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16

Peiqin llegó al complejo de pisos de lujo de la calle Wuyuan siguiendo las indicaciones que le había dado el Viejo Cazador.

La esposa del subinspector Yu era esa «persona de total confianza» que Chen le había recomendado a Jiao, aunque el inspector jefe no tenía ni idea de que se tratara de Peiqin.

Peiqin se había ofrecido para trabajar temporalmente como asistenta para sorpresa tanto de Yu como del Viejo Cazador, quien le había pedido que lo ayudara a buscar a alguna persona apropiada. Peiqin presentó argumentos convincentes a favor de su candidatura: sería casi imposible encontrar a alguien de confianza en tan poco tiempo, y mucho menos a una persona capaz de informar a la policía en secreto. Además, fuera cual fuese la razón por la que Chen se había tomado vacaciones, el inspector jefe debía de estar en peligro. Tenían que ayudarlo. Finalmente, Yu aceptó con la condición de que Peiqin sólo hiciera lo que se esperaba de una asistenta temporal.

Peiqin nunca había estado en la zona de la calle Wuyuan y sus aledaños. Al igual que muchos habitantes de Shanghai, raramente salía de su círculo y no le veía sentido a explorar barrios que, para ella, eran como otra ciudad. Antes y después de 1949, la calle Wuyuan se consideraba uno de los «enclaves de clase alta» a los que jamás tendrían acceso gente corriente como Peiqin y Yu.

En una ciudad que cambiaba tan rápidamente, la brecha entre ricos y pobres volvía a ampliarse. Periódicos y revistas habían empezado a hablar de construir una sociedad armoniosa en un esfuerzo conjunto, como cigarras incansables. Peiqin se preguntaba cómo se lograba algo así. Al llegar al complejo residencial, mostró su identificación al guarda de seguridad con uniforme verde que controlaba la entrada y afirmó ser la asistenta.

Tras entrar en el complejo, se sintió momentáneamente perdida, como la abuela Liu en Sueño en el pabellón rojo. Aquellos pisos de tanto lujo se alzaban como sueños inalcanzables y majestuosos. Antes de llamar al interfono, Peiqin se miró de nuevo en un espejo de bolsillo. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de mediana edad con una camiseta negra desteñida, pantalones color caqui y zapatos con suelas de goma, que llevaba una bolsa de lona. Era la típica imagen de las criadas que aparecían en las series televisivas, un papel que no le sería demasiado difícil interpretar después de todas las tareas domésticas que había hecho en su casa a lo largo de los años.

– ¿Quién es? -preguntó una voz desde la quinta planta.

– Soy Pei. El señor Chen me dijo que viniera hoy.

– ¡Ah, sí! Suba. Habitación 502.

La cerradura de la puerta de entrada hizo un clic. Peiqin abrió la puerta y se dirigió al ascensor.

Al salir en la quinta planta, vio a una mujer joven que esperaba en el umbral de un piso situado a su izquierda.

– ¿Así que usted es la nueva asistenta?

– Sí -respondió Peiqin, asintiendo con la cabeza.

– Yo soy Jiao.

La joven llevaba un vestido mandarín de color azul claro con un vistoso fénix bordado y escarpines de satén de tacón alto a juego con el vestido, como si hubiera salido de una película de los años treinta. El vestido mandarín, que parecía hecho a medida, resaltaba sus curvas, aportándoles una sutil voluptuosidad. Jiao sostenía un par de medias en la mano.

Podía ocuparse sola del piso, pero Peiqin sabía que el hecho de tener asistenta daba prestigio. Peiqin había oído decir que algunos nuevos ricos tenían en sus pisos un cubículo que llamaban «la habitación de la criada». Y disponía de baño propio, para que la asistenta no se tropezara con los señores. Peiqin había crecido durante los años de propaganda comunista igualitaria y no podía evitar sentirse un poco incómoda en esta situación, pese a que ahora se limitaba a interpretar un papel, un papel temporal.

