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Tracy se apartó con esfuerzo de la jamba de la puerta, y trató de cruzar el suelo precariamente inclinado de la habitación, antes de que cambiara de posición y volviera a torcerse hacia el lado contrario. Pero una otomana se interpuso en su camino, y Tracy se precipitó sobre el brazo de un sillón excesivamente relleno que había delante de él.
Era un sillón enorme, comodísimo. Se estiró y se retorció hasta quedar bien sentado. Era un puerto en pleno temporal. Tendría que quedarse sentado hasta superar el equilibrio para poder orientarse. Un mometo, nada más; no podía arriesgarse a permanecer allí demasiado tiempo. Y aunque fuera por un momento, tendría que hacer el esfuerzo de mantener ojos abiertos. Dentro de nada se levantaría, caminaría-veinte pasos y podría dejarse caer sobre su propia cama. Pero tenía que descansar ese momento para poder salir.
Estaba borracho, se dijo, aunque no lo estaba tanto como para no poder sentarse unos instantes sin quedarse dormido.
Pero lo estaba, y se quedó dormido.
Cuando despertó había luz, muchísima luz.
Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se encontraba, porque las paredes, el techo, y la forma general del cuarto, eran idénticos al cuarto exterior de su propio apartamento. Pero al mirar hacia un rincón de la habitación, donde tendría que haber estado su escritorio, sólo vio un taburete y sobre él una mantilla española. Entonces recordó.
Se movió un poco y advirtió que no le hablan quitado los zapatos, que tenía el cuello desabrochado, y lo cubría una manta.
En la boca tenía un sabor como de cloaca embozada. Se sentó, luego se puso de pie, muy despacio. Por experiencia, conocía a los enanitos con almádenas que habitaban dentro de su cabeza, y que esperaban a que hiciese un movimiento brusco. Y sabía que la única manera de burlarlos era evitar los movimientos bruscos.
Volvió la cabeza despacio. La puerta del cuarto anterior, el dormitorio, estaba cerrada. Después de traspasarla la noche anterior, él no la había cerrado. De modo que Millie debía de estar allí, porque, de haberse marchado, hubiese dejado la puerta abierta para que, al despertarse él, pudiese darse cuenta de que ella se había ido.
Probablemente se había despertado temprano, lo había visto allí, lo había puesto más cómodo y se había vuelto a la cama. Recordó que le había comentado que tenía el día libre.
Se inclinó hacia abajo despacio y con cuidado cogió los zapatos.
Lo que le hacía falta era ducharse, afeitarse, mudarse de ropa, y quizás así lograra volver a sentirse y aparecer humano. Y, si para entonces Millie estaba despierta, podía disculparse e invitarla a desayunar fuera, a menos que ella prefiriera preparar el desayuno para los dos. En comparación con la suya, la cocina de Millie contenía los distintos elementos que debería contener una cocina bien nacida.
Se dirigió a la puerta del pasillo, la entreabrió y escuchó un momento para asegurarse de que fuera no hubiese nadie. No había nadie, pero se oía sonar un teléfono que podía ser el de su apartamento.
Fue a su apartamento y descubrió que era su teléfono. Descolgó y, con voz ronca, dijo «diga», pero no obtuvo respuesta.
Cuando volvió a sonar, él se encontraba en la ducha, pero en esa ocasión llegó a tiempo.
– ¿Tracy? Habla Wilkins, del estudio. Llevo toda la mañana, desde las nueve, tratando de comunicarme con usted. Menos mal que lo he encontrado.
– Lo siento -se disculpó Tracy-. Es que salí esta mañana temprano, señor Wilkins. Para averiguar unas cosas en la biblioteca. ¿Hay algún problema?
– Sí. Su amigo Kreburn está con laringitis. Se ha quedado completamente afónico. No tenemos un sustituto, y por aquí no hay nadie que pueda imitarle la voz lo bastante bien como para hacer su papel. Sale en el guión de hoy y tenemos que anular su intervención.
