172858.fb2 El Documento R - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Era una pequeña y anodina casa de madera que se levantaba detrás de otra más grande en la calle Jessup Sur de Filadelfia. Lo más probable era que hubiera sido un alojamiento de invitados, pero ahora la habían alquilado y resultaba perfecta para una persona sola que quisiera gozar de intimidad.

Antes de salir de Washington, Chris Collins había averiguado todo lo que había podido acerca de Susan Radenbaugh. Poca cosa, en realidad: que era hija única de Donald Radenbaugh, tenía veintiséis años, había estudiado en la Universidad de Pittsburgh y trabajaba de redactora en el Inquirer de Filadelfia.

Al telefonear personalmente al periódico para concertar una cita con ella, le habían dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. Collins lo comprendía. Había perdido a su padre. Necesitaría algún tiempo para recuperarse. Collins no se había molestado siquiera en llamarla a su casa. Estaba seguro de que la encontraría allí.

Una vez en Filadelfia, le había dicho al chófer del automóvil alquilado que le condujera directamente a aquella dirección de la calle Jessup Sur. Había abandonado el coche, con el chófer y su guardaespaldas, a media manzana de su lugar de destino y había recorrido a pie el trecho restante.

Ahora, desde la acera, estaba contemplando el callejón que conducía a la casa de atrás. Mientras se ponía en camino hacia la puerta, trató de pensar en la forma en que abordaría a Susan Radenbaugh. En realidad, no había nada que planear. O bien su padre le había dicho algo acerca del Documento R o bien no le había dicho nada. Era la última esperanza que le quedaba. Después de Susan, se encontraría en un callejón sin salida.

Llegó a la puerta de la casa y llamó al timbre.

Esperó. No hubo respuesta.

Volvió a llamar al timbre sin obtener respuesta, y estaba pensando que tal vez la muchacha hubiera salido a compar algo o bien a visitar a su médico cuando la puerta se abrió parcialmente. Una joven le miró a través del resquicio. Era bonita, con una rubia melena que le llegaba hasta los hombros y un rostro sin maquillar, insólitamente pálido y compuesto.

– ¿La señorita Susan Radenbaugh? -preguntó él.

Ella asintió débilmente con expresión preocupada.

– He llamado a su periódico esta mañana para concertar una cita con usted. Me han dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. He venido desde Washington para verla.

– ¿Qué desea? -preguntó ella.

– Quiero hablar con usted un momento acerca de su padre. Siento…

– En estos momentos no puedo ver a nadie -dijo ella bruscamente. Estaba muy agitada.

– Permítame explicarle…

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Christopher Collins. Soy el secretario de Justicia de los Estados Unidos. Yo…

– ¿Christopher Collins? -preguntó la joven reconociendo su nombre-. ¿Es usted…?

– Necesito hablar con usted. El coronel Noah Baxter era íntimo amigo mío y…

– ¿Conocía usted a Noah Baxter?

– Sí. Por favor, permítame entrar. No la entretendré más que unos minutos.

La muchacha vaciló un instante y luego abrió la puerta de par en par.

– De acuerdo. Pero sólo unos minutos.

Collins pasó a un pequeño salón amueblado con gusto y decorado con gran cantidad de vistosos cojines. A la izquierda había una puerta que probablemente debía de dar acceso a un dormitorio, y un arco situado a la derecha permitía ver una pequeña mesa de comedor y la puerta de la cocina.

– Puede sentarse -dijo ella.

Collins se acomodó en lo que tenía más cerca, que resultó ser una otomana. La muchacha no se sentó. Permaneció de pie frente a él alisándose nerviosamente el cabello.

– Lamento mucho la muerte de su padre -dijo él-. Si puedo ayudarle en algo…

– No se preocupe. ¿De veras es usted el secretario de Justicia?

– Sí.

– ¿No le ha enviado el FBI?

Collins esbozó una sonrisa.

– Soy yo quien les envía a ellos, no ellos a mí. No, estoy aquí por propia decisión. Se trata de un asunto de carácter personal.

– ¿Ha dicho usted que era amigo del coronel Baxter?

– En efecto. Y creo que su padre también lo era.

– Eran íntimos amigos.

– Pues precisamente por eso es por lo que estoy aquí -dijo Collins-. Porque su padre y el coronel Baxter eran amigos. La noche en que murió, el coronel Baxter dejó un mensaje para mí en lo que resultaron ser sus últimas palabras. Se refería a un asunto que he estado tratando de aclarar desde entonces. Puesto que el coronel Baxter no pudo facilitarme información, se me ocurrió pensar que tal vez el coronel le hubiera comentado algo a su padre. Sé que el coronel confiaba a menudo en su padre.

– Es cierto -dijo Susan Radenbaugh-. ¿Cómo lo sabe?

– A través de la señora Baxter, Hannah Baxter, quien me aconsejó que acudiera a visitar a su padre a Lewisburg. Pensaba que tal vez él supiera algo acerca de este asunto. Estuve en Lewisburg hace un par de días y allí mismo me enteré de que su padre había muerto. Entonces me dijeron que usted era la única persona que había permanecido en contacto con su padre y pensé que tal vez él le hubiera hablado del asunto que estoy investigando. Y decidí localizarla para entrevistarme con usted.

– ¿Qué es lo que desea saber?

Collins respiró hondo y le planteó la pregunta.

– ¿Le habló su padre alguna vez de algo llamado Documento R?

– ¿Qué es eso? -preguntó ella sin inmutarse.

– No lo sé -repuso Collins abatido-. Esperaba que usted lo supiera.

– No -dijo la muchacha con firmeza-, jamás he oído una palabra sobre tal cosa.

– Maldita sea -murmuró él por lo bajo-. Perdóneme, pero es que he sufrido una decepción. Usted y su padre representaban la última posibilidad. Bueno, lo he intentado y no ha dado resultado. -Se levantó con aire abatido.- Ya no la molestaré más -dijo vacilando-. Pero permítame decirle una cosa. El coronel Baxter creía en su padre. Es más, antes de sufrir el ataque estaba trabajando con vistas a conseguir la libertad de su padre bajo palabra. Por mi parte, he revisado el caso y estoy de acuerdo con el coronel Baxter. Su padre fue una víctima propiciatoria. Yo también tenía el propósito de obtener su libertad bajo palabra. Le prometí a la señora Baxter que discutiría con su padre la obtención de su libertad bajo palabra cuando acudiera a visitarle en relación con el Documento R. Hannah Baxter me dijo que le escribiría anunciándole mi visita y rogándole que colaborara conmigo. -Se encogió de hombros.- En fin, al parecer siempre llego demasiado tarde.

Vio entonces que la muchacha abría mucho los ojos y se llevaba las manos a la boca mirando hacia más allá de donde él se encontraba, y súbitamente se escuchó una tercera voz en la estancia.

– Esta vez no llega usted demasiado tarde -dijo alguien a sus espaldas.

Collins giró sobre sus talones y se encantró ante un desconocido que se encontraba de pie bajo el arco que daba acceso al comedor.

Aquel hombre le resultaba vagamente familiar, aunque desde luego no lo conocía.

El desconocido avanzó unos pasos y se detuvo frente a él.

– Soy Donald Radenbaugh -dijo despacio-. ¿Deseaba saber algo acerca del Documento R? ¿Qué es lo que deseaba usted saber?

Transcurrió más de media hora antes de que el Documento R volviera a mencionarse significativamente.

Ante todo, había habido que vencer la incredulidad de Collins. Radenbaugh se había ocupado de ello rápidamente.

– Radenbaugh resucitado de entre los muertos -había dicho-. Estoy muerto pero sólo de nombre. Por lo demás, estoy tan vivo como usted. Ya volveremos a hablar de mí cuando averigüe algo más acerca de usted y sepa cómo ha llegado hasta mí.

Después, había habido que hacer frente a la incredulidad de Susan. Su padre lo había hecho en seguida.

– ¿No puedes comprender que haya corrido el riesgo de dejarme ver, Susie? ¿Nada menos que ante alguien perteneciente al Departamento de Justicia? Hay una razón. Lo he hecho porque necesito a alguien, aparte de ti, en quien pueda confiar. Creo que puedo confiar en el señor Collins. Me ha parecido comprensivo incluso cuando no sabía que yo estaba aquí. Necesito ayuda, Susie. Tal vez si yo le ayudo a él, él me ayude a mí.

Y, finalmente, había habido que resolver la cuestión de la incredulidad del propio Radenbaugh. Él mismo se había encargado de ello preguntándole a Collins cómo era posible que supiera algo acerca del Documento R y cómo había llegado a suponer que él, Radenbaugh, pudiera saber algo acerca del mismo.

