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Consuélate, a ti las estrellas nunca te verán volver con indiferencia. Me lo han dicho: Antares, Altair, Rijel y Aldabarán. Al parecer la diferencia más importante de mi momento presente estriba en que he pasado de la táctica, a la estrategia. De la táctica se dice que es aquello que uno pone en práctica cuando tiene mucho que perder, la estrategia es lo que uno hace cuando todo está perdido.
Nunca podré construir nada contigo, a pesar de eso me las voy a ingeniar para permanecer en ti, mucho más de lo que tienes previsto. Tú nunca has sabido qué hacer con esta historia, te da miedo creértela, pretendes reducirla como se reduce un consomé. No voy a permitir que me frecuentes hasta el punto de recordar lunares, o cualquier otra imperfección de la piel, no quiero encontrarme en tu desván junto a tanto juguete roto y arrinconado. Procuras una situación placentera, que te lleve a sonreír, intentas que el gesto sustituya al sentimiento, como una de esas fórmulas que aseguran que si frunces el ceño acabas por estar de mal humor y al revés, si sonríes es que eres feliz.A la vez que aspiras, en lo más íntimo de ti, a comprobar de nuevo, que sólo ha sido un espejismo y que para ese viaje no hacen falta alforjas. Ya sabes algo de mí que corrige la impresión de hace veinte años, y sé que no te disgusto. Eso ha sido mucho más de lo que podía imaginar que pasaría, pero mucho menos de lo que ahora quiero.
Me voy, así sin más.
Hundiré esta patera que debía llevarnos a un mundo nuevo y feliz. La construí estúpidamente pensando que te salvaría, te rescataría de vivir en un rascacielos de la isla de Manhattan y que te llevaría… bajo un puente de la ínsula extravagancia, es como para reírse, lo entiendo. Cuando todavía te consta que puedes averiguar muchas cosas de mí que te sorprenderían; más aún, cuando todavía estás interesado en hacerlo. Cuando todavía buscas, o inventas, referencias que nos sean comunes. Cuando todavía alguno de tus canturreos nace de la carga de ilusión que te he regalado. Cuando aún crees que soy una peculiar combinación entre el blanco y el negro, cierto olor, algún gesto, esta frase: «¿Sabes qué?» Cuando oír un bolero, este bolero, ahora todavía, te turba el alma.
Espera, aún la nave del olvido no ha partido no condenemos al naufragio lo vivido.
Reconócelo, como estrategia es perfecta porque, aunque naturalmente lo superarás, no me habrás consumido, en tu memoria estaré intacta. Todos los boleros te llevarán a mí, y el bolero siempre ha sido la distancia más corta entre dos seres humanos. Tú estarás conmigo como has estado siempre y nada ni nadie me quitará la gloria de saber que no eras sólo un sueño.
A ninguno de los dos nos queda mucho tiempo, lo he sabido siempre y siempre he vivido como si fuera a morir mañana. Es la manera más sincera, honesta y exacta que se puede vivir, por uno mismo y por los demás; ni yo, ni nadie por mi causa, debe perder el tiempo. He obrado en consecuencia, he asumido todos los riesgos, en todo y para con todos he actuado con rapidez, quizá demasiada, se me reprocha tanta precipitación, al parecer no saber para qué lo hago, es más importante que saber por qué lo hago; en ese cálculo no he sido muy inteligente y… parece mentira, me dicen. ¿Quién me lo dice? Los ojos de mi marido que lo ha intuido todo y la boca de mi madre que no cesa de reñirme por mi locura. Dice que tienes su edad. Que qué se puede esperar de un hombre de su edad. Mi madre ha concebido el absurdo proyecto de hablar contigo, de recurrir a ti para que me dejes, como si tú aún tuvieras cabeza y yo la hubiera perdido irreversiblemente. No he conseguido disuadirla. Con que, prepárate a lo peor.
