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El sospechoso se llamaba Pero Matek, y su historial reciente era muy familiar. Durante la guerra había sido matón y especulador, siempre listo para reconocer la oportunidad en medio de la guerra y el caos. Vlado los había visto a docenas en Sarajevo durante el asedio, así que a éste lo encaró ya con hastiado desagrado.
Fue la historia anterior de aquel hombre lo que le fascinó. A Vlado, como a la mayor parte de su generación, le habían enseñado la historia de la segunda guerra mundial en una serie de tratamientos de brocha gorda, de discursos obligatorios sobre el heroísmo titoísta y el sacrificio desinteresado del pueblo y de los partisanos, un frente unido de comunistas rebeldes que combatían a los nazis y a unos cuantos traidores dispersos, en su mayoría fascistas y monárquicos locales, los ustashi y los chetnik. Si la guerra reciente le había enseñado algo, era que la verdad solía ser mucho más complicada.
Matek, cuyo verdadero nombre era Pero Rudec, había nacido en una remota región de Herzegovina en marzo de 1923. Eso quería decir que ahora tenía setenta y cinco años. Se había criado en una granja, había asistido a escuelas estatales y a los dieciséis años había ingresado en una academia militar en la que se formaban oficiales para el ejército federal.
Matek era croata, y siendo todavía un adolescente se incorporó al movimiento nacionalista Ustashi, los fascistas de pacotilla que con el tiempo se unieron a los nazis. Hitler era su pasaporte hacia la categoría de Estado, y a los dieciocho años Matek fue uno de los miles de personas jubilosas que se congregaron en Zagreb el 10 de abril de 1941 para celebrar la declaración de independencia de Croacia bajo el dictador títere Ante Pavelic. Para entonces Matek se había incorporado ya al Ejército de Defensa Nacional de Croacia. No tardó en ser ascendido a teniente durante las operaciones que se llevaron a cabo a principios de 1942 en los montes Kosarev, una brutal campaña de asesinatos e incendios en el norte de Bosnia, bien conocida por la conversión obligada al catolicismo de miles de musulmanes y de serbios cristianos ortodoxos. En algunas ocasiones, serbios que no acababan de convencerse habían sido quemados vivos en sus iglesias.
En la primavera de 1942, Matek resultó herido en el hombro derecho, lo que le hizo estar fuera de servicio durante un mes y terminó en su traslado a un servicio menos exigente en Jasenovac, el campo de concentración de infausta memoria a orillas del río Sava. Allí estuvo al mando de un escuadrón de guardias que se distinguieron, si podía emplearse ese término, por su especial brutalidad y eficacia, no sólo en sus obligaciones en el campo sino también en batidas por las ciudades y los pueblos cercanos, saqueando, matando y arrestando a los sospechosos habituales. En 1945 fue ascendido a comandante. Su pista se difuminaba en abril, el último mes de la guerra.
Un informe decía que se había dirigido hacia el norte con varios miles de soldados y civiles fugitivos, un grupo que sufrió numerosas bajas en emboscadas y matanzas directas de los partisanos y las tropas soviéticas. Otros informes lo situaban en un convoy de camiones que partió de Zagreb con armas y ciertos «bienes del Estado». Esa versión se ramificaba en otros tres rastros, como una leyenda que crece y se adorna al contarse una y otra vez durante años. Una variante decía que él y otras dos personas habían llegado sanos y salvos a Wolfsberg, Austria, con su cargamento, y se habían refugiado en un monasterio antes de ser detenidos por el ejército británico. La segunda decía que habían abandonado sus vehículos en un paso de montaña cerca de la ciudad austriaca de Liezen. La tercera decía que Matek había sido uno de los pocos supervivientes de una emboscada tendida por los partisanos cerca de la ciudad eslovena de Maribor.
