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Eran las dos menos cuarto de la madrugada y, a excepción de la luna, todo era oscuridad; Harry Adcock conducía despacio en medio de las tinieblas.
Por tercera vez en una hora, Vernon T. Tynan, sentado en el asiento de al lado, le preguntó:
– ¿Está seguro de que nadie sabe que hemos salido de la ciudad?
– Nadie, estoy completamente seguro -repuso Adcock tranquilizándole-. Hasta he dejado allí un falso programa de sus actividades de esta noche en Washington.
– Bien, Harry, muy bien. -Tynan escudriñó a través del parabrisas contemplando el denso follaje y los árboles que protegían aquella carretera secundaria tan poco transitada.- No veo absolutamente nada. ¿Está seguro de que sabe dónde nos encontramos?
– Estoy siguiendo al pie de la letra las instrucciones que me ha facilitado el director -repuso Adcock-. Jenkins me lo ha explicado con toda claridad.
– ¿Tardaremos mucho en llegar?
– Ya falta poco, jefe.
Habían efectuado el vuelo desde Washington a Harrisburg, Pennsylvania, en un pequeño jet privado. Se las habían arreglado para ser los únicos pasajeros. En el aeropuerto de Harrisburg les esperaba un Pontiac de alquiler. Adcock se había sentado al volante desde un principio y Tynan se había acomodado a su lado manteniendo abierto un mapa topográfico de la zona de Lewisburg con indicaciones en lápiz rojo. Habían dejado atrás Harrisburg, habían cruzado el puente del río Susquehanrra y habían seguido en dirección norte por la autopista 15 bordeando la orilla occidental del río. Habían tardado una hora y media, cubriendo una distancia aproximada de ochenta kilómetros, en llegar al primer punto señalado, es decir, a la Universidad de Bucknell, situada a la derecha. Y habían proseguido hasta llegar a la ciudad de Lewisburg, una ciudad espectral que se hallaba sumida en el sueño a aquellas horas de la madrugada.
Al pasar frente a la escuela superior de la ciudad, Adcock había aminorado la marcha del vehículo con el fin de poder consultar el mapa.
Después había dejado el mapa y había estudiado la calle que se abría ante ellos. Habían llegado al extremo más alejado de la ciudad.
Adcock señaló hacia la izquierda.
– Se gira aquí para ir a la entrada de la penitenciaría. Jenkins ha dicho que siguiéramos adelante por la autopista 15 en dirección noreste y que al llegar al Hospital Evangélico torciéramos a la izquierda y nos dirigiéramos al norte a lo largo de los muros de la penitenciaría…
– ¿Podrá vernos alguien a partir de aquí? -había preguntado Tynan intranquilo.
– No, jefe. Nadie nos verá. Además, fíjese en la hora que es. De todos modos, seguiremos un poco más y después giraremos otra vez al llegar a la carretera secundaria que atraviesa el bosque. A continuación seguiremos a través del bosque hasta que lleguemos al borde sur y entonces veremos los muros y la torre del depósito del agua de la penitenciaría, y allí es donde tendremos que esperar.
Ahora estaban avanzando a paso de tortuga a través del bosque.
Adcock se agachó sobre el volante y Tynan se inclinó y miró a través del parabrisas contemplando lo que parecía ser el final de la carretera y del bosque.
– Creo que ya hemos llegado -murmuró Adcock-. Ha dicho que a la derecha hay un claro. Sí, aquí mismo, ante nuestras propias narices. Ya estamos.
Se desvió de la carretera hacia la derecha, después giró bruscamente a la izquierda y estacionó. A cierta distancia pudieron distinguir la silueta de la parte central del muro de hormigón que rodeaba la prisión, la parte superior de varios edificios que había en el patio y dos torres de depósito de agua, una a la derecha y la otra detrás de la penitenciaría federal de Lewisburg.
Adcock se inclinó hacia el tablero de mandos y apagó los faros delanteros.
– Hay algunos tipos duros encerrados en ese agujero de máxima seguridad -dijo señalando las siluetas de los edificios.
– Algunos -dijo Tynan-. Pero Donald Radenbaugh no es de ésos. Es uno de los blandos, un preso político.
– No sabía que fuera un preso político.
– Técnicamente no lo es. Pero lo es. Sabía demasiado acerca de lo que estaba ocurriendo en las alturas. Y eso también puede ser un delito.
Tynan se removió en su asiento mirando a través del parabrisas y esperando.
Habían transcurrido varios minutos cuando Adcock tiró de la manga de Tynan.
– Jefe, me parece que ya se están acercando.
Tynan miró a través del parabrisas contrayendo los ojos y, al final, distinguió dos manchas de luz que se estaban acercando.
– Debe de ser Jenkins -dijo-. Sólo utiliza las luces de posición. Guardó silencio mientras contemplaba el avance del otro automóvil.- Muy bien -dijo súbitamente-, vamos a hacer lo siguiente. Yo me acomodaré en el asiento de atrás para hablar con él. Usted quédese donde está, sentado al volante. Puede escuchar. Pero no hable. Sólo hablaré yo. Usted limítese a escuchar. Ambos estamos metidos en esto.
Tynan abrió la portezuela del Pontiac, descendió, la cerró, abrió la portezuela trasera, subió y se colocó en un rincón del asiento.
El otro automóvil había penetrado en el claro y se había acercado a cosa de unos diez metros por detrás. El motor se detuvo. Las luces de posición se apagaron. Se abrió y se cerró una portezuela.
Se escuchó el crujido de unas pisadas.
El marchito rostro del director de la prisión Bruce Jenkins se inclinó y apareció al otro lado de la ventanilla de Adcock, que señaló con el pulgar hacia atrás. Jenkins apartó la cabeza y retrocedió acercando el rostro a la ventanilla de atrás. Tynan bajó el cristal hasta la mitad.
