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El Viejo Cazador estaba sentado a solas en la casa del agua caliente, bebiendo té en silencio bajo la luz que entraba por la ventana.
La casa del agua caliente no tenía la misma categoría que una casa de té. Cumplía la doble función de proporcionar agua caliente al barrio y té a los clientes ocasionales. Sólo había un par de toscas mesas de madera detrás de la estufa que calentaba el agua. En las inmediaciones del establecimiento había varios puestos de platos baratos. Años atrás, los clientes solían acudir a la casa del agua caliente con pasteles cocidos al horno y bollos hechos al vapor; gastaban uno o dos céntimos en una taza de té y después hablaban y disfrutaban como si fueran aristócratas.
Sin embargo, Shanghai se estaba convirtiendo rápidamente en una ciudad llena de contrastes y contradicciones. Unas calles más allá se alzaban lujosos edificios nuevos, pero la zona en la que se encontraba la casa del agua caliente continuaba siendo poco menos que un barrio de chabolas. De hecho, durante varias horas no entró ningún cliente que quisiera beber té.
Pese a ello, al Viejo Cazador le parecía bien así. No tenía que interpretar ningún papel. Un bebedor de té viejo y no un «bolsillos llenos», eso es lo que era. Incluso había traído su propio té. Sólo tuvo que pagar por el agua caliente. Podía sentarse allí durante horas, hablando sobre el té con el propietario, o, como hacía aquella tarde, bebiendo té a solas sin que se le acercara ni un camarero con una tetera de pico largo, dispuesto a servirle.
El té se enfriaba, y seguía siendo tan negro como el infierno. El Viejo Cazador había echado un puñado grande de oolong en la tetera para intentar reanimarse con un té extrafuerte. Su cansancio se debía a la escena que había alcanzado a ver en la ventana de Jiao a última hora de la tarde del día anterior, y que había continuado observando desde el otro lado de la calle, sentado en la casa del agua caliente, hasta bien entrada la noche. Y ahora se sentía tan atontado como un gato enfermo.
Era viejo, admitió mientras escupía las amargas hojas de té, pero este caso, aunque no fuera «su» caso, era muy especial para él. El Viejo Cazador repasó mentalmente las preguntas que le había hecho el día anterior a Bei, el guarda de seguridad del complejo residencial de Jiao.
El encuentro con Bei no fue tan fructífero como hubiera deseado. Al igual que él, Bei también estaba jubilado y seguía trabajando para complementar su exigua pensión. A diferencia del Viejo Cazador, el empleo de Bei estaba muy mal pagado, y el guarda de seguridad tenía que permanecer de pie a la entrada del complejo, lloviera o tronara, seis días a la semana. Para sorpresa de ambos, los dos jubilados compartían su pasión por el té. Así que fueron a un establecimiento mejor, la célebre casa de té Pabellón del Lago en el Mercado del Templo de Dios de la Ciudad Antigua. Allí el Viejo Cazador intentó sonsacarle información sobre Jiao, frente al exquisito juego de té de Yixing que había sobre la mesa de caoba. Bei habló sin reservas.
Según contó Bei, Jiao recibía muy pocas visitas. Era un complejo muy vigilado y todos los visitantes tenían que llamar desde la entrada, por lo que Bei estaba muy seguro de ello. Tampoco recordaba haberla visto en compañía de ningún hombre. Entonces se acordó de que, haría medio año, Jiao recibió una visita inusual. Acudió a visitarla una anciana pobre y harapienta, algo inusual en el complejo, que afirmó venir del antiguo barrio de Jiao. La mujer era inculta y resultaba incoherente al hablar, por lo que Bei la interrogó con detalle. Cuando por fin llamó a Jiao, ésta bajó a toda prisa para recibirla. Al cabo de dos o tres horas, Jiao acompañó a su visitante hasta la salida llamándola «abuelita», y después le paró un taxi. La anciana nunca volvió a aparecer.
No sorprendía demasiado que Jiao recibiera una visita de su antiguo barrio. Si acaso, cabía preguntarse de qué barrio se trataba.
Jiao se había criado en un orfanato. Después de aquello, compartió habitación con varias «hermanas provincianas», hasta que se trasladó al complejo.