En cualquier caso, después de pasar cuatro meses huyendo terminó en Austria, desde donde los británicos lo enviaron a un campamento para personas desplazadas situado en Italia, cerca de la ciudad de Fermo. Con él había otras veinte mil personas temporalmente sin Estado, en su mayoría originarias de Croacia, Bulgaria y Hungría. Los campos para desplazados eran parada obligada para los millones de europeos sin hogar, personas que habían sido empujadas por los ejércitos o liberadas de campos de concentración, y las condiciones de vida eran notoriamente precarias. Los campos eran también escondites muy frecuentados por criminales de guerra: funcionarios y administradores que se habían despojado de sus uniformes e identidades para tratar de confundirse con las masas.
El riesgo de esa estrategia residía en que te podías pasar meses perdido y olvidado, con la posibilidad de padecer enfermedades y desnutrición. O que alguien pudiera reconocerte, o descubrir algo entre tus papeles que te delatara, a no ser que tuviera amigos que pudieran conseguir nuevos documentos o una salida.
Matek había pasado aparentemente nueve meses en Fermo antes de quedar en libertad en Roma, bajo la custodia de la Comisión Pontificia de Ayuda a los Refugiados. En Roma entró a trabajar en las oficinas de la Confraternità di San Girolamo di Illirici, donde una hermandad croata de sacerdotes franciscanos desarrolló actividades de asistencia a sus compatriotas errantes, con sede en la orilla derecha del Tíber, a poco más de un kilómetro de los muros del Vaticano.
Los sacerdotes eran allí antititoístas, anticomunistas, anti todo aquel que quisiera desenterrar viejos secretos relacionados con sus amigos. Consiguieron un nuevo juego de documentos de identidad para el recién bautizado Matek, que se despojó de su antiguo apellido de Rudek.
Matek se quedó en Italia hasta 1961, unos años después de la muerte del papa Pío XII. Después, al parecer, muchos de los más cuestionables refugiados políticos croatas comenzaron a hacer uso y abuso de su acogida. Matek se repatrió a Yugoslavia con su nuevo nombre. Al parecer cruzó la frontera sin incidentes y se reasentó en la ciudad de Travnik, en el centro de Bosnia, a bastante distancia del lugar donde se había criado y muy lejos de cualquier lugar en el que hubiera servido durante la guerra. Y allí seguía, y mientras tanto le había ido bastante bien. No constaba referencia alguna a cómo había aflorado de pronto su antigua identidad después de todos aquellos años, pero al parecer sus vecinos seguían sin saber nada.
La guerra reciente le había brindado oportunidades sin precedentes para la expansión de sus diversas empresas, y ahora era dueño de una cadena de estaciones de servicio y había logrado la adjudicación de varias concesiones de la ONU y la Unión Europea para la reconstrucción, por valor de unos 200.000 dólares hasta la fecha, parte de los cuales se habían destinado en realidad a la reconstrucción de viviendas. Una subvención noruega destinada a la reconstrucción de una distribuidora local de refrescos se había desviado de alguna manera para ayudar a reconstruir una distribuidora local de cervezas y licores, la mayor de la región, de hecho, propiedad de Pero Matek. Y prácticamente nada de un préstamo de 100.000 dólares para el desarrollo económico concedido un año atrás por el Banco Mundial para estimular el empleo local se había gastado para la finalidad a la que estaba destinado. Los funcionarios del Banco Mundial estaban ya convencidos de que el prestatario no lo amortizaría. Demasiados gastos indirectos y trámites burocráticos. Expectativas demasiado poco realistas. Aunque el prestatario hacía cuanto estaba en su mano, desde luego.
Vlado movió la cabeza desaprobando aquel derroche y aquella locura. Estaba casi tan indignado por el comportamiento reciente de Matek como por el pasado de aquel hombre. De lo contrario, sería posible censarlo como otro anciano encorvado que jugaba al ajedrez e intentaba olvidar, con el deseo de que lo dejasen en paz con sus nietos. Éste no se había casado, no había una familia, y se había aplicado en el duro trabajo de ganar dinero con las privaciones y la corrupción. Y ahora Vlado iba a conocerlo, iba a hacer oscilar ante él la zanahoria que al parecer más ansiaba, el acceso al lucrativo negocio de la eliminación de minas.