– Hola, Jenkins, ¿cómo está usted?
– Me alegro de verle, señor director. Bien, muy bien. Traigo conmigo a la persona que usted desea ver.
– ¿Algún problema?
– Pues, francamente, no. No se mostraba demasiado deseoso de verle a usted…
– No le gusto -dijo Tynan.
– … pero ha venido. Siente curiosidad.
– No me sorprende -dijo Tynan-. Será mejor que no perdamos el tiempo. Ya es muy tarde. Tráigamelo aquí. Que suba por la otra portezuela para que pueda sentarse a mi lado.
– Muy bien.
– Cuando hayamos terminado y él haya salido y usted le haya asegurado, vuelva aquí. Tal vez desee hablar con usted. Es posible que necesite pedirle alguna otra cosa.
– No faltaba más.
– Otra cosa, Jenkins. Por lo que respecta a este encuentro, jamás tuvo lugar.
– ¿Qué encuentro? -preguntó el director de la prisión esbozando una sonrisa.
Tynan esperó. Antes de que hubiera transcurrido un minuto, se abrió la otra portezuela trasera.
– Aquí está -dijo Jenkins asomando la cabeza.
Donald Radenbaugh se hallaba rígidamente de pie al lado del director de la prisión. Tynan no podía verle el rostro. Sólo podía ver que sus muñecas estaban juntas.
– ¿Va esposado? -preguntó.
– Sí, señor.
– Quítele las esposas, haga el favor. No se trata de una reunión de ese tipo.
Tynan escuchó rumor de llaves y vio cómo Jenkins abría las esposas y las retiraba. Observó después cómo el preso se frotaba las muñecas y oyó que el director le decía:
– Ahora ya puede acomodarse en el asiento de atrás.
Donald Radenbaugh se agachó para subir al automóvil. Su cabeza y su rostro resultaban ahora visibles. No había cambiado demasiado en el transcurso de aquellos casi tres años de reclusión. Estaba tal vez ligeramente más delgado, en su triste y holgado atuendo gris de presidiario. Era calvo, poseía un cerco de cabello rubio alrededor de la cabeza y patillas, y sus ojos daban la impresión de ser más pequeños como consecuencia de las bolsas que se observaban bajo ellos tras los cristales de las gafas de montura de acero. Poseía un cetrino y enjuto rostro, fina nariz puntiaguda, un pequeño y descuidado bigote rubio y un mentón poco pronunciado. Estaba pálido y como enfurruñado. Debía medir un metro setenta y cinco y pesar unos setenta kilos.
Había subido al automóvil y se había hundido en el asiento lo más lejos posible de Tynan:
Tynan no le ofreció la mano.
– Hola, Don -dijo.
– Hola.
– Hace mucho tiempo.
– Supongo que sí.
– ¿Le apetece un cigarrillo? Harry, déle un cigarrillo y su encendedor.
Radenbaugh extendió la mano para coger el cigarrillo y el encendedor. Una vez se hubo encendido el cigarrillo, le devolvió a Adcock el encendedor. Dio un par de profundas chupadas al cigarrillo, expulsó una nube de humo y pareció como si se tranquilizara.
– Bueno, Don -prosiguió Tynan-, ¿qué tal estamos?
– Menuda pregunta -repuso Radenbaugh con un gruñido.
– ¿Tan mal se está aquí? -preguntó Tynan en tono solícito-. Pensaba que le habían puesto en la biblioteca de la prisión.
– Estoy en la cárcel -dijo Radenbaugh amargamente-. Estoy en la cárcel, encerrado como una bestia, y soy inocente.
– Sí, lo sé -dijo Tynan-. Supongo que aquí jamás se puede estar bien.
– Es horrible -dijo Radenbaugh-. Hay de todo para proteger de nosotros a los de fuera: puertas correderas de acero, triples cerrojos, detectores en los muros de hormigón… Pero no hay nada para protegernos a nosotros de los de dentro: agresiones, acuchillamientos, violaciones, venta de droga… Los esbirros… me parece que ya estoy empezando a hablar como todos los demás, los guardianes procuran ser a cual más duro. Comida pésima, ninguna posibilidad de realizar ejercicio y una celda que mideun metro ochenta por tres metros. ¿Le gustaría pasarse los mejores años de su vida en un planeta de metro ochenta por tres metros? El gran acontecimiento consiste en que le corten a uno el cabello. O tal vez en recibir una carta de la propia hija. Es asqueroso. Sobre todo cuando uno es inocente. No abrigo ninguna esperanza.
Radenbaugh se sumió en un enfurecido silencio, inhalando y exhalando el humo del cigarrillo.
Tynan le estudió en la oscuridad.
– Sí, la falta de esperanza… me imagino que debe de ser lo peor -dijo en tono comprensivo-. Lástima que muriera Noah Baxter. Creo que era su penúltima esperanza de salir de aquí. Lástima.
Radenbaugh levantó súbitamente la mirada.
– ¿Mi penúltima esperanza? -repitió.
– Sí, porque yo soy la última, Don.
– ¿Usted? -preguntó Radenbaugh mirando fijamente a Tynan.
– Yo -dijo Tynan asintiendo-. Sí, yo. He venido aquí para ofrecerle un trato, Don. Estrictamente entre nosotros. Puedo ofrecerle lo que usted anhela. La libertad. Y usted puede ofrecerme algo que yo necesito. Dinero. ¿Está dispuesto a escucharme?
Radenbaugh no contestó pero estaba escuchando.
– Muy bien -prosiguió Tynan-, permítame que se lo explique todo rápidamente. Usted posee un millón de dólares en efectivo, guardado en algún lugar de Florida. No discutamos acerca de si lo tiene o no. He revisado detalladamente el expediente. Un testigo fidedigno juró que había abandonado usted Washington con el dinero. Tenía que entregarlo en Miami pero jamás lo entregó. Sabía que le habían descubierto y no lo entregó. Cuando le detuvieron, ya no lo tenía en su poder.