Tracy reflexionó velozmente y repuso:
– No podemos quitarlo, señor Wilkins. El programa de hoy, toda la condenada secuencia de esta semana, está construida en base a su personaje. Vamos, que Reggie Mereton, o sea Krebum, ha hurtado dinero del Banco donde trabaja, y, como pronto llevarán a cabo una auditoría, se lo confiesa a su hermana MilIie, y ella está tratando de reunir ese dinero para…
– Eso ya lo sé, señor Tracy. Lo hemos estado estudiando. Pero, ¿qué podemos hacer? Si cometemos la torpeza de poner a un actor cuya voz no se parezca a la de Reggie, nuestro patrocinador se pondrá tan furioso que rescindirá el contrato.
»¿No podemos cambiar la secuencia de los hechos? Hemos tratado de encontrarle una solución y lo hemos estado llamando cada cinco minutos.
– ¿Dónde está Dick?
– Aquí, en la radio. Sugiere que en lugar de quitar su parte del guión, introduzcamos, de alguna manera, el hecho de que tiene laringitis. Pero el médico del estudio no le permite hablar…, al menos no en el programa.
– Pero, ¿se le entiende a pesar de la afonía?
– Sí, si le ponemos un micrófono con más potencia Pero no se oiría más que un susurro ronco.
– ¡Maldición! -exclamó Tracy-. Si de veras tuviese laringitis, me refiero a la serie, no iría a trabajar al Banco. Si un cajero tuviera laringitis, no lo dejarían trabajar aunque quisiera. Y eso por sí solo lo cambiaría todo. ¡Dios mío!
– ¿Oué vamos a hacer? Además, el médico tiene razón al decir que no debería actuar en absoluto en el programa. Tiene la garganta que parece un trozo de filete crudo, y si hoy lee su parte, mañana la tendría peor. De modo que…
– Pero, si no encuentra una ocasión para cambiar las cifras en el Banco… -Tracy lanzó un quejido- Escúcheme, cogeré ahora mismo un taxi y voy para allá. Ya se me ocurrirá algo por el camino. Eso espero Ah, y consígame una estenógrafa, yo escribo a máquina con dos dedos, pero puedo dictar más de prisa.
– Está bien, Tracy. Pero dese prisa.
Tracy se vistió y se puso en camino al cabo de diez minutos, y en otros diez un taxi lo llevó hasta el estudio. Pero la cabeza le latía con tanta fuerza a causa de, las prisas, que hizo una pausa para tomarse una aspirina y una taza de café hirviendo en un drugstore que había en la esquina del estudio; después, cogió el ascensor y subió.
Ya desde fuera se oía el pandemonio producido pon la discusión. Inspiró profundamente antes de abrir la puerta.
Los actores de Los millones de Millie estaban todos allí. Hablaban todos a la vez, o intentaban hacerlo. Todos menos Dick Kreburn, que estaba solo, sentado en un rincón, con una cara apropiada para el fin del mundo.
Tracy echó un vistazo al reloj de pared. Faltaban cuarenta minutos para que salieran al aire.
Oyeron cerrarse la puerta y se volvieron.
Helen Armstrong (en antena, Millie Mereton) se acercó a él la primera. Lo aferró del brazo.
– Escúchame, Tracy. Les he dicho que la única solución consiste en utilizar una secuencia retrospectiva en la que aparezcamos Reggie y yo de niños. Nos serviría para explicar los sentimientos que nos unen y por qué quiero evitar que lo pesquen, aunque sea un estafador y un cobarde. Puedo poner voz de adolescente durante la secuencia, y cualquier chico del estudio puede interpretar el papel de Reggie niño, porque sería antes de que hiciera el cambio de voz, o sea que se supone que habría sonado distinta, y…
Peter Meyer (quien, en el papel de Dale Elkins, era el héroe del momento y el galán principal, aspirante a la tan pretendida mano de Millie Mereton) aferró a Tracy por el otro brazo y le dijo:
– Escúchame, Tracy, ¿no podemos posponer la secuencia del Banco, al menos por hoy, e incluir algunas escenas de amor? Millie está preocupada porque intenta reunir dinero para su hermano, de modo que se muestra un poco distante conmigo, y yo sé por qué; por lo tanto, eso provoca una riña de enamorados, y entonces yo…
Wilkins, el director del programa, un hombrecito regordete, con cara de luna, se había abierto paso entre el gentío que había delante de Tracy. Los quevedos se le habían caído de la nariz, y pendían al final de una cinta negra que llevaba atada a la solapa. Parecía un conejo afligido.
