido a hacer lo que debía. Estaba sentado con Danny Boy y Michael en la habitación trasera de un pub del que eran propietarios, en el este de Londres. Era una habitación pequeña y el papel de las paredes estaba tan viejo que la hacía parecer aún más reducida. Había una mesa, cuatro sillas y un armario de los años sesenta. Aun así, era un buen sitio para reunirse porque muy pocas personas sabían que existía. El pub estaba situado en una calle principal y siempre estaba lleno de gente, por lo que no resultaba difícil escabullirse y entrar en la habitación sin ser visto. Danny Boy parecía aún más grande en ese minúsculo espacio y, mientras les servía una copa, permaneció callado. Parecía presentir que le iban a decir algo que no era de su agrado.
Arnold se consoló a sí mismo diciéndose que tenía una reputación, que no era un pelele cualquiera, sino alguien que se había abierto paso y disponía de un buen currículo. De hecho, pensaba que podría conseguir un trabajo con quien quisiera, aunque si dejaba el trabajo con Danny Boy estaba seguro de que no le sería tan fácil. Si Danny decidía ponerlo en la lista negra, estaba acabado y él lo sabía. No obstante, y por mucho que le molestara, estaba decidido a manifestar su opinión, aunque eso significase tener que irse a otro país. No estaba dispuesto a seguir siendo un don nadie; eso bajo ningún pretexto. Tenía que hacerse respetar, aunque sólo fuese por conseguir un poco de sosiego mental.
Cuando cogió el vaso que le tendía Danny, Arnold notó el miedo que le aprisionaba el pecho. Danny Boy le sonrió amistosamente y Arnold se dio cuenta de que ese hombre lo apreciaba sinceramente. Michael también, de eso estaba seguro, pero cuando dijera lo que tenía que decirles, la reacción de Danny sería la que valdría, pues sabía por experiencia que Michael siempre esperaba la respuesta de Danny antes de dar la suya; la cual, por supuesto, siempre respaldaba la de Danny. Además, sabía que si Michael se oponía en algo, siempre se lo expresaba en privado, jamás en público. Al fin y al cabo, era la única persona a la que Danny permitía que cuestionase sus acciones, ya que lo consideraba la voz de la razón en medio de ese caos que constituía la mentalidad de Danny.
Ése era el motivo por el cual Michael era en realidad el más fuerte de los dos. La gente solía acercársele para consultarlo antes de plantearle algún trato a Danny Boy, y Arnold no estaba seguro de si no se daba cuenta o era lo bastante inteligente como para no demostrarlo. Conociendo a Danny Boy como lo conocía, suponía que se debía sobre todo a esto último. Danny Boy pasaba meses enteros sin padecer ningún episodio psicótico, pero cuando le daba alguno, cualquiera podía llegar a ser el objetivo de sus paranoias. Después de eso, recuperaba su estado normal y amistoso, y se comportaba como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, se hablaba de sus fechorías durante meses, aunque su comportamiento y sus arrebatos sólo se comentaran en privado y con personas de confianza, no fuera a ser que se enterase y eso provocara una reacción adversa por su parte. A veces, las acusaciones resultaban tan ultrajantes que hasta los peores enemigos de sus víctimas dudaban que fuesen ciertas. Danny Boy se había forjado una reputación, pero no sólo por su habilidad para los negocios y por descubrir filones de oro, sino también porque era un elemento de mucho cuidado que había demostrado en más de una ocasión no estar bien de la cabeza. Y si bien eso le había servido para llegar a la cima, también había hecho que nadie confiara en él plenamente.
Arnold vio que Michael se echaba sobre el respaldo de la silla y, como siempre, guardaba silencio hasta que todo el mundo hubiera dicho la última palabra. Michael se había dado cuenta de que Arnold quería hablar con Danny de algún asunto personal, por eso sostuvo la copa entre las manos y esperó hasta que hablase. Danny Boy miraba a Michael, y Arnold tuvo la impresión de que le hacían gracia sus gestos. Dándose la vuelta y dirigiéndose al hombre que era la media naranja de su hermana, dijo:
– ¿Qué problema tienes, Arnold?
Danny Boy puso esa sonrisa que lo transformaba en un hombre apuesto y agradable. La verdad es que era un hombre bastante guapo, eso hasta Arnold tenía que admitirlo. Si no lo conociera bien, hubiera interpretado su sonrisa como un gesto de amistad.
Arnold, respirando profundamente y dándole un buen sorbo al brandy, dijo:
– No estoy nada contento, Danny Boy, y no me queda más remedio que decírtelo. Aunque no te guste, cosa que comprendo, tengo que hacerlo.
Danny asintió. Luego le hizo señas para que prosiguiera, sin dejar traslucir nada en su rostro.
– Me encanta mi trabajo, me gusta lo que hago y creo hacerlo bastante bien, pero no puedo con Jonjo. Me trata como si fuese un puñetero gilipollas cuando él sólo coge el dinero y no hace nada de nada. Se limita a interpretar el papel de mafioso; creo que ha visto demasiadas películas de Scorsese y hasta se pasea con el abrigo echado por encima de los hombros. Nos está costando una fortuna y me trata como si fuese un recadero. Yo no puedo trabajar de esa forma y hacerme respetar al mismo tiempo.
Arnold oyó un gemido y un tono quejoso en su voz que no le agradó ni a él mismo. Sin embargo, tenía que dejar clara la situación y lo que pensaba.
– ¿De verdad se pasea con el abrigo encima de los hombros? -preguntó Danny en voz baja e interesada.
Arnold asintió.
– ¿En mitad de agosto? Debe de estar derritiéndose. Menudo gilipollas, ¿verdad, Michael? Tenía que ser él; el más palurdo de toda Inglaterra.
Michael se echó a reír y Arnold no pudo evitar hacer otro tanto. Danny sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua en señal de consternación. A veces resultaba muy gracioso y él lo sabía.
– Es un huevazos, ¿verdad que sí? He tratado de darle una oportunidad, pero no hay nada que hacer. Yo sabía que acabarías encargándote de todo. Imagino que alguna vez habrás intentado mantener una conversación con él y te habrás dado cuenta de que es corto de luces. Yo lo aprecio, es mi hermano, pero, dadas las circunstancias, puedo permitirme el lujo de prescindir de él, pero no de ti. Tienes razón, Arnold. Necesita que alguien le baje los humos y yo seré quien se encargue de eso. A partir de mañana, tú serás el jefe. Sé que tú no nos meterás en ningún lío. Eres un tipo listo y lamento si te han tratado como un gilipollas. No era nada personal. Si he de serte sincero, esperaba que a mi hermano se le pegase algo tuyo. Es muy duro tener que admitir públicamente que tu hermano es más tonto que un nabo. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es como su padre, un puñetero inútil que sólo sirve para vivir de gorra.
Arnold se estremeció ante el curso que tomaban las cosas y hasta sintió ganas de abrazar a ese hombre que acababa de darle el equivalente a la llave maestra del Banco de Inglaterra. Estaba sorprendido de lo fácil que había sido, aunque lo lamentaba en parte por Jonjo porque no deseaba dejarlo en mal lugar.
– Gracias, Danny Boy. Quiero que sepas que no tengo nada personal en contra de Jonjo.
Danny sonrió.
– Por supuesto que es personal, y has hecho bien en decírmelo. Si tú piensas de esa manera, también lo harán otros y eso no es bueno para los negocios. Ya le buscaré algo, al fin y al cabo es mi hermano, pero presentía que no sabría hacerse valer por sí mismo. Es un puñetero gilipollas, pero no creo que se pueda hacer gran cosa al respecto, ¿verdad que no? Mi abuela siempre decía que si los sesos fuesen de pólvora, los suyos jamás explotarían.
Todos se rieron al escuchar el viejo proverbio.
Michael se echó hacia delante y, finalmente, se pronunció:
– Le daremos un club para que lo dirija. Eso alimentará su ego y no se necesita demasiada inteligencia para llevarlo. No creo que sea la persona más adecuada para trabajar bajo presión, Danny Boy.
Arnold escuchó la forma tan sosegada en que Michael expresaba siempre sus opiniones y se dio cuenta de que estaba de su lado, al menos a ese respecto. Se sintió aliviado porque la aprobación de Michael siempre era la guinda del pastel para Danny Boy.
– Sí, un club será lo mejor. Así podrá pasearse con su abrigo y hacerse el tipo duro. Ponlo en algún club de striptease durante un tiempo. Le diré que si no aprende a llevar las cosas como debe, se va a tener que buscar un trabajo en la Ford, como los perdedores. Necesita que alguien le dé un repaso, como solía decir mi viejo. Puede que así recupere el sentido.
Michael asintió en señal de acuerdo y los tres hombres charlaron amistosamente el resto de la noche. Arnold estaba que se salía al ver cómo habían ido las cosas y al pensar que por fin su vida empezaba a cambiar. Estaba deseando decírselo a Annie, pero consideró prudente esperar hasta que Danny Boy le diera su consentimiento. No quería bajo ningún pretexto ofenderlo en ese momento, mucho menos cuando le estaba preguntando muchas cosas acerca de su futuro. El suyo y el de su hermana; esa hermana a la que ahora veneraba y deseaba lo mejor. Danny Boy cambiaba como el tiempo y más le valdría tenerlo en cuenta para el futuro. Al igual que hacían todos los que le rodeaban.
Jonjo se encontraba en un club privado que Danny Boy había adquirido hacía muchos años como pago de una deuda. Una deuda muy pequeña en comparación con el pago que había exigido. Estaba de coca hasta el cogote y se estaba haciendo el duro cuando nadie esperaba que se comportase como tal. Se aprovechaba al máximo de su nombre para conseguir lo que se le antojaba y le encantaba sentirse poderoso, saber que podía hacer lo que le diera la gana sin que nadie le pusiera objeciones.
En su interior, sin embargo, sabía que esas personas a las que trataba de impresionar se reían de él y lo consideraban un pelele, un payaso. Precisamente por eso era tan ruin e impredecible. Y precisamente por eso odiaba a su hermano aún más que a sí mismo.
Esnifar coca y beber alcohol lo hacía sentirse capaz de cualquier cosa, pero no había suficiente coca ni alcohol en el mundo para ocultar la realidad de los hechos y él lo sabía mejor que nadie. Al menos, mejor que toda esa pandilla de gilipollas con los que estaba reunido.
Cuando Jonjo pidió otra ronda, otra que pagaría él, o mejor dicho, su hermano, sonrió alegremente a los que le rodeaban. Eran chorizos de poca monta, delincuentes de tercera clase que estaban a sueldo o servían como recaderos. Ninguno de ellos había sabido abrirse camino; en definitiva, más o menos como él.
Uno de ellos, un joven apuesto que tenía el don de sonsacarle a cualquiera unas cuantas libras, se reía con él. Jonjo, sin embargo, sintió una antipatía repentina por él. Miró sus dientes blancos y parejos, sus ojos azules de largas pestañas, y creyó que le estaba tomando el pelo. Era evidente que podía acabar con Jonjo sin hacer demasiados esfuerzos, pero probablemente no lo haría, dadas las circunstancias y sus conexiones familiares. El muchacho se llamaba Donald Hart y, cuando Jonjo lo amenazó, fue el primero en sorprenderse de su reacción.
– ¿Me estás tomando el pelo, Donald? Nadie te ha dado permiso para reírte.
Donald se dio cuenta de lo que pretendía y se encogió de hombros tratando de mantener una actitud pacífica. Sabía que Jonjo era un privilegiado en muchos aspectos, sobre todo en lo referente a darle un buen sopapo en la cara, pero Donald, al contrario que Jonjo, era un joven orgulloso que no estaba dispuesto a aguantarle esa falta de respeto ni que se desahogase porque se sintiera insatisfecho con su propia vida. Si Jonjo buscaba pelea, la encontraría, sin importarle las consecuencias. Era una cuestión de autoestima. Donald no tenía gran cosa en la vida, salvo su orgullo, y no pensaba permitir que un gilipollas como ése se lo pisoteara.
Donald negó con la cabeza y respondió tranquilamente:
– No creo que necesite de tu puñetero permiso para reírme, Jonjo. Y si quieres pelea, por mí no hay problema, pero entre tú y yo, de hombre a hombre.
Donald puso la copa en la barra y se apartó del grupo para flexionar la espalda y disponerse a pelear.
Jonjo se quedó perplejo por unos instantes; el hecho de que nadie interfiriera para impedir la pelea ya era una muestra de la poca consideración que le tenían esos que él llamaba amigos. En cierta ocasión, muchos años atrás, había escuchado que Danny le decía a su padre: «Quítale a esos que llamas amigos la A y añádele Ene y verás lo que te queda».
Hasta entonces no había entendido a qué se refería, pero ahora sí. Al igual que su padre, las personas que lo rodeaban no eran sus amigos, sino personas que lo utilizaban, que lo soportaban y que ahora se alegraban de ver su destrucción a manos de alguien que sí se había ganado su aprecio y al que respaldarían pasase lo que pasase. Danny, además, creería más la versión de ellos que la suya.
Donald esperaba pacientemente a que él iniciara la pelea que al parecer había reclamado con tanto descaro y sin medir las consecuencias. Esperaba como si fuese un don nadie, sólo un mierda que estaba a punto de rogar por su vida.
Donald no tenía la más mínima intención de pasar por alto su chulería. Al igual que Danny Boy Cadogan antes que él, prefería morir a ser considerado un cobarde o ser tratado como un pelele en público. De hecho, estaba deseando que empezara el espectáculo. Tenía algo que demostrar y pensaba hacerlo con la mayor saña posible, pues, al fin y al cabo, tenía muy poco que perder. Le daba igual que lo colgasen por matar una oveja que un cordero.
– ¿Qué pasa, Jonjo? ¿Me vas a tener esperando toda la noche?
Jonjo Cadogan se había encontrado con la horma de su zapato. Miró a los hombres que lo rodeaban, vio sus miradas llenas de ira y goce por poder presenciar la paliza que iba a recibir y, por primera vez en la vida, supo que estaba solo. En ese momento se dio cuenta de lo bien que le había protegido Arnold, de lo mucho que le había facilitado las cosas y de lo mal que él lo había tratado causando un incidente internacional antes de que la serie East Enders <strong>[7]</strong> apareciera en televisión. Él siempre provocaba a la gente sin medir las consecuencias. ¿Qué consecuencias? Él era el hermano de Danny Boy y sólo un lunático se atrevería a enfrentarse a él. Al igual que todos los cobardes, pensaba cómo salir airoso de esa situación cuando notó que el primer puñetazo lo golpeaba de lleno en la mandíbula. Cayó al suelo como un saco de mierda, al menos así es como lo describieron todos los que fueron testigos de su humillación. Era algo que se había visto venir desde hace tiempo y, al parecer, todo el mundo lo esperaba menos él.
– ¿Con que Donald te cogió desprevenido?
Jonjo asintió. Tenía la cabeza hinchada como un balón de fútbol, al menos así la sentía.
– Eres un jodido mentiroso, Jonjo. ¿Por qué me mientes?
– No te estoy mintiendo. Me atacó cuando menos lo esperaba.
Danny Boy levantó la mano como si ya hubiese oído lo suficiente, como si le aburriese el tema.
– Me han dicho que te tiró al suelo de un solo puñetazo, después, claro, de que tú lo insultaras y lo provocaras.
La voz de Danny Boy era neutral y Jonjo se dio cuenta de que aquello resultaba peligroso. Mientras Danny Boy hablase con cierta inflexión en la voz, uno se podía considerar a salvo, pero si hablaba como quien no quiere la cosa, entonces lo tenías claro. Jonjo sabía que ya le habrían contado la historia a su hermano y que él llevaba todas las de perder, así que más le valía reconocer los hechos y comportarse como un niño bueno.
Danny se sentó en el borde de su cama, de esa cama que su madre había hecho con tanto cuidado, y lo miró a los ojos antes de cogerlo por el cuello con todas sus ganas. Le enterró la cabeza contra las almohadas, esas que habían sido tan cuidadosamente apelmazadas por la mujer que los había engendrado a los dos y le apretó la garganta hasta dejarlo sin aliento. Luego lo soltó y, en voz baja, le dijo:
– Por lo visto, me has tomado por gilipollas, Jonjo. ¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes avergonzarme delante de mis amigos y, lo que es peor, de mis enemigos? Hasta Arnold ha acabado hasta los cojones de ti y eso que le pagué para que te vigilara. Todo el mundo está hasta las narices de ti, yo el primero.
Jonjo trataba de apartarse de su hermano y de su cólera. Que encima tuviera razón para estar cabreado empeoraba las cosas, pues ya no tenía argumentos que inventarse.
Arnold le habría garantizado que el incidente de la noche anterior no hubiese llegado a mayores, habría sabido salvar la situación. En ese momento deseaba haber apreciado más su ayuda cuando había tenido la oportunidad, pero ya era demasiado tarde porque lo había tratado como a un empleado, como a un don nadie.
– Voy a darte un club para que lo dirijas y salves el pellejo, el tuyo, no el mío, y más te vale que esta vez lo hagas bien porque, si no, te vas a ver más solo que la una. Te di una oportunidad y la has echado a perder. Ahora te doy otra, pero estás avisado.
Danny salió de la habitación sin decir nada más, aunque su cólera aún permanecía allí, como una descarga eléctrica que chisporroteara entre ellos. Jonjo sabía que era su última oportunidad, que debía buscar la forma de volver a ganarse a su hermano, y cuanto antes mejor. Sabía a ciencia cierta que él le importaba un carajo a su hermano. Oyó cómo Danny Boy bajaba las escaleras y daba un portazo que hizo temblar hasta los cimientos de la casa.
– ¿Podemos ver a mamá ahora? -preguntó Leona.
Su tono de voz, que no admitía discusiones, y su actitud tan firme hicieron que Danny estuviese a punto de echarse a reír. También lo hizo sentir orgulloso, orgulloso de que fuese tan leal. Era algo que había heredado de él, algo que él le había inculcado. Sabía, además, que no era la clase de niña que admitía un «no» por respuesta. Danny Boy la besó cariñosamente en la mejilla, pero ella se apartó y eso le dolió tanto como si le clavasen un cuchillo en el corazón.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué te apartas de mí?
Leona miró a ese hombre enorme que era su padre, el mismo que aterrorizaba a todos los que tenía a su alrededor y, al notar el tono doloroso de su voz, respondió con la exasperación y la sinceridad propia de una niña:
– Hueles a cerveza y a tabaco. Es asqueroso. Hueles peor que mamá.
Respiraba pesadamente, su pequeño pecho subía y bajaba convulsivamente. Tenía los ojos empañados de lágrimas y su voz denotaba lo sola que se sentía.