– Tal vez jamás tuviera aquel dinero -dijo Radenbaugh pausadamente-. Es posible que yo dijera la verdad.
– Tal vez -dijo Tynan en tono condescendiente-. Pero tal vez no. Quizá lo ocultó usted. Para cuando lo necesitara. Supongamos esto último. Que usted lo ocultó. Si estoy en lo cierto, tiene usted un precioso millón de dólares en efectivo en algún lugar de Florida. Y no está percibiendo usted por él ni un céntimo de interés. Y debiera percibirlo. Debiera reportarle a usted alguna ventaja, no dentro de doce años sino a partir de hoy mismo, de este momento. ¿Qué se puede comprar con ese dinero? ¿Qué es lo que usted más desea del mundo? ¿La libertad? Usted mismo lo ha dicho, la cárcel es un lugar horrible y asqueroso. Quiere usted salir. Yo no puedo lograr que sea usted inocente si el tribunal le declaró culpable. Pero puedo convertirle en un hombre libre. ¿Quiere seguir escuchándome?
Radenbaugh se inclinó hacia la portezuela, bajó el cristal de la ventanilla unos centímetros y arrojó al exterior la colilla del cigarrillo. Después se reclinó de nuevo en su asiento y volvió la cabeza hacia Tynan.
– Prosiga -dijo.
– Ese millón de dólares -dijo Tynan-. Necesito parte del mismo. No soy un cerdo. Podría pedírselo todo, y tal vez lo consiguiera. Pero no lo hago; quiero tan sólo una parte, digamos que para una inversión. A cambio, le conseguiré rebajar la pena de quince años a los que usted ya ha cumplido hasta esta noche o hasta algunas noche más a partir de esta noche. No será fácil pero lo podré conseguir. Por su parte, tendría usted que trasladarse a Miami, sacar el dinero y entregar una parte del mismo a un intermediario. Le entregaría usted setecientos cincuenta mil dólares al intermediario y se quedaría con los doscientos cincuenta mil restantes para empezar una nueva vida. Y nuestro trato habríaconcluido satisfactoriamente. ¿Qué le parece? -Tynan miró a Radenbaugh, pero éste no contestó. Permanecía mirando fijamente hacia adelante, con los labios fruncidos y las facciones en tensión.- De acuerdo, me imagino que deseará usted conocer algunos detalles -prosiguió Tynan-. Hay un detalle que tiene que conocer y al que deberá usted atenerse, ya que, de otro modo, el trato no se podría cerrar. Le he dicho que esto no sería fácil y no lo es. No está en mi mano concederle la libertad bajo palabra o la libertad incondicional. Nadie puede hacerlo a excepción de los miembros de la junta de libertad bajo palabra, y da la casualidad de que me consta que éstos no tienen la menor intención de concederle la libertad antes de que haya usted cumplido los doce años de condena restantes. Yo no puedo sacar a Donald Radenbaugh de la penitenciaría federal de Lewisburg. Pero puedo sacarle a usted.
Radenbaugh miró al director.
– Es complicado pero podré conseguirlo -prosiguió Tynan-. Para protegernos a ambos, tendría usted que adoptar una nueva identidad el día en que fuera liberado. No es sencillo, pero puede hacerse. Ya se ha hecho con éxito en otras ocasiones. Desde 1970, por lo menos quinientos informadores y testigos del gobierno, cómplices que habían declarado para evitar el castigo, han obtenido nuevas identidades por orden del jefe de Información Criminal del Departamento de Justicia y han sido secretamente trasladados de lugar. El sistema ha dado resultado en todaslas ocasiones, y también lo podrá dar en ésta. Sólo que esta vez no podré hacerlo a través del Departamento de Justicia. Tendré que apañármelas yo solo. -Tynan esperó la reacción de Radenbaugh. Al ver que no se producía ninguna, prosiguió:- Ante todo, nos libraríamos de Donald Radenbaugh. Es absolutamente necesario para que la operación alcance el resultado apetecido. El director de la prisión Jenkins comunicaría que usted había muerto; que había muerto de un ataque al corazón, o bien apuñalado. Lo más probable es que se dijera que había fallecido usted por causas naturales. Menos jaleo. A continuación, le pondríamos en libertad. Nos libraríamos de sus huellas dactilares, le conferiríamos otro aspecto, le facilitaríamos una identidad totalmente nueva, un nuevo nombre, documentos en regla, desde el certificado de nacimiento a la tarjeta de la Seguridad Social, la tarjeta de crédito, el permiso de conducir y todo lo que hiciera falta para respaldar su nuevo nombre. A partir de la siguiente semana, gozaría usted de plena libertad, se sentiría vivo y con un buen montón de billetes de banco en su poder. Pero, recuérdelo, Radenbaugh ya no existiría. Sé que tiene usted una hija y otros parientes y amigos. Todos ellos tendrían que llorar su muerte. Jamás podrían conocer la verdad. Comprendo que tal vez se le antoje muy duro, pero forma parte del precio que debe usted pagar por el trato… eso y los setecientos cincuenta mil dólares. -Tynan se detuvo y miró con aire distraído a través de la ventanilla del automóvil, antes de volverse de nuevo hacia Radenbaugh.- Bien, pues eso es todo -dijo tratando de distinguir las manecillas de su reloj de pulsera-. Se nos está acabando el tiempo, Don. Ha escuchado usted mi primera y última oferta. Tiene que decidir sí o no. Si desea decir que no y prefiere seguir pudriéndose en la cárcel durante otros doce años, y tiene la suerte de evitar que le acuchillen y, al final, sale convertido en un viejo, allá usted, quédese con todo el dinero y conserve su verdadero nombre. Si opta por decir que sí, ya no habrá prisión, será usted libre, conservará una sustanciosa cantidad de dinero y podrá empezar una nueva vida bajo otra identidad. Elija usted. -Tynan guardó silencio para que sus palabras causaran el efecto apetecido. A los pocos momentos, añadió con energía:- Sea cual fuere su respuesta, ha de ser esta misma noche. Mejor dicho, los próximos cinco minutos. Si dice que no, abra la portezuela del automóvil, descienda y Jenkins le estará esperando con las esposas para conducirle de nuevo a su celda. Si dice que sí, y bastará con que pronuncie esta palabra, les daré ciertas instrucciones a usted y al director, hará usted lo que se le diga y dentro de una semana podrá entrar en posesión de un cuarto de millón de dólares y una vida libre. Cuando abandone la prisión, le bastará con seguir las sencillas instrucciones que encontrará en el bolsillo de su traje nuevo, junto con un pasaje de avión a Miami y una reserva de hotel. -Tynan se detuvo.- Bueno, Don, de usted depende -dijo en tono suave-. ¿Qué decide?