Vlado hojeó hasta la última página, una actualización de hacía sólo una semana. Matek parecía gozar de un estado de salud excelente, a juzgar por el informe de un funcionario del Banco Mundial que le había hecho una visita para interesarse con inquietud por el estado de la concesión. Parecía que ahora estaba conectado a Internet, si bien seguía siendo un tanto rudo a su rústico modo, seguía agasajando con grandes cantidades de carne carbonizada y bebidas fuertes. Un vaso tras otro de rakija. Su personal de seguridad parecía haber causado una gran impresión -varios hombres con grandes armas, una garita en la entrada con verja- y difícilmente se dejaba ver en Travnik sin un guardaespaldas, a menos que estuviera con una mujer. Una mujer en particular, la esposa del alcalde de una población vecina, parecía ser el centro de sus atenciones recientes.
Vlado se estiró, miró su reloj. La media hora había pasado ya, y a través del cristal vio a Pine con Benny, enfrascados en una discusión. Guardó el informe en su carpeta, la dejó en el escritorio de Pine y abrió la puerta del despacho.
Benny fue el primero en verlo, y alzó la vista con aquel destello de travesura que Vlado había decidido ya que era de su agrado.
– Así que, ¿listo para alistarte?
Antes de que Vlado tuviera tiempo de contestar, una voz autoritaria les interrumpió desde otra dirección.
– No le haga caso. Le hará creer que no somos más que una panda de inadaptados. Bienvenido a bordo, Vlado. Soy Philip Spratt, jefe de investigaciones.
Otra mano que estrechar, pero Vlado seguía tratando de identificar su acento.
– De Australia -dijo Spratt sin que nadie le diera pie-. Voluntario. Más o menos como todos los de esta casa. Cincuenta y seis países y la mayoría de los fallos y deficiencias de sus sistemas jurídicos, todos bajo un mismo techo. Y, sí, sé que los demás ya habéis oído este discursito, pero Vlado no.
Spratt tenía una cara ancha y de aspecto lo bastante duro para causar lesiones mortales a quien chocara contra ella, una frente de roble estriado debajo de un pico de pelos cobrizos entre las entradas. Pine había dicho a Vlado que el único indicador fiable del humor de Pratt era la piel de debajo de las orejas, minúsculos termómetros en los que el color subía cuando la temperatura ascendía. Por un instante parecieron adquirir un tono rojo de intensidad media. Las personas que estaban a su alrededor se habían quedado mudas.
– ¿Le ha llevado ya Pine a hacer la gran excursión? -preguntó Spratt.
– No hemos tenido tiempo -respondió Pine.
– Debería echar un vistazo a nuestras salas de vistas, ya que está aquí. De lo más impresionante.
– Las dos parecen el puente de la puta nave espacial Enterprise -saltó Benny-, sólo que con revestimiento de paneles de madera.
Todos rieron incómodos. Benny parecía ser el único que podía permitirse hacer esa interpretación. Pero antes de que Spratt pudiera contestar, otra voz resonó, un sonido claro y ondulado como la más insensata de las músicas. Vlado observó el creciente rubor bajo las orejas de Spratt y supuso atinadamente que el gran jefe debía de haber llegado.
– Ah, está aquí, señor Petric. Soy Héctor Contreras, el fiscal jefe. Casi tan novato en este lugar como usted.
La impresión inmediata de Vlado fue que Contreras era un caballero de buena posición económica, pero también un chismoso y un intrigante. Tendrían que haberle insistido mucho para que dijera exactamente por qué. Había algo de vividor en la mirada de aquel hombre, que se acercaba en diagonal, con una ligera inclinación de la cabeza, como si mirase hacia un punto situado a la izquierda del interlocutor y volviese la vista a tiempo de cogerlo in fraganti. No podía ir vestido con más elegancia, con un traje entallado de color azul marino de solapas y bolsillos cortados en un tono distinto, realzado por el pañuelo rojo que asomaba del bolsillo superior de la chaqueta. Lucía un pequeño bigote, un bigote de gigolo parecía ser la única forma de describirlo, también en este caso por razones que Vlado no sabría explicar. Para entonces habían acudido algunas personas más desde sus escritorios para presenciar el espectáculo, y diez rostros estaban vueltos hacia Vlado, esperando su respuesta, algo a lo que no estaba precisamente acostumbrado.
