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Todos somos fósiles en potencia y aún acarreamos en el interior de nuestro cuerpo las tosquedades de existencias anteriores, las marcas de un mundo en el que los seres vivos fluyen con poca más consistencia que las nubes de una era a otra.
Loren Eiseley,
El viaje inmenso, «La grieta»
Las grullas siguen posándose mientras anochece. Descienden como largas cintas que cayeran laxas por el cielo. Llegan volando al oscurecer, desde todos los puntos cardinales, en grupos de una docena. Enormes cantidades de Grus canadensis se posan en el río que se deshiela. Se reúnen en los bajíos aislados, rozándose, aleteando, graznando: la avanzadilla de una evacuación masiva. A cada minuto aterrizan más aves, y sus gritos hacen vibrar el aire.
El cuello se estira cuan largo es, las patas se pliegan detrás. Las alas, de la longitud de un hombre, se ondulan hacia delante. Al extenderse como dedos, las plumas primarias ladean al ave en el plano del viento. La cabeza rojo sangre se inclina y las alas se unen, evocando a un sacerdote enfundado en un manto que diera la bendición. La cola se ahueca y el buche se comba, sorprendido por la repentina aparición del suelo. Las patas se alargan, y las rodillas, encaradas hacia atrás, se agitan como un tren de aterrizaje averiado. Otra ave aterriza y avanza tambaleándose, esforzándose por encontrar un hueco en el atestado territorio donde hacen escala a lo largo de esos pocos kilómetros de agua todavía limpia y lo bastante ancha para que se pueda considerar segura.
El crepúsculo llega pronto, como seguirá ocurriendo durante unas pocas semanas más. El cielo, azul claro entre los sauces y los álamos que invaden el terreno, se tiñe por un momento de rosa antes de volverse añil. Acaba febrero en el Platte, y la gélida bruma nocturna se extiende sobre el río, helando los rastrojos del otoño pasado, que todavía llenan los campos limítrofes. Las nerviosas aves, altas como niños, se amontonan ala contra ala en este trecho del río, que han aprendido a encontrar de memoria.
Convergen en el río al final del invierno como lo han hecho durante millones de años, alfombrando las tierras húmedas. Bajo esta luz, aún se percibe en ellas algo de los saurios que fueron: los seres voladores más antiguos sobre la tierra, tan solo a un paso de los pterodáctilos. Cuando oscurece de veras, vuelve a ser un mundo de principiantes, la misma noche de aquel día, hace sesenta millones de años, en que dio comienzo esta migración.
Medio millón de aves, las cuatro quintas partes de todas las grullas canadienses que existen, se dirigen a este río. Siguen la ruta migratoria central, una clepsidra trazada sobre el continente. Avanzan hacia el norte desde Nuevo México, Texas y México, centenares de kilómetros cada día, con muchos millares más por delante antes de que lleguen a los nidos cuya situación han memorizado. Durante unas pocas semanas, esta franja de río alberga la bandada que se extiende a lo largo de kilómetros. Más tarde, al comienzo de la primavera, emprenderán el vuelo, siguiendo la ruta hasta Saskatchewan, Alaska, o más allá.
El vuelo de este año se ha desarrollado como de costumbre. Hay algo en las aves que les hace recorrer una ruta trazada siglos antes de que sus padres se la enseñaran a ellas. Y cada grulla recuerda la trayectoria que aún ha de seguir.
Las grullas de esta noche vuelven a bullir en los brazos de agua trenzados del río. Durante otra hora, el griterío de sus llamadas se expande por el aire que va vaciándose. Aletean y se mueven inquietas, con el nerviosismo de la migración. Algunas arrancan ramitas congeladas y las lanzan al aire. Su inquietud va en aumento y se pelean entre ellas. Por fin las grullas se tranquilizan y duermen de pie, las patas como zancos, la mayoría en el agua y algunas más arriba, en el rastrojo de los campos.
Un chirrido de frenos, el sonido de metal que raspa el asfalto, un grito entrecortado seguido de otro asustan a la bandada. La camioneta traza un arco en el aire y cae al campo girando como un sacacorchos. Una humareda envuelve a las aves, que se alzan del suelo con frenético aleteo. Como una alfombra viva y presa de pánico, se elevan, trazan círculos y vuelven a posarse en tierra. Unos gritos que parecen proceder de criaturas que doblan su tamaño se extienden a lo largo de kilómetros antes de desvanecerse.
Por la mañana, ese sonido no se repite. Una vez más, solo hay aquí, ahora, los brazos trenzados del río, un festín de restos de grano que llevará a estas bandadas al norte, más allá del círculo polar ártico. Cuando amanece, los fósiles retornan a la vida, ponen a prueba sus patas, saborean el gélido aire y echan a volar, los picos hacia el cielo y las gargantas abiertas. Y entonces, como si en la noche no hubiera ocurrido nada, olvidándolo todo salvo este momento, las grullas del alba empiezan a danzar. Danzan como lo han hecho desde antes de que este río empezara a fluir.
Su hermano la necesitaba. Pensar en ello protegió a Karin durante la extraña noche. Conducía en estado de trance, tomando la larga y pronunciada curva hacia el sur en la carretera 77, desde Nebraska hacia la región de Siouxland, y luego hacia el oeste por la 30, siguiendo el curso del Platte. En el estado en que se hallaba no podía conducir por carreteras secundarias. Aún estaba conmocionada por la llamada telefónica a las dos de la madrugada: «¿Karin Schluter? La llamo del hospital Buen Samaritano de Kearney. Su hermano ha tenido un accidente».
El auxiliar no le dijo nada por teléfono. Solo que Mark había dado una vuelta de campana en el arcén de la carretera North Line y había permanecido atrapado en la cabina, casi congelado, hasta que los sanitarios lo encontraron y lo sacaron. Durante mucho tiempo, después de que hubiera colgado el aparato, Karin no tuvo sensación en los dedos, hasta que se dio cuenta de que se estaba apretando con ellos las mejillas. Tenía el rostro aterido, como si fuese ella quien hubiera estado tendida allí, en la helada noche de febrero.
Sus manos, rígidas y azuladas, aferraban el volante mientras avanzaba por las reservas indias. Primero la de los winnebago, luego las ondulantes tierras de los omaha. Los árboles achaparrados a lo largo de la irregular carretera se inclinaban bajo el peso de la nieve. La intersección de Winnebago, los terrenos de las ceremonias indias, el juzgado tribal y el cuartelillo de bomberos voluntarios, la estación de servicio donde ella compraba la gasolina libre de impuestos, la placa de madera con el letrero pintado a mano: «Regalos de artesanía nativa», la escuela de enseñanza media -Hogar de los Indios- donde ella había dado clases como voluntaria hasta que la desesperación la hizo renunciar: el escenario se apartaba de ella, hostil. En la larga y vacía franja al este de Rosalie, un hombre solitario, de la edad de su hermano, que llevaba una chaqueta demasiado ligera y una gorra con palabras de aliento a su equipo deportivo -«Go Big Red»-, dejaba las huellas de sus pisadas en la nieve acumulada al lado de la carretera. Cuando ella pasó por su lado, él se volvió y soltó un gruñido, repeliendo la intrusión.
La sutura de la línea central hacía avanzar a Karin en la noche nevada. No tenía sentido: Mark, un conductor casi profesional que iba por una carretera rural recta como una flecha y tan familiar para él como respirar. Se había salido de la carretera en el centro de Nebraska, como si se hubiera caído de un caballo de madera. Karin jugueteó con la fecha: 20-02-02. ¿Significaba algo? Golpeó el volante con las palmas, y el vehículo dio una sacudida. «Su hermano ha tenido un accidente.» De hecho, mucho tiempo atrás había efectuado todos los giros erróneos que es posible hacer en la vida, y desde el carril erróneo. Llamadas telefónicas a horas intempestivas las había habido desde tanto tiempo atrás como ella podía recordar. Pero jamás una como aquella.
Encendió la radio para mantenerse despierta. Sintonizó un absurdo programa de entrevistas en el que hablaban de la mejor manera de proteger a las mascotas de envenenamientos causados por terroristas a través del agua. Las voces desquiciadas y distorsionadas por las interferencias llegaban a ella en la oscuridad, susurrándole su situación: estaba sola en una carretera desierta, a menos de un kilómetro de su propio desastre.
Pensó en lo afectuoso que había sido Mark de niño, cuando dirigía su hospital para lombrices de tierra, cuando vendió sus juguetes para impedir que ejecutaran la hipoteca de la granja, cuando con solo ocho años se interpuso entre sus padres aquella espantosa noche, diecinueve años atrás, en que Cappy intentó estrangular a Joan con un trozo de cable eléctrico. Así era como ella se representaba a su hermano, mientras atravesaba en línea recta la oscuridad. La raíz de todos los accidentes de Mark: pasarse de generoso.
A las afueras de Grand Island, a trescientos kilómetros de Sioux, cuando amanecía y el cielo se volvía de color melocotón, atisbo el Platte. La primera luz, que destellaba en la turbia corriente marrón, la serenó. Algo le llamó la atención, unas agitadas y perladas olas moteadas de rojo. Al principio incluso pensó que se trataba de la hipnosis que produce la carretera. Una alfombra de aves que medían más de un metro se extendía hasta la distante línea de árboles. Ella las había visto cada primavera durante más de treinta años, y aun así aquella danza masiva la hizo mover con brusquedad el volante, de modo que a punto estuvo de seguir a su hermano.
Él había esperado a que las aves regresaran para salirse de la carretera. Ya estaba hecho un desastre en octubre, cuando Karin recorrió aquella misma ruta para asistir al funeral de su madre. Acampado con sus amigos envasadores de carne en el noveno círculo del infierno de Nintendo, atacando los seis packs de cerveza de su almuerzo líquido, y ya como una cuba cuando fue a trabajar en el turno de tarde. Tradiciones que proteger, Conejita; el honor de la familia. Ella no había tenido entonces la voluntad de hacerle entrar en razón. De haberlo intentado, él no le habría hecho caso. Pero Mark había pasado el invierno, incluso se había recuperado un poco. Solo para que le ocurriera aquello.
Kearney apareció a la vista: la dispersión de las afueras, la hilera de nuevas y grandes tiendas, los grasientos establecimientos de comida rápida a lo largo de la Segunda avenida, la antigua calle principal. El pueblo entero se le antojó de repente como una rampa de salida con pretensiones de la interestatal 80. La familiaridad le hizo experimentar una calma extraña, inapropiada. Era el hogar.
Encontró el Buen Samaritano de la misma manera que las aves encontraban el Platte. Habló con el traumatólogo, esforzándose por entenderle. El médico decía una y otra vez «gravedad moderada», «estable» y «ha tenido suerte». Parecía lo bastante joven para haber estado de juerga con Mark unas horas antes. Ella deseaba ver su título de facultativo, pero se limitó a preguntarle qué significaba «gravedad moderada» y asintió cortésmente al oír la impenetrable respuesta. Le preguntó por lo de «ha tenido suerte», y el traumatólogo respondió: «Suerte de estar vivo».
Los bomberos lo habían sacado de la cabina cortando el metal con un soplete de acetileno. Podría haberse pasado allí toda la noche, encajonado contra el parabrisas, hasta morir a causa de la congelación y la hemorragia, junto al arcén de la carretera rural, de no haber sido por la llamada anónima desde una estación de servicio a las afueras de la población.
Le permitieron entrar en la UCI para que lo viera. Una enfermera trató de prepararla, pero Karin no oyó nada de lo que le decía. Se detuvo delante de un nido de cables y monitores. Sobre la cama reposaba un bulto envuelto en vendas. Una cara acurrucada entre la maraña de tubos, hinchada y multicolor, cubierta de excoriaciones. Sus labios y mejillas ensangrentados estaban cubiertos de gravilla incrustada. El cabello apelmazado había desaparecido en una zona del cuero cabelludo de la que surgían unos cables. Parecía como si le hubieran presionado la frente contra una parrilla caliente. Enfundado en una delgada bata de color azul verdoso pálido, el hermano de Karin se esforzaba por inhalar.
Se oyó a sí misma llamarle desde lejos.
– ¿Mark?
El sonido hizo que el paciente abriera los ojos, como los duros ojos de plástico de las muñecas con las que ella jugaba en su infancia. Nada se movía, ni siquiera los párpados. Nada, hasta que la boca hizo amago de abrirse, sin emitir ningún sonido. Ella se aproximó al instrumento médico. El aire silbaba a través de los labios de Mark, imponiéndose al zumbido de los monitores. El viento en un trigal listo para la recolección.
Su cara expresaba reconocimiento, pero nada salía de su boca, excepto un hilillo de saliva. Sus ojos suplicaban, aterrados. Necesitaba algo de ella, algo que era cuestión de vida o muerte.
– Tranquilízate, estoy aquí -le dijo.
Pero este intento de darle seguridad solo hizo que él se sintiera peor. Le estaba excitando, precisamente lo que las enfermeras le habían prohibido que hiciera. Desvió la vista, a cualquier parte excepto a los ojos animales de su hermano. La habitación se grababa a fuego en su memoria: la cortina corrida, los dos estantes con el amenazador equipo electrónico, la pared de color sorbete de lima, la mesa con ruedas junto a la cama.
Ella volvió a intentarlo.
– Markie, soy Karin. Vas a ponerte bien.
El mero hecho de decirlas daba verosimilitud a estas palabras. Un gruñido surgió de la boca cerrada del herido. La mano en la que estaba inserto el gotero se alzó y le aferró la muñeca. La sorprendió su atino. La asía con escasa fuerza pero de un modo terrible, atrayéndola hacia el amasijo de tubos. Los dedos la rozaban con frenesí, como si en aquella fracción de segundo ella pudiera todavía evitar que el camión volcara.
La enfermera le pidió que saliera. Karin Schluter se sentó en la sala de espera de traumatología, un terrario de vidrio en el extremo de un largo pasillo que olía a antiséptico, a miedo y a números atrasados de publicaciones médicas. Hileras de granjeros con sus esposas, cabizbajos, con sudaderas oscuras y monos, se sentaban junto a ella en las sillas cuadradas y acolchadas de color melocotón. Karin imaginó sus casos particulares: «ataque cardíaco del padre», «accidente de caza del marido», «sobredosis del hijo». En un rincón, un televisor sin sonido emitía imágenes de combatientes diseminados en un desierto montañoso. Afganistán, invierno de 2002. Al cabo de un rato, observó un hilillo de sangre en su dedo índice derecho, donde se había mordido la cutícula. Se levantó para ir al lavabo, y allí vomitó.
Más tarde, en la cafetería del hospital, comió algo caliente y viscoso. En un momento dado, salió a una de esas escaleras de hormigón a medio terminar, hechas para ser vistas solo en caso de que el edificio se incendie, a fin de telefonear a Sioux City, a la gran empresa de ordenadores y aparatos electrónicos domésticos en cuyo departamento de atención al cliente trabajaba. Se alisaba la arrugada falda de lana rizada como si su supervisor pudiera verla desde el otro extremo de la línea. Con la mayor vaguedad posible, le habló a su jefe del accidente. Una explicación bastante aceptable: no en vano tenía treinta años de práctica ocultando las verdades de los Schluter. Le pidió dos días de permiso. Él le ofreció tres. Ella empezó a protestar, pero enseguida expresó una aceptación agradecida.
Cuando regresó a la sala de espera, vio a ocho hombres de mediana edad con ropa de franela, formando un círculo y con los ojos mirando al suelo. Emitían un murmullo como de viento que penetrara por las solitarias puertas de tela metálica de una granja. El sonido subía y bajaba en oleadas. Tardó un momento en comprender que se trataba de un círculo de oración, por otra víctima que había ingresado poco después que Mark. Un servicio pentecostalista improvisado, que abarcaba todo aquello que no alcanzaban los bisturíes, los fármacos y los láser. El don de lenguas descendía sobre el círculo de hombres, como una charla intrascendente en una reunión familiar. El hogar era el lugar del que jamás escapas, ni siquiera en las pesadillas.
«Estable.» «Ha tenido suerte.» Estas palabras sostuvieron a Karin hasta el mediodía. Pero la siguiente vez que el traumatólogo habló con ella, las palabras se habían convertido en «edema cerebral». La presión intracraneal había aumentado de repente. Las enfermeras estaban tratando de bajarle la temperatura. El médico mencionó el respirador artificial y un drenaje ventricular. La suerte y la estabilidad se habían esfumado.
Cuando le permitieron ver a Mark de nuevo, ya no lo conoció. La persona a la que vio la segunda vez yacía en estado comatoso, la cara transformada en la de un desconocido. No abrió los ojos cuando ella pronunció su nombre. Sus brazos permanecieron inmóviles incluso cuando se los apretó.
Los médicos hablaron con ella, y lo hicieron como si fuese una deficiente mental. Karin insistió en que la informaran. El porcentaje de alcohol en sangre de Mark había estado justo por debajo del límite establecido en Nebraska: tres o cuatro cervezas en las horas previas al vuelco de su camioneta. No se apreciaba ninguna otra sustancia en su organismo. El vehículo estaba destrozado.
Dos agentes de policía se la llevaron aparte, al pasillo, y la interrogaron. Ella respondió lo que sabía, es decir, nada. Al cabo de una hora se preguntó si había imaginado la conversación. Luego, por la tarde, un hombre cincuentón con camisa azul de faena se sentó junto a ella en la sala de espera. Karin logró volverse y parpadeó. No era posible, ni siquiera en aquel pueblo: intentaban ligársela en la sala de espera de una unidad de traumatología.
– Debería consultar con un abogado -le dijo el hombre.
Ella parpadeó de nuevo y sacudió la cabeza. La falta de sueño.
– ¿Es usted pariente del hombre que volcó con su camión? Lea lo que dicen de él en el Telegraph. No hay duda de que debería buscarse un abogado.
Karin no dejaba de sacudir la cabeza.
– ¿Lo es usted?
El hombre se echó atrás con brusquedad.
– No, por Dios. Es solo un consejo de paisano.
Ella tomó el periódico y leyó la sucinta noticia del accidente hasta que las lágrimas la volvieron borrosa. Permaneció sentada en el rincón del terrario mientras pudo, y entonces dio una vuelta por la sala y volvió a sentarse. A cada hora que transcurría rogaba que la dejaran ver a su hermano, y cada vez se lo negaban. Dormitó durante cinco minutos, recostada en una silla de madera tallada de color melocotón. Mark surgía en sus sueños, como la hierba búfalo tras un incendio en una pradera. Un niño que, por conmiseración, siempre elegía a los peores jugadores para su equipo. Un adulto que solo la llamaba cuando tenía una borrachera llorona. Le escocían los ojos y notaba la boca pastosa. Se miró en el espejo del lavabo: la piel llena de manchas, titubeante, la cabellera pelirroja como una enmarañada cortina de cuentas. Pero todavía presentable, dadas las circunstancias.
– Se ha producido un empeoramiento -le explicó el médico.
Entonces le habló de ondas B, milímetros de mercurio, lóbulos, ventrículos y hematomas. Karin comprendió por fin. Tenían que operar a Mark.
Le hicieron una incisión en la garganta y le pusieron un tornillo en el cráneo. Las enfermeras dejaron de responder a las preguntas de Karin. Al cabo de unas horas, con su mejor tono de atención al cliente, pidió de nuevo que le permitieran verle. Le dijeron que estaba demasiado débil tras la intervención. Las enfermeras se ofrecieron para conseguirle algo, y solo muy lentamente Karin comprendió que se referían a tranquilizantes.
– Oh, no, gracias -replicó-. Estoy bien.
– Váyase a casa unas horas -le aconsejó el médico-. Prescripción facultativa. Tiene que descansar.
– Hay personas durmiendo en el suelo de la sala de espera. Puedo ir a buscar un saco de dormir y volver enseguida.
– En estos momentos no hay nada que pueda usted hacer por él -le aseguró el doctor.
Pero eso no podía ser, no era así en el mundo del que ella procedía.
Prometió que se iría a descansar si le dejaban ver a Mark, solo un instante. Se lo permitieron. Él tenía aún los ojos cerrados y no reaccionaba a nada.
Entonces vieron la nota. Estaba sobre la mesita de noche, esperando. Nadie pudo decirle a Karin cuándo había aparecido. Algún mensajero había entrado sigilosamente en la habitación, sin que nadie le viera, incluso mientras Karin tenía prohibido el acceso. La caligrafía era de trazos finos e inseguros, etérea: la de un inmigrante de un siglo atrás.
No soy nadie,
pero esta noche en la carretera North Line
dios me ha conducido a ti
para que puedas vivir
y traer de vuelta a alguien más.
Una bandada de aves, cada una de ellas ardiendo. Las estrellas bajan en picado convertidas en proyectiles. Motas rojas ardientes se encarnan, anidan ahí, una parte del cuerpo, cuerpo en parte.
Dura eternamente: ningún cambio apreciable.
Una bandada de cenizas ardientes. Cuando se atenúa ese dolor gris, siempre se licua. Se extiende tan lentamente que cae como un líquido. Al final no hay más que flujo. Una corriente sin nada a continuación, lo más bajo que existe por encima del conocimiento. El mismo frío es un objeto, por lo que no puede sentirlo.
Lisa agua corporal, que cae a razón de un centímetro por kilómetro. El torso tan largo como el mundo. Una carrera inmovilizada a lo largo de todo el camino desde el inicio al final. Grandes curvas muy cerradas, encorvamientos de la edad, perezosas y demoradas eses, hacen que la corriente retarde durante el mayor tiempo posible la única y larga caída en la que ya termina.
Ni siquiera río, ni siquiera el agua marrón que avanza lentamente hacia el oeste, no ahora ni entonces, excepto cuando crece de vez en cuando. La superficie desbordándose con un grito insonoro. Una columna blanca, como en un río de luz. Entonces puro terror, resonando en el aire, dando saltos mortales y cayendo, todo menos alcanzar su objetivo.
Un sonido sin palabras pero que aun así dice: Ven. Ven conmigo. Prueba la muerte.
Finalmente, solo agua. Agua lisa extendiéndose en su nivel. Agua que es nada pero que cae en nada.
Karin se registró en uno de esos hoteles turísticos donde se alojan los observadores de las grullas, al lado de la autopista interestatal. El edificio parecía recién descargado de la parte trasera de un camión. Le cobraron un precio excesivo por una habitación. Pero allí se encontraba cerca del hospital, y eso era lo único que importaba. Se quedó una noche, y luego tuvo que buscar otro alojamiento. Como familiar más próximo, tenía derecho a una plaza en el establecimiento que estaba a una manzana del hospital, un hostal subvencionado con la calderilla del mayor cártel global de comida rápida del mundo. La Casa de los Payasos, la habían llamado ella y Mark cuando su padre agonizaba debido a un insomnio letal, cuatro años atrás. Tardó cuarenta días en morir, y en los últimos momentos, cuando por fin accedió a ingresar en el hospital, la madre pasaba a veces la noche en la Casa de los Payasos para estar cerca de él. Karin no podía enfrentarse a ese recuerdo, no en aquellas circunstancias. Subió al coche y se dirigió a la casa de Mark, que estaba a media hora de camino.
Condujo hasta Farview, donde, solo unos meses después de la muerte de su padre, Mark había comprado con su parte de la pequeña herencia una de esas casas prefabricadas seleccionadas por catálogo. Se extravió y tuvo que preguntar por la dirección de la urbanización River Run al encargado de la estación de servicio Texaco en Four Corners, que parecía un doble de Walter Brennan. Era algo psicológico. Ella nunca había querido que Mark viviera allí. Pero tras la muerte de Cappy, Mark no hacía caso a nadie.
Por fin encontró la vivienda, una Homestar construida a base de módulos, el orgullo de la edad adulta de Mark. La había comprado justo antes de empezar a trabajar como técnico de mantenimiento y reparaciones en la fábrica envasadora de carne, en Lexington. El día que extendió el cheque del pago inicial, lo celebró por todo el pueblo como si acabara de prometerse en matrimonio.
Ante la puerta había una cagada de perro reciente. Blackie estaba acurrucada en un rincón de la sala de estar, gimiendo, confusa y culpable. Karin dejó salir al pobre animal y le dio de comer. En el minúsculo jardín, la collie de la frontera retomó su tarea de pastoreo: ardillas, partículas de nieve, estacas de la valla… cualquier cosa para convencer a los humanos de que seguía siendo digna de cariño.
La calefacción estaba apagada. Solo la costumbre que tenía su hermano de no cerrar del todo los grifos había impedido que las tuberías reventaran. Recogió la cagada en el gélido jardín. La perra se le acercó, ansiosa de trabar amistad con ella, pero deseando saber en primer lugar el paradero de Mark. Karin se agachó en los escalones de la entrada y apoyó la cara en la fría barandilla.
Entró de nuevo en la casa, temblando. Por lo menos podía arreglar la vivienda para cuando él volviera, hacer una limpieza, tras semanas de abandono. En lo que su hermano llamaba la habitación de la familia, ordenó las revistas de accesorios para camiones y de mujeres desnudas. Recogió los discos diseminados y los puso en rimeros detrás del mueble bar con paneles de madera que él mismo había instalado con escaso éxito. Un póster de una chica con biquini de cuero negro, reclinada en el capó de un camión antiguo, se combaba en la pared del dormitorio. Karin lo arrancó, asqueada. Solo cuando vio el papel desgarrado en sus manos, se dio cuenta de lo que había hecho. Encontró un martillo en el armario de los utensilios y trató de clavar de nuevo el póster con las chinchetas, pero estaba demasiado desgarrado. Lo tiró a la basura, maldiciéndose a sí misma.
El baño parecía el laboratorio de un muchacho que prepara un experimento para presentarlo a un concurso. Allí no había productos de limpieza, excepto desatascadores de tuberías y jabón de glicerina. Registró la cocina en busca de vinagre o amoníaco, pero no encontró más disolvente que vinagre blanco. Debajo de la pila había un cubo lleno de trapos y una lata de detergente en polvo que produjo un ruido sordo cuando la sacó. Desenroscó la tapa y la abrió. Contenía un frasco de pastillas.
Karin se sentó en el suelo de la cocina y se echó a llorar. Pensó en volver a Sioux City, cortar por lo sano y reanudar su vida. Sacó las pastillas y las hizo rodar entre los dedos. Accesorios de casa de muñecas o equipo deportivo: bases blancas, halteras rojas, minúsculos platillos malva con monogramas ilegibles. ¿De quién las escondía su hermano, allí abajo, aparte de sí mismo? Creyó reconocer la preferida por aquellos lares: éxtasis. Ella la había probado una vez, dos años atrás, en Boulder. Se había pasado la noche comiéndose la cabeza con los amigos y abrazando a perfectos desconocidos. Entumecida, se llevó una píldora a la boca y se restregó con ella la lengua colgante. Entonces arrojó todo el alijo al triturador de basuras. Blackie gañía, y la dejó entrar de nuevo. La perra le husmeó las pantorrillas, expresándole la necesidad que tenía de ella.
– No te preocupes -le dijo Karin-. Pronto todo volverá a ser como antes.
Pasó al dormitorio, un museo de dientes de vaca, minerales de colores y cientos de exóticas chapas de botella montadas en soportes artesanales. Inspeccionó el armario. Al lado de la ropa de calle, en su mayor parte tejanos y prendas de pana oscura, había tres monos manchados de grasa con el logotipo IBP que colgaban de un gancho por encima de las botas de trabajo ribeteadas de barro endurecido, las que su hermano usaba a diario para ir al matadero. De repente cayó en la cuenta de que había ciertas cosas de las que debería haberse ocupado el día anterior. Telefoneó a la fábrica. Iowa Beef Processors: «El mayor proveedor del mundo de carne de vacuno, porcino y productos asociados de primera calidad». La respuesta fue un menú de opciones automatizadas. Luego otro. A continuación una musiquilla alegre, seguida por una jovial voz y finalmente una persona de voz ronca que la llamaba continuamente «señora». Señora. En algún momento Karin se había convertido en su propia madre. Un asesor del departamento de personal le indicó los pasos que debía dar para obtener la baja laboral de Mark. Durante la hora que llevaron los trámites, ella experimentó la liberación de ser útil. Le producía un ardiente placer.
Telefoneó a sus propios patrones en Sioux. La empresa era grande, la tercera en volumen entre las que vendían ordenadores en el país. Años atrás, en los inicios del auge de los ordenadores personales, rompieron con la manida estrategia comercial de los vendedores por correo idénticos por el sencillo procedimiento de utilizar rebaños de vacas Holstein en sus anuncios. Mark se rió de ella cuando se trasladó a Nebraska desde Colorado y consiguió un empleo en la empresa. «¿Vas a ocuparte de las quejas que hagan a la Compañía de Ordenadores Vaqueros?» Ella no pudo explicárselo. Después de años dedicada a lo que ella consideraba un avance profesional (tras ascender de telefonista en Chicago a agente de publicidad que colocaba anuncios en elegantes revistas comerciales de Los Ángeles, pasando a mano derecha y finalmente imagen y representante de la compañía fundada por dos jóvenes empresarios informáticos de Boulder que iban a ganar millones con la creación de un mundo virtual donde la gente podría desarrollar complejos álter egos, pero que acabaron demandándose judicialmente entre ellos), Karin había vuelto a poner los pies en el suelo. Había dejado atrás los treinta años, y ya no le quedaba tiempo ni orgullo para ambiciones arriesgadas. No tenía nada de malo hacer un trabajo honesto y esforzado en una empresa segura que carecía de toda pretensión. Si su destino era dedicarse a la atención al cliente, se relacionaría con ellos tan bien como fuese humanamente posible. De hecho, había descubierto una aptitud oculta para ocuparse de las quejas. Le bastaba con un par de correos electrónicos y un cuarto de hora al teléfono para convencer a un cliente dispuesto a lanzar una bomba incendiaria contra la sede de la compañía de que ella y sus millares de empleados no querían más que la perdurable amistad y el respeto del cliente.
No podía explicárselo ni a su hermano ni a nadie: la posición y la satisfacción no significaban nada. Ser competente lo era todo. Por fin su vida había dejado de desorientarla. Tenía un trabajo que desempeñaba bien, un apartamento nuevo, de un dormitorio cerca del río en South Sioux, incluso una grata expectación compartida con un amistoso técnico del servicio de asesoramiento, algo que amenazaba con transformarse cualquier día en una relación sentimental. Y entonces aquello. Una llamada telefónica, y la realidad había dado una vez más con ella.
No importaba. No había nada en Sioux que la requiriera. El único que realmente la necesitaba yacía en el hospital, en una isla oscura, sin ningún otro familiar que cuidara de él.
El gerente de su departamento se puso al aparato, y ella se alisó el pelo al oír su voz. El hombre consultó la lista de vacaciones de Karin y le dijo que podía ausentarse durante una semana a partir del lunes siguiente. Con la mayor humildad que era capaz de transmitir, ella le explicó que no estaba segura de que ese tiempo bastara. Probablemente tendrá que bastar, le dijo el gerente. Ella le dio las gracias, volvió a pedirle disculpas, colgó y siguió limpiando de una manera más brusca.
