172860.fb2 El eco de la memoria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Conozco una pintura tan evanescente que raras veces se ve.

Aldo Leopold,

Almanaque del Condado Arenoso

Con más rapidez que cuando se reunieron, los únicos testigos desaparecen. Se agrupan en el río durante unas pocas semanas, engordan y entonces emprenden el vuelo. A una señal invisible, la alfombra se deshilacha y forma madejas. Millares de aves en hilera se alzan como un hilo inmenso, llevándose consigo su recuerdo del Platte. Medio millón de grullas se dispersan por el continente. Avanzan hacia el norte, y recorren un estado o más al día. Las más fuertes podrían cubrir aún millares de kilómetros, aparte de los millares que las han traído a este río.

Las grullas que se apretujaban en densas colonias aviares ahora se dispersan. Vuelan en familias, emparejadas para toda la vida con uno o dos vástagos, los que hayan sobrevivido al año anterior. Se dirigen a la tundra, la turba y las tierras pantanosas, un origen recordado. Siguen hitos geográficos -agua, montañas, bosques-, lugares recuperados de años anteriores por medio de un mapa grullesco en el interior de una cabeza de grulla. Horas antes de que comience el mal tiempo, se detendrán a pasar el día, prediciendo las tormentas sin ninguna evidencia. En mayo, encuentran los lugares para anidar que abandonaron el año anterior.

La primavera se extiende por el Ártico acompañada por los gritos de esas aves arcaicas. Una pareja que se ha posado junto a la carretera la noche del accidente, cerca de la camioneta volcada, avanza hacia su hogar en un remoto trecho de la costa de Alaska, en el canal de Kotzebue. A medida que se aproximan al nido, en sus cerebros se cambia un chip estacional, y se vuelven ferozmente territoriales. Atacan incluso a su desconcertado polluelo, el que han alimentado durante todo este camino de regreso, expulsándolo a picotazos y golpes de ala.

La pareja gris azulada se vuelve marrón, debido al hierro que se oxida en estos tremedales. Se revisten de barro y hojas, un camuflaje estacional. Su nido es un montón de plantas y hojas rodeado por un foso de un metro de ancho. Se llaman una a otra, con tráqueas enrolladas y resonantes como trombones. Danzan haciendo profundas reverencias, agitando el aire fresco y salado, las gargantas arqueadas hacia atrás, con algún impulso que oscila entre el estrés y la alegría: la primavera ritual en el borde septentrional del ser.

Supongamos que las aves almacenan, fijados como una fotografía, los contornos de lo que han visto. Esta pareja se encuentra en su decimoquinto año. Dispondrán de otros cinco. En junio dos nuevos huevos, óvalos con manchas grises, seguirán a los otros pares ya puestos en este lugar, un lugar que todos esos años anteriores han almacenado en la memoria.

La pareja se turna, como siempre sucede, para cuidar de la nidada. En el norte los días se alargan, hasta que, cuando llega el momento de incubar los huevos, la luz es continua. Surgen dos pollos, ya capaces de caminar y hambrientos. Los padres se alteran a fin de buscar comida para sus voraces polluelos, a los que alimentan continuamente con semillas, insectos y pequeños roedores, la energía que encierra el Ártico.

En julio, el pollo más joven muere de hambre, aniquilado por el apetito de su hermano mayor. Ha sucedido antes, la mayor parte de los años: una vida iniciada con un fratricidio. Al quedarse solo, el pollo superviviente se desarrolla. Al cabo de dos meses ya tiene plumas. Cuando los largos días septentrionales se acortan, sus cortos vuelos de prueba se expanden. Durante esas noches se forma escarcha en el nido de la familia, y el cielo cubre los tremedales como una corteza. En otoño, la joven ave está lista para reemplazar al hijo expulsado el año anterior en el largo viaje de regreso a los terrenos de invernada.

Pero primero las aves mudan, volviendo a su gris natural. A fines del verano, algo les sucede en el cerebro, y esta familia aislada de tres miembros recupera una mayor amplitud de movimiento. Prescinden de la necesidad de estar solos. Se alimentan junto a los demás y pasan la noche con ellos. Oyen a las familias cercanas que pasan por el cielo, volando por el gran embudo que es el valle del Tanana. Un día se elevan y se integran en una V que se forma por sí sola. Se pierden en ese ramal en movimiento que se va engrosando, hasta que pronto cincuenta mil aves al día avanzan en masa sobre el desconcertado valle, sus prehistóricas oleadas brillantes y ensordecedoras, un río de grullas ancho como el cielo, afluentes que avanzan durante días.

Debe de haber símbolos en las cabezas de las aves, algo que dice: Otra vez. Siguen un solo, continuo y repetido circuito de llanuras, montañas, tundra, montañas, llanuras, desierto, llanuras. Sin ninguna señal clara, las bandadas se elevan en una lenta espiral, grandes columnas giratorias de corrientes termales ascendentes que, con una sola mirada a sus padres, la joven ave aprende a utilizar.

Cierta vez, hace mucho tiempo, cuando las grullas se congregaban para su partida otoñal, pasaron por encima de una muchacha aleuta [1] que estaba sola en un prado. Las aves descendieron sobre ella, batiendo las alas al unísono, la alzaron oculta en una gran nube giratoria, y, con sus graznidos atrompetados, ahogaron los gritos que lanzaba. La muchacha se elevó por el pozo de aire arremolinado y se fundió con la bandada que volaba hacia el sur. Por eso cada otoño, cuando se marchan, las grullas aún trazan círculos y emiten sus llamadas, reviviendo la captura de la hija humana.

* * *

Mucho tiempo después, Weber aún podía precisar el momento en que el síndrome de Capgras apareció en su vida. Estaba anotado en su agenda: Viernes, 31 de mayo de 2002, una de la tarde, Cavanaugh, Café Union Square. Los primeros ejemplares de El país de la sorpresa acababan de salir de la imprenta, y el editor de Weber quería que fuese a la ciudad para celebrarlo. Su tercer libro: la publicación ya no era una novedad para él. A aquellas alturas de la trayectoria profesional de Gerald Weber, el viaje de dos horas en tren desde Stony Brook era más un deber que una ocasión de regocijo. Pero Bob Cavanaugh estaba ansioso por verle. «Va viento en popa», le había dicho el joven editor. Según el crítico de Publishers Weekly, el libro era «un recorrido visionario por el cerebro humano, realizado por un sabio que escribe en la plenitud de sus facultades». Lo de «recorrido visionario» tendría una mala acogida en los círculos neurológicos, unos círculos que no habían olvidado el éxito de los libros anteriores de Weber. Y había algo en «la plenitud de sus facultades» que le deprimía. Desde aquella altura, la única dirección posible era hacia abajo.

Weber acudió a la cita en Manhattan sin demasiado entusiasmo, y entre Penn Station y Union Square caminó con brío suficiente para obtener algún beneficio aeróbico. Todas las sombras estaban mal, seguían siendo desorientadoras más de ocho meses después. Una extensión de cielo donde no debería hallarse. Weber no había estado allí desde la primavera anterior, cuando presenció el desconcertante espectáculo luminoso: dos enormes baterías de focos apuntando al aire, como una ilustración salida del capítulo de su libro sobre los miembros fantasmas. Las imágenes pasaron de nuevo por su mente, las que se habían extinguido poco a poco a lo largo de tres cuartas partes del año. Aquella única e impensable mañana era real; desde entonces todo había sido una mentira narcoléptica. Caminó hacia el sur, por las calles insoportablemente normales, pensando que podría arreglárselas muy bien sin ver jamás de nuevo aquella ciudad.

En el restaurante, Bob Cavanaugh le saludó con un abrazo de oso, que Weber soportó. Su editor procuró contener la risa.

– Te dije que no te pusieras elegante.

Weber extendió los brazos.

– Yo no llamaría a esto elegancia.

– No puedes evitarlo, ¿verdad? Deberíamos publicar un libro de regalo lleno de fotos tuyas en sepia. El peripuesto neurocientífico. El Beau Brummell de la investigación cerebral.

– No estoy tan mal. ¿Crees que lo estoy?

– Mal, no, señor. Digamos que solo deliciosamente… arcaico.

Durante la comida, Cavanaugh se mostró de lo más encantador. Habló de los últimos libros que habían tenido mayor repercusión y le contó lo bien que los agentes europeos habían acogido su Sorpresa.

– Tu obra de más éxito, Gerald. Estoy seguro de ello.

– No es necesario establecer ningún récord, Bob.

Hablaron rápidamente de más chismorreos sobre la industria y, mientras tomaban un capuchino del todo innecesario, Cavanaugh le dijo por fin:

– Bien, basta de cháchara. Veamos tu carta tapada.

Habían transcurrido treinta y tres años desde que Weber jugó la última mano de blackjack. Fue en el tercer curso universitario, en Columbus, cuando le enseñaba el juego a Sylvie. Ella quería jugar a cambio de favores sexuales. Un buen juego, sin perdedores. Pero de profundidad estratégica insuficiente para mantener su interés durante mucho tiempo.

– No tengo nada que sea demasiado sorprendente, Bob. Quiero escribir sobre la memoria.

Cavanaugh se animó.

– ¿El Alzheimer? ¿Esa clase de enfermedades? Población envejecida, capacidades en declive. Un tema de lo más actual.

– No, no se trata del olvido. Quiero escribir sobre el recuerdo.

– Interesante, fantástico de veras. Cincuenta y dos semanas para un mejor… No, espera. ¿Quién dispone de tanto tiempo? ¿Qué te parece Diez días para…?

– Una perspectiva general, al alcance de todo el mundo, de las investigaciones actuales. Lo que sucede en el hipocampo.

– ¡Ah! Comprendo. ¿Se están desvaneciendo los pequeños signos del dólar sobre mis iris?

– Eres buen perdedor, Robert.

– Soy un pésimo perdedor, pero un excelente editor. -Mientras cogía la cuenta, Cavanaugh le preguntó-: ¿Podrías incluir al menos un capítulo sobre la estimulación de la memoria por medio de fármacos?

Weber regresó a Penn Station, y estaba de pie bajo el tablero indicador de las salidas, esperando el tren de Stony Brook, cuando un hombre con un raído chaleco azul celeste y pantalones de pana manchados de grasa le saludó agitando la mano, encantado de haberle reconocido. Debía de ser una de las personas a las que había entrevistado en el pasado. Weber ya no las recordaba a todas. Lo más probable era que fuese uno de los muchos lectores que no se percataban de que las fotos publicitarias y la televisión son medios de sentido único. Veían el níveo cabello con entradas de Weber, el destello azul detrás de las gafas de montura metálica, la amplia calva, paternal y suavemente redondeada, la luenga barba gris, un cruce entre Charles Darwin y Papá Noel, y le saludaban como si fuese su inofensivo abuelo.

Aquella ruina humana se le acercó, alisándose el grasiento chaleco, oscilante y parlanchín. Sus tics faciales intrigaban demasiado a Weber para que se apartara. Sus palabras eran un torrente de murmullos.

– Hola, qué tal. Me alegro de encontrarle de nuevo. ¿Recuerda nuestra pequeña aventura en el oeste… nosotros tres? ¿Aquella expedición iluminadora? No, hoy no quiero metálico, gracias. Ando bien de dinero. Solo dígale a Angela que cuanto sucedió allí fue muy satisfactorio. No importa quién quiera ella ser, está bien. Los que son quienes quieren ser, todos están bien. Eso ya lo sabe. ¿Tengo razón? Dígame: ¿tengo razón?

– Desde luego que tiene usted razón -respondió Weber.

Alguna variedad del síndrome de Korsakoff. Confabulación: inventarse historias para rellenar las partes que faltan. Mala nutrición debida a un alcoholismo prolongado; el tejido de la realidad nuevamente entretejido a causa de una deficiencia de vitamina B. Weber se pasó las dos horas del trayecto en tren hasta Stony Brook tomando notas sobre el hecho de que probablemente los seres humanos son las únicas criaturas que pueden tener recuerdos de cosas que jamás han sucedido.

Pero ¿adónde le conducían las notas? No tenía ni idea. Algo le afectaba, tal vez la tristeza tras haber llegado a la cúspide en su profesión. Durante mucho tiempo, más de lo que él se merecía, había sabido con exactitud lo que quería escribir a continuación. Ahora, todo parecía haber sido escrito ya.

Al llegar a casa, vio que Sylvie aún no había regresado de Wayfinders. Se sentó a examinar el correo electrónico con esa mezcla de intriga y temor que uno siente al abrir la bandeja de entrada al cabo de mucho tiempo. Había sido la última persona al norte de Yucatán que se conectó a la Red, y ahora tenía la sensación de morir asfixiado bajo la comunicación instantánea. Se estremeció al ver la cantidad de mensajes, y se pasó el resto de la tarde abriéndolos. Y, sin embargo, como a un niño de diez años, aún le emocionaba meter la mano en la saca del correo, como si aún pudiera contener un premio de un concurso del que se hubiera olvidado que había participado.

Varios correos prometían redimensionar cualquier parte del cuerpo de Weber a la escala de su elección. Otros ofrecían fármacos procedentes de países extranjeros y libres de impuestos para solucionar cualquier déficit imaginable. Sustancias que cambiaban el estado de ánimo y reforzaban la confianza en uno mismo. Valium, Xanax, Zyban, Cialis. El coste más bajo en cualquier parte del mundo. Allí estaba, además, la parte que le correspondía de vastas fortunas ofrecidas por funcionarios gubernamentales de naciones turbulentas en el exilio, al parecer viejos amigos. Entre estos mensajes había dos invitaciones a conferencias y una solicitud para que aceptara una gira para leer su obra. Un corresponsal al que Weber había dejado de responder meses atrás le enviaba otra objeción al tratamiento de los sentimientos religiosos y el lóbulo temporal en Un kilo y pico de infinitud. Y, por supuesto, las habituales peticiones de ayuda, que él remitía al Centro de Ciencias de la Salud de Stony Brook.

A punto estuvo de dirigir allí la nota de Nebraska, tras haber leído la primera frase. «Querido doctor Gerald Weber: Recientemente mi hermano sufrió un horrible accidente de automóvil.» Weber ya no quería saber nada de horribles accidentes. Había explorado durante toda una vida suficientes historias truncadas. El tiempo que le quedaba deseaba dedicarlo a un relato del cerebro en su plenitud.

Pero la línea siguiente le impidió pulsar el botón de reenvío. «Desde que empezó a hablar de nuevo, mi hermano se niega a reconocerme. Sabe que tiene una hermana. Lo sabe todo de ella. Dice que somos idénticas. Pero no soy ella.»

Un síndrome de Capgras inducido por un accidente. Su rareza era increíble, y su resonancia potencial inmensa. Una especie que él no había visto jamás. Pero él ya había terminado con esa clase de etnografía.

Leyó dos veces la breve nota. La imprimió y volvió a leerla en la hoja. La dejó a un lado y se puso a trabajar en su nuevo proyecto. Como apenas avanzaba, echó un vistazo a los titulares del día. Inquieto, se levantó y fue a la cocina, donde tomó, directamente del envase de helado orgánico, varios centenares de ilícitas calorías de leche entera. Volvió a su estudio y, para matar el tiempo, se sumió en una nube de ensimismamiento hasta que Sylvie regresara a casa.

Un auténtico síndrome de Capgras debido a un traumatismo cerebral: las probabilidades de que sucediera tal cosa eran ínfimas. Un caso tan definitivo ponía en tela de juicio cualquier enfoque psicológico del síndrome y socavaba algunas premisas fundamentales sobre la cognición y el reconocimiento. Rechazar selectivamente a un familiar cercano pese a la evidencia… Releyó la carta, embargado por su antigua adicción. Otra oportunidad de observar de cerca, a través de la más peculiar lente imaginable, hasta qué punto era traicionera la lógica de la conciencia.

Sylvie volvió tarde del trabajo. Nada más entrar, exhaló un fingido suspiro de alivio que no podía disimular lo mucho que la había estimulado su larga jornada laboral.

– ¡Hola, cariño, ya estoy en casa! -canturreó desde el vestíbulo-. Nada como el hogar. ¿Por dónde anda ese marido mío?

Él estaba en la cocina, yendo de un lado a otro, la carta impresa en la mano a su espalda. Se besaron, de una manera más sutil que en la época en que jugaban al blackjack, un tercio de siglo atrás. Más histórica.

– El vínculo de la pareja -declaró Sylvie. Apoyó la cabeza en el esternón de su marido-. Dime un invento más ingenioso.

– ¿La radio despertador? -propuso Weber.

Ella le apartó de un empujón y le golpeó el pecho.

– Qué malo llegas a ser.

– ¿Qué tal va la nueva sede del club? -le preguntó él.

– Todavía es un sueño. Deberíamos haber trasladado las oficinas años atrás.

Compararon sus respectivas jornadas. Ella aún conservaba el impulso adquirido durante la suya. Wayfinders tenía éxito: encontraba soluciones para una variedad de clientes que ni siquiera Sylvie había previsto cuando inauguró el centro de referencia de servicios sociales, tres años atrás. Tras haberse pasado años dedicada a una sucesión de empleos insatisfactorios, por fin descubrió una vocación que nunca había sospechado. Con cautela, para no violar ninguna confidencia profesional, bosquejó el meollo de sus casos más interesantes mientras preparaban juntos un risotto de calabaza. Cuando se sentaron a comer, Weber no recordaba con exactitud ninguna de las anécdotas que le había contado.

Cenaron uno al lado del otro, encaramados a taburetes ante la alta encimera de la cocina, donde habían comido juntos con un placer casi invariable en los últimos diez años, desde que su única hija se marchara para estudiar en la universidad. Él le habló del almuerzo en la ciudad con Cavanaugh. Le describió al paciente de Korsakoff en Penn Station. Aguardó hasta que estaban fregando los platos para mencionar el correo electrónico. Una estupidez, bien mirado. Llevaban juntos tanto tiempo que cualquier intento de fingir un tono despreocupado solo servía para subrayar lo que decía, para resaltarlo más de lo que se había propuesto.

Ella se puso enseguida en guardia.

– Creía que ibas a abordar el libro sobre la memoria, que querías cambiar a…

Parecía consternada, o tal vez fuera él quien proyectaba su estado de ánimo.

Weber alzó la mano con el paño de secar los platos antes de que ella pudiera repetir todos sus argumentos recientes.

– Tienes razón, Syl. La verdad es que no debería pasar más tiempo…

Ella le miró con los ojos entrecerrados y trató de sonreír.

– No es eso, cariño. No se trata de que yo tenga razón.

– No, no, es cierto. Tienes toda la… quiero decir… -Ella se echó a reír y meneó la cabeza. Él se puso el paño al cuello, como un boxeador entre asaltos-. Se trata de aquello con lo que he estado debatiéndome durante varios meses, lo que debería hacer a continuación.

– Hombre, no es como si recayeras en el hábito de tomar crack o algo por el estilo. -De eso ella sabía, pues durante casi una década había trabajado en un centro de rehabilitación en Brooklyn, antes de lanzarse sin red para intentar salvarse a sí misma y fundar Wayfinders. Dirigió a su marido una mirada de escéptica confianza, y él se sintió como se había sentido a través de las distintas etapas de su relación en el transcurso de los años de vida en común: como el inmerecido beneficiario de su comprensión como asistente social-. Entonces, ¿cuál es el problema? No es que vayan a pedirte cuentas por promesas que hayas hecho en público. Si esto es algo que te interesa, ¿por qué has de sentirte culpable? -Se inclinó hacia él y le quitó un grano de risotto de la barba- Solo estamos tú y yo, cariño. -Sonrió-. ¡El público no tiene por qué saber que desconoces tus propias intenciones!

Él rezongó y se sacó del bolsillo de los pantalones que aún conservaban la raya la hoja doblada con el texto del correo electrónico. Abrió el documento culpable con las uñas de la mano derecha y se lo tendió, como si el papel le exonerase.

– Un síndrome de Capgras inducido por accidente. ¿Te imaginas?

Ella se limitó a sonreír.

– Bien, ¿cuándo lo verás? ¿Cuándo va a venir?

– Esa es la cuestión. Está un poco fastidiado. Y me temo que también mal de fondos.

– ¿Quieren que seas tú el que vaya allí? No estoy diciendo… solo me sorprende un poco.

– Bueno, tengo que gastar la asignación para viajes. Y para estudiar un caso así, verle in situ es lo mejor. Pero tal vez tengas razón.

Ella refunfuñó, exasperada.

– ¡Cariño! ¡Ya hemos hablado de esto!

– No lo sé, en serio. ¿Cruzar medio continente para una consulta voluntaria? No dispondría de laboratorio. Y viajar se ha vuelto demasiado complicado. Casi tienes que desnudarte antes de subir al avión.

– ¿Oye? ¿No se encarga de esas cosas el Director de la Gira?

Él hizo una mueca y asintió. Director de la Gira. Eso era todo lo que quedaba de la formación religiosa de ambos.

– Por supuesto. Tan solo creía que ya había acabado mi etapa de viajes de estudio. Tengo que reorganizarme, Syl. Quiero quedarme en casa y escribir un inocuo librito de periodismo científico. Mantener el laboratorio en activo, tal vez navegar un poco. Gozar a fondo de la tranquilidad doméstica.

– ¿Lo que llamas tu estrategia de retirada a los cincuenta y cinco años?

– Pasar más tiempo de calidad con mi mujer…

– Me temo que tu mujer no te ha hecho mucho caso últimamente. ¡Pues quédate ya en casa! -Le miró a los ojos con una expresión burlona-. ¡Ajá! Es lo que había imaginado.

Él sacudió la cabeza, desconcertado consigo mismo. Ella se irguió sobre las puntas de los pies y le acarició la zona calva de la cabeza, como si le sacara brillo, su antiguo rito de buena suerte.

– ¿Sabes una cosa? -le preguntó-. Creía de veras que, a estas alturas de la vida, había conseguido cierto grado de dominio sobre mí mismo.

– «Gran parte del trabajo del cerebro consiste en ocultarnos cómo trabaja»-replicó ella, citando a alguien.

– Muy bueno. Me suena. ¿De dónde procede?

– Ya lo recordarás.

– La gente… -dijo él, restregándose las sienes.

– La especie, sí -convino Sylvia-. No podemos vivir con ellos, no podemos practicarles la vivisección. Bueno, ¿qué me dices de esa gente que te ha pescado de nuevo?

Su tarea consistía en convencerle de que hiciera lo que ya había decidido hacer.

– Un hombre que reconoce a su hermana, pero no da crédito a ese reconocimiento. Por lo demás, parece en su sano juicio y no presenta trastornos cognitivos.

Ella emitió un silbido bajo, incluso tras haberse pasado toda la vida oyendo hablar de casos similares.

– Parece algo apropiado para Sigmund.

– Sé que esa es la impresión que da. Pero, al mismo tiempo, es el inequívoco resultado de una lesión. Un caso que no es ni esto ni aquello, y que podría contribuir a mediar entre dos paradigmas mentales muy diferentes.

– ¿Es algo que te gustaría ver antes de morirte?

– ¡Ah! ¿No podríamos plantearlo de una manera un poco menos trágica? La hermana del paciente conoce mi obra. No está segura de que los médicos hayan comprendido a fondo el caso.

– Pero en Nebraska tienen neurólogos, ¿no?

– Si se han encontrado con un síndrome de Capgras que no aparece en sus textos médicos, lo habrán considerado un rasgo de esquizofrenia o de Alzheimer. -Se quitó el paño del cuello y secó las dos copas de vino-. La hermana me pide ayuda. -Sylvia se lo quedó mirando: Juraste que te mantendrías al margen de las peticiones de esa gente-. En cualquier caso, los síndromes de identificación errónea pueden revelar mucho sobre la memoria.

– ¿Qué quieres decir?

A él siempre le había encantado esa frase de su mujer.

– La persona que sufre el síndrome de Capgras cree que han cambiado a sus seres queridos por robots de aspecto humano, dobles o extraterrestres. Identifican bien a todos los demás. El rostro del ser querido les provoca recuerdos, pero no sentimientos. La falta de ratificación sentimental invalida el ensamblaje racional de la memoria. También puedes considerarlo de este modo: la razón inventa unas explicaciones complicadamente irracionales para explicar un déficit de emoción. La lógica depende del sentimiento.

Ella se rió entre dientes.

– Solo te diré una cosa: los científicos masculinos confirman lo que es evidente y no tiene vuelta de hoja. Bueno, querido. Vete de viaje, a ver mundo. Nada te lo impide.

– ¿No te importaría que fuese? Solo un par de días.

– Ya sabes lo desbordada que estoy ahora. Tu ausencia me permitiría poner al día el trabajo atrasado. De hecho, creo que será mejor dejar el vídeo de esta noche para otra ocasión. He de ocuparme de la evaluación de un niño con sida que ha de estar lista para mañana.

– ¿No te defraudaré si… si recaigo?

Ella levantó la mirada del fregadero vacío, con una expresión de sorpresa.

– Oh, pobrecito mío… ¿Recaer? Esta es tu vocación. Es a lo que te dedicas.

Se besaron de nuevo. Era asombroso que ese gesto aún comunicara tanto, después de tres décadas. Él levantó un mechón de su cabello de color moca y le rozó la frente. Su cabello era ahora más fino que en la época de la universidad, cuando se conocieron. Había sido deslumbrantemente hermosa… pero ahora a él le parecía más encantadora, por fin en paz consigo misma. Más encantadora porque encanecía.

Ella alzó los ojos y le miró con curiosidad. Dispuesta.

– Gracias -replicó él-. Bueno, si puedo sobrevivir a la puñetera seguridad aérea…

– Deja eso en manos del Director de la Gira. Es lo que Él hace mejor.

* * *

Weber ponía nombres inventados a todos sus pacientes. Cuando los detalles de la vida amenazaban la intimidad de alguien, los cambiaba por otros. A veces creaba un solo caso mediante una combinación de varias personas a las que había estudiado. Esta era una práctica profesional habitual, para proteger a los pacientes.