– Entre -indicó Jiao.

– Me llamo Pei. El señor Chen me ha pedido que viniera. -Peiqin repitió lo que había dicho por el interfono.

– El señor Chen me llamó para decir que enviaría a alguien de confianza.

– Hace años que conozco al señor Chen, es muy buena persona.

– ¿Cómo está? He intentado llamarlo esta mañana, pero no ha contestado.

– Supongo que estará fuera de la ciudad en algún viaje de negocios -respondió Peiqin vagamente. No estaba segura de si Jiao estaba al tanto de los últimos acontecimientos.

– Los hombres de negocios son así -dijo Jiao, y añadió-: Voy a salir esta mañana, así que hablemos ahora de lo que tiene que hacer. No hace falta que venga cada día. Tres veces por semana, cuatro horas cada día. Principalmente, tendrá que limpiar el piso y lavar la ropa. De vez en cuando le pediré que prepare la cena, como hoy, pero cuando acabe puede irse. Por estos servicios le pagaré ochocientos al mes, extras aparte. ¿Le parece bien?

– Sí, por mí está bien.

– Deje que le haga una lista de todo lo que tiene que comprar y preparar para esta noche. -Jiao escribió deprisa en un trozo de papel-. ¡Ah! No tiene que cocinar todos los platos, deje algunos sólo preparados y ya los acabaré de cocinar yo.

– Entiendo -respondió Peiqin echándole un vistazo a la lista, que parecía muy específica, no sólo en cuanto a los ingredientes, sino también en cuanto a los sabores de cada plato-. ¿Cuándo va a volver?

– A las seis.

– ¿Y a qué hora cena?

– Hacia las siete.

– En este caso, creo que será mejor que empiece a cocinar el tocino hacia las cuatro, porque el tocino estofado en salsa roja tarda varias horas en hacerse. En cuanto al pescado, lo prepararé con cebolleta y jengibre en una vaporera, y sólo tendrá que acabar de hacerlo al vapor unos cinco o seis minutos, según prefiera.

– Muy bien -aprobó Jiao, asintiendo con la cabeza-. Tiene mucha experiencia.

– ¿Alguna instrucción en particular sobre el tocino o sobre el pescado?

– Sí, que la grasa del tocino quede crujiente -indicó Jiao-. ¡Ah! Y no use salsa de soja.

– Pero ¿quiere que la salsa…? -A media pregunta se le ocurrió una idea-. Ya entiendo. Podría freír azúcar en el wok hasta que se dore, y usarlo para dar color al tocino.

– Es toda una profesional -dijo Jiao con una sonrisa.

Era una receta que Peiqin había aprendido en el restaurante. Jiao debía de haberla hecho alguna vez, puesto que no dio muestras de sorpresa.

– Calcularé el tiempo para que el tocino esté hecho, pero no demasiado, cuando usted vuelva. También puede añadirle cualquier especia que le guste.

– No cabe duda de que el señor Chen me ha hecho una recomendación excelente. Prepárelo como le parezca mejor. Aquí tiene el dinero para comprar los ingredientes.

Jiao, que parecía tener prisa por irse, seguía hablando mientras se ponía las medias apoyada en una silla de caoba. Después se puso unos zapatos de tacón.

– Si algún día el trabajo le lleva más de cuatro horas, dígamelo y le pagaré un poco más, ¿de acuerdo? -añadió Jiao cuando se dirigía hacia la puerta.

Era un sueldo más que razonable para una asistenta, pensó Peiqin mientras oía los pasos de Jiao alejarse por el pasillo y entrar en el ascensor. Entonces cerró la puerta.

No sabía qué le habría dicho Chen a Jiao sobre ella, pero su «carrera como asistenta» había empezado mejor de lo que había imaginado. Jiao la había aceptado sin hacerle ni una sola pregunta. El horario de trabajo también le convenía, ya que ni siquiera tendría que pedir días de permiso en el restaurante. Como contable con un horario flexible, Peiqin podía ir al restaurante cuando le viniera bien. Algunos días podría trabajar en casa de Jiao durante la hora de comer.