Con solo detergente para vajilla y toallas de papel consiguió que la vivienda de Mark fuese de nuevo habitable. Se miró en el espejo del baño mientras limpiaba las manchitas: un paño de lágrimas profesional, con un par de kilos de más, una cabellera pelirroja unos cincuenta centímetros demasiado larga para su edad y buscando con desesperación algo que arreglar. Podía estar a la altura de las circunstancias. Mark no tardaría en volver y de nuevo mancharía alegremente el espejo. Ella regresaría al país de los Ordenadores Vaqueros, donde la gente respetaba su trabajo y solo desconocidos le pedían ayuda. Se estiró las secas mejillas hacia atrás y redujo el ritmo de la respiración. Terminó de limpiar la pila del lavabo y la bañera, y entonces fue al coche y examinó el contenido de la mochila: dos jerséis, unos pantalones de sarga y tres mudas de ropa interior. Puso el coche en marcha, fue a la zona comercial de Kearney y se compró un suéter, dos tejanos y crema hidratante. Incluso esa nimiedad tentaba al destino.
«No soy nadie, pero esta noche, en la carretera North Line…» Karin preguntó por la nota en la unidad de traumatología. Por lo que todos decían, el papel había aparecido sobre la mesilla de noche poco después del ingreso de Mark. Una enfermera hispana de administración, de cuyo cuello pendía una cadena muy elaborada con un crucifijo tachonado de grandes piedras turquesa, insistió en que solo a Karin y el personal del hospital se les había permitido verle durante las treinta y seis primeras horas. Sacó todo el papeleo para demostrarlo. La enfermera intentó confiscarle la nota, pero Karin se negó. Tenía que dársela a Mark cuando volviera en sí.
Lo trasladaron desde la unidad de traumatología a una habitación donde ella podía sentarse a su lado. Yacía en la cama como un maniquí tumbado. Dos días después abrió los ojos durante treinta segundos y volvió a cerrarlos. Pero al anochecer los abrió de nuevo. Al día siguiente ella llevó la cuenta de las veces que su hermano abría los ojos, seis en total. En cada ocasión parecía como si estuviera viendo una película de terror.
Su cara empezó a moverse como una careta de goma. Su mirada inconexa la buscó. Ella estaba sentada al lado de la cama, sintiendo como si fuera a precipitarse por el borde de una profunda cantera.
– ¿Qué quieres, Mark? Dímelo. Estoy aquí.
Rogó a las enfermeras que le dieran algo que hacer, cualquier cosa, por pequeña que fuese, que pudiera servir de ayuda. Ellas le dieron unos calcetines de nailon especiales y unas zapatillas de baloncesto para que se las pusiera y se las quitara a Mark a intervalos de varias horas. Karin lo hizo cada cuarenta minutos, y también le masajeó los pies. Eso mantendría su sangre en circulación e impediría que se formaran coágulos. Sentada junto a la cama, ella le apretaba y masajeaba las piernas. En una ocasión, se puso a recitar sin emitir sonidos el viejo juramento del Club 4-H:
Mi cabeza para pensar claramente,
mi corazón para mayor lealtad,
mis manos para mejor servicio
y mi salud para mayor bienestar…
como si volviera a estar en el instituto y Mark fuese su proyecto para la feria del condado.
Mejor servicio: lo había buscado durante toda su vida, sin más armas que una licenciatura en sociología por la Universidad de Nebraska en Kearney. Profesora auxiliar en la reserva de Winnebago, voluntaria en comedores para indigentes en el centro de Los Ángeles, administrativa sin sueldo en un bufete de Chicago. Para satisfacer a un posible novio en Boulder, incluso había intervenido durante un breve período en manifestaciones callejeras contra la globalización, gritando las consignas con un entusiasmo que no podía enmascarar su profunda sensación de que estaba haciendo una tontería. Se habría quedado en casa para siempre, dedicada a salvaguardar a su familia, de no haber sido por su familia. Ahora el otro de los dos únicos miembros que quedaban estaba a su lado, inerte, incapaz de poner objeciones a sus servicios.
El cirujano puso una espita metálica en el cerebro de su hermano y lo drenó. Era monstruoso, pero funcionaba. La presión intracraneal se redujo. Los quistes y bolsas se encogieron. Ahora el cerebro de Mark tenía todo el espacio que necesitaba. Karin se lo dijo:
– Lo único que tienes que hacer ahora es curarte.
Las horas transcurrían en un instante, pero los días se extendían sin fin. Ella se sentaba junto a la cama, enfriándole el cuerpo con mantas refrigerantes especiales, descalzándole y volviéndole a poner las zapatillas deportivas. Entretanto, no dejaba de hablarle. Él jamás mostraba el menor indicio de que la oyera, pero ella seguía hablándole. A pesar de todo, los tímpanos tenían que moverse, los nervios detrás de ellos debían vibrar.
– Te he traído unas rosas. ¿Verdad que son bonitas? Y qué bien huelen. La enfermera está cambiando las bolsas vacías del gotero, Markie. No te preocupes, sigo aquí. Tienes que levantarte para ir a ver las grullas antes de que se marchen. Es algo realmente extraordinario. Jamás había visto tantas juntas. Vienen al pueblo en grandes bandadas. Un montón de ellas se posaron en el tejado del McDonald's. Debían de estar buscando algo. Por Dios, Mark, cómo tienes los pies. Huelen a roquefort pasado.
«Huéleme los pies.» Su castigo ritual por cualquier transgresión, iniciado el año en que él la superó en fuerza física. Olió de nuevo el cuerpo paralizado, por primera vez desde que eran niños. Roquefort y vómito cuajado. Como los gatitos salvajes que encontraron ocultos bajo el porche cuando ella tenía nueve años. Agridulce, como el bosque de moho en la rebanada de pan húmedo que Mark dejó en un plato cubierto sobre el tiro de la caldera en quinto curso, para un concurso de ciencias, y del que luego se olvidó.
– Cuando vuelvas a casa te prepararemos un buen baño de espuma.
Le habló de las numerosas personas que visitaban al comatoso ocupante de la cama vecina: mujeres con vestidos amplios, hombres con camisa blanca y pantalones negros, como mormones de los años sesenta en sus misiones. Él absorbía sus anécdotas, impasible, hasta los más pequeños músculos de la cara inmóviles.
Durante la segunda semana, un hombre mayor entró en la habitación compartida vestido con un grueso abrigo que le daba el aspecto de un muñeco Michelin azul brillante. Permaneció junto a la cama del inconsciente compañero de habitación de Mark, gritándole:
– Gilbert, muchacho, ¿me oyes? Despierta ya. No tenemos tiempo para esta tontería. Basta ya, ¿me oyes? Tenemos que volver a casa.
Los gritos hicieron que acudiera una enfermera, quien se llevó de allí al airado hombre. Tras este incidente, Karin dejó de hablarle a Mark. Él no pareció darse cuenta.
El doctor Hayes le dijo que el decimoquinto día era el punto de no retorno. Nueve de cada diez víctimas de traumatismo craneoencefálico ya se han recuperado para entonces.
– Lo de los ojos es una buena señal -le informó el médico-. Su cerebro reptiliano está mostrando una notable actividad.
– ¿Tiene un cerebro de reptil?
El doctor Hayes sonrió, como el médico de una vieja película didáctica de sanidad pública.
– Todos lo tenemos. Es un vestigio del largo camino que hemos recorrido hasta llegar aquí.
Con toda evidencia, él no era de aquella zona. La mayoría de los habitantes del lugar no habían recorrido el largo camino. Los padres de Karin y Mark Schluter habían creído que la evolución era propaganda comunista. El mismo Mark tenía sus dudas. «Si todos los millones de especies evolucionan constantemente, ¿cómo es que nosotros somos los únicos inteligentes?»
El médico amplió su explicación.
– El cerebro ha sido objeto de una remodelación asombrosa, pero no puede eludir su pasado. Solo puede hacer aportaciones a lo ya existente.
Karin evocó la mezcolanza estilística de las mansiones de Kearney, viejas glorias de madera de estilo Victoriano, ampliadas con ladrillo en los años treinta y de nuevo en los setenta con cartón prensado y aluminio.
– ¿Qué es lo que está haciendo su… cerebro de reptil? ¿Qué clase de notable actividad?
El doctor Hayes recitó los nombres de un tirón: «médula», «puente troncoencefálico», «mesencáfalo», «cerebelo». Ella anotó las palabras en un minúsculo cuaderno de espiral, donde lo apuntaba todo para examinarlo más tarde. El neurólogo hacía que el cerebro pareciera más destartalado que los viejos camiones de juguete que Mark construía en su infancia con piezas de armario tiradas y botellas de detergente aserradas.
– ¿Qué me dice de su…? ¿Qué hay por encima del reptil, alguna clase de pájaro?
– La siguiente estructura superior es la de mamífero.
Ella movía los labios mientras él hablaba, como si le ayudara. No podía evitarlo.
– ¿Y la de mi hermano?
El doctor Hayes se mostró cauteloso.
– Eso es más difícil de determinar. No detectamos ningún daño evidente. Hay actividad. Regulación. El hipocampo y la amígdala parecen intactos, pero sí que hemos visto cierta ineficacia de la amígdala, donde se inician algunas emociones negativas, como el temor.
– ¿Me está diciendo que mi hermano tiene miedo? -Con un movimiento de la mano interrumpió al médico, que se apresuraba a tranquilizarla. Estaba emocionada porque Mark sentía. Miedo o lo que fuese, no importaba-. ¿Qué me dice de su… cerebro humano? ¿La parte situada por encima del mamífero?
– Se está estructurando de nuevo. La actividad en la corteza prefrontal se esfuerza por sincronizarse y formar la conciencia.
Karin le pidió al doctor Hayes cuantos folletos sobre lesiones cerebrales hubiera en el hospital, y subrayó todas las sugerencias esperanzadoras con rotulador verde de trazo fino. «El cerebro es nuestra última frontera. Cuanto más sabemos de él, más cuenta nos damos de cuánto nos queda por saber.» La siguiente vez que vio al doctor Hayes, estaba preparada.
– Dígame, doctor, ¿ha pensado en alguno de los nuevos tratamientos para las lesiones cerebrales? -Buscó el cuadernito en el bolso que le pendía del hombro-. ¿Agentes neuroprotectores? ¿Cerestat? ¿PEG-SOD?
– Vaya, estoy impresionado. Ha hecho los deberes.
Ella intentó parecer tan competente como quería que él lo fuese.
El doctor Hayes formó un triángulo con las manos y se llevó el vértice a los labios.
– En este campo las cosas van siempre muy deprisa. El PEG-SOD ha sido desechado tras haber obtenido escasos resultados en las pruebas de la tercera fase. Y no creo que el cerestat sea apropiado en este caso.
– Mi hermano se está esforzando por abrir los ojos, doctor -replicó ella en el tono que empleaba para hablar con los clientes-. Según usted, es posible que esté aterrado. Aceptaremos cualquier cosa que pueda usted administrarle.
– Han dejado de investigar con el cerestat, el Aptiganel. La quinta parte de los pacientes que tomaron ese medicamento han fallecido.
– Pero dispone de otros fármacos, ¿no es cierto?
Miró de nuevo el cuaderno, temblorosa. En cualquier momento sus manos se convertirían en palomas y echarían a volar.
– La mayor parte están todavía en la etapa inicial de pruebas. Tendría que someterse a experimentación clínica.
– ¿No lo está ya? Quiero decir…
Movió la mano hacia la habitación de su hermano. En el fondo de su mente oyó la cantinela de la radio: «Hospital del Buen Samaritano… el mayor centro médico entre Lincoln y Denver».
– Debería cambiar de hospital, ir a uno donde lleven a cabo esos estudios.
Ella miró a aquel hombre. Con el atuendo apropiado, podría ser el médico que da consejos en un programa matinal de televisión. Si sus ojos llegaban a verla, era solo como una complicación. Probablemente le parecía patética en todos los sentidos. Algo en el cerebro reptiliano de Karin le detestaba.
Emerge en campos inundados. Hay una ola, un balanceo en los carrizos. El dolor de nuevo, luego nada.
Cuando vuelve la sensación, se está ahogando. Su padre le enseña a nadar. La corriente en sus miembros. Tiene cuatro años, y su padre le hace flotar. Vuela, agita los brazos y cae. Su padre le coge una pierna y tira de él hacia abajo. Su padre lo retiene bajo la superficie, una rígida mano empujándole la cabeza, hasta que cesan por completo las burbujas. El río te morderá, muchacho. Prepárate.
Pero nada le muerde, no hay preparación. No hay más que el hecho de que se ahoga.
Aparece una pirámide de luz, diamantes ardientes, campos de estrellas serpenteantes. Su cuerpo atraviesa triángulos de neón, un túnel ascendente. El agua por encima de él, quemazón en los pulmones, y entonces estalla hacia arriba, hacia el aire.
Donde estuvo su boca, no hay más que piel lisa. Lo sólido engulle ese agujero. La casa remodelada, las ventanas cubiertas de papel. La puerta ya no es una puerta. Los músculos tiran de los labios pero estos no tienen espacio para abrirse. Cables tan solo, donde estuvieron las palabras. La cara deformada y plegada sobre sus propios ojos. Metido en una cama metálica, debe de estar en el infierno. El más leve movimiento le causa un dolor más intenso, más angustioso que la muerte. Tal vez ya esté muerto. Muerto en todos los sentidos, en un extremo de su vida, alzándose. ¿Quién querría vivir después de semejante caída?
Una sala de máquinas, el espacio que no puede alcanzar. Algo se separa de él. La gente entra y desaparece con demasiada rapidez. Caras que se abren paso hasta su cara sin boca, tratando de hacerle hablar. Él masca las palabras, el sonido se diluye en un jadeo. Alguien dice «Debe tener paciencia», pero no se lo dice a él. «Debe tener paciencia, debe ser paciente.» Eso es lo que debe ser él.
Tal vez han pasado días. Imposible saberlo. El tiempo aletea, sus alas rotas. Las voces pasan, algunas se van y regresan, pero una de ellas casi siempre está ahí. Una cara que es casi la suya, tan cerca que quiere algo de él, aunque solo sean palabras. Una cara de mujer que llora sin cesar. Nada en ella dirá qué ha sucedido.
Una necesidad intenta desprenderse de él. La necesidad de decir, más que la necesidad de ser. Si tuviera boca, lo diría todo. Entonces esta mujer sabría lo que ha sucedido, sabría que su muerte no ha sido lo que parece.
La presión aumenta, como un fluido aplastado. Su cabeza: una presión interminable, ya enterrada. La savia mana de su oído interno; la sangre, de sus ojos anegados. Una presión letal, incluso pese a cuanto rezuma de él. Una infinidad de pensamientos aleccionadores, más de los que su cerebro es capaz de contener.
Un rostro se cierne cerca, formando palabras sobre fuego. Dice «Aguanta, Mark», y él moriría para que ella dejara de mantenerlo vivo. Vuelve a empujar contra la cosa que lo mantiene hundido. Los músculos tiran, pero la piel no se mueve. Algo se afloja. Se pasa una eternidad tirando de los tendones del cuello. Por fin la cabeza se ladea. Luego, al cabo de otra eternidad, alza el borde del labio superior.
Tres palabras le salvarían, pero todos sus músculos no pueden liberar un solo sonido.
Los pensamientos laten en una vena. El rojo late de nuevo en sus ojos, y luego ese único rayo blanco que sale disparado hacia arriba desde el negro a través del cual ha pasado como una ráfaga. Algo en la carretera que ahora jamás alcanzará. Gritando muy cerca mientras su vida daba un vuelco. Alguien aquí, en esta habitación, que morirá con él.
Llega la primera palabra. Emerge a través de una magulladura más ancha que su garganta. La piel que le ha crecido sobre la boca se rasga y una palabra sale por la ensangrentada abertura. «Fue.» La palabra sisea, tarda tanto que ella nunca la oirá. «Fue sin querer.»
Pero las palabras se transforman en objetos voladores al contacto con el aire.
Cuando llevaba dos semanas ingresado, Mark se irguió en la cama y gimió. Karin estaba junto a la cama, a poco más de un metro de su cara. Mark se incorporó doblando la cintura, y ella gritó. Los ojos de él se movieron de un lado a otro y la descubrieron. El grito de Karin se convirtió en risa y luego en un sollozo, mientras los ojos de Mark la recorrían nerviosamente. Ella pronunció su nombre, y la cara debajo de los tubos y las cicatrices se estremeció. Pronto llenó la habitación un nutrido grupo de enfermeras.
Era mucho lo que había sucedido bajo tierra, en los días en que yacía congelado. Ahora asomaba al exterior, como trigo invernal a través de la nieve. Volvió la cabeza y estiró el cuello. Extendió torpemente las manos. Sus dedos tiraron de los instrumentos invasores. Lo que más detestaba era el tubo de alimentación gástrica. Mientras aumentaba la destreza de sus brazos para tirar de él, las enfermeras se lo impedían con suavidad.
De vez en cuando, algo le asustaba, y se debatía por rehuirlo. Lo peor eran las noches. Una vez, al final del día, cuando Karin estaba a punto de marcharse, una oleada de sustancias químicas corrió por sus venas, impulsándole a erguirse y casi ponerse de rodillas en la cama de hospital. Ella tuvo que sujetarlo, esforzarse por tenderlo de nuevo e impedir que se arrancara los tubos conectados a su cuerpo.
Karin observaba el retorno de su hermano, hora tras hora, como en una deprimente película escandinava. A veces él la miraba, sopesando si era algo comestible o una amenaza. En cierta ocasión experimentó un acceso de sexualidad animal, que olvidó al instante. Había momentos en los que ella era una costra que trataba de quitarse de los ojos. Fijaba en su hermana aquella mirada líquida, regocijada, la misma que le dirigió una noche cuando eran adolescentes y ambos coincidieron al regresar a hurtadillas, bebidos, de sus respectivas salidas. «¿Tú también? No sabía que tú también lo hicieras.»
Mark empezó a vocalizar, unos gruñidos apagados por el tubo de la traqueotomía, un lenguaje secreto, libre de vocales. Cada ruido áspero hería a Karin, que daba la lata a los médicos para que hicieran algo. Ellos midieron el tejido cicatricial y el fluido craneal, lo escucharon todo excepto el frenético gorgoteo del herido. Le cambiaron el tubo de la tráquea por uno fenestrado, perforado con minúsculos orificios, una ventana en la garganta de Mark lo bastante ancha para que los sonidos pasaran a su través. Y cada uno de los gritos de su hermano era el ruego de algo que Karin no podía identificar.
Volvía a ser como la primera vez que Karin lo vio, cuando ella tenía cuatro años, mirando desde el descansillo del primer piso un cuerpecito envuelto en una mantita azul que sus padres acababan de traer a casa. Su recuerdo más antiguo: en lo alto de la escalera, preguntándose por qué sus padres se molestaban en arrullar algo mucho más estúpido que los gatos callejeros. Pero pronto aprendió a querer a aquel bebé, el mejor juguete que una niña podía pedir. Durante un año lo llevó de un lado a otro como a un muñeco, hasta que por fin él dio unos pocos y vacilantes pasos sin ella. Karin le parloteaba, le engatusaba, le sobornaba, ponía lápices de colores y bocaditos de comida fuera de su alcance hasta que él los pedía por su nombre. Crió a su hermano, mientras su madre estaba muy ocupada ganándose el cielo. Karin ya había conseguido una vez que Mark caminase y hablara. Sin duda, con la ayuda de los médicos del Buen Samaritano, podría repetir la hazaña. Algo en ella casi agradecía aquella segunda oportunidad de criarlo bien esta vez.
A solas al lado de su cama, entre las visitas de las enfermeras, empezó a hablarle de nuevo. Tal vez las palabras harían que el cerebro de su hermano se centrara. Ninguno de los textos de neurología que ella había devorado negaba esa posibilidad. Nadie sabía lo suficiente sobre el cerebro para asegurar si su hermano oía o no. Ella se sentía como en su infancia, cuando le acostaba mientras sus padres estaban fuera, entonando con voz quejumbrosa himnos de colonos alrededor del órgano eléctrico Hammond de los vecinos, antes de la primera bancarrota de sus padres y del fin de sus relaciones sociales. Desde su más tierna infancia, Karin hizo de canguro y se ganó un par de dólares por lograr que su hermanito siguiera vivo una noche más. Markie, estimulado por una sobredosis de caramelos recubiertos de chocolate y refrescos de cola con sabor a cereza, le exigía que contaran hasta el infinito o se sometieran mutuamente a experimentos telepáticos, o que ella le narrara largos relatos épicos de Animalia, el país al que los humanos no podían llegar, poblado por héroes, granujas, embaucadores y víctimas, todos ellos basados en los animales de la granja de su familia.
Siempre animales. Los buenos y los malos, aquellos a los que debían proteger y aquellos a los que tenían que destruir.
– ¿Te acuerdas de la serpiente toro que había en el granero? -le preguntó ella. Él parpadeó, contemplando la idea de la criatura evocada-. Debías de tener nueve años. Cogiste un palo y la mataste tú solo. Nos protegías a todos. Se lo dijiste a Cappy, jactándote de lo que habías hecho, y menudo rapapolvo te echó. «Nos has hecho perder ochocientos dólares en grano. ¿Es que no sabes que esos bichos comen ratones? ¿Qué tienes en vez de cerebro, muchacho?» Fue la última serpiente que mataste.
Él se la quedó mirando, las comisuras de la boca en movimiento. Daba la impresión de que la estaba escuchando.
– ¿Te acuerdas de Horace? -Era la grulla herida a la que adoptaron cuando Mark tenía diez años y Karin catorce. Herida en un ala por un cable de alta tensión durante la migración primaveral, el ave había hecho un amerizaje forzoso en su finca. Presa del pánico, se puso a dar frenéticas vueltas mientras ellos se le aproximaban. Se pasaron la tarde acercándose, dejando que la grulla se acostumbrara a ellos, hasta que se resignó a que la capturasen-. ¿Recuerdas que, cuando la lavábamos, te quitaba la toalla con el pico y empezaba a secarse? Lo hacía por instinto, como eso de recubrirse de barro para oscurecer las plumas. Dios mío, creíamos que el pájaro era más inteligente que cualquier ser humano vivo. ¿Recuerdas cómo tratamos de enseñarle a sacudirse?
De repente, Mark empezó a gemir. Movió un brazo como si arrojara un hacha india y con el otro trazó un ancho arco horizontal. Elevó bruscamente el torso y lanzó la cabeza adelante. Los tubos se desprendieron y sonó la alarma del monitor. Karin llamó al personal de servicio mientras su hermano se ponía como loco en la cama, tratando de abalanzarse sobre ella. Cuando apareció el enfermero, Karin estaba llorando.
– No sé qué he hecho. ¿Qué le ocurre?
– Pero mire… -replicó el enfermero-. ¡Está intentando abrazarla!
Karin regresó a Sioux para intentar arreglar las cosas en persona. No se había reincorporado al trabajo en la fecha convenida, y había llegado al límite de lo que podía solicitar por teléfono. Fue a hablar con su supervisor. Este escuchó los detalles, sacudiendo la cabeza con expresión preocupada. Tenía un primo al que en una ocasión le habían golpeado en la cabeza con un hierro del siete. Sufrió daños en un lóbulo que sonaba algo así como «varietal». Desde entonces, el primo nunca había vuelto a ser el mismo. El supervisor confiaba en que al hermano de Karin no le sucediera lo mismo.
Ella le dio las gracias y le preguntó si podría ausentarse un poco más.
¿Cuánto más?
No podía saberlo.
¿No estaba su hermano en el hospital? ¿No recibía cuidados profesionales?
Ella intentó negociar: podría ausentarse sin cobrar. Solo durante un mes.
El supervisor le explicó que la Ley de Licencia Familiar y Médica no era extensible a los hermanos. Un hermano, para la ley de permisos de ausencia por motivos médicos, no era un familiar.
Tal vez podrían despedirla y contratarla de nuevo cuando su hermano mejorase.
Eso no era imposible, replicó el supervisor. Pero no podía garantizarle nada.
Karin se sintió dolida.
– Soy buena en mi trabajo -le dijo-. Soy tan buena como cualquier otro profesional en mi campo.
– Eres más que buena -concedió el supervisor, e incluso en aquellas circunstancias ella se sintió henchida de orgullo-. Pero no necesito que seas buena en tu trabajo. Tan solo necesito que estés aquí.
Mientras despejaba su cubículo, se sentía aturdida. Algunos azorados compañeros de trabajo le expresaron su preocupación y le desearon que todo fuese bien. Su progreso en la empresa se había detenido antes de que hubiera empezado realmente. Un año atrás había pensado que podría ascender, empezar allí su vida de nuevo, con personas que solo conocían su buena disposición y no sabían nada de su confuso pasado. Debería haber sabido que Kearney, el elemento de los Schluter, volvería para reclamarla. Pensó en ir a la sección de apoyo técnico y dar la noticia a su amigo especial, Chris, pero prefirió llamarle por el móvil desde el aparcamiento. Cuando él oyó su voz, la trató con una sequedad absoluta, sin hablarle apenas. Dos semanas sin una llamada ni un correo electrónico. Ella se deshizo en disculpas, hasta que él por fin habló. Una vez superado su enojo, Chris se mostró solícito. Le preguntó qué le había ocurrido. La insondable vergüenza causada por su situación familiar le impidió decírselo. Había procurado actuar ante él como una mujer ingeniosa, liberada, desenfadada, incluso sofisticada según los criterios locales. En realidad, no era más que una vulgar muchacha criada por unos fanáticos, con un hermano haragán que se las había ingeniado para hacer una regresión hasta la infancia. «Una emergencia familiar», repitió una y otra vez.
– ¿Cuándo vas a volver?
Ella le reveló que la emergencia ya le había costado su empleo. Chris maldijo a la empresa con una noble actitud. Incluso manifestó que iba a tenérselas con el supervisor de Karin. Ella se lo agradeció, pero le dijo que debía pensar en sí mismo, en su propio trabajo. No conocía bien a aquel hombre, y él tampoco a ella. Sin embargo, cuando él no se lo discutió, ella se sintió traicionada.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Chris. Ella se asustó y le dijo que se encontraba en casa-. Podría ir a verte -se ofreció él-. Este fin de semana o en otro momento. Te echaré una mano. Cualquier cosa que necesites.
Ella mantuvo el teléfono separado de su cara contraída. Le dijo que era demasiado bueno, que no debería preocuparse tanto por ella. Esta repuesta hizo que él volviera a su actitud huraña.
– Como quieras -replicó-. Me alegro de haberte conocido. Cuídate. Que te vaya bien.
Ella colgó, maldiciendo entre dientes. Sin embargo, la vida en Sioux nunca la había satisfecho de veras. Como mucho, había sido un atracón de sencillez del que ahora debería purgarse. Subió al coche y condujo hasta su domicilio para comprobar si todo estaba en orden y meter en una maleta ropa más apropiada. Hacía semanas que no se sacaba la basura y el piso hedía. Los ratones habían roído el juego de cuencos que se cerraban herméticamente, y tanto la encimera como el hermoso y nuevo suelo estaban cubiertos de lentejas. Los filodendros, la schefflera y el espatifilo se habían marchitado.
Limpió el piso, cerró la llave de paso del agua y pagó a través de la Red las facturas pendientes. No habría otra paga mensual que las cubriera. Al salir y cerrar la puerta tras ella, se preguntó de cuántas más cosas debería prescindir por Mark. Durante el trayecto de regreso al sur, recurrió a todos los trucos para controlar la ira que había aprendido durante la etapa de formación en la empresa. Se le aparecían a través del parabrisas como diapositivas de PowerPoint. Primero: No se trata de ti. Segundo: Tu plan no es el del mundo. Tercero: La mente puede convertir el infierno en un paraíso y el paraíso en un infierno.
Había criado a su hermano, y a ello debía su elevado nivel de competencia. Él fue su experimento en psicología: de haberse ocupado de él otro familiar, en idénticas circunstancias, ¿habría llegado aquel muchacho de su propia sangre a hacer algo de provecho en la vida? Pero, a cambio de su abnegación, Mark le devolvía, en el mejor de los casos, un interminable suministro de su principal atributo: la indeterminación. «Les gusto a los animales», afirmaba el niño de once años. Y así era, en efecto. Todos los seres vivos de la granja confiaban en él. Hasta las mariquitas correteaban sin temor por su cara y encontraban en sus cejas un sitio donde anidar. Cierta vez ella cometió el error de preguntarle: «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?». Su rostro se iluminó de entusiasmo al responder: «Me gustaría ser uno de esos que tranquilizan a los pollos. Creo que lo haría muy bien».
Pero cuando se trataba de personas, nadie sabía muy bien a qué carta quedarse con el chico. En su infancia cometió varios desmanes: prendió fuego al granero del maíz mientras disparaba fósforos envueltos en papel de plata, le sorprendieron toqueteándose detrás del maltrecho gallinero, mató a una ternera de doscientos cincuenta kilos recién destetada al mezclar en su pienso un cuenco de medicamentos, convencido de que el animal sufría. Peor todavía, ceceó hasta los seis años, lo cual casi convenció a sus padres de que estaba poseído por el demonio. Durante semanas, su madre le hizo acostarse bajo una pared exorcizada mediante una cruz ungida con aceite, cuyas gotitas le caían sobre la cabeza mientras dormía.
A los siete años le dio por pasarse largas horas de la tarde en un prado a cerca de un kilómetro de la casa. Cuando su madre le preguntó qué hacía allí durante tanto tiempo, el muchacho replicó: «Jugar». Al preguntarle con quién, primero respondió que con nadie y luego que lo hacía con un amigo. La madre no le dejó salir de casa hasta que le dijera el nombre del amigo. Entonces él respondió con una tímida sonrisa: «Se llama señor Thurman». Siguió contando a la horrorizada mujer lo bien que lo pasaban juntos él y el señor Thurman. Joan Schluter llamó a todos los efectivos policiales de Kearney. Tras una operación de vigilancia en el prado y un interrogatorio a fondo del muchacho, la policía comunicó a los padres que el señor Thurman no solo carecía de antecedentes policiales, sino que no tenía ni siquiera historial, salvo en la mente de su hijo.
Karin fue la única esperanza que tuvo Mark de sobrevivir a la adolescencia. Cuando cumplió los trece años, ella intentó mostrarle la manera de salvarse. «Es fácil», afirmó. En el instituto había hecho el sorprendente descubrimiento de que podía gustar incluso a las élites, dejando que decidieran su forma de vestir y adoctrinaran sus gustos musicales. «A la gente le gustan las personas que les hacen sentirse seguros.» Él no sabía qué significaba eso. «Necesitas una marca -le dijo ella-. Algo reconocible.» Trató de despertar su interés por el club de ajedrez, los paseos por el campo, la asociación estudiantil Granjeros del Futuro, incluso el teatro. A él no le entusiasmaba nada, hasta que encontró a un grupo que le aceptó porque había pasado la sencilla prueba de no encajar en ninguna otra parte, el grupo de perdedores que lo liberó de Karin.