– Es posible que se lo haya usted explicado a mi hija. Al principio, no he podido escuchar lo que estaban hablando. Me hallaba oculto en la cocina. Más tarde me he acercado para escuchar. Antes de que prosigamos, será mejor que me diga cómo ha llegado hasta aquí.

Ambos se habían acomodado en el sofá cama reclinándose sobre los cojines que descansaban contra la pared del salón de Susan.

Collins había hablado amplia, clara y detalladamente de los acontecimientos que habían tenido lugar a partir de la muerte del coronel Baxter. Al final, había relatado su visita a Hannah Baxter y cómo ésta había afirmado no saber nada acerca del Documento R, si bien pensaba que, caso de que Noah le hubiera revelado a alguien el contenido del mismo, ese alguien no hubiera tenido más remedio que ser Donald Radenbaugh.

– Sí, me escribió diciéndome que recibiría su visita -había comentado Radenbaugh.

Y acudí a visitarle -había dicho Collins-. El director de la penitenciaría me dijo que usted había muerto. Pero aquí le tenemos.

Ahora ya sé cómo ha llegado hasta aquí -había dicho Radenbaugh-. Permítame que le cuente cómo he llegado yo. Para que vea la suerte que he tenido. Es toda una odisea. Tendrá que desprenderse por completo de la incredulidad.

Collins había escuchado boquiabierto, incapaz a menudo de librarse de la incredulidad. El secreto encuentro nocturno de Vernon T. Tynan con Radenbaugh y el ofrecimiento de la libertad a cambio de tres cuartos de millón de dólares había constituido toda una sorpresa y había suscitado la cuestión del motivo por el cual Tynan se había atrevido a correr semejante riesgo a cambio de aquella suma. No obstante, Collins no había interrumpido el relato con ninguna pregunta. Había seguido escuchando mientras Radenbaugh le contaba toda la historia hasta el momento de la destrucción de su habitación del hotel en la que se había eliminado pulcramente a Herbert Miller, su otro yo.

Al término del relato de Radenbaugh, a Collins ya no le había cabido la menor duda acerca de lo que había estado ocurriendo en California.

– Tynan -había dicho en voz alta.

– Él es quien se oculta detrás de todo esto -había dicho Radenbaugh conviniendo con él-. Y resulta fácil comprender el motivo. He leído la Enmienda XXXV. Le convertirá en el hombre más poderoso de Norteamérica. Más poderoso que el presidente. Y, sin embargo, apuesto a que no existe la menor prueba contra él.

– Que yo sepa, no -había dicho Collins reflexionando-A no ser… a no ser que tenga algo que ver con el Documento R. ¿Podemos hablar de ello ahora?

– Sí, desde luego. Pero, antes de que lo hagamos, quiero pedirle tres cosas…

– Dígame de qué se trata.

– Primero, quiero que me sometan el rostro a una operación de cirugía estética. Por lo menos, los ojos. Me parece que sería suficiente. No creo que hoy pudiera reconocerme nadie, pero, en caso de que ello ocurriera, sería hombre muerto. Ya se encargaría Tynan de que así fuera.

– No hay problema. Tenemos un cirujano en Carson City, Nevada, de quien el FBI no tiene conocimiento. Por si le hace gracia, le diré que lo utilizan tanto la Cosa Nostra como la CIA. ¿Cuándo desearía usted que se lo hicieran?

– Inmediatamente. Mañana mismo.

– Hecho.

– En segundo lugar, necesito una nueva identidad. Donald Radenbaugh murió en Lewisburg. Herbert Miller murió en Miami. -Se había sacado la cartera del bolsillo y había extraído tres carnés entregándoselos a Collins.- Un permiso de conducir, una tarjeta de crédito para el alquiler de automóviles y una tarjeta de la Seguridad Social… eso es todo lo que ha quedado de Herbert Miller. De nada me sirven ahora. Necesito nuevos documentos. Necesito ser alguien.

– Los tendrán que preparar en Denver -había dicho Collins-. Dispondrá usted de ellos dentro de cinco días. ¿Qué más? Había otra cosa.

– Sí. Una solemne promesa suya.

– Dígame usted.

– Prométame que, si algún día es posible decir la verdad acerca de lo que hizo Tynan y acerca de mi supuesta muerte, lo hará usted… y, una vez yo haya devuelto mi parte del dinero, contribuirá usted a rehabilitar mi buen nombre y a conseguirme la libertad bajo palabra o el perdón.

– No sé si eso será posible.

– Pero, ¿y si lo fuera?

Collins había reflexionado un momento acerca del dilema. ¿Podía él, en su calidad de primer funcionario de la ley en la nación, cerrar un trato con un reo convicto? Collins sabía que su deber legal estaba muy claro y consistía ni más ni menos que en no hacerle a Radenbaugh ninguna promesa y entregarle a la custodia de la ley. Pero también sabía, habida cuenta del insólito carácter que revestían las circunstancias, que tenía un deber más alto que cumplir, un deber para con su país. Y éste superaba en importancia a su primera obligación y trascendía todos los estrechos legalismos.

– Algún día, si es posible, así lo haré -había respondido-. Sí, le ayudaré. Se lo juro.

– Muy bien. Ahora sí que puedo hablarle del Documento R.

Todo eso había tenido lugar en el transcurso de los primeros treinta minutos, y ahora habían llegado a lo que para Collins era la hora de la verdad.

Radenbaugh aceptó el cigarrillo que le ofrecía su hija, sonrió mientras ésta se lo encendía y volvió la cabeza para mirar a Collins, que se hallaba acomodado a su lado en el sofá cama.

– No lo sé todo sobre el Documento R -dijo lentamente-, pero sé algo. Pienso que podrá resultarle de utilidad. La Enmienda XXXV… pues el Documento R constituía una parte no escrita de la misma, es decir, una parte no dada públicamente a conocer, la Enmienda XXXV, digo, nació antes de que yo ingresara en prisión. A Noah Baxter le preocupaba mucho. Cierto que era un conservador y un hombre muy estricto en muchas cosas, pero era honrado y respetaba profundamente la Constitución. No quería interpretarla erróneamente ni quería alterarla. Pero, dado que la criminalidad seguía agravándose en nuestro país, y puesto que la presión que se ejercía sobre él era muy fuerte, se vio completamente acorralado. Tenía una tarea que cumplir y sabía que no podía cumplirla y que no podría restablecerse el orden en el país a menos que se modificaran las leyes. Consideraba que la Enmienda XXXV era excesivamente severa. Le inspiraba muchos recelos. Pero acabó mostrándose de acuerdo. Yo siempre pensé que lo lamentaba. Y me imagino que, al final, debió encontrarse demasiado comprometido para poder dar marcha atrás.

– Creo que tiene usted razón -dijo Collins-. Como ya le he dicho, sus últimas palabras fueron: «Tengo que hablar… ahora ya no pueden controlarme… ahora soy libre, ya no tengo por qué sentir miedo». Libre, ¿de quién? Miedo, ¿de quién o de qué?

Radenbaugh sacudió la cabeza.

– No lo sé. Sólo sé que se vio más comprometido de lo que hubiera querido y que estaba muy preocupado y no podía confiar más que en mí. De ahí que, de vez en cuando, se sintiera inclinado a decirme algo. Bajo estas circunstancias me habló por primera vez del Documento R. Más adelante se refirió al mismo en distintas ocasiones. Decía que ojalá Tynan no le hubiera mezclado en el asunto de la Enmienda XXXV y el Documento R.

– ¿Tynan? -preguntó Collins asombrado-. Yo creía que el promotor de la Enmienda XXXV y de todo lo relacionado con la misma había sido el presidente Wadsworth.

– No, no fue más que Tynan. Tynan fue el autor y el creador de la Enmienda XXXV y del Documento R. Convenció al presidente y al Congreso. Al menos, les convenció de la necesidad de la enmienda. No sé si alguna otra persona aparte de Tynan y Baxter ha oído hablar jamás del Documento R… excepto yo mismo, claro.

– Señor Radenbaugh, dígame de qué se trata.

– La R es la inicial de Reconstrucción: el Documento de la Reconstrucción.

– ¿Reconstrucción de qué? ¿De los Estados Unidos?

– Exactamente. El Documento R era un plan secreto destinado a complementar y completar la Enmienda XXXV. Era un proyecto para reconstruir los Estados Unidos convirtiéndolos en un país sin criminalidad bajo el imperio de la Enmienda XXXV. El documento constaba de dos partes. Baxter sólo estaba al corriente de la primera. Me dijo que Tynan estaba todavía elaborando la segunda. La primera parte era el programa piloto.