Cierta vez relató el caso de una mujer, bien conocido en la literatura especializada. En Un kilo y pico de infinitud la llamaba «Sarah M.». Una lesión bilateral extraestriada en el área temporal media le había causado acinetopsia, una rara y casi completa ceguera al movimiento. El mundo de Sarah había quedado sumido en una perpetua luz estroboscópica. No podía ver las cosas en movimiento. La vida se le aparecía como una serie de instantáneas, conectadas tan solo por unos espectrales trazos motrices.

Se lavaba, vestía y comía como en una serie de fotografías tomadas a intervalos prefijados. Un giro de la cabeza desencadenaba una serie de imágenes, como esas diapositivas de carrusel que van pasando con un chasquido. No podía verter café, pues el líquido colgaba del pitorro de la cafetera como carámbanos, y de un momento en suspenso al siguiente la mesa se llenaba de charcos de café helado. Su gato la aterraba, porque desaparecía en un abrir y cerrar de ojos y aparecía en otro lugar. La televisión le hería los ojos. El vuelo de un pájaro era como orificios de bala en el cielo enmarcado por la ventana.

Por supuesto, Sarah M. no podía conducir, no podía caminar entre la multitud, ni siquiera podía cruzar las calles de su tranquilo pueblo. Permanecía en el bordillo, paralizada, la película atascada. Un camión a considerable distancia podría atropellarla en el instante en que pusiera el pie en la calzada. Las imágenes inmóviles se amontonaban una tras otra, balas trazadoras cubistas, incoherentes, bisecantes. Los vehículos, la gente y los objetos reaparecían al azar.

Incluso su propio cuerpo en movimiento no era más que una serie de rígidas posturas secuenciales, como las estatuas del juego infantil de pica pared. Y lo más extraño de todo: Sarah M. era tal vez la única persona del mundo que percibía una especie de verdad acerca de la visión, oculta a los ojos normales. Si la visión se basa en el destello independiente de las neuronas, entonces no existe el movimiento continuo, por muy rápidos que sean los cambios, salvo por algún truco de conexión mental.

Su cerebro era como el de todo el mundo, salvo que había perdido ese último truco. No se llamaba Sarah. Podría haber sido cualquiera. Ella estaba allí, en la mente estroboscópica de Weber, cuando avanzaba por la pasarela de acceso al avión en el aeropuerto de La Guardia, y ya había desaparecido cuando se encontró, esa misma tarde, en el mismo centro de la desolada pradera, sin más transición que un corte elíptico en el montaje.

* * *

Se alojó en un motel junto a la autopista interestatal. Eligió el MotoRest por su letrero: «BIENVENIDOS, OBSERVADORES DE GRULLAS». Por la absoluta extrañeza que le produjo aquello: Tengo la sensación de que ya no estamos en Nueva York. Sylvie y él habían abandonado el Medio Oeste en 1970 y nunca habían mirado atrás. Ahora, el vasto y ondulante espacio de su tierra natal le resultaba tan ajeno como las fotos del Sojourner enviadas desde Marte. A las puertas de la agencia de alquiler de automóviles del aeropuerto de Lincoln, sufrió un instante de pánico al embargarle la sensación de que ni tenía pasaporte ni moneda local.

Una vez en el vestíbulo del MotoRest, podría haberse encontrado en cualquier parte. Pittsburgh, Santa Fe, Addis Abeba: los reconfortantes y consoladores colores pastel de los alojamientos para viajeros en todo el mundo. En innumerables ocasiones anteriores había aguardado sobre la misma alfombra leonada ante el mismo mostrador de recepción de color verde azulado. Sobre este había un cesto con una docena de relucientes manzanas, todas de forma y tamaño idénticos. No pudo saber si eran reales o decorativas hasta que clavó una uña en una de ellas.

Mientras la recepcionista tramitaba su tarjeta de crédito, Weber echó un vistazo a los rimeros de folletos turísticos. Todos presentaban una gran abundancia de aves con cresta roja. Enormes cantidades de aves, como él no había visto jamás.

– ¿Adónde puedo ir para verlas? -le preguntó a la recepcionista.

La muchacha pareció azorada, como si la tarjeta de crédito hubiera sido rechazada.

– Se marcharon hace dos meses, señor. Ahora todas están en el norte. Pero si quiere verlas, solo tiene que esperar a que vuelvan.

Le tendió la Visa, junto con la llave en forma de tarjeta. Weber entró en una habitación que simulaba no haber sido habitada nunca por nadie, que prometía desaparecer sin dejar rastro en el instante en que él se marchara.

En todas las superficies de la habitación había tarjetitas con mensajes. El personal le daba la bienvenida. Le ofrecían toda una gama de productos y servicios. Un aviso en el baño le decía que, si quería salvar la tierra, debía dejar la toalla en la barra de la ducha, y, si no, podía tirarla al suelo. Habían colocado los mensajes nuevos aquella mañana, y los sustituirían cuando se marchara. Millares idénticos, desde Seattle a Saint Petersburg. Podría hallarse en cualquier habitación de cualquier hotel en cualquier parte, salvo por las imágenes enmarcadas de grullas encima de la cama.

Había hablado con Karin Schluter antes de partir de Nueva York, y la mujer se había mostrado notablemente serena e informada. Pero cuando ella le telefoneó desde el vestíbulo, media hora después de que él hubiera llegado al hotel, era una persona diferente. Parecía tímida, nerviosa ante la perspectiva de subir a la habitación. Estaba claro que era hora de que actualizara su foto publicitaria. Una anécdota perfecta para bromear con Sylvie cuando la llamara aquella noche.

Weber bajó al vestíbulo y se reunió con el único familiar de la víctima. La mujer tendría poco más de treinta años, y vestía unos pantalones de algodón marrones y una blusa de algodón rosa, lo que Sylvie llamaba ropa de presentación universal. El traje oscuro de Weber, su indumentaria habitual de viaje, sorprendió a la joven, cuyos ojos le pidieron disculpas antes incluso de poder saludarle. El cabello completamente liso y cobrizo, su único rasgo destacado, le llegaba por debajo de los omóplatos. La espectacular cascada eclipsaba las facciones de un rostro que, con cierta generosidad, podría considerarse lozano. Su cuerpo, alimentado sobre todo a base de cereales, se encaminaba prematuramente hacia la rotundez. Una saludable mujer del Medio Oeste que podría haber saltado vallas en la universidad. Pero cuando se puso en pie y avanzó hacia él, con la mano tendida, le obsequió con una sonrisa valiente, aunque sesgada, que valía la pena alentar.

Se estrecharon la mano, y Karin Schluter le mostró efusivamente su agradecimiento, como si él ya hubiese curado a su hermano. La mera presencia del investigador parecía levantarle el ánimo. Cuando él insistió en que no era necesario que le diera las gracias, ella le dijo:

– He traído unos documentos.

Se sentó en un sofá ante la chimenea falsa del vestíbulo y abrió una carpeta sobre la mesita baja: tres meses de notas manuscritas combinadas con todo lo que le habían dado en el hospital y en el centro de rehabilitación. Gesticulando con las manos, se embarcó en la explicación de lo que le había sucedido a su hermano.

Weber se había sentado junto a ella. Al cabo de un rato le tocó la muñeca.

– Probablemente lo primero que deberíamos hacer es hablar con el doctor Hayes. ¿Recibió este mi carta?

– He hablado con él esta mañana. Sabe que está usted aquí. Dice que, si le parece, esta tarde puede ver a Mark. Tengo sus notas en alguna parte.

El papeleo se extendía delante de Weber, una guía hacia un nuevo planeta. Se obligó a hacer caso omiso de los informes y escuchar la versión de Karin Schluter. En tres libros sucesivos, se había mostrado partidario de esta idea: los datos solo son una pequeña parte de cualquier caso clínico. Lo que cuenta es el relato.

– Mark acepta que fue un accidente -dijo Karin-. Pero no recuerda nada de él. Tiene una laguna mental. Nada durante horas antes de que su camioneta volcara.

Weber se rastrilló con los dedos la barba entrecana.

– Sí, eso puede ocurrir. -En veinte años, casi lo había dominado: cómo decirle a la gente que otros habían sufrido el mismo trance antes que ellos, sin negar por eso su desastre particular-. Parece ser lo que se llama amnesia retrógrada. La ley de Ribot: los recuerdos más antiguos son más persistentes que los más nuevos. Lo nuevo perece ante lo viejo.

Los labios de Karin se movían al compás de los suyos mientras él hablaba, esforzándose por entender lo que le decía. Extendió una palma sobre el montón de informes.

– ¿Amnesia? Pero su memoria está bien. Sabe quién es todo el mundo. Lo recuerda todo acerca de… su hermana.

Se mordió los labios e inclinó la cabeza. La cascada pelirroja cayó sobre los papeles. Él no podía ni imaginar en qué situación la dejaba semejante rechazo.

– Dice usted que él está hablando de nuevo sin problemas. ¿Le parece que ha cambiado en algo?

La mirada de la mujer se perdió en el vacío.

– Ahora habla más lento. Mark siempre hablaba más deprisa.

– ¿Busca algunas palabras? ¿Ha observado alguna diferencia en su vocabulario?

En los labios de Karin apareció de nuevo la sonrisa sesgada.

– ¿Se refiere a afasia?

Su pronunciación de la palabra fue incorrecta, pero Weber asintió.

– Nunca se ha distinguido por tener un gran vocabulario.

Él intentó profundizar.

– ¿Estaba muy unida a su hermano? -Un requisito previo del síndrome de Capgras-. ¿Siempre lo ha estado?

Ella echó bruscamente la cabeza atrás, poniéndose a la defensiva.

– Los dos somos toda la familia que le queda al otro. Durante años he intentado cuidar de él. Soy un poco mayor que mi hermano, pero… siempre he procurado estar con él, a menos que tuviera absoluta necesidad de marcharme, por mi propia cordura. Mark no está hecho para vivir solo. Siempre ha dependido un poco de mí. Los dos hemos vivido juntos una época familiar bastante extraña. -Nerviosa, volvió a ocuparse de los papeles. Separó dos hojas. Volvió la cabeza y leyó las líneas, moviendo los labios de nuevo-. Mire. Esto es lo que no deja de inquietarme. Cuando lo llevaron a urgencias después del accidente, estaba consciente. Ni siquiera estaba… Aquí lo tiene: escala de coma Glasgow. Ni siquiera estaba en la zona de peligro. Esa noche me dejaron verle, solo durante un minuto, y entonces me reconoció. Trataba de hablarme, lo sé. Pero, mire, por la mañana se produce este pico. La presión intracraneal sube mucho.

Era como si hubiera estudiado para ser enfermera de quirófano. Él se tocaba la parte inferior de la barba. En el transcurso de los años, aquel gesto había conseguido calmar casi a cualquiera.

– Sí, eso puede suceder. El cráneo tiene un volumen fijo. Si una hinchazón posterior hace que el cerebro se expanda, puede resultar peor que el impacto original.

– Claro, me he informado de ello. Pero ¿no deberían haberlo controlado los médicos? Si no lo he entendido mal, en las primeras horas deberían…

Weber abarcó con la mirada el vestíbulo del MotoRest. Era absurdo que estuvieran hablando allí. Ella se había mostrado tan comedida por teléfono… En persona, presentaba todas las complicaciones de quien necesita ayuda, algo que Weber tenía intención de dejar. Pero un auténtico Capgras inducido por un accidente… un fenómeno que podría coronar o echar por tierra cualquier teoría de la conciencia. Algo digno de verse.

– Mire, Karin, ya hemos hablado de esto. Le dije que no soy abogado, sino científico. Aprecio la invitación que me ha hecho de venir y hablar con su hermano, pero no estoy aquí para cuestionar a posteriori las decisiones de otros.

Ella contuvo el aliento. Le ardían las mejillas. Se tiró del cuello de la camisa. Cogió un mechón de cabello y lo entrelazó como si fuese una cuerda.

– Sí, claro. Lo siento. Creía que usted… Probablemente será mejor que le lleve a ver a Mark.

El Centro de Atención y Rehabilitación de Dedham Glen le pareció a Weber un instituto de élite en un barrio residencial. Modular, de una sola planta, las paredes de color melocotón… algo en lo que nunca te fijarías, a menos que un ser querido estuviera encerrado en su interior.

– No van a tenerlo aquí mucho más tiempo -dijo Karin-. La terapia ha ido muy bien, pero la cobertura del seguro está tocando techo y él está deseando volver a casa. Ha recuperado casi del todo la fuerza muscular. Se viste y se baña él mismo, se relaciona bien con la gente, y casi todo lo que dice tiene sentido. En comparación con cómo estaba hace unas pocas semanas, su estado de ánimo es prácticamente normal. Salvo por sus ideas sobre mí.

Dirigió el coche al aparcamiento para visitantes cerca del paseo delantero.

– Aquí estuvo ingresada nuestra madre cuando enfermó. Falleció al cabo de casi un mes y medio. Pensaba que preferiría morirme antes que traer a Mark aquí, pero era la única alternativa.

– ¿Cree usted que él se lo recrimina?

Un viejo hábito: sondear en busca del mecanismo psicológico.

Ella enrojeció de nuevo. Su piel era como una prueba de tornasol instantánea. Señaló un ventanal en un ángulo del edificio. Un hombre de veintisiete años, delgado, de estatura mediana, con una sudadera negra y un gorro de lana azul celeste, estaba allí de pie, la mano con la que había empezado a saludar posada sobre el vidrio.

– Usted mismo podrá preguntárselo enseguida.

Mark Schluter recibió a su visitante en el centro del pasillo de la planta. Caminaba como si usara muletas, apretándose con una mano el muslo derecho. Aún tenía la cara cubierta de heridas medio curadas. Llevaba al cuello el revelador pañuelo que disimulaba una traqueotomía. Los tejanos negros se le bajaban y las largas mangas de la sudadera, demasiado gruesa para el mes de junio, le llegaban hasta los dedos. La prenda llevaba un dibujo de un perro que jugaba a las cartas, tomaba cerveza y decía: «¿Qué diablos sé yo?». Mechones de cabello nuevo le sobresalían bajo el borde del gorro. Avanzó oscilando por el pasillo, como si jugase a que era un péndulo, y se detuvo ante Karin.

– ¿Es este el señor que va a sacarme de este horrible antro?

La mujer alzó los brazos. El cabello que se había estado enredando le cayó, suelto.

– Te dije que hoy vendría el doctor Weber, Mark. ¿No podías haberte puesto una camisa como es debido?

– Esta es mi favorita.

– No es apropiada para hablar con un médico.

Él alzó un rígido brazo y la señaló.

– No eres mi jefa. Ni siquiera sé de dónde vienes. Que yo sepa, los malditos terroristas árabes podrían haberte lanzado aquí en paracaídas, fuerzas especiales. -La tormenta cesó con tanta rapidez como se había desencadenado. La firme indignación se deshizo en suspiros. Extendió las palmas, sonriendo a Weber-. ¿Es del FBI o algo así? -Tendió un dedo y dio un capirotazo a la corbata granate-. Ya he hablado con ustedes.

Karin se sentía avergonzada.

– No es más que un traje, Mark. Actúas como si no hubieras visto nunca un traje.

– Lo siento. Parece de la «bofia». -Sus dedos trazaron comillas en el aire.

– Es neurocirujano. Y un famoso escritor.

– Neurólogo cognitivo -la corrigió Weber.

Mark Schluter osciló sobre sus talones. Soltó una risa pastosa.

– ¿Qué es eso? ¿Una especie de psiquiatra? -Weber sacudió la cabeza-. ¡Un psiquiatra! Bueno, dígame, ¿quién es usted?

Weber ladeó la cabeza.

– Dime a qué te refieres.

– Quiero decir que ya sé quién cree ser esta señora. Ahora dígame quién es usted.

Karin exhaló.

– Ya hablamos ayer de esto, Mark. Solo quiere hablar contigo. Sentémonos en tu habitación.

Mark se encaró con ella.

– Te lo advertí una vez. Tampoco eres mi puñetera madre. -Se volvió hacia Weber-. Lo siento. Es doloroso para mí. Ella tiene esas ideas. Es difícil de explicar.

Pero cuando Karin avanzó por el pasillo, él renqueó a su lado, como un cachorro sujeto de una traílla.

La habitación era una versión modesta de la que tenía Weber en el MotoRest, aunque muchísimo más cara. Cama, cómoda, televisor, mesita baja, dos butacas. Sobre la cómoda, erguidas, había un par de postales de vivos colores que deseaban al paciente un pronto restablecimiento. A su lado había un viejo mono de peluche George Curioso, al que le faltaba un ojo. Una minicadena musical ocupaba parte del escritorio, rodeada por rimeros de cajas de discos compactos. Una revista de camiones, que lucía demasiado cromo en la cubierta, yacía a su lado, todavía envuelta en papel de celofán. Weber encendió discretamente su grabadora digital de bolsillo. Luego podría pedir permiso.

– Bonita habitación -comentó.

Mark frunció el ceño y miró a su alrededor.

– Bueno, no he hecho muchos arreglos. Pero no estaré mucho tiempo aquí. Preferiría prender fuego a este sitio antes que vivir en él.

– ¿Qué clase de lugar es este? -le preguntó Weber.

Mark le miró por el rabillo del ojo.

– ¿No es evidente? -Karin se sentó al pie de la cama, su cabellera como una capa alrededor de los hombros. Su hermano se acomodó en una butaca y se puso a tamborilear con las zapatillas de tenis en el suelo, gozando del martilleo. Hizo una seña a Weber para que se sentara en la otra butaca, frente a él. Weber se sentó con dificultades entre los cojines. Mark se rió entre dientes-. ¿Es usted mayor o qué?

– Uf. Ese no es mi tema preferido. ¿Y cómo se llama exactamente este lugar?

– Bueno, doctor. -Mark inclinó la cabeza. Miró por debajo de las cejas contraídas y musitó-: Por aquí hay quien lo llama las Glándulas del Muerto. *

Weber parpadeó, y Mark soltó una risotada de regocijo. Karin se desesperaba en la cama, y se tiraba de los pantalones.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Mark dirigió una mirada inquieta a la cama. Karin desvió los ojos y miró a Weber. Él joven se aclaró la garganta.

– Bueno, se lo diré. Estoy aquí prácticamente desde siempre.

– ¿Sabes por qué estás aquí?

– ¿Se refiere a por qué estoy aquí y no en casa? ¿O por qué estoy aquí y no muerto? En ambos casos la respuesta es la misma. -Se tensó la sudadera al tiempo que se inclinaba hacia delante-. Lea lo que dice aquí, señor.

El perro que jugaba a las cartas y tomaba cerveza, preguntando «¿Qué diablos sé yo?».

– No es necesario que actúes para él, Mark.

– ¡Eh! ¿A ti qué te importa? Eres tú quien quiere que esté aquí.

– Bien -dijo Weber-. ¿Qué hacen aquí por ti?

El hombre de actitud demasiado infantil para su edad se volvió contemplativo. Se acarició la lampiña barbilla. Podrían haber estado hablando de política o religión.

– Bueno, ya sabe usted cómo es esto. Es… en fin, un asilo. Uno de esos sitios a los que te llevan cuando estás hecho polvo y no sirves para nada.

– ¿Estás hecho polvo?

El joven echó la cabeza atrás y soltó un bufido.

– Digamos que, según los médicos, no soy exactamente el que era antes.

– ¿Crees que tienen razón?

Mark se encogió de hombros. Un espasmo le recorrió el rostro. Se caló el gorro azul celeste sobre las cejas y extendió la otra mano.

– Pregúnteselo a ella. Les dice una y otra vez cómo era yo antes.

Karin se apretó la sien con la muñeca y se puso en pie.

– Disculpe -dijo, y salió de la habitación.

Weber insistió.

– ¿Tuviste un accidente?

Mark reflexionó sobre ello: era una de muchas posibilidades. Se arrellanó en la silla y golpeó el suelo con las punteras de las zapatillas.

– Bueno, volqué con la camioneta, ¿sabe? Quedó destrozada. Por lo menos eso es lo que me dicen. En realidad, no me han presentado pruebas ni nada. Aquí no se distinguen precisamente por tener muchas pruebas.

– Vaya, pues lo siento.

– ¿De veras? -Mark se irguió en su asiento y volvió a inclinarse hacia delante-. Un fantástico Dodge Ram rojo cereza del 84. Bloque del motor reformado, eje de transmisión modificado. De lo más molón. Le encantaría.

Sonaba como un típico norteamericano veinteañero, de cualquiera de los grandes estados poco poblados. Weber señaló con el pulgar el pasillo vacío.

– Háblame de ella.

Mark se tiró del gorro de lana.

– Verá, doctor. ¿Sabe? Eso ya es más complicado, mucho más complicado.

– Ya me doy cuenta.

– Ella cree que, si hace una imitación perfecta, la tomaré por mi hermana.

– ¿No lo es?

Mark chascó la lengua y agitó el dedo índice en el aire, un limpiaparabrisas rosado y rechoncho.

– ¡Qué va a serlo! Es cierto que se parece mucho a Karin, pero hay unas diferencias evidentes. Mi hermana es como… una excursión el Día del Trabajo. Esta es como una comida de negocios. Ya sabe, un ojo en el reloj. Mi hermana hace que te sientas seguro. Es indulgente. Esta es muy exigente y maniática. Además, Karin es más robusta. A decir verdad, es un poco fondona. Esta mujer es casi sexy.

– ¿No se parece en nada a…?

– Y le han cambiado un poco la cara. ¿Comprende lo que quiero decir? Sus expresiones o algo así. Mi hermana se ríe de mis bromas. Esta nunca deja de estar asustada. Llorosa. Tiene la lágrima fácil. Todo la espanta. -Meneó la cabeza. Algún pensamiento profundo y silencioso cruzó por su mente-. Similar. Muy similar. Pero hay un mundo de diferencia entre ambas.

Weber jugueteaba con la vieja montura metálica de sus gafas. Se acarició la coronilla de la rala cabeza, y Mark, inconscientemente, se tocó el gorro.

– ¿Es ella la única? -preguntó Weber. Mark le miró con fijeza-. Quiero decir si hay alguien más que no es quien parece ser.

– Cielos, usted es el médico, ¿no? Debería saber que nadie «es quien parece ser». -Se encorvó, al tiempo que formaba con los dedos, junto a sus orejas, las irónicas comillas-. Pero sé a lo que se refiere. Tengo un amigo, Rupp. Ese cabrón y yo lo hacemos todo juntos. Bueno, pues también a él le ha pasado algo raro. La falsa Karin le ha lavado el cerebro o algo por el estilo. Y me han cambiado a la puñetera perra. ¿No es increíble? Una hermosa collie de la frontera, negra y blanca, con un poco de pelaje dorado en el cuarto delantero. ¿Qué clase de enfermo querría…? -Dejó de jugar a hockey con las punteras de las zapatillas, puso las manos en el regazo y se inclinó hacia delante-: A veces es como una película de terror, no puedo imaginar lo que pasa.

En sus ojos había una alarma animal, y reflejaban que estaba dispuesto a pedir ayuda incluso a aquel desconocido.

– Esa mujer… ¿sabe cosas que solo tu hermana debería saber?

– Bueno, ya sabe. Podría haberse enterado de esa mierda en cualquier parte. -Mark se contorsionó entre los almohadones, los puños cerca de la cara, como un feto que se protegiera contra los primeros golpes del mundo-. Precisamente cuando más necesidad tengo de mi verdadera hermana he de aceptar esta imitación.

– ¿Por qué crees que ocurre esto?

Mark se enderezó y miró a Weber.

– Buena pregunta, sí, señor, la mejor que me han hecho en un montón de tiempo. -Su mirada se perdió a una media distancia-. Debe de tener algo que ver con… con eso de lo que usted estaba hablando. El vuelco de la camioneta. -Se quedó un momento abstraído, debatiéndose con algo demasiado grande para él. Entonces volvió en sí-. Le diré lo que estoy pensando. Algo me ocurrió, después… de lo que pasara. -Tendió la palma, sin mirar siquiera a Weber-. Mi hermana, mi auténtica hermana, y tal vez Rupp se llevaron la camioneta a alguna parte donde no pudiera verla, donde no me afectara. Entonces contactaron con esa otra mujer que se parece a Karin, para que no me diera cuenta de que ella se había ido.

Miró a Weber, esperanzado.

Weber ladeó un hombro.

– ¿Y cuánto tiempo lleva fuera?

Mark alzó ambas manos por encima de la cabeza y luego las bajó ante el pecho.

– Tanto tiempo como lleva esta otra aquí. -Una expresión de dolor le nubló la cara-. No está en su casa. La he llamado por teléfono. Y parece ser que su empresa la ha despedido.

– ¿Qué crees que podría estar haciendo tu hermana?

– Pues no sé. ¿Arreglando la camioneta, como he dicho? Puede que no se quiera poner en contacto conmigo hasta que esté lista, para darme una sorpresa.

– ¿Durante meses?

En los labios de Mark apareció un rictus sarcàstico.

– ¿Ha reparado alguna vez una camioneta? Requiere su tiempo, ¿sabe? Para que quede como nueva.

– ¿Tu hermana entiende de camionetas?

Mark soltó un bufido.

– ¿Se caga el Papa en los católicos? Si mi hermana quisiera, podría desmontar su cutre coche japonés de cuatro cilindros hasta las arandelas y volver a montarlo de modo que corriera y todo.

– ¿Qué clase de coche conduce la otra mujer?

– ¡Ah! -Mark miró de soslayo a Weber, negándose a rendirse-. Se ha dado cuenta. Sí, la verdad es que le ha copiado hasta el último detalle. Eso es lo que da tanto miedo.

– ¿Recuerdas algo del accidente?

Acorralado, Mark trazó un semicírculo con la cabeza.

– A ver, loquero, vamos a relajarnos y recuperar fuerzas durante un momento, ¿de acuerdo?

– Claro. Estoy de tu lado.

Weber se recostó en su asiento y entrelazó las manos detrás de la cabeza.

Mark le miró, boquiabierto. Poco a poco, la expresión de desconcierto se convirtió en una risita entre dientes.

– ¿En serio? ¿Lo dice de veras? -Su risa, una serie de sonidos metálicos sordos, era la de alguien estancado en la pubertad. Estiró las piernas y también se puso las manos detrás de la cabeza, como un niño pequeño que imitara a su padre-. ¡Así es mucho mejor! La buena vida. -Sonrió y le hizo a Weber una señal con el pulgar hacia arriba-. ¿Ha oído decir que la Antártida se está fracturando?