Después de que su hermano hubiera encontrado a esa tribu, poco más podía hacer Karin por él. Se concentró en salvarse a sí misma y terminó la licenciatura en sociología, el primer miembro licenciado de una familia que consideraba la universidad como una forma de brujería. Apremió a Mark para que siguiera sus pasos y se matriculara en la Universidad de Nebraska en Kearney. Logró cursar un año, sin tener nunca el valor de molestar a sus numerosos tutores para decirles en qué quería especializarse. Su hermana se trasladó a Chicago, donde trabajó como recepcionista en una de las Cinco Grandes (las auditorías más importantes a nivel mundial), situada en el piso ochenta y seis del rascacielos de la Standard Oil. Su madre ponía conferencias solo para escuchar su voz de recepcionista telefónica. «¿Cómo has aprendido a hablar así? ¡Eso no está bien! No puede ser bueno para tus cuerdas vocales.» Desde Chicago fue a Los Ángeles, la ciudad más grande de la tierra. Trató de decirle a Mark: «Aquí podrías hacer muchas cosas. Podrías encontrar trabajo en cualquier parte. Aquí están deseando recibir a gente de trato fácil, como tú. No tienes la culpa de que tus padres sean como son. Podrías venir aquí y nadie tendría que saber jamás nada de ellos». Incluso cuando su propia proyección inició su descenso a la tierra, Karin seguía creyendo en esa máxima: a la gente le gustan las personas que les hacen sentirse más seguros.
Cuando Mark volviera a ser el de antes, ella haría que los dos empezaran de nuevo. Le haría recuperarse, le escucharía, le ayudaría a descubrir lo que él necesitaba ser. Y esta vez se lo llevaría consigo, a algún lugar sensato.
Había guardado la nota y la leía a diario. Una especie de amuleto mágico: «Esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti». Sin duda el autor de la nota, el santo que había descubierto el vehículo volcado y había acudido al hospital la noche del accidente, volvería para establecer un verdadero contacto, ahora que Mark había recuperado la conciencia. Karin aguardaba con impaciencia una explicación que debería haberse producido mucho tiempo atrás. Pero no se presentaba nadie para identificarse ni explicar nada.
Llegó un ramo de flores enviado por la fábrica IBP. Unos veinte compañeros de trabajo de Mark habían firmado la tarjeta deseándole una pronta mejoría, y algunos habían añadido frases de ánimo jocosas y subidas de tono que Karin no podía descodificar. El condado entero estaba informado de lo que le había sucedido a Mark: era imposible que una sirena policial sonara en la región de Big Bend sin que nadie entre Grand Island y North Platte supiera con precisión quién había sufrido un percance y cómo había sido.
Pocos días después de que le cambiaran el tubo de la tráquea, los mejores amigos de Mark por fin le hicieron una visita. Karin los oyó cuando todavía estaban en el pasillo.
– Joder, qué frío hace ahí fuera.
– Dímelo a mí. Tengo las pelotas congeladas.
Entraron en la habitación. Tommy Rupp con un chaleco protector negro y Duane Cain con guerrera de camuflaje provista de aislamiento térmico. Los Tres Ratoneros, * reunidos por primera vez después del accidente. Volcaron sobre Karin una carretada de optimistas saludos. Ella reprimió el impulso de preguntarles dónde habían estado. Rupp se acercó a la cama donde yacía el quejumbroso Mark y le tendió la mano extendida. El herido, obedeciendo a algún profundo acto reflejo, le dio una palmada.
– Cielos, Gus. Hay que ver cómo te tratan. -Rupp señaló los monitores-. Todo este equipo, solo para ti.
Duane permanecía rezagado, apretándose el cuello.
– Está progresando, ¿no te parece? -Se volvió hacia Karin, que estaba detrás de él, al lado de la cama. Por debajo del cuello de la camiseta le asomaban unos tatuajes, el dibujo de unos músculos rojos grabados en el pecho lampiño, tan detallados y realistas como la ilustración de un manual de anatomía. Parecía desollado vivo. Enunciando con lentitud y voz resonante, para que le oyeran bien quienes estaban saliendo de un coma, le dijo a Karin-: Joder, esto es inconcebible. Le ha ocurrido justo a la persona que no se lo merecía.
Rupp tomó a Karin del codo.
– Nuestro amigo se encuentra en un estado lamentable.
Ella notó un intenso calor en el brazo, desde la muñeca hacia arriba. La maldición de la pelirroja: se ruborizaba con más rapidez que la sangre mana de un cordero degollado. Retiró el brazo y se pasó las manos por las mejillas, como si quisiera alisarlas.
– Deberíais haberle visto la semana pasada. -No podía dominar su tono.
Cain miró a Rupp: «Esta mujer está sufriendo, tío. No la tomes por una de esas damas de hierro, como la mujer de Mao». La expresión de Cain era límpida, seria, indicaba con claridad que estaba al lado de ella.
– Hemos estado llamando. Tenemos entendido que se ha despertado hace muy poco.
Rupp había cogido la tablilla sujetapapeles con el historial médico de Mark y sacudía la cabeza.
– ¿Le están haciendo algo efectivo?
El mundo necesitaba una nueva dirección, un hecho tan evidente que solo unos pocos elegidos lo sabían.
– Han tenido que reducir la presión de su cerebro. No reaccionaba a nada.
– Pero ahora se está recuperando -replicó Rupp. Se volvió hacia Mark y le tocó el hombro con el puño-. ¿No es así, Gus? Te estás recuperando por completo. Todo volverá a ser como antes.
Mark yacía inmóvil, mirándole fijamente.
– Tal como lo veis ahora es como mejor ha estado desde… -dijo de repente Karin.
– Hemos seguido su evolución -insistió Duane. Se rascó los músculos tatuados-. Hemos estado al corriente.
Un río de fonemas fluyó de la cama. Los brazos de Mark se extendieron como serpientes. Movió la boca.
– Ah… ah, qui, qui, qui.
– Lo estáis alterando -dijo Karin-. No debería excitarse.
Quería echarlos de allí, pero la actividad que mostraba Mark la emocionaba.
– ¿Bromeas? -Rupp acercó una silla al lado de la cama-. Las visitas son lo mejor para él. Cualquier médico que esté en su sano juicio te lo dirá.
– El hombre necesita a sus amigos -terció Duane-. Así aumentan los niveles de serotonina. ¿Sabes cómo actúa la serotonina?
Karin había empezado a alzar las manos, pero detuvo el gesto. Asintió, a pesar de sí misma. Se cogió los codos para recobrar la compostura y salió de la habitación. Camino de la puerta, oyó el movimiento de las sillas y a Tommy Rupp que decía:
– Poco a poco, muchacho. Tranquilízate. ¿Qué quieres decir? Un golpecito para el sí, dos para el no…
Si alguien sabía lo sucedido la noche fatídica, eran aquellos dos. Pero ella se negó a interrogarles delante de Mark. Salió del hospital y se encaminó a Woodland Park. Caía la tarde y el cielo era de un marrón violáceo. Marzo había traído una de sus falsas primaveras, de esas que hacen bajar la guardia a la ciudad antes de someterla a otra temporada de frío ártico. De los sucios montones de nieve se alzaban columnas de vapor. Karin tomó un atajo por el centro de Kearney, un distrito comercial al que no se le veían perspectivas de futuro. Precios de la vivienda en descenso, desempleo en ascenso, población envejecida, huida de los jóvenes, fincas familiares vendidas a la industria agropecuaria por una miseria: la geografía había decidido el destino de Mark mucho antes de su nacimiento. Solo los fracasados se quedaban allí.
Pasó ante macizas casas prefabricadas que se estaban desmoronando y convirtiendo en chabolas con tejado de papel alquitranado. Siguió un sinuoso recorrido desde la avenida E hasta la avenida I, entre las calles Treinta y uno y Veinticinco, inmersa en un álbum fotográfico de su pasado a tamaño natural. La casa del primer muchacho del que estuvo enamorada; la casa del muchacho con quien no hizo el amor por primera vez. La casa de la que fue amiga suya durante veinte años y que la repudió un día, mes y medio después de haberse casado, al parecer por algo que había dicho su flamante marido. Aquella era la ciudad de la que había tratado de huir en tres ocasiones, cada una de ellas recordada por un perverso desastre familiar. En Kearney había una lápida con el nombre de Karin, y su tarea tan solo consistía en deambular al azar por aquellas calles de cementerio hasta que tropezara con ella.
Antes de fallecer, Joan Schluter le dio a su hija una rígida fotografía montada en cartulina del bisabuelo Swanson, de pie ante su casa en estado ruinoso, aquella capilla de la desolación, a cuarenta kilómetros al noroeste de lo que en el futuro sería Kearney. El hombre de la foto tenía la mitad de su biblioteca en la mano: o bien El viaje del peregrino o bien la Biblia; la foto era demasiado borrosa para distinguirlo. En la pared de barro de la choza, a sus espaldas, colgada de un asta de ciervo, había una jaula dorada, adquirida en el este a un precio muy elevado y transportada casi dos mil kilómetros continente adentro en una carreta de bueyes, donde ocupó el precioso espacio de carga que debería haber sido destinado a herramientas o medicinas. La jaula era más importante. El cuerpo podía sobrevivir al aislamiento. Pero también estaba la mente.
Ahora los ciudadanos tenían una jaula todavía más dorada: la banda ancha barata. Internet había afectado a Nebraska como el licor afectaría a una tribu de la Edad de Piedra: era el regalo divino que todo descendiente de los colonos en la región de las dunas había estado esperando, la única manera de sobrevivir a semejante vacío. La misma Karen abusaba a diario de la Red, allá en la metrópolis de Sioux: páginas de viajes, páginas de subastas que vendían prendas de vestir desechadas pero perfectamente utilizables, delicias culinarias para regalar a sus compañeros de trabajo y ganarse sus simpatías y, en una o dos ocasiones, el servicio de citas. Internet: el último remedio para curar la ceguera de las praderas. Pero sus escarceos no eran nada comparados con la adicción de Mark, quien, junto con sus amigos, navegaba con dos docenas de iconos: se introducían y comunicaban mediante un lenguaje secreto en los chats de amas de casa, escribían largos comentarios en blogs sobre teorías de la conspiración, descargaban imágenes cuestionables en locafotos.com. La mitad de su tiempo libre la dedicaban a obtener puntos de experiencia para personajes fantásticos en diversos mundos virtuales. A Karin la asustaba el número de horas que él pasaba gustosamente en lugares puramente imaginarios. Ahora estaba encerrado en un espacio más profundo, un lugar al que no podían llegar los mensajes instantáneos. Y todo cuanto ella había temido que pudiera hacerle la Red, ahora le parecía una bendición.
Deambuló por la ciudad para dar tiempo suficiente a que se pasase el acceso de atención, deteriorada por el exceso de cliqueo, de los amigos de su hermano. Se encendieron las farolas, en las calles que las tenían. Ahora los bloques de viviendas se desplazaban horizontal y repetitivamente, las calles eran una simulación más predecible que cualesquiera de los juegos en línea de Mark. Karin giró por la avenida Central y regresó al hospital, deseosa de volver a estar a solas con su hermano.
Pero Rupp y Cain seguían allí, tranquilamente sentados en las sillas. Mark estaba incorporado en la cama. Los tres jugaban a lanzarse y atrapar una bola de papel prensado. Mark lo hacía de forma desmañada. A veces la bola salía disparada hacia atrás y golpeaba la pared. La lanzaba a la manera en que un chimpancé vestido de marinero conduciría un triciclo. Pero la cuestión es que estaba realizando aquella actividad. Su hermana se quedó paralizada al constatar la resurrección, el mayor avance de Mark desde que su vehículo se saliera de la carretera. Cain y Rupp le hacían imprevistos lanzamientos por alto, y él trataba de capturar la pelota medio segundo más tarde. La bola de papel le rebotaba en el pecho, la cara, las manos agitadas. Y a cada humillante golpe emitía un sonido que solo podía ser un conato de risa. Karin deseaba echarse a gritar, quería palmotear de alegría.
En el pasillo, cuando se marchaban, dio las gracias a los amigos de su hermano. ¿Qué importaba? Ya no había en ella lugar para el orgullo.
Rupp replicó con un gesto de la mano que no tenía que agradecerles nada.
– Sigue metido en ese agujero, pero no te preocupes: lo sacaremos de ahí.
Iba a preguntarles si habían estado juntos la noche del accidente, pero se contuvo, porque no quería poner en peligro esa breve alianza. Les mostró la nota.
– ¿Sabéis algo de esto?
Ambos se encogieron de hombros.
– Ni idea.
– Es importante -insistió, pero ellos negaron saber nada al respecto.
Mientras se retiraba por el corredor caminando hacia atrás como un cangrejo, Duane Cain le dijo:
– ¿No sabes por casualidad qué ha sido del Carnero? * -Ella le miró desconcertada, pensando en sacrificios del Antiguo Testamento, rituales en el establo-. Quiero decir si ha quedado totalmente destrozado. Nosotros podríamos… bueno, si quieres, podríamos echarle un vistazo.
La policía volvió a interrogarla. Había hablado con ellos un día después del accidente, pero no recordaba el encuentro. Más tarde, cuando estaba más recuperada, volvieron en busca de detalles. Dos agentes estuvieron con ella durante cuarenta minutos en una sala de reuniones del hospital. Le preguntaron si sabía algo de las actividades de su hermano la noche del accidente. ¿Había estado con alguien? ¿Le había hablado de algún problema personal reciente, cambios en el trabajo, cualquier cosa que le preocupara? ¿Estaba angustiado o deprimido?
Las preguntas chirriaban en su interior. Su hermano tratando de suicidarse… la idea era tan absurda que ni siquiera podía responderla. Había vivido a cinco metros de Mark durante más de la mitad de su vida. Sabía sus notas de sociales cuando iba al instituto, la marca de su ropa interior, su color preferido, el del azufaifo, el segundo nombre y el perfume de cada chica que él había deseado. Podía completar cualquier frase que él pudiera decir antes de que acabara de salir de su boca. Ni siquiera en broma Mark había mencionado jamás que deseara morir.
Le preguntaron si había estado airado o agresivo en las últimas semanas, y ella respondió que no lo había estado más que de costumbre. Le dijeron que Mark había ido al Silver Bullet, un sórdido bar en la Ruta 183. Karin replicó que frecuentaba ese local al salir del trabajo. Era un conductor que controlaba. Nunca conducía si no se sentía sobrio. La camioneta era la niña de sus ojos.
Quisieron saber si alguna vez hacía algo más que beber. Ella les dijo que no, y le pareció que era la verdad. Lo habría jurado ante un tribunal.
¿Había amenazado su hermano recientemente a alguien o había recibido alguna amenaza? ¿Había mencionado alguna vez que estuviera involucrado en actividades violentas o peligrosas?
Era invierno. Las carreteras estaban resbaladizas. Esas cosas sucedían a menudo. ¿Le estaban diciendo que no se trataba de un simple accidente?
Ellos habían calculado la velocidad a que iba Mark por las marcas dejadas al frenar. Cuando la camioneta se salió de la calzada, iba a una velocidad de ciento treinta por hora.
Karin se estremeció al oír la cifra, pero su rostro permaneció impasible. Lo intentó de nuevo: conducía en plena noche, demasiado rápido para las condiciones viarias, y se salió de la carretera.
La policía le dijo que no estaba solo. Había tres series de huellas de neumático en el tramo de North Line donde Mark perdió el control. Según la reconstrucción que habían hecho, una camioneta que avanzaba en dirección este había cruzado la línea continua e irrumpido en el carril de Mark, cerrándole el paso antes de rectificar y apartarse. Mark, que se dirigía hacia el oeste, viró ante aquel obstáculo, primero con brusquedad a la derecha, y luego atravesando la calzada, para acabar volcado en la cuneta de la izquierda. Un tercer vehículo, un turismo de tamaño mediano que también iba en dirección oeste, giró hacia el arcén de la derecha, y al parecer su distancia con respecto a la cola del otro vehículo le dio, por muy poco, el tiempo necesario para ponerse a salvo.
La descripción se desplegaba ante Karin como un programa de telerrealidad efectuado cámara en mano y mal montado. Alguien había perdido el control, justo enfrente de Mark, y este no pudo frenar porque había otro coche detrás de él.
Los investigadores señalaron la improbabilidad de que tres vehículos convergieran por casualidad en un tramo desierto de carretera rural, pasada la medianoche de un día laborable, y por lo menos uno de ellos a ciento treinta por hora. Le explicaron que Mark pertenecía a un grupo de alto riesgo: varón de una pequeña ciudad de Nebraska menor de treinta años. Le preguntaron si su hermano había participado en carreras. Correr de noche por carreteras desiertas: uno de los pasatiempos ocasionales de la zona.
Si se tratase de una carrera, inquirió ella, ¿no habrían ido todos en la misma dirección?
La policía le dio a entender que había juegos más peligrosos. ¿Podía contarles algo acerca de sus amigos?
Ella les dijo algunas vaguedades sobre sus compañeros de trabajo en la empresa IBP. Eran un grupo, un círculo. Hizo que Mark pareciera casi popular. Era extraño: quería que incluso la policía pensara bien de él. Incluso aquellos hombres que pretendían hacerle creer que algo había hecho que su hermano se saliera de la carretera. Les era indiferente lo que le había sucedido a Mark. Mark no era más que una serie de marcas de neumáticos. Durante toda la entrevista, Karin estuvo palpando la nota que guardaba en el bolso de tela colgado del hombro. «No soy nadie…» ¿Podrían acusarla de ocultación de pruebas? Pero, si se la enseñaba, se quedarían con la nota y perdería su único talismán.
Karin les preguntó quién había informado del accidente. Le dijeron que les habían llamado desde un teléfono público en la estación de servicio de Mobil junto a la salida de la interestatal en Kearney, un varón de edad indeterminada que se negó a dar su nombre.
¿El conductor de uno de los otros dos vehículos?
Los agentes no sabrían decirlo, o no estaban dispuestos a hacerlo. Le dieron las gracias al despedirse de ella, le dijeron que les había sido muy útil, que sentían lo de su hermano y le deseaban una pronta recuperación.
Así que pueden detenerle, pensó ella, mientras sonreía alegremente y les decía adiós agitando la mano.
Se produce un ascenso que no siempre es mortal. Un vuelo que no siempre termina en desmoronamiento. Yace inmóvil a través de todas las luces imaginables, los rayos lo atraviesan como si fuese agua. Se solidifica, pero no enseguida. Se acumula como la sal cuando el mar se evapora, desmenuzándose, incluso mientras se sedimenta.
De vez en cuando, una corriente lo mantiene a flote. Se precipita por su destrozado organismo. Por lo general, recae en el accidente, pero a veces un río lo alza, por encima de las bajas y grises colinas, en otra parte.
Sus órganos aún envían y reciben, pero ya no lo hacen entre sí. Las palabras gotean a través de su cabeza. No tanto palabras como sonidos que surgen con la regularidad del tictac de un reloj o de los latidos de su corazón. Un sonido que salpica, como gasoil derramado. Se producen asociaciones de imágenes en torno al carnero, que debía seguir adelante, adelante, pero se encontró con el camino cortado. Las sílabas se descomponen, se recombinan, siempre en torno al carnero, el fuerte carnero cornudo que tuvo que frenar en seco su carrera para no embestir a un fantasma y se hizo pedazos. Cae. Vuelve a hundirse en el abismo sin fondo. Las palabras chasquean en su cabeza, un interminable tren de mercancías. Unas veces, él corre a su lado, echando un vistazo al interior. En otras ocasiones, son esas palabras las que se asoman, y lo encuentran.
Está despierto, o poco le falta. Sale del sopor y enseguida vuelve a dormirse. Es posible que tenga la conciencia despejada, solo que él no lo sabe, porque aquello a lo que su mente trata de aferrarse viene y se va.
Las ideas le atacan, o viceversa. Siempre es un juego, con puntos que se van sumando mientras las posiciones cambian. Rodeado de gente, un mar de personas, la multitud un pensamiento enorme y cambiante. Nunca lo había sabido. Cada individuo es un papel distinto en una obra de teatro tan larga y lenta que nadie puede oírla.
El tiempo no es más que una vara de medir el dolor. Y él tiene todo el tiempo del mundo. A veces se yergue bruscamente, al recordar algo, ansioso por marcharse, arreglar o desarreglar algo. En general permanece inmóvil, las señales del mundo desconectado vibran a través de él, nubes de insectos a los que atraparía y mataría. Se escabullen cuando trata de cogerlos.
Es asombroso: podría contar hasta cualquier cifra, incluso la de todas esas nubes de insectos, sumando de uno en uno. Cubriría deudas y apuestas. Se cerniría sobre el número más alto. En una torre vigía sobre una colina. Los seres humanos podían hacer cualquier cosa. No saben que son dioses, que viven incluso en la muerte. Se podría levantar un hospital en el que mantendrían viva toda posible forma de vida. Y entonces, algún día, quizá la vida devolvería el favor.
En otro tiempo fue un buen niño, aquel en cuyo interior se encontraba.
Poco a poco, no hay ninguna necesidad. No hay caída ni elevación. No hay más que el ser.
La gente no tiene ideas. Las ideas lo tienen todo.
En una ocasión baja la vista y se ve a sí mismo, ve su mano en el acto de lanzar. Así pues, tiene una mano, y esa mano es capaz de agarrar. Su cuerpo, que adquiere forma a través de la pelota lanzada. Conoce los movimientos repetidos. Incluso sin él, o sin alguien que lo piense.
Debería recordar algo más. Algo más para salvar a alguien. Un mensaje desesperado. Pero tal vez no más que la situación en que se encuentra.
Los profesionales sanitarios se volcaron en él. Cada vez más, la presencia de Karin era un estorbo, inútil mientras ellos trabajaban. Pero se mantenía cerca, para ayudar en la medida de lo posible a que su hermano de veintisiete años regresara de la infancia. Abría un poco la puerta de la posibilidad, y se permitía sentir una pizca de algo que, con el tiempo, podría ser alivio.
Tomó nota de los procedimientos que empleaban los terapeutas, los monótonos e interminables ejercicios. Registró las jornadas de Mark en las páginas de su cuaderno. Apuntó la hora en que se levantó y puso los pies en el suelo. Describió sus primeros y fallidos intentos de mantenerse erguido, apoyado en la cama. Visto de cerca, el menor espasmo de sus cejas era un milagro. Aquel cuaderno era su castigo y su recompensa. Cada palabra era como un renacimiento. Solo el puro esfuerzo de Mark la animaba. Dentro de unos meses, su hermano necesitaría que le contaran los detalles de aquellos días, y ella podría hacerlo.
La abrumadora repetición de los ejercicios de rehabilitación hacía indistinguibles los días. Un orangután habría empezado a caminar erguido y a hablar tan solo para librarse de aquella tortura. Cuando por fin Mark se mantuvo erguido, Karin le hizo pasear en círculos, primero por la habitación, luego hasta el puesto de enfermería y finalmente por toda la planta. Desaparecieron los tubos, lo cual le dio mayor libertad de movimientos. Juntos, avanzando a pasitos, arrastrando los pies, formaban un minúsculo sistema solar, órbitas dentro de órbitas. Un alivio inmenso, una sensación que ella pensaba que no volvería a sentir nunca más: la de simplemente caminar a su lado.
Le quitaron de la garganta el tubo fenestrado, dejando el paso libre a las palabras. Pero Mark seguía sin hablar. Karin hacía lo mismo que la terapeuta del lenguaje, repitiendo sin cesar: «Ah. Oh. Oo. Muu, muu, muu. Tuu, tuu, tuu». Mark le miraba la boca que se movía, pero no la imitaba. Permanecía tendido en la cama, murmurando, como un animal atrapado dentro de un cubo puesto del revés, temeroso de que los seres parlantes pudieran silenciarlo para siempre.
Mark alternaba entre la docilidad y la cólera. Observando a los terapeutas, Karin aprendió a actuar según cada estado de ánimo de su hermano. Quiso ver cómo reaccionaba ante la televisión. Unas semanas atrás, a él le habría encantado, pero ahora los rápidos cortes, las luces destellantes y las ruidosas sintonías le hicieron gemir hasta que ella apagó el aparato.
Una noche, Karin le preguntó si le gustaría que le leyese. Él emitió un gruñido que no era una negativa. Empezó con un número atrasado de la revista People, y a él no pareció importarle. A la mañana siguiente, en Second Story, la librería de viejo en la calle Veinticinco, buscó hasta dar con lo que deseaba: los libros infantiles de la colección Boxcar. La isla de la sorpresa, El rancho misterioso, El misterio del furgón de cola: tres de los diecinueve originales, unos volúmenes que circulaban por la reventa como aquellos niños huérfanos circulaban por su mundo maltratado por los adultos. Examinó los mohosos rimeros, mirando las portadillas de los libros, hasta que encontró una con las temblonas e imperiosas iniciales «M. S.». La maldición de la pequeña ciudad junto a un río poco caudaloso: tus posesiones más preciadas siempre aparecían de nuevo, eternamente revendidas.
Se sentó a su lado y le leyó durante horas. Le leyó en voz alta hasta que los visitantes al otro lado de la cortina corredera empezaron a maldecir entre dientes. La lectura serenaba a Mark, sobre todo de noche, cuando se deslizaba hacia abajo, de regreso al accidente. Mientras ella leía, él se debatía con el misterio de los lugares olvidados. En ocasiones, a mitad de una frase, Karin pronunciaba una palabra («botón», «almohada», «Violeta») que impulsaba a Mark a erguirse y tratar de decir algo. Ella dejó de llamar a las enfermeras, porque no hacían más que sedarlo.
Hacía años que Karin no leía en voz alta. Destrozaba las frases, pronunciaba mal algunas palabras. Mark la escuchaba, los ojos abiertos de par en par, como si las palabras fueran una nueva forma de vida. Sin duda su madre debió de leerles cuando eran pequeños, pero Karin no podía evocar ninguna imagen de Joan Schluter, incluso entonces, leyendo otra cosa que no fueran descripciones anticipadas del fin de los tiempos, sumida ya en su obsesión.
Año y medio antes, Joan tuvo por fin su primer atisbo real del fin de los tiempos. Entonces Karin también veló al lado de su cama, en una situación opuesta a la que estaba viviendo ahora. Su madre se volvió muy locuaz hacia el final de sus días, y soltó todo cuanto había evitado decir mientras sus hijos crecían.
Cariño, júrame que, si empiezo a repetirme, me librarás de mi sufrimiento. Cicuta en el zumo de ciruelas.
Le dijo esto mientras asía la muñeca de Karin, obligándola a mirarla.
Si ves alguna vez las señales… que siguen y siguen… acerca de nada. Aunque no parezcan tener importancia. Prométemelo, Kar. Méteme la cabeza en una bolsa. No quiero presenciar ese último acto.
Pero, mamá, eso va en contra de la Palabra de Dios.
No en mi Biblia. Muéstrame dónde.
¿Poner fin a tu vida?
De eso se trata, Kar. ¡No sería yo!
Claro. Quieres que vaya al infierno por ti. No matarás.
Esto no es matar. Es caridad cristiana. En la granja lo hacíamos continuamente por los animales. Prométemelo, Kar. Prométemelo.
Ten cuidado, mamá. Te estás repitiendo. No me pongas en una situación difícil.
Ya sabes a lo que me refiero. No estoy de broma.
Bromear no era algo que Joan Schluter hubiera hecho jamás. Sin embargo, en aquellos momentos de angustia había dicho cosas muy tiernas: espantosas y cariñosas disculpas por su fracaso como madre. Cerca del fin, le pidió: ¿Rezarás conmigo, Karin? Y ella, que había jurado no volver a hablar con Dios, aunque Él iniciara la conversación, inclinó la cabeza y rezó con su madre.
Habrá un dinero del seguro, le dijo Joan. No será mucho, pero algo habrá. Para los dos. ¿Puedes hacer algo bueno con él?
¿Qué quieres decir, mamá? ¿Qué quieres que haga de bueno?
Pero su madre ya no sabía qué era lo bueno. Solo que era preciso hacerlo.
Karin interrumpió la lectura de El misterio de la leñera.
– ¿Sabes, Mark? Después de habernos criado como lo hicimos, somos afortunados, porque aún queda algo de nosotros.
– Queda -dijo Mark-. Algo.
Ella se puso en pie como impulsada por un resorte, llevándose la mano a la boca para ahogar un grito. Miró fijamente a su hermano.
– Cielos, Mark. Has hablado. Puedes hablar.
– Cielos, cielos. Mark. Cielos -replicó él, y luego se quedó en silencio.
– Ecolalia -dictaminó el doctor Hayes-. Perseveración. Está imitando lo que oye.
Ella no estaba dispuesta a aceptarlo sin más.
– Si puede decir una palabra, debe de significar algo, ¿no es cierto?
– Mire, insiste usted en unos interrogantes a los que la neurología aún no puede responder.
Mark trazaba al hablar los mismos bucles o circuitos cerrados que cuando caminaba. Una tarde se pasó más de una hora diciendo «nena, nena, nena, nena». A Karin le sonó como una sinfonía. Otra vez, cuando se disponía a llevarlo de paseo, le dijo: «Vamos, Mark, te ataré los cordones de las zapatillas», y él lanzó una andanada de «zapatitos, chiquititos, ataditos». Lo repitió hasta que ella se sintió como si también tuviera una lesión cerebral, pero estaba eufórica: creyó captar algo con sentido en la hipnótica repetición, como si dijera que los zapatos le apretaban demasiado. Unos pocos bucles después, soltó: «No me ates, poli».
Las palabras tenían que significar algo. Aun cuando no fueran del todo pensamientos, él las lanzaba con la fuerza del significado. Karin le acompañaba durante un paseo por un atestado corredor de hospital cuando Mark dijo de repente: «Ahora nos dan los platos llenos».
Ella le rodeó con los brazos y lo estrechó, rebosante de alegría. Él se percataba de las cosas, podía expresarlas. Esa era toda la recompensa que ella necesitaba.
Mark se liberó de su abrazo y volvió la cabeza.
– Estás convirtiendo esa tierra en arcilla.
Karin siguió la dirección de su mirada. Allí, en el murmullo del corredor, por fin lo oyó. Con una precisión animal que sus oídos habían perdido, los de su hermano captaban ahora fragmentos dispersos de las conversaciones circundantes y los entretejían. Los loros mostraban una inteligencia más primaria. Ella apoyó la cara en su pecho y se echó a llorar.
– Superaremos esto -dijo él, los brazos flácidos a los costados.