Yo no soy perfecta pero si soy auténtica, todo el que se relaciona conmigo tiene siempre la garantía de que está con el original y en vivo, no soy una foto dedicada que congeló la imagen en un momento. No tengo nada que reprocharle, incluso ahora todo cuanto dice y hace es la demostración de que se resiste a creer que me pierde, desde la falsa conciencia de creer que alguna vez la sentí como una madre. Cualquier día comprenderá que no está ni en su mano ni en la mía.
Cada vez me gusta más la idea de que hagamos un picnic.
La cita con la viuda Stuart-Pedrell le llegó como si fuera una multa anunciada. Su primera reacción fue romperla y escribirle unas líneas recomendándole que metiera a su hija en un reformatorio de monjas o que fuera a buscarla todos los días al trabajo para llevarla sin falta a casa. Pero también le atraía la idea de asumir el papel de vampiro avejentado que se cierne sobre la tierna garganta de una rica heredera y pasa por la experiencia de discutir el futuro con la madre protectora. Yes quedaba al margen del juego, sólo se trataba de tentar las carnes y las neuronas de la señora viuda. Aceptó el envite no por entrar en la disputa sobre lo sensato o insensato de sus relaciones con Yes, sino por la curiosidad de reconocer o desconocer para siempre a una mujer que creía recordar se parecía a Jeanne Moreau. De todo han pasado cuarenta años o casi y menos mal que de la última conversación con la viuda Stuart-Pedrell sólo han pasado veinte. Recuerda la propuesta de la viuda alegre: ¿No ha estado usted nunca en los mares del Sur? ¿Me acompaña? Quiero hacer un viaje a los mares del Sur. La mujer le recordaba entonces a Jeanne Moreau y le parecía morbosamente mayor, como le parecía morbosamente mayor Jeanne Moreau, con sus ojeras patrióticas y sus labios extracorporales, un cuerpo dentro de otro cuerpo, lo más provocador dentro de un conjunto provocador. Pero le dijo que no, que no quería irse a los mares del Sur con ella, aunque fuera con todo pagado. La casa seguía protagonizando el más alto Pedralbes, el jardín parque aún era uno de los mejores jardines parque que había visto en su vida, sólo el mayordomo multiuso había cambiado y varios criados asiáticos evidenciaban que la globalizacion servía para mantener bajos los sueldos del servicio doméstico. No es que la viuda hubiera envejecido mal, pero había envejecido, especialmente evidente en el desesperado estirado de piel que le había dejado mejillas de muñeca, achicados los ojos y reducidos los poderosos labios a una hendidura rodeada de colágeno, tan dramática como los ojos opacos. Nunca había sido amable y seguía sin serlo.
– ¿Sabe usted por qué le he convocado?
– ¿Algún crimen en la familia o en el negocio? Ya no quedan empresarios con complejo de culpa como en los tiempos de su marido. En 1978 podían pensar que debían pedir perdón por haber sido franquistas. Ahora han recuperado la moral. El mundo es suyo.
– Me lo esperaba. Sigue usted siendo tan desagradable. No voy a hacerle perder el tiempo. Hace veinte años le insinué que dejara en paz a mi hija.
– Fue más delicada. Me dijo que Yes buscaba un padre que sustituyera al padre muerto y le di la razón. Le dije casi textualmente que aún no había llegado a esa edad en la que la pederastía se encubre de deseos de rejuvenecer o al revés. Usted no sabía que yo ya me había sacado a su chica de encima y la había enviado a Katmandú.
La viuda le acusó con un dedo tan afilado como su mirada.
– ¿Así que fue usted el que la metió en aquella locura? ¿Qué quiere ahora? ¿Romper el matrimonio, la familia, la empresa? Su marido lo sabe todo y está destrozado. Ahora usted ya tiene edad para hacer de vampiro pensando que va a rejuvenecerle la sangre joven.