Leona amaba a su madre, como también su hermana, y Danny sabía que así debía ser. Aun así, su rechazo le dolió.
Las había traído a casa de su amante con la esperanza de que les agradara estar allí, lejos de la borracha a la que tenían que soportar a diario, pero obviamente se había equivocado. Hacía falta algo más que unas pocas promesas y unos cuantos juguetes para romper esa alianza.
– Quedaros sólo esta noche y os aseguro que Michelle se encargará de que lo paséis mejor que nunca, ¿verdad que sí, Mish?
La joven asintió, tal como se esperaba que hiciese, tratando de parecer lo más agradable y simpática posible. Sin embargo, las dos niñas se negaron rotundamente.
– No -respondió Leona con terquedad-. Yo no quiero quedarme aquí. Yo quiero ver a mamá. Las dos queremos.
Lainey asintió al escuchar las palabras de su hermana, pues estaba demasiado asustada como para decir nada. Esa casa, con esos colores tan chillones y esa mujer aún más chillona, le daba miedo, al igual que pensar en quedarse allí.
– Por favor, papá. Llévanos a casa ahora.
Danny se fijó en los ojos de Lainey y estudió su reacción ante lo que veía. Notó que ninguna de sus hijas se sentía relajada en su presencia, y mucho menos en ese nuevo ambiente. Estaba molesto por su rechazo y ambas se daban cuenta, pero sabía que su enfado no las haría simular que se sentían bien. Ambas lo querían lo suficiente como para ser honestas con él, algo que apreciaba. También se dio cuenta de que ninguna de las dos estaba impresionada con la nueva casa que se había buscado.
– ¿No queréis quedaros aquí? ¿Preferís estar con la borracha de vuestra madre?
Leona asintió furiosamente, enarcando los ojos en señal de lo mucho que le molestaba su comentario.
– Bueno, al menos esa borracha es nuestra madre. Nosotras no queremos vivir con nadie más, ni siquiera contigo. Tú puedes quedarte a vivir aquí si quieres, pero no nos obligues a quedarnos. Nosotras queremos estar en nuestra casa con nuestra madre. El que tú no la quieras no significa que no la tengamos que querer nosotras.
Lainey asintió con tristeza. Como siempre, esperó a que su hermana tantease el terreno con su padre para luego intervenir:
– Sí, por favor, papá. Queremos ir a nuestra casa. A nuestra casa de verdad.
Empezó a llorar, derramando lágrimas como puños. Su hermosa voz sonaba distorsionada por el dolor y sus mejillas estaban encendidas por la angustia.
– Yo quiero estar con mi mamá, no con esa mujer. Por favor, papá, llévanos a casa.
Danny asintió y las llevó hasta el coche sin pronunciar palabra. Las colocó en el asiento trasero y les puso los cinturones de seguridad. Las dos niñas estaban calladas, con el rostro tenso y la mirada llena de miedo y preocupación. Danny se sentó en el asiento del conductor, pero no arrancó el coche. Con toda la amabilidad que pudo, les preguntó:
– Preferís estar con vuestra madre que conmigo, ¿verdad que sí?
Leona había contestado preguntas como ésa desde que nació y sabía jugar tan bien a ese juego que le podrían haber dado un diploma.
– No es eso y tú lo sabes. Sólo queremos ir a nuestra casa y estar con nuestra mamá y con nuestro papá, pero no con esa mujer ni con ninguna otra. Nosotros tenemos una madre y la queremos como te queremos a ti.
Danny arrancó y las llevó directamente a ver a su madre. Las miraba por el espejo retrovisor y vio que intercambiaban miradas de alivio. La manera en que ambas se agarraban de la mano lo dejó impresionado. Se quedó maravillado por esa lealtad y ese lazo de unión que existía no sólo entre las dos, sino también con la mujer que las había engendrado. Por mucho que quisiera acabar con esa relación, sería imposible. Al menos, mientras la necesitasen y la quisiesen hasta ese extremo.
El trayecto hasta su casa lo hicieron en silencio y, cuando las vio correr en dirección a su madre y estrecharla entre sus brazos, se quedó maravillado del lazo de unión que existe entre una madre y sus hijos, por muy mala que sea la madre.
Michelle le había dado un hijo, un hijo al que no quería en absoluto, o por lo menos no de la misma manera que quería a sus dos hijas. Al contrario que esas dos niñas, su hijo no le suscitaba el más mínimo sentimiento, ni tampoco los demás hijos que tenía. En realidad, no quería a ninguno de ellos, ni tampoco a sus madres, ni tan siquiera a la encantadora Michelle. No era nada personal, pues era una chica encantadora, pero las chicas encantadoras estaban a la orden del día en su mundo. Después de todo, cuando se había llegado a lo más alto, las chicas feas dejaban de ser una opción. Sin embargo, en su interior sabía que la borracha de su esposa siempre le provocaría un sentimiento que ninguna de sus otras amantes era capaz de despertarle. Eso lo obligó a afrontar una verdad que hasta entonces no había querido admitir, pero que siempre había estado presente en su vida. Ahora, al ver a sus dos hijas tan desesperadas por su compañía, por sus caricias y sus abrazos, se preguntó cómo había logrado que ellas la quisiesen tanto como él. Sí, él la amaba, aunque a su modo y cuando le convenía. Danny se marchó haciendo chirriar los neumáticos y derrapando en la gravilla, llevado por la rabia que empezaba a acumularse en su interior.
Michael y Arnold se encontraban en el pub North Pole en la calle del mismo nombre, en Shepherd's Bush. Estaban celebrando el nuevo puesto de Arnold, y Michael había acudido para darle algunos consejos acerca de su nueva situación dentro de la comunidad, aunque también para reforzar el lazo que se había establecido entre los dos; ambos se aseguraban de que ninguno dejaría al otro fuera de cualquier cuestión que supusiese un beneficio para los dos.
– Donald Hart te ha hecho un favor de los grandes. Hasta Danny Boy está hasta el gorro de Jonjo.
Arnold asintió. Su enorme cabeza, con esas trenzas tan gruesas, parecía demasiado pesada para su cuerpo, a pesar de que le daba un aspecto que atraía las miradas de algunas mujeres que estaban sentadas en el pub. Michael se acomodó en su asiento y las observó. A Danny Boy le sucedía lo mismo. Se quedaban prendadas de él nada más entrar en una habitación. Suponía que se debía a su tamaño, pero él tampoco era un hombre pequeño. La razón estribaba en que a Danny no le costaba en absoluto arrastrar su cuerpo y, además, tenía la ventaja de parecer siempre de cacería. Miraba a las mujeres de tal forma que les hacía pensar que ya les había echado el ojo y que eso podía cambiar sus vidas. Cosa que ocurría, aunque no en la forma que esperaban.
Arnold dio un sorbo a su cerveza negra y sonrió ligeramente.
– Aún no puedo creer que haya sido tan fácil. Pensé que Danny armaría un escándalo y me mandaría al carajo.
Michael negó con la cabeza.
– Una de las razones por las que Danny ha llegado tan lejos es porque jamás respalda a un perdedor. Te puso para que vigilases a su hermano, pero probablemente esté sorprendido de que hayas tardado tanto en quejarte de él. Danny Boy es cualquier cosa menos estúpido. Lo que me preocupa es que de nuevo está mostrando síntomas de andar mal de la cabeza. Le pasa con frecuencia y, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ya no hay quien le pare. Es un aviso que te doy. Si crees que has conocido su peor parte, te diré que hasta ahora no has visto nada.
Arnold suspiró profundamente; miraba a su alrededor, dando gracias a la vida por haberle dado tanto, cuando se hubiese conformado con mucho menos. Tosió y se llevó la mano a la boca como un caballero bien educado. En cierto sentido, había esperado que Michael le dijese algo parecido, pues comprendía perfectamente que deseara tenerlo como aliado. Después de su encontronazo, cuando acusó a Danny Boy de ser un chivato, recibía de buen grado y con suma alegría ese nuevo gesto de amistad. Aquello significaba que por fin era aceptado dentro de la organización Cadogan. Si Michael deseaba tenerlo de su lado, tendría la oportunidad de abrirse camino. En muchos aspectos, era una alianza secreta, ya que ambos sabían que se unirían para ponerse en contra del mismo hombre.
Arnold volvió a asentir. Miró de frente a Michael y levantó el vaso en señal de aceptación, un gesto que daba a entender que comprendía perfectamente lo que esperaba de él, que sabía lo que le estaba pidiendo y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para salvaguardar sus vidas.
Todo el mundo sabía que Danny Boy estaba mal de la olla, que su violencia producía el efecto deseado en la mayoría de las personas. Sin embargo, también era sabido que esa misma violencia, cuando era incapaz de controlarla e iba dirigida a cualquiera a quien le hubiese cogido manía, podía ser algún día la causa de su derrocamiento.
Hasta ese momento, Michael había logrado contener los daños, pero cada día resultaba más difícil convencer a las partes implicadas. Danny Boy había eliminado a un poli y eso era algo que no pasarían por alto con facilidad, ni tan siquiera los polis corruptos con los que tenían que bregar a diario. Resultaba imposible tener una empresa de esa magnitud sin la aprobación oculta de las agencias gubernamentales. Todo el mundo necesitaba dinero y eso era precisamente lo que a ellos les sobraba. Desde que habían empezado a trabajar en España ganaban más que una empresa multinacional y vivían bien, aunque no tanto como hubiesen podido. No había necesidad de hacer público su éxito, ni de llamar la atención de Hacienda. Algún día vivirían como reyes y disfrutarían de lo acumulado, pero eso lo tenía planeado para el futuro, cuando ya estuviesen muy lejos de allí y nadie les pudiera hacer el más mínimo daño.
Por desgracia, muchos de los polis que tenían a sueldo tenían la desagradable costumbre de alardear demasiado de lo que ganaban, razón que provocaba que los más pobres y menos extravagantes investigasen sus ganancias. Su ostentosa forma de vivir les causaba muchos problemas y, de vez en cuando, necesitaban que alguien se lo recordase. Un Rolex o un nuevo Mercedes no encajaba en el aparcamiento de una comisaría de policía y, a menos que alguien de su familia hubiese fallecido y le hubiera dejado una fortuna, no había forma de explicar tal cosa. Eso llamaba la atención de todo el mundo y no resultaba beneficioso para los negocios. Por qué no se lo montaban más discretamente era algo que no alcanzaba a comprender. Era como si no pudiesen esperar hasta mejor momento para enseñarles a sus colegas sus posesiones. Colegas que podían ponerlos a buen recaudo por un tiempo. La verdad es que no era muy inteligente de su parte, pero tenían sus manías y, precisamente por ellas, se dejaban sobornar. Michael también comprendía que unas cuantas libras de más alterasen la vida de una persona que jamás se había visto en posesión de tanto dinero. Era normal, además de algo que tenía muy en cuenta antes de reclutar a nadie. El dinero, una bonita suma de dinero, era lo que los llevaba a la perdición y solía ser también la causa de su repentina muerte. Parecía que les quemara los bolsillos y, si no se controlabany empezaban a despilfarrar, había que meterlos en cintura. Esa repentina riqueza era lo que los convertía en personas ambiciosas, y había observado en muchas ocasiones lo rápido que se gastaban su primera paga y lo muy rápido que volvían a por más. Y lo mucho que estaban dispuestos a hacer con tal de ganarse un par de los grandes. Michael prefería a los jugadores porque jamás tenían el dinero suficiente tiempo como para ir alardeando y, si ganaban, lo apostaban de nuevo a un caballo, a un galgo o en una partida de cartas. Aun así, se estaba convirtiendo en un verdadero problema mantenerlos a todos a raya.
Ésa era otra de las razones por las que le había pedido a Arnold que se encontrase con él allí; pensaba tener una entrevista con alguien que les iba a ser muy útil en el futuro, pero que necesitaba de una seria advertencia antes de que los metiera a todos, él incluido, en un problema.
Justo en ese momento, el detective Jeremy Marsh entró en el pub. Era un hombre alto, delgado, con el rostro afilado, los dientes amarillos y un semblante que no inspiraba la menor confianza. Tenía el aspecto de un chulo de putas en su día libre. Desde su pelo cardado hasta su anillo decían lo que era: un jodido capullo, un completo idiota. Llevaba un traje tan caro como llamativo, quizá no muy adecuado, pues era dos tallas mayor de la apropiada. Michael dedujo que eso se debía a la adicción a la cocaína que había adquirido en los últimos seis meses. Tenía los ojos vidriosos de los cocainómanos, pero no de esos que toman la droga para romper con su rutina diaria o para mantenerse despierto, sino para ponerse hasta el cogote de ella.
Michael suspiró al ver los síntomas de un paranoico, al ver todos los indicios que advertían de que ese hombre ya no estaba dispuesto a recibir consejos amistosos de nadie. Se dio cuenta de que tenía delante un hombre con los días contados. Dejándose caer en una silla frente a ellos, Jeremy Marsh sonrió de oreja a oreja, abriendo completamente la boca, lo cual no resultaba agradable. Su mirada desorbitada y el sudor que le impregnaba la cara provocaba el rechazo de cualquiera. Se veía que estaba completamente colocado. Parecía brincar en el asiento y sus movimientos era tan compulsivos que apenas lograba encender un cigarrillo. Pidió una copa. La mano que sostenía el encendedor señalaba a la multitud mientras intentaba en vano encender el cigarrillo que le colgaba en la boca.
Inclinándose hacia delante, Michael, susurrándole, le dijo:
– Por si no te has dado cuenta, esto es un pub. Aquí no hay servicio de mesas.
Arnold contemplaba la escena con interés, tal como se esperaba de él. Michael lo había hecho venir para que presenciara el espectáculo y no estaba dispuesto a perder detalle. Que ese hombre estaba colgado y que era un poli resultaba más que evidente, era algo que se olía a distancia, desde su forma de peinarse hasta la suela de sus zapatos. Era obvio que pertenecía a los corruptos y que lo habían hecho venir para darle malas noticias.
El lenguaje corporal de Michael no invitaba a una charla amistosa. Estaba encogido, dispuesto a abalanzarse en cualquier momento, pero el hombre estaba tan colocado que ni siquiera se había percatado de ello. Arnold se levantó y dijo:
– Traeré algo de beber. ¿Qué tomas?
Marsh lo miró como si acabara de darse cuenta de su presencia, lo cual, realmente, era la verdad.
– Un Remmy doble.
Jeremy por fin había logrado encender el cigarrillo, algo que lo alegró enormemente. Lo tenía levantado a la altura de la cara de Michael, señalándolo como si acabase de descubrir la teoría de la relatividad de Einstein en la parte trasera de una caja de cerillas.
– Veo que te has buscado un mono para que te haga los recados. Nosotros también tenemos algunos. Me alegra ver que eres un empresario que cree en la igualdad de oportunidades. Todo el mundo necesita carne de cañón, ¿verdad que sí?
Mientras hablaba, Marsh se quitaba del traje pelusilla imaginaria. Los dedos que sostenían el cigarrillo estaban amarillentos y quemados y, además, los movía exageradamente, como los adictos.
– Ése al que tú llamas mono es el cuñado de Danny Cadogan, además de uno de mis mejores colegas. No sé lo que andas esnifando, pero espero que lleve algo de calmante porque algún día alguien te romperá la boca.
Jeremy Marsh empezó a sentirse más sobrio. Su cerebro había comprendido que acababa de insultar a sus anfitriones, lo cual no era lo más recomendable. Ahora se arrepentía de haberse pasado la noche entera despierto y esnifando. La arrogancia que suscitaba la cocaína se estaba transformando en miedo. Todo lo que le rodeaba parecía resaltar, desde el ruido que hacía la gente al hablar hasta los colores de las máquinas tragaperras. Eso también afectaba a su estado emocional. De pronto empezó a sentirse cohibido, asustado.
Arnold regresó con las bebidas y, al poner el brandy de Marsh encima de la mesa, se sorprendió cuando el policía se lo agradeció humildemente. Se le habían bajado los humos y parecía hundido. A Arnold no le pareció normal que se bebiera la copa de dos tragos. Arnold distinguía a un cocainómano a distancia, pues había vivido entre ellos toda su vida. Delante tenía a uno de enormes dimensiones. Tenía los nervios de punta y algo había cambiado desde el momento en que entró en el pub, se sentó, intentó encender un cigarrillo y se tomó la copa. Fuese lo que fuese, había provocado el efecto deseado. Ahora era una sombra del hombre que había entrado y Michael parecía estar a punto de cometer un asesinato.
Arnold se iba a sentar y le llamó la atención que Michael le dijera con toda seriedad:
– Lleva a este mono hasta el coche.
Luego se levantó y salió del pub sin mirar atrás.
Danny Boy se sentía molesto y, mientras esperaba pacientemente a que sus invitados se presentasen en el desguace, trató de desentrañar el último misterio de su vida. La reacción de sus hijas lo había afectado, especialmente la de la más pequeña, Lainey. Se había dado cuenta de que la lealtad que había tratado de inculcarles se había puesto en su contra, pues consideraban a su madre una opción más viable que la que podía ofrecerles él.
Fuese lo que fuese Mary, y no había duda de que era una borracha, una puta y un grano en el culo, no había duda de que sus hijas la adoraban. A él, en realidad, le agradaba que no quisieran quedarse en casa de Michelle, pues era una persona problemática, demasiado emocional para su gusto. Ciertamente, ya era agua pasada, pues tenía la barriga caída y esas estrías que siempre hacían que él terminase por olvidarse de ellas y de sus hijos. Él le daría dinero para el niño, pues era su deber, pero, quitando eso, ya sólo era un vago recuerdo en su memoria.
A él le gustaban las jovencitas, siempre había sido así, pero jamás se enamoraba de ellas, salvo las primeras semanas. Sin embargo, una vez que las poseía, perdía el interés por ellas. La única que de verdad le importaba era Mary Miles y se debía a que, en lo más hondo de su corazón, sabía que lo odiaba. Lo odiaba tanto como lo amaba. Lo quería porque era el padre de sus hijas, de esas hijas que él le había arrancado de su cuerpo a fuerza de violencia e intimidaciones, de esas hijas que él adoraba y veneraba. Resultaba curioso que esas dos hijas suscitaran en él un sentimiento tan profundo, y no sólo porque quisiera llegar a importarles más que su madre, aunque admitía que eso tenía mucho que ver, sino también porque las veía como una prolongación de sí mismo. Pequeñas Danny Boys que algún día serían mujeres y engendrarían hijos que llevarían su sangre. Al igual que Matusalén, su sangre pasaría de generación en generación, quizá durante novecientos años, lo cual le daba a uno mucho que pensar.