Chris Collins no visitó la penitenciaría federal de Lewisburg hasta cinco días más tarde.
Tras su regreso a Washington desde Los Ángeles, Collins había acudido a entrevistarse con el presidente Wardsworth para informarle acerca de su visita a California. La entrevista había sido muy breve, pues Collins omitió buena parte de las actividades que allí había desarrollado. Había decidido, por lo menos de momento, no revelarle al presidente su visita al lago Tule, sus conversaciones con los asambleístas del estado Keefe, Yurkovich y Tobias y su reunión privada con el presidente del Tribunal Supremo Maynard. No podía hablarle de todos aquellos asuntos porque todavía no estaba seguro del papel desempeñado por el presidente en los sospechosos acontecimientos de California. En su lugar, se había referido al debate televisado con Tony Pierce. Después había hablado ampliamente de su discurso ante la Asociación Norteamericana de Abogacía. Intentó demostrar que su discurso había constituido un triunfo, pero el presidente ya había sido informado acerca del mismo y le expresó claramente su decepción.
– No se empleó usted a fondo en favor de la Enmienda XXXV -le había dicho el presidente-. Esperaba que hablara usted con mayor energía. No obstante, la situación parece favorable. Hoy hemos recibido una buena noticia.
La buena noticia había resultado ser la más reciente encuesta realizada por Ronald Steedman entre los legisladores de California. Entre los miembros de la Asamblea del estado dispuestos a adoptar una postura, los que se mostraban favorables a la Enmienda XXXV constituían un sesenta y cinco por ciento, frente a un treinta y cinco por ciento de contrarios a la misma. En el Senado del estado los resultados habían sido más apretados: un cincuenta y cinco por ciento a favor y un cuarenta y cinco por ciento en contra. Collins a duras penas había podido disimular su zozobra.
Por entonces, Collins estaba ya obsesionado por el deseo de efectuar una visita a Lewisburg con el fin de contactar con la que posiblemente fuera su última fuente en relación al secreto del Documento R. Había abrigado la esperanza de poder desplazarse hasta allí al segundo o tercer día de su regreso a Washington, pero ello había sido imposible a causa de sus inevitables reuniones con el presidente y con sus propias divisiones Criminal y de Derechos Civiles.
Al final, a través de sus subordinados de la Oficina de Prisiones, había conseguido organizar la visita.
Sabiendo que no podría explicar ni justificar el verdadero proprósito de la visita, se había inventado uno falso. Estaba trabajando con vistas a una revisión de la Ley de Rehabilitación de Reclusos, y para ello le era necesario efectuar una visita a la penitenciaría federal de Lewisburg, con la cual esperaba conseguir gran cantidad de datos.
Acompañado del director de la penitenciaría Bruce Jenkins, estaba ahora girando una rápida visita a la misma. Había soportado la pesadez de los talleres de confección y planchas metálicas;había visitado las aulas, el hospital y la biblioteca; había tenido que participar en unas entrevistas estrechamente vigiladas con diversos reclusos en sus celdas.
Acababa de finalizar el recorrido de inspección y, para Collins, estaba a punto de iniciarse la parte más significativa de su visita.
Había declinado la invitación a almorzar alegando tener una importante cita en Nueva York.
– ¿En qué otra cosa puedo servirle? -le preguntó el director Jenkins.
– Ha sido usted muy amable -le dijo Collins cortésmente-. He visto todo lo que me hacía falta. Será mejor… -Vaciló ligeramente.- En realidad, hay una cosa más. Tenemos entre manos un caso de evasión de impuestos en el que aparece constantemente el nombre de uno de sus reclusos. ¿Podría hablar con él en privado durante cinco o diez minutos?
– No faltaba más -repuso el director Jenkins-. Dígame de quién se trata y mandaré traerle para que pueda usted hablar a solas con él.
– Se llama Radenbaugh. Donald Radenbaugh. Me gustaría verle.
El director Jenkins no pudo ocultar su asombro.
– ¿Pero es que no ha leído usted los periódicos de esta mañana ni ha visto la televisión?
– Me temo que no.
Donald Radenbaugh ha muerto. Lo siento. Murió hace tres días, de un ataque al corazón. No divulgamos la noticia hasta localizar a sus parientes más próximos. La dimos a conocer anoche, y ha sido anunciada a primera hora de esta mañana.
– Ha muerto -dijo Collins con voz profunda.
Se sentía enfermo. Se había desvanecido su última esperanza de averiguar algo acerca del Documento R.
– Ha llegado usted con un retraso de tres días -dijo Jenkins-. Mala suerte.
Hundido en la desesperanza, Collins estaba a punto de marcharse inmediatamente cuando de repente se le ocurrió una idea.