Ella le hizo retroceder un poco y le examinó el rostro. Sus ojos decían menos que nada.
Aun así, Karin le daba de comer, lo llevaba a pasear y le leía sin descanso, sin dudar jamás de que él volvería a ser el de antes. Ella tenía más energía para la rehabilitación de la que había tenido jamás para cualquiera de los trabajos que había desempeñado.
A la mañana siguiente los dos hermanos estaban a solas cuando oyeron una voz como la de un ratón de dibujos animados.
– ¡Hola! ¿Cómo va todo?
Karin se levantó de un salto y abrazó a la visitante.
– ¡Vaya, si es Bonnie Travis! ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué has tardado tanto en aparecer?
– Lo siento -dijo la joven ratonil-. No estaba segura de si…
Cerró con fuerza los ojos mientras le temblaba el labio inferior. Presa de un súbito temor, tocó los hombros de Karin. Lesión cerebral. Peor que una enfermedad contagiosa. Volvía cauteloso al inocente y desconcertaba al más firme creyente.
Mark estaba sentado al pie de la cama, vestido con tejanos y una camisa verde de faena, las palmas en las rodillas y la cabeza erguida. Podría estar fingiendo que era la estatua de Lincoln en su monumento conmemorativo. Bonnie Travis le abrazó. Él no dio señal alguna de que notara el abrazo. Ella se apresuró a erguirse tras el intento fracasado.
– ¡Oh, Marker! No estaba segura de cómo iba a encontrarte. Pero te veo con muy buen aspecto.
En lo alto de la cabeza rapada de Mark, dos grandes cicatrices parecían cauces fluviales. Su cara, todavía llena de costras, era como un enorme hueso de melocotón.
– Muy buen aspecto -dijo el joven-. No estaba segura, pero podría muy buen aspecto ser bueno.
Bonnie se echó a reír, y su cara tenuemente rosada adquirió una tonalidad rojo cereza.
– ¡Vaya! ¡Mira qué bien te expresas! Duane me ha dicho que no podías hablar, pero te haces entender a la perfección.
– ¿Has hablado con esos dos? -le preguntó Karin-. ¿Qué andan diciéndole a la gente?
– Buen aspecto -dijo Mark-. Guapa, guapa, guapa.
El cerebro reptiliano salía a asolearse.
Bonnie Travis soltó una risita.
– Bueno, me he arreglado un poco antes de venir.
Las palabras fluían de la chica ratonil, palabras sin sentido, triviales, estúpidas, salvadoras. El veloz aguacero de Travis parecía ahora un continuo chaparrón abrileño que elevaba el nivel freático y recargaba el suelo. Mientras parloteaba, Bonnie Travis se tiraba de la falda de lana y del grueso suéter tejido a mano, sus parches de hilo verde oliva como el color del Platte en agosto. Llevaba al cuello una cadena de la que pendía el dios Kokopelli, en actitud de danzar y tocar la flauta.
El año anterior, después del funeral de su madre, Karin le había preguntado a Mark si había algo entre él y Bonnie, si esta era ahora su chica. Quería que estuviese un poco protegido, por poco que fuera. Él le respondió que, aunque lo fuese, Bonnie no se daría cuenta.
Esta le habló al inmóvil Mark de su nuevo trabajo, el último cambio de su habitual empleo de camarera.
– Créeme, acabo de conseguir una ocupación que es el sueño de toda mujer. Jamás adivinarías de qué se trata. Ni siquiera sabía que existiese. Guía de la nueva gran arcada monumental museo del río Platte. ¿Sabías que nuestra nueva arcada es el único monumento del mundo que se alza sobre una autopista interestatal? No entiendo por qué todavía no tiene mucho éxito.
Mark la escuchaba con la boca abierta. Karin cerró los ojos y se deleitó con la hermosa inanidad humana.
– Me disfrazo de pionera, con un vestido de algodón que llega hasta el suelo y un sombrero muy bonito con un pequeño pico. No falta detalle. Y he de responder a las preguntas de los visitantes, como si yo fuese el objeto de la exhibición, ¿sabes?, como si viviéramos ciento cincuenta años atrás. Te asombrarían las cosas que pregunta la gente.
Karin se había olvidado de lo embriagadoramente carente de sentido que podía ser la existencia. Mark estaba sentado en el borde de la cama, como un faraón de piedra arenisca, y miraba con fijeza los complicados movimientos de los labios de Bonnie. Esta, temerosa del silencio que habría si dejaba de hablar, mencionó las tiendas de los pieles rojas alineadas junto a la rampa de salida de la I-80, la estampida de búfalos simulada, el puesto de Pony Express a tamaño natural, y contó la épica historia del edificio de la autopista Lincoln.
– Y puedes ver todo esto por solo ocho dólares con veinticinco centavos. ¿Quieres creer que hay personas a las que ese precio les parece caro?
– Es un robo -respondió Karin.
– Es asombrosa la variedad de lugares de donde viene la gente. La República Checa, Bombay, Nápoles, Florida. La mayoría de la gente viene a observar las aves. Esos pájaros se están haciendo increíblemente famosos. Según mi jefe, se ha multiplicado por diez el número de observadores de grullas que teníamos hace solo seis años. Esos pájaros están poniendo nuestra ciudad en el mapa.
Mark empezó a reírse. Por lo menos el sonido parecía el de una risa muy lenta. Incluso Bonnie se estremeció. Farfulló y también se echó a reír. No se le ocurría nada más que decir. Sus labios quedaron inmóviles, se le ruborizaron las mejillas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Llegó el momento en que Karin tenía que cambiarle a Mark el calzado y los calcetines, el viejo ritual para la circulación sanguínea de las semanas en que estuvo confinado en cama y que ella seguía realizando porque no tenía nada más que hacer. Mark permaneció sentado y dócil mientras ella le quitaba las zapatillas deportivas. Bonnie se serenó y la ayudó a descalzarle el otro pie. Con el pie desnudo de Mark entre las manos, preguntó:
– ¿Quieres que te haga la pedicura?
Él pareció meditar la idea.
– ¿Quieres pintarle las…? Le daría un ataque.
– Solo por diversión. Ya lo hemos hecho antes, como un juego. A él le encanta. Llama a las uñas de los pies sus garras traseras. Sé lo que estás pensando, pero no se trata de nada tan retorcido. ¿Eh, Marker?
El interpelado no movió la cabeza ni parpadeó.
– A él le encanta -dijo, la voz apagada y triste.
Bonnie palmoteo y miró a Karin. Esta se encogió de hombros. La joven metió la mano en su bolso y sacó varios frascos de esmalte de uñas que se había traído solo por si se presentaba la ocasión de usarlos. Hizo que Mark se tendiera y le dejase manipular sus pies.
– ¿Cereza glaseada? ¿Qué te parece morado de moratón? No. ¿Púrpura de congelación? De acuerdo, púrpura de congelación.
Karin permaneció sentada, observando el ritual. Había vuelto seis años demasiado tarde para poder ayudar a Mark. No importaba lo que ahora hiciese por él. Por muy profunda que fuese su rehabilitación, él volvería a hacer lo mismo.
– Vuelvo enseguida -aseguró, y salió de la habitación.
En el exterior, sin el abrigo, fue derecha a la estación de servicio de la Shell para conseguir aquello con lo que habían soñado despierta durante casi una semana. Sin la menor vacilación, puso unas monedas sobre el mostrador y pidió un paquete de Marlboro. La cajera se echó a reír: faltaban dos dólares. Habían transcurrido seis años desde la última vez que pensó en comprar tabaco, y el precio se había duplicado mientras ella prescindía estúpidamente del humo. Añadió la diferencia y salió con su presa. Se puso un pitillo en los labios, estimulada ya por el sabor del filtro. Con mano temblorosa, lo encendió y aspiró. Una nube de indescriptible alivio se expandió por sus pulmones y pareció extenderse a sus miembros. Con los ojos cerrados, se fumó la mitad del cigarrillo, y entonces lo apagó cuidadosamente e introdujo en el paquete la mitad sin fumar. Cuando volvió al hospital, se sentó en un frío banco junto al sendero en forma de herradura, al lado de las puertas correderas de vidrio, y se fumó la otra mitad. Volvería a la carga con la mayor lentitud posible, sería un largo y lento camino de regreso al lugar exacto donde había estado antes de esos seis años de brutal abstinencia. Pero saborearía cada pasito de retorno a la esclavitud.
En la habitación de Mark, la pedicura estaba guardando el material. Mark, sentado en la cama, se miraba los dedos de los pies a la manera en que un perezoso podría mirar una película en la que apareciera una rama de árbol. Bonnie se movía a su alrededor, parloteando.
– Llegas en el momento justo -le dijo a Karin-. ¿Quieres hacernos una foto?
Buscó en su bolso mágico y sacó una cámara desechable. Se colocó al lado de las garras traseras de Mark, el verde lima de sus ojos en delirante contraste con el púrpura de las uñas pintadas.
Mientras Karin se acercaba el visor de plástico al ojo, su hermano sonrió. ¿Quién sabría lo que él sabía? Karin ni siquiera podía estar segura respecto a Bonnie.
La jubilosa Bonnie recogió su cámara.
– Sacaré copias para los dos. -Restregó el hombro de Mark-. Lo pasaremos de miedo cuando te hayas recuperado por completo.
Él sonreía y la miraba. Entonces extendió velozmente una mano hacia los senos de la chica cubiertos por el suéter, mientras se llevaba la otra a la entrepierna. Las sílabas goteaban de su boca: «Chinche, chingar un chucho, chivo chupa chocho yo…».
Bonnie lanzó un chillido, retrocedió y le apartó la mano de un manotazo. Se llevó las manos al pecho y contuvo la respiración, temblorosa. El temblor se convirtió en una aguda risita.
– Bueno, tal vez no nos divertiremos tanto. -Pero antes de irse le dio un beso en el convaleciente cráneo-. ¡Te quiero, Marker!
El trató de ponerse en pie y seguirla. Karin lo detuvo, le acarició y fue calmándole hasta que Mark se apartó de ella y volvió a sentarse en la cama, el torso arqueado, los ojos llenos de dolor. Karin siguió a Bonnie al pasillo. Tras cruzar la puerta, cuando él no podía verla, la joven se había echado a llorar.
– ¡Oh, Karin! Cuánto lo siento. He hecho todo lo posible por mantener la compostura. No tenía idea de que se encontrara en ese estado. Ellos me dijeron que estuviera preparada para cualquier cosa. Pero no para esto.
– Está bien -le mintió Karin-. Esto no es más que una fase transitoria.
Bonnie se demoró en un largo abrazo, que Karin le devolvió, por su hermano.
Finalmente Karin dio un paso atrás y le preguntó:
– ¿Sabes lo que ocurrió aquella…? ¿Te han contado algo los chicos…?
Bonnie se tomó su tiempo, deseosa de responder algo, lo que fuese. Pero Karin dio media vuelta y dejó que se marchara. Una vez en la habitación, encontró a Mark en la cama, apoyado en los brazos, la cabeza alzada, inspeccionando el techo, como si hubiera hecho una pausa mientras se ejercitaba y se hubiese olvidado de seguir viviendo.
– Ya estoy aquí, Mark. Volvemos a estar los dos solos. ¿Te encuentras bien?
– Recuperado por completo -dijo él-. De nuevo juntos. -Sacudió la cabeza juiciosamente y se volvió hacia ella-. Tal vez no nos divertiremos tanto.
Primero está en ninguna parte, luego no está. El cambio avanza a hurtadillas, una vida que pasa a través de otra. Cuando retrocede, ve la nada donde ha estado. Ni siquiera es un lugar hasta que los sentimientos fluyen en él. Y entonces pierde toda la nada que era.
Hay aquí una cama en la que vive. Pero es una cama más grande que la ciudad. Él yace en esa gigantesca extensión, una ballena en la calle. Una criatura varada que tiene manzanas de casas de longitud. Un desafortunado ser oceánico al que, fuera del agua, aplasta su propio peso, al que mata la fuerza de la gravedad.
No existe nada lo bastante grande para llevárselo de aquí o levantarlo. El vientre aplastado ocupa toda la longitud de la calzada. Aletas enganchadas en vallas, pinchadas por agudas ramas de árbol. Tendido al lado de blancas cajas de madera con tejados inclinados, el humo saliendo en espiral de chimeneas trazadas con lápiz de color, el hogar garabateado por un niño.
Esta ballena es dolor, y un frío candente. Estallidos de realidad que su piel le revela. Plantificado en esta lisa pradera, arrojado por una ola que se retiró con demasiada rapidez. Grandes mandíbulas, mayores que un garaje, se abren y cierran sonoramente en el suelo. Cada grito emitido por la garganta de la caverna hace temblar las paredes y rompe las ventanas. Muy lejos, a manzanas de distancia, se agita la cola de la bestia varada. Rodeada de casas, inmovilizada por esta marea baja instantánea.
Por encima, kilómetros de atmósfera presionan con tanta fuerza que la ballena no puede respirar. No puede inflar los pulmones. Agonizando en el océano seco, criaturas asfixiadas bajo el ser que ahora ha de inhalar. El ser vivo más grande, casi Dios, extendido y aplastado, los músculos derrotados. Solo su corazón, grande como el juzgado, sigue latiendo.
Desea la muerte, si es que desea algo. Pero la muerte se aleja con el agua que se retira. Su respiración es un terremoto. La ballena jadea y gira, aplastando vidas bajo su mole, mientras el aire la aplasta a ella. Rugen tormentas en su cabeza. Arpones y cables se extienden por sus costados. La piel se desprende en láminas de grasa.
Transcurren semanas y meses, y los lamentos de la montaña animal en putrefacción remiten. La ciudad dispersa empieza a volver. Minúsculos seres terrestres pinchan al monstruo con alfileres y agujas, lo cortan a tajos, tratando de recuperar sus hogares aplastados. Los pájaros picotean su carne corrompida. Las ardillas arrancan pedazos y los entierran para el invierno que se acerca. Los coyotes apuran sus huesos hasta convertirlos en reluciente marfil. Los coches pasan bajo sus costillas enormes y abovedadas. Los semáforos penden de las protuberancias de su espina dorsal.
Pronto brotan de sus huesos ramas y hojas. Los ciudadanos se mueven a su través, sin ver más que calle, piedra, árboles.
Va recuperando sus órganos, con tanta lentitud que él no puede saberlo. Yace en la cama que se estrecha, haciendo inventario. Costillas: sí. Vientre: comprobar. Brazos: dos. Piernas: también. Dedos de las manos: muchos. Dedos de los pies: quizá. Siempre hace lo mismo, con resultados variables. Hace una lista de sí mismo, como de una vieja máquina reconstruida. Extraer. Limpiar. Sustituir. Nueva lista.
El lugar que lo arrojó arde ahora en deseos de que vuelva. La gente le impone sonidos, interminables muestras gratuitas. Palabras, a juzgar por la manera en que las pronuncian. «¿Cómo cómo cómo ahora ahora ahora?» Algo que podría oír en los campos de noche, si se detuviera a escuchar. «Mark mark mark», le dicen. Él suelta risas estridentes, imitando a cada nuevo hablante. En vano. El silencio no puede cubrirle. Le leen los periódicos, le hablan en voz alta. Lo funden, lo mueven, lo crean desde cero. Palabras sin lengua. Y él, lengua sin palabras.
Mark Schluter. Zapatillas, camisa, servicio. Enormes bucles de sí mismo. Da pasos. Se mueve en círculos y regresa. La necesaria repetición. Algo se asienta. Un yo lo bastante grande para que pueda entrar de nuevo en él. Ruidosa y apresuradamente, se refugia en lo más profundo. A veces un maizal, cuyos tallos que asoman le hablan. Nunca ha sabido que todas las cosas hablan. Debería haber ido más despacio para poder oír. En otras ocasiones, una llanura embarrada, por donde fluye un caudal de agua de poco más de dos centímetros. Su cuerpo es una pequeña embarcación. El vello de sus miembros son remos que golpean la corriente. Su cuerpo, innumerables criaturas microscópicas unidas por la necesidad.
Por fin los conceptos salen de su garganta. Palabras eructadas, nacientes. Crías de arañas lobo que saltan del lomo del sonido materno y se diseminan. Todas las líneas curvas del mundo hablan. Ramas que golpean el cristal. Huellas en la nieve. «Suerte» está ahí, dando vueltas a su lado. «Bastante», jadeando, contento de verle. «Bueno», una flor violeta que se abre camino entre el césped.
Un último momento inconexo y aún podría sentir: algo en la carretera me arruinó la vida. Pero entonces la reparación lo trae de regreso, al lodazal de pensamientos y palabras.
Ciertos días estaba tan encolerizado que incluso permanecer tendido le enfurecía. Entonces los terapeutas pidieron a Karin que se marchara. Ayudaría desapareciendo. Se instaló en Farview, en la vivienda modular de su hermano. Daba de comer a su perra, pagaba sus facturas, comía en sus platos, veía su televisor, dormía en su cama. Solo fumaba en la terraza, donde soplaba el gélido viento de marzo, sentada en una húmeda silla de director de cine que tenía inscritas las palabras «NACIDO SCHLUTER», para que la sala de estar no oliera a tabaco cuando él volviera por fin a casa. Procuraba fumar solo un cigarrillo por hora. Se obligaba a tomárselo con calma, saborear el humo, cerrar los ojos y limitarse a escuchar. A medida que sus oídos se sensibilizaban, al alba y al anochecer podía oír el toque de corneta de las grullas canadienses que se imponía a los vídeos de rigurosos ejercicios físicos del vecino y a los camiones de dieciocho ruedas que cubrían largas distancias y pasaban atronando por la autopista interestatal. Karin alcanzaba el filtro del pitillo al cabo de siete minutos, ya estaba consultando su reloj quince minutos después.
Podría haber llamado a media docena de viejos amigos, pero no lo hizo. Cuando iba de compras a la ciudad, procuraba no encontrarse con sus antiguos compañeros de escuela. Los conocidos surgían como de una versión cinematográfica de su pasado, cada uno en el papel de sí mismo, solo que más agradables de lo que jamás lo habían sido en la vida real. Solidarios con ella, se mostraban deseosos de conocer los detalles. ¿Cómo estaba Mark? ¿Recuperaría la normalidad? Ella les decía que ya casi lo había logrado.
Aún tenía un número de teléfono en la mano. En aquellos días en que Mark la frustraba, volvía a casa con una botella de litro y medio de vino barato Gallo, el que bebía en su época universitaria, se emborrachaba lentamente mientras miraba el canal de películas clásicas y entonces marcaba los dígitos telefónicos, solo por la emoción de lo prohibido. Cuando iba por el cuarto número, recordaba que aún no estaba muerta. Cualquier cosa podía suceder todavía. Le había abandonado como al tabaco, aunque eliminarlo por completo de su torrente sanguíneo había requerido más tiempo. Karsh: el ingenioso, el hábil, el impenitente Robert Karsh, instituto de Kearney, curso de 1989, el estudiante con mayores perspectivas de mejorar las cosas, el eterno sobón al que ella cierta vez tuvo que expulsar de un coche a doscientos cincuenta kilómetros de ninguna parte; la única persona, aparte de su hermano, que siempre podía entrever sus intenciones. Ella oía su voz, en parte de evangelista y en parte de pornógrafo, haciéndola ya volver a ser ella, a solo tres números de seguir marcando.
Una década de ardiente química (enojo y anhelo, culpa y resentimiento, nostalgia y fatiga) la inundaba mientras hacía los movimientos reflejos de marcar aquel número. Pero siempre se detenía antes de completarlo. En realidad no le quería a él: solo deseaba alguna prueba de que su hermano no la arrastraría consigo al reino sepultado de la lesión cerebral.
La embriagadora humillación de sí misma se mezclaba con el vino y la atmósfera cada vez más densa a causa del humo de tabaco para hacerla resplandecer con su color de antes. Ponía uno de los compactos pirateados de Mark, sus estruendosos conjuntos musicales de un único éxito, maestros del regocijo apabullante. Entonces se tendía en la cama de su hermano y tenía la sensación de que se hundía en el colchón sin tocar fondo, como si practicara paracaidismo acrobático. Se tocaba como Robert lo había hecho -aún vivo- mientras la perra de Mark la miraba desde la puerta, desconcertada. Las sencillas pruebas a que sometía su cuerpo iban aumentando en grados de placer, siempre que evitara que sus manos pensaran.
Por orgullo moral, marcó el número completo una sola vez. A finales de marzo, cuando los días se alargaban, llevó a su hermano a dar uno de sus primeros paseos por el exterior del hospital, Mark sumido en un ensimismamiento impenetrable para ella. Llenaban el aire los zumbidos de los primeros insectos primaverales. El acónito invernal ya se marchitaba, las flores de azafrán y los narcisos asomaban a través de los restos de nieve. Pasó volando un ganso blanco. Mark echó la cabeza hacia atrás. No pudo ver el ave, pero cuando bajó la cabeza tenía el rostro encendido por el recuerdo. Su boca se curvó en una sonrisa más amplia que cualquiera de las que su hermana le había visto desde la muerte de su padre. Su boca siguió abierta, tratando de pronunciar la palabra «ganso». Ella le instó a seguir con gestos de las manos y la mirada.
– G-G-G-ga… go… ca… Me cago en la leche. Mierda de Dios, puta mierda. Hala, a tomar por culo.
Sonrió orgulloso. Ella reprimió un grito y soltó el brazo de su hermano, y él puso cara larga. Karin trató de contener las lágrimas que acudían a sus ojos, le tomó de nuevo el brazo con fingida calma y le hizo dar la vuelta para regresar al edificio.
– Es un ganso, Mark. Tienes que recordarlo. Tú mismo eres una especie de ganso tontorrón, ya lo sabes.
– A la puta mierda, a tomar por culo -canturreó él, mirándose los pies que iba arrastrando por el suelo.
Era la lesión la que hablaba así, no su hermano. Meros sonidos: cosas carentes de sentido que habían estado ocultas y que el trauma hacía aflorar. No tenía ninguna intención de atacarla. Se lo fue repitiendo durante todo el trayecto de regreso a Farview. Pero ya no creía nada de lo que se decía a sí misma. Todas las esperanzas que la habían sostenido durante semanas se disolvían en aquella corriente de burlona obscenidad y blasfemia. Se orientó en la profunda oscuridad hasta llegar a la casa prefabricada. Nada más entrar, fue directamente al teléfono y llamó a Robert Karsh. Su ascenso continuado y sostenido durante años hacia la autosuficiencia estaba preparado para verse de nuevo sometido.
Le respondió la niña. Mejor ella que su hermano mayor. La pequeña pronunció «¿Diga?» alargando demasiado las vocales. Siete años de edad. ¿Qué clase de padres permitían que una niña de siete años respondiera al teléfono de noche?
Karin recordó por fin su nombre.
– ¿Eres Ashley?
– ¡Siií! -respondió ella en un tono de dibujos animados rebosante de confianza.
Austin y Ashley: nombres que podían marcar a un niño para toda su vida. Karin colgó, e instintivamente marcó otro número, uno al que llevaba semanas pensando en llamar.
Cuando él respondió, ella se limitó a decirle:
– Daniel.
Tras una recelosa pausa, Daniel Riegel respondió:
– Eres tú.
Karin experimentó un alivio tan profundo que no entendía por qué no le había llamado antes. Él podría haberle sido de ayuda la misma noche del accidente. Conocía a Mark. Al auténtico Mark, el agradable. Era una persona con la que ella podía hablar tanto del pasado como del futuro.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Daniel.
Ella empezó a reírse. Horrorizada, se contuvo.
– Aquí. Quiero decir, en Farview.
Con su voz de naturalista, el tono bajo que empleaba en el campo para señalar animales que se asustaban con facilidad, Daniel le dijo:
– Por tu hermano.
Aquello parecía una comunicación telepática. Entonces recordó que vivían en una población pequeña. Fue contestando a sus amables preguntas. La liberación de responder era indescriptible. Se contradecía a cada frase: Mark estaba mejorando a ojos vistas… había muy pocas esperanzas de recuperación. Podía pensar e identificar cosas, e incluso hablar… aún estaba atrapado en el accidente, caminaba como un oso adiestrado y parloteaba como un loro pervertido. Daniel le preguntó cómo se las arreglaba. Ella respondió que estaba bien, dadas las circunstancias. Los días se le hacían muy largos, pero podía superarlos. «Con ayuda», rogaba su voz, a pesar de sí misma.
Pensó pedirle a Daniel que se encontraran en alguna parte, pero no podía correr el riesgo de asustarle. Por ello se limitó a hablar, en un tono de voz sinuoso como las olas. Trataba de darle la sensación de que era la mujer competente en que casi se había convertido. Ni siquiera tenía derecho a ponerse en contacto con aquel hombre. Pero su hermano había estado a punto de morir. El desastre vencía al pasado y le daba un asilo temporal.
Hasta los trece años de edad, su hermano y Daniel habían sido uña y carne, dos muchachos de naturaleza similar que se dedicaban a poner derechas a hermosas tortugas de caja caídas boca arriba, buscaban nidos de colines de Virginia, acampaban ante madrigueras en cuyo interior les habría encantado vivir. Entonces, cuando estudiaban en el instituto, ocurrió algo. En algún momento del segundo curso, entre una clase y la siguiente, se distanciaron. Una guerra larga y prolongada, con un frente inamovible. Danny permaneció junto a los animales y Mark los abandonó por la gente. «La edad adulta», explicó Mark, como si el amor a la naturaleza fuese una fijación adolescente. Jamás volvió a relacionarse con Daniel. Años después, cuando Karin empezó a salir con Daniel, ninguno de los dos muchachos mencionó al otro.
Ella y Daniel se separaron poco después de iniciar su relación. Karin se trasladó a Chicago y luego a Los Ángeles, antes de regresar a casa, humillada. Daniel, infatigable idealista, le abrió los brazos sin hacerle preguntas. Solo cuando la sorprendió hablando por teléfono con Karsh e imitando a Daniel entre susurros, este rompió con ella. Karin corrió al encuentro de su hermano en busca de apoyo. Pero cuando Mark, impulsado por su lealtad hacia ella, empezó a hablar mal de Daniel insinuando oscuros secretos del pasado, Karin se volvió contra él de una manera tan virulenta que no se dirigieron la palabra durante semanas.
Ahora la voz de Daniel la tranquilizaba: ella era mejor que su pasado. Él siempre se lo había dicho, y ahora la vida le presentaba a Karin un reto que tal vez demostraría que estaba en lo cierto. El tono de Daniel parecía capaz de convencerla. La estupidez humana no significaba nada, y mucho menos lo que los seres humanos creían que significaba. Podías apartarla de ti como un jirón de telaraña que te rozase la cara. Las crueldades no intencionadas carecían de importancia. Lo único que ahora importaba era su hermano. Daniel le preguntó por los cuidados que requería Mark, le hizo buenas preguntas que ella podría haber respondido a los terapeutas mucho tiempo atrás. Le escuchó como si sus palabras fuesen una de sus canciones favoritas ya olvidada, y que destilaba todo un capítulo de su vida en tres minutos.
– Me gustaría ir al hospital -le dijo.
– La verdad es que aún no reconoce a nadie, todavía no.
Por alguna razón, ella no deseaba que Daniel viera a su hermano tal como estaba ahora. Lo que deseaba de él era que le contara anécdotas, cosas relativas al Mark de antes. Cosas que ella no estaba segura de recordar bien, después de tantos días al lado de su cama.
Se acordó de preguntarle a Daniel por su vida. Oírle hablar la relajaba, aunque no pudiera concentrarse en los detalles.
– ¿Cómo te va en la Reserva Ornitológica?
Él había dejado la Reserva, harto de la excesiva transigencia de sus directivos. Ahora trabajaba en el Refugio de Grullas del Condado de Buffalo, que era un grupo más pequeño, más activo y combativo. En la Reserva había tenido un trabajo estable y bienintencionado, pero demasiado acomodaticio. En el Refugio eran más partidarios de la línea dura.
– Si quieres salvar especies que peligran tras haber estado aquí millones de años, no puedes ser moderado.
Karin pensó en lo despreciable que había sido ella al tomarle a la ligera en otro tiempo. Su suave firmeza valía por diez como ella y Karsh juntos. Le parecía increíble que aún se dignara hablarle. El accidente también permitía que sucediera tal cosa. Hacía a todo el mundo, aunque fuese brevemente, mejor de lo que era. Ponía el presente por encima del pasado. Ella había estado dando vueltas en una tormenta de nieve, congelada y próxima a desfallecer, y había encontrado un cobertizo con una fogata. Quería que la conversación prosiguiera, serpenteando lentamente sin llegar a ninguna parte. Por primera vez desde que recibiera la llamada del hospital, tenía la sensación de que podía enfrentarse a cualquier cosa que le exigiera el desastre. Ojalá pudiera telefonear a aquel hombre de vez en cuando.
Daniel le preguntó por lo que hacía antes del desastre. Se lo preguntó en un quedo aparte, como si yaciera inmóvil en un campo, observando a través de unos gemelos.
– Me las he apañado -respondió ella-. He aprendido mucho acerca de mí misma. Resulta que tengo cierta habilidad para trabajar con personas en apuros. -Le contó todas las responsabilidades que había tenido en el trabajo que acababa de perder-. Dicen que es posible que vuelvan a contratarme, cuando todo esto haya terminado.
– ¿Has visto a alguien?
Ella empezó a reír nerviosamente de nuevo. Pensó que no regía bien del todo, que era incapaz de dominarse por completo.
– Solo a mi hermano. Nueve o diez horas al día. -Incluso darle esta información la aterraba, pero era infinitamente mejor estar aterrada que muerta-. Oye, Daniel, me gustaría mucho que nos viéramos un momento. Si tienes tiempo, no quisiera molestarte. Esto es… en fin, tremendo. Sé que soy la última persona que tiene derecho a pedirte… pero la verdad es que no sé muy bien cómo hacerlo yo sola.
Mucho después de que hubieran colgado, ella seguía oyéndole decir: «Pues claro que sí, también a mí me gustaría».
Mientras cedía al sueño, se dijo a sí misma que podría aprender. Aprendería a no reaccionar de una manera instintiva y protegerse a sí misma. La época en que rechazaba continuamente desaires imaginarios había terminado. El accidente lo había cambiado todo, le había dado la oportunidad de enmendar su vieja costumbre de fugarse tras una colisión. Las últimas semanas la habían dejado vacía… el mero hecho de ver a su hermano tendido e inconsciente. Qué fácil le resultaba ahora contemplarse por encima de sí misma, mirar desde arriba todas las necesidades letales que la dominaban y verlas como los fantasmas que eran. Cada barrera que la había soliviantado no era más que un falso pestillo que se abría en cuanto dejaba de empujar. Podía limitarse a observar, aprender acerca del nuevo Mark, escuchar a Daniel sin tener que comprenderle. Los demás se ocupaban de sí mismos, no de ella. Todo bicho viviente estaba cuando menos tan asustado como ella. Si una persona recordaba eso, tal vez podría llegar a amar a alguien.