Tras sacar un delantal de la bolsa de lona, Peiqin empezó a trajinar como una asistenta sin dejar de observarlo todo como la mujer de un policía, en busca de cualquier cosa que se saliera de lo normal o que guardara relación con Mao.

El piso era muy lujoso. La distribución le pareció poco habitual, aunque desconocía cómo serían otros pisos de ese tipo. El salón, rectangular, era enorme, con lienzos desperdigados por todas partes, acabados y por acabar. Tal vez Jiao lo usara principalmente como estudio. En una pared colgaba un largo pergamino de seda con caracteres chinos. A Peiqin le costó leer los caracteres, que semejaban dragones voladores y fénix danzantes. Le llevó varios minutos reconocer cinco o seis caracteres, hasta que cayó en la cuenta de que el texto del pergamino era un poema de Mao titulado «Oda a la flor de ciruelo»; lo había leído en su libro de texto de la escuela secundaria.

En la poesía clásica china, las beldades y las flores a veces eran metáforas intercambiables. El calígrafo quizás había copiado el poema para Jiao como un cumplido, aunque, por lo que Peiqin recordaba, la flor de ciruelo no simbolizaba a una chica joven y moderna.

Quizá le buscaba demasiados significados. En el mercado actual, los pergaminos de un calígrafo célebre tenían un valor inestimable, sin importar su temática. También se adquirían para evidenciar los gustos refinados de sus propietarios, fueran jóvenes o no. Peiqin volvió a leer el poema. Había una fecha en el calendario lunar chino que no conseguía descifrar. Tendría que buscarla en algún libro de consulta de la biblioteca.

A continuación Peiqin entró en el dormitorio, que también era excepcionalmente grande. Tenía dos vestidores y un baño principal. Los muebles, sin embargo, eran muy distintos a los del salón. Sencillos y prácticos. La gran cama de madera sorprendió a Peiqin: era mayor que una cama de matrimonio grande, y quizás estaba hecha a medida. Costaba adivinar por qué una chica joven y soltera necesitaba una cama como aquélla. También había una librería hecha a medida empotrada en la sencilla cabecera de madera. Además, casi una tercera parte de la cama estaba cubierta de libros. Peiqin se inclinó para ahuecar las almohadas y tocó la cama. No había colchón bajo las sábanas, sólo una tabla de madera dura y sólida.

Sobre la cabecera colgaba una fotografía grande de Mao, observándolo todo desde lo alto. Era una decoración poco habitual para un dormitorio. El marco de la fotografía parecía de oro macizo, aunque probablemente no lo fuera. De todos modos, era muy pesado. De la pared de enfrente colgaba un gran espejo, algo poco beneficioso para dormir según la doctrina del feng shui. Junto a la cama había una vitrina con libros, y sobre ésta varias fotografías de Jiao, colocadas casi a la misma altura que la fotografía de Mao.

Frente a la cama vio dos cuartitos a modo de vestidores, uno grande y otro pequeño. Los abrió. En su interior había ropa y material de pintura, pero Peiqin no descubrió nada que la sorprendiera.

Luego se dirigió a la habitación contigua, que parecía ser un despacho. Sobre el gran escritorio de caoba había un álbum fotográfico y una estatua de bronce en miniatura de Mao. El despacho tenía un aspecto impresionante: en tres de sus paredes se alzaban, majestuosas, sendas estanterías de caoba hechas a medida. En los estantes había un número considerable de libros sobre Mao, algunos de los cuales Peiqin no había visto nunca en las librerías. Jiao había realizado un trabajo asombroso coleccionando tantos volúmenes. Había también una sección de libros de historia, algunos de ellos cosidos a mano y con cubiertas de tela, presumiblemente pensados para destacar por su lujosa encuadernación. En la parte baja de una estantería vio un montón de revistas de moda, lo cual le pareció un tanto incongruente.