Dios siempre hace lo que debe. Danny sabía que cuando él creaba una dinastía, necesitaba de una línea sanguínea sólida y fuerte, algo que sin duda él tenía, aunque de los dos, la de Mary era la más poderosa. Para empezar, tenía que bregar con él y todo lo que eso implicaba. Además, era lo bastante honesto para admitir que ninguna de las mujeres con las que trataba a diario estaba a su altura, pues ella tenía algo de lo que carecían todas las demás: la fuerza necesaria para soportar a un hombre de su talla. Por muy borracha que fuese, aún estaba allí, a su lado, y esa lealtad era lo que impedía que acabase con ella, aunque lo deseara.
Mary tenía que aguantar mucho más de lo que creía la gente y, sin embargo, seguía teniendo una bonita figura, sabía vestirse y, lo más importante, sabía cuándo tenía que mantenerse al margen de los asuntos. El había visto en varias ocasiones su forma de reaccionar cuando se topaba con alguno de sus antiguos amantes. Ni siquiera los miraba, se comportaba como si fuese demasiado buena para ellos, como si tuviera tanto orgullo que no se daba ni cuenta de su presencia. No había duda de que sus hijas habían salido a la madre. Danny sintió una oleada de nostalgia y recordó a su Mary cuando se la arrancó, como si de una flor se tratase, al hombre que la hacía tan desgraciada pero con el que parecía decidida a casarse. Había optado por el dinero en lugar del amor, pero ¿quién la podía culpar por ello? Los hombres de su mundo encontraban el amor a la vuelta de la esquina y se libraban de sus esposas sin pensárselo dos veces, mujeres que habrían estado a su lado pasara lo que pasara. Formaba parte de la naturaleza y las mujeres se daban cuenta de cuándo habían sido reemplazadas. Era entonces cuando se convertían en madres y esposas ejemplares. Además, no venían nada mal, sobre todo si sabían cómo funcionaba el sistema legal. ¿Quién iba a querer una esposa tan tonta como para dejar que la pasma entrara sin poner resistencia?
Por lo que fuera, Mary había significado para él más que ninguna otra mujer. No importaba lo que le dijese o hiciese, ella se lo guardaba para sí misma. Ni siquiera su hermano, su mejor amigo, tenía la más remota idea de lo que se cocía en su casa. El la trataba como una escoria, pero aun así dejaba que se metiera en su cama. En muchos aspectos, era un hombre afortunado y él lo sabía mejor que nadie, aunque a veces necesitara un acontecimiento como ése para darse cuenta de la suerte que tenía.
Danny vio que se aproximaban las luces de un coche y se levantó expectante. Oyó que los perros ladraban y que el guardia acudía para atarlos con el fin de que sus invitados pudiesen entrar sin ser devorados.
Un suave golpe en la puerta le dibujó una sonrisa en la cara. Le gustaba la gente de buenos modales, siempre había sabido apreciar esa decencia que últimamente parecía estar perdiéndose. Abrió la puerta y, alegremente, respondió:
– Pasa, muchacho, y ponte cómodo.
Danny le hizo un gesto para que tomase asiento.
Donald Hart entró en la habitación con suma inquietud y vestido con su mejor traje. Resultaba evidente, no sólo por lo nuevo que estaba, sino por lo incómodo que parecía embutido en él. Aun así, se había esforzado y Danny le agradeció el gesto porque denotaba respeto, no sólo por él, sino por el muchacho en cuestión; una cualidad que Danny Boy sabía que le haría abrirse camino. Después de todo, estaba allí por haberse hecho valer, por haberle dado una buena tunda a Jonjo. A Danny no le podía haber causado mejor impresión si le hubiese traído la cabeza de un poli de la Brigada Criminal servida en una bandeja.
– ¿Todo va bien, Donald?
El muchacho asintió nerviosamente.
A Danny Boy le gustaba su aspecto. Ya le había demostrado que los tenía muy bien puestos y, por lo que se había enterado ese mismo día, el muchacho gozaba de una buena reputación. Al parecer, era de fiar y muy astuto. Además, tenía una retahíla de hermanos a los que cuidar. Su padre, un jamaicano, había desaparecido del mapa dejándolo al cuidado de tres hermanos que dependían de él para comer, además de su madre, una mujer de buen ver que, gracias a su hijo, se encontraba en una buena situación. Tenía una pequeña empresa que dirigía desde su casa y el muchacho le había proporcionado el dinero para ponerla en marcha, una empresa de limpieza que contrataba a muchas mujeres que necesitaban trabajo. También la ayudaba a pagar la hipoteca y las facturas. Su madre era muy conocida por su generosidad con la gente a la que la suerte no le sonreía y con aquellos que necesitaban un lugar seguro durante unos cuantos días. Tampoco se mostraba contraria a dar su dirección para que alguien lograse la libertad bajo fianza. Era una mujer muy versátil que le había transmitido su sabiduría a su hijo.
Danny Boy estaba más que impresionado con el muchacho y su decisión de abrirse camino en la vida. De alguna manera, era como si se viese a sí mismo. De hecho, ahora consideraba la humillación de su hermano como un regalo del destino, ya que le había hecho conocer a Donald. Pensaba ayudar a ese muchacho en todo lo que pudiese. Como decía la Biblia, «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».
Pues bien, el muchacho había pecado, ya que le había dado una tunda a su hermano. En su mundo, ése era un pecado mortal, un pecado muy grave. Sin embargo, él no tenía la menor intención de arrojarle ninguna piedra, sino todo lo contrario, lo iba a recompensar por tener tantas agallas. Comprendía los principios del muchacho y, hasta cierto punto, admiraba el modo en que había resuelto la situación. Cualquier otro se hubiese achantado, habría pensado en él, en Danny Boy, y no en su autoestima. El era un pecador reconocido, al igual que ese joven, y, cuando le enseñase todo lo que tenía que enseñarle, el chico sería un pecador de enormes proporciones.
Que sea la pasma la que tire la primera piedra si quiere, que Danny Boy, como siempre, estará dispuesto a tratar con ellos. Él contaba con una cualidad que muy pocos tenían, y era su habilidad para reconocer en quién podía confiar y en quién no. Y él confiaba en ese muchacho y pensaba cubrirlo de gloria porque sabía que le sería recompensado con creces.
Marsh llevaba un buen rato sin decir una palabra y Arnold empezaba a impacientarse.
– Dale un codazo, no vaya a ser que se haya muerto de una sobredosis.
La voz de Michael sonaba a mofa, ya que sabía que los cocainómanos podían pasar de un estado muy alterado a una situación de completo retraimiento.
– ¿Se encuentra bien, Michael?
– Por supuesto que sí. Lo único que le pasa es que está cagado de miedo. Sabe que se ha pasado de la raya y ahora teme el castigo.
Al contrario que Arnold, que estaba verdaderamente preocupado por su víctima, Michael interpretaba su papel.
Michael conocía por experiencia el poder de una amenaza. El miedo a que algo pudiera suceder era aún peor que un ataque personal, aunque a Marsh también le daría de esa medicina, ya que una amenaza no tenía ningún sentido si luego no se llevaba a cabo.
Michael estaba de acuerdo con Danny Boy en que las leyes no eran eficientes porque jamás se llegaban a cumplir en su totalidad. A menos que el delito implicase dinero o propiedad, el sistema judicial consideraba oportuno poner a la gente en libertad. Resultaba irrisorio permitir que los rateros y la gente de esa calaña estuvieran libres. Por eso, la gente joven ya no tenía límites ni pautas. El hecho de que fuesen jóvenes ya era más que suficiente para que saliesen con bien de cualquier delito, hasta del asesinato. Asesinatos sin razón ninguna, asesinatos de completos extraños por unas cuantas libras y un rifle en la nevera de la víctima antes de regresar a casa con papá y mamá. Resultaba ultrajante ver cómo esa gente se las apañaba para salir libre de cualquier asunto. Si le guardaban rencor a alguien era por una buena razón, y la persona en cuestión conocía de sobra el posible resultado de sus fechorías. Robar a una ancianita, aterrorizarla, arrebatarle su pensión, se consideraba un delito menor y se conseguía la libertad condicional. Sin embargo, si robabas una caja de ahorros, podías estar seguro de que no verías la luz del día al menos en doce años. No era justo, y hasta el público en general estaba llegando a considerarlo desde ese punto de vista. Un ratero apenas cumplía condena, a menos que asaltase la casa de un lord o alguien importante. Lo mismo les sucedía a los timadores que se aprovechaban de los ancianos. Eran chulos que debían ser encerrados y apartados de la sociedad, personas que, por sus propias acciones y por su completo y total menosprecio por los más débiles, habían perdido el derecho a deambular por las calles.
Pues bien, allí estaban ellos con uno de los llamados pilares de la sociedad, un poli cuya obsesión por el juego sólo era superada por su adicción a la cocaína. Un hombre que les había sido presentado por su jefe, otro poli corrupto que sólo se salvaba porque estaba de acuerdo con ellos en que la ley parecía favorecer a los peleles de la sociedad. Ese hombre era el responsable de proteger y cuidar a las personas honestas de la sociedad, personas a las que ni Michael ni sus colegas tenían el más mínimo interés en robar, si acaso todo lo contrario, pues serían los primeros en denunciar semejante ocurrencia. Sin embargo, los que eran considerados como la escoria de la sociedad eran ellos, no ese hombre ni los empleados de la compañía del gas que trucaban los contadores para robarle a la empresa. Los polis corruptos siempre lo ponían de mala leche, especialmente cuando se pasaban de la raya, cuando se creían más útiles de lo que eran en realidad, como el caso del que tenía delante, que era sumamente estúpido, bebía más de la cuenta y creía estar fuera de su jurisdicción. ¿Por qué los policías siempre creían controlar la situación, cuando aceptaban dinero suyo todas las semanas, y sólo por eso tenían que renunciar a cualquier recompensa que pudieran recibir por ser polis honestos? Eran unos rastreros que se sentían felices traicionando a las personas que trabajaban con ellos y a las personas a las que se suponía que debían proteger.
Michael se metió en una calleja bastante sucia y condujo bajo la luz de la luna. Arnold miró a su alrededor, interesado.
– ¿Dónde estamos?
Michael continuó por un pequeño sendero y aparcó el coche bajo un enorme roble.
– Estamos en una propiedad en la que ha invertido Danny Boy. Está completamente vacía, así que no importa el ruido que hagamos.
Se dio la vuelta para mirar a Marsh y le dijo:
– Puedes gritar todo lo que se te antoje, que nadie te va a oír.
Jeremy estaba terriblemente asustado, como Michael deseaba. Lo obligó a salir del coche y lo guió por los oscuros garajes de detrás de la casa. Ya dentro, encendió una luz y le indicó a Arnold que se dirigiese a un banco de trabajo y esperase hasta que él le diera instrucciones. Arnold obedeció, aunque se sentía nervioso; darle un aviso a un poli era una cosa, pero quitarlo de en medio era algo muy distinto. Al igual que Marsh, miraba con desconfianza las herramientas y los instrumentos colocados ordenadamente encima del banco. Había desde destornilladores hasta alicates, herramientas que podían causar mucho daño.
Michael sonrió. Luego, arrastrando una silla de cocina y sentándose en ella, dijo tranquilamente:
– Me pones de mala uva y tú lo sabes, ¿verdad que sí?
Jeremy asintió con la cabeza. Tenía los ojos saltones a causa del miedo y la falta de descanso.
– La gente no deja de hablar de ti y de tu nueva forma de vida. Gente muy mala pregunta de dónde sacas el dinero y eso es algo que no puedo permitir. Te has convertido en lo que se llama una carga, en un albatros que merodea por encima de lo que es mío. He recibido dos llamadas de tus colegas advirtiéndome de que llamas demasiado la atención, así que dime, ¿qué tienes que decir en tu defensa?
Jeremy estaba tan asustado que se había quedado mudo. El sudor le corría por la frente y le provocaba escozor en los ojos. Tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo y el hedor a transpiración impregnaba el ambiente a pesar del intenso olor a polvo y gasolina que reinaba en el garaje. Parecía el protagonista de una película de miedo al ver al asesino acercarse con una sierra mecánica.
– Escucha, Mike. Sé a qué te refieres y te prometo que no volverá a suceder. Ya sabes que puedo seros muy útil a Danny Boy y a ti. De hecho, ya lo he sido. Danny y yo tenemos un acuerdo y, si no me crees, pregúntale a él. Pregúntale y te dirá lo que he hecho por él.
Michael y Arnold observaban al hombre con una fascinación mórbida; tartamudeaba de miedo. Sin embargo, parecía estar en posesión de algo que lo sacaría del apuro en que estaba metido.
– ¿Y qué coño has hecho que sea tan importante? -preguntó Arnold, que, para dar más énfasis a su pregunta, le propinó un puñetazo en la cabeza.
Observó con satisfacción que Marsh daba un respingo y hundía la cabeza entre los hombros cuando el puño se estrelló contra su cara. La oreja se le abrió y el pellejo se le quedó colgando; la sangre que brotaba empezó a empaparle la ropa. Se había echado a llorar y las lágrimas le corrían por las mejillas y se mezclaban con los mocos que le salían de la nariz. Estaba acabado y ellos lo sabían.
– Venga, dilo. ¿Por qué te consideras tan especial para Danny Boy?
Jeremy se dio cuenta de que estaba en un lío más grande de lo que había imaginado. Sabía que si quería salir de allí con vida, tendría que encontrar algo que le sirviera como moneda de cambio. Sólo contaba con eso y no comprendía por qué Michael actuaba como si no lo supiera, como si lo que él había hecho no tuviese el más mínimo valor.
– ¿Acaso no lo sabes, Michael?
La cuestión quedó en el aire y, por un momento, pensó que quizá fuese cierto que Michael no sabía nada al respecto. De ser así, contaba con una baza a su favor, una baza realmente importante. Irguiéndose, Marsh respondió con tono bravucón:
– Yo he reemplazado a David Grey. Soy el intermediario de Danny Boy.
Danny Boy se despertó en su casa; lo sabía por el olor, ya que siempre olía a perfume y lejía. Cuando abrió los ojos, notó el cuerpo delgado de su mujer pegado al suyo en aquella enorme cama. Él le había pasado el brazo por encima del hombro y supo que aún la conservaba porque no podía escapar de él. Que ya estaba despierta era obvio, pues jamás dormía cuando estaba a su lado, lo que le entristeció. La noche anterior le había hecho el amor, la había poseído y había tratado de disfrutar de ella todo lo posible. Su sumisión lo estimulaba. Disfrutaba de su completa obediencia, pues convertía el acto amoroso en algo sumamente excitante. Danny se comportaba como un director de orquesta que le indicaba todo lo que tenía que hacer en cada momento. Ella decía lo que él quería escuchar y fingía que se lo estaba pasando en grande. Abrazándola estrechamente, la besó en la nuca y le dijo amablemente:
– ¿Por qué no me preparas un té y algo de comer?
Su voz sonaba tan afable que Mary olvidó por un instante lo peligroso que era; aun así, agradeció la ternura que le mostraba. Se levantó de la cama y se puso la bata mientras él se sentaba y la observaba. Echándose de nuevo sobre las almohadas y supervisando su entorno como si fuese un toro, decidió mostrarse agradable, decidió olvidarse de sus defectos y pasar el día apaciblemente. Últimamente, Mary se había portado debidamente y él se había librado de otra de sus mujeres porque había sentido la necesidad de recuperar su vida matrimonial. Siempre se comportaba de la misma forma y Mary ya lo sabía más que de sobra. Regresaba a casa durante un tiempo, les hacía sentir a todos que eran una familia, pero luego volvía a sentir la necesidad de desaparecer durante semanas, a veces meses. Siempre la dejaba preguntándose cuándo volvería, aunque sólo fuera para cambiarse de ropa o darse una ducha y, lo más importante, cómo vendría y en qué estado cuando regresara al seno de la familia.
Mary respiró aliviada por su afabilidad, por su decisión de comportarse amablemente con ellas. Mientras se arreglaba el pelo, notó que la observaba, y sabía que esos detalles nimios, o que se le cayeran las lágrimas, a veces le provocaban arrebatos de cólera. Mary jamás sabía cómo reaccionaría y empezó a sentir que la tensión se apoderaba de su estómago. Mientras observaba cómo se arreglaba su pelo espeso, las niñas entraron en la habitación y, al verlo allí, recostado contra las almohadas y con una sonrisa en la cara, se detuvieron en seco. Un segundo después, Leona, siempre la líder, corrió a sus brazos, seguida de Lainey.
– Papá, ¿qué haces aquí?
La vocecita de Leona y su sincera pregunta hicieron que su madre se encogiera de hombros y rechinara los dientes de miedo. Danny Boy, sin embargo, estaba de buen humor aquella soleada mañana, como solía suceder de vez en cuando y, alegremente, respondió:
– Quería ver a mis niñas. Os echaba de menos.
Leona puso los ojos en blanco haciendo un gesto de exasperación que lo hizo reír aún más.
Carole estaba preocupada por su marido. Como de costumbre, había llegado tarde la noche anterior y se había quedado en el salón, sentado y con las luces apagadas. Lo había oído entrar, pues jamás lograba relajarse del todo hasta que no llegaba. Al ver que no se metía en la cama, se levantó y fue en su busca. Quería saber por qué no se había acostado con ella y por qué no había ido a ver a los niños. Él siempre iba a ver a los niños antes de acostarse y siempre regresaba a casa para estar a su lado. Carole no era ninguna estúpida y sabía perfectamente la vida que llevaba, pero también sabía que era una mujer afortunada porque él no era un oportunista, ni necesitaba dárselas de nada llevando a una jovencita colgada del brazo como le sucedía a Danny Boy. Michael era un hombre felizmente casado que disfrutaba de su familia. Precisamente por eso, su forma de comportarse la tenía asustada y preocupada. Se le veía preocupado por algo y Carole deseaba saber por qué. Su mayor temor era que lo pudieran arrestar. Sabía que era una posibilidad, aunque remota, considerando lo poderoso que era. Sin embargo, por esa misma razón, podía suceder, ya que en su vida no había nada definitivo, y si la pasma quería ir a por ellos, no dudaría en hacerlo. Por esa misma razón, además, necesitaban de vez en cuando bajarle los humos a alguien. Los negocios de su marido no eran precisamente legítimos y Carole sabía lo que eso implicaba. Al contrario que él, pensaba que por mucho poder y dinero que tuviesen, siempre había una posibilidad de que todo eso se acabase y fuesen encarcelados. Bastaba con que una persona empezase a mover las piezas. «Una larga condena hace hablar al más pintado», le había dicho Michael hacía muchos años; una frase que se le quedó grabada para siempre.