Lo cierto es que Jiao tenía otros visitantes, al menos uno más, al que ni Bei ni Seguridad Interna llegaron a ver jamás. El Viejo Cazador se preguntó, tras beber otro sorbo de la taza casi vacía y levantar la mano, si debería dar un golpe en la mesa como un cantante de ópera de Suzhou, pero se contuvo. Lo que había visto la noche anterior, después de su conversación con el guarda de seguridad, confirmaba las sospechas de Peng sobre la vida secreta de Jiao. Aunque desde el otro lado de la calle apenas se divisaba su habitación, y pese a que el Viejo Cazador sólo había alcanzado a verlos fugazmente, la imagen de la pareja de pie junto a la ventana era inconfundible.
Tal vez un guarda de seguridad como Bei no hubiera vigilado con atención a cada residente a todas horas, pero la cámara de vídeo de Seguridad Interna debía de haberlo registrado. ¿Cómo había entrado el hombre misterioso en el edificio y luego en el piso de Jiao sin que nadie lo viera? El Viejo Cazador masticó las hojas de té que habían quedado en el fondo de la taza. Era un hábito que había adquirido después de leerlo en una biografía sobre Mao.
La investigación del asesinato de Yang tampoco avanzaba, por lo que le habían dicho. Todavía no habían detenido a nadie, y ni siquiera estaban siguiendo a ningún sospechoso. El teniente Song se enfureció al enterarse de que Chen se había ido de vacaciones sin dar ninguna explicación.
Al igual que el subinspector Yu, el Viejo Cazador no creía que el inspector jefe se hubiera tomado vacaciones por motivos personales, aunque el número para emergencias que les había proporcionado indicaba que durante su estancia en Pelan estaría en contacto con su antigua novia, por no decir en su compañía.
Entonces sonó el móvil del Viejo Cazador. Era Chen.
Sin decir ni una sola palabra sobre sus vacaciones, Chen explicó la sospechosa participación de la escuadra especial de Pekín al principio de la Revolución Cultural. Entre otras cosas, Chen mencionó la gran afición de Shang a sacar fotografías, algunas de las cuales tal vez aún se conservaran, y habló también de la criada de Shang. Era una llamada apresurada; Chen sonaba cauto, como si temiera que le hubieran pinchado el teléfono. No divulgó su fuente y colgó antes de que el Viejo Cazador tuviera tiempo de hacerle alguna pregunta.
De todos modos, el Viejo Cazador guardó el número de Pekín. No era el número habitual de Chen. La llamada telefónica era sin duda una pista para indicarle al Viejo Cazador el rumbo que debía seguir su investigación en Shanghai.
El Viejo Cazador solicitó información a sus contactos sobre la escuadra especial, pero no obtuvo respuesta. Había pasado demasiado tiempo desde que los miembros de la escuadra vinieron a Shanghai, y su viaje estuvo rodeado de gran secretismo.
Sobre las fotografías de Shang, tampoco había sacado nada en claro. Hoy en día estaba de moda coleccionar fotografías antiguas, no sólo de Shang, sino también de otras figuras célebres. En cualquier caso, el Viejo Cazador no encontró ninguna fotografía tomada por Shang, o en la que apareciera ella.
Sólo le quedaba ponerse en contacto con la criada. Tal vez se tratara de la misma anciana que había visitado a Jiao.
Tras consultar las Páginas Amarillas, el Viejo Cazador llamó al orfanato sin más dilación. Según la secretaria que contestó al teléfono, tenían constancia de que algunas personas habían visitado a Jiao años atrás, pero no quedaron registrados ni el nombre ni la dirección de los visitantes.
Con todo, podría tratarse de la criada de Shang. En la ópera de Suzhou aparecían algunas criadas sacrificadas y leales como ésta.
Después de hacer varias llamadas más, el Viejo Cazador obtuvo algunos datos sobre la criada; se llamaba Zhong y ahora tendría más de ochenta años. Tras salir de la casa de Shang, en lugar de volver al campo, Zhong continuó viviendo sola en la ciudad, subsistiendo a duras penas gracias a la prestación mínima a que tenía derecho por estar registrada como residente en Shanghai.