– ¿El programa piloto? -preguntó Collins perplejo-. ¿Qué es eso?

– A ello voy. Ya le he dicho que el autor de la Enmienda XXXV fue Tynan. Pues bien, la concibió del siguiente modo. Tratando de desarrollar nuevas leves que presentar a la consideración del presidente y del Congreso, leyes capaces de poner punto final a la rápida escalada del crimen en la nación, a Tynan se le ocurrió la idea de realizar un estudio acerca de las comunidades de los Estados Unidos en las que no se registra criminalidad o bien se registra muy poca. Si había ciudades con unos índices de criminalidad sorprendentemente bajos, ¿cuáles eran los elementos de las estructuras de dichas comunidades que hacían posible tal resultado?

– Hasta ahora, todo muy razonable -reconoció Collins.

– Hasta ahora -dijo Radenbaugh-. Bueno, pues entonces los colaboradores de Tynan acudieron a las computadoras y de éstas surgió un puñado de comunidades casi exentas de criminalidad. En todos los casos, se trataba de ciudades de empresa.

– ¿Ciudades de empresa?

– En los Estados Unidos las hay a montones. Por regla general, se trata de comunidades creadas alrededor de una empresa determinada a la que están dedicados por entero. Digamos, por ejemplo, Morenci, en Arizona, donde la Phelps Dodge posee sus minas de cobre a cielo abierto. Todas las casas, tiendas y edificios comerciales son propiedad de la Phelps Dodge, así como todos los servicios públicos. La vida de toda la comunidad está controlada por la empresa. Ahora bien, no todas las ciudades de empresa están exentas de criminalidad. Yo no sé si Morenci lo está. Pero en determinadas localidades seleccionadas los delitos eran prácticamente inexistentes. Se trataba, en general, de pequeñas y alejadas comunidades en las que una sola empresa o persona dominaba la vida de toda la ciudad.

– Una dictadura.

– En cierto modo. Al menos, un lugar en el que existían poderosos y severos controles económicos y sociales. Entre estas localidades prácticamente exentas de criminalidad que Tynan descubrió, hubo una que le atrajo especialmente. Ostentaba la mejor marca. No se había producido en ella prácticamente ningún crimen ni desorden. Se llamaba Argo City, y era enteramente propiedad de la empresa Altos Hornos y Refinerías Argo, de Arizona. Tynan llevó a cabo un exhaustivo estudio acerca de esta comunidad. Descubrió el secreto del récord de Argo City. Descubrió que en aquella comunidad se había suspendido la Ley de Derechos, es decir, se había suspendido buena parte de las libertades de la Ley de Derechos. Y, según parece, los habitantes no protestaban. Se conformaban porque se sentían económica y físicamente satisfechos. Sobre la base de las estructuras legales de aquella ciudad, Tynan desarrolló la idea de la Enmienda XXXV. Llegó a la conclusión de que lo que podía dar resultado en Argo City, Arizona, también podría dar resultado en todo el territorio de los Estados Unidos de Norteamérica.

– Fascinante -dijo Collins-. Y diabólico.

– Aún más diabólico fue lo que Tynan hizo con esta ciudad. Tenía que estar seguro de que todos los aspectos de la Enmienda XXXV darían resultado en la vida real. Y utilizó a los habitantes de Argo City en calidad de conejillos de Indias. ¿Cómo consiguió introducir a sus agentes y llevar su propósito a la práctica? Realizó una investigación acerca de la empresa que ejercía su dominio sobre la localidad y descubrió que la Altos Hornos y Refinerías llevaba años practicando el fraude fiscal. Tynan ejerció presión sobre la junta directiva y rápidamente se cerró el trato. Si Tynan no informaba de sus hallazgos al Departamento de Justicia, ellos les concederían a él y a sus colaboradores mano libre en el gobierno de la comunidad. Y de este modo, tal como lo hubiera hecho un Comité de Seguridad Nacional bajo la Enmienda XXXV, Tynan dirigió un prototipo de comité de seguridad en Argo City. Era su terreno de prueba para verificar el funcionamiento de la Enmienda XXXV.

– Santo cielo, es increíble -exclamó Collins-. ¿Quiere usted decir que existe hoy en día una ciudad sin Ley de Derechos?

– Por lo que a mí me consta, existe.

– Pero eso no puede ser en una democracia. Es ilegal.

– Será legal una vez la Enmienda XXXV sea ratificada en California -dijo Radenbaugh-. Sea como fuere, los resultados de ese experimento constituyen la primera mitad del Documento R.

– ¿Y la segunda mitad?

– No la conozco -repuso Radenbaugh levantando las manos.

Collins reflexionó acerca de lo que acababa de escuchar.

– No me cabe en la cabeza que haya podido estar ocurriendo tal cosa. ¿Qué me dice de los resultados? ¿Fueron positivos en Argo City?

Radenbaugh miró fijamente a Collins.

– Debería usted verlo por sí mismo -dijo-. ¿Le gustaría?

– Vaya si me gustaría. Quiero llegar hasta el fondo de esta cuestión. Hay muchas cosas en juego. ¿Se correrá mucho riesgo?

– No acuden muchos visitantes a esa ciudad. Al menos eso me dijeron. Pero, si fuéramos únicamente nosotros dos, no llamaríamos la atención.

– Tal vez seamos tres.

– ¿Tres? -preguntó Radenbaugh-. Eso podría ser peligroso.

– Vale la pena correr el riesgo -dijo Collins.

Nada más llegar a Washington, Chris Collins había ordenado que se llevara a cabo una urgente investigación acerca de las ciudades de empresa de los Estados Unidos en general y de Argo City, Arizona, en particular.

La investigación se había efectuado discreta y rápidamente, y ahora, cuatro días más tarde, sobre el papel secante de su enorme escritorio del Departamento de Justicia tenía ante sí las correspondientes carpetas conteniendo los datos.

Empezó a revisarlos. Observó inmediatamente que la ciudad de empresa norteamericana constituía un natural e inocente fenómeno unido directamente al desarrollo de la nación. Si una empresa abría una mina en algún remoto lugar del país, era necesario que dispusiera de hombres que trabajaran en aquella mina. Para atraer a los trabajadores a semejante lugar, la empresa tenía que fundar una ciudad en la que las familias pudieran vivir. Para fundar esa ciudad, la empresa tenía que edificar casas, establecer negocios, desarrollar instalaciones deportivas y recreativas y organizar centros sanitarios. La compañía tenía que encargarse también del gobierno local y de la protección del orden público. A la larga, la compañía lo hacía todo por la gente y ésta a su vez se sometía al control de la compañía y acababa perteneciendo a la misma.

Collins leyó el informe. Estaba el caso de Pullman, Illinois -a unos dieciséis kilómetros de Chicago-, fundada por George M. Pullman, el millonario que había ostentado el monopolio de los coches cama de ferrocarril. Pullman albergaba a sus doce mil empleados en su propia ciudad. Según la fotocopia que se adjuntaba de un artículo del Harper’s New Monthly Magazine de principios de siglo, «Las compañías Pullman lo dominan todo. Ningún individuo particular es propietario hoy en día de un solo metro cuadrado de terreno o de un solo edificio de la ciudad. Ninguna organización, ni siquiera una iglesia, puede ocupar otra cosa que no sean locales en alquiler. Saltan a la vista inmediatamente ciertos aspectos desagradables de la vida social… mala administración… favoritismo y nepotismo… una sensación generalizada de inseguridad. Nadie ve a Pullman como un verdadero hogar. El poder de Bismarck en Alemania es totalmente insignificante comparado con el poder de la autoridad que gobierna en el Pullman Palace Car Company de la ciudad de Pullman. Todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad están enteramente a su merced. He aquí una población en la que ni un solo de sus habitantes se atreve a expresar abiertamente su opinión acerca de la ciudad en la que vive».

Debido a que George M. Pullman agobiaba a sus empleados con unos precios de servicios públicos y unos alquileres mucho más elevados que los que regían en otras comunidades vecinas, los habitantes se rebelaron. Le demandaron y al final acabaron consiguiendo destruir su dominio sobre aquella comunidad de propiedad privada.

Pero lo de Pullman, Illinois, había constituido una excepción. La mayoría de las ciudades de empresa modernas parecían lugares en los que imperaba la honradez. Estaba Scotia, en California, propiedad de la Compañía Maderera del Pacífico; Anaconda, en Montana, propiedad de los Cobres Anaconda; Louviers, en Colorado, propiedad de E. I. du Pont de Nemours y Compañía; Sunnyside, en Utah, propiedad de la Compañía de Combustibles de Utah; Trona, California, propiedad de la Compañía Norteamericana de Potasas y Productos Químicos…

Y finalmente, en la última carpeta, estaba Argo City, en Arizona, propiedad de los Altos Hornos y Refinerías Argo… y de Vernon T. Tynan y el FBI.