¿Ha dicho usted que han tardado tres días en divulgar la noticia porque tenían que localizar a sus parientes más próximos?
– Sí, así es. Tenía una hija en Filadelfia. Resultó que ésta se hallaba ausente de la ciudad. Al final, conseguimos encontrarla… no sólo para notificarle su muerte sino también para que adoptara las necesarias disposiciones relativas al cadáver. Con su consentimiento, le enterramos en esta misma localidad a expensas del gobierno.
– ¿Cómo recibió la noticia?
– Como es natural, se apenó muchísimo.
– ¿Me está usted diciendo que Radenbaugh se hallaba muy unido a su hija?
A excepción del difunto ex secretario de Justicia Noah Baxter, que había sido amigo suyo, Susie era la única persona que mantenía con él un contacto regular.
– ¿Conoce usted su dirección?
– Pues, en realidad, no…
– ¿Cómo le notificaron la noticia?
– Tiene un apartado de correos en la oficina central de correos de Filadelfia. Le enviamos un telegrama y nos telefoneó inmediatamente después de recibirlo.
– ¿Me podría usted facilitar el número de su apartado de correos, señor Jenkins?
– Claro que sí. -El director de la penitenciaría se acercó a su escritorio, sacó una serie de carpetas y abrió unas de ellas.- Es el apartado de correos 153, oficina de correos, edificio anexo William Penn, Filadelfia 19105.
– Gracias -dijo Collins-. ¿Y dice usted que mantenía contacto regular con su padre?
– Sí.
– Tal vez estuviera al corriente de sus asuntos. Es posible que pueda ayudarme.
– Tal vez. Pero lo dudo.
– Yo también -dijo Collins desalentado-. Ya veremos.
La operación había resultado increíblemente perfecta. Hasta entonces todo había ido a pedir de boca.
Sentado en la balanceante cabina de la estilizada motora que estaba atravesando el canal artificial que separaba la punta sur de Miami Beach de la isla de Fisher, trató de analizar los acontecimientos de la semana anterior.
Hacía seis noches, en un bosque cercano a la penitenciaría federal de Lewisburg, se había despedido del director del FBI Vernon T. Tynan tras acceder al estrambótico trato que le había sido ofrecido al presidiario Donald Radenbaugh.
Hacía dos noches, agachado en la parte de atrás del automóvil del director Jenkins, había abandonado la prisión sumida en el sueño en calidad de Herbert Miller, ciudadano y hombre libre.
Desde su encuentro con Tynan, sólo había recibido un visitante cuyo nombre conociera, y éste había sido Harry Adcock, el colaborador de Tynan. Había recibido también la visita de otras tres personas sin nombre. Radenbaugh recordó que le habían recluido en una celda aparte para aislarle de los demás presos. Había recibido en solitario la visita de un anciano renqueante que le había aplicado ácido al objeto de modificarle -dolorosamente- las huellas dactilares. Después le había visitado un óptico que le había cambiado sus gafas de montura de acero por unas microlentillas de contacto. A continuación, le había visitado un barbero que le había afeitado el bigote y las patillas, le había teñido de negro intenso la orla de cabello rubio y le había aplicado un peluquín negro. Y, finalmente, había recibido la visitade Adcock, que le había traído los documentos (una partida de nacimiento, una honrosa licencia del Ejército de los Estados Unidos) y varios carnés (un permiso de conducir, una tarjeta de crédito para el alquiler de automóviles, una tarjeta de la Seguridad Social), destinadas a sustituir a los que guardaba en su vieja cartera y a transformarle oficialmente en el respetable Herbert Miller, de cincuenta y nueve años. Le habían facilitado, además, un traje marrón oscuro de última moda en sustitución del que llevaba cuando ingresó en prisión, el cual, al no estar en linea con lo que se llevaba en la actualidad, hubiera podido llamar la atención.
Adcock le había comunicado unas instrucciones verbales. Inmediatamente después de su puesta en libertad, tendría que tomar un vuelo nocturno rumbo a Miami. En el hotel Bayamo de la calle Flagler Oeste habían reservado una habitación a nombre de Herbert Miller. Al día siguiente, por la mañana o por la tarde, podría ir en busca de su millón de dólares. Nadie le seguiría.
A última hora de la mañana del otro día, se reuniría con una agente de la propiedad inmobiliaria apellidada Remos en un barrio residencial de Coconut Grove, y ésta le facilitaría el nombre de un especialista en cirugía estética de la zona que le operaría las bolsas que le rodeaban los ojos antes de que abandonara Miami. Aquella misma noche, se trasladaría a una motora que le estaría aguardando en el embarcadero municipal de Miami Beach y se dirigiría a la isla de Fisher. Allí, en el primer depósito de petróleo, le saludarían como Miller. Él pronunciaría dos veces el santo y seña. El santo y seña sería «Linda». Entregaría el paquete con los tres cuartos de millón de dólares y regresaría a la embarcación. Una vez de regreso en Miami Beach, podría practicarse la operación de cirugía estética. Tras lo cual sería totalmente libre de ir donde quisiera y de hacer lo que gustara.
– Recibirá el nuevo traje poco antes de abandonar la prisión -le había dicho Adcock-. En el bolsillo lateral derecho habrá un sobre. En su interior habrá un pasaje aéreo para Miami, la indicación del lugar de su cita con la motora, un mapa de la isla de Fisher en el que se indica dónde habrá que efectuar la entrega y suficiente dinero para que pueda desenvolverse hasta que entre en posesión de su cuarto de millón de dólares. Haga únicamente lo que se le ha dicho. No se le ocurra ninguna otra idea. Sólo serviría para poner en peligro su salud. ¿Lo ha entendido?
Lo había entendido todo.
Había tomado el vuelo especial nocturno y había llegado al Aeropuerto Internacional de Miami según las instrucciones recibidas.
