172837.fb2 El Caso Mao - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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28

Al oír que alguien introducía una llave en la cerradura, Chen retrocedió varios pasos.

Cuando la puerta de entrada empezó a abrirse con un crujido, el inspector jefe se metió apresuradamente en el vestidor pequeño y cerró la puerta tras de sí.

Oyó pasos en el salón, y después en el dormitorio.

La situación era desesperada. Probablemente, lo primero que haría una muchacha como Jiao al volver a casa sería cambiarse de ropa. Eso significaba abrir el vestidor grande. Y, como alumna aplicada que era, a continuación se pondría a pintar. Lo cual significaba abrir el vestidor pequeño.

Oculto tras la puerta del vestidor, Chen no podía ver la habitación, pero le pareció oler un rastro de perfume. Aguzó el oído, conteniendo la respiración. Jiao se dirigía hacia el vestidor grande, tal y como él había previsto.

Chen rezó para que, después de quitarse la ropa, Jiao fuera a ducharse. Y así podría salir a escondidas.

Pero entonces oyó otro sonido indistinto procedente del salón…

– Jiao, ya he vuelto.

Era una voz de hombre con fuerte acento provinciano, aunque Chen no identificó de inmediato de qué provincia se trataba. Estaba confundido, porque no había oído llegar a nadie con Jiao, ni tampoco oyó que la puerta volviera a abrirse después. Es más, la voz parecía venir del otro extremo del salón, y no de la puerta de entrada…

¿Había otra puerta en el salón, una puerta secreta?

Aunque era difícil de imaginar, eso explicaría por qué Seguridad Interna no había visto a ningún hombre entrando o saliendo del piso de Jiao.

De ser así, el hombre misterioso que mantenía a Jiao debía de ser rico y tener ingenio. Había comprado ese piso y la vivienda contigua, y había hecho instalar una puerta secreta entre ambos. Pero ¿cuál era el motivo de tanto secretismo?

Chen oyó que Jiao salía apresuradamente y decía: «¿Por qué querías que volviera tan deprisa?».

– ¡Qué comida tan estupenda! -exclamó el hombre con una risita-. El tocino es bueno para el cerebro. He tenido que lidiar muchas batallas. Un emperador también ha de comer.

Los dos se encontraron en la cocina. Chen no había prestado demasiada atención a los platos que había sobre la mesa. El tocino, que Peiqin había mencionado como uno de los platos favoritos de Jiao, resultó ser el plato favorito del hombre misterioso, por una razón inusitada.

– Es picante, es revolucionario -dijo el hombre, dando golpes con los palillos en un cuenco-. Tendrías que acostumbrarte a comer pimienta.

Jiao respondió algo ininteligible.

– Después de disfrutar del agua del río Yangzi -continuó diciendo el hombre, muy animado-, ahora estoy saboreando el pescado de Wuchang.

Chen finalmente reconoció el acento del hombre misterioso. Era un acento de Hunan, posiblemente falso, ya que el hombre hablaba lentamente, casi con parsimonia. Pero lo que dijo también desconcertó a Chen por otra razón. Parecía una paráfrasis de los dos versos que Mao escribió después de nadar en el río Yangzi:

Acabo de probar el agua del río Yangzi,

y ahora estoy disfrutando del pescado de Wuchang.

El poema aludía al ambicioso rey de Wu durante el periodo de los Tres Reinos. El rey había querido trasladar la capital de Nankín a Wuchang, pero sus súbditos se mostraban reacios, aduciendo que preferirían beber el agua del río Yangzi antes que comer el pescado de Wuchang. Mao escribió a toda prisa el poema, en el que salía muy bien parado al compararse con el emperador Wu porque él podía disfrutar tanto del agua como del pescado.

Era posible que sobre la mesa de la cocina hubiera pescado, posiblemente de Wuchang.

– No, del agua del río Huangpu -respondió Jiao con sorna.

Chen entreabrió la puerta del vestidor, intentando echar un vistazo. Desde donde se encontraba, sin embargo, no alcanzaba a verlos, por lo que tuvo que reprimir la tentación de acercarse a la cocina.