Se ruborizó, y después soltó un apagado «Es un honor, señor», sintiéndose cohibido, como si su inglés se hubiera anquilosado de pronto para convertirse en la peor clase de caricatura balcánica.
Contreras se apresuró a responder con gentileza y cordialidad.
– El honor es mío. Un hombre bueno metido en un aprieto, y encima incorruptible, eso es lo que he oído decir de usted hasta ahora, y sólo espero oír más cosas del mismo tenor. Vendrá a cenar esta noche, desde luego.
– Desde luego.
Vlado intentó ocultar su sorpresa. Pine parecía horrorizado. Luego Spratt, cuyas orejas se habían puesto rojas como tomates, tomó la palabra.
– Señor, me disponía a invitarlo. Yo mismo no me he enterado hasta hace una hora.
Vlado vio a Benny esbozar una sonrisita de complicidad.
– No importa -dijo Contreras-. Confío en que los veré a los tres a las siete en el cóctel, que será un acto abierto, con toda clase de miembros de la comunidad diplomática, de esa gente a la que debemos tener contenta si queremos pagar la factura de la electricidad. Después los ahuyentaremos y cerraremos las puertas para la multitud que necesita saber, todo extraoficialmente. Una especie de combinación de sesión de presentación de informes y de confraternización. He decidido que sería precisamente el clima adecuado para señalar el comienzo de…, en fin, de un acontecimiento tan extraordinario.
– Un acontecimiento extraordinario, ¿eh? -dijo Benny, que al parecer podía terciar en la conversación de cualquiera-. Cuéntenos algo más.
Contreras esbozó su sonrisa de vividor mientras Spratt fulminaba con la mirada a Benny.
– Todo se aclarará muy pronto. Formará parte del nuevo orden de aquí, y también de allí. Pero por el momento, estoy seguro de que los demás saben perfectamente que no han de decir nada sobre estos asuntos fuera de este edificio. ¿Entendido?
Hubo una ronda de leves movimientos afirmativos de cabeza y de asentimientos entre dientes.
– Muy bien.
Contreras dio media vuelta y se alejó, a la manera de un mayordomo especialmente ampuloso. No era de extrañar que hubiera sido juez, pues era evidente que le encantaba actuar. Vlado se lo imaginó sin dificultad actuando para un jurado, o para una rueda de prensa.
Los investigadores regresaron poco a poco a sus despachos, pero Pine era presa del pánico.
– ¿Has traído un traje?
Vlado negó con la cabeza.
– Creía que íbamos a viajar ligeros de equipaje.
– Y tenías razón, pero será mejor que te consigamos uno. -Recorrió la sala con la mirada en busca de posibles donantes y después miró su reloj-. Vamos. Tomaremos un tranvía para ir a la ciudad. Lo cargaremos en gastos de representación. Contreras puede incluirlo en su maldito presupuesto para fiestas. ¿Tienes una camisa blanca?
– Una.
– Con una es suficiente. En marcha.
Se pusieron en camino hacia el centro de la ciudad. Todos los asientos del tranvía estaban ocupados, así que se agarraron a las correas colgadas del techo, tambaleándose con los virajes y el traqueteo mientras Vlado se agachaba para mirar por las ventanillas. Era encantador, a su manera, aquel trazado de ciudad de juguete de ladrillos y bicicletas. Había tiendas de quesos llenas a rebosar de ruedas de cera roja del tamaño de neumáticos de autobús, verdulerías con tensos y vistosos toldos, y las cortinas de todas las viviendas estaban abiertas de par en par al anochecer, mientras la luz de las farolas se reflejaba delante de ellas en la acera. Pero la sensación de orden era casi desconcertante; cada ladrillo estaba en su sitio, todas las bicicletas negras rodaban sincronizadas. La mayoría de los rostros de la calle parecían tan carentes de sentido del humor como las estatuas del parque, que parecían desaprobar todo lo que ellos contemplaban. Se preguntó cómo encajaba Pine aquí, un americano desgarbado y de cabello rebelde.