Eco caca. Eca laca. Caca lala. Los seres vivos, siempre hablando. Así sabes que están vivos. Siempre con el «mira», con el «oye», con el «¿entiendes lo que quiero decir?». ¿Qué pueden querer decir que no hayan dicho ya? Los seres vivos emiten esos sonidos, tan solo para decir lo que el silencio dice mejor. Los objetos inertes son lo que ya son, y pueden callarse en paz.
Lo peor son las personas. Le abruman con sus palabras. Peor que las cigarras en una noche calurosa. O el croar de las ranas. Escucha los chorros verbales. Escucha a esos pájaros. Pero los pájaros podrían ser más ruidosos. Su madre se lo dijo. Cuanto más ligera el ave, más ruidosa es. Mira el viento: todo ese ruido, ese ir a ninguna parte desde la nada por ninguna razón, y no existe en la tierra nada más ligero que el viento.
Alguien dice que él echa de menos a las aves. ¿Cómo es posible? Las aves siempre vienen. ¿Cómo puede echarlas de menos, cuando ni siquiera dejan de venir? Los animales deben de parecerse más a las piedras. Dicen solo lo que son. Un ahora más largo, un entonces más corto, habitando el lugar de donde él acaba de llegar.
Él sabía qué es ese lugar, pero ahora es solo voces.
Los humanos le obligan a hablar mucho. Lo llevan a dar vueltas, y es un martirio. El infierno en un pasillo, parachoques contra parachoques, peor que las autopistas, la gente avanzando en todas direcciones, demasiado rápido para esquivarla. Y aun así quieren hablar, incluso mientras se mueven. Como si hablar no fuese bastante absurdo. Pero una vez le han fatigado, lo dejan ahí tendido. Viejos perros adormilados que traman nuevas tretas. Eso le encanta: cuando le dejan en paz y no ha de pensar en ellos. Le encanta permanecer tendido e inmóvil en medio del mundanal estrépito, todos los canales abiertos y rezumando al mismo tiempo a través de su piel.
Tiene que ejercitarse un poco para volver a ser el mismo dentro de un tiempo. Levantarse, caminar, bañarse de nuevo. Ahora le obligan a vivir en un furgón. Un viejo tren con otros huérfanos como él. Así que no dice nada. Ciertas cosas le dicen a él. Lo que hay en su mente salta al exterior. Surgen pensamientos, unos pensamientos que él no sabía que tuviera. Nadie sabe siempre lo que quiere decir. Eso no puede molestarle. La verdad es que tampoco él lo sabe.
Pasa una chica con la que le gustaría hacérselo. Tal vez ya lo haya hecho. Pero, si lo hiciera ahora, mejoraría lo de antes. Podría salir bien. Hacérselo mutuamente, siempre. Sin parar. Un coche, los dos en su interior, haciéndolo. Al fin y al cabo, esas aves se aparean siempre. Las aves a las que echa en falta. ¿Quiénes son los humanos para hacerlo mejor? Se emparejan para siempre. Enseñan a sus hijos a alcanzar los confines de la tierra y a encontrar el camino de regreso, el largo camino hacia atrás que él encontró.
Esos pájaros son listos. Su padre siempre se lo había dicho. Un padre que conocía tan bien a aquellos pájaros que los mataba.
Algo le está matando ahora mismo a él, exigiéndole que lo recuerde, pero suelta su presa y desaparece.
Cháchara, pero interminable. Dilo, di si, dile a. Decirlo es fácil. Eco. Lala.
Acabado, finiquitado en este mismo momento. Ahora él no es. Ese es el motivo de que le hagan hablar. Demostrar que está con los seres vivos, no con las piedras.
No está seguro de por qué ni cómo se encuentra aquí. Es como si tuviera una marca causada por ácido. Y eso no es todo, tiene marcas peores, pero la gente charlatana no está dispuesta a decirlo. Todas esas cosas de las que hablar, millones de cosas en movimiento, y eso nadie lo menciona jamás. En general, cuando están hablando no sucede nada. Nada más que lo que ya está ahí. Lo que le sucedió es algo que ni siquiera los seres vivos quieren decirle.
Karin seguía leyéndole a Mark: era lo único que podía hacer. El rostro de Mark mantenía su expresión plácida durante las peripecias de los relatos. Se limitaba a cabalgar sobre aquellas frases, con su ritmo de furgón. Pero a ella la estremecían los pasajes más predecibles. La escena en la que el muchacho de doce años que entra sigilosamente en la casa abandonada cae al suelo, derribado por un golpe en la cabeza, y es atado y amordazado en el sótano, le hizo cerrar el libro, incapaz de seguir leyendo. La lesión cerebral había sido su ruina. Ahora incluso la literatura infantil se hacía real.
Los Ratoneros volvieron para repetir sus ofensas.
– ¿No te lo habíamos prometido? -preguntó Tommy Rupp-. ¿No te dijimos que volveríamos para ayudarle a salir de esto?
Rupp y Cain sacaron unas pelotas de espuma con aletas, juegos electrónicos, incluso coches manejados por radiocontrol. Mark reaccionaba, al principio con absoluto desconcierto y luego con un júbilo maquinal. En solo media hora con sus amigos, progresó más en la coordinación entre los ojos y las manos de lo que había avanzado en varios días con el fisioterapeuta.
Duane no dejaba de hacerle advertencias.
– ¿Qué estás haciendo con el manguito rotador, Mark? Ten cuidado con él. Ahí hay lo que se llama un punto de inflamabilidad.
Rupp los llamó al orden.
– ¿Quieres acabar con el papel de curandero y dejar que Gus lance la pelota? ¿No te parece, Gus?
– Parece, Gus -respondió Mark contemplando la escena como si fuese una repetición instantánea.
Bonnie se presentaba cada pocos días. A Mark le encantaban sus visitas. Ella siempre traía «cosas alegres»: animales de goma envueltos en papel de plata, tatuajes lavables, predicciones del futuro en sobres ornamentados. «Pronto te embarcarás en una aventura imprevista…» Bonnie era mejor que un libro. Podía contar incansablemente divertidas anécdotas sobre la vida en un carromato con toldo que avanzaba por la autopista sin llegar nunca a su destino. Cierta vez acudió con su disfraz de pionera. Mark la miró asombrado, a medias el niño que celebra su cumpleaños y a medias un pedófilo. Bonnie le trajo un reproductor de discos compactos y unos auriculares, algo que a Karin no se le había ocurrido. Le dio una caja de discos (música de chicas, suspiros acerca de la ceguera de los hombres), nada que a Mark pudieran haberle sorprendido jamás escuchando con atención. Pero, bajo los auriculares, Mark cerró los ojos, sonrió y se tamborileó en el muslo con los dedos.
A Bonnie le gustaba escuchar los relatos que Karin leía en voz alta.
– Está siguiendo cada palabra -insistió.
– ¿Tú crees? -le preguntó Karin, aferrándose a cualquier esperanza.
– Se le nota en los ojos.
Su optimismo era un narcótico. Karin ya dependía de ella más que del tabaco.
– ¿Puedo intentar una cosa? -inquirió Bonnie, tocándole el hombro. Sus manos tocaban a Karin sin cesar, convirtiendo cada palabra en una confidencia. Se acomodó delante de Mark, incitándole con una palma mientras con la otra lo mantenía a raya-. ¿Listos, Marker? Muéstranos de qué estás hecho. Vamos allá. Uno, dos, átame el…
Él la miraba con la boca abierta, embelesado.
– Vamos, muchacho. ¡Concéntrate! -Canturreó de nuevo-: Uno, dos, átame el…
– Zapato.
Las sílabas surgieron de su boca como un agudo lamento. Karin ahogó un grito ante la primera evidencia de que, en algún nivel profundo, la cabeza de Mark seguía funcionando. Su hermano, que solo unas pocas semanas antes había reparado la compleja maquinaria del matadero, ahora era capaz de completar el primer verso de una canción infantil. Se apretó la mejilla mientras decía:
– ¡Sí!
Bonnie siguió adelante, riendo como agua en un arroyo.
– Tres, cuatro. Llama a la…
– ¡… puerta!
– Cinco, seis, recoge…
– … mierda.
Karin soltó una risita apesadumbrada. Bonnie tranquilizó al alicaído Mark.
– ¡Vaya! Has acertado dos de tres. Lo estás haciendo muy bien.
Le pusieron a prueba con «Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis». Mark, las facciones tensas de arrobada concentración, continuó perfectamente el «Seis y dos son ocho y ocho dieciséis». Bonnie empezó «Llueve, diluvia», pero, al percatarse de lo que seguía, se interrumpió y musitó una disculpa. *
Karin la sustituyó. Probó con un poema que Bonnie nunca había oído, pero cuyos cuatro versos condensaban para los dos hermanos Schluter todo el frío glacial de la infancia.
– Veo la luna -comenzó Karin, en el mismo tono que tenía su madre cuando las cancioncillas de Joan Schluter no eran exorcismos diabólicos-. Y la luna…
Mark abrió mucho los ojos al comprender de repente. Sus labios se cerraron alrededor de una mueca esperanzada.
– ¡Me ve!
– Dios bendice a la luna -le aseguró Karin, aquel antiguo sonsonete-. ¿Y…?
Pero su hermano permaneció inmóvil en la silla, mirando a alguna criatura desconocida por la ciencia que de improviso había aparecido silueteada en el horizonte al anochecer.
Una tarde, Karin estaba sentada al lado de Mark, tratando de recordarle las reglas del juego de las damas, cuando una sombra se movió sobre el tablero. Al volverse, la joven vio una figura familiar enfundada en un chaquetón de marinero que se cernía por encima de su hombro. Daniel tendió la mano hacia ella pero no la tocó. Saludó a Mark en tono afable. Como si los dos no se hubieran evitado durante la última década, como si Mark no pareciera un robot sentado en una cama de hospital.
Mark volvió de improviso la cabeza. Se puso en pie, moviéndose con más rapidez que nunca desde que sufriera el accidente, señalando y diciendo en voz quejumbrosa:
– ¡Dios, oh, Dios, ayúdame! ¿Lo ves, lo ves, lo ves?
Daniel se le acercó para tranquilizarlo. Mark pasó una pierna por encima del respaldo de la silla y luego la otra, mientras gritaba:
– ¡Has fallado, has fallado!
Karin se llevó a Daniel de la habitación, cruzándose con una enfermera que entraba.
– Te llamaré -le dijo ella.
Era la primera vez que se veían en tres años. Le apretó la mano, avergonzada. Entonces se apresuró a entrar en la habitación para calmar a su hermano.
Mark seguía viendo cosas. Karin procuró consolarle, pero no podía imaginar qué había visto en la larga sombra salida de ninguna parte. Yacía en la cama, temblando todavía. «¿Lo ves?» Karin lo acalló, mintiéndole, diciéndole que lo veía.
Tras el desastre del hospital, Karin fue al encuentro de Daniel. Este seguía siendo tal como ella lo recordaba: serio, con unos rasgos que resaltaban su condición de mamífero, familiar. No había cambiado desde la época del instituto: el cabello largo, la perilla, la cara estrecha y vertical: una agradable criatura que se alimentaba de semillas. A ella la reconfortaba que no hubiera cambiado, ahora que todo lo demás había sufrido tantos cambios. Hablaron durante un cuarto de hora, sentados frente a frente en los extremos de la larga mesa de cocina, llenos de nerviosismo y ansiosos por dar rienda suelta a la confianza. Ella se apresuró a marcharse antes de estropear las cosas, pero no sin haber convenido un nuevo encuentro.
Su diferencia de edad había desaparecido. Daniel siempre había sido un niño: el compañero de clase, el amigo de Markie. Ahora era mayor que ella, y Mark un bebé entre los dos. Ella empezó a telefonearle a todas horas, pidiéndole ayuda para tomar las interminables y abrumadoras decisiones: los formularios, la incapacidad, los papeles para que Mark iniciara la rehabilitación. Confiaba en Daniel como debería haberlo hecho años atrás. Él siempre podía encontrar la mejor de las respuestas posibles. Y no solo eso, sino que conocía a su hermano y podía conjeturar lo que Mark querría.
Daniel no se abrió a ella de inmediato. Esta vez no podría haberlo hecho. Ya no era el que había sido, aunque solo fuese por lo que ella le había hecho. Que aceptara dedicarle su tiempo la asombraba, la avergonzaba y despertaba su agradecimiento. Ella no sabía lo que significaba aquel nuevo contacto o qué obtendría él de la nueva situación, si es que había algo que obtener. En cuanto a ella, verle significaba la diferencia entre cabecear en el agua y hundirse. Tras pasar otro día en el caos del nuevo reino de Mark, Karin se sorprendió a sí misma inventando motivos para ponerse en contacto con Daniel. Podía decirle cualquier cosa, desde la más exagerada esperanza causada por el último y minúsculo triunfo de Mark hasta el temor de que su hermano estuviera empeorando. Daniel acogía sus palabras con reserva, y procuraba mantenerla en un punto equidistante del optimismo excesivo y de la angustia injustificada.
Después de las humillaciones del pasado, no podía existir para ellos un verdadero futuro, pero sí que podían construir un pasado mejor que el que habían destrozado. Los esfuerzos de Mark les unían en una actividad común. Una misión indirecta para ambos, que remediaba las mezquindades del pasado: evaluar lo lejos que Mark había llegado y cuánto le faltaba por recorrer.
Daniel le traía a Karin libros desde bibliotecas tan lejanas como la de Lincoln, textos sobre lesiones cerebrales, cuidadosamente seleccionados para reforzar sus esperanzas. Le copiaba artículos sobre la más reciente investigación neurológica, que él le ayudaba a descodificar. La llamaba para resolver sus dudas e instruirla sobre lo que debía preguntar a los terapeutas. Dejar que él la orientase la hacía sentirse viva de nuevo. Cierta vez, su gratitud la abrumó tanto que no pudo evitar darle un torpe abrazo, tan fugaz que él no habría podido encontrarle ningún significado.
Ella empezó a verle con nuevos ojos. En cierto modo siempre le había tenido en baja estima, considerándole un neohippy de tendencias moralistas, más orgánicamente puro de la cuenta, alzándose por encima del rebaño. Ahora se daba cuenta de lo injusta que había sido. Lo único que él quería era que la gente fuese tan desinteresada como debería serlo, descubriendo una lección de humildad en la infinidad de vínculos de apoyo que los mantenía vivos, que la gente fuese tan generosa con el prójimo como la naturaleza lo era con ellos. ¿Por qué desperdiciaba su tiempo con Karin después de lo que le había hecho? Porque ella se lo había pedido. ¿Qué podía sacar él de su reanudada relación? Tan solo la oportunidad de hacer las cosas bien. Reducir, reutilizar, reciclar, recuperar, rescatar.
Daban paseos. Ella le llevó a la Subasta de Fondel, el antiguo ritual del condado que tenía lugar los miércoles por la noche. Cualquier lugar que no fuese el hospital le hacía sentirse a Karin en la gloria, no sin cierto sentimiento de culpa. Daniel nunca pujaba por nada, pero aprobaba la reventa de segunda mano. Decía que «así las cosas no acaban en el vertedero». Por su parte, ella se abandonaba a su antigua obsesión infantil por los fantasmas de los propietarios anteriores, que seguían ocultos en los objetos desechados. Caminaba a lo largo de las largas mesas plegables, tocando cada sartén abollada, cada alfombra deshilachada, imaginando sus peripecias hasta llegar allí. Compraron una lámpara cuyo pie era una estatuilla de Buda. Cómo había llegado al condado de Buffalo semejante objeto o por qué estaba allí abandonado solo podría explicarlo la imaginación más rebuscada.
En su séptima salida fueron al Sun Mart, a comprar verduras para una cena improvisada, y él la llamó «K. S.» por primera vez en años. A ella siempre le había gustado aquel apodo. La hacía sentirse una persona distinta, un miembro clave del equipo en una organización eficiente. «Ya verás cómo destacas en algo -le había dicho él, mucho antes de que ninguno de los dos tuviera idea de lo poco que el mundo permite destacar-. Harás cosas importantes, K.S., lo sé.» Ahora, tanto tiempo después, mientras elegían setas, él había vuelto a llamarla de aquella manera, como si el tiempo no hubiera transcurrido.
– Si alguien puede lograr que Mark vuelva a ser el de antes, eres tú, K. S.
Ella aún podría hacer algo importante, aunque solo fuese con respecto a su hermano.
Karin inventaba destinos a los que ir, gestiones que era preciso realizar. Un cálido fin de semana le sugirió que pasearan por la orilla del río. Casi por casualidad, se encontraron en el viejo puente de Kilgore. Ninguno de los dos dio a entender que el lugar tuviera algún significado. En la orilla aún se extendía una capa de hielo. Las últimas grullas emprendían el largo vuelo en dirección norte, hacia la zona donde criaban en verano. Pero ella aún las oía, invisibles en el cielo.
Daniel recogió unas piedrecillas y las hizo rebotar en el agua del río.
– Nuestro Platte. Adoro este río. Kilómetro y medio de ancho y dos centímetros de profundidad.
Ella asintió, sonriente.
– Demasiado denso para beber y demasiado plano para surcarlo. -Cosas que aprendían en la escuela primaria, tan familiares como las tablas de multiplicar. Las llevaban bajo la piel, por el mero hecho de haber crecido allí-. Un río formidable, si lo pones de lado.
– Ningún lugar como este, ¿verdad?
Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo, un gesto que sería casi burlón en cualquier persona excepto en Daniel.
Ella le dio un empujoncito.
– ¿Sabes? Cuando era adolescente, estaba convencida de que Kearney era un sitio de puta madre. -Él hizo una mueca de desagrado. Karin había olvidado que él detestaba que soltara tacos-. El centro del continente, la senda de los mormones, la senda de Oregón, el ferrocarril transcontinental, la autopista interestatal 80…
Él hizo un gesto de asentimiento.
– Y millones de aves volando por la ruta migratoria central.
– Exactamente. Todo se entrecruzaba en esta ciudad. Suponía que solo era cuestión de tiempo que nos convirtiéramos en la próxima Saint Louis.
Daniel sonrió, inclinó la cabeza y se metió las manos en los bolsillos del chaquetón de marinero.
– El cruce de caminos de la nación.
Estar juntos, el mero hecho de existir, era más fácil de lo que ella se había atrevido a creer. Detestaba aquellas juveniles oleadas de esperanza, casi obscenas, a causa de lo que había motivado su retorno. Estaba capitalizando el desastre, utilizando la desgracia de su hermano para rectificar su pasado. Pero no podía evitarlo. Algo estaba a punto de suceder, algo bueno que ella no había tramado y que, de alguna manera, era un resultado de la catástrofe de Mark. Ella y Daniel avanzaban poco a poco hacia un nuevo territorio, sereno, estable y, tal vez, incluso libre de culpa, un lugar que ella nunca había considerado posible. Un lugar que solo podía ayudar a Mark.
Caminaron hasta la mitad del puente. Los estrechos tablones del suelo se balanceaban bajo sus pies. El canal norte del Platte se deslizaba bajo ellos. Daniel le señaló guaridas y madrigueras, vegetación invasora, ligeros cambios en el lecho del río que ella era incapaz de distinguir.
– Aquí están pasando muchas cosas. Ahí hay una cerceta de alas azules. Un ánade rabudo. Por alguna razón, los podicipédidos han venido pronto este año. ¡Mira eso! ¿No es un mosquero fibí? ¿Qué eres? Vuelve. ¡No puedo ver qué eres!
El viejo puente se movía, y ella deslizó el brazo bajo la manga del chaquetón de Daniel. Él se detuvo y la miró, sopesando la situación: un gesto sorprendente y fortuito. Ella bajó la vista y vio su mano cogida de la de su acompañante, haciéndola oscilar, como si fuera una colegiala. San Valentín y el Día del Recuerdo a los Caídos, todo al mismo tiempo. Él deslizó el dorso de sus dedos por el reluciente cabello cobrizo de Karin. Un experimento de naturalista.
– ¿Recuerdas cuando te interrogaba sobre las especies?
Ella se mantuvo inmóvil bajo su mano.
– Lo detestaba. Qué pena daba mi ignorancia.
Daniel alzó la mano para señalar un álamo de Virginia a punto de retoñar. En una rama había un pajarillo moteado de amarillo, y tan nervioso como ella se sentía. Karin desconocía su nombre. Los nombres solo habrían ocultado bajo palabras a los seres que representaban. El pájaro innominado abrió el pico y de su garganta brotó la música más asilvestrada. Cantaba una melodía sin sentido, seguro de que ella podía entenderlo. A su alrededor surgieron las respuestas: el álamo, el Platte, la brisa de marzo y los conejos en el sotobosque, algún animal que, río abajo, chapoteaba el agua, alarmado, secretos y rumores, noticias y negociación, todas las formas de vida interconectadas hablando al mismo tiempo. De aquí y allá llegaban chasquidos, los gritos que acababan en ninguna parte, no hacían juicio alguno ni prometían nada, tan solo se multiplicaban y llenaban el aire como el río su lecho. No había allí nada que fuese ella, y por primera vez desde el accidente de Mark se sintió libre de sí misma, una liberación que bordeaba la dicha. El ave siguió cantando, insertando su canto en la conversación. La atemporalidad de los animales: la clase de sonidos que emitía su hermano mientras iba saliendo del coma. Era ahí donde él vivía ahora. Esa era la canción que ella tendría que aprender si quería conocer de nuevo a Mark.
Surcó el aire un sonido como un toque de trompeta, un último y tardío resto de la masa que ahora volaba rumbo al Ártico. Daniel alzó la vista y escrutó el cielo. Karin no vio nada, excepto grises cirros.
– Esas aves están condenadas -comentó Daniel.
Ella le cogió del brazo.
– ¿Era una grulla blanca?
– ¿Una grulla blanca? No, qué va. Una grulla canadiense. El grito de la grulla blanca es muy especial.
– No sabía que… Pero las grullas blancas son las que…
– Las grullas blancas prácticamente se han extinguido. Quedan un par de centenares. No son más que fantasmas. ¿Las has visto alguna vez? Son como… alucinaciones. Se disuelven mientras las miras. No, ya no quedan blancas. Pero las que ahora están en peligro son las canadienses.
– ¿Las canadienses? Bromeas. Deben de ser millares…
– Medio millón, más o menos.
– Lo que sea. Ya sabes lo mal que se me dan los números. Nunca había visto tantas grullas canadienses como este año.
– Eso es un síntoma. Están esquilmando el río. Quince presas, irrigación para tres estados. Cada gota de agua se usa ocho veces antes de que llegue aquí. La corriente se vuelve lenta. Los árboles y la vegetación llenan los bajíos. Los árboles asustan a las grullas.
Necesitan el terreno llano y despejado, algún sitio para posarse donde ningún animal agazapado pueda abalanzarse sobre ellas. -Giró lentamente sobre sus talones, trazando un semicírculo, escudriñando-. Esta es su única escala segura. No pueden utilizar ninguna otra zona en el centro del continente. Son frágiles… el incremento anual de su población es bajo. La desaparición de uno de sus grandes hábitats sería el fin. Recuerda que las grullas blancas eran tan numerosas como las canadienses. Unos pocos años más y podría desaparecer una especie que ha estado aquí desde el eoceno.
Seguía siendo aquel muchacho rezagado al que su hermano había adoptado, el escuálido andarín que recorría largas distancias y veía cosas que a los demás les pasaban desapercibidas. Era la persona en la que Markie podría haberse convertido. El pequeño Mark. «Les gusto a los animales.»
– Si están tan amenazadas, ¿cómo es que hay tantas?
– Antes se posaban a lo largo de toda la Gran Curva: doscientos kilómetros o más. Ahora esa cifra se ha reducido a cien, y sigue acortándose. El mismo número de aves apretujadas en la mitad de espacio. Enfermedades, estrés, ansiedad. Es peor que Manhattan.
Aves que sufren ansiedad: Karin ahogó la risa. Percibió que Daniel lamentaba algo más que la situación de las grullas. Necesitaba que los hombres se comportaran de acuerdo con su condición humana, que fuesen conscientes y actuasen como dioses, pues eran la única especie en que la naturaleza había depositado el conocimiento y la misma idea de preservación. Sin embargo, el único animal consciente de la creación había prendido fuego al lugar.
– Las estamos hacinando, y eso las convierte en uno de los más grandes espectáculos que puede verse. A eso se debe el auge del turismo para observar a las grullas. Ahora es un gran negocio, y cada primavera consumimos todavía más agua. Así que el espectáculo será incluso más impresionante el año que viene.
Daniel se mostraba casi comprensivo, mientras trataba de comprender. Pero su capacidad de entender a la especie disminuía con más rapidez que el hábitat.
Se estremeció. Ella le tocó el pecho y, obedeciendo a un impulso, él le dio un beso teñido de tristeza cuya motivación era confusa. Deslizó la mano por el reluciente cabello de Karin y la introdujo en el cuello abierto de su chaqueta de ante. Ella lo estrechó en sus brazos, errada en más aspectos de los que podría enumerar. Excitarse en aquellas circunstancias era vergonzoso, pero pensar en ello solo la excitaba más. El abrazo la hacía elevarse por encima de las últimas semanas. Su cuerpo cedía a la euforia de la fría primavera. Al margen de lo que ocurriera, no estaría sola.
Durante el trayecto de regreso a la ciudad por aquella carretera recta como un huso, entre los campos que empezaban a cubrirse de verde, ella le preguntó:
– Nunca volverá a ser el mismo, ¿verdad?
Daniel contemplaba la carretera. A ella siempre le había gustado ese hábito suyo: nunca hablaba a menos que tuviera que hacerlo. Finalmente, él ladeó la cabeza.
– Nadie es jamás el que fue. Lo que debemos hacer es mirar y escuchar. Ver cómo evoluciona y estar preparados para cuando sea consciente de su situación.
Ella le puso la mano bajo la chaqueta. Le restregó el costado sin pensar, e imaginó que se salían de la carretera y volcaban, hasta que él le asió suavemente la muñeca y le dirigió una mirada de perplejidad.
En el piso de Daniel se sentaron a la mesa a la luz de las velas, como si todavía fuesen jóvenes y celebraran juntos su primera Navidad. Karin se acurrucó a su lado frente a la estufa portátil. Daniel olía como una manta de lana recién sacada del armario. La abrazó por detrás y le desabrochó la camisa. Ella se estremeció ante la amenaza de hacer de nuevo aquello.
Se le erizó el vello de la parte inferior de la espalda bajo los dedos que la acariciaban. Él recorrió la curva de su abdomen, mirándola con la misma ávida expectación que la primera vez, ocho años atrás. Ella recordó que entonces le dijo lo mismo que ahora iba a decirle:
– ¿Ves esto? Es la cicatriz de la operación de apendicitis. La tengo desde los once años. No resulta muy atractiva, ¿verdad?
Él se rió como lo hiciera en aquella ocasión.
– Te equivocaste la primera vez. ¡Años después sigues equivocada! -Le rozó la axila con la punta de la nariz-. Algunas mujeres nunca aprenden.
Ella le hizo darse la vuelta y se irguió ante él como una gris y emplumada sacerdotisa, el cuello extendido. Otra especie en peligro de extinción que era preciso preservar. Se enderezó por encima de él, exhibiéndose.
Cuando volvían a yacer inmóviles, ella le ofreció la rendición que él no le había pedido.
– Dime, Daniel. ¿Qué era? Aquel pájaro en el árbol…
Daniel, tendido boca arriba, parecía un espantapájaros vegetariano. Bajo sus músculos distendidos subyacían los años de interrogantes reprimidos que jamás se atrevería a formular. En la oscuridad, revisó su lista compartida de seres vivos, la especie que habían visto aquel día.
– Es… se llama de muchas maneras. Tú y yo, K. S., podemos llamarlo como queramos.
Karin guiaba a Mark por la planta, en su carrera de obstáculos cotidiana, cuando él tuvo su primer pensamiento abstracto. Mark todavía caminaba como si estuviera atado. Se detuvo a escuchar junto a la puerta de una habitación. Alguien sollozaba, y la voz de una persona mayor dijo:
– Está bien. No te preocupes por todo esto.
Mark escuchaba, sonriente. Alzó la mano y dijo:
– Tristeza.
Allí, en el pasillo, la hazaña intelectual sorprendió a Karin e hizo que se le saltaran las lágrimas.
Ella estuvo de nuevo presente cuando su hermano pronunció la primera frase completa. Con la ayuda de la terapeuta ocupacional, Mark intentaba abrocharse los botones, y emitió las palabras como un oráculo:
– Hay ondas magnéticas dentro de mi cráneo.
Al ver en qué se había convertido, ahora que podía nombrarlo, se cubrió la cara con los puños. Como si se hubiera roto una presa, empezó a verter frases.
Pero a la noche siguiente ya conversaba, de una manera lenta y confusa, pero comprensible.
– ¿Por qué es tan rara esta habitación? Y esto no es lo que suelo comer. Este sitio es como un hospital.
Cada hora preguntaba unas ocho veces qué le había pasado, y cada vez se quedaba inmóvil, conmocionado por la noticia del accidente.
Aquella noche, cuando su hermana se despedía de él, Mark se levantó bruscamente y empujó con fuerza las ventanas, tratando de abrir el vidrio de seguridad hermético.
– ¿Estoy dormido? ¿Me he muerto? Despiértame… esto es el sueño de otro.
Ella se acercó a la ventana y le rodeó con los brazos. Se lo llevó de allí para que no siguiera golpeando el vidrio.
– Estás despierto, Markie. Hoy ha sido un gran día para ti. Conejita está aquí. Volveré mañana por la mañana.
Él la siguió hasta la silla de plástico, su prisión. Pero cuando Karin le hizo sentarse, Mark la miró, perplejo. Empezó a darle empujones en el faldón de su abrigo.
– ¿Y qué estás haciendo tú aquí? ¿Quién te ha enviado?
A Karin se le heló la piel.
– Basta, Mark -le ordenó, en un tono más áspero de lo que se había propuesto. Entonces añadió con su dulzura habitual-: ¿Crees que tu hermana no cuidaría de ti?
– ¿Mi hermana? ¿Crees que eres mi hermana? -La perforaba con los ojos-. Si crees que eres mi hermana, no estás bien de la cabeza.
Ella adoptó un inquietante tono profesional. Razonó con él, mostrándole las pruebas, como si le leyera otro relato infantil. Cuanto más serena estaba, más nervioso se ponía él.
– Despiértame -gimió-. Yo no soy así. Estoy metido en los pensamientos de otro.
Karin mantuvo a Daniel despierto durante toda la noche, temblando al recordar lo sucedido.
– No puedes imaginar su aspecto cuando lo dijo. «¿Crees que eres mi hermana?» Con tal seguridad, sin pensarlo ni siquiera un segundo. No puedes saber lo que una siente en ese momento.