El material de que se disponía acerca de Argo City era muy escaso, sospechosamente escaso. La investigación permitía distinguir inmediatamente la diferencia que se daba entre Argo City y las ciudades de empresa corrientes de otros lugares. En las ciudades de empresa corrientes no todo era propiedad de la empresa y no todo el mundo estaba dominado por ella. A veces las personas podían comprar y ser propietarias de sus casas. A veces la gente de fuera podía abrir negocios. Y, por regla general, podían vivir en la ciudad personas que no trabajaran para la empresa. En Argo City no ocurría tal cosa. Al parecer, todo -todas las casas, todos los negocios, todos los servicios públicos y gubernamentales- era propiedad de la empresa y estaba regulado por ella. No había la menor prueba de que ningún forastero -ninguna persona que no trabajara para la empresa- hubiera podido adquirir jamás una casa o abrir una tienda en toda la historia de la ciudad.

En Argo City no se había registrado ningún crimen o disturbio grave durante más de cinco años.

Era demasiado extraordinario -o demasiado horrible- para ser cierto.

Collins cerró la carpeta.

Sólo había un medio de conocer la verdad. Comprobarlo por sí mismo. Y si lo que iba a ver constituía un anticipo de lo que sería Norteamérica bajo la Enmienda XXXV, tendría que haber alguien, aparte de Radenbaugh y de sí mismo, que lo viera también, alguien que pudiera impedir, en caso necesario, la ratificación de la enmienda.

La decisión ya estaba adoptada.

Tomó el teléfono y llamó a su secretaria.

– Marion, ¿ya han retirado hoy los dispositivos de escucha de los teléfonos?

– Ya no es necesario, señor Collins. Esta misma mañana han instalado el equipo de interferencia que usted solicitó.

Collins se tranquilizó. Su teléfono disponía por fin de un aparato de interferencia, lo cual significaba que todas sus llamadas exteriores resultarían ininteligibles hasta que llegaran a su destino, en cuyo momento se eliminaría la interferencia y las conversaciones resultarían nuevamente inteligibles.

Con la seguridad que le proporcionaba esta precaución, tomó el teléfono y se dispuso a dar el siguiente paso.

– Póngame con el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, inmediatamente -dijo-. Si no está, localícele. Tengo que hablar con él ahora mismo.

En una calurosa y reseca mañana de un viernes de primeros de junio, habían convergido en Phoenix, Arizona, por avión, procedentes de tres lugares distintos.

Chris Collins, que había hecho su reserva de pasaje a nombre de C. Cutshaw, había llegado al aeropuerto de Sky Harbor de Phoenix -desde el Aeropuerto de la Amistad de Baltimore, vía Chicago- en un jet 727 de línea regular a las once y diecisiete minutos. Había sido el primero.

Poco después, Donald Radenbaugh, viajando con su nuevo nombre de Donan Schiller, había llegado desde Carson City, vía Reno y Las Vegas, en un DC9. Hubiera tenido que ser el primero y llegar a las diez y doce, pero su vuelo había sufrido un retraso de una hora y cuarto.

Por su parte, el presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, bajo el nombre de Joseph Lengel, tenía prevista su llegada desde Nueva York en un 707 a las once y cuarenta y seis minutos.

Habían acordado de antemano que Collins y Radenbaugh no esperarían a Maynard, dado que no sería prudente que los tres llegaran juntos a Argo City y se alojaran juntos en el hotel Constellation. Habían decidido que Collins y Radenbaugh se dirigirían inmediatamente a Argo City y que Maynard les seguiría más tarde.

Collins había estado esperando impacientemente en el aeropuerto hasta que se había anunciado la llegada del vuelo con retraso de Radenbaugh. No había reconocido a Radenbaugh hasta casi tenerle delante de sus narices. El especialista en cirugía estética de Nevada había realizado un buen trabajo. Algo le había ocurrido a su nariz, pues todavía aparecía ligeramente hinchada. Al quitarse las enormes gafas ahumadas, Collins había podido observar que le habían eliminado las bolsas de debajo de los ojos, sustituidas ahora por una especie como de ligeras magulladuras que ya estaban desapareciendo, y que los ojos eran más pequeños y de corte casi oriental. Todo su aspecto había experimentado una considerable modificación.

– ¿Señor Cutshaw? -había preguntado Radenbaugh con expresión divertida.

– Señor Schiller -había dicho Collins entregándole a Radenbaugh un sobre de gran tamaño-. Aquí tiene usted su bautismo oficial. Los de Denver han sido muy eficientes. Todo lo que pudiera usted desear saber acerca de Dorian Schiller se encuentra encerrado en ese sobre.

– No sé expresarle con palabras lo mucho que se lo agradezco.

– No es ni la mitad comparado con lo que yo le agradezco que nos acompañe al lugar al que hoy nos dirigimos. Espero que resulte ser lo que usted oyó decir que era. Entonces todo dependerá de John G. Maynard. -Collins había mirado el reloj de pared del edificio de la terminal.- Llegará dentro de unos veinte minutos. Tomará un taxi para dirigirse a Argo City. -Había hecho un gesto en dirección a la entrada.- Tengo fuera un Ford de alquiler.

Se habían dirigido al sudoeste atravesando los verdes y extensos campos con las relucientes hileras de los canales de riego antes de llegar a la vasta amplitud del desierto. Habían estado viajando un buen rato en dirección a la frontera mexicana.

Finalmente, habían llegado al letrero amarillo de señalización en el que podía leerse en letras negras:

ARGO CITY

Población: 14.000 habitantes

sede de altos hornos y refinerías argo

Radenbaugh, que se sentaba al volante, había señalado hacia el otro lado de Collins.

– Allí la tiene usted: la mina de cobre. Dos kilómetros y medio de anchura y aproximadamente unos ciento ochenta metros de profundidad. Ahí es donde trabaja la mayoría de la población masculina.

A los pocos minutos habían llegado al centro de Argo City: una sola calle principal asfaltada con cuatro o cinco travesías. Collins había podido identificar varios de los pulcros y bien conservados edificios. Había unos grandes almacenes de fachada de cristal; la oficina de Correos, el teatro de Argo City, algo llamado Taller de Conservación de la Ciudad, un pequeño y cuidado parque cuyos paseos conducían a la biblioteca pública de Argo City, un templo de la iglesia episcopal, de afilada aguja, un edificio de ladrillo de dos plantas identificado como la sede del Bugle de Argo City, probablemente el periódico local…

El edificio más elevado era precisamente el hotel Constellation, de cuatro plantas, en muy buen estado de conservación y, a pesar de su nombre, construido en estilo arquitectónico de reminiscencias hispánicas.

Tras dejar el coche en el aparcamiento de al lado y pasar frente a un comercio indio en el que vendían muñecas, cestos, objetos de cuero y plata y cerámica, habían entrado en el embaldosado vestíbulo del hotel, que rodeaba un patio central abierto.

– Parece el edificio J. Edgar Hoover en miniatura -había comentado Collins en voz baja-. Probablemente lo construyó Tynan.

Radenbaugh se había llevado un dedo a los labios.

– Ya basta, señor Cutshaw -había dicho sin apenas mover la boca.

En la recepción habían dado los apellidos de Cutshaw y Schiller, ambos de Bisbee, Arizona. Habían pedido unas habitaciones contiguas sólo hasta última hora de la tarde en que tenían previsto marcharse.

Un botones había cogido la cartera de Radenbaugh y el maletín de Collins y les había acompañado en el ascensor hasta el tercer piso. Una vez allí, les había conducido a sus habitaciones, situadas al fondo del fresco pasillo, y había abierto la puerta que separaba a ambas, examinando el aparato del aire acondicionado y esperando la propina. Recibida ésta, se acababa de marchar.

Ahora se encontraban solos en la habitación de Collins.

Habían acordado que esperarían la llegada de Maynard antes de salir a efectuar un recorrido por la ciudad.

– Cuando llegue despedirá el taxi -dijo Collins-. Regresaremos a Phoenix los tres juntos. Entonces ya dará lo mismo. -Se rascó la cabeza.- La ciudad me parece de lo más corriente. Todo lo que he visto me ha parecido perfectamente normal.

– Espere a ver otras cosas -dijo Radenbaugh abriendo su cartera de documentos-. Anoche hice una lista de todo lo que pude recordar que Noah Baxter me hubiera dicho acerca de este lugar al hablarme del Documento R.