– Algo he oído -respondió Weber-. ¿Lo has leído en el periódico?

– No, lo han dicho por la tele. Estos días los periódicos están llenos de teorías de la conspiración. -Al cabo de un momento volvió a parecer preocupado-. Escuche. Usted es un loquero. Déjeme que le pregunte algo. ¿Hasta qué punto le sería fácil a una actriz buena de veras…?

En aquel momento regresó Karin, y se inquietó al verlos a los dos repantigados como si estuvieran en un crucero de vacaciones. Mark se enderezó bruscamente.

– Hablando del rey de Roma. Nos estaba escuchando a escondidas. Debería haberlo sabido. -Miró a Weber-. ¿Quiere tomar algo? ¿Una cerveza fría?

– ¿Os dejan tomar cerveza aquí?

– ¡Ja! ¡Pillado! Bueno, de todos modos, ahí fuera hay una máquina de Coca-Cola.

– ¿No te gustaría que resolviéramos primero unos rompecabezas?

– Es mejor que jugar a la gallina ciega al borde de un precipicio.

Mark parecía deseoso de jugar. Los rompecabezas estaban cronometrados. Weber pidió a Mark que tachara unas líneas diseminadas en una hoja de papel. Le mostró un dibujo y le dijo que rodeara con un círculo todos los objetos cuyos nombres empezaran por la letra O que pudiera encontrar. «¿Puedo rodearlo todo con un círculo y llamarlo "odioso"?» Weber le pidió que trazara rutas en un plano de calles, siguiendo direcciones sencillas. Le pidió que nombrara todos los animales bípedos que se le ocurrieran. Mark se restregó la cabeza, enojado. «Es usted muy tramposo. Cuando lo plantea así, me obliga a pensar solo en cuadrúpedos.»

Weber y Mark tacharon todos los numerales en una hoja de papel llena de letras. Cuando Weber le dijo que había pasado el tiempo, Mark, enfadado, arrojó el lápiz al otro lado de la habitación, y por poco no alcanzó a Karin, que tuvo que agacharse, apoyada contra la pared.

– ¿Llama juegos a esto? Son más enredados que las cosas que los terapeutas me piden que haga.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Weber.

– ¿Qué quiero decir? Esta sí que es buena. ¿Quién diablos pregunta «qué quieres decir»? Tenga. Mire esto. ¿Ve cómo lo ha hecho todo tan pequeño adrede? Trata de confundirme a propósito. Y mire este «tres». Parece exactamente una B mayúscula. Una B de «borrego». Y luego trata de distraerme, diciéndome que solo quedan dos minutos.

Torció el labio y cerró los ojos, que se le empezaban a humedecer.

Weber le tocó el hombro.

– ¿Quieres probar con otro? Aquí hay uno con formas…

– Hágalos usted, loquero. Es un hombre instruido. Estoy seguro de que puede resolverlos por sí solo.

Volvió la cabeza, abrió la boca y soltó un gruñido.

Atraída por el ruido, una mujer apareció en el umbral. Llevaba una falda plisada de color rojizo y una blusa de seda de tonalidad cremosa. Weber tuvo la sensación de que la había conocido en otro lugar, dedicada a una actividad diferente: en el aeropuerto, el alquiler de automóviles, la recepción del hotel. Era una cuarentona de aspecto juvenil, ni gruesa ni delgada, metro setenta y cinco de estatura, pómulos redondeados, ojos cautos e inquisitivos y cabellera de un negro azulado parecida a una capucha que le llegaba hasta los hombros: la clase de rostro que imitaba a una celebridad de segunda fila. Por un breve momento la mujer también pareció reconocer a Weber. No sería nada insólito, pues su cara había aparecido en los medios. A gente que no sabía nada de investigación cerebral a veces le sonaba de haberlo visto en programas televisivos o revistas. Pero con la misma rapidez con que reparó en él, desvió los ojos. Miró a Karin enarcando una ceja. La joven sonrió.

– ¡Oh, Barbara! Llegas a tiempo, como siempre.

– ¿Tenemos alguna dificultad? -En aquel tono irónico, se burlaba un poco de sí misma. Las dificultades somos nosotros. Al oír la voz de su asistente, el enojo de Mark desapareció. Se irguió, sonriente, y la asistente le devolvió la sonrisa-. ¿Algún problema, amigo?

– ¡No tengo ningún problema! Ese es el caballero que los tiene.

La mujer se volvió hacia Weber. Se lo quedó mirando, su rostro una máscara de enfermera, con una leve curvatura hacia arriba en las comisuras de los labios.

– ¿Un nuevo interno?

– ¡Este hombre no es más que un montón de problemas! -gritó Mark-. Echa un vistazo a sus llamados rompecabezas, si quieres volverte loca.

La mujer avanzó hacia él y le tendió la mano. Weber cometió el estúpido gesto de ofrecerle su batería de test, como si ella fuese la presidenta de una junta de revisión de asuntos humanos. Ella examinó los documentos. Pasó las páginas y entonces le miró a los ojos.

– ¿Qué validez tienen las respuestas para usted?

Miró a Mark, su público, que ahora estaba jubiloso. Weber se sintió agradecido hacia ella por haber tranquilizado al muchacho. Karin hizo las presentaciones. Barbara Gillespie devolvió los test a Weber, un tanto avergonzada.

– Pregúntele cualquier cosa, doctor. Es la única persona digna de confianza que hay aquí. La mejor persona que ahora está de mi lado.

Barbara dirigió una mirada reprobadora a Mark, soltando una risita que era una objeción al cumplido. Weber observó el vínculo de la airosa mujer con el paciente a su cargo. Aquella pareja le recordaba algo, unos chimpancés espulgándose mutuamente, parloteando con natural e instintiva confianza. Sintió una punzada de envidia. La relación de la mujer era natural, no estudiada, más natural de lo que Weber había llegado a tener con cualquiera de sus pacientes en mucho tiempo, si es que la había tenido alguna vez. Encarnaba la franca camaradería que él predicaba en sus libros.

Intercambiaron susurros, él inquieto y ella consoladora.

– ¿Crees que puedo preguntarle? -inquirió Mark.

Barbara dio unas palmaditas en el expediente de Mark, adoptando de improviso una actitud totalmente profesional.

– Desde luego. Es un hombre reputado. Si puedes hablar con alguien, es con él. Volveré más tarde, para tus ejercicios.

– ¿Podrías confirmarlo por escrito? -le preguntó Mark cuando ella ya salía.

La señora Gillespie se despidió de Karin agitando la mano. Karin tocó el antebrazo de la asistente. Antes de salir, esta saludó a Weber moviendo los dedos. Reputado. De modo que le había reconocido. Se volvió hacia Karin, que sacudía la cabeza, llena de admiración.

– La cuidadora de mi hermano.

– Ojalá me cuidara librándome de ti -le espetó Mark-. ¿Te importaría que hablara un momento con el doctor en privado, por favor? ¿Los dos solos?

Karin unió las manos ante su cara y abandonó de nuevo la habitación. Weber se puso en pie, sujetando con una mano la cartera mientras con la otra se acariciaba la entrecana barba. Había llegado el momento del interrogatorio. Mark se volvió hacia él.

– Dígame. ¿No estará trabajando para esa mujer? ¿Tiene alguna clase de relación con ella? Quiero decir, físicamente. Entonces, ¿no le importaría ponerse en contacto con mi verdadera hermana? Puedo darle toda la información que tengo para ella. Empiezo a estar preocupado de veras. Es posible que no tenga idea de lo que me está ocurriendo. Tal vez le hayan contado un montón de mentiras. Si pudiera ponerse en contacto con ella, sería de gran ayuda.

– Háblame un poco más de tu hermana, de su carácter.

¿Cómo veía el carácter un paciente de Capgras? ¿Era posible que la lógica, privada de sentimiento, viese algo más que la actuación de la personalidad? ¿Estaba esa posibilidad al alcance de cualquiera?

Mark le despidió, apretándose la cabeza.

– ¿Qué le parece mañana? El cerebro me va a estallar. Vuelva mañana, si le apetece. Pero olvídese del traje y de la cartera, ¿de acuerdo? Aquí todos somos buena gente.

– Así lo haré -respondió Weber.

– Es usted mi tipo de loquero.

Mark le tendió la mano, y Weber se la estrechó.

Weber encontró a Karin en la recepción, sentada en un duro sofá de vinilo verde, de esos que pueden limpiarse rápidamente en una emergencia. Los ojos de la joven parecían alérgicos al aire. Dos mujeres de piel apergaminada pasaron ante ella empujando andadores, una carrera en animación suspendida. Una de ellas saludó a Weber como si fuese su hijo. Karin le dio explicaciones antes de que él pudiera sentarse.

– Lo siento. Me mata verle en ese estado. Cuanto más dice que no me conoce, menos sé de qué manera comportarme con él.

– ¿Qué diferencias ve en usted?

Ella se serenó.

– Es extraño. Ahora me alaba. Es decir, la alaba a ella. De hecho, él y yo, quiero decir mi yo de ahora, nos relacionamos con la misma dificultad de siempre. De niños lo pasamos bastante mal. He tratado de evitar que él hiciera las mismas estupideces que he cometido a lo largo de los años. Necesita que sea para él la voz de la razón; nunca ha tenido a nadie que desempeñara ese papel. Cuanto más intentaba que fuese por el camino recto, más se indignaba. Pero ahora se indigna conmigo y cree que ella era una especie de santa.

Se interrumpió, disculpándose con una sonrisa y moviendo la boca como una trucha. Weber le ofreció el brazo, un gesto torpe, arcaico, algo que jamás hacía. Culpó a Nebraska, al árido zumbido del mes de junio. El acento monótono, las caras anchas, impasibles, rústicas, tan blanquecinas e inescrutables, le desorientaban, tras haberse pasado décadas en la ruidosa y pardusca agitación de Nueva York. Aquí las caras compartían un conocimiento furtivo -de la tierra, el tiempo, la crisis inminente- que las mantenía al abrigo de los intrusos. Llevaba media jornada en aquel lugar, y ya notaba lo reticente que podía ser una persona rodeada de tal cantidad de grano.

Ella le tomó del brazo y se levantó. Cruzaron la puerta principal y avanzaron por la acera hacia el aparcamiento. Él estaba nervioso, experimentaba la frustración que le había perseguido durante toda su etapa de internado en neurología. Años atrás había reducido la práctica médica para dedicarse a la investigación y a escribir, tal vez, en parte, para protegerse a sí mismo. En el último año y medio había empeorado. Pronto la mera visión de alguien que implantaba electrodos a un macaco le resultaría insoportable.

Karin Schluter iba cogida de su brazo camino del coche.

– Sabe usted tratarlo -concedió-. Creo que le gusta.

Miraba al frente mientras hablaba. Había esperado más de aquel hombre. Ni siquiera habían terminado con los preliminares y Weber ya la había decepcionado.

– Su hermano tiene una personalidad muy vital. Me gusta mucho.

Ella se detuvo en la acera. Su expresión se volvió adusta.

– ¿Qué significa «vital»? No va a quedarse así, ¿verdad? Usted puede ayudarle, ¿no es cierto? Como esas cosas que intenta hacer en sus libros…

El verdadero trabajo nunca era el que se hacía con el paciente.

– Escuche, Karin. Piense de nuevo en la noche del accidente de Mark. ¿Recuerda haber imaginado lo que podría haberle sucedido?

Ella estaba de pie, rodeándose con los brazos, el rostro encendido. Ahora él se mantenía a cierta distancia. El viento de junio formó con su cabello una docena de cables de remolque. Se apretó los ojos.

– Él no es así. Era rápido, agudo, un poco basto. Pero considerado con todo el mundo…

Tenía las manos juntas sobre el pecho, la cara enrojecida y desencajada, los ojos hinchados. Él la tomó del codo y la hizo avanzar con rapidez hacia el coche. Un observador fortuito podría haber tomado aquello por una pelea de amantes. Weber miró atrás y vio a Mark de pie junto a la ventana. ¿Tiene alguna clase de relación con ella? Se volvió hacia la hermana.

– No, él no era así -le dijo-. Y dentro de un año será otro.

En cuanto lo hubo pronunciado, lamentó haber dicho ese inocuo lugar común, convertido con demasiada facilidad en una promesa.

La tonalidad rojiza del rostro de Karin se intensificó.

– Estoy segura de que lo que usted pueda hacer por él será de ayuda.

Más segura de lo que él estaba. Aún podía regresar a Lincoln a tiempo para tomar un vuelo nocturno. Weber se clavó la uña del pulgar en la palma y se dominó.

– Para hacer algo por él primero hemos de averiguar en qué se ha convertido. Y para ello tenemos que ganarnos su confianza.

– ¿Que confíe en mí? Odia mi estampa. Cree que he raptado a su verdadera hermana. Cree que soy un robot espía del gobierno.

Llegaron al coche de Karin. Esta permaneció quieta, con las llaves en la mano, esperando que él hiciera un milagro.

– Dígame una cosa -le dijo Weber-. ¿Se ha adelgazado usted recientemente?

Ella le miró confusa.

– ¿Qué…?

El doctor trató de sonreír.

– Perdóneme. Mark me ha dicho que su verdadera hermana era mucho más robusta.

– No mucho más. -Karin se apretó el cinturón-. He perdido unos pocos kilos. Desde que murió nuestra madre. He hecho ejercicio… He empezado de nuevo.

– ¿Sabe usted mucho de vehículos?

Ella se lo quedó mirando como si la lesión cerebral fuese endémica. Entonces comprendió y en sus ojos apareció un atisbo de culpabilidad.

– Es increíble. Un verano, hace unos años, intenté que me enseñara. Trataba de impresionar… a alguien. Lo único que me dejaba hacer Mark era pasarle las llaves inglesas. Solo fueron unos pocos días. Pero desde entonces está convencido de que tengo un amor secreto con los árboles de levas o lo que sea.

Apretó el mando electrónico de la llave y el coche se abrió. Weber rodeó el vehículo y se acomodó en el asiento del pasajero.

– Y la manera de relacionarse con la enfermera, la señora…

Recordaba el nombre, pero dejó que ella lo pronunciara.

– Barbara. Sabe tratarle, ¿no es cierto?

– ¿Diría usted que el modo de hablar con ella es diferente del que habría tenido antes?

Ella contempló los campos abiertos a través de la ventanilla. La tonalidad verde lima de la pradera en junio. Meneó la cabeza.

– No sabría decírselo. Antes no la conocía.

Aquella noche Weber llamó a Sylvie desde el MotoRest. Mientras pulsaba los botones se sentía nervioso.

– Hola, soy yo.

– ¡Cariño! Confiaba en que fueras tú.

– ¿En vez de vendedores de telemarketing?

– No grites, cariño. Te oigo bien.

– ¿Sabes? Detesto de veras hablar por este ridículo trasto. Es como sostener una galleta salada ante tu cara.

– Tienen que ser pequeños, amor. Eso es lo que permite que sean móviles. ¿Debo entender que este caso no está yendo como esperabas?

– Al contrario, cariño. Es asombroso.

– Estupendo. Es estupendo que sea asombroso, ¿no? Me alegro por ti. Anda, háblame de él. Me iría bien escuchar una buena historia en estos momentos.

– ¿Un día duro?

– Ese chico de Poquott que estaba en libertad vigilada y al que estábamos buscando empleo confundió al repartidor de UPS con un equipo de SWAT.

Todavía se le quebraba la voz, pese a los años que llevaba presenciando tales desastres. Él buscó algo útil que decirle, o al menos amable.

– ¿Algún herido?

– Todos sobrevivirán, yo incluida. Así que háblame de tu caso de Capgras. ¿Problemas de reconocimiento?

– La verdad es que parece tratarse de lo contrario. Demasiado atento a las pequeñas diferencias.

De no ser por aquella absurda polvera que se hacía pasar por teléfono, podrían haber estado de nuevo en la universidad, intercambiando confidencias hasta altas horas de la noche, mucho después de que el toque de queda confinara a cada uno en su respectiva residencia estudiantil. Él se había enamorado de Sylvie por teléfono. Cada vez que viajaba, volvía a recordarlo. Retomaron la cadencia y hablaron como lo habían hecho casi cada noche de sus vidas durante un tercio de siglo.

Weber le describió al hombre desconcertado, a su aterrada hermana, el antiséptico centro de recuperación, la asistente que causaba una curiosa sensación de familiaridad, la desolada ciudad de veinticinco mil habitantes, el seco mes de junio, el territorio vacío flotando en el mismo centro de ninguna parte. No estaba violando la ética profesional: su esposa era su colega en esas cuestiones, en todo excepto en la paga. Le habló de lo insondable que le parecía aquel caso, en el que la capacidad de reconocimiento se atomizaba en unas piezas cada vez más exigentes e inequívocas. Aquella mujer se reía; esta se siente asustada. Las expresiones faciales de esta son erróneas. Dobles, extraños: personalidad dividida en cien partes, preservando distinciones demasiado sutiles para que las vea la mirada normal.

– Créeme, cariño. Por muy a menudo que vea estas cosas, aún me estremezco.

– Creía que nunca habías visto un caso así hasta ahora.

– No me refiero al síndrome de Capgras, sino al cerebro en general. Esa lucha por encajarlo todo. La incapacidad de reconocer que está sufriendo un trastorno.

– Eso es lógico. No puede permitirse admitir lo que ha sucedido. A muchos de mis clientes les sucede. Incluso a mí, en ciertas ocasiones.

Él no se había percatado de cuánto necesitaba hablar. La entrevista de la tarde le había excitado de una manera que nadie, salvo Sylvie, entendería. Ella le pidió más detalles sobre Mark Schluter, y él le leyó unas notas. Ella le preguntó:

– ¿La mira a los ojos cuando le habla?

– La verdad es que no me he fijado en eso.

– Hmmm… Eso es lo primero que miramos nosotras, las de Venus.

Entonces hablaron de los últimos acontecimientos: los incendios devastadores en el oeste, el veredicto de culpabilidad contra la gigantesca y corrupta firma contable y por último el hortelano de color añil que ella había visto aquella mañana en el comedero de aves.

– No olvides que has de renovarte el pasaporte -le dijo él-. Enseguida llegará septiembre.

– Viva Italia. La dolce vita! Ah, por cierto. ¿A qué hora tienes el vuelo de regreso? Lo había anotado y pegado en el frigorífico. Parece ser que he extraviado el frigorífico.

– Espera un momento. Lo tengo en la cartera.

Cuando regresó y tomó el teléfono, ella se estaba riendo.

– ¿Has dejado el móvil para cruzar la habitación?

– ¿Qué tiene eso de raro?

– Mi sabio. Mi sabio en la plenitud de sus facultades.

– Me resulta difícil usar estos calzadores. Me niego en redondo a ir por ahí con uno de ellos pegado a la cara. Resulta esquizofrénico.

Ella no podía dejar de reír.

– ¿Ni siquiera en privado?

– ¿Privado? ¿Qué es eso?

Él le dio la información del vuelo. Alargaron un poco más la conversación, reacios a despedirse. Después de colgar, él siguió hablando mentalmente con ella durante un rato. Se duchó y colgó la toalla de la barra: «Ayudad a salvar la tierra». Sacó de la cartera la grabadora digital y se deslizó entre las sábanas rígidas y frías, donde reprodujo la conversación grabada aquel día. Volvió a escuchar al muchacho de veintisiete años, perdido para sí mismo, empeñado en desenmascarar a unos impostores a los que el mundo era incapaz de detectar.

* * *

Años atrás, en Stony Brook, Weber se había ocupado de un paciente de negligencia espacial unilateral: el conocido «Neil» del primer libro de Weber, Más vasto que el cielo. Una apoplejía a los cincuenta y cinco años, la edad a la que Weber había llegado ahora indemne, había dejado al reparador de máquinas de oficina con una lesión en el hemisferio derecho que, de la noche a la mañana, le borró la mitad de su mundo. Todo cuanto se encontraba a la izquierda del campo de visión de Neil se diluía en la nada. Al afeitarse, no se tocaba el lado izquierdo de la cara. Cuando se sentaba a desayunar, no se comía el lado izquierdo de la tortilla. Nunca reconocía a las personas que se le aproximaban desde el lado izquierdo. Weber le pidió a Neil que dibujara un estadio de béisbol. La tercera base desaparecía justo después del montículo del lanzador. Incluso en la memoria de Neil, al contar los acontecimientos de la jornada, la mitad izquierda del mundo se desmoronaba. Si cerraba los ojos y se imaginaba delante de su casa, Neil podía ver el garaje a la derecha, pero no la galería a la izquierda. Cuando indicaba una dirección, lo hacía exclusivamente con una serie de giros a la derecha.

Este déficit iba más allá de la visión. Neil no podía ver que no veía. La mitad del mapa donde almacenaba el espacio había desaparecido. Weber probó con un sencillo experimento, una escena que dramatizó en Más vasto que el cielo. Sostuvo un espejo perpendicular al hombro derecho de Neil y pidió a este que mirase en ángulo al espejo. La zona situada a la izquierda de Neil aparecía ahora a su derecha. Weber sostuvo un amuleto de plata sobre el hombro izquierdo del enfermo y le pidió a este que lo cogiera. Fue como si le hubiese pedido que zarpara con un rumbo que no aparecía en la brújula. Neil titubeó, y entonces extendió bruscamente el brazo. La mano chocó con el espejo. Se puso a manosear el vidrio, incluso palpó por detrás de él. Weber le preguntó qué estaba haciendo. Neil insistió en que el amuleto se encontraba «dentro del espejo». Sabía qué eran los espejos, pues la apoplejía no había afectado esa capacidad. Sabía que era absurdo pensar que el amuleto pudiera estar dentro del vidrio. Pero en su nuevo mundo, el espacio solo se extendía a la derecha. Dentro del espejo era el más probable de dos lugares inalcanzables.

Los casos como el de Neil, millares de ellos al año, sugerían dos verdades acerca de todo cerebro normal, ambas demoledoras. En primer lugar, lo que tomamos por una aprehensión a priori y absoluta del espacio real depende en realidad de una frágil cadena de procesos de percepción. «Izquierda» era tanto aquí dentro como ahí fuera. En segundo lugar, incluso un cerebro convencido de que medía, se orientaba y habitaba en el viejo y plano espacio convencional, podía, sin percatarse lo más mínimo, haber perdido tanto como la mitad de su mundo.

Por supuesto, ningún cerebro se creería del todo semejante situación. A Weber le había gustado Neil. El hombre absorbía un golpe terrible sin amargura ni autocompasión. Realizaba los ajustes necesarios y seguía adelante… o, si no adelante, hacia el nordeste. Pero después del último examen, Weber no volvió a verle. No tenía ni idea de qué había sido de aquel paciente. Alguna otra negligencia lo eliminó, lo redujo a un relato. El hombre al que Weber había conocido y entrevistado largo y tendido pasó a ser el hombre descrito en las páginas de su libro. Había dejado a «Neil» detrás, dentro del espejo de la prosa, perdido en alguna parte, encaminado en una dirección imperceptible, un lugar inalcanzable situado a gran profundidad en el interior del espejo narrativo…

* * *

Weber se despertó temprano, tras haber tenido un sueño agitado. Se duchó para sacudirse de encima la pereza y, mientras revivía bajo el chorro caliente, recordó con un remordimiento de conciencia que se había duchado pocas horas antes. Se preparó un café instantáneo en la cafetera que, por algún motivo, estaba situada junto al lavamanos del baño. Entonces se sentó ante el escritorio y pasó las páginas de una guía rústica, ilustrada a mano, cortesía del hotel.

El nombre «Nebraska» procede de una palabra de la lengua oto que significa «agua llana». También los franceses llamaron «Platte» al río que cruzaba el territorio.

Precisamente tal como él se había imaginado la zona: una depresión llana en el centro del mapa, tan plana que haría sonrojarse a Euclides. El auténtico y ondulante paisaje le sorprendía. Tomó el agrio café y examinó el mapa de la guía, que parecía de cómic. Las ciudades punteaban el espacio en blanco como otras tantas carretas en círculo. Encontró Kearney, que, con veinticinco mil habitantes, era el quinto núcleo de población más grande del estado, en el meandro más meridional del Platte, como si se refugiara de tanta extensión plana.

Al norte y el oeste, la Gangplank, una gran franja de sedimento erosionado, se adentra por lo que en otro tiempo, hace cien millones de años, fue el fondo de un vasto océano…

En 1820, la expedición de ingenieros militares del comandante Stephen Long denominó a la zona el Gran Desierto Americano. En su informe a Washington, el comandante Long declaró que la tierra era «totalmente inadecuada para el cultivo y, desde luego, inhabitable para un pueblo dependiente de la agricultura». El botánico y el geólogo de la expedición estuvieron de acuerdo, y mencionaron la «absoluta e irremediable esterilidad» de un país que debería ser para siempre «el tranquilo territorio del cazador nativo, el bisonte y el chacal».

En el pasado manadas de bisontes recorrieron esta cuenca. Ríos marrones de carne fluían a través de la pradera, haciendo que los convoyes de carretas permanecieran detenidos durante días…

El libro decía que las manadas habían desaparecido. El chacal y el cazador nativo también: liquidados. Las ciudades de perros de la pradera, cuyas calles subterráneas se extendían a lo largo de kilómetros, se ahogaban en veneno. Las nutrias de río, prácticamente desaparecidas. Los berrendos, los lobos grises: todos abatidos. En la página 23 había una lámina a color de dos de estos, disecados y comidos por las polillas, en el museo estatal de Lincoln. Solo dos grandes especies sobrevivían ahora en la región con un considerable número de individuos:

Todos los años, durante seis semanas, las grullas a lo largo del Platte superan varias veces en número a los seres humanos. Su ruta migratoria cubre la cuarta parte de la circunferencia terrestre, y hacen aquí una breve escala para aprovechar los restos de grano que puedan encontrar.