La cocina, equipada con modernos electrodomésticos de acero inoxidable, era la única estancia del piso en la que no encontró ningún objeto asociado con Mao. Peiqin se puso de puntillas para poder inspeccionar el interior de un vestidor; sólo había un par de libros de cocina, uno de los cuales también lo tenía ella en casa.

Decidió salir entonces a hacer la compra, se quitó el delantal y lo dobló cuidadosamente sobre la mesa de la cocina. En su primer día de trabajo, sus responsabilidades como asistenta eran lo primero. Más adelante, si tenía tiempo, volvería a inspeccionar el piso.

Bajó a la calle con la lista de la compra. Era una lista sorprendente: tocino, pescado de Wuchang, melón amargo, pimientos rojos y verdes y algunas verduras del tiempo. El guardia de seguridad la reconoció y sonrió.

El mercado del barrio resultó ser muy distinto de los mercados a los que acudía Peiqin. Tenía el suelo de granito y mostradores revestidos de baldosas blancas sobre los que se exhibían verduras en envoltorios de plástico y carne en bandejas. Peiqin dio unas cuantas vueltas antes de encontrar unas peceras de cristal enormes en las que nadaban algunos peces. Al igual que en los demás puestos, un letrero exhortaba: no se admite el regateo.

– Un pescado de Wuchang grande -pidió Peiqin a una pescadera de rostro rubicundo, ataviada con un uniforme blanco y calzada con zapatos de goma morados.

Jiao le había dado el dinero suficiente para no tener que regatear, pero, de todos modos, Peiqin pidió un recibo. Como gratitud por no haber regateado, la pescadera sacó con un cucharón el pescado vivo y junto a él le entregó un puñado de cebolletas de regalo.

Tras comprar todos los ingredientes de la lista, Peiqin escogió otra salsa especial y condimentos para la cena. Según le habían dicho Yu y el Viejo Cazador, Jiao raras veces tenía invitados, por no decir nunca. Sin embargo, para una chica tan esbelta como ella, parecía una cena muy abundante, llena de calorías y de grasas. En particular, el tocino estofado en salsa roja, popular a principios de los sesenta entre los chinos famélicos y desnutridos, era un plato que ninguna chica moderna que vigilara su peso querría probar.

De nuevo en la cocina, Peiqin empezó a preparar la cena. El pescado vivo no dejaba de moverse y de saltar mientras Peiqin le quitaba las escamas sobre una tabla. Al meterlo en la vaporera, el pescado se agitó una vez más y le hizo un corte en el dedo con la cola. El corte no era profundo, pero le escoció. A continuación, Peiqin dispuso el pescado junto al jengibre y las cebolletas en una fuente con sauces dibujados y la colocó en una vaporera sobre la mesa de la cocina. Cuando volviera, Jiao sólo tendría que encender el fuego. Peiqin lavó el arroz y lo echó en una arrocera eléctrica. Finalmente, empezó a preparar el tocino. Era un plato fácil, pero le llevó tiempo. No era una chef profesional, pero sí una cocinera experimentada y quería impresionar a Jiao en su primer día.

Tras quitarse de nuevo el delantal, Peiqin se preparó una taza de té con una bolsita de té europeo que nunca había visto y se sentó en una silla plegable junto a la mesa. Al probar el té humeante, no le pareció tan bueno como el té del Pozo del Dragón que tenía en su casa. Quizá la diferencia se debiera a la bolsita. A Peiqin le gustaba contemplar tranquilamente cómo se iban desenrollando las hojas de té en la taza, tan verdes y tiernas, mientras reflexionaba.

No era la primera vez que colaboraba en una investigación, ya fuera para ayudar a su marido, al inspector jefe Chen o a otras personas involucradas.

Esta vez, sin embargo, era distinto.

Su interés por el caso era personal y, a la vez, mucho más que personal.