– Y yo dispongo también de una lista de las cosas que tenemos que visitar o examinar, preparada por mi equipo de investigación -dijo Collins-. Juntemos las dos listas. Cuando llegue Maynard decidiremos qué es lo que resulta más prometedor y nos distribuiremos los cometidos.

Se pasaron un cuarto de hora preparando una lista general de lo que había en Argo City. Al terminar, se mostraron satisfechos de su labor.

– Sólo espero que en cuatro horas podamos averiguar lo que queremos -dijo Collins.

– Todo lo que podemos hacer es intentarlo -dijo Radenbaugh-. En realidad, todo dependerá de la forma en que la gente que veamos acoja nuestra historia. ¿Tiene usted la carta?

– Aquí la tengo -repuso Collins dándose unas palmadas sobre el bolsillo superior de la chaqueta-. No hay problema. De la noche a la mañana, alguien del Departamento de Justicia consiguió proporcionarme papel de cartas con el membrete de las Industrias Phillips. No sé cómo pero el caso es que lo consiguió. Entonces yo redacté una carta de presentación.

Revisaron y ensayaron de nuevo la historia que les iba a servir de tapadera y se dirigieron el uno al otro preguntas difíciles y sospechosas. La base de la falsa historia era que habían acudido a Argo City como representantes de las Industrias Phillips y que habían obtenido autorización de la compañía de Altos Hornos y Refinerías Argo para inspeccionar ciertas mejoras cívicas que se habían llevado a cabo en la ciudad. Las Industrias Phillips se podrían basar posteriormente en aquellas mejoras para la planificación de una reforma que se tenía el propósito de realizar muy pronto en Bisbee, Arizona.

– ¿Cuál va a ser el pretexto de Maynard? -preguntó Radenbaugh.

– La suya es una historia totalmente distinta. Nosotros hemos dicho que íbamos a marcharnos esta tarde. Él dirá que se queda a pasar la noche aquí, aunque en realidad luego se vaya con nosotros. Es un turista. Un abogado retirado de Los Ángeles. Viaja desde Los Ángeles a Tucson para visitar a su hijo y a su nuera y para ver a su nieto recién nacido. Si se ha detenido a pasar la noche en Argo City no es sólo para descansar un poco del largo viaje, sino también para estudiar la posibilidad de adquirir una casa aquí. Ya visitó en otra ocasión esta población y le pareció encantadora. Ahora está considerando la idea de quedarse a vivir aquí una buena temporada.

– No estoy muy seguro de que eso dé resultado -dijo Radenbaugh arrugando la hinchada nariz.

– Basta con que lo dé durante cuatro horas. Intentar convertirse en un habitante de Argo City, ¿se da cuenta? Eso nos permitirá averiguar un montón de cosas.

– Tal vez.

A Collins se le había ocurrido otra cosa.

– ¿Cree usted posible que alguien de aquí, no sé, el administrador de la ciudad, el director del periódico, el jefe de policía… quien sea, haya oído hablar del Documento R?

– Nadie. Ni siquiera la junta directiva de la Argo. Nadie sabe que son unos conejillos de Indias en el magistral plan que Tynan ha urdido para el próximo año y los años venideros en los Estados Unidos. El Documento R sólo puede conocerlo Vernon Tynan, y posiblemente su ayudante… nunca recuerdo cómo se llama…

– Harry Adcock.

– Sí, Adcock… Y, también, como es lógico, el difunto Noah Baxter. Después estamos mi hija, el sacerdote que le habló a usted de ello, usted y yo mismo. Dudo que haya alguna otra persona que lo haya oído nombrar.

– Usted me dijo que Argo City no era más que una parte del Documento R. Quiero conocer el resto. Abrigo la esperanza de que aquí podamos descubrir alguna pista.

– Es posible. Pero yo de usted no contaría demasiado con ello.

– Bueno, supongo que lo que importa es lo que hoy podamos averiguar aquí -dijo Collins.

– ¿Con vistas a la derrota de la Enmienda XXXV en California quiere usted decir?

– Sí. Caso de que no averigüemos nada…

– O de que seamos descubiertos y apresados…

– …me temo que tendré que arrojar la toalla. Ésa es la cuestión, Donald. Vamos a vivir una tarde de mucha tensión.

– Lo sé.

Collins se miró el reloj.

– John Maynard ya debería estar aquí.

Diez minutos más tarde Maynard llamaba a la puerta y entraba en la habitación de Collins. Lo parecía todo menos el digno e impresionante presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Con su sombrero marrón de ala ancha, sus gafas de sol, su camisa con los botones desabrochados, sus arrugados pantalones de color caqui y sus botas de media caña, parecía un viejo explorador que acabara de llegar a la ciudad tras pasarse dos semanas bajo el cegador sol del desierto.

– Ya estamos todos reunidos en este lugar dejado de la mano de Dios -dijo. El trayecto en taxi desde Phoenix hasta aquí ha resultado francamente molesto. He despedido el taxi. He hecho bien, ¿verdad?

– Sí -dijo Collins-. Regresaremos juntos.

Maynard arrojó el sombrero sobre la cama y se sentó.

– Pero ahora tenemos que empezar. No disponemos de mucho tiempo. -Miró a Radenbaugh.- Supongo que es usted Donald Radenbaugh.

– Perdónenme -se apresuró a decir Collins procediendo a presentarles formalmente.

Maynard miró fijamente a Radenbaugh.

– Espero que no nos estará haciendo usted perder el tiempo. Su información acerca de Argo City resultaba escalofriante, por decir algo suave. Espero que sea exacta.

– Me limité a informar de lo que le había oído decir al coronel Baxter -dijo Radenbaugh a la defensiva-. El Documento de la Reconstrucción estaba basado en el estudio que el director Tynan había realizado sobre Argo City.

– Mmmm… O sea que vamos a ver los Estados Unidos del futuro en microcosmos, vamos a ver cómo será nuestro país una vez sea ratificada e invocada la Enmienda XXXV. Mire, señor Radenbaugh, se lo diré con toda franqueza, me resulta difícil creer que se estén registrando aquí actualmente las condiciones de que le habló a usted el coronel Baxter. No creo que pueda haber una sola población de los Estados Unidos en la que pudieran darse esas condiciones durante mucho tiempo.

– Pues hay varias donde se dan, al menos hasta cierto punto -dijo Collins-. He llevado a cabo un estudio acerca de las ciudades de empresa. Si bien no hay ninguna tan totalitaria como al parecer es ésta, se registran en ellas terribles prácticas y limitaciones.

– Mmmm… Supongo que todo es posible. Si ello fuera cierto aquí en Argo City… -Maynard se perdió en sus pensamientos.- Bien, creo que eso arrojaría una nueva luz sobre todo este asunto. Tendremos que averiguar de primera mano y rápidamente lo que está ocurriendo. Señor Collins, ¿por dónde empezamos?

Collins ya estaba dispuesto y tomó sus notas.

– Yo sugeriría que usted, señor Maynard, empezara efectuando una visita a la agencia inmobiliaria. Al fin y al cabo, se supone que está usted considerando la posibilidad de trasladarse a vivir aquí. Después, en su calidad de abogado retirado, tal vez pueda entrevistarse con el juez local y, a través de éste, llegar hasta el sheriff. Visite también alguno de los almacenes, por ejemplo un supermercado, y procure entablar conversación con algunos de los clientes.

– No tan deprisa -dijo Maynard, que estaba garabateando sus cometidos en un trozo de papel que mantenía apoyado sobre sus rodillas.

Collins esperó un poco y después prosiguió:

– Si le da tiempo, eche un vistazo al Bugle de Argo City. Repase algún ejemplar atrasado. No dispondrá de mucho tiempo, pero tal vez ello le ofrezca la oportunidad de charlar un poco con algún periodista o con el director.

– Voy a tener que emplear mucha imaginación -dijo Maynard.

– Nos marcharemos de aquí antes de que empiecen a sospechar -dijo Collins-. En cuanto a Donald y a mí, visitaremos la biblioteca y la oficina de Correos e intentaremos hablar con el administrador de la ciudad. Llegaremos hasta donde podamos. Es necesario que los tres hablemos con la mayor cantidad de ciudadanos posible. Por ejemplo, a la hora de almorzar, dirijámosles algunas preguntas a las camareras. O abordemos a la gente por la calle para que nos facilite alguna indicación y procuremos entablar conversación. Vamos a ver… -Se miró el reloj.- Ahora es la una y catorce minutos. Tendríamos que reunirnos de nuevo aquí en mi habitación a las cinco de la tarde y cotejar nuestros hallazgos; es posible que para entonces ya hayamos conseguido averiguar la verdad. ¿Vamos pues? Salga usted primero, señor Maynard.