Su extraña conducta la había llevado a preguntarse qué le había sucedido en las últimas veinticuatro horas y por qué se comportaba de esa forma tan extraña.
Puso la tetera encima de la mesa y, sentándose enfrente de su marido, preguntó:
– Por favor, Michael, dime qué pasa.
– No puedo, cariño. No me atrevo a hacerlo.
La miró durante un rato, observando la gruesa bata que no ocultaba los michelines de su barriga, su rostro sincero, sus enormes ojos azules, ahora manchados de rímel por haberse despertado a media noche. Estaba despeinada y, como siempre, le hacía falta ir a la peluquería; sus manos temblaban por la preocupación. Michael deseaba confiar en ella como había hecho siempre, pero aquello era demasiado importante como para decírselo a nadie. Ni siquiera a su esposa Carole. Si alguien se enteraba, las consecuencias serían nefastas incluso para las generaciones venideras. Ya nadie sabría en quién confiar y eso provocaría muchas amenazas y represalias, tanto verbales como físicas. La suposición era tan peligrosa y arriesgada que dejaría a todos los involucrados en una situación sumamente precaria, ya que tanto sus negocios recientes en España como sus actividades diarias, se verían en peligro.
A Michael aún le costaba creer semejante cosa, a pesar de saber que era cierto. Hacía mucho que era consciente de que algo no encajaba, de que siempre eliminaban a sus enemigos en el momento más oportuno. Que Danny Boy se hubiera dejado llevar por uno de sus arrebatos y acabase con un enemigo, fuese real o imaginario, era lo que había impedido que se descubriese su secreto. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido acusar a Danny Boy de estar compinchado con la pasma. Para Michael, resultaba inconcebible acusar de tal cosa a Danny.
No obstante, en lo más hondo de su corazón, siempre había pensado que había algo sumamente sospechoso. Todas las personas con las que habían tenido el más mínimo roce habían desaparecido en el momento más conveniente. Todas habían sido arrestadas y puestas a buen recaudo mientras ellos se apoderaban de sus lucrativos negocios. Y no sólo eso; además se quedaban con todos sus empleados, quienes los consideraban sus salvadores.
Que Louie fuese el instigador de todo eso no le sorprendía lo más mínimo. Danny Boy le había mencionado hace muchos años que tenía acuerdos con la policía y, conociéndolo como lo conocía, sabía que era probable que lo hubiese considerado una vía de escape, una opción fácil. Siempre y cuando nadie sospechase que había sido él, claro.
El asunto era tan grave que Michael no sabía qué hacer al respecto. Afectaba a todo. Tal como había dicho Arnold, si se convertía en un asunto público, nadie estaría a salvo. Nadie confiaría en nadie nunca más. Temblarían los cimientos de su propia vida.
Danny jamás le había dado la más mínima muestra de no ser una persona auténtica y genuina. La verdad es que jamás había tenido motivos para pensar lo contrario. Aun así, sabía que en su interior siempre había habido una sombra de duda, pues tenía un don especial para librarse de los asesinatos. Por mucho poder y dinero que tuviera, nadie tenía tanta suerte.
Cuando Arnold le había hablado del asunto, tiempo atrás, no había querido escucharlo y había desechado la idea. Sabía que si llegaba a sus oídos, alguien lo lamentaría, y no quería ser esa persona. El quería a Danny Boy como a un hermano, a decir verdad, más que a cualquiera de su familia. Su hermana no significaba nada en comparación con Danny; por eso, enterarse de semejante cosa lo había dejado consternado.
Todo lo que habían conseguido en esos años, todas sus empresas y todo el poder que habían logrado se había construido sobre arenas movedizas y, por tanto, podía hundirse a causa de la traición de Danny. Ahora estaban de todo menos seguros. Si la pasma lo sabía, y tenía que saberlo, todos ellos estaban en peligro, en peligro de perder su nivel de vida y su jodida y anhelada libertad.
Michael ya estaba calculando qué dinero era accesible, qué dinero tenía por su cuenta y qué dinero era mejor no tocar. Era lógico pensar que la pasma estuviese al tanto de sus cuentas. Michael no sabía nada con certeza, pero comprendía que debía actuar con prudencia y suma cautela si quería salir ileso y con algo de dinero en el bolsillo. Sólo había una forma de salir de ese aprieto, tal como había dicho Arnold esa misma noche, sólo una que garantizase que no les ocurriría nada, pero no quería ni atreverse a pensar en ello.
– Tómate el té, Michael -dijo Carole.
Michael no le respondió y ella se dio cuenta de que ni siquiera la había oído.
Annie ya se había levantado y vestido, y tenía buen aspecto. Sabía que estaba guapa. Se sentía bien. La radio estaba puesta a todo volumen y la casa estaba limpia, aunque desordenada, como de costumbre. Los niños estaban preparados para ir a la escuela y ya se habían tomado el desayuno con la voracidad y rapidez de siempre. Annie era de las que preparan el desayuno con cereales. Creía que, en cuanto un niño era capaz de servirse sus propios cereales, eso era lo que debía tomar. Los niños se habían adaptado con facilidad a esa costumbre y así la dejaban tomarse su café y fumarse sus cigarrillos en relativa paz. No le importaba en absoluto preparar la cena, pero el desayuno se servía demasiado temprano para que ella pudiese ocuparse de tales menesteres. Siempre les decía a sus hijos que no era una persona de espíritu matinal. Ellos la querían mucho y no les costó trabajo asimilarlo. De hecho, les gustaba que los dejasen a sus anchas. Podían desayunar lo que se les antojase y su madre les compraba toda clase de cereales y pasteles, por lo que todos salían ganando.
Arnold estaba sentado en la mesa de la cocina cuando bajaron las escaleras, pero nadie se sorprendió porque solía llegar a casa justo en el momento en que ellos se iban a la escuela. Era una de sus normas y, por tanto, no era de extrañar.
Arnold miró a su familia y escuchó sus bromas y sus juegos. Sabía que su esposa, su encantadora esposa, se iba a sentir muy desolada en un futuro muy cercano. A él no le importaba lo que dijese Michael, sabía que algo había que hacer y cuanto antes mejor. Cuanto más tardaran en solucionarlo, más difícil sería. La cuestión estribaba en cómo hacerlo para no suscitar las sospechas de Danny Boy.
Danny Boy los borraría a los dos del mapa si llegaba a saber que se habían enterado; acabaría con ellos sin pensárselo y luego continuaría con sus negocios como si nada hubiese sucedido. Ahí estribaba la diferencia, tal como había dicho Michael Miles la noche anterior. A Danny Boy no le preocupaba en absoluto nada ni nadie; algo que se demostraba en el trato que daba a su mujer y a sus hijas.
La lealtad de Michael se había tambaleado porque Danny Boy no jugaba según las reglas, como todo el mundo. A él le gustaba jugar a su manera y con todas las de ganar. Siempre creaba en la gente la ilusión de que podía contar con su lealtad, de que era su aliado. En realidad, no ofrecía nada a menos que obtuviese algo a cambio.
Danny Boy, para colmo, estaba casado con la hermana de Michael y sabía que si Mary se enteraba de lo que pensaban, se pondría del lado de Danny sin dudarlo. En ese aspecto era igual que él; siempre se ponía del lado del ganador. Al menos, eso era lo que Arnold siempre había pensado de ella. Con su perfecta casa, su aspecto impecable, Mary siempre le había parecido irreal, demasiado callada y altanera para su gusto. En lo que se refería a Michael Miles, ella se había convertido en la garantía de su hermano. Mientras estuviese con ella, Michael estaba más allá de toda sospecha, y lo sabía tan bien como Danny Boy.
Pues bien, Arnold no pensaba quedarse con los brazos cruzados y esperar a que ese mamón se chivase de él cuando ya no le fuese útil. Arnold se proponía ser el primero en golpear e iba a hacerlo de inmediato, pues era la única forma de librarse y solucionar el problema. Estaba casado con su hermana, pero eso le importaba un carajo. Danny Boy era como un cáncer que debía ser extirpado lo antes posible.
La noche anterior habían quemado sus naves. La confesión que le había hecho Grey ya resultaba penosa de por sí, pero lo que les había dicho Marsh resultaba increíble. Ahora, además, tenían el problema añadido de ocultar a ese hombre hasta decidir qué hacer. Era un desastre, una ruina, una completa ruina.
Jonjo tomaba su desayuno tranquila y concienzudamente, su madre le había servido más comida y se sentía agradecido por ello. Agradecido por su amabilidad y por su lealtad para con él. Su derrocamiento había sido rápido y espectacular y sabía que tendría que hacer muchos méritos para reparar el daño que había hecho con su arrogancia y su pereza. Su humillación pública estaba en boca de todos y, la verdad, se había ganado demasiados enemigos para que algunos no disfrutasen con ella. En cierto sentido, lo aceptaba, pues a su manera era una persona realista y sabía que no había hecho muchos amigos debido a su mala actitud y su arrogancia.
Ese, sin embargo, era el menor de sus problemas. Ahora lo que tenía que hacer era buscar la forma de ganarse de nuevo a su hermano y sólo podía conseguirlo tratando de hacer las cosas como era debido. Lo primero que intentaría era sacar adelante el club que le había dado: un antro en el que poner papel higiénico ya significaría una mejora. Las strippers eran demasiado viejas para su gusto y estaba decorado como los antiguos restaurantes indios; es decir, moquetas moradas, papel raído y la pintura cayéndose a pedazos. Una reliquia del pasado. Olía a colillas, a cerveza derramada y a desesperanza, y las personas que lo frecuentaban eran jugadores que vivían del subsidio y alardeaban de astucia cada vez que ganaban una apuesta a los caballos. Jonjo estaba decidido a cambiarlo todo; de hecho, tenía algunas ideas para atraer una clientela mejor, pero tendría que esperar hasta que Danny Boy volviese a dirigirle la palabra. El sabía más de lo que la gente pensaba y ahora se había dado cuenta de que saber no implicaba poder. De hecho, como en cierta ocasión le había dicho alguien, saber demasiado puede resultar peligroso.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
Jonjo sonrió afablemente a su madre. La verdad era que se había portado muy bien con él últimamente y él hubiera deseado corresponderle. Siempre había permanecido a su lado, pasara lo que pasara, y en varias ocasiones le había dicho que iba por mal camino, pero él la había ignorado, y no sólo eso, la había agredido verbalmente. Ahora se daba cuenta de que era la única amiga que tenía, algo que le deprimía tanto como le agradaba. Deseaba haber aprovechado mejor el tiempo cuando tenía la oportunidad, pero ahora era demasiado tarde para lamentarse. Jonjo, por mucho que lo necesitara para ganarse el sustento, odiaba a Danny Boy por la forma en que le había humillado. Ahora tenía que conservar la calma, pensar bien las cosas y tratar de ganárselo de nuevo.
El padre David Mahoney, como siempre, se alegró de ver a Danny Boy en la iglesia. No llevaba mucho rato allí, pero él conocía la historia de aquel hombre y también sabía que, por mucho que dijesen de él, era un devoto católico. Solía verlo en la misa de las seis de la mañana, solo, susurrando sus rezos en una iglesia en la que era casi el único. Normalmente comulgaba y después se quedaba un rato arrodillado en el banco, rezando en voz baja, con el cuerpo entero en posición de completa sumisión a su Señor. Era una persona anómala, pues dejaba su reputación de hombre duro en la puerta de la iglesia y, una vez dentro, siempre hablaba con voz comedida y respetuosa, especialmente cuando le hacía preguntas sobre la Biblia o le pedía su opinión sobre algo que había leído en ella, como si quisiera comprender la ley de Dios.
A veces se encontraba con otro hombre después de misa y ambos intercambiaban unas palabras. El hombre no era un asiduo asistente a la iglesia, pero ambos parecían conocerse bastante bien. De hecho, a veces los dejaba utilizar la sacristía para que hablasen más íntimamente. Las donaciones de Danny Cadogan eran tan frecuentes y tan generosas que no le parecía oportuno oponerse a tan pequeño favor. Era como si alguien le pidiese utilizar el teléfono, algo que no se le puede negar a un amigo. Aun así, no quería comprometerse y, por eso, jamás se lo había mencionado a nadie.
Cuando Danny se sentó en el banco de delante y levantó los ojos para mirar la cruz del Señor, se sentó a su lado y, poniéndole la mano en el regazo, le dijo:
– Me alegra verte, Danny Boy. ¿Cómo estás? El acento irlandés del padre Mahoney daba una textura de terciopelo a su voz. Su pelo espeso y moreno estaba empezando a encanecer y sus ojos marrones inspiraban una profunda tristeza. Danny Boy sentía aprecio por él, pues lo veía tal como debe ser un sacerdote. Grande, fuerte y amable.
– Bien, padre. Sólo he pasado para rezar un poco. Usted ya sabe que me encanta este lugar, me encanta la paz que me proporciona.
El padre asintió y miró a su alrededor con orgullo.
– Comprendo lo que quieres decir. Yo siento lo mismo. Lo miró a los ojos y, al ver ese vacío que a veces percibía cuando hablaba con él, le preguntó con tristeza:
– ¿De verdad te encuentras bien? Me da la impresión de que estás preocupado.
Danny Boy se echó sobre el respaldo y, mirando de nuevo el crucifijo que estaba encima del altar, respondió con una sonrisa:
– Estoy bien, padre. No soy yo, son los demás. Se rieron juntos por sus palabras. Luego Danny preguntó:
– ¿No ha venido mi amigo esta mañana?
– No. Nadie ha venido desde la misa de las nueve. De hecho, más vale que yo también me vaya. Se supone que tengo que decir misa para los niños dentro de veinte minutos. Me encantan los niños. Siempre se sienten intimidados por el poder de Dios y creen en él ciegamente.
Danny sonrió, con el rostro y el cuerpo más relajado.
– Dios es bueno, padre. Yo lo sé mejor que nadie. El siempre ha escuchado mis plegarias y siempre ha cuidado de mí.
El padre Mahoney lo dejó a solas, satisfecho de que su fe se hubiera visto recompensada y preguntándose qué le tendría preparada su ama de llaves para desayunar.
Danny Boy lo observó marcharse y se preguntó dónde estaría su amigo, con el que se había citado a las diez y media. Tenía muchas cosas que hacer y no podía perder el tiempo.
Michael estaba en el desguace cuando oyó que Danny Boy aparcaba el coche. Era casi la hora de almorzar y no lo esperaba tan temprano. Puso los papeles que había estado revisando dentro de la caja y la cerró con premura. Sintió una nueva oleada de culpabilidad.
Cuando Danny cruzó el umbral, sonrió nerviosamente y le preguntó:
– ¿Dónde te has metido?
Danny Boy sonrió y, alegremente, respondió:
– ¿Y a ti qué te importa? ¿Acaso eres de la pasma?
Era una respuesta prefabricada que normalmente le hacía reír. En esta ocasión, sin embargo, no le hizo la menor gracia. Danny se quedó parado delante de él, su enorme tamaño recordándole lo peligroso que era. Con seriedad, le preguntó:
– ¿Quién ha estado toqueteando la puñetera caja? ¿Acaso te has peleado con Carole?
Michael se encogió de hombros. Su corpulencia parecía menor al lado de Danny Boy, a pesar de ser un hombre bastante grande. Al menos, más grande que la mayoría, y con un cuerpo más firme. Danny Boy había engordado en los últimos años debido a la buena vida y a sus excesos con la bebida y las drogas. Aun así, seguía intimidándolo, pues no tenía ni remotamente su fuerza, cosa que siempre había sabido. Ni su fuerza, ni su carácter violento, ni su capacidad para hacer daño sin ningún motivo. Danny era un psicópata y ambos eran conscientes de ello.
Danny ya se había olvidado del asunto y se dirigió al frigorífico para coger dos latas de cerveza. Le arrojó una a Michael y se sentó detrás del escritorio. Abrió la lata y le dio un buen trago. Luego, eructando sonoramente, dijo:
– Creo que Eli nos está tomando por gilipollas. Michael abrió la lata de cerveza y, sentándose en el brazo del sofá, le dio algunos sorbos. Estaba pensando en lo que le había dicho y ambos lo sabían. Luego, con tranquilidad y tras soltar un prolongado suspiro, dijo:
– Un momento, Danny. Eli es colega nuestro. Danny no le respondió y se limitó a mirarlo fijamente. Michael conocía los síntomas, pues había pasado por esa situación muchas veces. Danny Boy no le haría ningún caso hasta que no hiciera lo que se le había metido en la cabeza, hasta que Eli no fuese nada más que un recuerdo para todo el mundo, su familia y sus amigos incluidos.
Michael se había preguntado quién sería la siguiente víctima de la cólera de Danny Boy, pero jamás se le había ocurrido pensar en Eli. No sabía por qué, pues ciertamente era un buen candidato, ya que era joven, un capo y una persona que se estaba haciendo un lugar dentro de la comunidad. Danny Boy odiaba que le hiciesen sombra y odiaba a todo aquel que algún día pudiera suponer una amenaza para él. Sin embargo, Eli no era ningún pelele y no se dejaría avasallar sin pelear. Él respetaba a Danny Boy y a Michael, y no ocultaba su respeto. Era un diamante en bruto, un puñetero cabecilla, además de un ganador que se había forjado una buena reputación en la ciudad. De hecho, Eli era uno de los mejores colegas que tenían, aunque Danny prefiriera olvidarse de eso porque le convenía. Ahora diría que había oído cosas extrañas de él, que se había enterado de que era un chivato, ya que ésa era normalmente la excusa que daba. Desde siempre había quedado claro que a ese respecto Danny Boy sabía más que él.
Michael se echó sobre el respaldo y dejó la lata de Stella sobre el escritorio. Miró fijamente a Danny y le respondió:
– Esta vez no te lo voy a permitir, Danny Boy. Tratándose de Eli, no.
Danny Boy ni pestañeó. Permaneció sentado, tan callado como un lirón y con una sonrisa en sus sensuales labios.
Michael le devolvió la mirada lleno de rabia. Su completo desprecio por Danny Boy estaba a punto de estallar.
Danny sonrió débilmente.
– No te estaba pidiendo permiso, Michael, sólo te expongo un hecho. Eli nos está tomando el pelo y, si no te das cuenta, es porque eres tan gilipollas como él.
Michael, enfadado, negó con la cabeza. Danny Boy se quedó consternado por su vehemencia y Michael se dio cuenta de que parecía satisfecho con ello.