– Su hija es una mujer de más de cuarenta años. No. Ya no tengo complejo de vampiro, pero sé que soy mayor, que incluso estoy menos joven cada día, aunque no acepto la palabra viejo y no me gustan los compromisos absolutos.
– ¿Cuánto?
La viuda se había dirigido al mismo mueble del que sacó el cheque con el que le había pagado la investigación del asesinato de su marido. Carvalho le dio la espalda y se marchaba mientras escupía:
– Es usted una imbécil.
Ya en el jardín se fue en busca de un seto y, ante la sorpresa orientalmente disimulada por un criado filipino, se desabrochó la bragueta y se puso a orinar contra el seto de mirtos, mientras por el rabillo del ojo comprobaba que la viuda le miraba desde detrás del visillo de una habitación del primer piso. Le esperaba un rosario de compras prometedoras: una cesta de picnic en Vincon con copas de champán incluidas, caviar, blinis, salmón macerado y champán francés en Seamon, donde también se encaprichó de una botella de Gevrey Chambertin, un excelente vino para picnics adúlteros. Esperaba que Yes aportara parte sustancial del atrezzo y en efecto trajo una manta, cubiertos de plata, vasos de cristal de roca, un mantel para picnics del Far West y una colección completa de dulcería. Se trajo a sí misma, como iluminada por una larga vela de las armas que iba a entregar. Estaba guapa y culpable.
– ¿No te da miedo que el misterioso espía que te envía anónimos nos vea?
– Debe de ser un candidato despechado. Los tengo a miles.
Carvalho pensó que los anónimos no habían existido nunca. De todos los itinerarios posibles, Carvalho había desechado los alrededores de la ciudad y enfiló la carretera hacia Manresa en busca del Parque Nacional de Sant Llorenc, lo más parecido a un paisaje del Far West doméstico, roca roja y verduras mediterráneas, a manera de pórtico alzado sobre el Valles y abierto hacia el Bages. Como en una representación teatral de pareja que se esconde de sí misma, dejaron el coche aparcado en una entrada del bosque y buscaron un claro protegido por el arbolado y muñido por la pinaza y las hojas muertas. Fue Yes la que desplegó el mantel y la manta y convirtió el ámbito en un dormitorio tan prohibido como el comedor, la que se apoderó del brindis y de sus labios, la que se entregó como si buscara la puerta del pecho de Carvalho que la llevaría a las tinieblas interiores que tanto la asustaban, la que lo poseyó como se recorre la distancia más corta entre dos puntos, sin darse a sí misma tiempo de tener pudor, vergüenza, ni remordimiento, por el procedimiento de entregarse sin ninguna reserva ni posibilidad de retorno. Había dejado de ser la muchacha dorada restallante e inocente y la mitómana que alimenta durante veinte años la obsesión por el primer hombre con el que se había acostado en su vida, sin recuerdo ya para los adolescentes sensibles que le enseñaron a tomar rayas de cocaína y a perder la virginidad entre dos arremetidas. Ahora era una mujer sin pasado y sin apellidos, una propicia extraña desparramada en el bosque sobre una manta de cuadros escoceses, en el rostro la duda de su propia presencia, de lo adecuado de su vencimiento, un pecho al aire, el otro cubierto, sin bragas, en los ojos la desesperada demanda de que los ojos, si no los labios, de Carvalho le hablaran de amor. Carvalho contemplaba las desnudeces selectivas, exactas, marfileñas o cárdenas, tersas o también hendiduras que se hicieron heridas amoratadas por el roce y el frío, aquel sexo lila que parecía los labios de Jeanne Moreau, que le recordaban estúpidamente la cara de la madre de Yes. Cerró los ojos Carvalho para evitar la asociación y cubrió el cuerpo con la manta, como si lo cobijara y le restituyera una identidad perdida. Abrazó aquel bulto lleno de humanidad, lo meció, estaba a punto de decirle te quiero como quien se lanza al vacío, pero pensó que al fondo de aquel abismo ya estaba dibujada la silueta de la víctima. Era la suya. Cuando Yes consiguió sacar la cabeza despeinada de la envoltura tenía una expresión tan feliz que Carvalho temió haberse excedido, por lo que se levantó y se puso a encender un Rey del Mundo frente a una quebrada que dominaba el camino ascendente y fingió distraerse contemplando el tránsito de coches y camiones, espaciados, a lo lejos, a la medida de un universo que nada tenía que ver con el que habitaban él y Yes. Canturreaba una canción:
solamente una vez se entrega el alma / conla dulce y total renunciación / y cuando este milagro realiza el prodigio de amarse / hay campanas de fiesta / que cantan en mi corazón.