Weber apuró el café y enjuagó la taza. Se puso la corbata y la chaqueta, y entonces, al recordar la promesa que hiciera a Mark Schluter, se las quitó. En mangas de camisa se sentía desnudo. En la recepción cogió una manzana de apariencia perfecta pero insípida y se la tomó como desayuno. Siguió las indicaciones que le habían dado hasta el hospital del Buen Samaritano y fue al departamento de neurología. De inmediato la enfermera del doctor Hayes hizo pasar a Weber al consultorio, procurando no mirar al famoso personaje.

El neurólogo parecía lo bastante joven para ser el hijo de Weber. Era un desgarbado ectomorfo de piel granujienta que se movía como si su cuerpo fuese una delicada antigualla que era preciso manejar con cuidado.

– Permítame decirle que su visita es un gran honor. ¡No puedo creer que esté hablando con usted! Cuando iba a la facultad de medicina, leía sus libros como si fuesen cómics. -Weber le dio las gracias tan amablemente como pudo. El doctor Hayes hablaba despacio, como si estuviera dando un tardío premio de reconocimiento a toda una carrera a un actor del cine mudo-. Un caso increíble, ¿verdad? Como ver al Bigfoot salir de las montañas Rocosas y entrar en el supermercado del barrio. La verdad es que, mientras le estábamos tratando, tenía en mente los casos que ha descrito usted en sus libros.

Sobre la mesa de Hayes había ejemplares nuevos de los dos últimos libros de Weber. El joven neurólogo los tomó.

– Antes de que me olvide, si no le importa… -Tendió los libros a Weber, junto con una pesada pluma Waterman-. ¿Sería tan amable de poner: «A Chris Hayes, mi Watson en el extraño caso del hombre que creó un doble de su hermana»?

Weber miró el semblante del neurólogo en busca de ironía, pero solo vio en él seriedad.

– Yo… ¿Podría limitarme a…?

– O lo que le parezca bien escribir -dijo el doctor Hayes, cabizbajo.

Weber escribió: «Para Chris Hayes, con mi agradecimiento. Nebraska, junio de 2002». El hombre no era solo «el animal que conmemoraba»: era el animal que insistía en conmemorar por anticipado. Weber le devolvió los libros a Hayes, quien leyó la dedicatoria con una prieta sonrisa.

– Así que le vio usted ayer. Misterioso, ¿verdad? Todavía me desconcierta hablar con él, y han pasado meses. Por supuesto, nuestro grupo redactará un informe sobre el caso para las revistas especializadas.

El joven lanzó estas palabras como una bola endiablada. Weber alzó las manos.

– No pretendo hacer nada que…

– No, claro que no. Usted escribe para un público popular. -Tras alcanzar su objetivo, añadió-: No hay superposición.

Hayes le mostró el historial completo, incluidas las páginas que nadie le había mostrado a Karin Schluter. Le enseñó las notas de los enfermeros, tres líneas a bolígrafo verde en un impreso fechado el 20 de febrero de 2002: «Dodge Ram del 84, volcado junto a la cuneta sur de la carretera North Line, entre 3200 y 3400 dirección oeste. Conductor atrapado boca abajo en el interior del vehículo». Sin el cinturón de seguridad puesto, imposible llegar hasta él, inconsciente. La única portezuela accesible estaba tan deformada que no podía abrirse. Los enfermeros no pudieron entrar ni mover la camioneta, por temor a aplastar a la víctima. Solo pudieron esperar la llegada de los equipos de salvamento y observar a la policía que tomaba fotos. Weber examinó una de ellas.

– Al revés -le dijo Hayes.

Weber enderezó la foto. Un melenudo Mark Schluter estaba encorvado sobre sí mismo, la sangre que fluía a través del cuello abierto de la camisa deslizándose por su cara. La cabeza encorvada contra el techo del vehículo, en una actitud de plegaria invertida.

Cuando llegaron los bomberos, tuvieron que abrirse paso por el techo con un soplete de acetileno. Weber imaginó la escena: luces policiales iluminando los gélidos campos, luces de emergencia rodeando a la camioneta volcada junto a la cuneta. Personas uniformadas, exhalando vapor, moviéndose de un lado a otro como en un sueño, una actividad metódica. Cuando por fin los bomberos abrieron un boquete en el techo, fue posible cambiar la posición del vehículo y estabilizarlo. El cuerpo se desplomó. Los bomberos se introdujeron entre la chatarra y sacaron al herido. Mark Schluter recuperó brevemente el conocimiento en la ambulancia. Los sanitarios lo llevaron a Kearney, al único hospital de los seis condados que tenía alguna posibilidad de salvarle la vida.

Hayes le tendió el historial médico. Varón blanco, veintisiete años, metro setenta y siete, ochenta kilos. Había perdido una considerable cantidad de sangre, la mayor parte por una brecha entre la tercera y la cuarta costillas, causada al clavarse la punta de un casco prusiano en miniatura fijado a la palanca de cambios. Presentaba severas abrasiones en el cuero cabelludo y la cara. Tenía el brazo derecho dislocado y el fémur derecho fracturado. El resto de su cuerpo estaba lleno de rasguños y moratones, pero por lo demás asombrosamente intacto.

– Aquí, en los estados de las llanuras, empleamos mucho la palabra «milagro», doctor Weber. Pero en el centro de traumatismos severos no se oye con frecuencia.

Weber examinó las imágenes que Hayes había fijado al cuadro luminoso.

– Pues este presenta todas las condiciones de un milagro -convino Weber.

– Es lo más parecido a la resurrección de Lázaro que he visto jamás, incluso durante la época de mi internado en Chicago. Ciento treinta por hora, por una carretera rural cubierta de hielo y en la oscuridad. Ese hombre debería haber muerto al instante.

– ¿Tasa de alcoholemia?

– Es curioso que me pregunte eso. En el servicio de urgencias de Kearney, vemos muchos casos de alta concentración de alcohol en sangre. Pero él ingresó con cero siete. Bajo el límite legal, incluso en el estado de Nebraska. Unas pocas cervezas en las tres horas previas al vuelco del vehículo.

Weber asintió.

– ¿Había tomado alguna otra sustancia?

– No encontramos nada. En urgencias le pusieron una puntuación de diez en la escala de coma de Glasgow. Apertura ocular: tres. Respuesta verbal: tres. Respuesta motora: cuatro. Abría los ojos al hablarle. Retracción al dolor. Cierta respuesta verbal, aunque en general inapropiada.

El ocho era el número mágico. Al cabo de seis horas, la mitad de los pacientes con cifras en la escala de Glasgow de ocho o inferiores abandonaban la lucha y morían. Diez se consideraba una lesión moderada.

– ¿Le ocurrió algo después de su ingreso?

Weber solo estaba jugando al detective profesional, pero Hayes se puso a la defensiva.

– Lo estabilizaron. Se siguieron todos los protocolos, incluso antes de averiguar si estaba asegurado. Aquí tenemos una de las tasas de indigencia más altas del país en lo que respecta a seguros médicos.

Weber las había visto superiores. La mitad del país no podía permitirse la seguridad sanitaria. Pero emitió un murmullo de aprobación.

– En administración tardaron una hora en localizar a su familiar más cercano.

Weber examinó los papeles. Los bolsillos de la víctima solo contenían trece dólares, una navaja del ejército suizo de imitación, un recibo de suministro de combustible en una estación de servicio de Minden, que databa de aquella misma tarde, y un único preservativo de color azul verdoso en un paquete transparente. Probablemente su amuleto de la buena suerte.

– Al parecer, el carnet de conducir se deslizó bajo el salpicadero cuando la camioneta volcó. La policía dio con él cuando registraban el vehículo en busca de drogas. Localizaron a la hermana en Sioux City, y ella les autorizó por teléfono a hacer lo necesario. En el servicio de traumatología le administraron mannitol, Dilantin… Puede leerlo todo ahí. Un tratamiento bastante convencional. La presión intracraneal se mantenía estable, alrededor de dieciséis mm Hg. Conseguimos cierta mejora de inmediato. La respuesta motora aumentó. Cierto aumento de la verbal. Establecieron en doce la puntuación de Glasgow. Cinco horas después del ingreso parecía que lo peor había pasado.

Tomó el dossier que sostenía Weber y lo examinó, como si aún tuviera una oportunidad de atajar lo que había ocurrido a continuación. Sacudió la cabeza.

– Aquí están los datos de la mañana siguiente. La presión intracraneal llegó a veinte, y luego subió incluso a más. Sufrió un pequeño ataque. También un poco de hemorragia retardada. Le aplicamos respiración asistida tan rápido como pudimos. Decidimos perforar. La traqueotomía estaba claramente indicada. Para entonces su hermana se había personado aquí. Lo aprobó todo. -El doctor Hayes revisó los papeles buscando alguna cosa que se negaba a aparecer-. Puedo asegurarle que nos ocupamos de todos los problemas a medida que se iban presentando.

– Eso parece -dijo Weber, solo que era preciso ocuparse de la presión intracraneal antes de que se presentara. El doctor Hayes le miraba, parpadeando, tal vez molesto porque la celebridad nacional había acudido en ayuda de los pobres lugareños. Weber se acarició la barba-. No puedo imaginar de qué otra manera se podría haber procedido.

Deslizó la mirada por el consultorio del doctor Hayes. Todas las publicaciones apropiadas en los estantes, al día y ordenadas. Título enmarcado expedido por la Junta de Certificación de Nebraska y la facultad de medicina de Rush. Sobre la mesa, una foto de Hayes y una esbelta modelo de cabello color de miel, hombro con hombro en un telesilla. Un mundo inconcebible para Mark Schluter, antes o después de su accidente.

– ¿Diría usted que Mark muestra una tendencia a la confabulación?

Hayes siguió la mirada de Weber, hasta la foto, la bella mujer del telesilla.

– No he observado tal cosa.

– Ayer le sometí a una batería de test básicos.

– ¿Ah, sí? Ya los había hecho todos. Mire. Aquí están las puntuaciones que pueda necesitar.

– Sí, claro. No quería insinuar… pero ha pasado ya un tiempo…

El doctor Hayes le miró de hito en hito.

– Aún está bajo observación. -Tendió de nuevo el expediente a Weber-. Todos los datos están aquí, si quiere echarles un vistazo.

– Me gustaría ver los escáneres -dijo Weber.

Hayes sacó una serie de imágenes y las fijó a la pantalla luminosa: el cerebro de Mark Schluter en sección transversal. El joven neurólogo solo veía estructura. Weber aún veía la más peculiar de las mariposas, la mente que aletea, sus pares de alas fijadas en la película con obsceno detalle. Hayes señaló la obra de arte surrealista. Cada tonalidad de gris revelaba una función o un fallo. Este subsistema aún comunicaba cosas; aquel había quedado en silencio.

– Aquí puede ver a qué nos enfrentamos. -Weber escuchó la descripción que el joven doctor hacía del desastre-. Algo que parece una posible lesión discreta cerca de la circunvolución fusiforme derecha anterior, así como en las circunvoluciones temporales media e inferior anteriores.

Weber se inclinó hacia el rectángulo luminoso y se aclaró la garganta. No acababa de verlo.

– Si eso es lo que estamos buscando -siguió diciendo Hayes-, encajaría con la interpretación predominante. Tanto la amígdala como la corteza inferotemporal están intactas, pero es posible que la conexión entre ellas se haya interrumpido.

Weber asintió. La hipótesis predominante en la actualidad: para completar un reconocimiento se requerían tres partes, y la más antigua prevalecía sobre las demás.

– Obtiene una correspondencia facial intacta -dijo Weber-, lo cual genera los recuerdos asociados correctos. Sabe que su hermana se parece exactamente a… su hermana.

– Pero no hay ratificación sentimental. Consigue todas las asociaciones de un rostro sin ese sentimiento visceral de familiaridad. Si se ve obligado a elegir, la corteza tiene que delegar en la amígdala.

Weber sonrió, a pesar de sí mismo.

– De modo que no prevalece lo que crees sentir, sino lo que sientes que crees. -Jugueteó con la montura metálica de sus gafas-. Llámeme arcaico, pero sigo viendo problemas. En primer lugar, Mark no ve un doble en todas las personas por las que sentía afecto antes del accidente. Aún debería ser capaz de basarse en pistas auditivas y pautas de conducta: toda clase de herramientas de identificación excepto la facial. ¿Puede una respuesta emocional subyacente derrotar de veras al reconocimiento cognitivo? He visto lesiones bilaterales de la amígdala… pacientes cuyas respuestas emocionales habían sido suprimidas. No informan de que sus seres queridos han sido sustituidos por impostores.

Sonaba demasiado vehemente, incluso para sí mismo.

Hayes estaba preparado para replicar.

– Bien, ¿ha oído hablar de esa teoría emergente de los «dos déficits»? Tal vez la lesión de la corteza frontal derecha impide su comprobación de la consistencia…

Weber tuvo la sensación de que se volvía reaccionario. Las probabilidades en contra de lesiones múltiples, todas ellas exactamente en el lugar preciso, tenían que ser enormes. Pero las probabilidades en contra del mismo reconocimiento en sí eran incluso mayores.

– ¿Sabe que cree que su perra es un doble? Eso parece más que una simple ruptura entre la amígdala y la corteza inferotemporal. No dudo de la contribución de las lesiones. Sin duda el daño en el hemisferio derecho está involucrado en el proceso. Pero creo que debemos buscar una explicación más global.

Los más diminutos músculos faciales de Hayes revelaban incredulidad.

– ¿Quiere decir algo más que neuronas?

– En absoluto. Pero en todo esto también hay un componente de orden superior. Al margen de las lesiones que haya sufrido, también está produciendo unas respuestas psicodinámicas al trauma. El síndrome de Capgras puede no estar causado tanto por la lesión en sí como por reacciones psicológicas a la desorientación en gran escala. La hermana de Mark representa la combinación más compleja de vectores psicológicos en su vida. Deja de reconocer a su hermana porque hasta cierto punto ha dejado de reconocerse a sí mismo. Siempre he creído que es útil considerar un delirio no solo como el resultado, sino también como el intento de dar sentido a un desarrollo profundamente perturbador.

Transcurrió un instante antes de que Hayes asintiera.

– Estoy… seguro de que es algo que debe tomarse en consideración, si es eso lo que le interesa, doctor Weber.

Quince años atrás, Weber habría lanzado un contraataque. Ahora le parecía cómico: dos médicos marcando su territorio, dispuestos a encabritarse y lanzarse uno contra otro como machos cabríos. El carnero más fuerte. Weber experimentó una sensación de bienestar, la serenidad de la introspección. Le entraron ganas de revolver el cabello de Hayes.

– Cuando yo tenía su edad, el prejuicio psicoanalítico imperante afirmaba que el síndrome de Capgras era el resultado de sentimientos tabú hacia un ser querido. «No puedo tener deseos lujuriosos hacia mi hermana, luego ella no es mi hermana.» El modelo termodinámico de la cognición. Muy popular en su época. -Hayes se restregó el cuello, demasiado azorado para hablar-. A primera vista, este caso refutaría por sí solo esa posibilidad. Es evidente que el síndrome de Capgras de Mark Schluter no es fundamentalmente psiquiátrico, pero su cerebro se está debatiendo con complejas interacciones. Le debemos más que un simple modelo causal, unilateral y funcionalista.

Se sorprendía a sí mismo, no por su creencia, sino por su buena disposición a manifestarla en voz alta a un médico tan joven.

El neurólogo dio unos golpecitos a la película en la pantalla luminosa.

– Solo sé lo que le ocurrió a su cerebro a primera hora de la mañana del veinte de febrero.

– Sí -dijo Weber, inclinándose. Eso era cuanto la medicina quería siempre saber-. Es asombroso que le haya quedado una sensación integrada de sí mismo, ¿no es cierto?

El doctor Hayes aceptó la tregua.

– Tenemos la suerte de que este circuito en particular sea tan difícil de romper. Solo hay unos pocos casos documentados. Si fuese tan corriente como el Parkinson, por ejemplo, nadie reconocería a nadie. Escuche, me gustaría ayudar en lo posible. Si aquí, en el hospital, podemos hacer más pruebas o escáneres…

– Antes de eso quisiera intentar unos pocos exámenes de baja tecnología. Lo primero que quiero hacer es obtener una reacción galvánica de la piel.

El neurólogo enarcó las cejas.

– Supongo que es algo que debe intentarse.

El doctor Hayes acompañó a Weber de vuelta al aparcamiento. Habían estado encerrados en el consultorio el tiempo suficiente para que el regreso al vigorizante clima de junio en las praderas cogiera a Weber desprevenido. El sereno aire, con olor a arcaicas vacaciones veraniegas, se expandió en sus pulmones. Le recordaba la atmósfera que oliera por última vez en Ohio a los diez años. Se volvió hacia el doctor Hayes, encorvado junto a él, la mano extendida.

– Ha sido un placer conocerle, doctor Weber.

– Por favor, llámeme Gerald.

– Gerald. Espero con ilusión leer su nuevo libro. Será un agradable descanso del trabajo. Y quiero que sepa que soy el mayor de sus admiradores.

No había dicho «todavía», pero Weber lo oyó. Estaba junto a la puerta, con un pie en la calle.

– Confiaba en que volviéramos a ponernos en contacto antes de regresar al este.

Hayes se animó, dispuesto a adular o discutir de nuevo.

– ¡Sí, por supuesto! Si dispone de tiempo e interés.

Tiempo e interés… Durante años, él los había racionado estrictamente. Una cátedra nominal en una universidad dedicada a la investigación, una larga lista de respetados artículos sobre los procesos de percepción y el ensamblaje cognitivo, y un par de populares obras de neuropsicología que se vendían a un amplio público en una docena de lenguas: nunca le había sobrado mucho tiempo e interés. Ya había vivido tres años más de los que tenía su padre al morir y su producción era muy superior a la suya. Y, sin embargo, a Weber le había tocado vivir en el preciso momento en que la especie efectuaba su primer avance verdadero hacia la solución del enigma básico de la existencia consciente. ¿Cómo construye el cerebro una mente, o cómo la mente construye todo lo demás? ¿Tenemos libre albedrío? ¿Qué es el yo y cuáles son los correlatos neurológicos de la conciencia? Interrogantes que habían sido embarazosamente especulativos desde los inicios de la conciencia estaban ahora a punto de tener una respuesta empírica. La creciente y abrumadora sospecha de que durante su vida podría ver resueltos esos montaraces fantasmas filosóficos, de que incluso él podría contribuir a resolverlos, había arrinconado cualquier semejanza con lo que, en el habla popular, había llegado a denominarse «la vida real». Ciertos días le parecía que cada problema al que se enfrentaba la especie estaba a la espera de la percepción que la neurociencia podría aportar. Política, tecnología, sociología, arte: todo se originaba en el cerebro. Si dominábamos el ensamblaje neuronal, por fin podríamos ser dueños de nosotros mismos.

Mucho tiempo atrás, Weber había iniciado esa extensa retirada del mundo que los hombres ambiciosos comienzan alrededor de los cuarenta años. Todo lo que quería hacer era trabajar. Sus viejas aficiones -la guitarra, la caja de pinturas, la raqueta de tenis, los cuadernos de poemas- las almacenó en rincones de aquella casa demasiado grande, en espera del día en que pudiera rescatarlas. Ahora únicamente la vela le procuraba una satisfacción constante, y eso solo como una plataforma para llevar a cabo una mayor reflexión cognitiva. Debía esforzarse por permanecer sentado para ver largometrajes. Temía las periódicas invitaciones a cenar, aunque, a decir verdad, en general disfrutaba una vez que la velada estaba en marcha, y los anfitriones siempre podían contar con él para que hiciera una o dos demostraciones de singular pirotecnia verbal. Historias de la cripta, los llamaba Sylvie: relatos que demostraban a los invitados reunidos que nada de lo que creían ver o sentir era necesariamente cierto.

No había perdido la capacidad de gozar de los placeres mundanos. Un paseo alrededor de la presa del molino aún le complacía en cualquier estación, aunque ahora utilizaba esos paseos más para refrescar los pensamientos estancados que para contemplar los patos o los árboles. Aún se permitía lo que Sylvie llamaba incursiones: constantes y sencillos tentempiés, una debilidad por los dulces que tenía desde la infancia. Su esposa se enamoró de él cuando, a los veintiún años, le declaró que el intenso metabolismo de la glucosa era esencial para el esfuerzo mental sostenido. Cuando doblaba esa edad y su cuerpo empezó a experimentar unos cambios tan profundos que ya no lo reconocía, hizo un breve esfuerzo por reducir aquel cotidiano placer antes de aceptar aquella extraña y nueva figura como la suya.

Aún disfrutaba de la fundamental compañía de su esposa. Él y Sylvie todavía se tocaban sin cesar. Acicalamiento simiesco, lo llamaban. Se rozaban constantemente las manos mientras leían juntos, se hacían masajes en los hombros mientras fregaban los platos. «¿Sabes lo que eres? -le acusaba ella, pellizcándole-. Nada más que un viejo y sucio fetichista del manoseo del cuello.» Él se limitaba a responder con gruñidos de felicidad.

A intervalos cada vez más espaciados que ninguno de los dos se molestaba en calcular, aún tenían relaciones sexuales. Por irregular que fuese, la persistencia del deseo les sorprendía a los dos. El año anterior, en su trigésimo aniversario, él calculó el número de clímax que había compartido con la pequeña Sylvie Bolan desde su primera incursión en la litera superior de la residencia estudiantil de ella en Columbus. Uno cada tres días, por término medio, durante un tercio de siglo. Cuatro mil detonaciones, unidos por las caderas. Las noches de éxtasis animal siempre les divertían, cuando volvían en sí, cuando regresaban al azoramiento de la conversación. Encorvada contra su costado, riendo un poco, Sylvie decía: «Ha sido precioso. Gracias, cariño», antes de dirigirse con pasos silenciosos al baño para lavarse. Una persona podía aullar y gritar abandonándose al placer solo un número limitado de veces. El tiempo no te avejentaba; la memoria, sí.

Sí, la lentitud del cuerpo, los neurotransmisores del placer gradualmente agotados, los habían enfriado. Pero también había otra cosa: acabas pareciéndote a quien amas. Él y la esposa de su edad se parecían ahora tanto que no podía existir la extrañeza del deseo entre ellos. Ninguna, salvo la impenetrable a la que él se había entregado. El país de la sorpresa perpetua. El cerebro desnudo. El enigma básico a punto de ser resuelto.

Esperaba a Karin Schluter bajo un ruido machacón. Por encima de su cabeza, alguien aullaba de dolor, acompañado de música tecno, rogando que le practicaran la eutanasia. Un antro de comidas, una larga cola de chicos con tejanos retro, desteñidos con ácido, entre los que destacaba Weber, pues aunque había prescindido de la chaqueta y la corbata, llevaba unos pantalones caqui y un chaleco de punto. Karin reprimió la risa al acercarse a él.

– ¿No tiene calor con eso?

– Mi termostato está un poco bajo.

– Eso he observado -bromeó ella-. ¿Se debe a tanta ciencia?

Karin había elegido un local en el campus de la universidad llamado Pioneer Pizza. Su nerviosismo del día anterior se había serenado. Jugueteaba menos con el cabello. Sonrió a la bandada de estudiantes que les rodeaban, mientras la camarera los iba acomodando.

– Estudié aquí, en la época en que esto era todavía la Universidad Estatal de Kearney.

– ¿Cuándo fue eso?

Ella se ruborizó.

– Diez años. Doce.

– No es posible.

Esas palabras sonaron ridículas en sus labios. A Sylvie le habrían producido un ataque de hilaridad. Karin se limitó a sonreír.

– Aquellos fueron días salvajes. Estaba demasiado cerca de casa para mi gusto, pero aun así… Mis amigos y yo fuimos los únicos, entre Berkeley y el Mississippi, que protestamos contra la guerra del Golfo. Aquella panda de jóvenes republicanos se ensañaron con mi novio de entonces solo porque llevaba una insignia que decía: «¡Sangre por petróleo no!». ¡Lo ataron y le pusieron un lazo amarillo!

Su júbilo se esfumó con tanta rapidez como había aparecido. Miró a su alrededor con una expresión de culpabilidad en los ojos.

– ¿Qué me dice de su hermano?

– ¿Se refiere a los estudios? A Mark más o menos tuvieron que darle un diploma honorario en la escuela secundaria. No me interprete mal. No es idiota. -Hizo una mueca al reparar en que hablaba en presente-. Siempre fue muy pillo. Sabía lo que quería un profesor y podía determinar el mínimo imprescindible necesario para aprobar los exámenes. No es que hiciera falta ser un genio para engañar al profesorado del instituto de Kearney. Pero Mark solo quería arreglar camionetas y gandulear con los video-juegos. Podía pasarse encorvado sobre un nuevo juego veinticuatro horas sin levantarse siquiera para hacer pipí. Yo le decía que debería conseguir un puesto como probador de juegos.

– ¿Cómo se ganó la vida después de graduarse?

– Bueno, «ganarse la vida…». Estuvo en una hamburguesería hasta que papá lo echó de casa. Luego trabajó en el almacén de accesorios Napa y vivió como un indio durante mucho tiempo. Su amigo Tom Rupp le consiguió un empleo en la planta de la IBP en Lexington.

– ¿La IBP?

Ella arrugó la nariz, sorprendida de su ignorancia.

– Infierno Bovino Procesado…

– ¿Infierno…?

Ella se ruborizó. Se puso tres dedos en los labios y sopló en ellos.

– Bueno, la I se refiere a Iowa. Aunque ya se sabe: Iowa, infierno. La diferencia es inapreciable.

– ¿Trabajaba Mark en un matadero?

– No es un matarife de vacas ni nada por el estilo. Ese es Rupp. Markie repara la maquinaria. -Bajó los ojos de nuevo-. Supongo que debería decir «reparaba». -Alzó la cabeza y le miró. Sus ojos tenían el color de centavos oxidados-. No volverá a trabajar pronto, ¿verdad?

Weber sacudió la cabeza.

– En el transcurso de los años he aprendido a no hacer predicciones. Lo que necesitamos, como sucede con casi todo, es paciencia y un cauto optimismo.

– Sí -replicó ella-. Lo estoy intentando.

– Dígame qué hace usted. -Ella pareció desconcertada, y le miró sin comprender-. Me refiero a su trabajo.