– No, Danny, no pienso permitirlo.
Michael señalaba con el dedo a su amigo y estaba a punto de gritarle.
– Eli es un buen tío y nos ha demostrado su lealtad en más de una ocasión. No pienso dejar que lo hagas, así que más vale que te saques esa idea de la cabeza.
Danny Boy estaba tan sorprendido por sus palabras que pasó varios minutos sin decir nada; el silencio los envolvió como una mortaja. Luego respondió:
– ¿Quién coño te has creído que eres, Michael? ¿Crees que lo hago para divertirme? He sabido de buenas fuentes que ha estado mofándose de nosotros a nuestras espaldas.
Michael se levantó y, haciendo un gesto como si la conversación le estuviese aburriendo, gritó:
– ¿Quién ha sido el que te ha dicho tal cosa? Dime un nombre, o mejor dicho, por qué no lo llamas y le dices que venga a contármelo a mí en persona.
Michael aplastó la lata de cerveza ruidosamente; la rabia le hacía jadear de desesperación.
– No hagas eso, Danny. Te lo estoy pidiendo como colega. No lo hagas y no te pongas en mi contra esta vez.
Jamás lo había visto tan decidido. Normalmente, Michael terminaba por ponerse de su lado, por eso Danny Boy no estaba seguro de cómo reaccionar ante esa nueva situación. Siempre había logrado convencer a Michael y siempre había sido el encargado de dirigir y acabar con esos pequeños contratiempos, como él mismo decía. Empezaba a considerar a Eli como una verdadera amenaza, como su enemigo, especialmente ahora que Michael se ponía de su parte y se pasaba al equipo contrario. Al fin y al cabo, Michael y él eran socios y debía ponerse de su lado, no pasarse al bando enemigo. Eli sólo era un maldito gilipollas que se ganaba la vida a costa suya y que lo único que pretendía era utilizarlos como trampolín para una vida más acomodada.
– Jamás hubiera imaginado que me dirías una cosa así, Michael. No comprendo por qué defiendes a un gilipollas como ése y te pones en mi contra. Yo soy tu socio y tu mejor amigo.
Reía, incrédulo.
Michael suspiró de nuevo. Su cuerpo parecía abrumado por la rabia.
– Si le haces algo a Eli, hemos acabado, Danny Boy. Hablo en serio.
Danny se levantó de la silla y Michael se quedó inmóvil, esperando el puñetazo que estaba seguro iba a propinarle. Danny, sin embargo, no levantó la mano, aunque vio que Michael apretaba los puños y comprendió que estaba dispuesto a pelear con él por aquel asunto si era necesario; eso fue lo que más lo asombró.
Danny Boy se pasó la mano por el espeso pelo con el semblante totalmente distorsionado. Jamás antes había tenido una discusión tan fuerte con Michael. Michael, normalmente, trataba de hablarle, de hacerle cambiar de opinión, de razonar con él. Danny siempre le había escuchado y respetaba lo que tenía que decir. Pero eso era un asunto de negocios y librarse de un rival no era asunto de Michael. Normalmente, le había dejado hacer, por eso ese estallido de violencia le había dejado de lo más consternado. No se lo esperaba y no sabía qué hacer al respecto.
– Michael, más te vale reconsiderar tus palabras porque no pienso echarme atrás. Eli y sus hermanos nos están tomando por gilipollas, así que piénsatelo dos veces antes de amenazar, ¿de acuerdo? Te juro que no voy a retroceder ni por ti ni por nadie, así que considéralos historia, colega.
Michael miró a su antiguo amigo; vio en sus ojos que estaba decidido. Luego, asintiendo afablemente, dijo:
– Entonces no tengo más que decir.
Cuando se dio la vuelta para marcharse, Danny le gritó furiosamente:
– ¿Dónde coño crees que vas?
Michael no le respondió. Salió del despacho y miró a su alrededor como si fuese la primera vez que veía ese panorama. De pronto se le reveló el aspecto deprimente de aquel lugar. Había heces de perro por todos lados, restos de coches oxidados que llevaban años en el mismo sitio, pilas de neumáticos que parecían crecer cada día. Luego vio el pálido rostro del dueño de los perros y se percató de que los había oído gritar, aunque no supiera por qué.
En todos los años de su vida, jamás se había opuesto tan francamente a los deseos de Danny Boy, pero ahora las cosas habían cambiado. Cuando subió al coche, vio que Danny Boy lo observaba desde la ventana con la ira en el rostro y la espalda encorvada de rabia. Por primera vez en su vida, Michael no se preocupó por lo que pudiera sentir y eso le produjo una enorme sensación de alivio, como si se hubiera quitado un peso de encima. Condujo hasta su casa lenta y cuidadosamente, pensando en todo lo acontecido en los últimos días. Tenía que ver a Arnold y resolver ese asunto lo antes posible. Tenían a Marsh en un lugar seguro, pero no podrían retenerlo allí por mucho tiempo, mucho menos ahora que había roto con Danny Boy. Tenía que preparar sus defensas lo antes posible porque Danny Boy era de los que primero atacan y luego, mucho después, hace preguntas, especialmente si descubría que lo habían pillado. Había llegado el momento de actuar, ya no había forma de retroceder.
Danny Boy era incapaz de asumir lo que había sucedido. Cuando vio que Michael salía del desguace, sintió una enorme aprensión y experimentó un terrible sentimiento de soledad y desamparo. Se sirvió un brandy doble, se lo bebió de dos tragos y, después de llenar la copa de nuevo, se sentó en su escritorio y recapacitó sobre lo sucedido esa mañana. Jamás en la vida había tenido una discusión tan acalorada con Michael. Danny sabía que siempre había tenido que convencerlo, presionarlo y hasta fanfarronear para que cambiase de opinión, pero siempre había tragado porque sabía que en realidad no había querido ofenderle. Michael Miles era la única persona a la que Danny estimaba de verdad, la única a la que quería. Sabía que hasta su esposa, Mary, se guardaba sus problemas por la amistad que existía entre ellos. Si Mary le hubiera contado lo que sucedía entre ellos dos, su relación se habría acabado hace mucho tiempo. Precisamente, esa aceptación y conformidad ante sus arrebatos de cólera era lo que le suscitaba tanto desprecio por ella en ciertos momentos. Mary guardaba silencio para que su hermano no corriese ningún peligro a manos de su amigo. De ese amigo que tanto lo apreciaba y que tanto la despreciaba a ella por su debilidad. Michael era la única persona a la que Danny realmente quería. Además, dependía de él, siempre lo había hecho. Y creía que a Michael le pasaba otro tanto. Que ahora Michael reaccionara de esa forma le resultaba tan increíble como preocupante. La verdad es que no sabía cómo resolver la situación. En raras ocasiones se veía contrariado por nadie y la desconsideración que había mostrado Michael por su opinión era algo que no había experimentado jamás. Ni su padre ni su madre se habían atrevido a llevarle la contraria y lo que él decía era lo que se llevaba a cabo, al menos con las personas con las que tenía que bregar a diario. Danny estaba convencido de que eso se debía a que siempre tenía razón, ya que lo hacía por el bien de todos.
Michael, sin embargo, se había puesto en su contra, le había dado un ultimátum. Además, hablaba en serio, y eso le preocupaba, pues Michael era una persona bastante drástica. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no había forma de que se echase atrás, ni por él, ni por nadie.
Danny pensó que debería ir a verlo cuando los ánimos se calmasen y aceptar sus condiciones. Tenían muchas cosas en común para echarlas a perder por algo tan nimio. Además, necesitaba a Michael para dirigir sus asuntos cotidianos, y se daba cuenta de lo mucho que dependía de él, de lo importante que era tenerlo de su lado.
Sonrió. Había una forma más astuta de resolver ese asunto. Estaba seguro de que se libraría de Eli, por mucho que le molestase a Michael. Sin embargo, esperaría el momento más oportuno y, cuando llegase, lo borraría del mapa, aunque fuese lo último que hiciera en esta vida. Hasta entonces, tenía que buscar la forma de hacer las paces con Michael y convencerlo de que había cambiado de opinión.
Eli Williams y sus hermanos estaban a salvo por el momento, gracias a Michael y a su errónea lealtad. Sin embargo, eso no significaba que no fuera a por ellos en el futuro. Ahora, lo importante era recuperar a Michael, a su amigo.
Tanto Mary como Carole estaban más que sorprendidas por la discusión que habían tenido sus maridos.
– Me parece increíble, Mary. Jamás había visto que se enfadasen de esa forma.
Mary negó con la cabeza. La noticia le había dejado trastocada.
– Mike entró y me dijo: «Si llama Danny, dile que no me has visto».
Carole asintió. Su cara redonda mostraba tanta preocupación como la de Mary.
– Dijo que le dieran por saco, ésas fueron sus palabras exactas, que le dieran por saco. Luego entró en su despacho y, cinco minutos después, salió de la casa y no le he vuelto a ver.
– ¿Qué aspecto tenía cuando se fue?
Carole se encogió de hombros.
– Jamás lo había visto tan enfadado. Llegó a asustarme, y yo jamás he tenido miedo de él. Es el hombre más pacífico que conozco. Me pregunto qué habrá sucedido.
Mary sacudió la cabeza; como siempre, tenía un aspecto estupendo.
– Danny quiere mucho a Michael. A veces creo que es la única persona a la que quiere de verdad, además de a las niñas. Algo ha debido de pasar, pero no tengo ni la más remota idea de qué puede ser. Danny no me cuenta nada.
Las dos mujeres se tomaron el café y Mary le añadió un poco de brandy. Tenía el presentimiento de que si su marido y su hermano habían roto, ella necesitaría toda la ayuda que fuera posible.
Cuando fue a encender un cigarrillo, Carole vio los cardenales que tenía en el antebrazo y se preguntó cómo era que Michael jamás se había dado cuenta de eso. Luego pensó que quizá se debiera a que Michael no concebía la idea de que Danny Boy pudiera maltratar a su esposa porque, por muy violento que fuese, pensaba que su hermana estaba exenta de semejante trato. También parecía ciego ante la afición de su hermana por la bebida, aunque era posible que supiese más de lo que mostraba. Al final, todo salía a relucir, como solía decir su abuela cada vez que se presentaba un misterio. Sin embargo, tenía un mal presentimiento y no sabía por qué. Lo único que sabía era que su marido echaba chispas y eso era algo que jamás había visto.
– Por favor, Danny, cálmate.
Danny Boy percibió el miedo que sentía su madre y eso le molestó. Era su madre y debía ser la última persona que le temiera. En ese momento no le preocupaba que la historia le hubiese demostrado lo equivocado que estaba, ya que, como siempre, estaba reescribiendo el pasado a su antojo. Era un don que tenía, que había heredado de su padre, aunque Ange jamás se hubiera atrevido a mencionárselo.
– ¿Está Jonjo o no?
Ange asintió y, empujando de mala manera a su hijo, le gritó:
– ¿Quieres sentarte de una vez que yo iré en su busca? Está en la ducha.
Danny se retractó al ver cómo reaccionaba y, como siempre, su ira se apagó tan rápidamente como se había encendido. Levantó las manos haciendo un gesto de horror y dijo:
– Relájate, mamá. Yo subiré a verle.
Mientras subía las escaleras a toda prisa, gritó:
– ¿Por qué no preparas una taza de té?
Jonjo estaba en el descansillo, esperándolo. Danny Boy le sonrió, sin prestar atención a los cardenales que tenía en el cuerpo como resultado de su último encuentro.
– Quiero hablar contigo un momento, Jonjo.
Jonjo lo siguió hasta su habitación y cerró la puerta al entrar. Danny Boy miró a su alrededor y, al ver lo abarrotada que estaba la habitación, dijo:
– ¡Joder! Sólo te falta un poster de Jane Jackson para que esto parezca la habitación de un adolescente.
Danny se dejó caer en la cama pesadamente, hundiendo el colchón con su enorme peso.
– ¿No te da vergüenza vivir todavía con tu mamá?
Jonjo permanecía inmóvil y escuchó atentamente la monserga que le soltaba su hermano. Sabía que resultaba inútil hablar con él; posiblemente hasta hubiera empeorado las cosas. Esperó a que se desahogara y luego se sentó en un taburete que había cerca de la cómoda.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Danny Boy? -preguntó con el mayor respeto.
Danny se sintió satisfecho al ver la actitud de su hermano, pues era justo lo que necesitaba: un respeto incondicional, que se diese cuenta de quién lo controlaba todo. Era algo que necesitaba para superar la humillación que había sentido de niño, desde su ropa hasta su corte de pelo.
A Danny le encantaba ver que la gente se apartaba de su camino, que lo miraban con una mezcla de curiosidad, miedo y respeto. Lo necesitaba también de su familia, de ellos más que de ninguna otra persona.
– ¿Que qué puedes hacer por mí? Vaya pregunta que me haces, sabiendo que, al igual que cualquiera en esta casa, no vivirías en esta habitación de pordiosero si yo no quisiera.
Danny Boy se pasó la mano lentamente por la cara antes de decir con voz cordial:
– Aun así, creo que puedes ayudarme, muchachote. ¿Has visto o sabido algo de Marsh?
Jonjo bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho; se mordía el labio para no echarse a reír por el triunfo. Luego, suspirando afablemente, respondió:
– No, no he sabido nada. ¿Acaso Michael no te ha dicho nada?
Se sintió satisfecho al ver la cara que ponía Danny, de sorpresa y, si no se equivocaba, también de miedo.
– ¿A qué te refieres? ¿Por qué Michael iba a saber algo?
Jonjo se levantó, estirando el cuerpo al máximo. No era que se mostrase arrogante, pero se había desprendido de su aire sumiso.
– Según tengo entendido, estaba ayer por la noche en North Pole Road con Michael y Arnold. Creía que lo sabías.
Danny asimilaba la información mientras Jonjo parecía disfrutar por el aire de confusión que reflejaba el rostro de su hermano. Por una vez en la vida, Danny Boy no lo sabía todo y Jonjo disfrutaba como un cochino viendo que por fin estaba enterado de algo que ese hijo de puta desconocía.
– ¿Quién te ha dicho tal cosa?
Jonjo se encogió de hombros.
– Micky Johns. Estaba allí buscando algo de droga. Conocía a Marsh porque al parecer tuvo un roce con él.
– ¿Y estaba con Michael y Arnold?
Jonjo tardó en responder porque disfrutaba viendo a su hermano perplejo y consternado por lo que le decía y por lo que eso implicaba. Danny Boy, sin embargo, no estaba de humor para esperar respuestas. Se abalanzó sobre él y, cogiéndolo por el cuello, lo levantó prácticamente del suelo.
– Responde de una vez, maldito gilipollas. ¿Estaba con Michael? ¿Con mi Michael?
Jonjo asentía; estaba tan furioso que se le marcaban los músculos del cuello. Danny Boy lo tiró al suelo como si no pesase nada, como si fuese un niño chico, un niño chico e impertinente. Pasó por encima de él y salió de la habitación dando un portazo.
Jonjo se sentó y se frotó el cuello, pensando que eso era algo que jamás le había sucedido en el pasado. Se echó a reír al ver el problema en que estaba metido su hermano, pero Danny Boy abrió de repente la puerta y, al verlo, la emprendió con él a puñetazos y a patadas mientras le gritaba:
– ¿Qué coño estabas haciendo? ¿Riéndote de mí? ¿Qué pasa? ¿Te resulto muy gracioso? Maldito cabrón, te voy a matar…
Danny había perdido los estribos y lo último que Jonjo recordó antes de perder la conciencia fue a su madre intentando quitárselo de encima con la voz desgarrada por las lágrimas y diciéndole:
– Déjalo ya. Basta. Vas a matarlo.
Se había echado encima del cuerpo de su hijo pequeño para protegerlo y había recibido algunos golpes. Cuando Danny Boy la miró, supo que su madre era capaz de coger un martillo y machacarle la cabeza con tal de controlar su rabia.
– Levántate, mamá, levántate…
Su madre negó con la cabeza.
– No pienso hacerlo hasta que no te marches. Quiero que te vayas, que te vayas de mi casa.
Danny se echó a reír al ver que le pedía algo tan ridículo.
– Pero si ésta es mi casa.
Ange miró al hijo que había querido y despreciado en igual medida y le respondió gritando:
– Entonces puedes coger tu casa y metértela por el culo. Yo no quiero vivir aquí nunca más si tengo que soportar tus arrebatos. Prefiero ser una desgraciada y morirme en la calle.
Danny se dio cuenta del odio que emanaba de sus ojos mientras ella trataba de levantarse del suelo con dificultad, apoyándose en el borde de la cama. Se dio cuenta de lo mucho que había envejecido últimamente y del desprecio que mostraba su rostro cuando le dijo:
– No puedo seguir así ni un minuto más. Eres un jodido maniático, un demente. He tratado de hacer lo posible por ti y por todos mis hijos. Por ti he mentido a la pasma, a los profesores y al sacerdote, y jamás me había molestado hasta este momento. Pero esta gota ha rebasado el vaso. Te conozco mejor que nadie y sé que eres un chulo que tortura a esa pobre mujer con la que te casaste y que acosas a todo el que te rodea, también a mí, porque eres tan egoísta que sólo te preocupas por ti. Pues bien, eso se ha acabado ya.
Ange sollozaba. Tenía el corazón roto porque sabía que ese hombre al que había querido tanto jamás cambiaría, si acaso todo lo contrario. Ella ya no soportaba el terror que le daba seguir preguntándose qué era lo que iba a hacerles a continuación.
Se sentó en el taburete, con los hombros temblando por la fuerza de los sollozos y los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con sus mocos. Se tapó la cara con las manos y empezó a gemir de dolor. El dolor era tan sincero y conmovedor que, por primera vez en mucho tiempo, Danny lamentó lo que había hecho.
Danny Boy la miraba; jamás había visto a su madre en ese estado. Su madre jamás lo había echado de casa, jamás le había dicho que no quería verlo, por eso sus palabras lo hirieron como el tiro de una recortada. Alargó la mano e intentó tocarle el hombro, pero ella lo rechazó con todas sus fuerzas.
– Vete de aquí y no me toques. Sé lo que te traes entre manos. Hasta el pobre Michael está harto de ti. Carole me ha contado que os habéis peleado, me preguntó si sabía algo. Pero te diré una cosa: cuando me enteré, me alegré de que por fin él se haya dado cuenta de quién eres. Eres como una enfermedad, Danny Boy, y no quiero tener nada que ver contigo.
Se limpió los ojos y se arrodilló junto a su hijo menor para ver si aún tenía pulso.
– En cambio mi puñetero dinero sí lo coges, ¿verdad que sí?