Los brazos de ella lo rodearon por detrás.
– ¿En qué piensas? ¿Qué canturreas?
– Recordaba una película que el otro día vi por la tele.
– ¿De crímenes?
– No. Más o menos de amor. Se titula Nelly y el señor Arnaud.
– Qué título tan raro.
– Nelly es una muchacha y el señor Arnaud es eso, un señor mayor. Ella le ayuda como mecanógrafa a hacer un escrito y él se enamora, mientras ella se siente atraída por él, pero los dos son conscientes de que no pueden amarse por la diferencia de edad, de mundos, de códigos.
– ¿Acaba mal?
– Según se mire. Se separan con la inquietud de pensar que tal vez no se han dicho lo que ambos querían oír.
He visto, por fin, Nelly y el señor Arnaud, realmente bonita, inquietante y, por algunas coincidencias, sorprendente. El es así de hermético, de intenso, programado y calculador, apegado a las ensoñaciones tanto como a las costumbres, mundano, distinguido, sabio pero frágil, precisamente por eso: sin otro remedio que la de ser cobarde -en adelante: prudente-, como tú. Y ella necesita hacer coincidir siempre, como sea, el sueño con la realidad. Hace que las cosas ocurran acto seguido, tal cual, de como ha imaginado que deben ser, laboriosa y atractiva; es sabia pero fuerte, precisamente por eso: sin otro remedio que la de ser valiente, como yo.
La película crea una situación equilibrada: él ya es mayor pero además de ser hombre (ahora aún todavía eso es un privilegio) tiene una sólida posición y aunque ella es joven, además de mujer (ahora aún todavía es un lastre) está en una situación precaria. No es nuestro caso. ¿O te aterra la perspectiva de que yo sea relativamente rica y tu absolutamente pobre"?
Nelly y el señor Arnaud son como son, porque son así; si uno es prudente lo es en cualquier circunstancia, si es joven porque está inseguro, si es mayor porque ya no está a tiempo, si tiene mucho porque teme perderlo, si tiene poco porque aún tendrá menos. Al osado le pasa exactamente igual, si es jovensu inexperiencia le lleva a situaciones temerarias, si es mayor porque piensa que lo que le queda de vida debe vivirlo a tope, si tiene mucho porque eso lo hará todo más fácil y si tiene poco porque no hay mucho que perder.
Las dos escenas finales ponen de manifiesto lo único que tienen en común, y es que los dos son sabios, que los dos están solos y que saben que hubo un momento en que los dos se reflejaron en los ojos del otro. No estoy haciendo un amañado reparto de papeles, no es ninguna censura. Ya sabía de ti, y me seducía tu personalidad. Me seduce. Eres el hombre de mi vida. Sí, ya sé, y ahora ¿qué?, pues es fácil, seguirás solo como siempre has estado, esta vez sin cadáver que estrangular. Eso sí, notarás algún tiempo que la soledad te crece como crece un vals, el mismo que ha empezado a sonar para mí. Qué historia tan extraña está siendo ésta. Estoy totalmente desconcertada, ningún sistema de ecuaciones me explica todo esto, mucho menos me lo resuelve; que mi razón no encuentre argumentos para despejar tanta incógnita no es lo más grave -aunque me intranquiliza mucho-, lo peor es esta sensación de vacío, esta tristeza recurrente y hasta ahora desconocida, que se ha convertido en mi sombra. Voy a llenar mi agenda de actividad, de obligaciones, de compromisos, no sé si para acabar de colmar el vaso con un colmo, que lo sea tanto, que me ayude a ver claro que sólo hay una cosa peor que estar contigo: estar sin ti; o para darle a la vida la oportunidad de distraer mi atención, de aliviar mi alma, de acallar esta frustración, no sé cómo ni con qué, pero como sea.