– Maynard se levantó, se puso el sombrero y abandonó la estancia. Cinco minutos más tarde, Collins hizo un gesto a Radenbaugh y ambos salieron juntos de la habitación y se dirigieron al ascensor. Iban a empezar la inspección de Argo City.

El administrador de la ciudad se ajustó las gafas de montura dorada sobre el caballete de la nariz y les miró desde el otro lado del escritorio vacío de papeles. Había una radiante expresión en su redondo y rosado rostro, por encima de su corbata de pajarita.

– Me temo que no puedo dedicarles más tiempo, caballeros -dijo señalando el reloj eléctrico que había sobre el escritorio-. Las cuatro y cuarto. Tengo otra visita esperando.

Se levantó de su asiento, rodeó el escritorio y acompañó a Collins y a Radenbaugh hasta la puerta.

– Me alegro de que hayan venido por aquí, señores -dijo el administrador de la ciudad-. Espero haberles podido ser de utilidad. Y recuérdenlo, una comunidad atractiva hace atractivas a las personas y promueve la paz. Tal como ya les he dicho, y el sheriff se lo podrá confirmar, en Argo City se produce anualmente un puñado de delitos de menor cuantía pero ningún delito grave. Llevamos cinco años sin que hayan ocurrido desórdenes, justamente desde que las fuerzas del orden locales prohibieron las reuniones públicas. Nuestros funcionarios civiles se muestran satisfechos y resultan eficientes. Siempre hay alguna que otra manzana podrida, como la profesora de historia de quien les he hablado, pero nos libraremos rápidamente de ella y no se producirá ningún daño. Bien, les deseo mucha suerte en su labor de reforma y reconstrucción de Bisbee. Con sólo que consigan la mitad de lo que nosotros hemos logrado, podrán sentirse orgullosos de los resultados. Cuando vean al señor Pitman de las Industrias Phillips salúdenle de mi, parte.

El administrador esperó a que Collins y Radenbaugh se hubieran marchado y después entró de nuevo en su despacho. Entonces observó que su secretaria le había seguido.

Percatándose de la expresión de perplejidad de ésta, el administrador de la ciudad le preguntó:

– ¿Qué sucede, señorita Hazeltine?

– Los dos señores que acaban de marcharse… ¿no han dicho que habían venido para obtener información con vistas a la planificación de una reforma en Bisbee?

– Exactamente.

– Pues debe de tratarse de un error, señor. La ciudad de Bisbee fue completamente reformada hace muy pocos años. Tenemos en nuestros archivos toda una serie de datos de la Cámara de Comercio de Bisbee.

El que estaba perplejo ahora era el administrador de la ciudad.

– No puede ser.

– Se los mostraré.

Minutos más tarde, el administrador de la ciudad empezó a revisar toda una serie de recortes de periódicos, fotografías y mapas de Bisbee, Arizona, en los que se reflejaba el trabajo de reconstrucción de varias partes de la ciudad.

Se quedó anonadado. Inmediatamente estableció contacto telefónico directo con el señor Pitman, de las Industrias Phillips de Bisbee.

Y después llamó al sheriff.

– Mac, dos forasteros se han presentado por aquí haciéndose pasar por representantes de las Industrias Phillips -rama de Bisbee- y me han hecho toda una serie de preguntas indiscretas. Traían una carta de presentación de Pitman, de las Industrias Phillips y resulta que éste jamás ha oído hablar de ellos. No me gusta nada todo esto, Mac. ¿Les detenemos?

– No. Sin averiguar antes quiénes son, no. Ya conoce usted las órdenes.

– Pero, Mac…

– Déjelo de mi cuenta. Me pondré inmediatamente en contacto con Kiley. Él sabrá lo que debe hacerse.

En la segunda planta de la Escuela Superior de Argo City, la señorita Watkins, una pulcra mujer de mediana edad y severo aspecto, había abandonado su clase con el fin de reunirse con Collins y Radenbaugh en el pasillo.

Me ha llamado el director. Ha dicho que deseaban ustedes verme. ¿En qué puedo servirles?

– Hemos oído decir que había sido usted despedida, señorita Watkins -empezó a decir Collins-. Queríamos hacerle algunas preguntas.

– ¿Quiénes son ustedes?

– Pertenecemos a la junta escolar de Bisbee. Estamos realizando un estudio acerca del sistema escolar de Argo City. Estábamos hablando con el administrador de la ciudad cuando éste nos ha mencionado su caso. Ha dicho que se había usted desviado…

– ¿Que me había desviado? -repitió ella perpleja-. Estaba cumpliendo con mi deber. Estaba enseñando historia norteamericana.

– Sea como fuere, le han comunicado el despido.

– Sí, hoy es mi último día de clase.

– ¿Puede decirnos qué ocurrió? -preguntó Radenbaugh.

– Casi me avergüenza decirlo -repuso ella-. Es demasiado ridículo. Mi clase estaba a punto de iniciar un estudio acerca de los padres de la patria. Para animar un poco el estudio, me acordé de un viejo recorte de periódico que conservaba en Wyoming, donde vivía antes de trasladarme aquí. -Rebuscó en su bolso, sacó un amarillento recorte de periódico y se lo entregó a Collins.- Se lo leí a mis alumnos…

Collins y Radenbaugh leyeron la noticia de la Associated Press:«Sólo una persona de cada cincuenta abordadas en las calles de Miami por un reportero accedió a firmar una copia mecanografiada de la Declaración de Independencia. Dos personas le calificaron de ‘basura comunista’, otra amenazó con llamar a la policía… -La señorita Watkins les señaló la última parte del escrito.- Otras personas que se molestaron en leer los tres primeros párrafos hicieron comentarios parecidos. Una de ellas dijo: ‘Eso es obra de un chalado.’ Otra comentó: ‘Habría que llamar al FBI para que se enterara de estas tonterías.’ Y otra calificó al autor de la Declaración de ‘revolucionario exaltado’. Y cuando el reportero distribuyó un cuestionario entre trescientos miembros de un joven grupo religioso con un resumen de la Declaración de Independencia, un veintiocho por ciento de ellos contestó que aquel resumen había sido escrito por Lenin.»

La señorita Watkins volvió a guardarse el recorte en el bolso.

– Tras habérselo leído, les dije a mis alumnos que no permitiría que pasaran por mi curso sin haber leído como Dios manda la Declaración de Independencia y la Constitución y sin haber comprendido estos dos documentos fundamentales.

– ¿Se refirió usted a la Ley de Derechos? -preguntó Collins.

– Pues claro. Forma parte de la Constitución, ¿no? Es más, comenté ante mis alumnos las libertades y los derechos civiles fundamentales. Mis alumnos reaccionaron muy favorablemente. No obstante, algunos de ellos lo comentaron en su casa con sus padres y todo se empezó a exagerar y falsear y, en un abrir y cerrar de ojos, el director de la Junta Educativa de Argo City me calificó de alborotadora. ¿Alborotadora? Pero, ¿qué alboroto? Yo dije que me había limitado a enseñar historia. Él insistió en que me había dedicado a fomentar la disensión y me dijo que, por este motivo, tendría que despedirme. En realidad, sigo sin entender lo que ha ocurrido.

– ¿Y no va usted a protestar por este despido? -preguntó Radenbaugh.

La señorita Watkins pareció sorprenderse ante aquella sugerencia.

– ¿Protestar? ¿Ante quién?

– Debe de haber alguien.

– No hay nadie. Y, aunque lo hubiera, no me atrevería a hacerlo.

– ¿Por qué no? -insistió Radenbaugh.

– Porque no quiero meterme en líos. Quiero que me dejen en paz. Me gusta vivir y dejar vivir.

– Pero es que no van a dejarle vivir, señorita Watkins -terció Collins-. Al menos, no como a usted le gusta.

– No sé -dijo ella momentáneamente confusa-. Me imagino que aquí debe de haber ciertas normas, como en todas partes. Yo debo de haber quebrantado alguna sin querer. Pero no tengo la menor intención de organizar un… un escándalo público. No, no pienso hacerlo.

– ¿Qué sucedió la última vez que enseñó usted la Constitución? -preguntó Collins.

– No la había enseñado nunca. Yo enseñaba historia europea. La esposa del administrador de la ciudad era quien enseñaba historia norteamericana, pero se retiró en el último semestre y yo pasé a sustituirla.

– ¿Qué va usted a hacer ahora, señorita Watkins? ¿Se quedará en Argo City?

– Ni hablar, no me lo permitirían. Nadie se puede quedar a vivir aquí a no ser que trabaje para la empresa o la ciudad. No me ofrecerían ningún otro trabajo. Supongo que regresaré a Wyoming, no sé. Resulta todo muy desagradable. Francamente no sé qué he hecho de malo.