Se había presentado en el viejo hotel Bayamo tal como se le había dicho.
Había alquilado un automóvil, cerciorándose constantemente de que no le vigilaban ni seguían, y se había dirigido a los Everglades, al oeste de Miami. Allí se había encaminado a pie hasta la orilla del pantanoso manglar en la que tres años antes había ocultado el millón de dólares en una caja de metal. Había vaciado el contenido de la caja en unas bolsas de comestibles que había adquirido, había colocado las bolsas en una maleta que había comprado y había regresado al lugar en que había dejado estacionado el automóvil.
Lo demás se había desarrollado sin contratiempos. En su habitación del hotel, había retirado un cuarto de millón de dólares y lo había guardado en una segunda maleta que tenía al efecto. Por la noche había llevado esta segunda maleta con su parte del dinero al Aeropuerto Internacional de Miami depositándola en una casilla de consigna. Al abandonar el aeropuerto había comprado un ejemplar del Herald de Miami de la mañana siguiente. Le echó un vistazo preguntándose si ya se habría divulgado la noticia del fallecimiento de Donald Radenbaugh. En la sexta página descubrió una poco favorecedora fotografía de tres años de antigüedad el calvo Radenbaugh con gafas junto con la nota necrológica. Había experimentado una extraña sensación al leer la noticia de su propia muerte y ver los escasos éxitos que había alcanzado y lo mucho que éstos habían quedado ahogados por el resumen de su juicio con el correspondiente veredicto de culpabilidad. Era injusto. No decían que era inocente. Y, finalmente, se había entristecido por su querida Susie, a la que había transmitido semejante legado. Se preguntó si alguna vez se atrevería a ponerse en contacto con ella y revelarle la verdad. Sabía que no seatrevería a hacerlo. Las personas capaces de inventarse a un nuevo ser humano no eran personas a las que se pudiera tomar el pelo.
Al día siguiente, y de acuerdo con las instrucciones recibidas, sólo había acudido a una cita con anterioridad a su crucial misión nocturna. Bien entrada la mañana, se había dirigido en automóvil a Coconut Grove y, en un bungalow de la agente, había mantenido una breve y satisfactoria conversación con la señora Remos, una anciana mulata que le estaba aguardando.
– Ha tenido usted suerte, señor Miller, mucha suerte -le había dicho la señora Remos-. Recientemente perdimos al especialista en cirugía estética que siempre habíamos utilizado, pero hace un par de días encontramos un sustituto. Se trata del doctor García, un especialista muy competente y que, como consecuencia de su situación clandestina, puede considerarse de fiar. Acaba de llegar secretamente de Cuba y, hasta que no le arreglemos los papeles, es un extranjero en situación de ilegalidad. Debemos proceder con mucha cautela. ¿Está usted libre esta noche? Ah, pasadas las diez. Muy bien. El doctor García le esperará en su habitación del hotel a las diez y cuarto. Preferiríamos que no tuviera que preguntar por usted en recepción. ¿Tiene usted la llave? Ah, muy bien, démela. Estoy segura de que en el hotel dispondrán de otra. El doctor García le examinará, le informará de lo que puede hacerse y fijará el lugar y la hora de la operación. ¿A las diez y cuarto entonces? De acuerdo.
Radenbaugh se había pasado parte de la tarde paseando y efectuando algunas compras y después había regresado a su habitación. Al caer la noche, había bajado la pesada maleta al vestíbulo,había salido a la calle y había atravesado en taxi el paseo MacArthur para dirigirse a Miami Beach y al embarcadero municipal. A las ocho había encontrado a su contacto, le había entregado la maleta al flemático cubano propietario de la lancha motora y había subido a bordo le la misma.
Ahora se encontraba de camino, según estaba previsto en los planes. Faltaba menos de media milla para llegar a la isla de Fisher, en la que efectuaría la entrega que constituiría el punto culminante del trato.
Se sacó una vez más del bolsillo de la chaqueta el plano dibujado a mano y lo repasó de memoria.
La isla de Fisher era un pedazo de tierra abandonado de unas cien hectáreas de extensión, totalmente deshabitado, con algunos bosquecillos de casuarinas, una mansión medio derruida que se levantaba sobre unos terrenos que habían sido propiedad del fundador de Miami y dos depósitos de petróleo.
Aquella noche, pensó Radenbaugh, iba a estar habitada al menos por dos personas: el propio Radenbaugh y un desconocido.
La embarcación estaba aminorando la velocidad y el ruido del motor fue bajando hasta detenerse.
Radenbaugh se inclinó hacia adelante y observó que el piloto le hacía señas. Tomó nerviosamente la maleta y, agachándose, salió de la cabina y pisó el desembarcadero de madera. El piloto le llamó y entonces se acordó y extendió la mano para alcanzar la poderosa linterna.
Tras poner pie en la isla, empezó a avanzar por el sendero. Recordaba de memoria todos los detalles. Las únicas dificultades eran la oscuridad, a pesar de la linterna, y la carga de la pesada maleta con sus tres cuartos de millón en efectivo.
Al cabo de un rato -había perdido la noción del tiempo-distinguió el primero de los depósitos de petróleo; iluminó con la linterna el lugar en el que tendría que efectuar la entrega y avanzó hacia el mismo.
Se encontraba a cosa de unos doce metros del depósito, resollando en el silencio a causa de la subida, cuando escuchó un crujido. Se detuvo. Entonces escuchó una voz.
– ¿Es usted el señor Miller?
La voz era estridente y con un marcado acento español.
– Sí.
– Apague la linterna.
Radenbaugh apagó rápidamente la linterna.
La voz de marcado acento volvió a escucharse en la oscuridad. Sonaba más cerca.
– ¿Contraseña?
Casi lo había olvidado. La recordó.