Peiqin había obtenido unas calificaciones excelentes en la escuela primaria. Llevaba con orgullo el pañuelo rojo de los Jóvenes Pioneros, y soñaba con un futuro prometedor bajo la luz dorada de la China socialista. Sin embargo, todo cambió de la noche a la mañana tras el estallido de la Revolución Cultural. El «problema histórico» de su padre empañó la reputación de toda la familia. Al frustrarse sus sueños juveniles, Peiqin tuvo que hacer frente a la realidad. Trabajó duramente como «joven instruida» en Yunnan, arando descalza en los arrozales, avanzando pesadamente por los senderos enfangados un día tras otro… Hasta que, diez años después, volvió a la ciudad para trabajar en la oficina de un restaurante tingzijian entre el humo de los woks y los ruidos de la cocina que subían desde la planta baja, y para apretujarse en una habitación sin cocina ni baño con Yu y Qinqin, ingeniándoselas para ahorrar hasta el último céntimo. Había estado demasiado ocupada -había llegado a simultanear dos trabajos- para dejarse llevar por la autocompasión. Y se había dicho a sí misma una y otra vez que era una mujer afortunada, que tenía un buen marido y un hijo maravilloso. ¿Qué más podía desear? En una reunión reciente de antiguos alumnos, Yu y Peiqin habían sido elegidos la pareja más afortunada: ambos tenían empleos estables, una habitación propia y un hijo que estudiaba para poder entrar en la universidad. Después de todo, la Revolución Cultural había sido un desastre nacional que no sólo había afectado a su familia, sino también a millones de chinos.

Pero, de vez en cuando, no podía evitar preguntarse cómo habría sido su vida de no haber estallado la Revolución Cultural.

El corte que se había hecho en el dedo volvió a escocerle.

¿De quién era la culpa?

De Mao.

El Gobierno no quería que la gente hablara de ello. Los altos cargos evitaban el tema o le echaban la culpa a la Banda de los Cuatro. En cuanto a Mao, decían que había cometido un error bienintencionado, de escasa importancia en comparación con su enorme contribución al progreso de China.

Quizá Peiqin no fuera la persona más indicada para juzgar a Mao, al menos desde una perspectiva histórica, pero ¿acaso no podía juzgarlo personalmente, desde la perspectiva de alguien que había sufrido en carne propia la política de Mao?

Dejando a un lado sus motivos personales, Peiqin no podía perdonar a Mao por lo que acababa de contarle el Viejo Cazador: la forma en que trató a su esposa Kaihui.

En su adolescencia, Peiqin había leído el poema que Mao escribió a Kaihui y le había parecido un conmovedor poema de amor revolucionario. También leyó un poema anterior sobre la despedida entre Mao y Kaihui, que se le antojó aún más sentimental y conmovedor.

Ahora había quedado conmocionada al conocer la verdad que se escondía detrás de esos poemas. No era simplemente una abyecta traición por parte de Mao, sino en cierto modo un asesinato a sangre fría. Mao debía de considerar a Kaihui un obstáculo para su relación ilícita con Zizhen, y por ello permitió que su esposa permaneciera en aquel lugar, donde acabaría siendo víctima de las represalias de los nacionalistas. ¿Lo supo Kaihui en sus últimos días? Los ojos de Peiqin se llenaron de lágrimas al pensar en Kaihui, a la que arrastraron hasta el lugar de su ejecución descalza y sangrando, para que, de acuerdo con una superstición local, no encontrara el camino de regreso a casa, porque iba sin zapatos.

Peiqin no albergaba dudas sobre la forma en que Mao había abandonado a Shang. Después de releer Nubes y lluvia en Shanghai, no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Históricamente, no parecía importante que alguien como Mao hubiera usado y desechado a una mujer como si fuera un trapo viejo. Sin embargo, ¿cómo debió de sentirse Shang, un ser humano con los mismos derechos que él?