Ange lo apartó de su lado, negando con la cabeza al oír sus palabras.
– Dejaste tullido a tu padre, pero ¿sabes lo que me dijo un día? Que quizá le hubieras tullido el cuerpo, pero tú tenías la mente tullida y en eso tenía toda la razón. No estás bien de la cabeza. Por muchas misas a las que asistas y por muchas veces que comulgues, estás endemoniado y manchas todo lo que tocas. Ahora lárgate de aquí y ojalá no te vuelva a ver nunca más.
Danny la golpeó en la boca con el dorso de la mano y la vio caer al suelo. Le había partido el labio y se le inflamó al instante. Durante unos segundos permaneció allí tirada, mirándolo con ojos cansados.
– Quien pega a una madre no merece nada. Para mí estás muerto, Danny Boy. Muerto para siempre. Ahora vete y déjame en paz.
Danny salió de la habitación, confundido por su ira y por las palabras de Ange. Si se quedaba, terminaría haciéndole daño, daño de verdad. Se dio cuenta de que el bofetón que le había propinado le causaría remordimientos toda la vida, pero se lo había ganado. Todos lo habían hecho. Vaya familia la suya; desde su padre hasta el último mono eran todos una pandilla de mentirosos. Cuando salió de la casa, vio que los vecinos estaban en la entrada de sus casas y fue hacia el coche con la cabeza bien alta. La vergüenza lo carcomía por dentro como un cáncer, avivando su furia de tal forma que ahora sólo podría apagarla matando a alguien, y ya sabía perfectamente a quién.
Arnold y Michael estaban en un almacén de Dalston. Estaban nerviosos, pero de alguna forma habían asumido lo que debían hacer. De todas las opciones, ésa era la menos dañina.
Jeremy Marsh los miraba sin vida por debajo de la cinta que le habían colocado en los ojos la noche anterior. Estaba rígido; estaba muerto y apestaba como un zorrino. Los dos se habían dado cuenta, pero ninguno quiso mencionarlo. Tenían muchas cosas que hacer. Probablemente se hubiera asfixiado en su propio vómito o hubiese muerto de una hemorragia interna por las patadas que le habían propinado. En cualquier caso, les había ahorrado esa molestia. Ahora, lo único que tenían que hacer era desprenderse del cuerpo. Cuando miraron el cadáver de Jeremy, con la cabeza cubierta de cinta aislante, se dieron cuenta de que habían quemado todos los cartuchos. El almacén estaba repleto de ropa y bolsos de imitación. Había desde modelos de Prada hasta zapatos de Gucci, vestidos de Dior y téjanos Wranglers. El mercado de las imitaciones proporcionaba millones de libras en manos de las personas adecuadas y ellos eran los que distribuían a todos los mercadillos y comerciantes de la zona. En algún momento, se llevaban un trozo de ese pastel, un trozo bastante sustancioso por cierto. Ahora no sabían si la policía estaba al tanto de sus ganancias, ni tampoco cuánto se estaba llevando, ni cuánto le pagaba Danny Boy por mantenerla de su lado, para asegurarse de que nadie les arrebatase su puesto. Resultaba increíble y, de sólo pensarlo, se ponían enfermos, pero era la verdad y había que atenerse a ella.
Mientras miraban el cuerpo inerte de Marsh, Arnold, sin ninguna mala intención, preguntó:
– ¿Cómo ha podido guardarlo en secreto tanto tiempo el muy puñetero? No quiero ser curioso, pero ¿jamás se te pasó por la cabeza? Jamás percibiste nada extraño?
Michael suspiró y, después de sentarse en un cajón, respondió honestamente:
– Lo pensé un par de veces, cuando vi que ciertas cosas no encajaban. Pero ¿cómo iba a creer algo así? Ahora no me queda más remedio que admitir que siempre supe que Danny sería incapaz de soportar que lo arrestaran. Danny Boy jamás habría soportado la rutina de la vida en prisión. Danny no está cortado por el mismo patrón que nosotros; él haría cualquier cosa con tal de evitarlo. Estar encerrado habría bastado para destruirlo, pero la humillación, el régimen, la gente habrían sido demasiado para él.
Arnold asintió en señal de acuerdo.
– Das la impresión de estar justificando el que se haya chivado de todo el mundo. No lo comprendo. Si esto sale a la luz, tú serás el que se lleve la peor parte. Tú eras su socio y sabes tanto o más que él de sus negocios.
– Sí, lo sé. Precisamente por eso digo que lo comprendo. Lo conozco mejor que nadie.
Arnold rió.
– No creo que lo conozcas tan bien; si no, no estarías aquí. Mira todo lo que ha provocado su miedo a estar encerrado. Sin embargo, no le ha importado encerrar a todo el que se le ponía por delante.
Michael apoyó la cabeza en la mano y, molesto por sus reproches, respondió:
– No he dicho que justifique su comportamiento. Lo único que he dicho es que lo comprendo porque lo conozco y sé cómo piensa y cómo siente.
Arnold empezaba a sentirse irritado y pensó que Michael era capaz de ponerse del lado de Danny. Adelantó el rostro y le replicó:
– Tú puedes entender lo que quieras, pero yo lo único que sé es que nos ha tomado por gilipollas y se cree que somos demasiado poca cosa para él.
Michael, molesto, sacudió la cabeza, con la mirada entristecida al ver la forma en que reaccionaba Arnold cuando había sido él quien le había preguntado qué pensaba. Trataba de enseñarle quién era el hombre con el que estaban tratando. Arnold se encogió de hombros, como si nada de lo que dijera Michael le sirviera de excusa. A él no le importaba para nada el miedo que tuviera Danny a estar encerrado, todos lo tenían y formaba parte del oficio que habían elegido; un oficio un tanto arriesgado, pues las sentencias por los delitos de los que podían acusarles eran muy severas. El gobierno no estaba demasiado preocupado por los rateros y los carteristas, pues había tantos que salían y entraban del trullo constantemente. No, el gobierno estaba interesado en los poderosos, en los que se llevaban un buen puñado de dinero. Resultaba irrisorio. La escoria de la sociedad, los timadores, los tironeros, los rateros salían en un santiamén. La gente como ellos, los peces gordos, cumplían largas condenas a pesar de que por el tamaño de sus empresas no trataban demasiado con la gente. No, a menos que tuvieran que venderle algo que necesitara o quisiera. Si se pensaba en ello detenidamente, era una desgracia para la nación, ya que ningún gobierno del mundo podría existir sin el mercado negro; formaba parte de la ley no escrita, de la verdad que no se menciona. ¿Cómo iba a poder la clase media disfrutar un poco de la vida si ellos no se la ponían a su alcance? ¿Cómo iban a convertirse en marcas famosas los puñeteros Christian Dior y Tommy Hilfiger, si ellos no fabricaban copias de sus productos? Los mismos que compraban las copias eran los que luego necesitaban comprarse el artículo legítimo.
La vida consistía en aprender a vivir, en saber estar en el lado apropiado, en hacer lo que debías y en cuidar tus espaldas. Danny Boy había arruinado la vida de mucha gente y Michael, al que Arnold apreciaba y respetaba, no debía seguir justificando sus acciones, pues no había forma de justificarlas. Al menos, no para él, ni para nadie que estuviese encerrado por su culpa.
¿Qué pasaba con la gente que estaba en prisión? ¿Cuántos había cumpliendo una condena sólo porque Danny Boy había decidido quitarlos de en medio?
– No pretendas que le encuentre alguna lógica ni comprenda lo que ha hecho porque me parece un ultraje, algo abominable.
Michael se tiraba del pelo y el dolor le hizo volver a la realidad.
– No estoy intentando excusarlo. Lo único que digo es que, a diferencia de ti y de mucha otra gente, entiendo el porqué. Yo estaba presente cuando su puñetero padre lo dejó en la estacada. Cuando se vio amenazado por los Murray y tuvo que asumir el papel de padre de familia. Lo único que digo es que, por muy cabrón que sea, no lo ha hecho porque haya querido. Se ha visto obligado a ello. Su padre…
Arnold sonrió.
– ¿Te refieres al padre al que dejó tullido? ¿Al que terminó suicidándose?
– Sí, ya sé que resulta extraño. Lo que quiero decir es que fue producto de ese medio. Como lo somos todos.
Arnold estalló cabreado:
– Por mí, puede ser lo que sea y me da igual si lo tiramos al mar o lo enterramos. En cualquier caso, es hombre muerto. No comprendo cómo puedes defenderlo después de lo que ha hecho; de verdad que no lo entiendo.
– Sé a qué te refieres, Arnold, no soy ningún gilipollas. Sólo trato de que entiendas por qué es así. Danny Boy no vive según las pautas normales. Te pondré un ejemplo. Cuando era muy joven, me enteré de que había matado a una prostituta. La mató a palos. Él no sabe que yo lo sé. Durante años traté de convencerme de que no había sido él, que había sido una coincidencia. Pero sabía que había sido él. Sabía que Danny, siendo como es, no toleraba el poder que ella había adquirido sobre él. Porque se la había follado. La mató por su propia debilidad, no por ella.
Arnold se reía como si le estuviese contando la historia más graciosa que había oído en su vida. Le contestó en tono irónico y sin ningún respeto:
– ¿Y eso lo justifica todo? ¿Quieres que celebremos una matanza en su honor como si fuese un aniversario de bodas, sólo que algo más morboso? O mejor aún. ¿Por qué no le organizamos una orgía para que él disfrute? Al fin y al cabo, ¿quién se preocupa de ellas? Abramos la veda contra las putas. Vaya, ahora al parecer es una lástima que hayan apresado al Destripador de Yorkshire, podía haberle dado algunos consejos a Danny.
Arnold miraba a Michael como si fuese una mierda de perro.
– Jamás había oído algo tan repugnante. Unas pobres muchachas se van al otro mundo porque Danny Boy se avergüenza de habérselas tirado. ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Jamás se te ha ocurrido pensar que lo que hace Danny Boy se sale de lo normal? Que sencillamente es un jodido loco, además de un chivato. Mi madre se dedicó a la prostitución durante un tiempo y yo la amo más por ello. Se sacrificó por sus hijos, procuró que no nos faltase de nada. Y sabes una cosa. Le estoy tan agradecido que no voy a dejar que ningún Danny Boy ni nadie parecido crea que ella es la culpable de sus mierdosas vidas y, por tanto, no creo que tengan derecho a vapulearlas sólo para que tipos como él se sientan mejor.
Se reía, pero ahora de incredulidad.
– Gracias, Michael. Gracias por ese estudio psicológico de Danny Boy Cadogan. Me sorprende que el Canal 4 no haya hecho un documental sobre él. Lo podíamos titular «Cómo se forma un loco».
Arnold sacudió la cabeza en señal de consternación, sus enormes trenzas casi bailando por la irritación que le provocaba la ceguera de su amigo.
– Escucha, Michael. Danny Boy no es la Madre Teresa, así que más vale que decidas si te atreves a llevar a cabo lo que hemos planeado. Por tu forma de hablar, no sé si puedo seguir contando contigo.
Michael comprendía el enfado de Arnold, sabía que estaba en su derecho. También esperaba que comprendiese de alguna forma su lealtad para con Danny Boy y lo difícil que le resultaba asumir esa duplicidad de su personalidad. Durante todos estos años había tenido sus dudas, pero siempre las había dejado pasar. Danny Boy había sido duro con él, pero también tierno y generoso. Danny Boy lo había sacado de quicio en muchas ocasiones, pero también le había enseñado lo que era la amistad. Para él, esto era lo más duro a lo que había tenido que enfrentarse. Iba en contra de lo que siempre había creído, de todo aquello en lo que siempre había confiado.
– No lo estoy defendiendo, Arnold, sólo te estoy explicando por qué es como es. Yo lo conozco bien. Lo conozco mejor incluso que su madre.
Arnold rió y, con todo el odio que era capaz de transmitir, le respondió:
– Hazme un favor, Michael. Déjalo ya. Creo que estás mal de la olla.
Arnold estaba a su lado con cara de rabia y recriminación. Pensaba que debería haber solucionado ese problema antes, cuando oyó por primera vez los rumores acerca de Danny Boy. Debería haber actuado cuando las cosas estaban tan calientes que le quemaban las manos. Sin embargo, lo había dejado pasar y eso le molestaba. Le había molestado durante mucho tiempo. Lo hizo sentir cobarde, como si fuese menos que Danny Boy, no lo bastante bueno para cuestionar sus acciones. Llegó a afectarlo, y no sólo a él, sino a todos los que tenía a su alrededor. Acercó el índice a la cara de Michael y le dijo:
– ¿Quién coño te has creído que eres? Danny Boy es un peligro para todo el que haya estado en contacto con él y tú lo sabes. Es un puñetero chivato, un jodido soplón, así que no me importa si el mismísimo jefe de la policía lo tenía pillado por los huevos. Nada puede justificar lo que ha hecho. Nada de nada. Lo hizo con una malicia premeditada y siempre creyendo que nadie iba a conocer su traición. Pues bien, nosotros lo hemos hecho y ya puede darse por hombre muerto, tanto si te gusta como si no.
Michael dejó de mostrarse comprensivo con Arnold y, con los dientes apretados, respondió:
– Sé lo que ha hecho, Arnold, lo sé mejor que nadie, así que no te hagas el listillo conmigo. Lo que intento explicarte es que no razona como los demás. Tú no puedes imaginar todo lo que tuvo que pasar. Sólo estoy tratando de encontrarle algún sentido a toda esta jodida mierda. Estoy tratando de encontrar una razón que me explique su traición, por mi propio bien. No olvides que ha sido mi mejor amigo desde que éramos niños. No me resulta fácil, Arnold. Debería serlo, pero no lo es.
Arnold no quería seguir escuchando más sandeces y no estaba dispuesto a dejar que Danny Boy se librara por las buenas. A él no le interesaban en absoluto las razones por las que Danny Boy tenía una doble vida. Para él no había razón alguna que justificara su deshonroso comportamiento y Michael debería saberlo mejor que nadie.
– ¿Entonces vas a dejar que sea yo el que me encargue de este asunto, Michael? ¿Es eso lo que me estás diciendo? ¿Se lo vas a perdonar a pesar de todo lo que hemos hablado? ¿Después de tanto hablar, ahora te echas atrás? ¿Lo estás protegiendo de alguna manera?
Michael estaba realmente enfadado por sus palabras y, por primera vez en su vida, Arnold se sintió amenazado por él. Por primera vez vio al Michael del que había oído hablar, pero que jamás había visto. Fue como si de repente aumentara de estatura, como si se inflamara de ira. Por fin parecía el hombre grande, fuerte, imprevisible y peligroso que era. Se había despojado de su aspecto agradable como si se tratara de una capa y había dejado de ser el hombre comprensivo al que todos recurrían antes de dirigirse a Danny Boy para solicitar algo o pedir clemencia. Arnold se dio cuenta en ese momento de que alguien que había conservado la amistad de Danny Boy tantos años debía de ser más fuerte y más valiente de lo que aparentaba.
Acercándose con cara de enfado, con aspecto demoniaco y la mano levantada como si negase las acusaciones que le estaba dirigiendo, Michael respondió:
– No se te ocurra cuestionarme, bajo ningún pretexto te creas más listo que yo. Yo sabía esto hace mucho tiempo, pero no quería creerlo, como no se lo creerá nadie, por eso tenemos que actuar con inteligencia. Pero si vuelves a insinuar algo parecido, maldito gilipollas, te juro que te rajo de arriba abajo.
Arnold ya se había apartado de él. Se había dado cuenta de que Michael no era tan pacífico como parecía, más bien todo lo contrario; un hombre realmente peligroso cuando se veía acorralado. Danny Boy se había dado cuenta de eso, no cabía duda. Michael era el cerebro de la sociedad, eso todos lo sabían, pero al parecer también era el que los tenía mejor puestos cuando llegaba el momento de demostrarlo. Arnold se percató de su completa lealtad a su amigo, de su honestidad, y se dio cuenta de que era capaz de hacer cosas que nadie hubiera imaginado de él.
En los últimos días había aprendido mucho, pero aquélla fue la lección definitiva. Jamás se debe juzgar a una persona por las apariencias. Arnold se dio cuenta de que Danny Boy se había aliado con él, no al revés, puesto que había sido el primero en darse cuenta de su coraje y su valía. Danny sabía que Michael era la persona capaz de tratar con todo el mundo, ganarse el respeto y la admiración necesarios para que su personalidad y su innata maldad destacasen aún más. Danny Boy jamás habría existido de no ser por Michael y su amabilidad. Era precisamente su influencia lo que había dado lugar a tan buena y fructífera combinación. Sin Michael, Danny Boy habría vivido una situación mucho más precaria. Arnold comprendió por fin que el antagonismo natural de Danny Boy jamás se habría abierto camino en su mundo de no ser controlado por la inteligencia y la sensatez de Michael, por su decencia y su honradez. La verdadera relación entre esos dos hombres le resultó tan obvia que se sorprendió de no haberse dado cuenta antes, pues ahora le resultaba tan patente que cualquiera con dos dedos de inteligencia debía comprenderlo.
Michael era, en muchos aspectos, el más fuerte de los dos. Danny Boy lo había sabido desde el principio, había entendido sus propias debilidades y se había aferrado al fuerte carácter de su amigo con la esperanza de que se le pegase algo, cosa que había logrado. La gente dependía del sentido común de Michael y de la violencia de Danny Boy cuando las cosas salían mal. Arnold sabía que ahora Michael era más consciente de eso que nadie.
Lo único que podía esperar Arnold era que Michael conservara su sentido de la justicia y su decisión de hacer lo apropiado para poner fin a esa situación. Tenían mucho que perder, y no sólo la libertad, sino también su posición en la comunidad, la cual les proporcionaba enormes ganancias. Nadie se había atrevido a ponerla en entredicho y así debía seguir siendo, ya que él había estado navegando en el mismo barco con ellos.
– Lo siento, Michael, me he pasado un poco. Pero es que no puedes ir por ahí justificando sus acciones después de lo que ha hecho.
Michael sabía que Arnold tenía razón, pero eso no facilitaba las cosas ni lo hacía sentir mejor. Ambos miraron el cadáver de Jeremy Marsh y se dieron cuenta de la gravedad de lo que habían hecho. Un poli muerto era un asunto muy serio, aunque fuese un poli corrupto como ése. La pasma mantenía una lealtad que no tenía nada que ver con la persona en cuestión, sino con los principios del propio cuerpo. Sabían que un poli corrupto afectaba a la opinión pública, por eso se cerraban en banda, pues la cuestión estribaba en salvar el pellejo y no permitir que por un poli corrupto se pusiera en entredicho a la policía.