– ¡Ah, eso! -Se mesó el flequillo con la mano derecha-. Trabajo en el departamento de atención al cliente… -Se interrumpió, sorprendida de sí misma-. De hecho, ahora estoy esperando nuevas propuestas de trabajo.

– ¿Sus jefes la han despedido? ¿Debido a esto?

Bajo la mesa, la rodilla de Karin se movía como una máquina de coser.

– No tenía alternativa. Era preciso que estuviera aquí. Mi hermano es lo primero. Solo nos tenemos el uno al otro, ¿sabe? -Weber hizo un gesto de asentimiento. Ella se deshizo en explicaciones-: Dispongo de unos ahorrillos. Mi madre tenía un seguro de vida y nos dejó cierta suma. Estoy haciendo lo correcto. Podré empezar de nuevo, cuando él…

Su tono era optimista; intentaba que él picara el anzuelo.

Llegó la camarera a tomar el pedido. Mirando a su alrededor con expresión culpable, Karin pidió una suprema. Weber eligió al azar. Cuando la camarera se fue, Karen lo miró.

– No puedo creerlo. Usted también lo hace.

– Lo lamento, pero ¿qué es lo que hago?

Ella sacudió la cabeza.

– Pensé que un profesional de su categoría…

Weber sonrió, perplejo.

– La verdad es que no tengo ni idea…

Karin agitó el aire con la mano izquierda.

– No se preocupe. No es nada importante. Algo que a veces observo en los hombres.

Weber esperó a que Karin se explicara. Como ella no lo hizo, le preguntó:

– ¿Ha traído las fotos?

Ella asintió. Abrió el bolso que se colgaba del hombro, un saquito de punto con dibujos geométricos, obra de algún pueblo indígena, y sacó un sobre.

– He elegido las que significaban más para él.

Weber tomó las fotos y las fue mirando una tras otra.

– Este es nuestro padre -dijo Karin-. ¿Qué puedo decir? Tuerto a causa de un altercado con el ganado. Dispuesto a recitar «La cara en el suelo del bar» en cualquier momento después del tercer vaso de la noche, por lo menos cuando éramos pequeños. En sus últimos años no le interesaba mucho la poesía. Empezó como granjero, pero se pasó la mayor parte de su vida tratando de ascender a la clase comercial con una sucesión de proyectos para enriquecerse con rapidez. Enviaba felicitaciones navideñas a todos los alguaciles del juzgado de bancarrotas. Perdió un montón de dinero vendiendo aparatos para salvaguardar la intimidad. Uno se conectaba al televisor para evitar que la compañía de televisión por cable pudiera rastrear lo que estabas viendo. Se le ocurrió la idea de vender seguros contra el robo de identidad. Solo vendía cosas que él mismo compraría en grandes cantidades. A eso se debió su caída. Creía que el número postal de nueve dígitos era una estratagema del Partido Demócrata para controlar los movimientos de los ciudadanos de a pie. Incluso los miembros de la milicia civil creían que estaba un poco tocado.

– ¿Y falleció…?

– Hace cuatro años. No podía dormir. No había modo de que conciliara el sueño, hasta que se murió.

– Lo siento -dijo Weber, absurdamente-. ¿Cómo diría usted que era la relación con su hermano?

Ella apretó los labios.

– Era un combate a muerte incesante y a cámara lenta, excepto por un par de felices salidas de camping. Les gustaba pescar juntos o trabajar juntos en la reparación de motores. Actividades en las que no era necesario hablar. La que está al lado es nuestra madre, Joan. Al final no tenía tan buen aspecto. Murió hace alrededor de un año, como creo haberle dicho.

– ¿Dice usted que era una mujer religiosa?

– Tenía una enorme capacidad de hablar como poseída en lenguas muertas. Incluso su inglés ordinario era bastante pintoresco. Con frecuencia hacía que exorcizaran la casa. Estaba convencida de que ocultaba las almas de niños atormentados. Yo le decía: «¡Hola! ¡La Tierra a mamá! ¡Nombraré a esos niños atormentados por diez centavos!». -Karin tomó la foto que sostenía Weber, con la imagen de la guapa granjera de cabello castaño, y la examinó, los labios fruncidos-. Pero logró que sobreviviéramos durante todos los años en que papá se dedicó a sus proyectos. Trabajaba como mecanógrafa en las oficinas de la universidad.

– ¿Cómo se llevaba Mark con ella?

– La adoraba. A decir verdad, los adoraba a ambos. Solo que a veces lo hacía mientras les gritaba y agitaba un arma contundente.

– ¿Era violento?

Ella exhaló.

– No lo sé. ¿Qué significa «violento», en cualquier caso? Era un adolescente. Y luego un veinteañero.

– ¿Compartía las creencias de su madre? ¿Era religioso?

Ella se rió hasta que tuvo que alzar las manos en el aire.

– No, a menos que se considere religioso el culto al diablo. No, eso es injusto. Fui yo quien pasó por una fase de magia negra. Míreme: Karin Schluter, estudiante de último curso en el instituto. Una chica con aspecto de vampiro gótico. Da bastante miedo, ¿verdad? Dos años antes, era animadora. Sé lo que está pensando. Si mi hermano no hubiera sufrido un accidente que explicara su síndrome de Capgras, buscaría un gen causante de esquizofrenia. Esa es la familia Schluter. Veamos qué más tenemos.

Karin siguió comentando el resto de las fotos. Algunas se remontaban a un bisabuelo, Bartlett Schluter, un joven plantado delante de la cabaña ancestral, el cabello como rastrojos de maíz. Había algunas fotos de la planta de empaquetado de carne en Lexington, una caja sin ventanas de dos mil metros cuadrados con un centenar de contenedores de doce metros alineados delante, esperando a que se los llevaran los camiones remolque. Había fotos de los mejores amigos de Mark, dos hombres desaliñados, de unos veinticinco años, que lo pasaban en grande fumando, bebiendo y jugando al billar, uno de ellos con una camiseta de camuflaje, mientras que en la del otro se leía: «¿Tienes anfetas?». Había una foto de una mujer larguirucha, de cabello negro, pálida, con un jersey verde oliva de cuello de pico tejido a mano y una frágil sonrisa.

– Bonnie Travis. La chica del grupo.

– ¿Esto es el hospital?

– A mediados de marzo. Esos son los pies de Mark, con las uñas recién pintadas. A ella le pareció que sería elegante pintárselas de color fucsia. -La ironía de su tono no podía ocultar el afecto que sentía-. Mire, usted quería fotos que animaran a Mark.

Una cara familiar apareció ante Weber. Su propia piel debía de haber experimentado un cambio en la conductividad.

– Ya conoce a Barbara. Como ha observado, Mark está completamente chiflado por ella.

La mujer sonreía con tristeza, ajena a la cámara y a quien la manejaba.

– Sí -dijo Weber-. ¿Sabe por qué?

– Lo he estado pensando. Reacciona a algo que ella tiene. Respeto. -Había en su voz una envidia que tanto podía ser sana como no. Yo le daría lo que esta mujer le da, si él me dejara. Karin acarició la foto-. No puedo decirle cuánto le debo a Barbara. ¿No es increíble que trabaje en el nivel más bajo de la escala? Está a solo un paso de no ser más que una voluntaria. Así es el sistema sanitario de pago. Los codiciosos directivos son incapaces de valorar su activo humano.

Weber sonrió evasivamente.

– Aquí está el orgullo y la alegría de Mark. -Le mostró la foto de una estrecha vivienda modular con revestimiento exterior de vinilo, un edificio que la generación de Weber habría llamado una casa prefabricada-. Esta es la Homestar. Es el nombre de la empresa constructora que las vende por catálogo, pero él la llama así, como si fuera la única del mundo. Mi hermano agresivo y rebelde nunca se ha sentido más orgulloso que el día en que por fin pudo pagar la entrada de seis mil dólares, su asidero en el escalón inferior de la clase media. -Se mordió la yema del pulgar-. Lo que se llama huir de una crianza precaria.

– ¿Es ahí donde usted vive mientras está en la ciudad?

Ella reaccionó como si le hubiera presentado una orden de detención.

– ¿En qué otro lugar podría alojarme? No tengo trabajo. No sé cuánto va a alargarse esta situación.

– Es muy natural que viva ahí -replicó él.

– No es que esté hurgando en las cosas de mi hermano. -Cerró los ojos y palideció. Él tomó una foto de cinco melenudos con guitarras y una batería. Ella volvió a mirarle-. Son los Cattle Call, una penosa banda que actúa en un bar llamado Silver Bullet, en las afueras. A Mark le encantan. Tocaban la noche del accidente. Es ahí donde estaba Mark poco antes de que ocurriera. En un armario de la casa he encontrado una caja llena de fotos de la camioneta. Eso podría irritarle.

– Sí, quizá sea mejor que nos lo saltemos por ahora.

Llegaron las pizzas. Lo que Weber había pedido le consternó: piña tropical y jamón. No podía creer que hubiera pedido tal cosa. Karin atacó la Suprema con brío.

– No debería comer pizza. Sé que podría alimentarme mejor. De todos modos, no tomo mucha carne, salvo cuando como fuera de casa. Me sorprende que en esta parte del país se siga vendiendo carne de res. Debería usted oír las cosas que se hacen dentro de esa planta. Pregúntele a Mark. Dejará de comer carne para siempre. ¿Sabe? Tienen que recortarles los cuernos para evitar que los enloquecidos animales se despanzurren entre sí.

Eso no era ningún obstáculo para su apetito. Weber se enfrentaba a su Hawaiana como a un trabajo de etnografía. Por fin la comida terminó, junto con sus palabras.

– ¿Está listo? -le preguntó dubitativa, fingiendo que ella lo estaba.

Una vez en Dedham Glen, Weber le pidió que le dejara una hora a solas con Mark. La presencia de Karin podría obstaculizar una nítida respuesta a la prueba de reacción cutánea.

– Usted manda.

Se pasó los dedos por las cejas y retrocedió, haciendo una reverencia.

Mark estaba solo en su habitación, hojeando una revista de culturismo. Alzó la vista y sonrió.

– ¡Loquero! Aquí está de nuevo. Hagamos otra vez lo de tachar los números y las letras. Ahora estoy preparado para eso. Ayer no lo estaba.

Se dieron la mano. Mark llevaba una camiseta diferente, en esta ocasión con un estampado que consistía en una docena de leyes de Nebraska todavía en vigor. «Las madres no pueden hacer la permanente a sus hijas sin una licencia del estado.» «Si un niño eructa en la iglesia, sus padres pueden ser detenidos.» Llevaba el gorro de punto del día anterior, incluso en la habitación cerrada y caldeada.

– ¿Hoy viene solo o…?

Weber se limitó a alzar las cejas.

– Siéntese aquí, póngase cómodo. No olvide que es usted mayor.

Su risa pareció el graznido de un cuervo.

Weber ocupó el mismo asiento del día anterior, frente a Mark, y emitió los mismos gruñidos en respuesta a la misma risa.

– ¿Te importa que utilice una grabadora mientras hablamos?

– ¿Eso es una grabadora? ¡Me está tomando el pelo! Déjeme verlo. Parece más bien un encendedor. ¿Seguro que no es un agente de Operaciones Especiales…? -Se aplicó el aparato a la mejilla-. «¿Hola? ¿Hola? Si podéis oírme, me retienen aquí contra mi voluntad» ¡Eh! No me mire así. Solo me estaba burlando de usted. -Le devolvió el minúsculo aparato-. Bueno, ¿cómo es que necesita una grabadora? ¿Tiene algún problema?

Hizo girar los dedos alrededor de cada oreja.

– Algo así -admitió Weber.

El día anterior ya había utilizado la grabadora. No tuvo oportunidad de pedir permiso en un principio. Sin embargo, necesitaba ser capaz de reproducir aquel primer contacto al pie de la letra. Había contado con que obtendría el permiso más adelante. Y ahora lo tenía, más o menos.

– Vaya. Fabuloso. En directo y grabado en cinta. ¿Quiere que cante?

– Bien pensado. Adelante.

Mark empezó a canturrear una tonada monótona y desafinada. «Voy a rajarte, voy a despellejarte…» Se interrumpió.

– Bueno, vamos allá. Deme uno de esos presuntos rompecabezas. Es mejor que estar tendido en la cama y agonizando.

– Tengo algunos nuevos. Imágenes misteriosas.

Weber sacó de su cartera el test de reconocimiento facial Benton.

– ¿Misterios? Toda mi puñetera vida es un misterio.

Mark reconoció las imágenes de la misma cara desde distintos ángulos, en distintas posturas y bajo una iluminación diferente. Pero no siempre podía decir cuándo una mirada se dirigía a él. Se las arregló razonablemente bien en la identificación de celebridades, aunque llamó a Lyndon Johnson «algún matón de las altas finanzas» y a Malcolm X «ese doctor Chandler de la serie del hospital». Esa actividad le encantaba. «¿Este tipo? Debe de ser un comediante, si gritar como si te hubieran escaldado el escroto con agua hirviendo fuese divertido. A ver, qué más. Esta tía dice ser cantante, pero eso solo es porque le han retirado la barra de striptease.» También realizaba bien la tarea de distinguir entre rostros reales y formas similares a rostros en dibujos y fotografías. En conjunto, sus puntuaciones de reconocimiento fueron bastante altas, pero tenía dificultades con las emociones de las expresiones faciales convencionales. Sus reacciones tendían a inclinarse hacia el temor y la ira. Sin embargo, dadas las circunstancias, las cifras de Mark no mostraban nada que Weber pudiera considerar patológico.

– ¿Podemos intentar una cosa más? -le preguntó Weber, como si fuese la petición más natural del mundo.

– Lo que sea. Usted dirá.

Weber sacó de la cartera un pequeño medidor y amplificador de la reacción galvánica de la piel.

– ¿Qué te parece si te conecto esto? -Mostró a Mark los electrodos con pinzas para los dedos-. Su función básica es medir la conductividad de la piel. Si te excitas o estás tenso…

– ¿Quiere decir que es como un detector de mentiras?

– Sí, algo parecido.

Mark soltó una risa socarrona.

– ¡No me joda! Vaya chulada. ¡Vamos allá! Siempre he querido probarlo, a ver si reviento uno de esos chismes. -Tendió ambas manos-. Enchúfeme, doctor Spock.

Weber lo hizo y le explicó cada paso.

– La mayoría de las personas muestran un aumento de la conductividad de la piel cuando ven una foto de alguien que le es muy cercano. Amigos, familiares…

– ¿Todo el mundo suda cuando ve a mamá?

– ¡Exactamente! Me gustaría expresarlo así en mi próximo libro.

Desde luego, la metodología era totalmente errónea. Debería hacerse con un operador y un dispositivo lector independientes. Las pruebas de calibrado serían primitivas en el mejor de los casos. No había aleatoriedad ni contradicción insoluble. No había controles. Nada en las imágenes de Karin le proporcionaría una base sólida. Pero no pensaba enviar los datos a una publicación especializada. Solo iba a hacerse una idea aproximada de aquel hombre quebrantado, de los intentos de Mark por recuperar la continuidad de su peripecia vital.

Mark alzó la mano que no estaba conectada.

– Prometo decir la verdad… etcétera, etcétera. Si no, que Dios me castigue.

Miraron juntos las imágenes. Weber pasó las fotos de Karin, observó el movimiento de la aguja y anotó unas cifras.

– ¡Eh! ¡La Homestar! Esta es mi casa. Una preciosidad. La construyeron siguiendo todas mis indicaciones.

La aguja volvió a moverse.

– Este es Duane. Mire a ese capullo gordinflón. Sabe mucho, aunque no sea la mayor lumbrera de la especie. Y este es Rupp, alias Ruptura. Observe su técnica con el taco de billar. Nada mejor que tener a tu lado a este tipo en cualquier situación. Si quiere pasarlo bien de veras, ha de llamar a estos dos.

La foto de su hermana, la de Karin como vampiro gótico, produjo escasa conductancia. Mark cerró los ojos y la apartó. Weber trató de sonsacarle.

– ¿Alguien conocido?

El joven miró la brillante foto de diez por quince centímetros.

– Es… ya sabe. La hija de la familia Addams.

La aguja osciló cuando Mark vio la foto de su bisabuelo.

– El patriarca. De niño vivía en una choza y una vaca cayó a través del tejado. Buenos tiempos aquellos.

La planta de empaquetado de carne produjo una oscilación nerviosa.

– Ahí es donde trabajo. Cielos, han pasado semanas. Confío en que me guarden el puesto. ¿Usted qué cree?

La rectitud de conciencia que sobrevive a su utilidad: Weber lo había visto centenares de veces. Veinte años atrás, su hija de ocho, Jessica, estuvo a punto de morir a causa de una perforación del apéndice, y al recobrar el conocimiento se mostró angustiada porque era demasiado tarde para efectuar su informe oral sobre la danza de las abejas.

– Mire, no puedo perder ese empleo. Es lo mejor que me ha ocurrido desde que murió mi padre. Me necesitan para que mantenga en funcionamiento esas tolvas. He de ponerme en contacto con el jefe lo antes posible.

– Veré lo que puedo averiguar -le dijo Weber.

La aguja se agitó de nuevo ante la foto de la auxiliar de enfermería que se ocupaba de Mark.

– ¡La muñeca Barbie! Bueno, de acuerdo, ya sé que esta señora Gillespie tiene prácticamente su edad, pero sigue siendo una maravilla. A veces creo que es la única persona que ha sobrevivido a la invasión de los androides.

También reaccionó a la foto de Bonnie Travis. De hecho, al observar el medidor mientras Mark examinaba la foto, Weber descubrió algo que Karin Schluter no había mencionado.

Mark asintió al ver la foto de Cattle Call. La aguja no indicó que Mark asociara a aquel grupo con la inquietud de su última noche indemne.

– Estos tipos están bien. No tienen nivel para tocar en Omaha ni nada de eso, pero sentido musical no les falta, y hasta un poco de sonido High Lonesome, dos cosas que no son fáciles de combinar, créame. Si quiere, le llevaré a escucharlos.

– Podría ser interesante -respondió Weber.

Cuando Mark vio la foto de sus padres, apareció en la pantalla otra línea recta. Mark se metió la mano no conectada bajo el gorro de lana y se rascó la cabeza.

– Sé qué es lo que quiere que le diga. Este se parece a Harrison Ford y Finge ser mi padre. Esta… es la idea que alguien tuvo de mi madre en un buen día. Pero la verdad es que se parecen como un huevo a una castaña. Espere un momento. -Recogió el montón de fotos y las estrujó-. ¿De dónde las ha sacado?

Había sido una estupidez no preverla, pero la pregunta cogió desprevenido a Weber. Revisó velozmente todas las mentiras posibles. Entonces apoyó la cara en el puño, miró a Mark a los ojos y no dijo nada.

Las teorías se agolparon en la mente de Mark, y se puso frenético.

– ¿Se las ha dado ella? ¿No se da cuenta de lo que está ocurriendo? Creía que era usted un famoso prodigio intelectual de la Costa Este. Ella les roba estas buenas fotos a mis amigos. Entonces contrata a actores que se parecen un poco a mi familia. Hace unas cuantas fotos. ¡Y ya está! De repente, tengo toda una nueva historia. Y, como nadie conoce la verdadera, tengo que cargar con ella.

Golpeó la foto de sus padres con el dorso de la mano. Arrojó el rimero de fotos sobre la mesa, entre ellos, y se quitó de los dedos las pinzas de los electrodos.

Weber recogió la foto del padre de Mark Schluter.

– ¿Podrías decirme qué es exactamente en lo que no parece…?

Mark le arrebató la foto de las manos. La rompió por la mitad, casi decapitando a su padre, y tendió los fragmentos a Weber.

– Un regalo para la señorita Espacio Profundo… -Se oyó un grito ahogado procedente del pasillo. Mark se apresuró a levantarse-. ¡Eh! Si quieres espiarme, ven aquí…

Se dirigió a la puerta, dispuesto a ir en su busca. Karin entró bruscamente en la estancia.

Pasó rozando a su hermano y recogió los trozos de fotografía.

– Pero ¿qué crees que estás haciendo, destrozando así a tu propio padre? -Le amenazó con los fragmentos-. ¿Cuántas fotos como esta crees que tenemos?

Su actitud hizo que él se detuviera en seco. La pura cólera de Karin le desconcertaba. Permaneció quieto, dócil, mientras ella encajaba los pedazos y evaluaba los daños.

– Se pueden pegar con cinta adhesiva -dijo por fin. Miró furibunda a su hermano, sacudiendo la cabeza-. ¿Por qué haces esto?

Se sentó en la cama, temblorosa. Mark se sentó también, sumiso ante algo demasiado grande para su comprensión. Weber se limitaba a observar. En eso consistía su trabajo, en observar e informar. A lo largo de veinte años se había labrado toda una reputación al exponer la inadecuación de la teoría neuronal frente a su gran humilladora, la observación.

– ¿Qué sientes en este momento? -preguntó.

– ¡Ira! -gritó Karin, antes de darse cuenta de que la pregunta no era para ella.

Cuando Mark habló, lo hizo en un tono mecánico.

– ¿Por qué le interesa saberlo? -Echó la cabeza atrás-. Usted no lo comprende. Viene de Nueva York, donde cada quisque es Dios o algo por el estilo. Aquí la gente… Mire, mi hermana es rara, pero es la única aliada que tengo. Solos ella y yo contra todo el mundo. ¿Esta mujer? -Señaló a Karin y soltó un bufido-. Ya ha visto que ha intentado atacarme. -Se sentó en la mesa de las pruebas y se echó a llorar-. ¿Dónde está? La echo de menos. Quisiera verla de nuevo, aunque solo fuera durante cinco segundos. Temo que pueda haberle ocurrido algo.

Karin Schluter sollozó también. Alzó las palmas y dio un par de pasos hacia la puerta, pero se detuvo y volvió a sentarse. La cinta de la grabadora giraba. En algún rincón de su mente, Weber estaba ya escribiendo aquella extraña escena. Mark jugueteaba con el medidor de la reacción galvánica de la piel y dirigía miradas aterradas a su alrededor. Entonces, como electrificado por la corriente, cerró el puño y se irguió.

– Escuche. Acabo de tener una idea. ¿Podemos intentar algo? ¿Podría usted…?

Mark tendió a Weber las pinzas de los electrodos. El doctor pensó en negarse, tan afablemente como le fuera posible, pero en dos décadas de investigación nadie había rechazado jamás sus pruebas. Sonriente, se fijó los contactos en las yemas de los dedos.

– Dispara cuando quieras.

Mark Schluter deslizó la pelvis hacia delante. Sus miembros se movían como las aspas de un molinillo de hojalata. De un bolsillo de los tejanos extrajo un papel arrugado. Al verlo, su hermana gimió de nuevo. Mark observó el medidor. Desdobló el papel y se lo tendió a Weber. Con una caligrafía frenética, defectuosa, casi ilegible, alguien había garabateado:

No soy nadie,

pero esta noche en la carretera North Line

DIOS me ha conducido a ti

para que puedas vivir

y traer de vuelta a alguien más.

– ¡Mire! -exclamó Mark-. Se ha movido. La aguja ha saltado. Ha subido hasta aquí. ¿Qué significa esto? Dígame qué significa.

– Tendrás que calibrarlo -respondió Weber.

– ¿Había visto antes esta nota? -Mark mantenía la mirada fija en el medidor-. ¿Sabe quién la ha escrito?

Weber sacudió la cabeza.

– No. -Una pura y extraña curiosidad.

– ¡Ha vuelto a moverse! No me joda, hombre. De lo que estamos hablando aquí es de mi vida.

– Lo siento. Ojalá pudiera decírtelo, pero no sé nada de ello.

Incluso a él mismo le sonaban a falsas estas palabras.

Indignado, Mark le hizo una seña para que se quitara las pinzas de los dedos. Señaló hacia la cama.

– Conéctela a ella.

Karin se puso en pie, agitando ambas manos.

– Te he dicho cien veces todo lo que sé de esa nota, Mark.

Él no cejó hasta que ella estuvo sentada y con las pinzas de los electrodos en los dedos. Entonces le lanzó una andanada de preguntas. ¿Quién ha escrito esto? ¿Quién lo encontró? ¿Qué significa? ¿Qué tengo que hacer con esto? Karin respondió a cada acusación con creciente impaciencia.

– ¡No ha pasado nada! -exclamó Mark-. ¿Significa esto que está diciendo la verdad?

Significaba que la conductancia de su piel se mantenía invariable.

– No significa nada -dijo Weber-. Tienes que calibrarlo.

Por la tarde, antes de marcharse, Weber se lo planteó a Mark.

– Hay un síndrome llamado Capgras. Es muy infrecuente que suceda, pero a veces, cuando el cerebro sufre una lesión, uno pierde la capacidad de reconocer…

Le interrumpió un grito primigenio.

– Joder, doctor, no empiece con eso. Es lo mismo que dice el médico del hospital. Pero él está conchabado. Esa mujer debe de mamársela o algo así. -Miró fijamente a Weber, con un ruego en los ojos-. Creía que podía confiar en usted, loquero.

Weber se acarició la barba.

– Claro que puedes confiar -le dijo, y guardó silencio.

– Además -le suplicó con un hilo de voz-, ¿no resulta más científico aceptar la explicación más verosímil?

Aquella noche, en el MotoRest, las palabras de Sylvie por teléfono fueron como bálsamo para sus heridas.

– ¡Ah! Conozco esa voz. Espera… no me lo digas. Eres el hombre que antes vivía aquí.

Él no podía recordar nada de lo que quería decirle. No importaba. Ella estaba cebada con sus propios relatos.

– Tu brillante hija Jessica acaba de obtener una beca de la Nacional Science Foundation para jóvenes investigadores. Parece ser que este año todavía pueden destinar fondos a la búsqueda de planetas. -Mencionó una suma considerable-. En California tendrán que darle un puesto permanente, solo por el botín que ella está consiguiendo.

Jess, su Jess. ¡Mi hija! ¡Mis ducados!

Sylvie le habló de la larga aventura del día, sus intentos de atrapar a una familia de mapaches que tenían habituales reuniones de club del libro en el desván de los Weber. Se proponía capturarlos vivos y llevarlos en coche dando vueltas durante mucho tiempo y a plena luz del día, para aturdidos antes de abandonarlos detrás de unas galerías comerciales en el pueblecito de Centereach.