Peiqin se levantó y volvió al dormitorio. Al contemplar la fotografía de Mao que colgaba sobre la cama, cayó en la cuenta de que era un retrato que ya no solía verse; no ahora, no desde los días de la Revolución Cultural. Mao estaba sentado en una silla de ratán, enfundado en un albornoz de rizo de rayas azules y blancas, fumando un cigarrillo y sonriendo hacia un horizonte lejano. Parecía hallarse en una embarcación fluvial. Presumiblemente, le sacaron la fotografía después de nadar en el río Yangzi.

¿Era posible que Jiao, contagiada por una moda reciente, hubiera «redescubierto» a Mao? Los emperadores habían despertado el interés del pueblo chino a lo largo de miles de años. Los temas relacionados con la realeza volvían a aparecer en películas y en programas televisivos; asimismo, los emperadores y las emperatrices de la dinastía Qing ocupaban páginas y páginas de los superventas más recientes.

Pero ¿cómo podía Jiao, precisamente, haber albergado pensamientos afectuosos hacia Mao, cuando éste fue el responsable de las tragedias que afligieron a su familia?

Y, al margen del misterio sobre Mao, ¿cómo una joven como Jiao podía permitirse vivir así sin trabajar?

Quizá Jiao fuera una mantenida, una ernai o «pequeña concubina», un nuevo término cada vez más extendido en el vocabulario chino.

Aunque habían visto a un hombre en compañía de Jiao, al menos una vez, en ese piso, a Seguridad Interna no le constaba de ninguno que la mantuviera. Por otro lado, no tenía nada de extraño que una mujer joven como Jiao recibiera a algún visitante ocasional.

Peiqin interrumpió de repente sus elucubraciones. No sabía casi nada sobre Jiao, una chica de una generación distinta a la suya que procedía de una familia también muy distinta. No tenía sentido especular demasiado.

Y tampoco sabía lo que pretendía encontrar Chen en realidad. Como esposa de un policía, no le importaba fisgonear si así ayudaba a su marido, o al jefe de su marido, pero le habría gustado conocer más datos sobre lo que tenía que buscar.

Consultó de nuevo el reloj. Jiao no iba a volver tan pronto. Peiqin decidió inspeccionar el piso a conciencia.

Procedió con cautela, sacando los cajones, mirando debajo de la cama, en el vestidor, rebuscando en las cajas… En una novela de suspense que había leído aprendió que la gente podía usar como escondrijo los lugares más obvios, y no se olvidó de ellos. Después de pasarse casi una hora buscando hasta en el último rincón, Peiqin no encontró nada interesante, salvo algunos objetos que reforzaron su primera impresión de que Jiao estaba obsesionada con Mao.

En un cajón, encontró varias cintas de documentales que mostraban a Mao recibiendo a visitantes extranjeros en la Ciudad Prohibida. Peiqin recordó haber visto alguno de esos documentales en Yunnan a principios de los setenta; en aquella época apenas se exhibían películas, salvo las ocho películas revolucionarias oficiales y los documentales sobre Mao. Peiqin y Yu solían bromear diciendo que Mao era la estrella de cine más importante de China.

¿Cómo había conseguido Jiao esas cintas? Peiqin estuvo tentada de introducir una en el reproductor, pero se contuvo. Jiao podría darse cuenta de que alguien la había estado viendo.

En lugar de ver la cinta, Peiqin hizo una lista de todo lo que le parecía inusual, sorprendente o inexplicable en el piso de Jiao. Para Yu y para el Viejo Cazador. Si ella no era capaz de encontrarle sentido, tal vez su marido o su suegro lo serían. O quizás el inspector jefe Chen.

En primer lugar, la gran cama, tan pasada de moda, con una tabla de madera en lugar de colchón. La mayoría de habitantes de Shanghai tenía un colchón zongbeng, tejido a modo de red con cuerdas de fibra de coco entrecruzadas. Peiqin insistió en tener en casa un zongbeng, ligero y resistente. Entre la gente más joven eran más populares los colchones de muelles, como el que usaba su hijo Qinqin. Sólo la gente muy mayor o muy anticuada consideraría una tabla de madera como opción, por creerlo bueno para la espalda.