Jiao y su acompañante siguieron comiendo en silencio.

Entonces Chen vio una grabadora en miniatura sobre una mesa rinconera, y recordó que él también llevaba una en su maletín. La sacó y rebobinó la cinta hasta el principio.

– Deja los platos -le dijo el hombre a Jiao-. Vamos a la cama.

Los dos entraban ya en el dormitorio. Los pasos del hombre sonaban más pesados que los de Jiao.

– ¿Aún no has colgado el pergamino que te compré? -preguntó él.

– No, aún no.

– Te escribí el poema hace años, y ahora por fin lo he recuperado. Pagué un precio muy alto por él.

Chen no entendía nada. El hombre parecía referirse al pergamino guardado en el vestidor, que tenía un precio exorbitante. Pero Mao había compuesto el poema para Shang. ¿Por qué afirmaba este hombre haberlo escrito para Jiao?

¿Y cuál era la relación que los unía? Obviamente, él la mantenía. A juzgar por la respuesta de Jiao, a ésta no le entusiasmaba el pergamino. Al menos, no lo bastante para colgarlo de inmediato. Tras rebobinar la cinta, Chen apretó la tecla para empezar a grabar. En el vestidor hacía ahora un calor sofocante. El inspector jefe permaneció inmóvil, temeroso de que el hombre pudiera obligar a Jiao a colgar entonces el pergamino.

En lugar de presionarla, el hombre comenzó a bostezar y se echó sobre la cama, que crujió bajo su peso. Jiao se descalzó y sus zapatos de tacón cayeron al suelo, uno tras otro.

No era muy tarde aún, pero tanto Jiao como el hombre sonaban cansados. Con un poco de suerte, no tardarían demasiado en dejar de hablar y se dormirían. Entonces él podría salir.

– Hay algo que te preocupa -dijo Jiao-. Cuéntamelo.

– Bueno, he superado tantos obstáculos, barriendo a todos mis enemigos como si enrollara una esterilla… ¿Por qué iba a estar preocupado? Olvidémonos de nuestras preocupaciones y dejémonos llevar por las nubes y por la lluvia.

– No, es inútil. Y es demasiado temprano.

– Una flor de ciruelo siempre puede florecer por segunda vez.

La conversación en el dormitorio le pareció a Chen inexplicablemente forzada. La metáfora de «enrollar una esterilla» le recordaba otro verso de Mao, aunque Chen no estaba del todo seguro. Pero sabía que, en la literatura erótica, una flor de ciruelo que florece por segunda vez sólo podía referirse a un segundo orgasmo durante el acto sexual.

Jiao y el hombre hablaban en voz cada vez más baja, sólo ellos podían entender lo que decían. Chen apenas conseguía oír lo que se susurraban, salvo alguna exclamación entre gemidos y gruñidos.

– Eres muy grande, presidente, grande en todo -dijo Jiao sin aliento.

Las palabras de la muchacha dejaron atónito a Chen. Jiao llamaba a su compañero de cama «presidente». En la China contemporánea, el término «presidente» no estaba reservado exclusivamente para Mao, pero era más común referirse a los «bolsillos llenos» como «gerentes» o «directores». Chen entendió la frase porque la había leído en el expediente de Shang. Después de su primera noche junto a Mao, la actriz dijo: «El presidente Mao es grande, en todos los sentidos». Podía significar muchas cosas, pero, en ese contexto, sólo significaba una.

¿Acaso Jiao imitaba a Shang?

Los gemidos se fueron intensificando, hasta alcanzar un punto culminante. Chen nunca hubiera imaginado que algún día durante una investigación acabaría espiando como un mirón desde un vestidor, o, para ser exactos, escuchando a escondidas desde un vestidor. Los sonidos no cesaban, oleada tras oleada, pero no le quedaba más remedio que oírlos.