– Linda -dijo en voz alta-. Linda -repitió.
Se escuchó un gruñido.
– Deje ahí mismo lo que lleva. Regrese por el mismo camino por el que ha venido, regrese a la embarcación.
– Está bien -dijo él dejando la maleta en el suelo-, ya me voy.
Dio media vuelta rápidamente y buscó a toda prisa el camino. En la oscuridad y sin la linterna encendida, estaba desorientado y tropezó cayendo. Se levantó y siguió caminando más despacio.
Al cabo de unos minutos se detuvo para recuperar el aliento. Entonces percibió algo. Un rumor de voces, dos voces hablando alegremente tras unos árboles.
No había vuelto a pensar en el dinero desde que lo había desenterrado del cenagoso manglar. Ahora que casi por primera vez era un hombre libre, se permitió el lujo de pensar en él. Se preguntó para qué querría Tynan semejante suma sin ningún tipo de trabas. Tal vez dificultades económicas de tipo personal. Se preguntó por qué se habría confiado el dinero a los que, al parecer, eran dos personas, al menos una de las cuales era de origen hispánico. Se preguntó también quiénes serían aquellas personas. Posiblemente agentes del FBI. Experimentó la tentación de echar un vistazo. Donald Radenbaugh no hubiera cedido a semejante tentación. Pero Herbert Miller sí.
En lugar de regresar al camino, atravesó en diagonal un pequeño pinar. Caminaba despacio y con cuidado para no volver a tropezar. Cuando llevaba andando unos cinco minutos, distinguió una luz.
Se fue acercando sigilosamente, ocultándose tras los árboles, hasta encontrarse a unos diez metros. Entonces se detuvo y observó y escuchó conteniendo la respiración.
En efecto, eran dos personas. Dos hombres.
Uno de ellos, iluminado por la linterna del otro, estaba arrodillado junto a la maleta abierta, contando o tal vez examinando el dinero. Su compañero, que permanecía de pie sosteniendo la linterna, no resultaba claramente visible.
El individuo más alto, el que sostenía la linterna, preguntó en un inglés sin acento:
– ¿Está todo?
– Sí, está todo -contestó el que se encontraba de rodillas. -Ah, vas a ser muy rico -dijo el de la linterna-, el acaudalado don Ramón Escobar.
– Maldita sea, ¿quieres callarte, Fernández? -dijo irritado el que estaba de rodillas; luego, mirando directamente hacia la luz de la linterna, farfulló algo en español. Radenbaugh pudo verle ahora con claridad: cabello negro corto y rizado, largas patillas, rostro de mejillas profundamente hundidas con una lívida cicatriz que le cruzaba la mandíbula.
Mientras el llamado Escobar seguía examinando el contenido de la maleta, ambos individuos siguieron conversando, pero ahora únicamente en español.
Era inútil seguir observándoles, y Radenbaugh empezó a retroceder despacio en dirección al camino. Su curiosidad no había quedado satisfecha. No podía creer que aquel par de sujetos, Escobar y Fernández, fueran realmente agentes del FBI. ¿Quiénes eran entonces? ¿Qué demonios tenían que ver con el director Tynan?
Encontró el camino y bajó hacia el embarcadero, sin pensar ya en lo que acababa de ver. Le preocupaba más su propia persona y su propio futuro.
La travesía de regreso a Miami le resultó más rápida e infinitamente más tranquila.
Una vez en tierra, y ya libre del peso de la maleta, se sintió por fin completamente dueño de sí mismo.
Pero después comprendió que todavía no lo era. Aquella mañana había acordado -por cortesía de Vernon T. Tynan, a través de la agente de la propiedad inmobiliaria apellidada Remos- reunirse en su habitación del hotel con un especialista en cirugía estética sin la documentación en regla llamado García.
Mientras se dirigía a la parada de taxis, Radenbaugh recordó que la cita era a las diez y cuarto. Recordó también que llevaba varias horas sin comer y que sentía un terrible apetito y deseaba celebrar su buena suerte. Podía elegir entre regresar a su deprimente habitación todavía muerto de hambre y esperar al doctor García o bien buscar un sitio en el que satisfacer su apetito, lo cual le obligaría a llegar a la cita con cierto retraso. No quería perderse al doctor García. La operación de cirugía estética era de una importancia vital, y Radenbaugh estaba deseoso de saber qué podría hacer el cirujano con la forma de sus ojos y con las bolsas que tenía debajo. Quería saber también cuánto tiempo tendría que esperar para que le efectuaran la operación y lo que tardarían en cerrarse las cicatrices. De todos modos, estaba seguro de que al doctor García no le importaría que llegara un poco tarde y le esperaría, puesto que disponía de la llave de su habitación y podría aguardarle cómodamente sentado. Sí, sin duda el doctor García le esperaría. No estaba en condiciones de obtener un trabajo como aquél todos los días.
Cuando llegó a la parada de taxis, Radenbaugh ya lo tenía decidido.
Subió al primero de los taxis.
– Hay un restaurante en la avenida Collins a cosa de unos dos kilómetros más allá del hotel Fontainbleau… No recuerdo el nombre pero ya se lo indicaré -le dijo al taxista.
Calculó que podría cenar tranquilamente con una buena botella de vino y llegar de todos modos a su cita con el doctor García con no más de media hora de retraso. Lo importante era que aquella noche había cumplido con la parte del trato que le correspondía, que Tynan había cumplido con la suya y que el negocio se había cerrado. Ya era hora de que lo celebrara.
Una hora y cuarto más tarde, con una estupenda cena en el estómago, Radenbaugh se sintió más a gusto y dispuesto a reunirse con el doctor García y colaborar en la transformación final de Radenbaugh en Miller. Consciente de que iba a llegar con tres cuartos de hora de retraso, Radenbaugh se apresuró a tomar otro taxi. Dio la dirección del hotel Bayamo y al momento cruzaban el puente de Miscayne Bay y entraban en la ciudad de Miami propiamente dicha.