– Bueno, ¿qué has aprendido hoy de tu paciente con problemas de identificación? -le preguntó finalmente.

Él se recostó en la cama de motel, cerró los ojos y mantuvo contra la mejilla el teléfono que parecía un calzador.

– Hay una fina hojita de papel de plata colocada entre ese joven y la disolución. Basta con mirarle para que todo cuanto creo saber sobre la conciencia se volatilice.

La conversación cambió de rumbo. Weber tuvo dificultades en saber por dónde quería ir. Preguntó por el tiempo que hacía en Chickadee Way, por el aspecto que presentaba el lugar.

– La bahía Conscience estaba espléndida, cariño. El agua parecía cristal, como el tiempo inmovilizado.

– Me lo imagino -replicó él.

La aguja habría saltado.

Trabajó hasta altas horas en sus notas. Un frío húmedo de junio, que se burlaba de la imagen que él tenía de las Grandes Llanuras, saturaba la habitación. No encontró la manera de cerrar el aire acondicionado o de abrir una ventana. Se tendió en la cama, iluminado por el resplandor ámbar del reloj digital, entregado a una evaluación de sí mismo. Llegó la medianoche y pasaron las horas, y sus ojos no se cerraban. Él había visto antes la nota. Karin Schluter la fotocopió y la guardó en la gruesa carpeta que le había enseñado el primer día. Ahora, totalmente insomne, trató de decidir si había mentido al decir que no la conocía, o si tan solo se había olvidado.

* * *

Había visto cómo es la auténtica ceguera a los rostros, y en el caso de Mark no se trataba de eso. En todos sus libros aparecía cierto grado de agnosia: ceguera a los objetos, ceguera a los lugares, ceguera a la edad o la expresión o la mirada. Había escrito acerca de personas que no podían distinguir los alimentos, los coches o las monedas, aunque una parte de sus cerebros aún podía interactuar con aquellos objetos que les desconcertaban. Había contado la historia de Martha T., entusiasta de la ornitología, que de la noche a la mañana perdió la capacidad de distinguir un abadejo de un carpintero de pechuga roja, y sin embargo aún podía describir con detalle en qué se diferenciaban las aves. En varias ocasiones había descrito en sus obras la prosopagnosia. El cerebro se adaptaba sin cesar a las enfermedades realmente vertiginosas.

En El país de la sorpresa aparecía Joseph S. A los veintipocos años un atracador le hirió en la cabeza con una pistola de pequeño calibre, dañando una reducida zona de la región inferotemporal derecha, la circunvolución fusiforme. Perdió la capacidad de reconocer a sus conocidos, amigos, familiares, seres queridos y celebridades. Podía pasar por el lado de cualquiera sin reconocerlo, por muy recientemente que se hubieran encontrado. Incluso le resultaba difícil reconocer su imagen reflejada en el espejo.

– Sé que son rostros -le dijo Joseph S. a Weber-. Puedo ver las diferencias en cada facción, pero no se distinguen. No significan nada para mí. Piense en las hojas de un arce enorme. Ponga dos cualesquiera una al lado de la otra y verá lo diferentes que son. Pero mire el árbol y trate de nombrar las hojas.

Nada que ver con la memoria: Joseph podía hacer con cierto detalle descripciones precisas de los rasgos que sus amigos deberían tener, pero era incapaz de reconocer esos rasgos cuando los veía reunidos en un rostro.

A pesar de su grave lesión, John S. se doctoró en matemáticas y emprendió una carrera universitaria coronada por el éxito. En las pruebas para determinar el cociente intelectual, puntuó por encima de lo establecido como máximo, sobre todo en razonamiento espacial, navegación, memoria y rotación mental. Le describió a Weber sus complejos sistemas compensatorios: indicaciones de la voz, la indumentaria, el tipo corporal y las minúsculas proporciones entre la separación de los ojos, la longitud de la nariz y el grosor de los labios. «Me he vuelto lo bastante rápido para engañar a mucha gente.»

Tan solo los rostros: nada más le creaba problemas. De hecho, tenía más destreza que la mayoría para percibir pequeñas diferencias en objetos casi idénticos, guijarros, calcetines, ovejas. Pero sobrevivir en la sociedad dependía de la posibilidad de realizar constantemente unos asombrosos cálculos faciales como si fuesen un juego de niños. Joseph S. vivía como un espía detrás de las líneas enemigas, realizando por medio de complicadas operaciones matemáticas y algoritmos lo que todos los demás hacían con la facilidad con que respiraban. Cada momento en público exigía estar totalmente alerta. El paciente creía que el problema contribuyó a la ruptura de su primer matrimonio. Su mujer no soportaba que tuviera que estudiarla a fondo a fin de distinguirla entre otras personas. «A punto estuvo de costarme también mi matrimonio actual.» Una tarde, vio en el campus a su segunda esposa y la abrazó. Solo que no era su esposa. No era nadie a quien conociera. Weber escribió:

Lo que consideramos un único y sencillo proceso es en realidad una larga cadena de montaje. La visión requiere una cuidadosa coordinación entre treinta y dos o más módulos cerebrales independientes. Reconocer un rostro necesita por lo menos una docena… Estamos programados para identificar rostros. Dos galletas Oreo y una zanahoria pueden hacer que un niño aúlle o se ría. Ahora bien, las numerosas y delicadas conexiones entre los módulos pueden romperse por varios lugares distintos…

Según las zonas dañadas, una persona podría perder su capacidad de distinguir el sexo, la edad, la expresión emocional de un rostro o hacia dónde dirige este su atención. Weber mencionaba a un paciente que era totalmente incapaz de decidir lo atractiva que parecía una cara determinada. En su propio laboratorio, reunió datos según los cuales algunos pacientes con ceguera a los rostros en realidad cotejaban caras sin que su mente consciente lo supiera.

Pocas eran las semanas en las que no recibía cartas de ansiosos lectores que se debatían con una u otra forma atenuada de incapacidad de reconocer a viejos conocidos. A algunos les consolaba la demoledora premisa de Weber: la de una simple peculiaridad neurológica que revelaba que todo el mundo padecía alguna forma de prosopagnosia. Incluso el reconocimiento normal falla cuando la cara observada está boca abajo.

Mark Schluter no era ciego a los rostros, sino todo lo contrario: veía diferencias inexistentes. A quienes más se parecía Mark era a las personas que Weber había conocido y para las que cada cambio de expresión podía dar origen a un nuevo y distinto individuo. Esa pesadilla se proyectó en el interior de los párpados cerrados de Weber poco antes de dormirse, mientras miraba el millón de hojas de un árbol que se alzaba por encima de él, cada hoja una vida con la que alguna vez tuvo contacto, un momento en una vida, incluso un aspecto emocional particular de ese momento aislado, cada mirada un objeto independiente que identificar, único y multiplicándose en miles de millones, más allá de la capacidad humana de simplificar por medio de nombres…

* * *

A la tercera mañana se personó en Dedham Glen. Necesitaba más psicometría, hacer pruebas en busca de unas tendencias al delirio más claras. Encontró el lugar con facilidad. Pese a la maraña del valle fluvial, la ciudad era una hoja de papel de gráfica. Dos días en aquella cuadrícula perfecta y, siempre que uno no tuviera lesiones que afectaran a la orientación espacial, podría encontrar cualquier lugar.

Tres niños gigantes estaban sentados en el suelo alrededor del televisor de Mark. Este, con su gorro de lana puesto, se encontraba entre un tejón con uniforme de presidiario y un hombre de pecho como un barril, con gorro de caza y chándal. Weber los reconoció por las fotografías de Karin.

En la pantalla, una carretera a través de un ondulante paisaje marrón se extendía desde el horizonte. Las luces traseras de unos coches de chasis bajo avanzaban serpenteando por el asfalto. Los tres jóvenes sentados sufrían sacudidas a la vez que las luces traseras, a la manera en que lo hacía a veces Jessica, que era diabética, en la fase intermedia del shock insulínico. Las imágenes parecían de cine casero, una carrera automovilística real filmada con cámara manual y con una vibrante banda sonora tecno a un volumen excesivo. Entonces Weber vio los cables. Cada miembro del trío estaba unido por un cordón umbilical a una consola de juego. La carrera, en parte película normal y en parte dibujos animados, derivaba a medias de los cerebros del trío.

Los cables le recordaban a Weber sus tiempos de licenciado, en el ocaso del conductismo: viejos experimentos de laboratorio con palomas y monos, criaturas a las que habían enseñado a no querer nada más que apretar botones y mover palancas durante todo el día, fusionándose con la máquina hasta que caían exhaustos. Los tres hombres se habían convertido en la música sinuosa, la carretera serpenteante y el rugido del motor, pero no mostraban señales de que fueran a desfallecer de un momento a otro. Los cambios en la pantalla producían cambios en la fisiología, que volvían a reflejarse en el mundo de la pantalla.

La cinta de la carretera viró con brusquedad a la derecha y flotó antes de caer. Los automóviles se alzaron, el morro en el aire. Entonces se oyó el crujido del acero cuando el chasis volvió a entrar en contacto con el suelo, y los tres cuerpos absorbieron el impacto. Los motores chirriaron, ahogándose en el firme. El ruido era como de olas rompientes mientras los conductores metían marchas superiores. Unas motas visibles más adelante, en la pendiente, fueron agrandándose hasta convertirse en otros vehículos a toda velocidad, a los que los coches en primer plano trataban de adelantar. Era imposible saber dónde tenía lugar la carrera. Algún lugar desierto. Algún estado rural con más vacas que personas, a medio camino entre la pradera y el desierto. Unas pocas urbanizaciones de casas exactamente iguales, estaciones de servicio, galerías comerciales… el montaje escenográfico del juego electrónico, que podría ser el interior de Norteamérica. Llovió durante unos segundos. Entonces la lluvia se convirtió en aguanieve y esta en nieve. La luz del día cedió el paso a la oscuridad. Al cabo de un momento se alzó la noche, mientras la carrera proseguía unas decenas de kilómetros más por la imaginaria carretera.

Fuera cual fuese la lesión que padecía Mark Schluter, sus pulgares y la conexión de los mismos seguían intactos. Los recientes estudios de un colega de Weber indicaban que enormes zonas de la corteza motora de los niños enganchados a los juegos electrónicos se volcaban en los pulgares, y que muchos ejemplares de la emergente especie Homo ludens favorecían ahora los pulgares en detrimento de los dedos índices. El control de mando del juego había consumado por fin uno de los tres grandes saltos de la evolución de los primates.

Los tres jóvenes sentados en el suelo se tocaban mutuamente con los codos, y sus cuerpos eran extensiones de los coches que pilotaban. Apareció una zona abierta donde la carretera dejaba de culebrear y avanzaba recta entre colinas arenosas hacia una línea de meta ya visible. Los corredores aceleraron, empujándose unos a otros para conseguir una mejor posición. Llegaron a una última curva a la derecha. Uno de los coches derrapó hacia la cuneta y coleó. El conductor compensó en exceso el desvío y, al volver al centro de la carretera, chocó con los vehículos de sus compañeros. Los tres coches quedaron trabados y se elevaron en un espectacular tirabuzón. Se desplomaron sobre una hilera de vehículos más lentos que estaban llegando a la meta. Uno de los coches salió rebotado y se estrelló contra la tribuna llena de gente. La pantalla se convirtió en una mancha brillante. La gente huía en todas direcciones, como termitas que evacuaran su nido incendiado. El coche estalló con una llamarada oleaginosa. Se elevó un grito que trazó un arco en el aire y cayó al suelo convertido en risa. De entre las llamas salió el conductor con traje ignífugo, chamuscado del casco a las botas, y se puso a bailar como un loco.

– Hostia puta -dijo el gañán con aspecto de tejón- Eso es lo que yo llamo un gran final, Gus.

– Joder, es increíble -confirmó el del pecho como un tonel-. La bola de fuego más grande que he visto jamás.

Pero el tercer conductor, el único al que Weber había ido a ver, se limitó a decir monótonamente:

– Esperad. Dadme ese cacharro. Una vez más.

Ahora que los motores estaban en silencio, el tejón alzó la vista y vio a Weber en el umbral. Codeó ligeramente a Mark.

– Tenemos compañía, Gus.

Mark se dio la vuelta, los ojos brillantes y asustados al mismo tiempo. Al ver a Weber, resopló.

– No es compañía. Es el Alienista. Un hombre famoso, mucho más famoso de lo que cree la mayoría de la gente.

– ¿Quiere jugar un poco? -le ofreció el que llevaba el gorro de caza-. De todos modos, ya estábamos terminando.

Weber se metió la mano en el bolsillo y encendió la grabadora.

– Adelante -replicó-. Dad otra vuelta. Yo me quedaré aquí sentado, pensando en mis cosas.

– ¡Eh! Qué manera de comportarme. ¿Dónde están mis modales? -Mark se puso en pie y presentó orgullosamente a sus amigos-. Aquí tiene a Duane Cain, loquero, y ese de ahí… -Señaló al tejón-. Eh, Gus. ¿Quieres decirme otra vez quién diablos eres? -El tejón hizo un gesto obsceno con un dedo. Mark se echó a reír, una risa que era como el ruido de una bombona de gas que se vaciara-. Lo que tú digas. Este es Tommy Rupp. Uno de los mejores conductores del mundo.

Duane Cain soltó una risotada.

– ¿Conductores? Golfistas, si acaso.

Weber observó al trío que maniobraba para situarse de nuevo en la línea de salida. La primera vez que vio una de aquellas cajas tenía treinta y cuatro años. Había ido en busca de Jessica, entonces de siete años, a casa de una amiga. Vio a las chicas ante la pantalla y las regañó. «¿Qué clase de niñas sois, viendo la televisión cuando hace un día tan estupendo?»

La pregunta hizo que las pequeñas lanzaran burlones aullidos. Respondieron en tono despectivo que aquello no era televisión. En realidad, se trataba de una mesa de ping-pong lobotomizada y puesta de lado. Él contempló la escena fascinado. No el juego, sino a las niñas. El juego era ruidoso, monótono y repetitivo. Pero las dos chicas habían emprendido el vuelo, se encontraban en algún lugar del profundo espacio simbólico.

– ¿Por qué esto es mejor que el verdadero ping-pong? -le preguntó a la pequeña Jess.

Quería conocer de veras la respuesta. El mismo interrogante que le acosaba en su trabajo. ¿Qué peculiaridad tenía la especie que salvaba el símbolo y descartaba la cosa que representaba?

Su hija de siete años suspiró.

– Papá… -le dijo ella, con ese primer atisbo de desdén hacia la edad adulta y sus dificultades para entender lo evidente-. Así es más limpio.

Su hija nunca miró atrás. Ocho años después, se montó su primer ordenador a base de elementos sueltos. A los dieciocho lo utilizaba para analizar los trazos luminosos recogidos por un telescopio situado en el patio trasero. Ahora, casi con treinta y residente en California, el más abstracto de los estados, conseguía subvenciones de la Nacional Science Foundation para descubrir nuevos planetas, al menos uno que seguramente resultaría ser más limpio que la Tierra.

El trío de muchachos conferenciaba sin palabras. Daban vueltas de intrincado ballet más allá del alcance de cualquier coreógrafo. Weber observaba a Mark en busca de signos de déficit. No podía saber qué grado de coordinación había tenido en el pasado. Pero incluso ahora el muchacho era capaz de trazar círculos alrededor de Weber en cualquier vehículo, real o ilusorio. Conducía como un maníaco. La asombrosa bola de fuego que aparecía en ocasiones no provocaba más que una risa viscosa.

Weber estaba anotando los movimientos oculares de Mark cuando un grito hizo vibrar el aire de la habitación. Parecía otro de los terribles efectos especiales del juego. Al volverse vio a Karin en el umbral, el rostro encendido. Se había llevado las manos a la nuca. Extendió los codos a los lados.

– ¿Seréis animales? Pero ¿qué creéis que estáis haciendo?

Los jóvenes se levantaron. Tom Rupp fue el primero en recuperarse.

– Pensamos que podríamos hacer compañía a nuestro amigo. Necesitaba un poco de diversión.

Karin se asió el cuello con la mano izquierda, mientras la derecha cortaba el aire.

– ¿Os habéis vuelto locos?

La injusticia de que era objeto crispó el rostro de Duane Cain.

– ¿Quieres volver a tu Prozac un momento? Solo estamos aquí para hacerle compañía.

Agitando la mano, Karin señaló el videojuego, la carretera todavía serpenteando sin objeto de un lado a otro de la pantalla.

– ¿Compañía? ¿Así llamáis a hacerle pasar por eso de nuevo?

Miró a Weber, acusándole de traición con la mirada.

– A él no le parece mal -replicó Rupp-. ¿Verdad, colega?

Mark sujetaba su control de mando, una mejilla contraída.

– Estábamos haciendo lo que siempre hacemos. -Alzó el control de mando-. ¿Qué tiene esto de malo?

– Exactamente. -Cain miró a Weber, y entonces de nuevo a Karin-. ¿Comprendes lo que quiero decir? No es que sea real ni nada de eso. No estamos poniendo a nadie en peligro.

– ¿Vosotros dos no tenéis trabajo? ¿O es que ya nadie se atreve a daros empleo?

Rupp se le acercó, y ella retrocedió hacia la puerta.

– Este mes he llevado a casa tres mil cien dólares. ¿Qué me dices de ti?

Karin cruzó los brazos bajo los senos y contempló el suelo. Weber percibió que había entre ellos alguna cuestión antigua y sin resolver.

– ¿Trabajar? -terció Duane-. Es domingo, por el amor de Dios.

Mark soltó una risita.

– Ni siquiera Dios se deslomó todos los días, sargento.

– Marchaos -ordenó ella- Id a matar unas cuantas vacas.

En los labios de Rupp apareció una sonrisita agridulce, y se pasó el dorso de las uñas por la mejilla.

– Déjalo, señora Gandhi. Golpeas a una vaca cada vez que le hincas el diente a una hamburguesa. ¿Sabes qué creo? Que nuestro amigo tiene razón. Unos terroristas árabes han secuestrado a Karin Schluter y la han sustituido por una agente extranjera.

Duane Cain miró con nerviosismo a Weber. Pero Mark se limitó a reír como un ruidoso cencerro. Karin se abrió paso entre los hombres hasta llegar al lado de su hermano. Le quitó el control de mando y lo colocó sobre la consola. Sacó el disco de la máquina y la pantalla se volvió azul. Se acercó a Weber y le dio el ofensivo objeto. Entonces le tocó el hombro.

– Pregunte a esos dos qué saben del accidente de Mark.

Su hermano lanzó un grito.

– ¡Eh, oye! ¿Es que estás drogada?

– Jugaban a esta clase de juegos, solo que en carreteras rurales de verdad.

Mark se inclinó hacia Weber.

– A eso es a lo que me refería cuando le hablé de ella -susurró.

Tom Rupp adoptó un aire despectivo.

– Esto es difamación. ¿Tienes la más mínima prueba…?

– ¡Prueba! No me hables como si fuese un policía tarado. ¿Quién te crees que soy? Soy su hermana. ¿Me oyes? Es de mi propia sangre. ¿Quieres pruebas? He estado allí. Hay tres series de huellas.

Mark se dejó caer en la butaca al lado de Weber.

– ¿Dónde? ¿Qué huellas?

Se acurrucó, agarrándose por los codos.

Duane Cain formó una T con las manos.

– Hora de respirar profundamente. ¿Sería pedir demasiado que todos nos calmásemos un momento?

– Tal vez hayáis conseguido engañar a la policía, pero os hago personalmente responsables. Si las cosas no mejoran…

– ¿Qué dices? -replicó Mark-. No van a estar mejor de lo que ya están.

Tom Rupp meneó la cabeza.

– A ti te pasa algo grave, Karin. Podría serte útil consultar con el profesional, ya que está aquí.

– ¿Y lo de hacerle participar en juegos de carreras, arrastrarle de nuevo a todo aquello como si nada hubiera ocurrido? ¿Es que habéis perdido el juicio?

Mark se levantó bruscamente.

– ¿Quién te crees que eres? ¡No tienes ninguna autoridad!

Se abalanzó sobre ella con los brazos extendidos. Karin se volvió instintivamente hacia los de Rupp, que se abrieron para protegerla. Mark se detuvo en seco, se llevó las manos al cuello y gimió. No era mi intención. No es lo que piensas.

Weber observaba la refriega, imaginando ya cómo se la contaría a Sylvie. Ella no se mostraría nada comprensiva. Eras tú quien quería salir del laboratorio, querías ver esto de cerca, antes de morirte.

Karin se apartó de los brazos de Rupp.

– Lo siento, pero los dos tenéis que iros.

– Ya nos vamos.

Rupp hizo un vigoroso saludo de guardia nacional, que Mark imitó por reflejo.

Duane Cain tendió el brazo en dirección a Mark e hizo oscilar el pulgar y el índice extendidos.

– Cuídate, hermano. Volveremos.

Cuando se hubieron ido y retornó la calma, Weber se volvió hacia Karin.

– Creo que Mark y yo deberíamos quedarnos solos un rato. -Mark señaló a su hermana con dos dedos y se rió. El rostro de Karin se ensombreció. No había creído a Weber capaz de semejante traición. Dio media vuelta y salió de la habitación. Weber la siguió al pasillo, llamándola hasta que ella se detuvo-. Lo siento. Tenía que observar a Mark con sus amigos.

Ella exhaló y se restregó las mejillas.

– ¿Con sus amigos? Ese aspecto de su vida no ha cambiado.

Algo se le ocurrió entonces a Weber, algo sobre lo que había estado leyendo la víspera.

– ¿Cómo la ve su hermano cuando habla con él por teléfono?

– Yo… no le he llamado. Estoy aquí todos los días. Detesto el teléfono.

– Vaya, eso es algo que tenemos en común.

– No le he llamado desde el accidente. No tenía sentido. Me habría colgado. Por lo menos eso es algo que no puede hacer cara a cara.

– ¿Le gustaría hacer un experimento?

Ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.

Mark Schluter estaba sentado jugueteando con un mando de control de videojuego, dándole vueltas en las palmas como si fuese un bivalvo herméticamente cerrado que no pudiera abrir. Faltaba algo en el juego. Miró a Weber, implorante.

– ¿Ha hecho algún plan secreto con ella?

– No exactamente.

– ¿Cree que tiene razón?

– ¿Sobre qué?

– Sobre esos tipos -respondió Mark.

– No sabría decírtelo. ¿Tú qué crees?

Mark hizo una mueca. Aspiró aire y lo retuvo durante quince segundos mientras se tocaba la cicatriz de la traqueotomía.

– El psiquiatra es usted, ¿no? Tiene que explicarme esta cabronada.

Weber echó mano de su experiencia profesional.

– Podríamos hacer unos test que nos ayudarían a descubrir lo que ocurrió.

No era exactamente una mentira. Había visto cosas más raras. Como expectativa esperanzadora cumplía bastantes requisitos.

Trabajaron durante mucho rato. Mark se encorvó sobre los test, aferrando el bolígrafo con tanta tenacidad como había asido el mando de control. Pese a lo mucho que le costaba concentrarse, logró completar la mayor parte de las tareas. Mostraba cierto deterioro cognitivo. Su madurez emocional estaba por debajo de la media, pero no mucho más, supuso Weber, que la de los otros participantes en la confrontación de la mañana. En ese aspecto, hoy día todos los habitantes de Norteamérica habrían puntuado por debajo de la media. Evidenciaba ciertos síntomas de depresión, pero a Weber le habría sorprendido que no fuese así. En el verano de 2002, estar al borde de la depresión era una señal indicadora de reacción adecuada.

Otros test sacaron a relucir una paranoia. Hasta mediados de la década de 1970, muchos expertos sostenían que el síndrome de Capgras era el producto secundario de un estado paranoico. En un cuarto de siglo se había invertido la relación de causa y efecto. A fines de los años noventa, Ellis y Young sugirieron que los pacientes que perdían la respuesta afectiva hacia las personas conocidas se convertirían, con toda probabilidad, en paranoicas. Siempre sucedía lo mismo con las ideas: remóntate lo suficiente, y verás que las nubes en movimiento causan el viento. Si Weber vivía para verlas, unas inversiones más desatinadas estaban en camino. Llegaría el día en que la última relación de causa y efecto desaparecería en bosques de redes enmarañadas.

Pero era indiscutible que el Capgras y la paranoia se correlacionaban. Por ello no fue sorprendente que las puntuaciones de Mark mostraran unas suaves tendencias paranoicas. Lo que los test de Weber no podían determinar era qué clase de horror mantenían a raya los destellos de manía persecutoria y de payasadas.

A Mark le maravillaba la cháchara profesional de Weber.

– ¡Fantástico! Si pudiera hablar como usted, no habría día que no echara un polvo.

Se puso a imitar la jerga psiquiátrica, y lo hizo de una manera lo bastante convincente para sacarse un buen sueldo en algún lugar de la Costa Oeste.

– Voy a leerte un relato, y quiero que lo repitas -le dijo Weber. Tomó el texto estándar y lo leyó a un ritmo normal-. «Hace mucho tiempo, un campesino cayó enfermo. Fue al médico del pueblo, pero no logró curarle. El médico le dijo: "Solo la mirada de alguien feliz hará que seas feliz de nuevo". Así pues, el campesino recorrió el pueblo en busca de alguien feliz, pero no encontró a nadie. Se fue a casa. Pero antes de que llegara a su granja, vio un ciervo de aspecto feliz que corría por las colinas, y empezó a sentirse un poco mejor.» Ahora repítemelo.

– Como quiera -gruñó Mark-. Bueno, tenemos a un tipo que se quedó hecho polvo y tuvo una depresión. Fue al hospital, pero nadie podía ayudarle. Le dijeron que fuese en busca de alguien más feliz que él, así que fue al centro de la ciudad, pero no pudo encontrar a nadie. Entonces se fue a casa. Pero por el camino vio a ese animal y pensó: «Este bicho es más feliz que yo». Fin.

Se encogió de hombros, esperando su puntuación y despreciándola al mismo tiempo.