Si lo intentaba ahora, quizá podría salir del dormitorio sin ser visto. Los amantes, entregados al éxtasis sexual, no prestarían atención, y la única luz del dormitorio procedía de una lamparita que parpadeaba débilmente en la oscuridad.

Chen, sin embargo, no se movió. Tal vez la pareja no tardara en dormirse, y sería menos arriesgado escabullirse entonces. Además, lo intrigaba la conversación que mantenían, entre gemidos y crujidos del colchón de madera.

– «Oh, oh, en la creciente oscuridad se alza un pino…» -cantó de repente el hombre con un sonoro falsete- «… recio, erecto…»

Chen no sabía ya qué pensar. Durante la cena, el comentario del hombre sobre el pescado podría haber sido un chiste más o menos ingenioso. En plena pasión sexual, no obstante, citaba de nuevo a Mao, lo que resultaba sumamente extraño…

Chen por fin cayó en la cuenta de que la voz con acento de Hunan imitaba a Mao.

¿Acaso aquel hombre interpretaba un papel, el papel de Mao?

Desde el momento en que entró en el piso, el hombre había hablado y actuado como Mao, de ahí sus comentarios en la mesa sobre lo beneficioso que era el tocino para el cerebro, o sobre el carácter revolucionario de la pimienta. Eran detalles extraídos de las biografías de Mao. Por no mencionar todas las citas del propio Mao, además del poema que le había escrito a su esposa, «Sobre la fotografía de la cueva encantada en las montañas Lu». El falso Mao debía de conocer la interpretación erótica del poema, y lo citaba en el mismo contexto.

El inspector jefe había leído algún libro acerca de las fantasías sexuales, pero lo que Jiao y su amante estaban interpretando en el dormitorio iba mucho más allá de cualquier fantasía. Era una interpretación minuciosa, pervertida, absurda.

De pronto, algo pareció ir mal en la cama.

Es una cueva encantada, nacida de la naturaleza.

Inefable, inefable…

«Mao» no acabó de recitar el último verso. ¿Había olvidado las palabras que faltaban durante su ascenso a las cumbres del éxtasis sexual?

En el silencio que se produjo a continuación, Chen escuchó a Jiao proferir un sonido apagado que duró dos o tres minutos antes de que la muchacha saltara exasperada:

– ¡Qué pino tan magnífico! Partido, sin savia, sin vida.

– Venga -repuso «Mao»-, he trabajado demasiado últimamente. Ya sabes que tengo muchas cosas entre manos.

– Sí, tienes muchas cosas en la cabeza, ya lo sé. Últimamente no eres el mismo.

– No te preocupes. «No importa cuán fuerte soplen los vientos y batan las olas, / estoy tranquilo, como el que pasea por un patio.»

– No lo cites constantemente. Estoy más que harta de todo esto. ¡Esta noche ni siquiera eres tan bueno como el viejo!

– ¿De qué viejo hablas?

– ¿Acaso no hablas de él, actúas como él y te haces pasar por él todo el tiempo?

Chen cayó en la cuenta de que algo estaba fallando en el dormitorio. «Mao» continuaba recitando el poema para excitarse sexualmente y así «dejarse llevar por las nubes y por la lluvia» junto a Jiao, pero no lo conseguía.

– Tomémonos un respiro -propuso «Mao»-. Necesito cerrar los ojos un momento.

– Ya te dije que no te apresuraras -replicó ella.

Otro breve silencio envolvió la habitación.

– Por cierto, ¿has visto a Chen últimamente? -preguntó «Mao» de pronto.

– Me han dicho que acaba de volver a Shanghai, pero no sé dónde ha estado. ¿Por qué?

– Esta tarde intentó hablar conmigo durante el cóctel.

– Tiene contactos en el mundo de los negocios. No te preocupes por él, ya te he dicho que es muy amable.

– Es muy amable contigo, por supuesto.

– Está escribiendo un libro sobre los años treinta, por eso me ha hecho algunas preguntas.