El Viejo Cazador volvió a meterse en el bolsillo la bolsita con hojas de té. El propietario de la casa del agua caliente aún estaba detrás del tabique de separación, disfrutando de un popular culebrón televisivo. A cinco céntimos el termo de agua caliente, el negocio sólo era una excusa para tenerlo registrado como local comercial y obtener así una mayor compensación económica en el caso de que lo demolieran para construir nuevos edificios. Ya había pasado la hora de la comida y nadie volvería a entrar hasta la cena, cuando los trabajadores de provincias acudieran a comprar agua para calentar su arroz frío.
El Viejo Cazador dejó diez céntimos sobre la mesa y salió del establecimiento con la intención de visitar a Zhong.
Tuvo que tomar dos autobuses antes de apearse en una parada cercana al puente de Sanguantang, que se alzaba sobre las oscuras aguas del arroyo Suzhou. Zhong vivía en el distrito de Putou, una zona en la que se mezclaban las chabolas, los nuevos rascacielos y los edificios de cemento y acero en plena construcción.
¿Le diría algo Zhong? El Viejo Cazador no pensaba dirigirse a ella como un poli, como alguien con autoridad que podía obligarla a hablar. Aminoró el paso al llegar al pequeño claro situado bajo el principio de la curva del puente, sólo a un par de minutos del callejón en el que vivía Zhong, y encendió un cigarrillo sin dejar de pensar.
En un comercio de ultramarinos situado junto a la entrada del callejón, compró una bolsa de plástico con lichis secos. Al final del pequeño callejón divisó un edificio muy antiguo de dos plantas. La puerta, pintada de negro, conducía a un estrecho pasillo repleto de cocinas con briquetas de carbón y cestos de bambú, y a una oscura escalera que llevaba a un desván. Tras palpar la pared durante un buen rato sin encontrar el interruptor, el Viejo Cazador tuvo que subir la escalera a tientas en la oscuridad, oyendo cómo crujían los escalones bajo sus pies, hasta que llegó al desván.
La puerta se abrió antes de que él llamara. En el umbral apareció una anciana bajita y encogida, probablemente de más de ochenta años. Bajo la luz que entraba por la ventana del desván, la mujer parecía una vieja campesina de alguna aldea remota. Llevaba el cabello envuelto en una toalla gris y una ristra de cuentas budistas alrededor del cuello, y daba vueltas a otra ristra más corta en la mano derecha. Con todo, parecía muy despierta para su edad.
– ¿Qué quiere de mí? -preguntó la anciana, frunciendo la frente surcada de arrugas.
– ¡Ah! Usted debe de ser la tía Zhong. Soy el Viejo Yu. -El Viejo Cazador había preparado qué decir-. Por favor, discúlpeme por haberme tomado la libertad de venir a visitarla. Soy un viejo jubilado al que sólo le queda un deseo por cumplir en este mundo vulgar.
– ¿Y qué deseo es ése?
– Soy un devoto admirador de Shang, he visto todas y cada una de sus películas. Pero nunca he podido ver alguna fotografía que le hubieran tomado en la intimidad. Usted tuvo la suerte de pasar muchos años con ella, tía Zhong. Me pregunto si podría enseñarme o venderme algunas de sus fotos.
– Tuvo muchísimos admiradores. Pero ¿de qué le sirvió en sus últimos días? -Sin embargo, la anciana dio un paso hacia atrás e hizo un gesto vago para indicarle que entrara en el desván, que parecía un palomar-. Ahora, después de tantos años, aparece usted de pronto pidiendo fotos de Shang.
– Escúcheme, tía Zhong. En aquella época yo no sabía nada sobre los problemas de Shang. Algunos años después, busqué fotografías suyas por todas partes, sin éxito. No fue hasta ayer que alguien me habló de su relación con Shang y de la pasión de Shang por las fotografías. Pensé que tal vez le hubiera dejado algunas a usted como recuerdo.
– No, señor Yu, no me dejó ninguna.
– Si usted no tiene fotografías de ella, ¿dónde podría encontrarlas?