Llegaron a su parada y caminaron unas manzanas hasta una tienda para caballeros donde Pine dijo que algunas veces había comprado camisas. Pine utilizó su titubeante holandés para explicar su escasez de tiempo, y un empleado nervioso se apresuró a tomar medidas a Vlado, al tiempo que manifestaba su preocupación porque aquélla no era forma de comprar un buen traje. Extendió alguno sobre un mostrador mientras Pine repasaba un corbatero.
– Será mejor que te ponga al corriente de lo que cabe esperar de ese cóctel -dijo Pine-. No he visto la lista de invitados pero es probable que sea un campo de minas. Mira, esta corbata te sentará bien.
Era de color rojo vivo con un estampado de cachemir dorado. Vlado frunció el ceño.
– Confía en mí. Ve de rojo. Es el color del poder. La mitad de la gente que asista querrá etiquetar tu política en los cinco primeros minutos, y los que no estén de acuerdo intentarán devorarte vivo. ¿Hasta qué punto te has mantenido al corriente de la situación allí?
– ¿En Bosnia?
– En Alemania no, desde luego.
– Un poco. Parece que no ha cambiado mucho desde que me fui. Los mismos partidos con las mismas malditas ideas.
– Me refería más bien a la gente que de verdad dirige el cotarro. La oficina del Alto Representante. La Unión Europea. La OTAN. Todas las ONG y las organizaciones internacionales. ¿Lo sabes?
Vlado no lo sabía.
– Te contaré la versión abreviada. En el punto más alto está el Alto Representante. En general, una perspectiva realmente europea y burocrática. Se supone que se limita a supervisar las cosas, y deja que los gobiernos nacionales y los partidos hagan su trabajo. Pero su gente controla un montón de divisas y dice a las ONG y a los organismos de ayuda lo que pueden y lo que no pueden hacer. Mira, pruébate el azul.
Agarró un traje azul oscuro del perchero y lo lanzó sobre los otros tres.
El viejo dependiente palideció al ver el enérgico trato que se dispensaba a su mercancía, pero se mordió la lengua. El florín era el florín.
– Después está la SFOR. Los sentimientos de Benny son más o menos representativos de esa cuestión, pero aun así son el ejército más grande. La fuerza internacional de policía también está por allí. Sin poderes. Daría igual que no estuviera. Después está la policía local, tus antiguos patronos, pero con tres desgloses étnicos distintos, y con la vertiente civil y la vertiente del Ministerio del Interior, la gente del antiguo MUP, que sigue encerrándote por motivos políticos si no andas con cuidado.
Vlado levantó la vista, sacudiéndose las mangas. Éste iría bien. Asintió con la cabeza al vendedor mientras Pine continuaba.
– En algún lugar al margen de todo esto tienes a los inversores privados, todos ellos intentando ganar dinero al tiempo que aparentan ser tan altruistas como les sea posible, y sí, ya sé que voy deprisa. Aquí tienes una corbata que podrás soportar. Roja y aburrida, perfecta. Póntela. ¿Cuánto cuesta ésta, señor, sesenta florines?
El vendedor asintió con la cabeza sin decir palabra, como si no quisiera interrumpir el flujo del comercio.