No sabes cuánto valor hace falta para decir, del todo sinceramente: ¡te quiero! y a la vez sustraerme a la posibilidad de materializar mis sueños, tú no te lo imaginas ni remotamente. No podrías hacer por mí, un acto tan solidario como la descripción del miedo, de la soledad que siento al leer alguanas novelas escritas por quienes han vivido el miedo y la soledad.
Te pediría un acto solidario como… no sé, decir algo que me consolara, algo con lo que sentirme acunada, quizá querida, como pude sentirlo el día del picnic (sí, eso es demasiado, deseada ¿tal vez1?, bueno, también vale); en fin…, déjalo, ya me las arreglaré yo sola. Por una vez en mi vida lamento no suscitar compasión, al parecer ese sentimiento es el síntoma de que estás enamorado cuando de una mujer de carne y hueso se trata, y tampoco, aunque el cartero siempre llama dos veces, me ha llegado ninguna carta -divina- que me eleve a los altares; lo de la carta ya es más que un síntoma de enamoramiento, toda una reglada declaración. Enamorarme de ti es lo más solitario que he hecho en mi vida.
Y se acerca la Navidad y el fin de año y el fin de siglo y el fin de milenio.
¡Felices fiestas!
Mantenía la última carta ante los ojos de la memoria cuando Yes, la mismísima Yes, se metía en el jardín de su casa de Vallvidrera, la recuperaba allí al cabo de veinte años desde una sonrisa que expresaba una conversación secreta consigo misma. Entre el primer beso, la primera oración compuesta rota por otro beso y la desnudez total en la cama aplazada durante tanto tiempo, apenas mediaron minutos, minutos más largos sin embargo que los minutos normales. Y fue ella la que tomó la iniciativa, dispuesta a demostrarse a sí misma de lo que era capaz, para quedar reflexiva pero sonriente mirando el techo, a veces a Carvalho, que no quería pensar nada, porque sobre todo sentía gratitud.
– Sería maravilloso. O todo o nada. Pero ¿te imaginas el todo? ¿No recuerdas las descripciones de la Glo ria? Decían que allí no habría necesidades, que nos bastaría con la contemplación de Dios. Día a día, todos los días. Tú y yo. ¿Qué más podemos necesitar?
La expresión de Yes parecía tan propicia como su cuerpo en cuclillas entre las sábanas. Le acariciaba la nuca con los dedos mientras hablaba y contemplaba el futuro que construía en su mente como si ya formara parte de la habitación.-Rompamos con todo. Yo estoy dispuesta a dejarlo todo. Ahora. Pídemelo ahora. Hoy. A las siete y diez, telefoneo a mi casa y les digo: No vuelvo. Es que lo haría. ¿Lo hago? No. No vuelvas a engañarme. No vuelvas a enviarme con otro a Katmandú.
– Aquel Katmandú ya no existe. Probablemente tampoco existía entonces.
– O todo o nada, José.