– Lo entiendo, Arnold, mejor de lo que imaginas. Pero no se te ocurra volver a cuestionarme porque la próxima vez no te lo perdono. Por mucho que hables y digas, te juro que te mato.
Arnold no le respondió, se limitó a asentir. Sabía cuándo lo habían vencido y sabía que este hombre lo había derrotado mucho antes de que aquello empezara. Al contrario que él, Michael era plenamente consciente de lo útil y valioso que había sido y, al contrario que él, también era consciente de lo violento que podía ser llegado el momento. Formaba parte del aprendizaje.
Danny Boy sonreía y sabía que su sonrisa valía mucho dinero en el mundo que había creado. Su generosidad equivalía a tener una cuenta bancaria para cualquiera que fuese objeto de ella y de su buen humor. Estaba satisfecho de cómo había reaccionado Louie con sus problemas más recientes y confiaba en la opinión de ese hombre porque jamás le había aconsejado mal en los muchos años de amistad que habían mantenido. Danny sabía que era un chulo y, en su interior, sabía que esa chulería no tenía ninguna razón de ser, que la empleaba sólo porque disfrutaba con ello. Le encantaba ver el poder que le otorgaba y consideraba a los débiles culpables de ella. Creía que formaba parte del destino que las personas como él vivieran sencillamente para dominar a los más débiles. Era algo bíblico. Hasta en la Biblia había muestras de ese poder; de hecho, estaba basada precisamente en eso, en la supervivencia del más fuerte. Desde Caín hasta Abel, desde Herodes hasta los jodidos romanos. Hasta Cristo fue crucificado porque los fariseos pagaron una bonita suma para que lo considerasen culpable. Era muy parecido al sistema judicial británico, donde el que tiene la pasta sale libre. Era la ley de la selva, la supervivencia del más rico. Sin embargo, al contrario que Cristo, su padre se había dedicado a jugar más que un agente de bolsa y por eso él se había visto obligado a labrarse su propia suerte, cuidar de sus espaldas y convertirse en el número uno cuando nadie hubiera esperado semejante cosa. Al contrario que Cristo, su héroe, él no estaba dispuesto a sacrificarse por nadie. Por mucho que lo admirase, Danny Boy consideraba un error garrafal esa actitud, y era ése el aspecto de la religión que menos comprendía. Comprendía la lógica, pues no era ningún estúpido, le costaba creer que nadie pudiera ser tan jodidamente abnegado.
No tenía ningún sentido. Danny consideraba la Iglesia de Cristo como una banda de gángsters tras la misma meta: apoderarse de todo. Aun así, no le cabía en la cabeza que un hombre con el poder de curar a los enfermos y resucitar a los muertos pudiera morir, entregar el alma. Abandonar todo ese poder sin una segunda intención. El hecho de que aún se hablase de Él, y hasta se lo adorase dos mil años después de los hechos, era algo jodidamente serio. El jamás había predicado la sedición, sino el amor a todos. Ahí radicaba el escepticismo de Danny Boy. No podía creer que una persona no utilizase un poder así en su propio beneficio.
No obstante, seguía creyendo en Él, en su decencia y en su bondad. Sabía que Cristo no poseía instinto asesino, razón por la cual la Iglesia católica tenía que ser muy perspicaz en sus enseñanzas dados los tiempos que corrían. Con el bien no bastaba. La gente pedía más, la televisión se había encargado de ello. La venganza estaba a la orden del día y se pagaba. Muchos habían considerado a Danny un mártir por la forma en que se había encargado de cuidar a Louie, a pesar de haberse apoderado de sus medios de vida. Como su ídolo, Jesucristo; existía una similitud entre ambos. Aun así, creía que él estaba en lo cierto. Mantenía una estrecha relación con Louie, cuidaba de él y se aseguraba de que fuese tratado con respeto. Y lo hacía por el bien de Louie, no por el suyo. Sabía lo importante que era para el viejo la opinión de los demás. Danny Boy, además, no era un jodido filisteo y no tenía el más mínimo deseo de humillarlo. Lo único que había deseado era lo que consideraba suyo, ni más ni menos. Su artimaña en contra de Louie Stein le había servido para disfrutar de una posición frente a sus competidores, pues todos creían que lo había hecho por su bien, aunque en su interior sabían que no había sido así. Sin embargo, resultaba más fácil creer semejante cosa y pasarlo por alto, al menos en público.
Danny sabía mejor que nadie que se había apoderado del sustento de Louie, y que se lo había quitado, además, con una sonrisa en la boca. Louie no había tenido agallas para darle una lección, ni siquiera para poner objeciones, sino que había permitido que Danny Boy se apoderase de lo que él consideraba suyo, por lo que ambos se comportaron como si fuese algo de lo más normal. Pero no lo era. ¿Cómo iba a serlo? Danny Boy no sólo se había apoderado de su negocio, sino de su orgullo. Sin embargo, el miedo era un gran nivelador y el de enfrentarse a Danny Boy le había hecho guardar silencio, resignarse y aceptar su lugar, al igual que todos los que pertenecían a ese círculo de amigos. Su padre, cuando su madre le sorprendía con una puta, solía chillarle que no era la única guarra de la ciudad y en eso estaba en lo cierto. En todos los aspectos.
Louie, sin embargo, sabía cuál era su sitio y hablaba bien de Danny en todo momento, recordándole a todo el mundo el lugar de Danny Boy en este mundo. Danny se había encargado de ello, había procurado que Louie hablase de su generosidad y jamás mencionara que su joven amigo lo había despojado de todo.
Louie, además, se encargaba de transmitirle los chismorreos de los que se enteraba, que no eran pocos. Tenía el don de enterarse de todo y sus años de oficio le habían dado cierto caché en ese aspecto. La gente hablaba con él y él correspondía con el don de saber escuchar. Louie separaba el grano de la paja, o al revés, depende de lo que se estuviese hablando, algo que lo convertía en una persona indispensable. Últimamente se había rumoreado que Danny Boy le pagaba por enterarse de lo que sucedía, pero nadie tenía el valor de echárselo en cara. Aun así, se sabía. Louie había sido básicamente un soplón que cuando se chivaba a la pasma se consideraba con todo el derecho a hacerlo. Siempre se había chivado de la escoria, de los timadores, de los rateros, al menos eso se decía a sí mismo para consolarse.
Ahora, sin embargo, se dedicaba a contarle cosas que de verdad le quemaban, que lo hacían sentir verdaderamente mal. Pasaba una información que le estaba haciendo daño a él mismo. Se sentía culpable por la deslealtad con que obtenía esa información, aunque le pagasen por ello, dada su imperiosa necesidad. No es que le resultase extraño, pues de no haber sido él, lo habría hecho otra persona.
Todo el mundo necesitaba de alguien en quien confiar, alguien a quien contar lo que estaba sucediendo para no cargar en solitario con los asuntos. Eso ayudaba a conservar los pies en la tierra a medida que se ascendía en la escala corporativa y se usaban los puños contra las personas apropiadas. Era una labor rutinaria, una forma de mantener a distancia a tus enemigos. Louie, debido a sus malas acciones en el pasado, era el perfecto candidato para casi todo el mundo. Por eso conservaba su puesto, se mantenía alejado de los problemas. Se sabía que Danny Boy se había apoderado de todo lo suyo y todos se habían preguntado por qué lo había consentido de forma tan amistosa. Viéndolo desde el punto de vista de la objetividad, le había arrebatado todo lo que le pertenecía, y lo había hecho públicamente y sin escándalo ninguno. Y eso que Danny Boy tenía mucho que agradecer a ese hombre por todo lo que había conseguido en la vida. Resultaba cuando menos inusual. Fue un acuerdo un tanto extraño y, aunque nadie hablaba más de lo debido, todos se preguntaban cómo se había sentido realmente Louie cuando Danny le había arrebatado su desguace y cómo era posible que esa amistad perdurase a pesar de lo sucedido.
Ange sintió una extraña punzada en el pecho y, cuando se sentó en la bonita casa de su hijo para tomar el té y oír a las niñas jugar, se preguntó si estaba teniendo los síntomas de un ataque al corazón. Se le estaba durmiendo el brazo derecho y cambió de posición para sentirse más cómoda. La casa estaba relativamente silenciosa y eso le agradaba. Le gustaba oír a las niñas jugar en el jardín trasero. Eran unas niñas buenas, amables y bien educadas, gracias a la influencia de Mary, a pesar de su afición al alcohol. ¿Quién la podía culpar por ello? Era fácil que cualquiera que tuviese que tratar con Danny Boy a diario se diese a la bebida, pues era la única forma de soportar sus arrebatos y sus necesidades. Su vida misma, al igual que la de Mary, estaba repleta de problemas por culpa de la tiranía de su hijo. Su última víctima había sido su hermano. Danny no tenía tiempo para nadie, mucho menos para el pobre Jonjo, al que siempre había considerado un rival en lo referente a su afecto. Para Danny, todo el mundo era su enemigo, por una razón o por otra.
Que Dios tuviera piedad de ella, pero había momentos en que Ange odiaba a Danny Boy por la forma en que la hacía sentir.
Había llegado a desear su muerte. Ange sabía que eso era un pecado muy grave y que debería arrepentirse de ello, pero también había momentos en que creía que Dios estaba de su lado.
Danny Boy siempre había ido a misa y siempre había sido un fervoroso creyente en Dios, pero en algunas ocasiones Ange pensaba que sólo se debía a que probablemente se identificara con él. Danny siempre había pensado que estaba por encima de la ley y libre de todo castigo, siempre se había creído mejor que nadie, especialmente desde que había ocupado el lugar de su padre. Ahora había roto con Michael y eso le preocupaba porque era la única persona a la que Danny estimaba de verdad.
Danny había cambiado desde el momento en que su padre se había jugado un dinero que no tenía y Ange se sentía hasta cierto punto responsable por eso. Si ella no hubiese admitido de nuevo a su marido, se habría evitado mucha violencia y mucho odio, ya que su hijo jamás le había perdonado semejante traición.
Ahora que se había convertido en una mujer vieja y sola, aterrorizada de sus propios hijos y de lo que eran capaces de hacer, se dio cuenta del mucho daño que había hecho. Notó que las inútiles lágrimas de la vejez le caían por las marchitas mejillas, pero no hizo ni el más mínimo esfuerzo por secárselas. Su hija Annie, que debería haber sido su apoyo a esa edad, no quería saber nada de ella y nadie podía culparla por eso. Ella jamás le había prestado demasiada atención, ni a ella ni a Jonjo, y jamás había intentado ahondar en sus sentimientos. Ahora no le quedaba más remedio que pagar el precio de su apatía y de su negligencia. El dolor en el pecho era como una opresión que trató de mitigar echándose hacia delante, con el rostro retorcido por el dolor y los desengaños de la vida. El dolor era tan agudo como si le estuviesen clavando un cuchillo en el corazón, casi impidiéndole respirar. En esta ocasión, ni estar en la hermosa casa que le hacía olvidar la personalidad de su hijo le hizo ningún efecto. Sintió el miedo que padece una mujer ya inservible que había cometido el error de apostar todo al mismo caballo.
– ¿Te encuentras bien, abuelita? -preguntó Lainey asustada al verla tan pálida y con ese gesto de dolor.
Ange negó con la cabeza y dijo:
– Llama a tu madre, Lainey. No me siento nada bien.
La niña se alarmó por las lágrimas de su abuela y por ese brillo tan poco usual en sus ojos. Subió las escaleras a toda prisa para llamar a su madre.
– Creo que debes pensar detenidamente en ello, Danny Boy, y tratar de conservar a los Williams de tu lado, al menos por ahora. Yo no me enfrentaría a ellos personalmente antes de haber descubierto el paradero de Marsh y saber de qué ha hablado. Que les den por el culo a todos. Tú sabes tan bien como yo que Michael no es nadie sin ti, así que no te preocupes por él porque volverá dispuesto a chuparte el culo y más manso que un corderito.
Louie movía las manos en señal de rechazo y hablaba en voz alta y con enfado.
– Creo que le estás dando demasiada importancia al asunto; Eli querrá saber tu opinión al respecto, así que no olvides mantenerlo de tu lado.
Danny Boy asintió. Louie era muy astuto y llevaba en el ajo demasiados años para no saber de qué hablaba. Danny estaba dispuesto a seguir sus consejos, ya que, después de todo, ese hombre siempre le había ayudado a abrirse camino.
– Michael me ha cabreado de verdad. Te aseguro que si hubiese sido otra persona, lo…
Dejó la frase sin terminar, ya que sabía que, si se hubiese dejado llevar por uno de sus arrebatos, ahora sería el responsable de la muerte de su amigo, de su mejor y único amigo, aunque tampoco descartaba esa posibilidad.
Louie sonrió con tristeza y luego trató de explicar la situación de la forma más sucinta posible:
– No pasa nada, Danny. Es la primera bronca que has tenido con Michael en ¿cuánto tiempo? La mayoría de las sociedades que se forman en nuestro mundo se rompen a diario. Tienes que darte cuenta de que, después de treinta años trabajando juntos, una bronca es casi algo necesario. Michael no es ningún capullo y, si he de serte sincero, tú siempre has querido llevar las riendas, así que no te extrañe que él quiera imponerse en algún aspecto. Es la ley de la vida, colega. De hecho, me sorprende que haya tardado tanto. Así que relájate, ¿de acuerdo? Oye a Eli primero y luego toma una decisión al respecto, cuando lo hayas considerado todo detenidamente.
Danny escuchó atentamente lo que decía Louie y luego, con un odio que se podía palpar, respondió:
– Odio a Eli. Es un cabrón traicionero que se quiere pegar a mí para arrebatarme lo que es mío. Mío y de Michael. Y al parecer nadie se da cuenta. No obstante, por hacer las paces con Michael, estoy dispuesto a dejar mis sentimientos al margen. No puedo hacer nada más.
Louie sacudió la cabeza con tristeza, en señal de acuerdo. Aun así, y no por primera vez, se preguntó en qué planeta vivía Danny Boy porque, desde luego, no era la Tierra. Eli era una de las personas más dignas de confianza de todo el Smoke. Danny Boy siempre había encontrado faltas en sus colegas, pero en esta ocasión le había cogido manía a alguien que no sólo era respetado y apreciado, sino también temido. Eli no era el hombre más adecuado para tenerlo como enemigo, pues contaba con buenos amigos en todos los ambientes, aunque eso no preocupaba en absoluto a Danny Boy. Danny le había cogido manía por el mero hecho de que se le había metido entre ceja y ceja y eso ya era razón sobrada para quitarlo de en medio.
Sin embargo, en esta ocasión, se había tenido que enfrentar a Michael, que se había negado rotundamente a dejar que él diera rienda suelta a sus sentimientos. Michael se había apartado de Danny por Eli Williams y Louie sabía que Danny jamás lo olvidaría ni lo perdonaría. Louie le tenía tanto miedo a Danny como cualquier otro, pero para él resultaba aún peor porque le había arrebatado lo que era suyo. Sin embargo, Danny Boy había optado por olvidar el asunto, a pesar de haberse apoderado sistemáticamente de todo lo que tenía. Lo peor de todo es que ese muchacho al que un día había considerado como un hijo y un heredero lo había obligado a continuar de su lado por miedo. Louie sabía de sobra que Danny Boy no lo apreciaba en absoluto, ni se arrepentía de lo que le había hecho, ni la situación en que lo había dejado.
Danny Boy, por mucho que Louie lo quisiera, le había demostrado en repetidas ocasiones que era incapaz de apreciar a nadie en este mundo, salvo a sí mismo. Louie lo odiaba, y detestaba que esperase que él atendiera a sus peticiones con sólo chasquear los dedos. Louie estaba más enfadado de lo que Danny Boy creía y estaba harto de que creyese que lo podía utilizar como intermediario. Lo había convertido en su criado y eso duele, duele de verdad. Obviamente, no se había dado cuenta de ello, pues era demasiado estúpido como para creer que nada de lo que había hecho mereciera cierto castigo. Actuaba como si nada hubiese pasado y no le preocupaba en absoluto cómo se sentía. Danny Boy creía que el período para guardar luto ya se había acabado y todo el mundo debía volver a su rutina habitual. Sin embargo, Louie jamás había olvidado lo que le había hecho y jamás le perdonaría que lo hubiese utilizado como si fuese un puñetero adolescente, como si fuese un jodido recadero. Alegremente y dejando de lado sus sentimientos dijo:
– Vamos, Danny Boy. Veamos qué tiene que decirnos Eli. Danny miró su Rolex con diamantes y asintió, pero no estaba nada contento y eso se veía. Estaba dispuesto a olvidarse del asunto con tal de recuperar a Michael; pero una vez que lo hubiera conseguido, Eli y sus hermanos podrían darse por muertos.
– De acuerdo, pero con que diga una palabra que no me agrade, dalo por muerto. Michael no tiene razón para defenderle. Él sabe mejor que nadie que yo no diría nada si no tuviese pruebas de ello.
Louie asintió amablemente, tratando de no profundizar en ese asunto. Se levantó rápidamente y dijo:
– Venga, vamos. Hablemos de eso por el camino. Danny no le respondió, pues continuaba preguntándose por qué no era Michael quien venía a pedirle disculpas. Sin embargo, una vez más estaba dispuesto a quedar como el hombre generoso y ser quien pidiera perdón, pues, en su interior, tenía la certeza de que Michael jamás se pondría en su contra. Eran amigos desde hacía mucho tiempo y tenían demasiadas cosas en común para pelearse por una menudencia. No obstante, su drástica postura lo había sorprendido, sobre todo porque no la esperaba y parecía definitiva. Danny tampoco tenía el más mínimo deseo de dejarlo ir, no después de todo lo que había trabajado y conseguido a lo largo de los años. Era posible que Michael creyera que llevaba las de ganar, y tal vez él le hubiera dado a entender que así era, pero Michael sabía perfectamente que sin él y sin su reputación de hombre peligroso no habrían logrado nada. Michael Miles, por sí mismo, era tan peligroso como un skinhead solo en una estación a las dos de la madrugada; es decir, un pelele. Aunque Marsh hubiera abierto la boca y lo hubiera confesado todo, cosa que dudaba, Michael estaba demasiado involucrado para hacer nada sin sufrir él también las consecuencias. Danny pensó que Michael, pasara lo que pasara, jamás se pondría en su contra. La arrogancia volvió a ganarlo y se convenció de que nadie ni nada interferiría en sus planes.