– Y por eso cenaste con él a la luz de las velas la otra noche.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

– Y tú también eres muy amable con él -dijo «Mao» con tono sarcástico-. Es muy diferente a los demás, como tú misma has dicho. Tiene talento, y además puede permitirse invitarte a cenar en un restaurante caro.

– No, eso no es cierto. Sólo es un aspirante a escritor, te lo aseguro.

– No es en absoluto lo que afirma ser. Es alguien que podría tener contactos en las altas esferas. Me ha llegado un soplo acerca de él, y su aparición en el cóctel no fue ninguna coincidencia. Lo descubriré. Este maldito mono no se escapará de la palma de la mano de Buda.

El «mono» al que se refería «Mao» era el personaje de Viaje al Oeste. En el clásico chino, el mono intentaba desafiar el poder de Buda, quien convertía la palma de su mano en las montañas de cinco cumbres y aplastaba al mono bajo tierra. Sin embargo, durante el cóctel Chen no había hablado con ningún hombre que tuviera acento de Hunan.

– ¿Qué vas a hacer respecto a Chen?

– ¿Lo ves? Te preocupa incluso cuando yaces desnuda en mis brazos.

– Tienes unos celos irracionales. Si eso es lo que quieres, dejaré de verlo. Acepté su invitación porque estaba ayudando a Xie. No hay nada entre nosotros.

– Bueno, ahora no hablemos de él.

«Mao» no parecía querer adentrarse en el tema. Fuera quien fuese, se trataba de un hombre posesivo que veía a Chen como una amenaza.

Chen volvió a escuchar el mismo sonido de antes, borboteando en el silencio de la habitación. Esta vez, «Mao» no recitó ningún poema. El inspector jefe sólo oyó su respiración entrecortada y los chirridos del colchón de madera.

Pero «Mao» fracasó de nuevo.

– Hoy estoy demasiado cansado -musitó.

Chen abrió un poco más la puerta corredera del vestidor y pudo vislumbrar, entre la penumbra, las siluetas de dos cuerpos blancos sobre la cama, recostados en sendas almohadas.

– Hoy estás reventado -dijo ella-. Entre tu preocupación por Chen y…

– ¿Qué estás diciendo? -le espetó «Mao», exasperado-. ¿Crees que Chen podría reventarme? ¡Escucha lo que te digo! No va a salir tan bien parado la próxima vez.

– No tengo nada que ver con él. De verdad. Te lo juro por el alma de mi abuela. -Jiao se lo había tomado en serio, fuera lo que fuese lo que «Mao» había querido decir con «la próxima vez»-. Sólo va a casa de Xie porque necesita documentarse para el libro que está escribiendo.

– ¿Por qué demonios no puedes dejar de ir allí? Ni Chen ni Xie son asunto tuyo, joder.

– Voy a clase de pintura por ti. Querías que tuviera estudios y que fuera culta para ser digna de ti.

– Quería que te pulieras un poco, como Shang, para que fueras como ella en todo.

– Pero he aprendido muchas cosas allí. Xie es un hombre muy cultivado.

– Así que realmente te importa Xie. Ya veo…

– ¡Cómo puedes decir eso! -exclamó Jiao.

Un objeto de cristal, quizás un vaso, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

Tal vez Jiao había tirado la taza que estaba sobre la mesita de noche con un movimiento repentino. En el Romance de los tres reinos, Liu Bei también tira su taza cuando Cao Cao hace un comentario inesperado sobre la ambición secreta de Liu.

– No te muevas -dijo Jiao, bajando de la cama de un salto-. Iré a buscar la escoba y lo recogeré.

En el vestidor, escondido detrás de la puerta, el inspector jefe pudo entrever el cuerpo desnudo de Jiao acercándose sin hacer ruido. Chen calculó que podría salir corriendo en el preciso instante en el que ella abriera la puerta. Jiao, demasiado sorprendida para reaccionar, no lo reconocería en la oscuridad. «Mao», que continuaba tumbado sobre la cama, no conseguiría atraparlo.

Chen metió las manos en la rendija de la puerta sin dejar de escuchar los pasos de Jiao, que se iban aproximando lentamente…