– ¿Quiere usted contarnos más cosas? -preguntó Collins.

– ¿Sobre qué?

– Sobre lo que ocurre aquí.

– Aquí no ocurre nada, lo que se dice nada -repuso ella con excesiva rapidez-. Creo que será mejor que vuelva a mi clase. Si ustedes me disculpan…

La profesora desapareció tras la puerta del aula.

– Si alguna vez el fascismo llega a los Estados Unidos, será porque la gente habrá votado en su favor. ¿Quién dijo eso, Chris? -preguntó Radenbaugh mirando a Collins.

– Amén -dijo Collins tomando a Radenbaugh del brazo-.

– Será mejor que regresemos al hotel. Tenemos que adoptar muchas decisiones.

A las cinco y cinco los tres se hallaban ya reunidos en la habitación de Chris Collins del Hotel Constellation.

Collins fue quien primero tomó la palabra dirigiéndose al presidente del Tribunal Supremo, Maynard, que acababa de sentarse sobre el duro colchón de la cama tras quitarse el sombrero y que ahora se estaba enjugando el sudor de la frente.

Y bien, señor Maynard, ¿qué ha averiguado usted?

– En una palabra es… es… un escándalo -contestó Maynard con expresión aturdida.

– Increíble -dijo Collins conviniendo con él.

– ¿Quién hubiera podido imaginarse que pudieran suceder tales cosas en los Estados Unidos?

– Pues vaya si están sucediendo -dijo Collins con expresión sombría-. La gente de aquí está tan adoctrinada que ni siquiera se da cuenta de lo que le ocurre.

– Sí, ésta ha sido también mi impresión -dijo Maynard asintiendo enérgicamente.

– Es tarde -dijo Collins-. Creo que cuanto antes nos vayamos de aquí y regresemos a Phoenix, mejor. Lo podremos comentar todo con más detalle en el automóvil. Ahora permítame que le resuma lo que Donald y yo hemos descubierto. Hemos hecho muchas cosas y hemos hablado con mucha gente. Los resultados han sido muy interesantes.

– Yo también -dijo Maynard-. Hasta he hablado con el sheriff y con el director del periódico. Hablan y no se dan cuentade lo que dicen. Se ha convertido en su estilo de vida. Jamás había visto, ni aquí ni en el extranjero, por lo menos desde la segunda guerra mundial, una población que llevara una existencia tan de robot como la de aquí. O que viviera bajo una opresión más insidiosa.

Collins se levantó y empezó a pasear nerviosamente por la estancia.

– Permítame explicarle en esencia lo que Donald y yo hemos descubierto. La compañía Altos Hornos y Refinerías Argo ostenta la propiedad de los únicos comercios de alimentación y prendas de vestir de la ciudad. A los empleados de las minas se les paga un salario, pero también se les entrega unas libretas de cupones que sólo son válidos en los comercios propiedad de la empresa. Cuando no disponen de dinero pueden utilizar vales para comprar a crédito. Y la mayoría de ellos acaban empeñados con la empresa.

– Una forma sutil de esclavitud económica -añadió Radenbaugh.

– Pero hay otras muchas cosas que no son tan sutiles. La empresa es propietaria de todas las tierras, es propietaria o bien controla el ayuntamiento, la oficina del sheriff, las escuelas, el hospital, el teatro, la oficina de Correos, la iglesia, los talleres de reparaciones, el periódico de la ciudad y,este hotel en el que nos encontramos. El bibliotecario de la empresa prohíbe libros… pero no libros sobre el sexo sino sobre historia y política. La oficina de Correos «reconoce» que es el eufemismo con el que se indica que abre toda la correspondencia de entrada y salida. La junta escolar establece qué es lo que deben enseñar los profesores. El sheriff se encarga de que los vendedores callejeros y los viajantes de comercio no obtengan permisos. El hotel no permite que nadie se aloje en el mismo más de dos días. Los forasteros son detenidos por vagabundos a los tres días. La empresa somete a censura los sermones del pastor. Los hombres y mujeres solteros se alojan, separados según el sexo, en cuatro casas de huéspedes de la empresa que están llenas de confidentes. En cuanto a las viviendas en general…

– Yo he echado un vistazo a ese asunto -dijo Maynard-. He simulado estar considerando la posibilidad de adquirir una casa para trasladarme a vivir aquí. Ha sido inútil. Sólo los empleados de la Argo pueden adquirir casas. La empresa es la titular de las hipotecas de todas las casas que se adquieren. Los pagos dela hipoteca se deducen del salario. Si el propietario decide abandonar la ciudad, tiene que volver a vender la casa a la empresa.

En el caso de las viviendas de alquiler, el alquiler se deduce también de la paga.

– Más esclavitud -dijo Radenbaugh.

Collins se acercó a Maynard.

– ¿Qué más ha averiguado?

– Lo suficiente como para que me sienta asqueado -repuso Maynard-. Jamás me había tropezado con un desprecio tan descarado por la Ley de Derechos. En determinado momento, me he detenido a tomar algo en un bar de la empresa. Mientras esperaba y por curiosidad, he garabateado sobre una servilleta… bueno, en realidad, sobre dos, he garabateado, digo, los derechos fundamentales que garantizan las diez primeras enmiendas de la Constitución, es decir, la Ley de Derechos que entró en vigor en diciembre de 1791. Al lado de cada una de las enmiendas, he anotado la forma en que ésta era observada en Argo City. Oigan esto… -Se sacó del bolsillo de la chaqueta las dos servilletas y se cambió las gafas de sol por otras de lectura de lentes cuadradas-. Oigan esto -repitió Maynard-. La Enmienda I garantiza la libertad de religión, prensa y expresión y los derechos de reunión y recurso. Aquí, en Argo City, o se acude a una sola iglesia o no se acude a ninguna. Se lee un solo periódico que es el Bugle. Todos los periódicos de otros lugares y la mayoría de las revistas están prohibidos. ¿Lo sabían ustedes? La televisión sólo consta de una emisora local en UHF, controlada por la empresa, claro. Los programas nacionales se graban en «videotape» y sólo algunos de ellos se pasan posteriormente. Lo mismo ocurre con la radio. Sólo se retransmiten programas grabados. Todos los aparatos de radio los vende la compañía y van provistos de unos filtros de banda que impiden recibir las transmisiones de Phoenix o de otras ciudades. La libertad de expresión está totalmente abolida. Como se diga lo que no se debe, un confidente se encarga de comunicarlo a la empresa. Se queda uno sin trabajo y sin vivienda. No están autorizadas las reuniones públicas ni las manifestaciones. La última de ellas tuvo lugar hace cuatro años. Fue disuelta y los trabajadores que protestaban por la falta de normas de seguridad fueron detenidos. La cárcel resultaba demasiado pequeña para poder albergarles, pero, sin que nadie lo sepa, existe un campo de internamiento en las afueras de la ciudad, en el desierto…

– ¿Un campo de internamiento? -preguntó Collins parpadeando y recordando su desplazamiento al lago Tule en compañía de su hijo Josh.

– Sí. Cuatro semanas de confinamiento en aquel campo acabaron con todas las protestas. Jamás ha vuelto a haber ninguna otra. -Maynard trató de seguir leyendo sus garabatos de la primera servilleta.- La Enmienda II garantiza al ciudadano el derecho a la tenencia de armas, es decir, garantiza a cada estado el derecho a disponer de unas fuerzas armadas. No ocurre así en Argo City. Aquí sólo puede llevar armas un grupo escogido de altos empleados de la empresa que gozan de plena confianza. La Enmienda III dice que ningún soldado puede alojarse en el domicilio de un particular sin el consentimiento del propietario. Hace cinco años se estableció una norma por la cual, en tiempos de emergencia, los componentes de la policía pueden trasladarse a vivir al domicilio de cualquier ciudadano. La Enmienda IV prohibe los registros injustificados. En Argo City una ordenanza autoriza a los hombres del sheriff a entrar sin orden judicial en cualquier vivienda. La Enmienda V protege al acusado de un delito mayor y le garantiza el correspondiente proceso, y afirma que nadie tiene por qué ser testigo contra sí mismo. Como es lógico, los jueces son nombrados por la empresa. La Enmienda VI garantiza al acusado de cualquier delito un juicio rápido, un jurado imparcial, un careo con testigos que declaren contra él y la ayuda de un abogado defensor. En Argo City puede uno pudrirse en la cárcel indefinidamente antes de que le sometan a juicio. Aquí no existen jurados. Un solo juez actúa de juez y jurado, tanto si ello gusta como si no. Los testigos de cargo no necesitan comparecer personalmente. El abogado defensor lo facilita la empresa. -Maynard lanzó un suspiro.- Tal como dijo Stanislaw Lec en cierta ocasión, «la administración de la injusticia siempre está en buenas manos».