Daniel la escuchó durante toda la noche. Karin había olvidado lo paciente que podía llegar a ser.
– Ha dado un gran paso. Todavía está atando cabos. El resto vendrá rápidamente.
Por la mañana, ella estaba de nuevo dispuesta a creerle.
Varios días después, Mark seguía negando que Karin fuese su hermana. Había recordado todo lo demás: quién era, dónde trabajaba, qué le había ocurrido. Pero insistía en que Karin era una actriz que se parecía mucho a su hermana. Al cabo de numerosas pruebas, el doctor Hayes dio un nombre al problema.
– Su hermano padece una enfermedad llamada síndrome de Capgras. Forma parte de una familia de delirios que llevan a identificar erróneamente a otras personas. Puede darse en ciertos trastornos mentales.
– Mi hermano no es un enfermo mental.
El doctor Hayes hizo una mueca.
– No lo es, pero se enfrenta a unos retos enormes. También se han dado casos de Capgras en pacientes con lesiones cerebrales, aunque es algo rarísimo. Daños en lugares precisos y probablemente múltiples… solo hay un par de casos registrados en la literatura médica. Su hermano es el primer paciente de Capgras causado por un accidente que he visto en mi vida.
– ¿Cómo es posible que el mismo síntoma pueda tener dos causas completamente diferentes?
– Eso no se sabe con certeza. Puede que no se trate de un solo síndrome.
Múltiples maneras de equivocarte al identificar a tus familiares.
– ¿Por qué hace eso?
– De alguna manera que sería difícil cuantificar, usted no se corresponde con la imagen que tiene de usted. Él sabe que tiene una hermana. Lo recuerda todo de ella. Sabe que usted se le parece, que actúa como ella y viste como ella. Pero no cree que usted sea ella.
– Conoce a sus amigos. Le reconoce a usted. ¿Cómo es posible que conozca a otras personas y no a…?
– El paciente de Capgras casi siempre se equivoca en la identificación de sus familiares. El padre, la madre, el cónyuge. La parte de su cerebro que reconoce las caras está intacta, lo mismo que su memoria. Pero, de alguna manera, la parte que procesa la asociación emocional está desconectada de las otras.
– ¿No le parezco su hermana? ¿Qué ve cuando me mira?
– Ve lo mismo de siempre. Lo que ocurre es que no… la siente lo suficiente para creer en usted.
Una lesión que solo dañaba la percepción de los seres queridos.
– ¿Tiene una ceguera emocional hacia mí? ¿Y entonces decide…? -Sintió un escalofrío cuando el doctor Hayes asintió-. Pero su cerebro, su… pensamiento no está dañado, ¿verdad? ¿Es esto lo peor a lo que deberemos enfrentarnos? Porque si lo es, estoy segura de que puedo…
El doctor alzó una palma.
– Lo único cierto en las lesiones cerebrales es la incerteza.
– ¿Cuál es el tratamiento?
– De momento, tenemos que tenerlo en observación y ver cómo evoluciona. Podría haber otros problemas. Déficits secundarios. Memoria, cognición, percepción. A veces, el Capgras puede mejorar de una manera espontánea. Ahora lo mejor es dar tiempo al tiempo y hacer pruebas.
Dos semanas después, el médico repitió la última frase.
Ella no creía que Mark tuviera ningún síndrome. Su mente estaba poniendo orden en el caos causado por la lesión. Cada día se iba acercando más al que había sido antes del accidente. Un poco de paciencia, y la nube se dispersaría. Ya había regresado de entre los muertos, y también se recuperaría de aquella pérdida menor. Ella era quien era, y, cuando su mente se despejara más, él tendría que verlo. Se tomó aquel contratiempo como los terapeutas le habían dicho que lo hiciera: un pequeño paso tras otro. Ejercitaba a Mark sin imponerle nada. Le acompañaba a la cafetería. Respondía a sus extrañas preguntas. Le traía ejemplares de sus dos revistas favoritas sobre trucaje de camionetas. Estimulaba y reforzaba sus recuerdos, aludiendo vagamente a la historia de la familia. Pero debía fingir que no sabía demasiado acerca de él. Lo intentó una o dos veces, y comprobó que toda pretensión de intimidad conducía de inmediato a un conflicto.
Un día Mark le preguntó:
– ¿Podrías enterarte por lo menos de cómo está mi perra? -Ella le prometió que así lo haría-. Y, por el amor de Dios, ¿querrías decirle a mi hermana que venga? Probablemente ni siquiera se ha enterado.
Para entonces ella estaba lo bastante informada para no responderle nada.
Se mantenía serena delante de Mark, pero de noche, a solas con Daniel, expresaba sus temores más profundos.
– He abandonado mi trabajo. He vuelto a una ciudad de la que no puedo huir, me alojo en la casa de mi hermano, viviendo de los ahorros. Me he pasado semanas allí sentada, impotente, leyéndole relatos infantiles. Y ahora me dice que no soy yo. Es como si me castigara por algo.
Daniel se limitó a asentir y a calentarle las manos. Sí, eso era algo que le gustaba de él: si no había nada que decir, no decía nada.
– Llevo mucho tiempo haciendo cuanto puedo. Él está mucho mejor que antes. Ni siquiera podía abrir los ojos. ¿Por qué esto me asusta tanto? ¿Por qué no puedo asumirlo y esperar a que él lo supere?
Él deslizó los dedos por su espina dorsal, eliminando la tensión que era como una carga de electricidad estática.
– Tómatelo con calma -le dijo-. Va a necesitarte durante mucho tiempo.
– Ojalá me necesitara de veras. Me mira como si fuese peor que una desconocida. Su mirada me atraviesa. Si al menos pudiera… si él me dijera qué es lo que necesita.
– Es natural que se esconda -replicó Daniel-. Un pájaro hará cualquier cosa para no revelar que está herido.
Mark conducía su cuerpo como el alumno de autoescuela más torpe. En ocasiones se lanzaba sin freno, rebasando todos los límites de velocidad. Otras veces, se paraba desconcertado ante una grieta en el linóleo. Ciertos días resolvía todos los rompecabezas que inventaban los terapeutas. Otros días le era imposible masticar sin morderse la lengua.
No recordaba nada del accidente, pero tal vez los recuerdos surgirían de nuevo. Karin aceptaba agradecida cuanto pudiera contribuir a ese fin. Él seguía preguntando un par de veces al día cómo había llegado hasta allí, pero ahora lo hacía para pillarla en falta y reprocharle la más pequeña variación en sus palabras. «Eso no es lo que dijiste la última vez.» A menudo preguntaba por su camioneta, quería saber si había salido tan mal parada como él. Ella le respondía con vaguedades.
Vistos desde fuera, sus avances eran pasmosos. Hasta sus amigos se asombraban de los grandes progresos en su evolución entre una visita y la siguiente. Hablaba más de lo que era habitual en él antes del accidente. Pasaba de accesos de ira a una dulzura que había perdido a los ocho años de edad. Ella le dijo que los médicos querían trasladarlo fuera del hospital. A Mark se le iluminó el rostro. Creía que lo enviaban a casa.
– ¿Quieres decirle a mi hermana que me han dado luz verde? Dile que Mark Schluter se va de aquí. No sé qué le ha impedido venir, pero sabrá dónde encontrarme.
Ella se mordió el labio y ni siquiera quiso hacer un gesto de asentimiento. Había leído en uno de los textos de neurología de Daniel que nunca hay que seguir la corriente al enfermo que delira.
– Estará preocupada por mí. Tienes que prometérmelo. No sé dónde se habrá metido, pero tiene que saber lo que ocurre. Siempre cuidaba de mí. Eso era lo mejor de ella. Algo digno de encomio. En una ocasión me salvó la vida. Mi padre estuvo a un tris de partirme el cuello como si fuera un lápiz. Algún día te lo contaré. Son cosas personales. Pero créeme: sin mi hermana, estaría muerto.
A ella le desgarraba el corazón mirarle sin decir nada. Y, sin embargo, sentía una fascinación enfermiza por la oportunidad de saber lo que Mark decía realmente de ella cuando hablaba con otros. Karin podría resistir, por mucho tiempo que él tardara en recuperar el uso de la razón. Y su razón se iba normalizando a cada día que pasaba.
– Es posible que la mantengan alejada de mí. ¿Por qué no me dejan hablar con ella? ¿Es que soy el proyecto científico de alguien? ¿Quieren ver si te confundo con ella? -Percibió el malestar de Karin, pero lo confundió con indignación-. Bueno, vale. También tú me has ayudado a tu manera. Has estado aquí todos los días. Paseando, leyendo, lo que sea. No sé qué quieres, pero soy el recibidor agradecido.
– El receptor -le corrigió ella. Mark la miró desconcertado-. Has dicho «recibidor». Quieres decir «receptor».
Él frunció el ceño.
– Hablaba en lenguaje coloquial. Te pareces mucho a ella, ¿sabes? Tal vez no seas tan guapa. Pero te acercas bastante.
Karin sintió un acceso de vértigo. Tras dominarse, rebuscó en su bolso y sacó la nota.
– ¡Mira esto, Mark! No soy la única que ha cuidado de ti.
Terapia no planificada. Era muy consciente de que, antes de abordar de lleno el tema del accidente, la recuperación de su hermano tenía que estar más avanzada. Pero pensó que su conmoción al mostrarle la nota podría tener un efecto beneficioso, tal vez le haría volver en sí. Y, de alguna manera, demostraría la autoridad que ella ostentaba.
Él tomó el papel y lo miró. Lo examinó con los ojos entrecerrados desde diversas distancias, y entonces se lo devolvió a Karin.
– Dime qué pone.
– ¡Mark! Sabes leer. Esta mañana le has leído dos páginas al terapeuta.
– Mira que llegas a ser pesada. ¿Te ha dicho alguien que hablas exactamente como mi madre?
La mujer en la que Karin había pasado toda su vida intentando no convertirse.
– Anda, vuelve a leerlo.
– ¡Oye! No es mi problema, ¿entiendes? Mira qué cosa tan rara. Esto no es escritura. Es una especie de telaraña. Como corteza de árbol o algo así. Dime tú lo que pone.
A decir verdad, la escritura era espectral. Serpenteaba como la ilegible caligrafía de su abuela sueca. Karin pensó que el autor de la nota tendría unos ochenta años, un viejo inmigrante temeroso de establecer cualquier contacto que requiriese entregar información a una base de datos. Leyó de nuevo las palabras escritas en el trozo de papel, aunque hacía ya tiempo que las sabía de memoria. «No soy nadie, pero esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti para que puedas vivir y traer de vuelta a alguien más.»
Mark se apretó la cicatriz vertical que le surcaba la frente. Le quitó el papel a Karin.
– ¿Cómo hay que entender esto? ¿Dios condujo a alguien? Pues si Dios se interesa tanto por mí, ¿por qué hizo volcar una camioneta en perfectas condiciones como la mía? Zas. Como si jugara a los dados conmigo.
Ella le tomó el brazo.
– ¿Recuerdas eso?
Mark le apartó la mano.
– Es lo que me has estado diciendo unas veinte veces al día. ¿Cómo podría olvidarlo? -Deslizó los dedos por la nota-. Ni hablar. Son demasiados pasos. ¿Tan solo para atraer mi atención? No, ni siquiera Dios daría tantos pasos.
Lo que su madre había dicho el año anterior, refiriéndose a la enfermedad que la consumía antes de morir: «Una habría pensado que el Señor sería un poco más eficiente».
– Quienquiera que escribiese esta nota te encontró, Mark. Alguien te visitó cuando estabas en cuidados intensivos. Te dejaron esta nota. Querían que lo supieras.
Él emitió un sonido, el aullido de un perro sobre cuyas patas traseras acaban de pasar las ruedas de la ranchera de su dueño.
– Saber ¿qué? ¿Qué debo hacer con esto? ¿Ayudar a alguien para que vuelva de entre los muertos? ¿Cómo podría hacer tal cosa? Ni siquiera sé dónde están los muertos.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Karin. Asuntos turbios, los juegos que la policía había insinuado.
– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Qué estás diciendo?
Él agitó los brazos alrededor de la cabeza, protegiéndose del mal como si fuese un enjambre de abejas.
– ¿Cómo voy a saber lo que estoy diciendo?
– ¿A qué… muertos…?
– Ni siquiera sé quién está muerto. No sé dónde está mi hermana. Ni siquiera sé dónde estoy. Esto que parece un hospital podría ser un estudio de cine adonde llevan a la gente para hacerles creer que todo es normal.
Ella musitó una disculpa. La nota no significaba nada. Tendió la mano para cogerla, pero él no se la dio.
– Necesito descubrir quién ha escrito esto. Esa persona sabe lo que me ocurrió. -Buscó en los bolsillos de atrás del pantalón, sus tejanos preferidos, negros, holgados, con la cintura baja, que Karin le había traído de casa-. ¡Mierda! Ni siquiera tengo una cartera para guardar esto. No tengo ningún documento de identidad, ¡ni un carnet con una foto! No es de extrañar que me hayan traído a un lugar como este.
– Mañana te traeré tu cartera.
Él la miró fijamente, el rostro encendido.
– ¿Cómo vas a entrar en mi casa para cogerla? -Al no obtener respuesta, bajó los hombros-. Bueno, supongo que si pueden operarte el cerebro sin que te enteres, probablemente tienen las llaves de tu puñetera casa.
Preguntan a Mark Schluter quién cree que es. No parece que sea difícil de responder, pero todas sus preguntas tienen pequeños trucos. Siempre hay en ellas algo más de lo que podrías pensar. Dios sabrá por qué, pero tratan de cogerle en falta. Lo único que puede hacer es responderles y mantenerse sereno.
Le preguntan dónde vive. Él señala a toda la morralla médica, la gente con bata blanca que se apresura de un lado a otro. ¿No son ellos los que deberían decírselo? Cambian la pregunta: ¿Conoce la dirección de su casa? Mark Schluter, 6737 Sherman, Kearney, Nebraska. Lo dice en el tono del soldado que se presenta a un superior. Insisten: ¿Está seguro? ¿Hasta qué punto quieren que esté seguro? Le preguntan si su casa se encuentra en Kearney o en Farview. Otro intento desesperado de confundirle. Sí, claro, ahora vive en Farview, pero no le han dicho que debía responder en tiempo presente.
Le preguntan a qué se dedica. Pregunta engañosa. Se divierte con sus amigos. Van a conciertos de grupos, al Bullet o a cualquier otra parte. Busca en eBay piezas para costumizar la parte inferior de la carrocería. Ve vídeos. Ve la tele. Saca a pasear a la perra. Se sienta ante la pantalla del ordenador para jugar. Su personaje virtual es un ladrón, y cuando no ocurre nada en el juego se entretiene haciendo las estadísticas de puntuaciones. No les dice lo evidente: que a él mismo lo están tratando como si fuera un personaje virtual.
¿Es eso todo? ¿Todo lo que hace? Bueno, ellos no tienen que saberlo todo. Lo que sucede detrás de las puertas cerradas no es asunto suyo. Pero ellos no se dan por vencidos: ¿Cómo se gana la vida? ¿Dónde trabaja? Bien, ¿por qué no le han preguntado eso en primer lugar?
Les habla de la sección de mantenimiento y reparación de maquinaria. El mantenimiento de algunas máquinas es endiablado y el de otras es pan comido. Solo lleva tres años en su puesto de trabajo, y ya gana dieciséis pavos por hora. No le preguntan por sus sentimientos hacia los animales, lo cual le parece estupendo. Detesta que se lo pregunten. Todo el mundo come la carne de los puñeteros animales, y alguien tiene que matarlos. Y él ni siquiera hace eso: se limita a cuidar de la maquinaria. Se pregunta con extrañeza por qué quieren saber tanto del matadero. Lleva unos días de baja y tal vez haya ocurrido algo raro. Algunos podrían desear su empleo. Un buen trabajo, con un sueldo como Dios manda, sobre todo en tiempos de recesión. Millares de hombres matarían por algo peor.
Le preguntan quién fue el vicepresidente bajo el primer «arbusto». * Demencial. ¿Qué será lo siguiente? ¿Senadores en los árboles? Le piden que cuente hacia atrás desde cien de tres en tres. Uno podría plantear si esta habilidad es especialmente útil. Le someten a innumerables pruebas: rodear objetos con un círculo, tacharlos con una equis y cosas por el estilo. Incluso en esos casos intentan sacarlo de quicio, le dan unos textos de letra demasiado pequeña, o le conceden diez segundos para lo que supondría una hora de trabajo. Él les dice que le gusta su vida y que, de veras, no desea aspirar a nada más. Si quieren expulsarlo del programa de pruebas, son muy libres de hacerlo. Ellos se limitan a reír y le someten a más pruebas.
Hay algo extraño en este interrogatorio. Los médicos le dicen que son sus amigos. Las pruebas demuestran que no puede hacer determinadas cosas, cuando es evidente que sí puede. Deberían examinar a la mujer que se está haciendo pasar por su hermana.
Sus colegas le visitan, pero incluso en ellos hay algo extraño. Duane parece bastante normal. A ese no es posible duplicarlo. Hazle hablar sobre cualquier tema, el terrorismo, lo que sea: ¿Conoces el concepto de la yihad? Eso es lo que el Departamento de Estado no comprende de los islamistas. No pueden evitar pertenecer a un país extranjero.
¿Islamistas? Creía que se llamaban musulmanes. ¿Me equivoco si los llamo musulmanes?
Bueno, «equivocarte»… Equivocarse en un término relativo. Nadie dirá que estás «equivocado» per se…
Un torrente de basura increíblemente sin sentido, como solo Cain puede soltar. Hoy también Rupp parece estar fino, a juzgar por su aspecto y su manera de hablar, pero se muestra un poco distante, un tanto al margen. Tommy Rupp jamás está al margen. El hombre que le consiguió su empleo en la planta, que le enseñó a disparar, que le orientó hacia experiencias alternativas inimaginables: si alguien pudiera explicarle a Mark lo que ocurre, ese debería ser Tommy Rupp, un tipo como no hay dos.
Le pregunta a Rupp si sabe algo de la chica que finge ser Karin. Su amigo le mira como si Mark se hubiera transformado en un hombre lobo. Algo debe de haber contaminado su comida. No deja de estar tenso, como si asistiera a un funeral interminable. Al auténtico Ruppie todo le importaba un bledo. Sabía divertirse. El auténtico Ruppie podía pasarse la jornada en la cámara frigorífica, moviendo cuartos de res de un lado a otro, sin que el gélido ambiente le afectara. Nada dejaba tieso jamás a aquel hombre. Pero el tipo que se encuentra aquí está constantemente tieso.
Todo el montaje es profundamente turbador, y lo único que Mark puede hacer es seguirles el juego. Le están ocultando algo, algo malo. Su camioneta, destrozada. Su hermana, desaparecida. Todo el mundo afirma ser inocente. Nadie le hablará del accidente ni de las horas previas y las posteriores. Solo puede permanecer sentado, apretujado en el pequeño espacio, hacerse el tonto y ver de qué puede enterarse.
Duane y Rupp le hacen jugar a las cartas. Dicen que es una terapia. Nada que objetar, pues no tiene otra cosa que hacer. Pero usan unos naipes con trampa, en los que bastos y picas son indistinguibles. La baraja también es extraña, con un exceso de seis, sietes y ochos. En vez de dinero, utilizan pegatinas de embalaje de la IBP. El montón de Mark desaparece como el búfalo. Una y otra vez le dicen que ya ha pedido cartas, cuando no lo ha hecho. Un juego de tontos para incautos. Así se lo dice, y ellos replican: Este siempre ha sido tu juego favorito, Schluter. No se molesta en corregirlos.
Pasan mucho tiempo escuchando compactos de música variada que Duane descarga y graba. Mucho es lo que ha sucedido en el mundo de la música mientras Mark estaba ausente. Las canciones le aburren. ¡Cielos! Pero ¿habéis escuchado esto? La música más rara que he oído en mi vida. ¿Qué es, country metal?
Su reacción irrita a Rupp. No seas tan retorcido y escucha bien, Gus. ¡Country metal! ¿Todavía te chutan morfina o algo así?
Cain deja claro que el country metal existe. Es un género totalmente reconocido. ¿No estás al tanto de estas cosas? Duane es el auténtico Cain, digan lo que digan.
Pero las miradas que intercambian esos dos hacen que Mark quiera esconderse. Cuando están cerca, no se oye a sí mismo al pensar. Suceden demasiadas cosas a la vez para que vea lo que está mal. Pero cuando se han ido, no tiene quien le guíe. No puedes explicar lo que no puedes ver.
El problema estriba en que esta chica con el aspecto de Karin parece demasiado real. Él está a solas, sentado, respetando las normas, escuchando algo relajante, cuando ella entra en la habitación para importunarle. Sigue representando el papel de hermana, no parece dispuesta a terminar con eso. Ella escucha la música. ¿Tríos vocales hawaianos?
No lo sé. Son como polcas polinesias o algo por el estilo.
Y ella: ¿De dónde lo has sacado?
Vete a saber. Bueno, me lo dio un enfermero porque me había portado bien.
¿Me lo estás diciendo en serio, Mark?
¿Qué? ¿Crees que se lo he robado a algún lelo con Alzheimer? ¿Y a ti qué te importa? ¿Es que ahora estás investigando mis actividades?
¿De veras te gusta escuchar esto?, insiste ella.
Vamos, mujer. ¿Qué tiene esta música de desagradable?
Es solo que… No, está claro que te gusta. Apuesto a que es buena.
Tiene los ojos enrojecidos e hinchados, como si les hubieran echado sal.
No me conoces. Esto es lo que siempre escucho. Me gusta escuchar música estúpida, ¿sabes? Cuando estoy a solas. Debajo del casco, digo los… las orejeras.
Es como si acabara de decirle que le gusta vestirse con ropa femenina o algo por el estilo. Completamente chiflado. Claro, le responde ella. A mí también.
Mark no acaba de captar lo que le dice, lo cual es una tortura para ella. Él no capta nada. Tendría que hablar menos y observar más. Podría anotar las cosas, pero esas páginas podrían utilizarse como pruebas.
Incluso Bonnie, la guapa y sencilla Bonnie, ha cambiado para él. Es como un espectro, un personaje salido de una vieja serie de televisión, con su gorrito de pionera y el vestido que le llega hasta el suelo. Tiene una nueva vida o algo parecido, se alimenta de raíces, vive en una zanja cubierta de hierba, como un perro de las praderas gigante, junto a la arcada de la autopista interestatal. Tiene que fingir que su madre muere en una tormenta de nieve y su padre por culpa de la sequía, como una historia de la puñetera Biblia, aunque sus padres están vivos y residen en una comunidad con accesos vigilados en las afueras de Tucson. Nadie es exactamente quien dice ser, y, según parece, él tiene que reírse y seguirles el juego.
Pero la joven resulta todavía tan sexy como un canal de pago, incluso con el vestido que le cubre los tobillos. Por ello Mark no discute con ella. De hecho, ese atuendo es impresionante, sobre todo el sombrero antiguo. Él se anima sentado junto a ella, mirándola embobado mientras la muchacha se dedica, por ejemplo, a dibujar en tarjetitas. Deseos de recuperación para completos desconocidos que ocupan las habitaciones contiguas. Postales de recién nacidos en moisés para enviar a los legisladores de Washington. Él se le acerca más, la ayuda, pinta el espacio entre las líneas con una mano mientras la toca con la otra. Si aquí no hubiera nadie más, ella le dejaría poner los dedos donde él quisiera.
Sin embargo, las tarjetas no se prestan a cooperar. Pincha una, y la punta de la pluma mella la superficie de la mesa. ¿Qué diablos les pasa a estas cosas?, pregunta. Esto parece una mierda.
Ella se levanta, sobresaltada. Tiene miedo de él. Pero le rodea con un brazo. Lo estás haciendo muy bien, Mark. Es asombroso lo bien que lo haces. Has tenido la cabeza bastante fastidiada durante un tiempo.
¿Ah, sí? Pero ahora me estoy recuperando, ¿verdad? Estoy volviendo a ser el de antes.
Ya lo eres. ¡Solo hay que verte!
Él la mira detenidamente, pero no puede saber si le está mintiendo. Se enjuga los ojos húmedos. Saca su propia tarjeta con deseos de recuperación, para comparar: «No soy nadie…». Bueno, bienvenido al club. No estás solo.
Transcurrieron unas semanas de las que Karin apenas fue consciente. Mientras los terapeutas examinaban a su hermano, ponían a prueba su memoria y su comprensión de los detalles corrientes, ella perdía la cuenta de los días. Algo en ella no sintonizaba bien. No era de extrañar que, un par de veces al día, Mark la llamara impostora. Un período que ella no quería recordar.
Trasladaron a Mark al centro de rehabilitación. El cambio le dejó abatido.
– De modo que esto es lo que significa que te «suelten». Este sitio es peor que el otro. No es más que un hospital de mínima seguridad. ¿Qué pasa si me salto la condicional?
Lo cierto era que Dedham Glen se hallaba muy cerca del hospital del Buen Samaritano. El edificio, en cuya construcción habían utilizado cantos rodados y estaba pintado de tonos pastel, podría haber albergado una comunidad de jubilados con escasos recursos. Mark no mencionó que lo reconocía como el lugar donde ingresaron a su madre en la etapa final de su enfermedad. Él tenía una habitación individual, los pasillos eran más alegres, la comida mejor y el personal estaba más capacitado que en el hospital, más frío, más estéril.
Lo mejor de todo era Barbara Gillespie, la enfermera auxiliar de su planta. Aunque era nueva en el centro y sin duda se acercaba a los cuarenta años, Barbara trabajaba con el entusiasmo de una autónoma. Desde el comienzo, fue como si ella y Mark se conocieran de toda la vida. Barbara siempre podía saber, mejor que Karin, lo que Mark estaba pidiendo, aunque ni él mismo lo supiera. Barbara hacía que la atmósfera de la clínica de rehabilitación fuese como la de unas vacaciones familiares en una multipropiedad. Inspiraba tanta confianza que los dos hermanos Schluter trataban de complacerla actuando como si estuvieran más sanos de lo que en realidad estaban. Con Barbara a su alrededor, Karin creía en la curación total. Mark le tomó cariño a los pocos días, y Karin no tardó en seguirle. Ansiaba sus intercambios con la auxiliar, e inventaba pequeños problemas sobre los que consultarle. En los sueños de Karin, ella y Barbara Gillespie eran tan íntimas como si fuesen hermanas, y se consolaban mutuamente por la situación de Mark, como si ambas lo conocieran desde la infancia. Durante la vigilia, Barbara casi era igual de consoladora, y preparaba a Karin para los obstáculos que aún estaban por llegar.
Karin observaba a Barbara siempre que podía, y trataba de imitar su seguridad en sí misma y su buen talante. Una noche, en la penumbrosa celda monacal de Daniel, le habló de ella, procurando no parecer demasiado entusiasta.
– Siempre se concentra totalmente en ti cuando habla contigo. Está más pendiente que cualquier otra persona que haya conocido. Jamás tienes la sensación de que te escucha por compromiso. No está pensando en el paciente anterior ni en el siguiente. Dondequiera que esté, ahí es donde está. Yo siempre he de rectificar las tres últimas estupideces que he cometido o procurar evitar las tres siguientes. Pero Barbara está… en fin, centrada. Ahí, contigo. Deberías verla en acción. Es la perfecta enfermera para Mark. Ves que se siente completamente a sus anchas con él. Escucha todas sus teorías, incluso cuando a mí me gustaría asfixiarlo con una almohada. Se siente muy a gusto consigo misma. Apuesto a que no hay nadie en el mundo por quien preferiría cambiarse.
Daniel le puso una mano en el antebrazo, previniéndola en la oscuridad. Ella yacía sobre el futón extendido en el suelo de una habitación tan austera que las tres plantas en macetas parecían restos de la liquidación de la naturaleza. Los escasos muebles del apartamento en un sótano eran todos objetos reconvertidos. Los estantes, llenos de publicaciones sobre geología de la USGS, folletos del Servicio de Conservación y Protección del Medio Ambiente y guías informativas, consistían en cajas de naranjas apiladas. Su mesa de trabajo era una vieja puerta de madera de roble recuperada de una demolición y montada sobre caballetes. Hasta su frigorífico era una de esas pequeñas neveras utilizadas en las residencias estudiantiles, que había adquirido en Goodwill por diez dólares. Mantenía la temperatura del apartamento a unos quince grados. Tenía razón, desde luego: era el único estilo de vida sostenible. Pero ella ya había hecho planes para que el pisito fuese habitable.
– Esa mujer tiene su propio termómetro interno -continuó Karin-. Su propio reloj atómico. Es la única persona del mundo que hace un uso indiscriminado de su tiempo. Es tan ecuánime, tan serena… una burbuja de constante atención.
– Sería una buena observadora de aves.
– Mark nunca le hace perder la calma, incluso cuando se comporta como un loco de atar. Ninguno de los pacientes la pone nerviosa, y algunos dan auténtico miedo. No tiene ideas preconcebidas sobre la gente. Te ve tal como eres y lo acepta así, no espera que seas de una manera determinada.
– ¿Y qué hace?
– Oficialmente es su asistente general. Se ocupa de su programa, le hace una terapia suave, se encarga de sus necesidades cotidianas, comprueba cómo está cinco veces al día, controla sus chifladuras, limpia lo que él ensucia. No conozco a otra persona como ella, y me incluyo a mí misma, que desempeñe una labor tan por debajo de sus capacidades. No puedo entender por qué no es la directora.
– Si fuese la directora, no estaría cuidando de tu hermano.
– Cierto.
Una sola palabra falsamente sagaz, a imitación de Daniel. Su viejo complejo de camaleón. Debes ser la persona con quien estás.
– Ascender profesionalmente puede resultar nocivo -observó Daniel-. Uno debe hacer lo que le gusta, sea cual sea su categoría.
– Pues Barbara es así, desde luego. Recoge del suelo la ropa interior sucia de Mark como si estuviera dando pasos de ballet. -La mano de Daniel trazó cautelosos círculos en su brazo. Entonces Karin cayó en la cuenta de que él estaba celoso de aquella mujer, de la descripción que ella le había hecho. La paciencia era la vanidad secreta de Daniel, una cualidad en la que quería sobresalir por encima de todo el mundo-. Se sienta y escucha a Mark mientras él da rienda suelta a sus estrambóticas ocurrencias, como si todo lo que dice fuese absolutamente plausible, respetándole por completo. Entonces se dedica a analizar las cosas con él, sin condescendencia, hasta que él ve en qué se ha equivocado.
– Hmmm… ¿Estuvo de pequeña en las scouts?
– Pero me transmite cierta impresión de tristeza. Estoica a más no poder, pero triste. No lleva alianza matrimonial, ni hay en su dedo anular la marca de haberla llevado. ¿Quién sabe? Es tan curioso… Ella es exactamente la mujer que siempre he tratado de ser. Dime, Daniel, ¿crees que la vida tiene alguna finalidad?