José era él, recuperado para un nombre que sólo su madre había usado desde el principio hasta el final de un insuficiente conocimiento. Jamás Pepe. José. José! La madre vestida. José. José! Ahora la madre desnuda que da de mamar a un hombre que ya es sobradamente responsable de su cara y de sus décadas. Le recordaba la secuencia final de Las uvas de la ira de Steinbeck, cuando la joven con los pechos llenos de leche da de mamar a un pobre viejo moribundo muerto de hambre. O todo o nada. Recomponer su vida desde el amanecer hasta el anochecer durante los años que le quedaran, obligado a una capacidad de autoengaño que le ayudara en los momentos de terror, cuando el espejo le devolviera la imagen de su decrepitud y los médicos le acorralaran como sólo se acorralan los cuerpos vencidos y a la espera de la puntilla y el lo siento final. Demasiado auto-engaño necesario para cohabitar con su propia salud, esa catástrofe largamente anunciada que esperaba su gran oportunidad para destruirle y por fuera adoptar las cortesías suficientes como para atravesar los desiertos helados de una familia cercenada: mamá se ha ido con un anciano borde huelebraguetas y ahora quiere que pasemos la Navidad juntos. La Navidad junto a unos muchachos heridos hasta la crueldad y el odio. Ella sometida a la felicidad temporal de gozar sólo con la presencia de Carvalho y Biscuter, tal vez de Fuster, ni siquiera de la de Charo, a la que sin duda no volvería a ver. Para Yes poco cielo para tanta eternidad, porque tal vez ni siquiera el vértigo de la felicidad precipitara la muerte de Carvalho, al contrario, le alargara la no vida hasta convertirlo en un amante insoportable y sin embargo soportado. Lo que peor se arruga es el sexo y el carisma. Se arruga tanto el carisma de los viejos que o se vuelven horrorosos para sí mismos o invisibles para los demás. Y no me digas que el amor lo puede todo y que bastaría la dicha de ocupar un único ámbito, como se ocupa la mismidad, porque la literatura te ha hecho fuerte, Yes, hablas con propiedad, pero no posees las palabras. Las palabras siempre nos poseen, Yes. Una mañana, al cabo de tres meses, un año, dos, sumarías las pérdidas y los beneficios y juzgarías si yo había conseguido sustituir la nada por el todo amenazado. Descubrirías que vives junto a un hombre sin jubilación y sin fondo de pensiones, sin oficio ni beneficio, al que no se le levanta cuando es necesario y que un día u otro iba a necesitar una sonda para orinar sin molestar a los demás, y ese día no te parecerían misteriosos sus silencios sino idiotas y no succionarías sus palabras babosas con la pajita del gozador lento, sino que te las borrarías de las orejas como una sustancia pegajosa que no te deja oír lo que quieres oír. Si tuviera mucho dinero, Yes, me compraría una enorme residencia, nos rodearíamos de criados que me ayudaran a envejecer y que no fuera una carga para ti. Incluso tendría ascensores desde la cama a la piscina cubierta, donde los masajistas activarían la circulación de mi mala sangre y silla de ruedas con chips inteligentísimos que me darían las papillas con una paciencia de condenadas de la tierra obligadas a cuidar ancianos ricos y me limpiarían el culo cuando ya fuera incapaz de contener mis esfínteres, al tiempo que emitirían alguna melodía de prestigio pero pegadiza, algo de Brahms, por ejemplo, el leit motiv de Aimez-vous Brahms? ¿A cuántos viejos cagados has visto, Yes? Pasado un tiempo, cuando se consumara mi decadencia, te dejaría tener algún amante joven y discreto, algo así como un nieto incestuoso, recuerdo el cine de los años sesenta cuando los directores de vanguardia experimentaban con los límites de la conducta y estos problemas eran habituales, con mucho contrapunto, mucho contexto, mucho silencio. Yo podría asumir el papel de John Gielgud en Providence, un inteligentísimo anciano que se muere de cáncer de culo mientras bebe los mejores vinos blancos y las mujeres aún se sienten atraídas por su capacidad de recordar y de asociar el recuerdo con la vida, como si eso fuera vivir y no dejar migajas de memoria muerta para los pájaros más ávidos o los más ateridos o los más obligados a escucharte. Pero ni siquiera me ganaré la vida cuando se me sequen las neuronas de detective privado.
– ¿No me dices nada? ¿No te ha gustado mi sueño?