Si fuese necesario, daría su brazo a torcer ante Michael, le explicaría las circunstancias y le dejaría tomar una parte más activa en los asuntos de ahora en adelante. Sí, probablemente eso sería lo mejor. Se sintió aliviado de haber encontrado la forma de solucionar sus diferencias. Sin su respaldo, sin sus conexiones con la policía, aún estarían viviendo como un par de chorizos de poca monta. Sin embargo, él, con las palabras adecuadas y un poco de dinero, había quitado a todos sus rivales de en medio.
Si lograba que Eli se embarcase en esa nueva aventura, Michael vería de lo que era capaz con tal de solucionar las cosas, comprendería lo mucho que había cedido con tal de ganarse su amistad de nuevo. Danny creía que, si Michael no se ocupara de la labor de campo, él no podría trabajar debidamente. Danny se daba cuenta de que lo necesitaba y eso le resultaba tan aterrador como verdadero.
Cuando salieron en su coche de la casa de Louie, estaba más animado e intuía que Michael se sentiría de la misma forma. En lo más oculto de su ser también sabía que cuando Michael se diese cuenta del error que había cometido, él personalmente le enseñaría lo muy estúpido que había sido, ya que, igual que Eli y sus hermanos, sería borrado de la faz de la tierra. Danny Boy lo consideraba algo inevitable y lo daba ya por muerto porque sabía perfectamente que jamás sería capaz de perdonarlo. La actitud de Michael se podía calificar de motín y eso era algo que Danny no era capaz de tolerar. Si permites que una persona interfiera en tus planes aunque sólo sea una vez, es como darle luz verde para que lo siga haciendo hasta el fin de sus días.
Por mucho que apreciase a Michael, y la verdad es que lo apreciaba aún más que a su familia, sabía que tenía los días contados y que algún día se vería obligado a quitarlo de en medio por la sencilla razón de que no quería que nadie pensase que se estaba debilitando con la edad. Por supuesto, eso no sucedería de inmediato. Antes tenía que guardar las apariencias y sabía que no era el momento más adecuado para librarse de él. Danny quería que creyera que era capaz de perdonarlo, porque lo necesitaba de forma urgente. Sin embargo, una vez que lo consiguiera, su orgullo le impediría dejar que Michael se saliera con la suya. Sabía que jamás aceptaría lo que él consideraba una traición por parte de Michael. Era pedirle demasiado, porque no era capaz de pasar por alto algo tan importante. Olvidarlo sería imposible, ya que le rondaría por la cabeza hasta que lo viese muerto. Ya no había forma de que Danny aceptase los términos del trato y olvidase el asunto para siempre.
Michael sabía demasiado, demasiado para dejarlo ir. En algún momento, Michael pagaría por todas las molestias que le había ocasionado. No importaba lo mucho que lo necesitara para el buen funcionamiento de sus negocios; en cuanto encontrase otro hombre que pudiera sustituirlo al frente, Michael estaría acabado. Y eso significaba que su esposa, la hermana de Michael, también iría detrás, razón suficiente de por sí para quitar de en medio a ese hombre al que tanto apreciaba. Michael era la única persona por la que había sentido verdadero aprecio, pero hasta entonces jamás le había llevado la contraria. Ahora, repentinamente, se había convertido en su enemigo y, cuanto más pensaba en ello, más plausible lo consideraba.
Louie lo miraba de reojo, sabiendo que Danny era incapaz de cumplir con las promesas que había hecho. A un perro viejo no se le enseñan nuevos trucos. Louie lo odiaba con toda su alma y ahora lo veía como el chulo que verdaderamente era. Cuando recordaba al joven muchacho al que había protegido y cuyo padre se la había jugado poniéndolo en manos de los Murray, se sentía tan triste y apenado que le entraban ganas de llorar. Cuando pensaba en aquel muchacho, sentía tanta lástima que no veía al hombre en que se había convertido, pues le resultaba imposible creer que aquel muchacho tan melancólico se hubiese transformado en un ser tan despiadado. Él sólo quería ver al muchacho sonriente y de buenos modales que había llegado a su desguace buscando trabajo.
Louie sabía que Danny Boy lo utilizaría hasta el último día de su vida, pues lo consideraba simplemente un chivato. También sabía que él no estaba preocupado porque descubriesen que se había ido de la lengua, ni creía que mereciese ningún reproche por lo que le había hecho a esas personas con las que había negociado, bebido y conversado. Lo consideraba simplemente como un medio para conseguir un fin; además, en cierto sentido, creía que, en parte, se lo merecían porque se habían interpuesto en su camino y a eso se lo llamaba daños colaterales. Danny Boy tenía el don de ver sólo lo que se le antojaba.
Louie Stein deseaba con toda su alma que lo partiese un rayo y así ya no tendría que tratar más con él.
Eli esperaba pacientemente a que Danny Boy llegase. Cuando por fin aparcó su Mercedes y se acercó hasta él con esa actitud chulesca de siempre, sintió la necesidad urgente de abalanzarse contra él y hacerle daño de verdad. Sin embargo, como siempre que trataba con Danny, dibujó esa amplia sonrisa y enseñó sus blancos dientes. Aquella sonrisa le había costado un ojo de la cara. Hasta su mismo dentista le había confesado que se había comprado una casa en la Costa del Sol y Eli tenía la sospecha que gran parte la había pagado a su costa. Sin embargo, su sonrisa se había convertido en el centro de admiración de sus colegas, pues tenía unos dientes perfectos. Sabía que esa sonrisa le daba un aspecto distinto, pues lo hacía parecer más amistoso de lo que en realidad era. Hasta su esposa se lo recalcó y ella lo conocía mejor que nadie.
Ahora, al ver acercarse a Danny Boy, sintió justo lo contrario. Había creído tan fervorosamente que era un hombre de prestigio que merecía ser respetado y admirado, que cuando se enteró de que estaba compinchado con la pasma se quedó completamente consternado. Ahora, al verlo acercarse con esos andares de gallito y ese aire de superioridad, lo único que deseaba era acabar con él, sin importarle si era cierto o falso lo que le habían dicho. Sintió un odio tremendo por él y lo único que deseaba era matarlo y terminar con esa historia lo antes posible. Sonriéndole, lo dejó entrar en el edificio y se alegró de la cara de sorpresa que puso al ver a Michael Miles y Arnold Landers esperando pacientemente su llegada.
Resultaba obvio que se había quedado de una pieza al verlos y que ahora se sentía intimidado. Había llegado tan seguro y confiado que jamás había pensado que le podían tender una trampa. Resultaba verdaderamente irrisorio.
Eli se colocó a sus espaldas para asegurarse de que no tendría ninguna escapatoria, disfrutando del momento.
Danny Boy recuperó la compostura de inmediato. Miró a Arnold y, por su lenguaje corporal, se dio cuenta de que no habría forma de hacerle cambiar de opinión. Se dio cuenta de que Eli estaba interpretando el papel de piquete, pues vigilaba la puerta e impedía que pudiera salir huyendo, como si fuese a hacer algo semejante. Sin embargo, supo que lo habían pillado y sabía que le iban a dar de su propia medicina. Su secreto había salido a la luz y ya no habría forma de remediar la situación, pues, por muy desesperada que fuese, nadie la aceptaría con ningún pretexto.
Danny Boy oyó que Louie se movía a sus espaldas, tratando de quitarse de en medio, y se dio cuenta de que había sido él quien le había preparado esa emboscada. Sin embargo, con el único que quería hablar era con Michael, la única persona que podía proporcionarle una vía de escape, que podía garantizarle que saldría de esa situación, ya que lo consideraba tan endeble como para ser capaz de perdonarlo. Sin embargo, al ver que él y Arnold estaban en primera línea, se percató de que su duplicidad ya estaba en boca de todos y que lo tenían bien pillado.
Danny Boy no era ningún estúpido y sabía que era hombre muerto. Sabía que ese día y esa posibilidad siempre habían estado presentes, ya que si vives cerca del río, no es de extrañar que te devoren los cocodrilos. Lo que pasa es que no esperaba que sucediese tan pronto, ni de forma tan ordinaria. Siempre había imaginado su muerte de forma noble, con un tiro en la cabeza o en el corazón, en uno de sus pubs o clubes, y con una sonrisa en la boca. Ese tipo de muerte le parecía aceptable, pues habría compaginado con su leyenda.
Hubiese aceptado una ejecución pública, pero no ésa. Aún era demasiado joven para morir; aún tenía muchos sitios adonde ir y muchas personas que conocer. Sabía que lo habían pillado, pero eso no facilitaba las cosas. Jamás se le había ocurrido pensar que todas esas personas que había eliminado a lo largo de los años debían de haberse sentido de esa manera: asustadas, aceptando su destino, pero principalmente engañadas. Hasta ese momento, jamás se le había pasado por la cabeza que esas personas aún pudieran tener sueños y deseos, además de hijos y una familia a la que les gustaría haber visto crecer.
Se percató de que todo lo que había conseguido a lo largo de los años iba a acabar allí, en un pútrido almacén, sin ninguna pompa y sin que nadie rezase por él. Esperaba al menos que sus hijas jamás llegasen a enterarse de eso. Su esposa se sentiría aliviada y sus hermanos se encargarían de enterrarlo dignamente, con toda la pompa y la ceremonia requeridas, pero sin lágrimas. Después de lo dura que había sido la vida, su muerte sería una experiencia vergonzosa y humillante para todos, especialmente para él.
Cuando Michael lo miró a los ojos, vio la profunda tristeza que irradiaban los suyos. Vio el amor que sentía por él y se sintió satisfecho de llevarse al menos eso consigo. Finalmente, comprendió ese dicho sobre los pobres y los reyes, ya que no importa el mucho dinero que uno tenga, ni el prestigio que se haya ganado con los años, todos morimos de la misma forma y eso nadie puede impedirlo. Sabía que su muerte era inminente, lo sabía porque, de haber estado en su lugar, él habría hecho lo mismo. Miró a Michael y dibujó una sonrisa, una sonrisa magnánima. Abrió los brazos de par en par, como si comprendiera perfectamente la situación, lo cual era completamente cierto. Sintió el aire fresco y percibió el aroma del polvo, del cuero barato y del algodón de las camisetas. Miró a su alrededor, vio a Eli y a Arnold mirándolo, deseosos de acabar con su vida. Se dio cuenta de que su muerte les serviría de trampolín para hacerse un lugar en el mundo delictivo, un lugar al lado de Michael, que sería quien se encargaría de llevar sus negocios y desviar el dinero. Parecía increíble pensar que, aun después de su muerte, todo seguiría funcionando de la misma manera, que nada se detendría por el mero hecho de que hubiese muerto. Danny no intentaba ni siquiera defenderse o buscar una forma de salir de allí. Eli tenía un machete que blandía alegremente y Arnold un cuchillo muy largo, una verdadera pieza de artesanía desde la empuñadura hasta su afilada hoja. Todos los presentes iban bien armados, menos él.
Michael y Danny se miraron nuevamente y Danny, amablemente, le preguntó:
– Formamos una buena sociedad, Michael. Llegamos a lo más alto. Somos capos, verdaderos capos.
Michael asintió, ya que comprendía las palabras de su amigo.
– Sí, Danny. Tú conseguiste lo que siempre habías soñado. Ser un capo, un famoso y respetado capo. De hecho, el más importante.
Danny añadió con tranquilidad:
– ¿Vas a ser tú quien me mate?
Miraba a su alrededor, buscando instintivamente una vía de escape. Los hermanos de Eli se habían colocado detrás y estaban armados y dispuestos a emprenderla en cuanto le diesen la orden. Danny se sintió satisfecho de verlos a todos armados hasta los dientes, pues eso significaba que lo consideraban sumamente peligroso. Eso acrecentaba su opinión de sí mismo y de lo que era capaz de llegar a hacer. Sin embargo, en ese momento ya nadie deseaba hablar y el silencio cayó como una losa. La atmósfera era electrizante. Todos se percataron de que Danny tensaba el cuerpo, como si esperase que la carnicería empezara de un momento a otro. Louie dio la orden. Tenía los nervios destrozados y sudaba abundantemente porque temía que Danny Boy encontrase la forma de resolver aquel dilema o, lo que es peor, que consiguiera salir de allí, pues sabía que era muy capaz de eso.
– Matadlo de una vez. ¿Qué coño estáis esperando?
Louie empezó a toser con tos de viejo. Era una tos pesada y húmeda y el escupitajo que soltó era como un trozo de caucho. Eso hizo estallar la situación. Danny Boy arremetió contra él como un rottweiler.
– Traidor de mierda.
Cuando Danny Boy corrió por el almacén, vio que Louie trataba de esquivarlo, pero logró atraparlo y, con todas sus fuerzas, lo estrelló contra el suelo. Louie cayó como un saco y sus viejos huesos crujieron. Michael vio que Eli y Arnold se echaban encima de su amigo. Mientras Eli le abría la cara con el machete como si fuese un melón, Arnold le clavó la hoja de su cuchillo una y otra vez en las costillas, buscándole el corazón. Michael observaba con una fascinación mórbida mientras Arnold le clavaba el puñal una y otra vez en la cabeza y la espalda, partiéndolo en pedazos como si fuese un trozo de carne. Había sangre por todos lados, le brotaba de las heridas; ya muerto y desangrándose sobre aquel suelo mugriento, Danny Boy seguía imponiendo. Aún seguía teniendo el aspecto de un capo, de un verdadero capo. Quizá fuese su tamaño, o quizá esa presencia que siempre había tenido, pero hasta muerto su arrogancia era palpable.
Michael estaba sorprendido por la forma en que Danny Boy había aceptado su destino, sin siquiera oponer resistencia. No es que pudiera, pero Danny era capaz de presentar verdadera batalla si llegaba el momento. Sin embargo, al verlo allí tirado, con toda su sangre derramada sobre el sucio suelo, comprendió que no habría soportado la vergüenza de ser considerado un chivato. Eli abrió una caja de camisetas y empezó a limpiarse las manos con ellas. La ironía radicaba en que las prendas llevaban una hoja de cannabis estampada en la pechera y un texto que decía «no pisar la hierba».
Arnold miraba fascinado el cadáver de Danny Boy; le resultaba sorprendente ver lo fácil que había sido acabar con él de una vez por todas. Un hombre tan peligroso y con esa enorme personalidad había sido borrado del mapa con una facilidad que les hizo pensar a todos lo sencillo que resultaba morir a manos de alguien.
Michael ayudó a Louie a levantarse del suelo. El anciano estaba terriblemente dolorido, pero también eufórico al ver que todo se había acabado. Por primera vez en muchos años, se relajó, se sintió liberado. Por fin se había librado de la que había sido su peor pesadilla. Los dos hermanos de Eli Williams habían encendido sus canutos trompeteros y el olor a hierba lo impregnaba todo. Una vez más reinó un completo silencio, sólo que esta vez impregnado de una sensación de alivio entre los presentes.
Louie carraspeó y escupió en lo que quedaba de cara de Danny Boy.
– Ya te lo dije, Danny Boy. Se recoge lo que se siembra -gritó.
Luego se echó a llorar, sus hombros encorvados y temblando por el sentimiento de culpabilidad y pena que lo abrumaba. Había querido a ese hombre como a un hijo y eso era algo que no se podía olvidar fácilmente. Michael lo estrechó entre sus brazos, pero Louie lo apartó bruscamente.
– Puede que fuese un chivato, pero era un capo. Le dije que no había necesidad de buscar atajos, pero lo quería todo y al instante. Como todos vosotros. Hoy en día ya nadie sabe esperar, lo queréis todo de inmediato. Por eso las cosas van como van y por eso todos acabaréis de la misma forma.
Señaló a Danny Boy y prosiguió:
– Lo queréis todo demasiado rápido. No sabéis esperar. Todo tiene que ser ahora, ya, al momento.
Trataba de recuperar la compostura, pero la pérdida de una vida lo estaba afectando. Era un anciano y temía la muerte. Ver a un hombre tan fuerte y decidido convertido en un desecho le resultaba ultrajante.
Eli sacudió la cabeza con tristeza. La adrenalina estaba disminuyendo y empezaba a sentirse relajado, incluso hambriento.
– Tranquilízate, Louie. Esto tenía que suceder más tarde o más temprano. Era un jodido chivato, un cabrón con doble cara. Ahora vete a casa y olvídate del asunto.
Michael estaba aún consternado. Danny siempre había parecido un hombre indestructible y ver su cuerpo destrozado y empapado de sangre impresionaba. Aunque también resultaba insignificante.
Eli suspiró.
– ¿Has traído la gasolina?
Arnold asintió, luego rió y respondió:
– Por supuesto que sí.
Michael le indicó por señas a Louie que se marchase y, mientras lo acompañaba hasta la puerta, dijo con tristeza:
– Se ha acabado una era. Danny Boy Cadogan encontró la muerte en un almacén lleno de ropa barata y con un poli corrupto a su lado. Será la novena maravilla.
Luego se dio la vuelta y, dirigiéndose a los demás, añadió:
– Os dejo que os encarguéis del fuego. Necesito una copa y dormir un poco antes de que se abran los cabarets.
Nadie respondió, sencillamente se despidieron como si nada pasara y empezaron lo que se llamaba la operación limpieza.
– ¿Te encuentras bien, Ange?
Vio el rostro preocupado de Mary muy cerca del suyo y se preguntó cómo la habían llevado hasta el sofá.
– Ya me siento mejor. Me he sentido algo indispuesta, pero eso es todo.
– He llamado a una ambulancia, así que quédate acostada y relájate.
Ange se irguió. Notó la sincera preocupación en la voz de su nuera y se sintió agradecida, pero, llevada por el pánico, respondió:
– ¡No! No necesito una ambulancia. Ya me siento bien, te lo prometo.
Ya se había sentado y Mary observó que tenía mejor aspecto.
– Me dio un fuerte dolor en el pecho, como si me clavasen un cuchillo, pero probablemente sólo fueron los gases. Me siento estúpida.
Le pedía a su nuera que no armase un escándalo, pues empezaba a sentirse mejor, como si se hubiese quitado un enorme peso de encima.
– ¿Estás segura de que te encuentras bien? Al menos deja que te echen un vistazo cuando vengan. Sólo para asegurarnos.
Lo último que necesitaba Mary era que la madre de su marido muriese en su casa y que él se enterase de que ella había cancelado la ambulancia. Eso sería como firmar su sentencia de muerte. Además, sentía aprecio por la vieja, ya que en muchos aspectos eran muy parecidas. Ambas tenían que vivir sometidas al estado anímico de un hombre al que odiaban, por mucho que dependiesen de él. La ambulancia llegó y Mary salió a recibirlos, satisfecha de haber tomado esa decisión.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> East Enders-. Serie televisiva de la BBC. [N. del T.]