Él fingió que la pregunta le confundía. Vivía como un anacoreta y meditaba cuatro veces al día. Había sacrificado su vida para proteger un río que tenía decenas de millares de años de antigüedad. Rendía culto a la naturaleza. Había puesto a Karin en un pedestal desde la infancia. Desde cualquier punto de vista, era la fe encarnada. Y, aun así, la palabra «finalidad» le ponía nervioso.
Ella siguió parloteando.
– No tiene que ser… Llámalo como quieras. Desde que ocurrió el accidente, me pregunto si tal vez todos avanzamos por caminos invisibles. Unos caminos que hemos de seguir, sin que lo sepamos, pero que realmente conducen a alguna parte.
Él se puso tenso en la cama. Los rápidos de su respiración caían en cascada sobre los senos de Karin.
– No lo sé, K. S. ¿Quieres decir que el accidente de tu hermano tuvo la finalidad de conducirte a esa mujer?
– No a mí, sino a él. Ya sabes la clase de vida que llevaba antes. Solo tienes que ver a sus amigos, por el amor de Dios. Barbara Gillespie es la primera persona no fracasada con la que se relaciona desde… -Se dio la vuelta para estar de frente a él, y le rodeó el costado con el brazo-. Desde que te conoció a ti, ¿no?
Él hizo una mueca al oír el triste cumplido. El vínculo de la infancia, roto en la pubertad. El Danny Riegel por el que antaño Mark sintiera afecto no era aquel hombre tendido a un palmo de ella.
– ¿Crees que este podría ser su… camino? ¿Que esta mujer ha llegado para salvarle de sí mismo?
Ella retiró el brazo.
– No lo plantees de una manera tan burda.
Por lo menos no se mofaba de ella, como lo harían los demás hombres. Pero ella misma percibió la desesperación en su tono. Acabaría como su madre, utilizando el volumen de Las Escrituras vivas como una bola mágica para adivinar su futuro.
– ¿Tiene que ser esa mujer cosa del destino? -le preguntó Daniel-. ¿No podría ser tan solo un acontecimiento afortunado en su vida, para cambiar?
– Pero, sin el accidente, jamás la habría conocido.
Daniel se levantó y fue hacia la ventana, ajeno al hecho de que estaba totalmente desnudo, como un niño salvaje. El frío de su apartamento no le afectaba. Reflexionaba sobre la idea. Eso le gustaba a Karin de él: su constante disposición a reflexionar sobre lo que ella le planteaba.
– Nadie va por un camino independiente. Todo está conectado. La vida de Mark, la de sus amigos, la tuya, la de ella… la mía. Las otras…
Al verle contemplar a través de la ventana todos aquellos caminos enmarañados, ella pensó en las tres series de huellas entrelazadas de las que le habían hablado los policías. Tres que ellos habían visto y medido. ¿Cuántos conductores pasaron por allí aquella noche sin dejar rastro? Se incorporó en la cama, cubriendo su desnudez con la manta.
– Eres la persona más mística que conozco. Siempre hablas de alguna esencia viva que no podemos ver…
Robert Karsh se había burlado sin piedad de él. Un ent, como los de Tolkien. El druida. El joven Gigante Verde. Karin le había secundado en todas sus crueldades, a fin de reafirmar su postura.
Daniel habló dirigiéndose a algo que estaba al otro lado de la ventana.
– Un millón de especies que van hacia la extinción. No podemos ser muy exigentes respecto a nuestros caminos particulares.
Ella notó que le estaba haciendo un reproche, y lo sintió como una bofetada.
– Mi hermano ya estaba casi muerto. No sé qué va a sucederle, si podrá trabajar de nuevo, si su cerebro, su personalidad… No te molestes porque necesite un poco de fe para sobrevivir a esta situación.
Silueteado contra la ventana, Daniel se llevó una mano a la coronilla.
– ¿Molestarme? ¡No, por Dios! -Regresó a la cama-. Jamás. -Le acarició el cabello, contrito-. Claro que existen fuerzas superiores a nosotros.
Ella lo notó en la mano que la acariciaba: unas fuerzas tan grandes que nuestros caminos no significan nada para ellas.
– Te quiero -le dijo él. Diez años después, pero aun así un tanto prematuro-. Creo que reúnes todo lo mejor del ser humano. Nunca me has parecido tan honesta como ahora.
Frágil, quería decir. Necesitada. Equivocada.
Karin dejó que este juicio flotara por encima de ellos. Se acurrucó contra su delgado pecho, tratando de ahogar sus palabras incluso mientras las pronunciaba.
– Dime que aún podría salir algo bueno de esto.
– Es posible -respondió él. Cualquier crueldad, para afirmarse-. Si esa mujer puede ayudar a Mark, entonces ella es nuestro camino.
Daniel meditaba: su versión de un plan. Ella siempre se marchaba del apartamento cuando él colocaba las piernas en la posición del loto. No es que temiera molestarle, porque él era ajeno a todo una vez que se concentraba en la respiración, pero la irritaba verle tan tranquilo y distanciado. Se sentía abandonada, como si todos sus problemas con Mark no fuesen más que obstáculos para la visión trascendente de Daniel. Nunca permanecía en trance durante más de veinte minutos seguidos, por lo menos cuando ella estaba presente. Sin embargo, para Karin ese período amenazaba siempre con volverse eterno.
– ¿Qué quieres conseguir con eso? -le preguntó ella, procurando adoptar un tono neutro.
– ¡Nada! Quiero que me ayude a no querer nada.
Ella se tiró del borde de la falda.
– ¿En qué te beneficia?
– Me hace ser más… un objeto para mí mismo. Sin identidad. -Se frotó la mejilla, ladeó la cabeza y miró hacia arriba-. Hace que mi interior sea más transparente. Reduce la resistencia. Libera mis creencias, de modo que cada nueva idea, cada nuevo cambio no es tanto… como la muerte de mi yo.
– ¿Quieres que te haga más fluido?
Daniel movió la cabeza de un lado a otro, como si ella hubiera llegado a entenderle en un punto intermedio. A Karin la idea casi le parecía atroz. Mark se había vuelto fluido. Ella no podía ser más fluida de lo que ahora la obligaba a serlo el accidente de Mark. Lo que quería, lo que necesitaba de Daniel, era tierra firme.
La última grulla se marchó, y Kearney recuperó su ambiente habitual. Los observadores de grullas (el doble de los que habían acudido solo cinco años antes) desaparecieron con las aves migratorias. La ciudad se relajó al no tener que representar su papel durante diez meses más. Famosa cada primavera por algo que, en el mejor de los casos, hacía que tu presencia allí fuese molesta: estropeaba la imagen que la ciudad tenía de sí misma.
Tras las grullas llegaron otras aves. Una oleada tras otra, millones de aves atravesaron la diminuta cintura de un reloj de arena de tamaño continental. Unas aves que Karin Schluter había visto desde su infancia, pero en las que nunca había reparado. Daniel las conocía a todas por sus nombres. Siempre llevaba encima unas listas alfabéticas de las 446 especies de aves de Nebraska (Anas, Anthus y Anser, Bateo, Branta y Bucephala, Calidris, Catharus, Carduelis…), llenas de marcas a lápiz y notas de campo, borrosas e ilegibles.
Karin fue a observar las aves con él, una manera de mantener la cordura. Algunas tardes, cuando Mark se enfurecía con ella y tenía necesidad de huir, su observador de aves y ella se dirigían al noroeste, a la región de las dunas; al nordeste, donde el loess cubría el terreno; o al este y al oeste, a lo largo de los serpenteantes ramales del río. Ella oscilaba entre el júbilo y el sentimiento de culpa por haber abandonado a su hermano, incluso una sola tarde. Se sentía como a los diez años, cuando volvía a casa tras haberse pasado una tarde de verano jugando al escondite, y solo cuando su madre le gritaba se daba cuenta de que se había olvidado de su hermanito, hecho un ovillo en una alcantarilla de hormigón esperando a que lo encontraran.
Solo al aire libre, en la cálida atmósfera, Karin se percataba de lo cerca que había estado de desmoronarse psíquicamente. Otra semana más cuidando a Mark y habría empezado a creer en sus teorías acerca de ella. Ella y Daniel estaban comiendo en el campo, cerca de las tierras húmedas y arenosas que se extendían al sudoeste de la ciudad. Karin acababa de morder una rodaja de pepino cuando se echó a temblar con tal violencia que no pudo tragar. Inclinándose adelante, se cubrió con las manos la cara temblorosa.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Qué habría hecho yo aquí, con lo que le está ocurriendo a mi hermano, sin ti?
Él le alzó los hombros.
– Yo no he hecho nada. Ojalá pudiera hacer algo.
Le ofreció su pañuelo. Debía de ser el último hombre norteamericano que se sonaba con tela. Ella lo usó, haciendo unos ruidos horribles y sin que eso la preocupara.
– No puedo marcharme de aquí. Lo he intentado muchas veces. Chicago. Los Ángeles. Incluso Boulder. Cada vez que empiezo, que intento llevar una vida normal, este lugar tira de mí y me trae de vuelta. Durante toda mi vida he soñado con ser independiente y vivir lejos de aquí. ¡Mira qué lejos he llegado! A South Sioux.
– Todo el mundo vuelve a casa alguna vez.
La risa de Karin pareció una tos flemática.
– ¡Nunca me he ido de veras! Me he quedado atascada en un estúpido círculo. -Agitó la mano en el aire-. Peor que los malditos pájaros.
Él dio un respingo, pero la perdonó.
Después de comer hicieron nuevos descubrimientos: mosqueritos, bisbitas, un solitario reyezuelo de coronilla dorada, incluso un errante carpintero de Lewis macho que pasaba por allí. La pradera ofrecía pocos lugares donde ocultarse. Daniel le enseñó a ver sin ser vista.
– El truco consiste en empequeñecerte, reducir tu esfera de sonido dentro de tu esfera de visión, ampliar la periferia y observar solo el movimiento.
Daniel le hizo permanecer sentada e inmóvil durante quince minutos, luego cuarenta, después una hora, limitándose a observar, hasta que su columna vertebral amenazaba con reventar y expulsar del cascarón roto a otra criatura. Pero la inmovilidad era beneficiosa, como lo son la mayoría de los dolores. Su capacidad de concentración estaba por los suelos. Necesitaba tomarse las cosas con calma, centrarse. Necesitaba sentarse en silencio con alguien a quien ella hubiera elegido, no porque hubiera sufrido un daño cerebral. Su hermano seguía negándose a reconocerla, su persistencia llegaba a ser espeluznante. Ella ni siquiera había imaginado que el extraño e inestable síntoma pudiese durar tanto. Inmóvil durante una hora, en un montículo cubierto de incipiente andropogon, dentro de una burbuja de absoluto silencio, Karin fue consciente de su impotencia. Mientras ella se encogía y el mar de hierba se expandía, vio la escala de la vida… millones de pruebas enmarañadas, más respuestas que preguntas formuladas y una naturaleza tan opulentamente derrochadora que ningún experimento concreto importaba. La pradera pondría a prueba todas las posibilidades. Cien mil parejas de vencejos reproductores ponían huevos en todas partes, desde putrefactos postes telefónicos hasta humeantes chimeneas. Una bandada de estorninos trazaba círculos en lo alto, descendientes, según Daniel, de unas pocas aves liberadas en Central Park un siglo atrás por un fabricante de fármacos deseoso de que en Norteamérica hubiera todas las aves citadas por Shakespeare. La naturaleza podía permitirse el lujo de vender con pérdidas: lo compensaba en volumen. Hacía conjeturas de forma implacable, y no importaba que casi todas fuesen erróneas.
Daniel era igualmente derrochador. El hombre que prescindía incluso de las duchas calientes prodigó a Karin sus atenciones durante toda la tarde. Interpretaba para ella las marcas y las huellas. Le descubrió un avispero, una cagadita de búho y un minúsculo y blanqueado cráneo de curruca cuya factura superaba la habilidad de cualquier joyero.
– ¿Conoces los versos de Whitman? -le preguntó él-. «Una vez has agotado cuanto hay en los negocios, la política, la sociabilidad y lo demás, y has descubierto que nada de esto acaba por satisfacerte o que no tiene una duración ilimitada, ¿qué es lo que queda? Lo que queda es la naturaleza.»
Su intención era consolarla, pero a ella le parecía inflexible, implacable, indiferente: en gran medida, aquello en lo que su hermano se había convertido.
Al final de la jornada de exploración, cuando volvieron a casa, Daniel le dio una caja de camisa que había permanecido durante todo un mes en el asiento trasero de su Duster, un coche que tenía veinte años. Karin supuso que era para ella, y que había estado allí esperando a que él hiciera acopio de valor para entregársela. Alzó la delgada tapa de cartón, preparándose ya para mostrar su gratitud por la muestra de historia natural que él había encontrado para ella. Pero el espécimen de la caja era ella. Cada tontería y fruslería que Karin le había regalado. Se sentaron en el solar detrás del apartamento y ella examinó el pasado embalsamado. Notas garabateadas con su caligrafía de elfo, escritas a bolígrafo de colores que ella nunca podría haber poseído, remates de chistes que ahora no significaban nada para ella. Incluso poemas a medio hacer. Pares de entradas para películas que no podía haber visto con él. Bocetos de la época en que sabía dibujar. Una postal de su infortunado percance en Boulder: «Sé que debería haber vendido las acciones el mes pasado». Una muñeca de plástico de Mary Jane, el objeto de deseo de Spiderman. Karsh se la había dado, diciéndole que era clavada a ella, y Karin se la había entregado a Daniel (una broma estúpida), en vez de fundirla para convertirla en dioxinas, como debería haber hecho.
Era evidente que ella nunca le había dado nada de valor, pero él lo conservaba todo. Incluso tenía la necrológica de su madre publicada en The Hub, recortada mucho después de que él hubiera debido arrojar todo el contenido de aquella caja a un incinerador de basuras. Su fervor era tan espeluznante como el distanciamiento de Mark. Contempló horrorizada aquella cápsula del tiempo llena de retazos. No era digna de ser conservada.
Daniel la miraba, más inmóvil que cuando observaba aves.
– He pensado, K. S., que si te sentías un poco desarraigada, quizá te gustaría… -Le tendió la mano, diez años apretados en la palma-. Espero que no lo consideres algo obsesivo.
Ella asía la caja, sintiéndose incómoda por esa observación sin sentido, pero incapaz de reprenderle. Todas las posesiones mundanas de Daniel cabían en dos maletas, y había conservado aquello. Se dijo que podría empezar a hacerle verdaderos regalos, cosas elegidas solo para él, cuya conservación no resultara tan patética. Para empezar, no le iría mal un abrigo de entretiempo.
– ¿Puedo… podría quedarme con esto durante un tiempo? Necesito… -Apretó la caja y a continuación se llevó la mano a la frente-. Todo esto sigue siendo tuyo. Yo solo…
Él pareció complacido, pero ella estaba demasiado afectada para saberlo con certeza.
– Quédatelo -le dijo-. Quédatelo todo el tiempo que quieras. Enséñaselo a Mark, si lo crees conveniente.
Jamás, pensó ella. De ninguna manera. La hermana a la que quería que él reconociera nunca haría tal cosa.
Pese a que Mark se negaba a reconocerla, la regañó porque una tarde no había ido a verle.
– ¿Dónde estabas? ¿Has tenido que reunirte con tus superiores o algo por el estilo? Mi hermana nunca habría desaparecido así, sin decir nada. Mi hermana es muy leal. Deberías haber aprendido eso cuando te prepararon para que la sustituyeras. -Estas palabras llenaron a Karin de esperanza, aunque al mismo tiempo la desmoralizaban-. Dime una cosa. ¿Qué diablos estoy haciendo todavía en rehabilitación?
– Has sufrido una lesión muy grave, Mark. Solo quieren asegurarse de que te has recuperado del todo antes de enviarte a casa.
– Pues claro que estoy totalmente recuperado. Soy quien mejor puede saber cómo me encuentro, ¿no te parece? ¿Por qué tienen que creer en sus pruebas antes que creerme a mí?
– Solo están tomando todas las precauciones posibles.
– Mi hermana no me habría dejado pudriéndome aquí.
Ella empezaba a pensar que la mejoría era innegable. A pesar de que todavía le irritaba cualquier pequeño cambio en los hábitos cotidianos, Mark parecía cada vez más él mismo. Hablaba de un modo más claro, confundía menos las palabras. Sus puntuaciones en las pruebas de cognición eran más altas. Podía responder a más preguntas sobre su pasado, sobre hechos sucedidos antes del accidente. A medida que se volvía más razonable, ella no podía evitar intentar ponerse a prueba. Dejaba caer ciertos detalles con naturalidad, cosas que solo un Schluter podía saber. Le haría ceder con su sentido común, con su lógica inexorable. Una gris y lloviznosa tarde de abril, mientras daban una vuelta alrededor del estanque artificial para patos de Dedham Glen, ella le habló de la época en que su padre se dedicó a provocar la lluvia, pilotando una avioneta fumigadora adaptada a tal efecto.
Mark sacudió la cabeza.
– Vaya, ¿de dónde has sacado eso? ¿Te lo ha dicho Bonnie? ¿Rupp? También les parece increíble cuánto te pareces a Karin.
Se le nubló la cara, y ella percibió que estaba pensando: «Ya debería estar aquí. No quieren decirle dónde me encuentro». Pero se sentía demasiado receloso para decirlo en voz alta.
¿Qué significaba estar emparentados, si él rechazaba el parentesco? No puedes considerarte la mujer de un hombre si este no está de acuerdo. Eso era algo que le habían enseñado los años al lado de Karsh. No eres amigo de alguien solo por decreto, de ser así tendría más ayuda a su alrededor. Ser hermana no era muy distinto, solo técnicamente. Si él nunca la reconocía como de su propia sangre, ¿de qué servirían todas las objeciones que ella pusiera?
Su padre había tenido un hermano. Luther Schluter. Se enteraron de su existencia de la noche a la mañana, cuando Karin tenía trece años y Mark casi nueve. Un buen día Cappy insistió en llevarlos a la ladera de un monte en Idaho, aunque eso significaba perderse una semana de escuela. «Vamos a visitar a vuestro tío.» Como si hubieran sospechado desde siempre de la existencia de aquel hombre.
Cappy Schluter llevó a sus hijos a través de Wyoming en una ranchera Rambler burdeos y verde menta, con Joan en el asiento del copiloto. Ninguno de los dos niños podía leer en un vehículo en movimiento sin vomitar, y Cappy no les permitía escuchar la radio, debido a los mensajes subliminales que manipulaban al oyente sin que se diera cuenta. Así pues, tuvieron que contentarse con las anécdotas que contó su padre acerca de los hermanos Schluter para entretenerse a lo largo de mil cuatrocientos kilómetros por el paisaje más implacable del mundo. Entre Ogallala y Broadwater les habló de los tiempos en que la familia vivía en las Sandhills, primero como colonos beneficiarios de la ley Kincaid, y luego, cuando el gobierno les quitó las tierras, como rancheros. Desde Broadwater hasta la frontera de Wyoming, les contó anécdotas del hábil cazador que era su hermano: cuatro docenas de conejos clavados en la pared meridional del establo, con los que la familia sobrevivió durante el invierno de 1938.
A fin de que sus hijos estuvieran entretenidos a través de Wyoming, Cappy Schluter recurrió a crudos detalles sobre cada adversario al que Luther Schluter había derrotado hasta llegar a conseguir el tercer puesto en el campeonato de lucha de Nebraska.
– Vuestro tío es un hombre muy fuerte -repitió tres veces en menos de tres kilómetros-. Un hombre muy fuerte que podía encajarlo todo. Vio morir a tres hombres antes de tener la edad suficiente para votar. El primero fue un amigo de un compañero de la escuela primaria que se ahogó sepultado por el grano mientras los dos chicos estaban jugando en un silo. El segundo fue un viejo peón de rancho que también practicaba lucha y que murió al reventarle un aneurisma mientras Luther le hacía una presa. El tercero fue su propio padre, cuando los dos fueron a rescatar catorce cabezas de ganado extraviadas en una tormenta de nieve.
– ¿El padre del tío Luther? -preguntó Mark desde el asiento trasero.
Karin le hizo callar, pero Cappy se mantuvo en su asiento recto como una vara, en su postura de veterano de la guerra de Corea, sin oír nada.
– Tres hombres antes de tener edad para votar, y una mujer no mucho después.
En el compartimento trasero, los niños estaban traumatizados. Durante la mayor parte del viaje, Mark se acurrucó contra la portezuela, hablando en susurros con su amigo secreto, el señor Thurman. Los centenares de kilómetros de murmullos confidenciales entre el chico y el fantasma irritaron a Karin, porque ella era incapaz de visualizar a su mejor amiga de carne y hueso, que estaba a diez horas de distancia, no digamos ya a una imaginaria. Cuando llegaron a Casper, la tenía tomada con Mark. Su madre empezó a golpearles desde su asiento de copiloto, primero con el mapa de carreteras enrollado y luego con un ejemplar de tapa dura de Cuando llegue el Juicio Final. Cappy se limitó a asir el volante y conducir, su nuez de Adán, grotesca de tan sobresaliente, dándole el aspecto de una garza al acecho.
Por fin llegaron a casa de su tío, un hombre que, hasta tres semanas antes, ni siquiera había aparecido en una fotografía familiar. La fuerza que el hombre pudiera haber tenido se había esfumado mucho tiempo atrás. Aquel tío no podría haber resistido la brisa causada por el vaivén de una puerta de granero. Luther Schluter, reparador de calderas refugiado en un solitario peñasco cerca de Idaho Falls, se puso casi de inmediato a soltar teorías incluso más jugosas que las de su padre. Washington y Moscú habían amañado juntos la guerra fría para mantener a raya a sus respectivas poblaciones. El mundo rebosaba de petróleo, pero las multinacionales mantenían la espita cerrada para beneficiarse. La Asociación Médica Norteamericana sabía que la televisión causaba cáncer cerebral, pero lo silenciaban por los sobornos. ¿Qué tal el viaje? ¿Habían tenido algún problema con el coche?
Ni Cappy ni Luther hicieron mención de sus años de distanciamiento. Se sentaron en los extremos opuestos de un raído sofá ante la chimenea de cantos rodados de la cabaña que el mismo Luther se había construido, y uno de ellos mencionó un nombre de su infancia en Nebraska, que el otro identificó. Luther contó a sus sobrinos cosas fantásticas sobre el joven Cappy: la ocasión en que se hizo la brecha que tenía en el puente de la nariz, al dejar caer el pedrusco de granito que había alzado en un arranque impulsivo; su matrimonio con una joven antes de Joan; la temporada que se pasó entre rejas debido a un malentendido en el que estuvieron involucrados un camión Chevrolet de dos toneladas para el transporte de grano y treinta y ocho balas de heno. Con cada fábula, su padre parecía más extraño. Lo más raro de todo era que Cappy Schluter permaneciera inmóvil y tolerase el relato de aquellos recuerdos, porque temía a aquel viejo cetrino y tembloroso.
Se marcharon al cabo de dos días. Luther dio a cada niño cinco dólares de plata y un ejemplar de Manual de supervivencia al aire libre para que lo compartieran. Karin le hizo prometerle que iría a Nebraska, simulando no entender que al hombre le quedaban cuatro meses de vida. Cuando se marchaban, el tío de Karin sujetó los hombros de Cappy con dos garras.
– Ella hizo lo que hizo. Nunca fue mi intención faltar el respeto a su memoria.
Cappy hizo un gesto de asentimiento apenas perceptible.
– Empeoré las cosas -dijo.
Los dos hombres se estrecharon con rigidez las manos y se despidieron. Karin no recordaba nada del viaje de regreso a casa.
Tíos salidos de ninguna parte y hermanas que desaparecían. En el falso estanque para patos de Dedham Glen, Karin percibió la aflicción de Mark. Ella era la causante, por no ser quien era. «La amígdala -recordó-. La amígdala no puede comunicarse con la corteza.»
– ¿Te acuerdas del tío Luther? -le preguntó, acuciándole, tal vez injustamente.
Mark se encorvó para protegerse del viento, contra el que poco podían hacer la chaqueta de béisbol y el gorro de punto que se había puesto para ocultar las cicatrices bajo el cabello que empezaba a crecerle de nuevo. Caminaba como si estuviera haciendo ejercicios de acrobacia.
– No sé tú, pero yo no tengo ningún tío.
– Vamos, Mark, tienes que acordarte de aquel viaje. Un tercio de Estados Unidos, para visitar a un tipo del que ni siquiera se habían molestado en hablarnos. -Le asió el brazo con demasiada fuerza-. Acuérdate. Sentados en el asiento trasero durante cientos de kilómetros, sin que ni siquiera nos permitieran hacer pipí, tú y tu amigo, el señor Thurman, charlando como si los dos…
Él retiró el brazo y se quedó inmóvil. Entonces entornó los ojos y se encasquetó el gorro.
– Oye, no mangonees lo que hay dentro de mi cabeza.
Ella se disculpó. Mark, conmocionado, le pidió que volvieran. Karin le condujo hacia el edificio. Su hermano se subía y bajaba la cremallera de la chaqueta, sus pensamientos atropellándose. En la puerta del vestíbulo, murmuró:
– Me pregunto qué le ocurriría a aquel tipo.
– Murió. Poco después de que volviéramos a casa. Ese fue el motivo de aquel viaje.
Mark se tambaleó, con una extraña mueca en la cara.
– ¿Qué coño…?
– De veras. Estaban peleados desde la muerte de su madre. Cappy dejó de hablarse con él por decir… Pero en cuanto supo que Luther se estaba muriendo…
Mark soltó un bufido y agitó una mano para que se callara.
– Ese tipo no. Nunca significó nada para mí. Me refiero al señor Thurman.
Karin se quedó boquiabierta, consternada.
Mark emitió una risa baja y seca.
– ¿Qué pasa con los amigos imaginarios? ¿Van a dar la lata a otro chico chiflado cuando han terminado contigo? ¡Y, ah, por cierto! -Su cara tenía una expresión de desconcierto-. ¿Quién te ha hablado de ese viaje? Lo ha entendido todo mal.
Jack es el padre de esa persona, pero esa persona no es el hijo de Jack. ¿Quién es esa persona? Para cualquiera que lo piense bien, la falta de sentido de esta pregunta resulta evidente. Quien le interroga, y no él, debería estar sometido a rehabilitación. ¿Cómo demonios va a saber él quién es esa persona? Podría ser cualquiera. Pero siguen preguntándole tonterías así, aun cuando él les dice cortésmente que a su modo de ver eso es un tanto absurdo. Hoy quien le interroga es una mujer recién salida de la Universidad de Lincoln, más o menos de la edad de Mark. No es como un perro, pero gruñe de una manera terrible, y escupe locuras como esta:
Una chica va a una tienda en busca de trabajo. Llena la solicitud. El administrador mira sus datos y le dice: «Ayer recibimos la solicitud de alguien de su misma edad, con sus mismos padres y exactamente su fecha de nacimiento, incluso el año». «Sí -explica la chica-. Fue mi hermana.» «Entonces son ustedes gemelas», concluye el administrador. «No -replica la chica-. No lo somos.»
Y Mark tiene que adivinar qué demonios son. Bueno… ¿qué? ¿Una de ellas es adoptada?
Pues no, le dice la universitaria, cuya boca parece dos gusanitos para cebo montándoselo. Probablemente una boquita útil, en caso de apuro. Pero de momento es un fastidio, con sus preguntas tramposas. Ella le dice: Dos chicas con el mismo apellido, los mismos padres, la misma fecha de nacimiento. Sí, son hermanas, pero no gemelas.
¿Tienen el mismo aspecto?
La superinterrogadora responde que eso no es importante.
Claro que es importante, replica Mark. ¿Me estás diciendo que dos chicas que han de ser gemelas y que dicen que no lo son, y que puedes saber si mienten o no mirándolas para ver si parecen idénticas… me estás diciendo que eso no es importante?
Pasemos a la siguiente pregunta, dice la superinterrogadora.
Tengo una idea mejor, dice Mark. Entremos en ese cuartito trastero para conocernos mutuamente.
Me temo que no, dicen los gusanos, pero se crispan un poco.
¿Por qué no? Podría estar bien. Soy un buen tipo.
Lo sé, pero nuestro cometido es saber cosas de ti.
Ya. ¿Y qué mejor manera que esa para aprender cosas de mí?
Probemos con la siguiente pregunta.
Entonces, ¿me estás diciendo que si respondo de manera correcta a la siguiente pregunta…?
No, no exactamente.
Déjame que te haga yo una pregunta sobre hermanas: ¿Dónde está la mía? ¿Quieres hablar con las autoridades, por favor?
Pero ella no lo hace. Ni siquiera le da la respuesta a la pregunta sobre las gemelas. Le dice que, si se le ocurre algo, se lo haga saber. Le saca de quicio. La pregunta es tan soberanamente enmarañada que lo mantiene despierto por la noche. No deja de darle vueltas en su pequeña habitación del asilo para tullidos. Permanece ahí tendido, en la cama que le han preparado, pensando en las gemelas que afirman no serlo, pensando en Karin, en dónde estará, la verdad sobre lo que le ha sucedido, los hechos que nadie mencionará. Los médicos le dicen que padece un síndrome. Deben de estar involucrados en la confabulación.
Tal vez sea una especie de acertijo sexual, como por ejemplo: ¿Quieres conocer a mi hermana? Se lo plantea a Duane y Ruppie. Duane le dice: Puede que tenga algo que ver con la partenogénesis. ¿Sabes qué es eso? También se conoce como el fenómeno del nacimiento virginal.
Rupp golpea en las costillas a Duane. ¿Es que has comido vaca loca? No tiene ninguna respuesta, asegura Rupp. Y este cabrón es listo. Si a él no se le ocurre la respuesta, más vale que lo dejes correr.
Tal vez has entendido mal la pregunta, le sugiere Duane. Hay un fenómeno llamado distorsión. Es como el juego del teléfono…
Calla, cabeza de chorlito, le espeta Ruppie. Has ingerido demasiado mercurio. Estás empanado. ¡El juego del teléfono! Por Dios.
En mi celda tengo Derrumbe, dice Mark. Era un juego estupendo. Pero alguien me ha estado trastocando las posiciones.
Mira, le dice Rupp. Es de simple lógica. ¿Cuál es la definición de gemelos? Dos personas, nacidas de los mismos padres, al mismo tiempo.
Exactamente lo que yo dije, replica Mark. ¿Cómo es que no vienen a examinarte a ti también?
Rupp se enoja: ¿De qué te quejas? Estás viviendo la vida loca, tío. Sirvientas, comidas calientes, tele por cable, habilidosas mujeres que te ayudan a ejercitarte.