También llamaba la atención la pequeña estantería empotrada en la cabecera de la cama. ¿Acaso Jiao era una lectora voraz? Ni siquiera había acabado los estudios secundarios. Por no mencionar los estantes de caoba hechos a medida, con todos esos libros de historia y sobre Mao.

Peiqin no sabía qué pensar del pergamino de seda con el poema de Mao que colgaba en el salón, o del retrato de Mao que había en el dormitorio. A su entender, también resultaban inusuales.

En cuanto a la cena con todos esos platos poco comunes, Peiqin suponía que sería para dos. El invitado debía de ser una persona anticuada, al menos en cuanto a sus gustos culinarios, aunque Jiao no había mencionado que fuera a tener visita. Peiqin pensó que debía informar al Viejo Cazador, para que se mantuviera alerta aquella noche.

Estaba a punto de marcar el número cuando llamaron a la puerta. Se metió la lista en la bolsa y miró por la mirilla. Vio a un hombre vestido con un uniforme azul marino que llevaba una especie de pulverizador de mango largo en la mano.

– ¿Qué quiere? -preguntó Peiqin con voz vacilante.

– Servicio de fumigación de insectos.

– ¿Servicio de fumigación de insectos?

Peiqin fumigaba ella misma en su casa, pero no era asunto suyo cuestionarlo. Tal vez los ricos contrataran a profesionales para cualquier cosa.

– Programé la visita con Jiao -explicó el hombre, sacando un papel-. Mire.

Jiao debía de haberse olvidado de avisarla, lo que, por otra parte, no tenía demasiada importancia.

– ¿Es usted la nueva asistenta?

– Sí, es mi primer día.

– Vine el mes pasado -explicó él-, y había otra asistenta.

Debía de haber estado antes en el piso, así que Peiqin le abrió la puerta. El hombre entró, saludó con la cabeza y se puso una mascarilla de gasa antes de que Peiqin pudiera verle bien la cara. Parecía muy profesional, y de inmediato dirigió la mirada a la mesa de la cocina.

– Será mejor que tape los platos, aunque este producto es prácticamente inocuo.

El hombre alargó la cánula del pulverizador y empezó a fumigar, introduciéndola en todas las rendijas de detrás del armario.

Al cabo de cuatro o cinco minutos se dirigió al dormitorio. Peiqin lo siguió, aunque no muy de cerca.

– No parece usted una chica de provincias.

– No, no lo soy.

– Entonces, ¿cómo ha acabado aquí?

– Mi fábrica quebró -improvisó ella-. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Después de inspeccionar todos los rincones, además de las zonas de difícil acceso, el hombre se agachó y fumigó debajo de la cama. Quizás ése era el modo profesional de hacerlo.

Cuando finalmente empezó a retraer la cánula, Peiqin le preguntó:

– ¿Cuánto le debe Jiao?

– Nada, ya me ha pagado.

Eran casi las cuatro cuando el hombre salió del piso. Peiqin volvió a la cocina, donde cortó en rodajas la berenjena hecha al vapor y le añadió sal, aceite de sésamo y un pellizco de glutamato monosódico. Un plato sencillo, pero sabroso. También cortó en rodajas un trozo de medusa para otro plato frío, y preparó un platito de salsa especial.

Finalmente, Peiqin insertó un palillo en el tocino y comprobó que lo atravesaba con facilidad. Bajó el fuego al mínimo. El tocino parecía en su punto y había adquirido un color muy apetitoso.

Era todo cuanto podía hacer ese día. El reloj de pared de la cocina marcaba las cinco menos cuarto. Miró los platos preparados y semipreparados que había sobre la mesa de la cocina, y asintió con aprobación.

Tras quitarse el delantal, redactó una nota explicándole a Jiao lo que había hecho aquella tarde, y mencionó también la visita del fumigador.