– Sinvergüenzas -murmuró Radenbaugh-. Aunque se equivocaron al juzgarme, yo tuve por lo menos doce jurados y pude elegir mi propio abogado defensor.

Maynard tomó la segunda servilleta y siguió leyendo.

– La Enmienda VII también garantiza el derecho a un juicio por el sistema de jurados en los delitos de derecho consuetudinario. Ello es totalmente ignorado en Argo City. La Enmienda VIII garantiza una fianza no excesiva y protege al ciudadano contra las multas igualmente excesivas y los castigos crueles o insólitos. Bueno, pues aquí, por un simple delito menor, se fija una fianza tan elevada que el acusado no tiene más remedio que pudrirse en la cárcel hasta que le juzguen. No he podido averiguar la cuantía de las multas, pero al parecer los castigos son crueles e insólitos. Los culpables pierden sus viviendas. Las protestas y los delitos mayores le envían a uno a un campo de internamiento cercado por alambre de púas en el cálido desierto. Cualquiera sabe qué otras disposiciones contemplan sus códigos. La Enmienda IX salvaguarda otros derechos no especificados en la Constitución. A este respecto, no he conseguido averiguar gran cosa, como no sea el hecho de que los ciudadanos de Argo City no poseen unos derechos demasiado claros, a excepción del derecho a comer y dormir en determinadas condiciones. La Enmienda X reserva todos los poderes no delegados en el gobierno federal, según la Constitución, a los estados y al pueblo. Aquí resulta evidente que todos los poderes delegados por la Constitución en el gobierno federal, los estados o el pueblo están totalmente controlados por la empresa.

– O por Vernon T. Tynan -dijo Collins.

– O por Tynan, sí -dijo Maynard conviniendo con él. Se había vuelto a guardar las servilletas en el bolsillo-. Señores, ¿cómo es posible que haya ocurrido tal cosa? El gobierno federal no tiene conocimiento de lo que está sucediendo aquí. Pero el estado de Arizona… Sería lógico suponer que el estado conociera la situación y actuara en consecuencia.

– No, yo comprendo muy bien que pueda darse esta situación -dijo Randeubaugh-. En una proporción de diez a uno, la Comisión Empresarial de Arizona, que es la que teóricamente debería controlar las empresas, está controlada por la Argo. Tynan descubrió algunas irregularidades cometidas por la Argo y decidió exigirles su colaboración en su gran experimento.

– Es la situación más espantosa que he visto jamás -dijo Maynard con voz sumamente agitada.

– No podemos cruzarnos de brazos sin hacer nada -dijo Collins-. En mi calidad de secretario de Justicia, tengo que intervenir. Puedo enviar aquí a un equipo de investigadores…

– No -le interrumpió Maynard levantando la mano-, ésa no debe ser nuestra preocupación más inmediata. Argo City, con sus catorce mil habitantes, no es lo más grave en estos momentos, porque no es más que una parte de un problema mucho más complejo. Usted mismo lo ha dicho, señor Collins. Están en juego otras muchas cosas… muchas más.

– Se refiere usted a la Enmienda XXXV.

– Sabemos que la comunidad exenta de criminalidad de Argo City le inspiró al director Tynan la idea del desarrollo de la Enmienda XXXV. Sabemos que en el transcurso de los últimos cuatro años ha comprobado y corregido diversos aspectos de la enmienda utilizando Argo City en calidad de laboratorio de experimentación de la supresión de libertades y la represión. Sabemos que hoy hemos visto un adelanto de lo que serán los Estados Unidos dentro de un año y en los años venideros si California ratifica la Enmienda XXXV y la convierte en parte de nuestra Constitución. -El presidente del Tribunal Supremo se levantó y cruzó la habitación pensativo. Parecía debatirse en un conflicto interno. Pero, al regresar junto a Collins y Radenbaugh, resultaba evidente que había llegado a una conclusión.- Señores -dijo-, he adoptado una decisión. En lo que de mí dependa, California no ratificará la Enmienda XXXV.

Collins no pudo ocultar su alborozo.

– ¿Va usted…? ¿Qué piensa usted hacer, señor Maynard?

– Voy a hacer lo que le prometí que haría si usted me demostraba con pruebas que nuestra democracia está corriendo un auténtico peligro -repuso Maynard-. Me ha mostrado usted una parte del Documento R, al parecer el plan magistral del director Tynan. He visto aceptar el fascismo a cambio de la seguridad. Y veo que este fascismo se extenderá a toda la nación bajo el disfraz de la ley. No puedo permitir que ello ocurra. -Maynard miró fijamente a Collins.- Primero voy a hablar con el presidente. Intentaré persuadirle de que modifique su postura. Si no lo consigo, hablaré públicamente. Si mi influencia, señor Collins, es tan grande como usted supone, no habrá Enmienda XXXV, no habrá en los Estados Unidos más localidades como Argo City y cesará nuestra angustia.

Collins tomó la mano de Maynard y la estrechó efusivamente. Radenbaugh asintió con gesto aprobatorio.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Maynard con aspereza-. Voy a mi habitación a por mis cosas. Me reuniré con ustedes en el pasillo exactamente dentro de un par de minutos.

Maynard se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

Collins y Radenbaugh recogieron alegremente sus cosas disponiéndose a salir. Ya junto a la puerta, Collins le preguntó a Radenbaugh:

– ¿Dónde va usted a ir desde Phoenix, Donald?

– Supongo que regresaré a Filadelfia.

– Venga a Washington. No puedo incluirle a usted en la nómina federal, pero puedo incluirlo en la mía personal. Le necesito. Nuestra misión no ha terminado. Una vez Maynard haya derrotado la Enmienda XXXV, necesitaremos un nuevo programa capaz de sustituirla, un programa que nos permita reducir el índice de criminalidad sin tener que sacrificar a cambio nuestros derechos civiles.

Radenbaugh estaba conmovido.

– ¿De veras puedo serle útil? Me encantaría, pero…

– Vamos. No perdamos el tiempo.

En el pasillo se reunieron con Maynard, que acababa de salir de su habitación. Descendieron juntos en el ascensor. Collins pagó en recepción la cuenta de los tres, y juntos cruzaron el vestíbulo saliendo a la soleada tarde.

Mientras Collins y Radenbaugh se dirigían al aparcamiento, Maynard se detuvo para adquirir la última edición del Bugle de Argo City en el tenderete de un ciego con barba que se encontraba situado junto a la entrada del hotel. Al escuchar el tintineo de las monedas, los ojos del vendedor, cubiertos por unas gafas ahumadas, no se alteraron, pero su boca se curvó en una sonrisa de agradecimiento.

Maynard se apresuró a dar alcance a sus compañeros. Minutos más tarde, Radenbaugh se sentaba al volante del Ford y, atravesando Argo City, los tres emprendían el camino hacia Phoenix y el aire libre.

Junto a la entrada del hotel Constellation, el vendedor ciego se guardó el dinero en el bolsillo, se levantó y apiló los periódicos que le quedaban sobre el tenderete.

Golpeando el suelo con su blanco bastón, pasó frente al hotel, siguió caminando en dirección al aparcamiento y después giró hacia la estación de servicio de la esquina. Siguiendo a su bastón, se encaminó sin vacilar hacia la más cercana de las dos cabinas telefónicas que había en la parte de atrás.

Penetró en la cabina, cerró la puerta y dejó el bastón apoyado en un rincón. Finalmente, volviendo la cabeza, se quitó las gafas ahumadas, se las guardó en el bolsillo, descolgó el teléfono, introdujo una moneda en la ranura y estudió distraídamente los números del disco mientras esperaba.

Contestó la telefonista. Él le facilitó el número y, a los pocos instantes, introdujo las monedas de cuarto de dólar.

Esperó. El teléfono estaba sonando. Se escuchó una voz desde el otro extremo de la línea.

– Por favor, póngame con el director Vernon T. Tynan lo más rápido posible. Es muy urgente -dijo en tono apremiante-. Dígale que es el agente especial Kiley informando desde la Oficina de Campaña R.

Esperó de nuevo, pero sólo unos segundos.

Escuchó con toda claridad la voz de Tynan, en la que se advertía también el mismo tono apremiante.

– ¿De qué se trata?

– Señor director. Aquí Kiley desde R. Eran tres. Sólo he podido reconocer a dos. Uno era el secretario de Justicia Collins. El otro era el presidente del Tribunal Supremo, Maynard… Sin la menor duda. Collins y Maynard…