– ¿Por qué no deja en paz a una pobre vieja? Yo ya tengo un pie en la tumba. Y apiádese de Shang, déjela en paz a ella también.
– Hace más de veinte años de su muerte, pero no pasa ni un solo día sin que piense en ella. Era una perla sin igual, cuya belleza le irradiaba del alma. Las estrellas del cine de hoy en día son como gallinas cubiertas de barro en comparación a un grácil fénix como ella -explicó el Viejo Cazador, levantando la bolsa de plástico-. Soy un jubilado normal y corriente. Esto no es más que una muestra de mi sincera gratitud hacia usted, por toda la ayuda que les prestó a ella y a su familia. Usted era la que le enviaba un carro de carbón en el terrible invierno.
– Yo sólo soy una mujer inculta e ignorante -respondió ella-. No era nadie hasta que Shang me llevó a Shanghai.
– Por favor, cuénteme algo sobre ella.
– Estuve con Shang, luego con Qian, y finalmente también con Jiao -explicó la mujer, que, tras coger la bolsa de plástico, empezaba a ablandarse-. Todo ha pasado ya, como el humo dispersado por el viento, como las nubes pasajeras. ¿Qué puedo decirle? Al iniciarse la Revolución Cultural, tuve que dejar a Shang. De no haberme ido, la habrían acusado de llevar una vida burguesa.
– Sí, fue muy considerado de su parte.
– Shang me daba tanta lástima… Se aferraba a la esperanza de que el guiren viniera a rescatarla.
– ¿A quién se refiere con ese guiren, tía Zhong?
Un guiren, alguien que traía suerte de forma inesperada, era otra palabra habitual en la ópera de Suzhou.
– No vino -respondió la anciana con tono lastimero-. No vino nadie. Se apoderó de ella la desesperación. Kalpa.
En la ópera de Suzhou, kalpa significaba desastres predestinados. El Viejo Cazador se fijó en una estatua de Buda que reposaba sobre la única mesa de la habitación. Zhong había colocado un quemador de incienso de bronce delante de la estatua.
– Fuera kalpa o no, alguien debería haberla ayudado. ¿Ni una sola persona lo hizo?
– No, ni una -respondió ella-. Si el guiren decidió no ayudarla, ¿quién iba a hacerlo?
El Viejo Cazador adivinó la razón por la que Zhong empleaba continuamente el término guiren. Ambos sabían de quién estaban hablando.
– Volviendo a las fotos, ¿se las enseñó Shang?
– Algunas.
– ¿Incluso las que salía junto al guiren?
No lo recuerdo demasiado bien.
– Sí, hace muchísimo tiempo de eso -dijo el Viejo Cazador, tomándose la respuesta como una afirmación a medias-. Después de la trágica muerte de Shang, ¿salió a la luz alguna de aquellas fotografías?
– No que yo sepa.
– ¿Cree que Shang podría haberlas dejado en alguna parte?
– No, eso tampoco lo sé.
La anciana demostró estar todavía muy lúcida a pesar de su edad. El Viejo Cazador decidió darle otro rumbo a la conversación.
– Buda está muy ciego. Tanto Shang como Qian tuvieron vidas desgraciadas. No hicieron nada para merecer semejante kalpa, o semejante karma.
– No se le ocurra decir eso, señor Yu. Buda es divino. El karma funciona de un modo que ninguno de nosotros llega a comprender. Pese a lo que les sucediera a Shang y a Qian, Jiao acabó recibiendo el apoyo de un auténtico guiren.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Yu apresuradamente, casi incapaz de ocultar la excitación en su voz-. ¿No creció Jiao en un orfanato, sola, durante aquellos años?
– Alguien la ayudó en aquella época, un guiren que se mantuvo en la sombra. Ahora que Jiao lleva una vida acomodada, creo que puedo irme de este mundo en paz. ¡Buda es grande!
– ¿Ah, sí? ¿Y quién la ayudó?
– Un hombre de buen corazón. -Zhong se levantó para introducir largas varillas de incienso en el quemador-. Quemo incienso en su honor todos los días. ¡Ojalá lo proteja Buda!