Podría ser peor, conviene Duane. Podrías ser uno de esos terroristas afganos de Guantánamo. Ninguno de ellos va a ir muy lejos en mucho tiempo. ¿Qué me dices de aquel americano que capturaron? ¿Estaba aquel tipo colocado, bebido, loco, le habían lavado el cerebro o qué?
Mark sacude la cabeza. El mundo entero está chiflado. Los terapeutas, que hacen horas extra para que Mark crea que algo en él está mal. La falsa Karin, que trata de distraerlo, Rupp y Duane, que, como le sucede a él, no tienen la menor idea de lo que sucede. En la única persona que confía es en su amiga Barbara, pero trabaja para el enemigo, es una simple guardiana en esta Sing Sing de pacotilla.
Rupp está sumido en profundos pensamientos. Puede que sean dos niñas probeta, sugiere. Esas hermanas. Dos embriones diferentes, implantados…
¿Os acordáis de las gemelas Schellenberger?, pregunta Duane con vehemencia. ¿Alguien tuvo alguna vez relaciones sexuales con ellas?
Rupp frunce el ceño. Pues claro que alguien tuvo sexo con ellas, Einstein. ¿No se quedó embarazada una de ellas en el último curso y la enviaron no sé adónde?
Sabía que tenía que ver algo con el sexo, dice Mark. No es posible tener gemelas sin sexo, ¿verdad?
Me refería a alguno de nosotros tres, puntualiza Duane.
Rupp sacude la cabeza. Ojalá esa Barbara Gillespie tuviera una gemela. ¿Te imaginas? ¡Dos por el precio de una!
Duane aúlla como un coyote. Esa pava es vieja, tío.
¿Y qué? Eso significa que no has de enseñarle nada. Esa mujer es algo serio, te lo digo yo. Tienes que saber si hay olas profundas bajo esas aguas tranquilas.
La verdad es que se mueve de maravilla al caminar. Si dieran un Oscar por caminar, tendría un estante lleno de esos homúnculos calvos. ¿Os suena el concepto de homúnculo?
Entonces Mark se enfurece. Grita y no puede dominarse. Largaos. No os quiero aquí.
Los asusta. Sus amigos, si es que lo son, tienen miedo de él. Le dicen: ¿Qué? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué mosca te ha picado?
Dejadme en paz. Tengo cosas en que pensar.
Se ha puesto en pie y los echa a empujones de la habitación mientras ellos tratan de razonar con él. Pero Mark está harto de razonar. Los tres intercambian gritos cuando Barbara aparece como salida de ninguna parte. ¿Qué ocurre?, pregunta. Y él empieza a largar. Está harto de todo esto. Harto de que lo mantengan en este tanque de contención, harto de los engaños, de que todo el mundo finja que las cosas son totalmente normales. Harto de preguntas tramposas que no tienen respuesta y de quienes fingen que sí la tienen.
¿Qué preguntas?, quiere saber Barbara, y tan solo el sonido de su voz, procedente de esa cara redonda como la luna, le calma un poco.
Dos hermanas, dice Mark. Nacidas al mismo tiempo, de los mismos padres. Pero dicen que no son gemelas.
Barbara le hace sentarse y le masajea los hombros. Tal vez sean las dos terceras partes de unas trillizas, dice.
Rupp se da un golpe en la frente. Brillante. La mujer es brillante.
Duane agita las manos en el aire para intervenir. ¿Sabéis? Estaba pensando en trillizas. Desde el principio. Pero no lo he dicho.
Pues claro que lo habías pensado, retardado. Todos habíamos pensado que eran trillizas. Es evidente. Admítelo. Eres un idiota. Soy un idiota. La especie humana entera es idiota.
Mark Schluter se tensa bajo el brazo de la mujer, tratando de contener su furor. Entonces, ¿por qué soy yo el único que está encerrado?
Al cabo de dos días, Barbara Gillespie se presenta para llevarlo a pasear.
¿No debería consultarlo antes con mi junta de la condicional?, le pregunta él.
Muy gracioso, dice ella. Este sitio no es tan malo, y lo sabes. Anda, salgamos.
No es que el exterior ofrezca precisamente confianza. Mucho más desquiciado que antes de su percance. Dicen que es abril, pero un abril confuso que hace una imitación de enero bastante buena. El viento penetra a través de su chaqueta y se le hiela la cabeza, incluso bajo el gorro. Ahora siempre tiene la cabeza fría. El cabello le está creciendo demasiado despacio, algo relacionado con la clase de comida que le dan aquí.
Barbara le hace salir del vestíbulo casi a empujones. Cuidado con el escalón, cariño. Pero una vez que están fuera, lo único que ella quiere es sentarse en el banco junto al aparcamiento.
Estupendo, dice él. La Gran Excursión. Le concedo cinco estrellas. ¿Podemos volver ya?
Pero Barbara lo retiene, burlona. Le toma del brazo como si fueran una vieja pareja. Cosa que a él le parecería bien. En caso de apuro.
Cinco minutos más, amigo. Nunca se sabe lo que podría aparecer y sorprenderte, si esperas lo suficiente.
Qué me vas a contar. Como ese terrible accidente que, al parecer, tuve.
Barbara señala con el dedo, llena de excitación. ¡Vaya, mira quién está aquí!
Llega un coche y se detiene junto al bordillo, como por casualidad. Un Corolla inequívocamente insulso, con su gran concavidad en la portezuela del copiloto. El coche de su hermana. Por fin, su hermana. Como si se hubiera levantado de entre los muertos. Él se levanta bruscamente y empieza a gritar.
Entonces la ve a través del parabrisas y se lleva una amarga decepción. No puede seguir aguantándolo. No se trata de Karin, sino de la agente no tan secreta que la ha sustituido. En el asiento del pasajero hay un perro apretado contra el cristal, arañando la parte superior para hacerlo bajar. Otro collie de la frontera, como el de Mark. La raza más inteligente que existe. El animal ve a Mark por la ventanilla, y se muestra frenético por llegar a él. Sale disparado en cuanto Barbara abre la portezuela. Antes de que Mark pueda moverse, la bonita perra ya está encima de él. Erguida sobre las patas traseras, el hocico hacia arriba, lanzando patéticos gañidos y aullidos. Eso es lo que tienen los perros. No hay ningún ser humano en el mundo digno de la bienvenida de un perro.
La actriz Karin baja del coche. Llora y ríe al mismo tiempo. Mira esto, dice. ¡Se diría que no esperaba volver a verte jamás!
La perra da grandes saltos en el aire. Mark extiende los brazos para protegerse del ataque. Barbara lo abraza con fuerza. ¡Mira quién está aquí!, le dice ella. Mira quién se moría de ganas de verte. Se inclina y roza con la nariz a la perra. Sí, sí, sí, ¡volvéis a estar juntos! La perra gañe a Barbara, con su desbordante afecto de collie de la frontera, y entonces se lanza de nuevo sobre Mark.
No me lamas. Apártate de mi cara, ¿quieres? ¿Puede alguien atar a este bicho, por favor?
La hermana ficticia está apoyada en la portezuela del coche, y su cara parece uno de esos banderines de fiesta de cumpleaños que se hubiera mojado. Se diría que le han dado un puñetazo en el estómago, o algo por el estilo. Empieza a intentar tomarle el pelo de nuevo.
¡Mírala, Mark! ¿Qué otro animal en este mundo podría quererte así?
La perra empieza a soltar confusos grititos. Barbara se acerca a la falsa Karin, llamándola cariño, diciéndole: No te preocupes. No importa. Lo que has hecho ha estado bien. Volveremos a intentarlo más tarde.
¿Más tarde?, gruñe Mark. ¿Qué intentaréis? ¿Qué demonios significa esto? Esta perra está loca. Tiene la rabia o algo. Que alguien se lleve a esta bestia antes de que me muerda.
¡Mírala, Mark! ¡Es Blackie!
La perra de la agente empieza a gañir desconcertada. Eso por lo menos lo hace bien. ¿Blackie? Os estáis quedando conmigo. ¡Baja!
Tal vez ha hecho un movimiento, como si fuese a golpear a la perra, porque Barbara se interpone entre Mark y el animal que aúlla. Recoge a la perra y con la mano hace una seña a la imitadora de Karin, indicándole que es hora de volver al coche.
Mark se pone un poco nervioso. ¡Creéis que estoy loco! Creéis que estoy ciego. Vais a tener que hacer mucho más que esto si queréis engañarme.
Barbara vuelve a meter en el coche al animal que aúlla y Karin pone en marcha el ridículo motor de cuatro cilindros. El desdichado animal se gira en el asiento del pasajero, gime y mira a la copia de Karin. Mark maldice todo lo que se mueve. No me fastidiéis más. No volváis a poner ese chucho ante mis ojos.
Más tarde, cuando está solo de nuevo, se siente un poco mal por lo ocurrido. Aún le carcome al día siguiente, después de haberlo consultado con la almohada. Cuando llega Barbara para ver cómo está, se lo dice. No debería haber gritado a ese perro. El animal no tenía la culpa. Ciertas personas lo están utilizando.
Karin convenció a Daniel de que hicieran una escapada por la carretera North Line. Durante dos meses había evitado el escenario de los hechos, como si verlo pudiera hacerle daño. Pero necesitaba comprender lo que había sucedido aquella noche. Cuando por fin hubo hecho acopio de valor para ver el lugar, prefirió ir protegida.
Daniel enfiló la carretera en la que Mark debía de haber patinado. Las semanas transcurridas habían borrado la mayor parte de las pruebas mencionadas por la policía. Los dos examinaron la somera zanja junto a la cuneta en el lado sur de la carretera, dando la impresión de que estaban siguiendo las huellas de un animal. Lleva tu esfera de sonido al interior de tu esfera de visión. Se abrieron paso entre la juncia y las hierbas primaverales que acababan de aparecer, la phytolacca, el cardo y la algarroba. El trabajo de la naturaleza consistía en crecer sobre lo anterior, en convertir el pasado en presente.
Daniel encontró un trecho de terreno espolvoreado con vidrio, invisible para cualquiera excepto un naturalista. Cuando la visión de Karin se adaptó, pudo ver el lugar donde la camioneta debió de permanecer volcada durante horas. Subieron a la calzada, cruzaron al lado norte y avanzaron en dirección este, hacia el lugar donde Mark perdiera el control del vehículo. La carretera estaba vacía, mediada la tarde en la época del deshielo. La superficie presentaba una estratificación de embarraduras. Karin no podía conjeturar la antigüedad de una determinada marca ni su causa. Caminó unos doscientos metros en cada dirección, seguida por Daniel. Los investigadores forenses debían de haber rastreado toda la zona, haciendo la reconstrucción de aquella noche a partir de unas pocas y ambiguas medidas.
Daniel las vio primero, un leve par de marcas de neumático quemado en el lado oeste, casi borradas por la intemperie, que serpeaban hacia el carril del lado este. Karin lo vio a continuación: el violento amago de derrape a la derecha antes de virar, un giro a la izquierda tan cerrado como podía hacerlo una camioneta ligera a gran velocidad. Avanzó por el borde de la marca del derrape, la cabeza inclinada, buscando algo. Contra el horizonte alargado, bajo, gris como agua de baño, con la cabellera rojizo zanahoria colgándole en el aire inmóvil, podría haber sido una campesina inmigrante de Bohemia que recogiera grano en los campos. Giró sobre sus talones como un animal alcanzado por un disparo, estremeciéndose mientras el accidente se desplegaba ante ella. Cuando Daniel llegó a su lado, ella todavía temblaba. Indicó una segunda serie de marcas de neumático a sus pies.
El siguiente derrape se interrumpía treinta metros por delante del primero. Otro vehículo que venía por el oeste había pasado a toda velocidad por el carril contrario, coleando antes de volver al suyo. Desde el principio de la marca dejada por el segundo coche, Karin miró al este y hacia abajo, a la zanja donde su hermano había aterrizado, al agujero por el que había desaparecido su propia estabilidad.
Interpretó las líneas serpenteantes: el coche que venía de la ciudad, tal vez cegado por los faros de Mark, debía de haberse descontrolado, invadiendo el carril de Mark y situándose frente a su camioneta. Sorprendido, Mark viró a la derecha y luego trazó un giro cerrado a la izquierda, la única y mínima posibilidad de supervivencia. El giro fue demasiado brusco y la camioneta se salió de la carretera.
Tocó con la punta del pie la marca del neumático, temblorosa. Se aproximó un coche. Ella y Daniel se desplazaron hacia la cuneta del sur. Una mujer de la ciudad, de unos cuarenta años, al volante de un Ford Explorer, con una niña de diez años sujeta con el cinturón de seguridad en el asiento trasero, se detuvo para preguntarles si todo iba bien. Karin trató de sonreír y las saludó agitando la mano cuando se alejaban.
La policía había mencionado una tercera serie de marcas. Ella y Daniel cruzaron al lado norte de la carretera. Uno junto al otro, avanzaron hacia el este, como pinzones en busca de comida. La vista de Daniel, acostumbrada a las observaciones de las aves, descubrió los signos invisibles, un trecho de terreno arenoso aplastado. Dos pequeños fragmentos de rueda que aún no habían desaparecido con el deshielo primaveral. Karin pellizcó el brazo de Daniel.
– Deberíamos haber traído una cámara. Cuando llegue el verano, todas estas huellas habrán desaparecido.
– La policía debe de tener fotografías en sus archivos.
– No me fío de sus fotos.
Sonaba como su hermano. Él trató de tranquilizarla suavemente, pero ella no se dejó convencer. Examinó las huellas.
– Esta gente debía de venir detrás de Mark. El accidente se produjo delante de ellos. Tuvieron que salirse de la calzada justo aquí. Debieron de permanecer algún tiempo parados, a la altura de la camioneta, y entonces volvieron a la carretera y se dirigieron a Kearney. Lo dejaron allí tirado en la zanja. Ni siquiera bajaron del coche.
– Tal vez vieron la gravedad de su estado y prefirieron volver cuanto antes y llamar por teléfono.
Ella frunció el ceño.
– ¿Desde la estación de la Mobil en la Segunda, en medio de la ciudad? -Contempló la carretera desde la pequeña elevación hacia el este, hasta el ligero declive en dirección a Kearney-. ¿Qué probabilidades hay? Son las cinco de la tarde de un hermoso día de primavera laborable, y mira la cantidad de tráfico que hay en esta carretera. ¿Un coche cada cuatro minutos? ¿Qué probabilidades hay, después de medianoche, a finales de febrero…? -Miró a Daniel, pero él no estaba calculando. Ella le pedía números, y él solo le daba consuelo-. Te diré cuáles son las probabilidades -siguió diciendo ella-. Las de que alguien dé un volantazo por accidente delante de ti en una carretera rural desierta. Cero. Pero hay algo que incrementaría mucho esas probabilidades.
Él la miró, como si otro miembro de la familia Schluter sufriera delirios.
– Juegos -dijo él-. La policía estaba en lo cierto.
El viento soplaba con más fuerza, empezaba a anochecer. Daniel se encorvó un poco y movió la cabeza. Trazando un semicírculo. Había ido a la escuela con los tres muchachos, conocía sus afinidades. No era difícil de entender: una noche de febrero muy fría, vehículos con demasiados caballos de potencia, jóvenes veinteañeros en un país enfermo de emociones, deportes, guerra y sus numerosas combinaciones.
– ¿Qué clase de juegos?
Él contempló el suelo grasiento como si estuviera meditando. De perfil, la cara enmarcada por el cabello rubio rojizo que le llegaba a los hombros, Daniel parecía aún más un elfo arquero salido de un juego de duendes y mazmorras. ¿Cómo había podido crecer en la Nebraska rural sin que los amigos de su hermano lo deslomaran?
Ella le cogió el delgado brazo y lo llevó hasta la carretera, hacia el coche.
– Daniel -le dijo, sacudiendo la cabeza-, no sabrías cómo jugar aunque te ataran a un coche de carreras de NASCAR y pusieran un pedrusco en el acelerador.
Mark seguía cojeando y aún tenía la cara contusionada, pero por lo demás parecía casi curado. Dos meses después del accidente, a los desconocidos que hablaran con él les habría parecido un poco corto de luces y proclive a inventarse teorías extrañas, pero nada fuera de lo normal en aquellos parajes. Solo Karin sabía lo poco preparado que estaba para arreglárselas por sí solo, y no digamos para ocuparse de la compleja maquinaria de la planta envasadora de carne. A lo largo del día sufría episodios de paranoia, accesos de alegría y de cólera, y daba unas explicaciones cada vez más prolijas.
Ella se esforzaba sin cesar por protegerle, incluso cuando él la torturaba.
– A estas alturas, mi hermana ya me habría sacado de aquí.
Mi hermana siempre me sacaba de todos los atolladeros. Estoy en el mayor atolladero de mi vida. Tú no me has sacado, así que no puedes ser mi hermana. El silogismo tenía una especie de sentido demencial.
Ella había oído aquella queja en innumerables ocasiones. Pero había llegado a un límite y no podía seguir aguantando.
– Basta, Mark. Ya es suficiente. No tienes ninguna razón para hacerme esto. Sé que sufres, pero tu insistencia en rechazarme no ayuda lo más mínimo. Soy tu puñetera hermana y lo demostraré ante un tribunal si es necesario. Así que deja de tratarme como lo haces y termina de una vez con esta comedia.
En cuanto las palabras hubieron salido de su boca, supo que aquello suponía un retroceso de varias semanas. Y la mirada que él le dirigió entonces fue como la de un animal salvaje, acorralado. Casi parecía a punto de atacarla. Ella había leído los artículos: la proporción de conducta violenta en pacientes de Capgras estaba muy por encima de la media. Un joven de la región central de Inglaterra, afectado por el síndrome, a fin de demostrar que su padre era un robot, lo había abierto en canal para revelar los cables. Había cosas peores que el hecho de que te llamaran impostora.
– No importa -le dijo ella-. Olvida lo que te he dicho.
En el semblante de Mark el enojo cedió paso a la perplejidad.
– Eso es -replicó él, con cierta vacilación-. Ahora hablas mi idioma.
No estaba preparado para enfrentarse al mundo. Ella intentaba retrasar todo lo posible el alta de Mark y mantener a raya a la compañía aseguradora. Trataba de convencer al doctor Hayes, casi coqueteando con él, a fin de que no firmara los papeles necesarios para dar de alta a su hermano.
Pero a pesar de la excelente cobertura médica, Mark no podía seguir mucho más tiempo en rehabilitación. Karin estaba ahora desempleada, viviendo de sus ahorros. Empezó a utilizar el dinero del seguro de vida de su madre. Haz algo bueno con esto.
– No estoy segura de que este fuese el empleo que ella pretendía darle al dinero -le dijo a Daniel-. No es exactamente para una emergencia, para algo capaz de cambiar el mundo.
– Pues claro que es correcto emplearlo en estas circunstancias -le aseguró Daniel-. Y, por favor, deja de preocuparte por el dinero.
Era casi excesivamente educado para pronunciar la palabra. Los lirios del campo, etcétera. La serenidad de Daniel casi la enojaba. Pero empezó a permitir que él corriera con los gastos cotidianos, los alimentos, la gasolina, y cada vez que él lo hacía, ella se sentía más extraña. Insistía en que, dentro de poco, Mark volvería a ser más o menos el mismo de antes. Pero el tiempo y la paciencia de los responsables del centro médico se estaban agotando. Y la seguridad que ella tenía en su propia competencia se desvanecía.
Daniel hacía cuanto estaba en su mano para evitar que Karin se dejara llevar por el pánico respecto a la cuestión económica. Una tarde, sin que viniera a cuento, le dijo:
– Podrías trabajar en el Refugio.
– ¿Qué haría? -le preguntó ella, esperando a medias que aquella pudiera ser la respuesta.
Él desvió la vista, azorado.
– Ayudar en la oficina. Necesitamos una persona agradable y competente. Tal vez podrías dedicarte un poco a la recaudación de fondos.
Ella trató de sonreír, agradecida. Por supuesto: recaudación de fondos. Lo que describía en esencia cualquier trabajo en el país, desde los escolares hasta el presidente.
– Necesitamos personas capaces de lograr que otras se sientan a gusto consigo mismas. ¡Tu experiencia en tratar con los clientes sería perfecta!
– Sí -respondió ella, pensativa, dándole a entender que era demasiado bueno y que ya se había apoyado demasiado en él.
El pequeño ingreso de un trabajo a tiempo parcial, unido al dinero de su madre, podría estabilizar su situación. Pero no podía dejar de creer que Mark pronto se recuperaría por completo y que ella volvería a su trabajo, el que había conseguido con su propio esfuerzo.
Por mucho que ahorrara, sería insuficiente para hacer frente a las facturas si la compañía de seguros se negaba a seguir costeando la hospitalización de su hermano. Cuando la inquietud por las posibles reclamaciones y las consultas médicas la hacían sentirse derrotada, Karin iba al encuentro de Barbara Gillespie. La buscaba con tanta frecuencia para animarse charlando con ella, que empezó a temer que Barbara echara a correr nada más verla. Pero la paciencia de aquella mujer era infatigable. Escuchaba los temores de Karin y se mostraba solidaria cuando le contaba anécdotas de la burocracia médica.
– Entre nosotras, esto es un negocio, tan controlado por el mercado como un concesionario de coches usados.
– Pero no tan honesto. Por lo menos en un vendedor de coches usados puedes confiar.
– Estamos de acuerdo en eso -concedió Barbara-. Pero no se lo digas a mi jefe, o tendré que dedicarme a vender buenos vehículos de segunda mano.
– Eso nunca, Barbara. Te necesitan.
La mujer hizo un gesto con la mano, rechazando el cumplido.
– Nadie es indispensable. -El más leve giro de su muñeca tenía un aire clásico, la competencia urbana a la que ella había aspirado durante quince años-. Me limito a hacer mi trabajo.
– Pero no te lo tomas como un simple trabajo. Te observo. Él te pone a prueba.
– Tonterías. Aquí, quien está a prueba eres tú.
Esos elegantes rechazos no hacían más que incrementar la admiración que Karin sentía por ella. Sondeaba a Barbara en busca de cualquier vestigio de su experiencia profesional que le permitiera albergar esperanzas de mejoría. Pero Barbara no hablaba de sus demás pacientes. Se concentraba en Mark, como si este fuese la suma de su experiencia. Ese tacto extremo frustraba a Karin. Necesitaba una confidente, alguien que la compadeciese. Alguien que le recordase quién era ella. Alguien que la tranquilizara, asegurándole que su persistencia no era estúpida.
Pero la minuciosidad profesional de Barbara hacía que todos los temas girasen en torno a Mark.
– Ojalá supiera más acerca de las cosas que a él le importan realmente. Envasado de carne en un matadero. Trucaje de vehículos. Me temo que esos temas no son mi fuerte. Pero las cosas de las que habla… son una sorpresa cotidiana. Ayer me pidió mi opinión razonada sobre la guerra.
Karin sintió una punzada de celos.
– ¿Qué guerra?
Barbara hizo una mueca.
– La última, claro. Le fascina Afganistán. ¿Cuántos pacientes de un trauma reciente prestan la menor atención al mundo exterior?
– ¿Que Mark se interesa por… Afganistán?
– Es un joven muy despierto.
Karin sintió aquella frase, con su seca contundencia, como una acusación.
– Me gustaría que le hubieras visto… antes.
Barbara ladeó la cabeza, aquel gesto que la caracterizaba, preparada para escuchar lo que fuese y, al mismo tiempo, reservada.
– ¿Por qué dices eso?
– Mark era un tipo auténtico. Podía ser increíblemente sensible. Tenía sus malos momentos… casi siempre con nuestros padres. E iba con malas compañías. Pero era un chico muy dulce, con una amabilidad instintiva.
– Y sigue siéndolo. ¡El más dulce de todos! Cuando no está confuso.
– El Mark de ahora no es él. No era cruel ni estúpido. No estaba siempre tan enfadado.
– Solo está asustado. También tú debes de estarlo. Si me encontrara en tu lugar, estaría destrozada.
Karin quería deshacerse en lágrimas, abrir su corazón a Barbara, dejar que esta la cuidara, como ella había intentado cuidar de Mark.
– Te habría gustado. Era muy considerado con todo el mundo.
– Me gusta tal como es -replicó Barbara, y sus palabras avergonzaron profundamente a Karin.
Llegó el mes de mayo, y Karin estaba fuera de sí.
– No están haciendo nada por Mark -le dijo a Daniel.
– Pero dices que están todo el día entero encima de él…
– Pura apariencia, nada útil. Dime, Daniel, ¿crees que debería trasladarlo a otro centro?
Él extendió los dedos. Su gesto decía: ¿Adónde?
– Decías que esa mujer, Barbara, lo cuida de maravilla.
– Barbara, sí. Si ella fuese su médico principal, estaríamos salvados. Pero los terapeutas… Sí, le piden que se ate los zapatos. Eso no ayuda gran cosa, ¿no crees?
– Algo ayuda.
– Hablas como el doctor Hayes. ¿Cómo es posible que ese hombre se sacara el título? No mueve un dedo. «Esperar y observar», esa es su única solución. Hay que hacer algo ya. Cirugía. Fármacos.
– ¿Fármacos? ¿Te refieres a enmascarar los síntomas?
– ¿Crees que soy solo un síntoma? ¿Su hermana falsa?
– No es eso lo que estoy diciendo -respondió Daniel, y por un momento pareció distanciarse de ella.
Karin tendió las palmas, disculpándose al mismo tiempo que se defendía.
– Mira. Por favor, no… por favor, no me dejes sola con esto. Me siento tan impotente. No he hecho nada en absoluto por él. -Y, ante la mirada de total incredulidad que le dirigió Daniel, añadió-: Su auténtica hermana lo habría hecho.
Daniel intentaba serle de utilidad, y le compró otros dos libros en edición de bolsillo. El autor era Gerald Weber, un neurólogo cognitivo, al parecer muy conocido, que vivía en Nueva York. Daniel había encontrado el nombre en las noticias, con respecto a un libro muy esperado que estaba a punto de aparecer. Se disculpó por no haberlo descubierto antes. Karin examinó la foto del autor, un cincuentón de cabello gris y rostro amable, con pinta de dramaturgo. Los ojos, de expresión meditabunda, miraban con fijeza a un lado del cristal de las gafas. Parecían encontrar a Karin, sospechar ya su historia.
Devoró los libros en tres noches seguidas. Eran apasionantes, y a medida que pasaba los capítulos, no podía abandonar la lectura. Los libros del doctor Weber componían un documental de cada uno de los estados en que podía entrar la conciencia, y, desde sus primeras palabras, ella sintió la conmoción de descubrir un nuevo continente donde no había habido ninguno. Los casos que exponía revelaban la alucinante plasticidad del cerebro y la infinita ignorancia de la neurología. Escribía en un estilo simple y llano que se basaba más en los relatos de las personas que en la sabiduría médica vigente. En Más vasto que el cielo, afirmaba: «Ahora más que nunca, sobre todo en la era del diagnóstico digital, nuestro bienestar integral no depende tanto de hablar como de escuchar». A ella nadie la había escuchado. Aquel hombre sugería que tal vez merecería la pena escucharla. El doctor Weber escribía:
El espacio mental es mayor de lo que podamos pensar. Cada una de las cien mil millones de células de un solo cerebro establece millares de conexiones. La fuerza y la naturaleza de esas conexiones varían cada vez que el uso las activa. Cualquier cerebro puede adoptar más estados singulares que partículas hay en el universo… Si preguntarais a un grupo de neurocientíficos reunidos al azar cuánto sabemos acerca de la manera en que el cerebro conforma el yo, la mejor respuesta que podrían dar sería: «Casi nada».
En una serie de historias de casos personales, Weber mostraba el asombro e infinito misterio que encierra el interior de la estructura más compleja del universo. Los libros producían en Karin un temor reverencial que había olvidado, y se sorprendía al ser capaz de experimentarlo todavía. Karin leyó sobre cerebros divididos que luchaban por la posesión de su inconsciente dueño; sobre un hombre capaz de pronunciar frases pero no repetirlas; sobre una mujer que olía el color violeta y oía el naranja. Muchas de esas historias la hacían sentirse agradecida por que Mark hubiera evitado un destino peor que el síndrome de Capgras. Pero incluso cuando el doctor Weber escribía sobre personas incapaces de hablar, estancadas en el tiempo o inmovilizadas en estados previos al de mamífero, parecía tratarlos a todos como si fuesen sus parientes más cercanos.
Por primera vez desde que Mark se irguiera y hablara, Karin experimentaba un cauto optimismo. No estaba sola: la mitad de la humanidad sufría cierto grado de dolencia cerebral. Leyó de cabo a rabo ambos volúmenes, sus sinapsis cambiando mientras devoraba las páginas. El escritor parecía poseer una poderosa inteligencia adelantada a su tiempo. Karin no podía estar segura del camino que abriría ante ella el accidente de Mark. Pero, de alguna manera, sabía que se había cruzado con el de aquel hombre.
A juzgar por lo que él mismo decía, el doctor Weber nunca se había adentrado en un terreno como aquel en el que su hermano vivía ahora. Karin se sentó a escribirle, imitando a conciencia su estilo. Tenía la sensación de que era prácticamente imposible lograr que aquel deslumbrante investigador se interesara por ella, pero podía hacer que la misma insensatez del Capgras de Mark resultara irresistible para un hombre como aquel.
Escribió a Gerald Weber con pocas esperanzas de que le respondiera. Pero ya imaginaba lo que ocurriría si llegaba a hacerlo. Vería en Mark un caso como los que describían sus libros. «Las personas cuyas vidas han cambiado de este modo se diferencian de nosotros solo en cuestión de grado. Cada uno de nosotros ha habitado en esas islas desconcertantes, aunque solo haya sido brevemente.» Las probabilidades de que ni siquiera leyera su nota eran grandes. Pero los libros de Weber describían cosas mucho más extrañas como si fueran habituales.
– Estos libros son increíbles -le dijo a su amante-. El autor es asombroso. ¿Cómo lo has descubierto?
Volvía a estar en deuda con Daniel. Por encima de todo lo demás, él le había procurado aquel hilo de posibilidad. Y ella, una vez más, no le había dado nada a cambio. Pero, como siempre, Daniel no parecía necesitar nada más que la oportunidad de dar. De todos los estados morbosos del cerebro que describía el doctor, ninguno era más extraño que el de cuidar y preocuparse por los demás.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> En el original, The Three Muskrateers. Hay un juego de palabras intraducible con musketeer, «mosquetero». Muskrat significa «rata almizclada». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref2">*</a> El vehículo siniestrado es una camioneta Dodge Ram. Ram significa «carnero». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref3">*</a> Esta canción infantil, que en inglés rima, dice así: «Llueve, diluvia; / el viejo ronca. / Se golpeó la cabeza /y se fue a dormir /y no pudo levantarse por la mañana». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref4">*</a> Juego de palabras intraducible con el apellido de los presidentes Bush, que significa «arbusto». (N. del T.)