Aquella tarde, durante una pausa de los test, Mark preguntó:

– ¿Usted también está montado?

La grabadora aún estaba en marcha. Weber se lo tomó con desenfado. La criatura a la que estaba cazando se había relajado en un lugar soleado, frente a él.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿También le han construido a base de piezas?

El sencillo tono de voz, la tranquila actitud corporal: podría estar saludando a un vecino por encima de la valla. Amablemente cortés, pero situado al borde del abismo insondable.

– ¿Crees que no soy humano?

– «No sabría decírtelo» -le imitó Mark-. «¿Tú qué crees?» -Sus ojos se volvieron hacia algo que se movía detrás de Weber-. ¡Eh! ¡Muñeca Barbie!

Weber se volvió, sorprendido. Barbara Gillespie estaba a su lado, vestida con un traje sastre de color ocre apropiado para ir a una entrevista de trabajo. Le saludó disimuladamente en una fracción de segundo antes de dirigirse a Mark.

– ¡Señor S.! Tiene que someterse a un cambio de aceite completo.

Mark dirigió a Weber una mirada llena de júbilo canalla.

– No se preocupe. No es tan interesante como suena ni mucho menos.

Barbara miró a Weber.

– ¿Vuelvo más tarde? ¿Necesitan más tiempo?

La tácita alianza hizo que Weber se sintiera nervioso.

– A decir verdad, habíamos terminado.

Ella le miró de soslayo, casi un interrogante. Se volvió hacia Mark y señaló el baño.

– ¡Ya has oído al doctor!

Mark se puso en pie. Cruzó rápidamente la puerta del baño, pero al cabo de un instante salió.

– Creo que voy a necesitar ayuda.

– Bien pensado, cariño. Pero esta vez déjate puesta la toalla, ¿de acuerdo?

– ¡Me ha llamado cariño! La ha oído, loquero, ¿no es cierto? ¿Testificará ante el tribunal?

Cuando la puerta volvió a cerrarse, Barbara se volvió hacia Weber y le sostuvo la mirada: de nuevo la conexión que le hacía sentirse incómodo.

– ¿Podría tomar nota de que su impulso sexual no parece afectado?

Weber se tocó el lóbulo de la oreja.

– Perdóneme por hacerle la pregunta más trivial del mundo. ¿Nos hemos visto antes?

– ¿Quiere decir antes de un par de días atrás?

Él no sonrió. Había llegado a una edad en la que toda persona que encontraba en su camino encajaba en una de las treinta y seis plantillas fisiognómicas disponibles. El número de personas a las que había visto una sola vez en su vida alcanzaba unas proporciones apabullantes. Alrededor de los cincuenta años había cruzado el umbral tras el que cada persona nueva a la que conocía le recordaba a otra. El problema se exacerbaba cuando completos desconocidos le saludaban con familiaridad. Podía cruzarse con alguien en los pasillos del centro médico universitario y, seis meses después, verle en unas galerías comerciales, abrumado por la sensación de que esa persona tenía alguna clase de relación profesional con él. Las praderas vírgenes de Nebraska eran un paraíso, después de los campos minados de Long Island y Manhattan. Sin embargo, había dispuesto de dos días para situar a aquella mujer y aún no lo había conseguido.

Barbara procuró no sonreír.

– Si nos hubiésemos visto antes, lo recordaría.

De modo que sabía quién era él, tal vez incluso le había leído. ¿Por qué una auxiliar de un centro asistencial habría de leer esa clase de libros? La intolerancia que reflejaba su propia pregunta era inexcusable, sobre todo para un hombre que en cierta ocasión dedicó todo un capítulo a los errores categoriales y los prejuicios que asedian al sistema de circuitos humanos. La miró fijamente, atraído por la incertidumbre que despertaba en él aquella mujer.

– ¿Cuánto tiempo lleva en Dedham Glen?

Ella miró al techo y simuló hacer un cómico cálculo.

– Ya llevo aquí una buena temporada.

– ¿Dónde estuvo antes?

Era absurdo que tratara de alcanzar la luna lanzando unas pocas piedras dispersas en la oscuridad.

– En Oklahoma City.

Frío, cada vez más frío.

– ¿Hacía el mismo trabajo?

– Parecido. Allí en un gran centro público.

– ¿Qué la trajo a Nebraska?

Ella sonrió y ladeó la cabeza, como si sujetara una manzana bajo el mentón.

– Supongo que no aguantaba el ajetreo de la metrópoli.

Su atención se demoró en algo lejano. Al verse descubierta, se volvió tímida. Su expresión desconcertó a Weber, aunque él se lo había buscado. Desvió la vista. Solo la aparición de Mark Schluter en la puerta del baño le salvó. Sostenía una toalla ante su desnudez. El gorro de lana había desaparecido, dejando al descubierto el cabello que volvía a crecer aquí y allá. Se dirigió a su cuidadora con una sonrisa juvenil.

– Ya estoy listo para pasarlo mal, señora.

Barbara, que había enarcado las cejas, se excusó mostrando una extraña intimidad, como si los dos hubieran crecido a tres casas de distancia uno del otro, hubieran ido juntos a la escuela primaria, intercambiado centenares de cartas, coqueteado una noche con la posibilidad de probar aguas más profundas y entonces hubieran retrocedido, parientes consanguíneos honorarios de por vida.

Weber recogió sus papeles y se retiró al vestíbulo. Había obtenido lo que había ido a buscar, adquirido los datos necesarios, visto de cerca una de las más singulares aberraciones que el yo podía soportar. Ahora tenía suficiente material, si no para contribuir con un ensayo a la literatura médica, por lo menos para el relato de un caso inquietante. Poco más podía hacer allí. Era hora de regresar a casa, reanudar la serie de coloquios, clases, sesiones de laboratorio y escritura, la actividad que había proporcionado a su edad mediana un grado de reflexión productiva del todo inmerecida.

Pero antes de irse tenía que preguntarle a Barbara Gillespie por los cambios que Mark había experimentado en las últimas semanas. Contaba, desde luego, con las observaciones del doctor Hayes y las de Karin, pero solo aquella mujer veía constantemente a Mark, y la ausencia de cualquier interés personal garantizaba la imparcialidad de su juicio. Aguardó en el vestíbulo, sentado en un extremo de un sofá de vinilo oscuro, donde también se sentaba una mujer algo más joven que él, afectada de parálisis, que libraba una lucha épica con la cremallera de su innecesaria chaqueta. Él deseaba ayudarla, pero sabía que no era conveniente intervenir. Se sentía extrañamente nervioso mientras esperaba a Barbara, como si volviera a tener dieciocho años en un baile de graduación. Cada dos minutos consultaba el reloj. La cuarta vez que lo hizo, se puso en pie con tal brusquedad que sobresaltó a la mujer de la chaqueta, la cual, asustada, deslizó de nuevo la cremallera al punto de partida. Weber se había olvidado de que le había pedido a Karin Schluter que telefoneara a su hermano a las tres en punto, y faltaban pocos minutos para esa hora.

Permaneció ante la puerta cerrada de la habitación de Mark, escuchando de forma descarada. Oyó la voz de la mujer, interrumpida en ocasiones por la ronca risa de Mark. Sonó el teléfono. El joven soltó una maldición y gritó:

– ¡Voy, ya voy! Dadme un respiro.

Siguió un sonido de golpes contra el mobiliario del baño, por encima del cual se alzó la voz tranquilizadora de Barbara.

– Tómate tu tiempo. Esperarán.

Weber llamó a la puerta y la abrió. Barbara Gillespie, que había estado sentada, hojeando revistas con el paciente, alzó la vista, sorprendida. Weber entró en la habitación y cerró la puerta tras él. Mark estaba de espaldas, tratando de hablar por teléfono. Le temblaban los brazos mientras gritaba:

– ¿Diga? ¿Quién es? -Se quedó un momento en silencio, conmocionado-. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado?

Weber miró a la señora Gillespie. La cuidadora le miraba fijamente, adivinando no solo quién llamaba sino también el papel de Weber. Sus ojos le interrogaban. Ahora fue él quien desvió la mirada, culpable.

La voz de Mark se quebraba y humedecía mientras daba la bienvenida a un ser querido que regresaba de entre los muertos.

– ¿Estás aquí? ¿Estás en Kearney? ¡Por fin! ¡Gracias a Dios! Ven aquí enseguida. ¡No! No voy a escuchar otra palabra. Después de todo esto, no hablaré por teléfono. No puedes imaginarte lo que he tenido que sufrir. No puedo creer que no estuvieras aquí. Yo no… es un decir. Ven. Necesito verte. Tengo que verte. ¿Sabes dónde estoy? Sí, eso es, anda, date prisa. De acuerdo. No. Basta, no voy a hablar más, voy a colgar, ¿me oyes? -Se inclinó hacia delante, dispuesto a demostrar lo que decía-. Estoy colgando. -Puso el auricular en la horquilla. Volvió a levantarlo y escuchó. Se volvió hacia los otros, sonriente. No hizo ningún comentario a la reaparición de Weber. Estaba exultante-. ¡No vais a creer quién era! ¡Karin Schluter!

Barbara dirigió una mirada a Weber y se levantó.

– Tengo mucho que hacer -dijo.

Revolvió el escaso cabello de Schluter y pasó por el lado de Weber.

El doctor se apartó del jubiloso Mark y la siguió al pasillo.

– Señorita Gillespie -la llamó, sorprendiéndose incluso a sí mismo-, ¿tiene un momento?

Ella se detuvo y sacudió la cabeza, esperando a que llegara hasta ella para que Mark no pudiera oírles.

– No es justo.

Él hizo un gesto de asentimiento demasiado profesional. La consternación de Barbara le sorprendió. Seguramente se ocupaba de casos peores todos los días.

– Es un golpe grave, pero los seres humanos somos notablemente flexibles. El cerebro es sorprendente.

Ella enarcó una ceja.

– Me refiero a la llamada.

La acusación irritó a Weber. Ella no sabía nada de la literatura médica, de los diagnósticos diferenciales, de las perspectivas cognitivas o emocionales de aquel hombre. Era una auxiliar que cobraba por horas. Weber se tranquilizó. Cuando habló, sus palabras fueron llanas como el horizonte de la pradera.

– Es algo que necesitábamos determinar.

La expresión de la mujer reflejaba un interrogante: ¿Nosotros?

– Lo siento. Solo soy una auxiliar. Las enfermeras y los terapeutas podrán decirle mucho más. Perdóneme, se me está haciendo tarde.

Llamó a la puerta de otro paciente, dos habitaciones más allá, y desapareció. Weber, desconcertado, regresó a la habitación de Mark. Este giraba sobre un talón. Al ver a Weber, alzó ambas manos en el aire.

– ¡Mi puñetera hermana! ¿Puede creerlo? Estará aquí dentro de un momento. Va a tener que explicarme un montón de cosas.

En realidad, Weber no había esperado que el experimento tuviera éxito. El doctor Hayes lo habría llamado parcialidad experimental. Una redundancia: el mero planteamiento de un experimento revelaba una expectativa. Sí, él sospechaba que aquello era más que un simple cortocircuito. Que una desconexión entre la amígdala y la corteza inferotemporal tratara sin ningún miramiento a toda la cognición superior era una burla de la confianza depositada en la conciencia. Al margen de cualesquiera otras razones que Weber tuviera, hasta cierto punto había confiado en que una dramática interacción telefónica pudiera resultar terapéutica. Y tal vez esa fuese la mayor crueldad, el deseo imperioso de llevar a cabo experimentos no aprobados en sujetos vivos.

Mark, que iba de un lado a otro de la habitación, se detuvo cuando Karin Schluter apareció radiante en el umbral. Algo había cambiado: se había cortado y ondulado el cabello. Perfilador de ojos azul pastel y pintalabios albaricoque. Unos tejanos desteñidos y una camiseta demasiado ceñida con una inscripción en el pecho que decía «Instituto Kearney, sede de los Bearcats». La animadora Karin, la que había sido antes de la gótica Karin. Weber había abierto un pasmoso resquicio a la esperanza y ella se había apresurado a aceptarlo. Entró en la habitación con los brazos abiertos, el rostro radiante de alivio, dispuesta a abrazarlos a los dos. Pero mientras Karin avanzaba hacia Mark, este retrocedía.

– ¡No me toques! ¿Eres tú quien me ha llamado? ¿No me has torturado lo suficiente? ¿Tenías que fingir que ella estaba aquí? ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con ella?

Ambos hermanos gritaron. Weber se dio la vuelta mientras el ruido se expandía por el pasillo, llegaba a Barbara Gillespie y confirmaba que ella tenía razón. A Weber se le había ido el experimento de las manos, pero los resultados eran exclusivamente suyos.

Aquella noche le contó a Sylvie lo ocurrido durante la jornada. Le habló de Mark y sus amigos jugando a carreras de coches, como si no tuviera ninguna importancia. Le contó que Karin se había puesto fuera de sí al verlos, que Mark había actuado de una manera muy extraña durante las pruebas, y sus explicaciones de cada fallo. Le dijo que se había entusiasmado al oír la voz de su hermana, pero que luego había gritado y chillado al verla. Weber no mencionó que la auxiliar de enfermería le había acusado a medias de falta de ética.

Por cada anécdota que le contaba a Sylvie, ella replicaba con una de las suyas. Pero a la mañana siguiente Weber sentía como si se hubiera inventado todas las de ella.

* * *

Weber había trabajado con varios pacientes que no podían reconocer los miembros de su propio cuerpo. Asomatognosia: una afección que aparecía con una frecuencia sorprendente, casi siempre cuando apoplejías en el hemisferio derecho paralizaban el lado izquierdo de la víctima. En su obra, había combinado a varias personas afectadas bajo el nombre de Mary H. Una mujer de sesenta años, la primera de las Mary, afirmaba que su inutilizado brazo la estaba «fastidiando».

¿Fastidiando en qué sentido?

– Bueno, no sé de quién es. Y eso me parece alarmante, doctor.

¿Podría ser suyo?

– Imposible, doctor. ¿No cree que conocería mi propia mano?

Él le pidió que resiguiera el miembro hasta el hombro con la mano derecha. Todo estaba conectado. Entonces, ¿de quién es esta mano?

– ¿No podría ser suya, doctor?

Pero está conectada a usted.

– Usted es médico, y sabe que no siempre podemos creer en lo que vemos.

Otras Mary posteriores daban nombres a sus miembros. Una anciana llamaba al suyo «la Dama de Hierro». Un conductor de ambulancia cincuentón llamaba al suyo «señor Mono Flojo». Dotaban de personalidades a sus brazos, de historias completas. Les hablaban, discutían con ellos, hasta trataban de alimentarlos. «Vamos, señor Mono Flojo. Ya sabe que tiene hambre.»

Lo hacían todo excepto poseerlos. Una mujer dijo que su padre le dejó su brazo al morir.

– Ojalá no lo hubiera hecho. Continuamente me cae encima. Me cae sobre el pecho, cuando estoy durmiendo. ¿Por qué quiso que tuviera esto? Es una carga terrible.

Un mecánico de cuarenta y ocho años le dijo a Weber que el brazo paralizado al lado del suyo en la cama era de su esposa.

– Ahora está en el hospital. Ha sufrido una apoplejía y ha perdido el control del brazo, así que… aquí está. Supongo que se lo estoy cuidando.

Si ese es el brazo de ella, ¿dónde está el suyo?, le preguntó Weber.

– ¡Pues aquí está, claro!

¿No puede levantar su brazo?

– Lo estoy levantando, doctor.

¿Puede aplaudir?

El brazo bueno y solitario se agitó en el aire.

¿Está aplaudiendo?

– Sí.

No oigo nada, ¿y usted?

– Bueno, suena bajo, de acuerdo. Pero eso se debe a que no hay mucho por lo que aplaudir.

El neurólogo Feinberg lo llamaba «confabulación personal». Una historia para conectar el yo cambiante a los hechos sin sentido. En este caso la razón no estaba afectada; la lógica seguía funcionando en cualquier tema excepto en ese. Solo el mapa del cuerpo, la sensación que uno tiene de él, se había fracturado. Y la lógica no desdeñaba redistribuir sus propias partes indiscutibles para lograr de nuevo un verdadero sentido de integridad. Tendido en su habitación de motel a las dos de la madrugada, Weber casi podía notarlo en los miembros que iba enumerando: una única y sólida ficción siempre vence a la verdad de nuestra dispersión.

* * *

Se despertó agitado, de un sueño en el que su trabajo había fracasado estrepitosamente. Todavía estaba hipnopómpico. Pulso elevado y piel húmeda. Un frío latido martilleaba por debajo de su esternón. En Nueva York había sucedido algo y tenía que arreglarlo. En el sueño había estado a punto de nombrarlo. Algo que estropeaba todo lo que había hecho en las dos últimas décadas. Algún cambio en el clima, el viento que se volvía contra él, revelando lo evidente, todas las pruebas de las que él era el último en percatarse. Y por un momento, antes de recobrar del todo la conciencia, recordó haber experimentado el mismo temor de baja intensidad de las noches anteriores.

El espectral resplandor rojo del reloj indicaba las cuatro y diez de la madrugada. Las comidas irregulares y un entorno extraño, que provocaban un descenso de la glucosa en la sangre, adormecían la corteza prefrontal, unos antiguos ciclos fisiológicos relacionados con la rotación de la tierra: el mismo flujo químico detrás de cualquier noche oscura del alma. Weber cerró de nuevo los ojos e intentó reducir la velocidad del pulso y despejar la mente de las desaforadas imaginaciones nocturnas. Se esforzó por situarse y acomodarse en la corriente de su respiración, pero seguía volviendo sin cesar a una serie de nebulosas acusaciones. Hasta las cuatro y media no pudo nombrar lo que sentía: vergüenza.

Nunca le había costado dormir cuando lo deseaba. A Sylvie le maravillaba. «Debes de tener la conciencia de un niño de coro.» En cuanto a ella, se pasaba la noche en blanco incluso por cosas como llegar cinco minutos tarde a la cita con el dentista. La única época de insomnio de Weber tuvo lugar en los primeros meses en la facultad de medicina, tras haberse trasladado de Columbus a Cambridge. Años después, cuando abandonó la práctica clínica, pasó varias noches difíciles. Hubo luego otra semana sin descanso, cuando Jessica les reveló a los dos el secreto que había guardado durante tanto tiempo. Él había tenido la culpa: cada vez que había bromeado con su hija acerca de los chicos, admirando la indolencia y el desinterés que mostraba hacia ellos, la iba destrozando poco a poco.

En ciertas épocas (el primer año en su nuevo laboratorio de Stony Brook; la aparición repentina de su vocación de escritor) no había necesitado dormir en absoluto. Trabajaba hasta después de medianoche, y se levantaba al cabo de una o dos horas con nuevas ideas. Y la misma Sylvie que se maravillaba de que pudiera dormirse solo unos pocos segundos después de haber apoyado la cabeza en la almohada, se quedaba asombrada de su capacidad de pasar una noche tras otra sin dormir apenas. «Un camello, eso es lo que eres. Un camello de conciencia.»

Ahora ella no le habría reconocido. Yacía inmóvil y trataba de vaciarse. «El descanso es tan bueno como el sueño», decía siempre su madre, medio siglo atrás. ¿Demostraban alguna vez los investigadores la falsedad de la sabiduría popular? Pero incluso el descanso le estaba negado. A las cinco y media, los ochenta minutos más largos que había vivido en muchos años, se dio por vencido. Se vistió en la oscuridad y bajó al vestíbulo, desierto salvo por la joven hispana que, detrás del mostrador de recepción, le susurró buenos días y le dijo que el café no estaría disponible hasta al cabo de media hora. Weber, avergonzado por su intempestiva aparición, le indicó que no se preocupara con un gesto de la mano. La chica estaba leyendo un libro de texto universitario: química orgánica.

Empezaba a amanecer. Weber distinguía formas en la luz añil, pero todavía no colores. La calle se veía hermosa, fresca, aletargada. Cruzó la calzada asfaltada hacia la hilera de locales comerciales. Una sola camioneta husmeaba en la estación de servicio Mobil al otro lado de la calle. El oído de Weber se ajustó, sintonizando con la total cacofonía. La sinfonía del amanecer: pitidos y abucheos, silbidos burlones, chirridos, deslizamientos tonales, arpegios y escalas. A aquella hora corría poco riesgo de que lo detuvieran por vagabundeo. Se detuvo en el extremo del aparcamiento del MotoRest, cerró los ojos velados y escuchó.

Llegaron las canciones, matemáticas, melodiosas, variando con lentitud sus complicadas pautas. Algunas podían ser cantadas como cualquier tonada humana. Weber contó, sensible a las llamadas y sus réplicas, cada una un solo contra un coro masivo. Perdió la cuenta al cabo de una docena, inseguro de dónde agrupar y dónde separar. Cada compleja frase melódica era identificable, aunque él no podía identificar ninguna. Más suave, en segundo plano, oía el sonido de los coches que pasaban por la autopista interestatal 80, un zumbido como de globos desinflándose.

Abrió los ojos: seguía en Kearney. Una anodina zona comercial en la que destacaba un bosque de secuoyas metálicas que sostenían discordantes y alegres anuncios. La habitual gama de franquicias -motel, estación de servicio, tienda abierta las veinticuatro horas y comida rápida- aseguraba al peregrino ocasional que se hallaba en un sitio indistinguible de cualquier otro. El progreso acabaría por lograr que todos los lugares resultaran familiares. Atravesó el cruce y se dirigió instintivamente al centro de la población.

Unas manzanas más adelante, la árida franja comercial cedió el paso a edificios victorianos con porches ovalados. Más allá se encontraba el casco antiguo. El fantasma de un puesto de avanzada en la pradera, de alrededor de 1890, todavía miraba desde las altas fachadas cuadradas de ladrillo que allí albergaban las tiendas. La luz se intensificaba. Ahora Weber podía leer los carteles en los escaparates: «Celebremos la Congregación de la Libertad»; «Exposición de Corvette»; «La fe en el Tour por el Jardín Florido». Pasó ante un local llamado The Runza Hut, cerrado y oscuro, ocultando su propósito a los forasteros intrusos.

La pequeña ciudad se despertó. Tres o cuatro personas caminaban por la acera de enfrente. Vio un monumento dedicado a los caídos del lugar en las dos guerras mundiales. El conjunto del retablo le hacía sentirse inquieto. Las calles eran demasiado anchas, las casas y tiendas demasiado amplias, había demasiado terreno desaprovechado entre ellas. Kearney había sido concebido a una escala excesiva, en la época en que se concedían tierras gratis, antes de que resultara claro el verdadero destino del lugar. Sus vías urbanas consistían en una cuadrícula de calles y avenidas numeradas, como si hubiera corrido el peligro de surgir como toda una Manhattan para combatir la épica desolación que la rodeaba.

Weber se sentó en un banco ante el monumento, y revisó mentalmente los dos últimos días, en busca de lo que le había afectado tanto. Pensó en Mark Schluter, en la confianza sin fisuras ni reflexión que aquel hombre tenía en su yo quebrantado. Pero detenerse a pensar en Mark se reveló un error. Allí, en la calle demasiado espaciosa, Weber volvió a ser presa del vértigo. Algo crucial le eludía. Se había hecho vulnerable a alguna acusación. La acera se ensanchaba y ondulaba bajo sus pies. No había ninguna explicación racional.

Se puso en pie y caminó otras dos manzanas, buscando algún local que estuviera abierto a esa hora tan temprana. Un restaurante barato apareció al otro lado de la calle. Weber cruzó la calzada y empujó la puerta, haciendo sonar un colgante en forma de pez contra el vidrio. Retrocedió, al tiempo que un badajo que pendía de la manecilla interior anunciaba su presencia. Cuatro hombres curtidos, con prendas vaqueras y gorras que lucían logotipos de semillas híbridas, sentados a una mesa central, se volvieron a mirarle. Weber entró en el local y se dirigió pausadamente a la barra, donde se detuvo al lado de la caja registradora. Esperó allí hasta que una mujer le dijo desde la cocina: «Siéntate, cariño».

Fue a sentarse a una mesa alejada de los granjeros. En cuanto se dejó caer en el asiento esponjoso y rojo, la penosa experiencia de la noche pasada cruzó de nuevo por su mente. Era exactamente la clase de agitación de bajo nivel que respondía muy bien a la medicación contra la ansiedad que ahora sus colegas recetaban a mansalva. Conocedor de la rapidez con que el organismo dejaba de fabricar sustancias aportadas externamente, Weber procuraba no tomar nada más fuerte que un complejo multivitamínico. Incluso eso se lo había dejado en casa, así que no había tomado nada en los tres últimos días, pero un cambio tan ligero no podía explicar lo que le había ocurrido.

Sus dedos tamborilearon en la superficie de formica gris de la mesa. A medio metro por encima de ellos, observó cómo tecleaban. Una risa se alzó burbujeante de su abdomen contraído y se derramó sobre él. Puso fin al tecleo de los dedos y se cubrió una mano con la otra. El diagnóstico le miraba a la cara. Él, el último científico que se había conectado a la Red, padecía los efectos de no entrar en su correo electrónico.

Llegó la camarera vestida como un personaje de una extraña película, mitad enfermera de hospital y mitad agente controladora de infracciones de aparcamiento. Debía de tener la edad de Weber, treinta años demasiado mayor para servir mesas. Él le sonrió, como un idiota cuya ejecución ha sido suspendida. La camarera sacudió la cabeza.

– ¿No necesita una licencia para estar tan contento antes de haber tomado el café?

Sostenía dos cafeteras Pirex. El señaló la que no era de color naranja.

Había olvidado cómo eran los oriundos del Medio Oeste. Ya no podía interpretarlos, por más que aquellos habitantes de la gran ruta migratoria central fuesen su gente. O más bien las teorías que ideara acerca de ellos, elaboradas durante sus veinte primeros años de vida, habían perdido su validez por falta de datos longitudinales. Según diversas estimaciones, eran más amables, más fríos, más apagados, más astutos, más directos, más encubiertos, más taciturnos, más precavidos y más gregarios que la media. O tal vez ellos constituían esa media: en la gráfica del país, la parte plana en el centro de la curva que se disolvía en las dos costas. Aunque, por hábito y nacimiento, Weber era uno de ellos, se habían convertido en una especie extraña para él.