Mientras el taxi enfilaba la calle Flager Oeste y se dirigía al hotel Bayamo, Radenbaugh distinguió enfrente un arracimamiento de personas: gente en las aceras y en la calzada un coche de bomberos que se estaba retirando, dos automóviles de la policía…La conmoción se había producido junto a su hotel.
– Puede usted dejarme aquí en la esquina -le dijo al taxista.
Corrió apresuradamente en dirección al escenario de los hechos. Al llegar junto a los grupos de personas allí congregados, observó que toda la atención estaba centrada en el hotel Bayamo Unos bomberos con casco estaban sacando sus mangueras del vestíbulo. El humo seguía saliendo de las destrozadas ventanas del tercer piso. Radenbaugh recordó sobresaltado que su habitación se hallaba situada en el tercer piso.
Se dirigió al espectador que tenía más cerca, un barbudo joven que lucía una camiseta de la Universidad de Miami.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
– Ha habido una explosión seguida de un incendio en el tercer piso hará cosa de una hora. Han quedado destruidas cuatro o cinco habitaciones. Dicen que ha muerto una persona y que otras dos han resultado heridas.
Radenbaugh miró hacia adelante y vio a tres o cuatro personas-una de ellas con un micrófono, por lo que debía de ser reportero- entrevistando a un bombero, probablemente el jefe. Se abrió paso rápidamente entre la muchedumbre, murmurando que pertenecía a la prensa, hasta que llegó a primera fila. Se encontraba situado directamente a la espalda del portavoz del servicio de extinción de incendios.
Aguzó el oído para escuchar lo que estaban diciendo.
– ¿Dice que ha habido un muerto? -estaba preguntando un reportero.
– Sí, de momento, parece ser que sólo ha habido uno. El ocupante de la habitación en la que se ha producido la explosión. Debió de morir instantáneamente. La habitación se ha incendiado y su cuerpo se ha hallado carbonizado. Su nombre era… déjenme ver… sí, aquí lo tengo… hemos encontrado algunos trozos de documentación… parece ser que se llamaba… Miller, era un tal Herbert Miller. No se dispone de más datos.
Radenbaugh tuvo que cubrirse la boca con la mano para evitar que su jadeo se hiciera audible.
Otro reportero preguntó:
– ¿Han podido establecer la causa de la explosión? ¿Ha sido una fuga de gas o una bomba?
– Todavía no lo sabemos. Es demasiado pronto para poder decirlo. Mañana podremos facilitarles mayor información.
Radenbaugh se retiró temblando y regresó a la acera abriéndose paso entre la gente.
Aturdido, trató de reflexionar acerca de lo que había ocurrido. En pocas ocasiones le había sido dado a un hombre ser testigo de su propia muerte, pero serlo por dos veces…
Tynan había matado a Radenbaugh para resucitarle como Miller. Y, una vez en posesión del dinero, Tynan se había dispuesto a matar a Miller. Y, oficialmente, le había matado.
El muy cochino cerdo traidor.
Pero Radenbaugh sabía que no podría hacer nada al respecto, ní ahora ni nunca. Estaba muerto, no era una persona, no era nadie. Entonces comprendió que ello constituía la auténtica seguridad, siempre y cuando no volvieran a reconocerle ni como Radenbaugh ni como Miller.
Después de todo, necesitaría un especialista en cirugía estética -pobre doctor García-, y lo necesitaría cuanto antes. Para ello, le hacía falta un lugar en el que ocultarse y una persona en la que pudiera depositar su confianza. No había nadie…
Pero de pronto recordó que había alguien.
Echó a andar en busca de otro taxi, un taxi que le condujera al Aeropuerto Internacional de Miami.
A la mañana siguiente, en su despacho del Departamento de Justicia de Washington, Chris Collins recibió ansiosamente la llamada del secretario de justicia adjunto.
– Y bien, Ed, ¿qué ha averiguado usted?
– Sí, el apartado de correos 153 del anexo William Penn de la central de Correos lo sigue teniendo alquilado una tal señorita Susan Radenbaugh.
– ¿Y su dirección? ¿La sabían en Correos?
– Hemos tenido suerte. Es la calle Jessup Sur, 419. Oiga, Chris, ¿para qué es todo esto?
– Ya se lo comunicaré cuando lo averigüe. Gracias, Ed.
Collins colgó el aparato y anotó inmediatamente la dirección ensu agenda. Después se quedó mirando la anotación unos instantes. Bueno, pensó, tal vez no hubiera perdido totalmente el tiempo en Lewisburg. Había perdido la gran oportunidad porque Radenbaugh había muerto tres días antes. Pero aún quedaba un pequeño cabo que tal vez le condujera hasta el Documento R. Susparientes más próximos. Susan Radenbaugh, la apenada hija. Había estado muy unida a su padre. Había permanecido en contacto con él. Si su padre sabía algo acerca del Documento R, cabíala posibilidad de que se lo hubiera comentado.
Una posibilidad muy lejana, pero era la única posibilidad, pensóCollins.
Se levantó, cruzó el espacioso despacho y asomó la cabeza por la puerta que daba acceso al despacho de su secretaria.
– Marion, ¿qué tal está mi programa de hoy?
– Muy apretado para ser sábado.
– ¿Hay algo que podamos cancelar o aplazar?
– Me temo que no, señor Collins.
– ¿Y mañana?
– Pues, vamos a ver… Por la mañana no tiene usted programadas muchas cosas.
– Muy bien. Cancele todas las citas que tenga. Tome el teléfono inmediatamente y resérveme una plaza en el primer avión que salga hacia Filadelfia. Es importante. O al menos eso espero.