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En otra ladera, a unos trescientos kilómetros hacia el este, otro ex soldado respondía a una llamada telefónica. Era general, serbio, y estaba en un búnker. Él también acababa de salir a dar un paseo, y se disponía a dar otro. Reconoció en el acto a su interlocutor, que hablaba bosnio acentuado con un tono de conspiración habitual. Aquella vez, al menos, el tono estaba justificado.
Andric contestó en voz baja. Siempre tenía una ventana abierta, y nunca se sabía si había algún centinela cerca. Un hombre aburrido puede ser un peligroso escucha.
– Comienza mañana -dijo el interlocutor.
– Y esta vez va en serio.
– Sí. Y será temprano.
– ¿A qué hora?
– A las seis. Tal vez a las seis treinta. Más o menos una hora antes de la salida del sol. ¿Sigues teniendo tus planos?
– Desde luego. ¿Y tú estás seguro del camino?
– Sí. Pero evita el pueblo. Nada de polvos de despedida con la camarera. Ni siquiera esta noche. Y no te muevas demasiado pronto. Tienen que estar prácticamente en tu puerta. Es arriesgado, lo sé, pero tranquilo.
– No soy de ésos.
El interlocutor se rió ligeramente.
– Esperemos que sea así.
– ¿Estás seguro de la hora?
– Más que seguro. Si hay algún cambio se te notificará. Pero no olvides nuestras condiciones. Ni nuestro calendario.
– Tal como se habló. Pero podría haber retrasos. No es un trabajo al que esté acostumbrado.
– Entendido. Pero he dejado un margen amplio. Y recuerda el nombre del lugar, desde luego.
– Desde luego.
Los dos sabían que no debían pronunciar nombres, al menos mientras existiera la posibilidad de que otros interceptasen o escuchasen su conversación.
– Bien. Mientras sepa dónde encontrarte, ninguno de los dos debe tener problemas. Buena suerte.
– Sí. Para los dos.
Colgaron sin decir una palabra más. Andric miró por la ventana. El centinela estaba a seis metros, sentado en un tonel, exhalando aros de humo y leyendo una revista pornográfica. El pobre e imbécil desgraciado tenía que haberse quedado en el ejército, pero Andric pagó a tiempo, y con divisas fuertes. Tampoco es que obtuviera gran cosa a cambio de su dinero. Qué derroche de tiempo y de dinero había sido todo aquello, tres años de sueldos para aquellos muchachos ignorantes que sólo hablaban de deportes, mujeres y alcohol. No quedaba ninguna otra cosa de la que hablar en aquella tierra arruinada que sólo producía cigarrillos, pan y cualquier cosa que se pudiera criar con las manos.
Miró en su armario por la que debía de ser la vigésima vez aquella semana. Todo estaba en orden. La pequeña mochila con una muda. Una brújula. Una cantimplora llena. Cuchillo. Linterna. Pistola con funda, cargada, además de una caja de balas adicionales. No creía que fuera a necesitarla mañana, pero mataría si no tenía más remedio. Entonces, o en cualquier otro momento en los días siguientes. Había dos mapas, uno de su país y uno de otro país. Por último, el objeto más valioso de todos, la pequeña bolsa con el pasaporte y los visados, además del paquete de información privilegiada cuya obtención había estado a punto de costarle el puesto, y dentro de ella una llave pequeña, como la que hace mucho tiempo habría servido para abrir una puerta. Tal vez demostrase por fin su valor.
La bolsa tenía barro todavía, algunos restos en los bordes. La había desenterrado hacía una semana, al tener la primera noticia de posibles problemas, caminando con dificultad entre los ciruelos y saltando por encima de la valla de rieles, bajando por el sendero y pasando el tocón, cerca del campo donde, hacía años, el viejo Jelisic cultivaba sus calabazas. A medio metro de profundidad, pero tal como la había dejado. Ahora vería hasta dónde podía llevarlo, hasta qué punto había sido buena la palabra de aquel hombre, hacía tantos años.
Había un montón de prendas viejas en el piso del armario. También formaban parte del plan. Debajo de ellas había una manilla que abría una pequeña trampilla. La puerta se abría a un pozo, con travesaños en forma de escalera en una pared, que descendía cinco metros hasta un túnel, un antiguo camino de los más oscuros tiempos de la paranoia de Tito, cuando se aprestaba a repeler una invasión del Ejército Rojo que nunca llegó.
Gracias a Dios por aquella paranoia, pensó Andric, y sintió deseos de celebrarlo con un trago, llegándose hasta el pueblo para un último brindis por su buena fortuna. Pero no era lo suyo correr riesgos innecesarios. Nunca se sabía cuándo algún joven oficial francés podía decidir adelantarse a los acontecimientos.
Repasó el recorrido mentalmente. Cien metros bajo el suelo del bosque hasta la parte trasera de la ladera, a continuación salir a la superficie por otra trampilla perdida y olvidada que se abría a una maraña de hierbajos. Después bajar por la colina entre los árboles hasta una granja, donde un camión estaba estacionado entre la maleza, con aspecto de estar abandonado y de no tener valor alguno, pero él sabía que no era así. Había vuelto a revisar el motor y el encendido tres días antes. Baterías y cables nuevos. Combustible en el depósito y dos bidones llenos en la parte posterior. Un juego nuevo de placas de matrícula en la guantera, además de un par de placas croatas para más adelante. Tendría que moverse deprisa, en silencio y sin miedo. Pero no le cabía la menor duda de que podía conseguirlo. No presumía ante su interlocutor cuando había surgido el tema del pánico.
Él no era de ésos, sencillamente.