Se restregó la zona calva y sacudió la cabeza. Con un poco más de impaciencia, ella le preguntó:

– ¿Qué puedo servirte, cariño? -El miró a su alrededor, confuso. La camarera exhaló medio suspiro, el primero de una larga jornada-. ¿Quieres el menú? Tenemos de todo.

Él enarcó las cejas.

– ¿Crêpes de espinacas?

La boca de la mujer apenas se tensó.

– De eso no hay, pero tenemos de todo lo demás.

Cuando la camarera se fue con el pedido de huevos fritos y salchichas, Weber se sacó del bolsillo el absurdo teléfono móvil. Era como llevar en el bolsillo un sincronizador de ciencia ficción. Se lo había metido en el bolsillo al salir de la habitación, ya con la idea de caer un par de veces en el vicio. Consultó su reloj y añadió una hora más en Nueva York. Seguía siendo demasiado temprano. Prestó atención a lo que decían los hombres curtidos sentados a la mesa central, pero sus pocas palabras estaban comprimidas en una taquigrafía tan brusca que era como si hablaran el lenguaje de los indios pawnee. Uno del círculo, de cara bulbosa y con abundantes pelos en las orejas y la nariz, en cuya gorra roja como la sangre figuraban las siglas de la empresa empaquetadora de carne, IBP, se escarbaba los dientes, convirtiendo el palillo con sus diestros incisivos en un diminuto tótem.

– No puedes ponerte gallito -dijo el hombre-. Esos árabes cruzarán un desierto para vengarse de un espejismo.

– Bueno, la Biblia casi dice lo mismo -convino su compañero de mesa.

En verdad, no era necesario que Weber alarmara a Sylvie. Su mujer no podría decirle nada. De haber ocurrido algo, ella se lo habría mencionado la noche anterior. Además, si le sorprendía usando el móvil desde un lugar público para mitigar su nerviosismo, no le permitiría olvidarlo jamás.

La camarera le trajo el desayuno.

– Has dicho tostadas de trigo, ¿verdad, querido? -El asintió. Que Weber recordara, no habían mencionado las tostadas. Le sirvió más café y miró hacia la mesa de los granjeros. Entonces se volvió hacia él e, inclinándose, le dijo-: ¿Eres el científico de Nueva York? ¿El que ha venido para examinar a Mark Schluter?

Weber se ruborizó.

– En efecto. ¿Cómo…?

– Ojalá pudiera decir que tengo poderes psíquicos. -Trazó unas espirales con las cafeteras cerca de sus orejas-. Mi sobrina es amiga de los chicos. Ella me enseñó un libro tuyo y me dijo que andabas por aquí. Todos pensamos que lo ocurrido a Mark es una tragedia. Pero algunos dicen que, de no haber sido ese accidente concreto, habría sido otro muy parecido. Según Bonnie, estos días Mark está bastante diferente. No es que antes no fuese, digamos diferente.

– Sí, el golpe ha sido brutal, pero el cerebro es un órgano sorprendente. Te asombraría la capacidad de recuperación que tiene.

– Eso es lo que siempre trato de decirle a mi marido.

Weber recordó algo de improviso. Experimentó la emoción de desenterrar algo demasiado pequeño para que mereciera ser recordado.

– Tu sobrina… ¿Es delgada, de tez clara? ¿Cabello largo y liso que le llega por debajo de los hombros? ¿Se confecciona ella misma sus prendas de vestir?

La camarera ladeó una cadera e inclinó la cabeza.

– Estoy muy segura de que todavía no te ha visto…

Él trazó unas espirales con las manos junto a su cabeza.

– Poderes psíquicos.

– De acuerdo -dijo ella-. Me has convencido. Compraré tu dichoso libro.

Se acercó a los hombres sentados en torno a la mesa central y les llenó las tazas de café. Flirtearon con la camarera de una manera escandalosa, bromeando acerca de su par de calientes e insondables cafeteras. Los mismos chistes que se hacían en los restaurantes de Long Island, unos chistes que Weber había dejado de oír mucho tiempo atrás en su región natal. La camarera se inclinó hacia el grupo y hablaron en voz baja. Seguramente de él. La especie extraña.

Al regresar se detuvo ante su mesa y movió con gesto triunfal los recipientes de café.

– Estuviste mirando fotos suyas en Pioneer Pizza. Ese individuo de ahí -señaló con el recipiente de descafeinado-, no diré «caballero», tiene una hija que trabaja en ese local y te atendió.

Weber se llevó una mano a la frente.

– Vaya, parece conocerme todo el mundo.

– Una ciudad demasiado pequeña para ti, ¿verdad? Todo el mundo es pariente de alguien. ¿Retiro este plato, cariño? ¿O aún estás en ello?

– No, no. Creo que ya he comido bastante.

En cuanto la camarera se hubo marchado, el temor atenazó de nuevo a Weber. Era un error tomar café después de una noche como la que había pasado. Ya no lo tomaba nunca con cafeína. Sylvie le había mantenido limpio durante cerca de dos años. También comer salchichas era un burdo error de cálculo. Cuatro días en Nebraska, cuatro días lejos del laboratorio, el despacho, la mesa de trabajo. Consultó su reloj; aún era demasiado pronto para llamar al este. Pero llamaba tan raramente al móvil de Bob Cavanaugh que se había ganado el derecho a abusar ahora de él.

Su editor se le adelantó, exclamando «¡Gerald!» antes de que él hubiera dicho nada, y Weber se quedó pasmado. El identificador de llamadas: una de las tecnologías realmente diabólicas del mundo. El receptor no tenía que saber quién le llamaba antes de que este se lo hiciera saber. El mismo teléfono móvil de Weber tenía un dispositivo de identificación incorporado a la pantalla. Pero él siempre apartaba los ojos. Cavanaugh parecía complacido.

– ¡Sé por qué me llamas!

Estas palabras se deslizaron por la espina dorsal de Weber.

– ¿De veras?

– ¿Aún no los has visto? Te los adjunté ayer al correo electrónico.

– ¿Si he visto qué? Estoy fuera. En Nebraska. No he…

– Dios te asista. ¿Qué pasa, es que ahí aún se comunican con señales de humo?

– No, estoy seguro de que ellos… Es que no tengo…

– ¿Por qué susurras, Gerald?

– Verás, estoy en un lugar público.

Echó un vistazo a su alrededor. Nadie en el restaurante le miraba. No tenían necesidad de hacerlo.

– ¡Gerald Weber! -exclamó Bob, afectuoso pero implacable-. No me llamarás a esta hora para preguntarme cómo van las cosas, ¿verdad?

– Bueno, no del todo, no. Yo solo…

– Es una pendiente resbaladiza, Gerald. Tres libros más y me pedirás las cifras de ventas. Me alegro de presenciar tu descenso a la humanidad. Bien, puedes estar tranquilo. Ha iniciado su andadura con muy buen pie.

– ¿Con muy buen pie? ¿Es la criatura en cuestión un bípedo?

– Ah, humor de biología… La crítica de Kirkus es un poco tibia, pero la de Booklist es inmejorable. Espera. Estoy en el tren. La copié en el portátil. Te leeré lo más destacable.

Weber le escuchó. Aquello no podía ser. Él no podía estar preocupado por el libro. El país de la sorpresa era lo más brillante que jamás había escrito. Consistía en la reconstrucción de una docena de historiales clínicos de unos pacientes que sufrían lo que Weber cuidadosamente evitaba llamar daños cerebrales. La enfermedad o el accidente habían cambiado tan profundamente a cada uno de aquellos doce sujetos, que ponían en tela de juicio la solidez del yo. No éramos un todo continuo e indivisible, sino centenares de subsistemas independientes, en cada uno de los cuales se producían cambios suficientes para desintegrar la confederación provisional en nuevos países irreconocibles. ¿Quién podía discrepar de eso?

Mientras escuchaba la crítica, Weber era un archipiélago. Cavanaugh dejó de leer. Weber tenía que responder algo.

– ¿Tú estás satisfecho con la reseña? -le preguntó a su editor.

– ¿Yo? Me parece estupenda. Vamos a usarla en la publicidad.

Weber asintió a alguien que se encontraba a medio continente de distancia.

– ¿Qué es lo que no le gustó a Kirkus?

Nuevo silencio en el otro extremo de la línea. Cavanaugh afinaba sus dotes diplomáticas.

– Considera que los casos presentados son demasiado anecdóticos. Demasiada filosofía y pocas persecuciones de coches. Puede que hayan empleado la palabra «solemne».

– Solemne ¿en qué sentido?

– Mira, Gerald, yo no me preocuparía por eso. Ya nadie va a descubrir quién eres. Te has convertido en un gran blanco, y se obtienen más puntos por derribarte que por alabarte. Eso no va a suponer ningún contratiempo para nosotros.

– ¿Tienes el artículo a mano?

Cavanaugh exhaló un suspiro y, cuando tuvo el archivo en pantalla, se lo leyó a Weber.

– Eso es lo que han escrito, masoquista. Ahora olvídalo. Que les den mucho a esos palurdos. Bueno, ¿qué estás haciendo en Nebraska? Espero que sea algo relacionado con el nuevo proyecto.

Weber hizo una mueca.

– Vamos, Bob, ya me conoces. Todo es el nuevo proyecto.

– ¿Estás examinando a alguien?

– Un joven, víctima de un accidente, que cree que su hermana es una impostora.

– Es curioso. Eso es lo que mi hermana piensa de mí.

Weber respondió con la risa oportuna.

– Todos representamos el papel de nosotros mismos.

– ¿Es esto para la nueva obra? Creía que íbamos a publicar un libro sobre la memoria.

– Precisamente por eso es tan interesante. Su hermana coincide con todo lo que él recuerda de ella, pero está dispuesto a descartar la memoria en favor de la reacción visceral. Toda la evidencia recordada no le llega a la suela del zapato a una simple corazonada.

– Delirante. ¿Cuál es el pronóstico?

– Tendrás que comprar el libro, Robert. Veinticinco pavos, en tu librería preferida.

– A ese precio, esperaré a leer primero las críticas.

Finalizaron la conversación. Weber retornó al ambiente del local y le asaltó el olor del beicon frito. La acogida de su obra casi era lo de menos. Lo único que importaba era el acto de la observación honesta. Y en ese aspecto nadie podría tener queja de él. La ansiedad de la mañana había sido una aberración. No podía imaginar su causa. Tal vez la acusación tácita de aquella señora Gillespie. Apuró el café y examinó el fondo de la taza. En la mesa central, los granjeros contaban chistes sobre inspectores del departamento de agricultura. Weber escuchaba sin entender lo que decían.

– Los dos tipos están mirando el vermicompostador, y uno de ellos va y dice: «Esta lombriz no masca y escupe el bolo como la otra». «No», replica el otro tipo. «Esta lombriz no rige bien y se cree una mantis, y ha preferido devorar a su compañero.»

Volvió la camarera.

– ¿Te sirvo algo más, cariño?

– No, gracias. Tráeme la cuenta. Ah, ¿podría preguntarte una cosa? -Volvía a sentir el estómago un poco revuelto-. Has dicho que aquí todo el mundo está emparentado. ¿Qué me dices de los Schluter?

Ella contempló a través de la ventana la calle, que iba llenándose poco a poco de transeúntes.

– El padre era un tipo solitario. Joan Swanson tenía familia en Hastings. Pero era una de esas personas convencidas de que el Reino llegaría mañana a las cuatro y cuarto de la tarde. Y nadie que ella conociera estaba dispuesto a dejarse convencer. Una cosa así suele alejar incluso a la familia. -Sacudió la cabeza, entristecida, y apiló los platos sucios-. Poca red de seguridad tuvieron esos chicos.

Weber regresó al Buen Samaritano para entrevistarse de nuevo con el doctor Hayes. Revisaron el material que Weber había reunido en los últimos tres días. Hayes estudió los resultados del test de reacción galvánica de la piel, las puntuaciones del reconocimiento de rostros y los perfiles psicológicos. Le hizo una docena de preguntas, de las que Weber solo pudo responder la tercera parte. Hayes estaba impresionado.

– ¡Es lo más extraño con lo que podía esperar encontrarse, y aun así ha salido intacto! -Dio un manotazo al fajo de notas-. Bien, doctor, ha logrado usted que aumente mi apreciación del caso. Supongo que eso será para usted una prueba de su valor científico. Pero ahora ¿qué es lo indicado? ¿Cómo tratamos la afección y no solo el síntoma?

Weber hizo una mueca.

– Me temo que no conozco la diferencia. En la literatura médica no hay estudios de tratamiento sistemático. Los orígenes psiquiátricos ya son bastante raros. Los casos inducidos por un trauma son casi de ficción. Si quiere saber qué opino…

El neurólogo le mostró las palmas: no ocultaban ningún utensilio cortante.

– En medicina no hay territorios particulares, como bien sabe.

Si Weber sabía algo tras una vida entera de investigación era precisamente lo contrario.

– Yo recomendaría una terapia cognitiva conductual intensiva y persistente. Es un enfoque conservador, pero vale la pena adoptarlo. Déjeme que le muestre un artículo reciente.

Hayes enarcó una ceja.

– Supongo… supongo que incluso podríamos lograr una mejoría espontánea.

Weber contraatacó.

– Eso ha ocurrido. En la terapia cognitiva conductual hay antecedentes de delirios. Cuando menos, puede ayudar en el tratamiento de la ira y la paranoia.

Hayes irradiaba un sano escepticismo. Pero la primera regla de la medicina era hacer algo. Había que actuar, al margen de que fuese útil o no, intrascendente o improbable. Hayes se puso en pie y le tendió la mano a Weber.

– Con mucho gusto lo transferiré al departamento de psicología. Y esperaré con ilusión su obra. No se olvide de escribir mi apellido con una «e».

Solo quedaba despedirse. Cuando Weber llegó a Dedham Glen, Mark ya había recibido la terapia física de la tarde. Karin estaba presente, por lo que el doctor podría despedirse de ambos. Los vio desde lejos, delante del edificio: Karin tendida en la hierba, a cincuenta metros de distancia de su hermano, como una canguro en cuarentena, mientras que Mark se sentaba en un banco metálico bajo un álamo de Virginia, junto a una mujer a la que Weber reconoció al instante sin que la hubiera visto nunca en persona. Bonnie Travis llevaba una blusa azul celeste sin mangas y una falda tejana. Mark se había quitado el gorro de lana y ella le estaba poniendo una guirnalda de dientes de león entrelazados alrededor de la cabeza. Le colocó una ramita en las manos, un cetro de Zeus de jardín. Mark se lo estaba pasando en grande. Miraron a Weber cuando este se les acercaba por el césped, y Bonnie sonrió de una manera solo posible en un estado con menos de catorce habitantes por kilómetro cuadrado.

– ¡Vaya! Le conozco. Tiene el mismo aspecto que en su fotografía.

– Tú también -respondió Weber.

Mark se partió de risa. Si no se hubiera agarrado a Bonnie, se habría caído del banco.

– ¿Qué? -rogó Bonnie, sumándose a la risa-. ¿Qué he dicho?

– Los dos estáis chalados -dijo Mark, amenazándoles con el cetro.

– Explícate, Markie.

– Bueno, en primer lugar, una foto es plana y tiene este tamaño.

Bonnie Travis se desternilló de risa. Weber cayó en la cuenta de que habían estado tomando algún estimulante antes de su llegada, aunque no notaba ningún olor. Karin se puso en pie y fue al encuentro de Weber, la sospecha reflejada en su rostro.

– Es eso, ¿verdad?

Mark se tambaleó.

– ¿Qué pasa? ¿La ha desenmascarado? ¿Va a detenerla?

Weber se dirigió a Karin.

– He hablado con el doctor Hayes. Te enviará a terapia cognitiva conductual intensiva, tal como hablamos.

– ¿Va a hacer que la encierren? -Mark asió el antebrazo de Bonnie-. ¿Lo ve? ¿Qué le decía yo? Usted no me creía. Esta mujer tiene un problema.

– Estará implicada en el proceso -le dijo Weber a Karin, una promesa que no podía ser más débil.

Karin le interrogó con la mirada.

– ¿No va a volver?

Él adoptó la expresión de amistoso respeto que le había valido la confianza de centenares de personas alteradas, ansiosas, la tranquilidad que la noche anterior había perdido.

– ¿Se marcha? -le preguntó Bonnie haciendo un mohín. En realidad, no se parecía nada a su imagen en la foto-. Pero si acaba de llegar.

Mark se irguió bruscamente.

– Espere. No, loquero, no se vaya. ¡Se lo prohíbo! -Señaló a Weber con su tridente imperial-. Dijo que me sacaría de este tugurio. ¿Quién me sacará de aquí si usted no lo hace? -Weber arqueó las cejas, pero no respondió-. ¡Escuche! He de volver a casa. Ese empleo es lo único bueno que he tenido jamás. Si sigo más tiempo aquí, me darán una patada en el culo.

Karin se dio unas palmaditas en las sienes.

– Ya hemos hablado de esto, Mark. Estás incapacitado. Si los médicos consideran que necesitas más terapia, el seguro de la empresa…

– Lo que necesito no es terapia, sino trabajo. Quiero que los médicos me dejen en paz de una vez. No lo digo por usted, loquero. Usted, por lo menos, tiene la cabeza en su sitio.

Mark había aceptado a Weber tan espontáneamente como había rechazado a su hermana. Nada que Weber hubiera hecho merecía semejante confianza.

– Sigue ejercitándote, Mark. -El sonido de sus propias palabras hizo estremecerse a Weber-. Muy pronto estarás en casa.

Mark desvió la vista, abatido. Bonnie se inclinó hacia él y lo rodeó con un brazo. El emitió un sonido que evocaba a un perrito faldero.

– ¡Devolverme a ella! Y después de que he demostrado…

– Disculpa -le cortó Weber-. Antes de irme debo tratar unos asuntos con el personal.

Regresó al edificio, cuyo vestíbulo parecía la línea de partida de una carrera de sillas de ruedas. Weber se acercó al mostrador y preguntó por Barbara Gillespie. La aceleración de su pulso revelaba una vaga sensación de culpabilidad. La recepcionista llamó a Barbara por megafonía. La mujer se presentó y, al ver a Weber, pareció inquieta. En sus ojos había aquella expresión de alerta verde: márchate ya. Trató de adoptar una actitud desenfadada.

– Vaya, si está aquí la autoridad médica.

Él descubrió que deseaba responder con otra broma, así que no lo hizo.

– He estado hablando con el departamento de neurología del Buen Samaritano.

– ¿Ah, sí?

Su tono se volvió profesional de inmediato. De alguna manera sabía lo que Weber andaba buscando.

– Han aceptado someterle a TCC, y quisiera pedirle su ayuda. Usted tiene una relación tan buena con Mark… Es evidente que él la adora.

Ella se mostró cauta.

– ¿TCC?

– Perdone. Terapia cognitiva conductual. -Era extraño que ella no lo supiese-. ¿Le interesaría?

Barbara sonrió a pesar de sí misma.

– Algunos días, sí, desde luego.

Él se rió discretamente.

– Estoy de acuerdo con usted. Con frecuencia, yo…

Ella asintió. Le entendía a la primera sin necesidad de que le diera explicaciones. Él volvió a pensar en lo absurda que era su categoría laboral. Sin embargo, ella era excepcional en su trabajo. ¿Quién era él para promoverla más allá de su vocación? Hubo un momento de nerviosismo compartido, ambos buscando el detalle final y olvidado. Pero ese detalle no existía, y él no iba a inventarlo.

– Bien, entonces, gracias y cuídese -le dijo ella.

Las palabras eran irremediablemente del Medio Oeste, pero su voz era tan de la costa…

Él se apresuró a decirle:

– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Ha leído, por casualidad, algo mío?

Ella miró a su alrededor, en busca de apoyo.

– Vaya. ¿Es esto un examen?

Weber retrocedió.

– Por supuesto que no.

– Porque si lo es, primero tendría que estudiar.

Él se excusó con un gesto de la mano, musitó su agradecimiento y se encaminó a la salida. Imaginó la mirada de ella fija en su espalda mientras se alejaba, y tuvo una sensación que no solía experimentar, la de que había echado algo a perder. La náusea de la mañana le siguió a lo largo del camino.

Flanqueado por las dos mujeres, Mark estaba sentado en el banco como un rey celestial en su trono, mientras unos cuantos pacientes de rehabilitación, cuidadores y visitantes deambulaban por aquel Olimpo en tierras bajas. Una guirnalda de dientes de león, un cetro de álamo: así lo recordaría Weber. Durante la breve ausencia de este, Mark había vuelto a cambiar. La amargura de la traición había desaparecido. Alzó la varilla e impartió su bendición a Weber.

– Que Dios te acompañe, viajero. Te enviamos una vez más a tu infatigable búsqueda de nuevos planetas.

Weber se detuvo en seco.

– ¿Cómo diablos…? Qué extraña coincidencia.

– Las coincidencias no existen -dijo Bonnie, sus palabras un halo.

– No existen más que las coincidencias -replicó Karin.

Mark soltó una risita.

– ¿Qué quiere decir? Espere, espere… -Imitó la voz de barítono cargada de autoridad de Weber-. Quiero decir: ¿a qué se refiere?

– Mi hija es astrónoma, y ese es su trabajo. Busca nuevos planetas.

– Pero, hombre, si eso ya me lo había contado.

Esta constatación agitó más a Weber que la coincidencia imaginada. La noche de insomnio, el aire caliente y pegajoso habían dado al traste con su concentración y dispersado su memoria. Era preciso que se marchara de allí. Durante las tres semanas siguientes tenía que pronunciar dos conferencias de apertura, y luego le esperaba un viaje a Italia con su mujer antes del comienzo de curso en otoño.

Karin le acompañó al aparcamiento. Su decepción se había agudizado hasta convertirse en una estoica desesperación.

– Supongo que esperaba demasiado. Cuando me habló de lo sorprendente que es el cerebro… -Agitó los dedos ante su cara-. Lo sé. No estoy diciendo… ¿Puede decirme una cosa? No lo suavice.

Weber se preparó para encajar lo que fuese.

– Él debe de odiarme de veras, ¿no es cierto? Ha de tener un profundo resentimiento para desarrollar esto. Para elegirme a mí. Cada noche, en la cama, trato de imaginar qué le hice para que necesite eliminarme así. No puedo recordar nada que merezca esto. ¿Solo estoy reprimiendo…?

Cometió la estupidez de volver a tomarla del brazo, como lo había hecho tres días antes, cuando recorrieron por primera vez aquel camino.

– No se trata de usted. Lo más probable es que haya una lesión… -Justo lo contrario de lo que había discutido con el doctor Hayes. Ocultaba la dinámica que más le interesaba-. Ya hemos hablado de esto. Es un síntoma del síndrome de Capgras. El sujeto solo es incapaz de identificar a las personas más próximas a él.

Ella soltó un acre bufido.

– ¿Ve solo un doble en el ser querido?

– Algo por el estilo.

– Entonces es un fenómeno psicológico.

Una corazonada enervante en boca de otra persona.

– Créame, no es que la haya elegido a usted.

– Sí que me ha elegido. Ahora acepta a Rupp.

– No me refiero a Rupp, sino a su perra.

Ella se liberó de su brazo, dispuesta a sentirse herida. Entonces se ablandó de una manera que Weber nunca le había visto.

– Sí. Tiene usted razón. Y quiere a Blackie más que a cualquier otro ser vivo.

Cuando llegaron al bordillo, Weber hizo ademán de estrecharle la mano. Embargada por un tardío sentimiento de culpa, ella le abrazó. Él lo soportó, inmóvil.

– Si hay algún cambio, hágamelo saber -le pidió.

– Y si no lo hay, también se lo diré -le prometió ella, y se alejó.

Weber volvió a despertarse temprano, de nuevo presa del pánico. El techo de una habitación desconocida apareció a unos pocos centímetros de su cara. Aspiró aire, pero sus pulmones no se expandían. Aún no eran las dos y media de la madrugada. A las tres y cuarto seguía preguntándose por qué había olvidado que le había hablado a Mark acerca de Jess. Se debatió contra el impulso de levantarse y escuchar las cintas de las sesiones. A las cuatro se tomó el pulso y pensó que podría tratarse de algo serio. Como no podía seguir tendido, se levantó, se duchó y se vistió, hizo el equipaje, pagó la cuenta en recepción y, con varias horas de adelanto, condujo el coche alquilado en dirección este, hacia el aeropuerto de Lincoln, por la autopista interestatal recta como el filo de una navaja.

Cuando el avión sobrevolaba Ohio, se recuperó. Miró por la ventanilla, a una Columbus cubierta de nubes, e imaginó hitos invisibles bajo la manta de retazos. Lugares de un tercio de siglo atrás: el campus esparcido y sin centro. El deteriorado barrio estudiantil donde él y Sylvie vivieron en un bungalow. El centro de Columbus, el Scioto, el salto en el tiempo del Barrio Alemán, Short North, con su gran librería de ocasión, adonde llevó a Sylvie en su primera cita. Aún conservaba en la memoria el plano íntegro, más nítido incluso con los ojos cerrados.

Sobre las rugosas colinas de Pensilvania, su interludio en Nebraska empezó a parecerle un simple déficit transitorio. Cuando aterrizó en La Guardia, volvía a ser el de siempre. Su Passat le esperaba en el aparcamiento para vehículos estacionados durante largo tiempo. La irritante locura compartida de la autopista de Long Island nunca le había parecido más familiar ni más hermosa. Y, al final, el familiar anonimato del hogar.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[1]</a> Los aleutas son un pueblo aborigen que habitan las Islas Aleutianas, las Islas Pribilof y las Islas Shumagin al extremo occidental de la península de Alaska y desde el 1825 en las Islas del Comandante, cerca de la Península de Kamchatka, a donde fueron desplazados por la Compañía Ruso-americana. (N. del digitalizador)

  2. <a l:href="#_ftnref6">*</a> Juego de palabras con el nombre del centro sanitario, Dedham Glen, cuya pronunciación se parece a la de dead man's glands, «las glándulas del muerto». (N. del T.)