– Espere un momento, tía Zhong. Un guiren en la vida de Jiao. ¿Y usted cómo lo sabe?
– Al igual que usted, algunos conocen mi relación con la familia Shang, así que él vino a verme un día.
– ¿Qué clase de hombre es?
– Un auténtico caballero. Dijo que conocía a los padres de Jiao. Tendrá la edad que tendrían ahora ellos, supongo. Me dio dinero para que le comprara a Jiao comida y ropa.
– ¿Cuándo empezó a dárselo?
– Dos o tres años después de que se acabara la Revolución Cultural. A finales de los setenta, principios de los ochenta. Hizo su buena obra de forma anónima, e insistió en que no le dijera nada a Jiao. ¡Qué benefactor tan noble!
– ¡Qué espíritu tan budista! -añadió el Viejo Cazador sin excesiva convicción, intentando improvisar más invocaciones budistas-. Un picotazo, una bebida, todo lo que sucede tiene una causa y una consecuencia.
– Usted también se postra ante Buda, ¿verdad? Tal vez no fuera demasiado rico al principio, porque sólo me daba un poco de dinero cada vez que nos veíamos, pero se le veía que era de buena familia por la forma en que hablaba y se comportaba. Las buenas obras siempre tendrán su recompensa. Ahora es increíblemente rico; y Jiao también, gracias a su ayuda.
– ¿Me daría su nombre y su dirección, tía Zhong? Quisiera agradecerle todo lo que ha hecho por la familia de Shang.
– Siembra sin preocuparse de recoger. De hecho, nunca me ha dicho su nombre auténtico -explicó la anciana, sacudiendo la cabeza con resolución-. Y, de todos modos, no se lo daría aunque lo supiera. Va en contra de sus principios.
– No sé cómo agradecerle lo que me ha contado -dijo el Viejo Cazador mientras se levantaba, consciente de que no tenía sentido seguir haciendo preguntas-. Al igual que este noble benefactor, usted ha hecho mucho por la familia de Shang. Los designios de Buda son inescrutables. El karma se manifiesta en la vida de su nieta.
– Sí, que Buda la bendiga, y a él también. Adiós, señor Yu.
Zhong se levantó y abrió la puerta que conducía a la oscura escalera.
El Viejo Cazador estuvo a punto de tropezar de nuevo. Empezó a bajar a tientas muy lentamente, agarrándose a la barandilla y moviendo con dificultad sus rígidas piernas. Llegar al pie de la escalera le llevó varios minutos. La bajada había sido aún más larga que la subida.
Al salir a la calle, muy concurrida a aquellas horas, el sol de la tarde lo cegó. Su encuentro con la antigua criada de Shang había dado sus frutos. El Viejo Cazador encendió un cigarrillo, agitando la cerilla. La información que le había proporcionado Zhong arrojaba luz sobre algunos de los misterios en la vida de Jiao, particularmente en relación con su benefactor, un hombre supuestamente modesto e «increíblemente rico». Zhong parecía convencida de que su fortuna había provocado una metamorfosis en la vida de Jiao.
¿Podría el benefactor ser el hombre al que el Viejo Cazador había entrevisto en compañía de Jiao la otra noche? No parecía demasiado probable. Zhong había afirmado que el benefactor tenía la misma edad que los padres de Jiao, pero el hombre de la ventana parecía más joven.
Al volver a pasar frente a la tienda de ultramarinos, el Viejo Cazador tuvo una idea. Pese a la ambigua respuesta de Zhong sobre lo que le había contado a Jiao acerca de su benefactor, si los cambios en la vida de la muchacha guardaban relación con él, Jiao debía de conocerlo.
Según lo que Chen le había contado, Jiao no parecía tener ningún amigo de esa edad, excepto Xie. Era un caballero a la antigua usanza y además de buena familia, aunque distara mucho de ser rico.
El Viejo Cazador conseguiría una fotografía de Xie y volvería con ella a visitar a Zhong. Puede que la anciana lo reconociera, aunque no supiera su nombre.
El Viejo Cazador empezó a tararear algunos fragmentos de una ópera de Suzhou.
– Henchido de rabia, te condeno…