– La nacionalidad también es importante. Los franceses no se fían de los americanos, los americanos no se fían de los franceses, y cualquier yanqui correrá como alma que lleva el diablo al menor tufillo de cualquiera de Irán, Afganistán o Marruecos, los antiguos proveedores de las fuerzas muyahidines que técnicamente no deberían estar aquí, aunque todo el mundo sabe que los guerreros santos nunca se han ido del todo. Los escandinavos están más o menos por todas partes, haciendo el bien y guardando silencio a su estilo. Lo único que quieren los alemanes es entrar y salir sin que se sorprenda a ningún soldado pintando esvásticas, algo que ya ha sucedido, así que peor para ellos. Los franceses quieren dar a los serbios un respiro equitativo pero sin alterar el equilibrio en la puerta de al lado de Kosovo. Los británicos quieren hacer que parezca que son independientes de los americanos, aunque sin encabronar a los americanos.
– ¿Y los americanos?
– Ah, los americanos piden muy poco. Sólo queremos la mayor cantidad de influencia a cambio de la menor cantidad de dinero y de alboroto. Todo lo complicado es un problema del Alto Representante, y cuanto más se desciende en la cadena alimentaria, más probabilidades existen de encontrar a uno de los suyos por ahí acompañado de burócratas locales, de esos que siempre tienen las manos metidas en los bolsillos de otros. Así que la situación se enturbia. A veces incluso es peligrosa. Tres personas muertas detrás de una estación de servicio y no se sabe por qué. Una semana después los papeles de propiedad cambian de manos en una docena de fachadas de establecimientos locales. Y uno de los nuevos propietarios es alguien como nuestro tipo, ese Matek. Pon unas docenas de señores de la guerra residuales con diversas cuotas del mercado negro, más algunos agitadores que no sacaron suficiente de la guerra, luego añade los ladrones y los magnates de la droga habituales, incluidos algunos musulmanes radicales y algunos intrusos del tráfico de droga en Albania, y tendrás un resumen bastante atinado de la situación. ¿Sigues echando de menos tu país?
– Parece que todo sigue como siempre en los Balcanes.
– Más o menos.
Vlado volvió a ponerse sus pantalones. El tendero había marcado con alfileres el par nuevo y se lo había entregado a un sastre que trabajaba en la trastienda, desde donde se podía oír el repiqueteo de una máquina de coser. Unos minutos después el sastre, con alfileres en la boca, llevó el traje a la parte delantera, donde el mareado dependiente esperaba ser recompensado con una tarjeta de crédito del Tribunal.
– Muy bien -dijo Pine-. Nos estamos quedando sin tiempo. Será mejor que tomemos nuestro tranvía. Puedes cambiarte en el hotel. Pasaré a recogerte a las siete menos cuarto.
– En ese caso tendré tiempo para llamar a Jasmina.
– Eso me recuerda algo -dijo Pine, con aspecto súbitamente avergonzado-. No se pueden hacer llamadas al exterior. Han bloqueado el teléfono de tu habitación. Seguridad operativa. Ya sé que la explicación te debe parecer de lo más pobre con todo el cotorreo que ya has oído. Pero no se pueden hacer llamadas a casa hasta que hayamos terminado -y, en un tono más suave, agregó-: Lo siento de veras.
Vlado sintió un arrebato de cólera. Lo último que quería era preocupar a Jasmina.
– Podías habérmelo dicho antes. Jasmina pensará lo peor.
– Spratt me dijo que no, de momento. Puedo decirle a una secretaria que la llame. Le dirá a Jasmina que todo va bien, pero que no sabrá de ti durante algún tiempo.
– ¿Qué más no me has contado?
Pine frunció el ceño.
– No mucho. Mañana a última hora lo sabrás todo.
Vlado, con la ropa nueva colgada de un brazo como si fuera un ayuda de cámara, comprendió que aquello debía activar las alarmas. Conocía la existencia de aquella clase de seguridades. Nunca había resultado nada bueno de ellas. Pero se sintió impotente para protestar.
– Mira, a mí tampoco me hace feliz esa parte del asunto -dijo Pine-. Si de mí dependiera te lo habría explicado todo en Berlín. Tienes que confiar en mí.
Vlado también había recibido ya aquella clase de consejos. La última vez había estado a punto de perder la vida.