– Tracy -dijo con voz aflautada-, tenemos que continuar con la historia del Banco, no sé cómo, pero es preciso hacerlo. Eso es lo más importante, porque es lo que les interesa a los oyentes, y…
Jerry Evers, que hacía muchas sustituciones y en esos momentos interpretaba el papel de cajero jefe del Banco, empujó a Peter Meyer y se colocó a la izquierda de Tracy.
– Escúchame, Tracy, puedo hacer el papel de prestamista en la secuencia de hoy, y Millie me viene a ver para pedirme dinero, yo me pongo escrupuloso y trato de averiguar para qué lo necesita, y me niego a otorgarle el préstamo a menos que me explique sus motivos, cosa que no puede hacer; entonces…
Desesperado, Tracy se soltó, levantó los brazos y aulló:
– ¡Silencio!
Milagrosamente, todo el mundo calló al mismo• tiempo. Tracy dio un respingo y mantuvo los ojos cerrados hasta superar la peor parte deI repentino martilleo que noto en la cabeza.
Después, volvió a abrir los ojos y dijo:
– Escuchadme todos, nos quedan treinta y nueve minutos. Es imposible que escriba una nueva secuencia para hoy. A menos que queráis improvisar, Dios no lo permita, tendremos que usarla tal y como está, con parches suficientes como para adaptarnos a la emergencia. Sólo tenemos tiempo para eso. Vamos a ver, que alguien me dé el guión maestro de hoy, y si mantenéis cerrados vuestros condenados picos, veré cómo lo arreglo.
– Tenga -dijo Wilkins, entregándole el manuscrito-. Esta es Dotty, ella tomará nota.
Dotty, que en opinión de Tracy surgió de la nada, era una muchachita rubia con una figura que le hizo preguntarse a Tracy por qué sería sólo estenógrafa. «Probablemente -decidió- porque (en un sentido amplio) se limitaba a tomar dictados. Si se aviniera…»
Pero no tenía tiempo para reflexiones tan gratas. Menos aún cuando faltaban treinta y ocho minutos y medio para que Los millones de Millie saliera al aire.
– ¡Siéntese! -le gritó tan de repente, que Dotty casi se derrumbó en la silla.
Tracy se sentó en la segunda esquina del escritorio de Wilkins y comenzó a pasar las páginas del guión para recordar exactamente qué acontecimiento cubría el episodio de ese día. Ah, si, el segundo encuentro entre Millie y Reggie, y la parte en la que Millie intenta hipotecar la casa (esa parte estaría bien), y después venía la parte en la que Reggie se pelea con Dale Elkins y…, rayos, rayos, Reggie aparecía infinidad de veces en todo el guión.
Suspiró resignado.
– ¿Preparada, Dotty? Adelante. Escena primera. Deja los mismos efectos de sonido, La puerta y demás. Entra Reggie. Cambia el diálogo por esto:
REGGIE (con voz ronca): Hola, hermana.
MILLIE: Reggie, ¿por qué hablas así? ¿Estás resfriado o…?
REGGIE: Hermana, supongo…
– Un momento -lo interrumpió Wilkins-. Mire, Tracy, cuanto más hable con laringitis, más tardará en recuperarse. ¿No existe ninguna posibilidad de abreviar su intervención mucho más de lo que parece que va a hacer usted?
– Son sólo unas cuantas frases, señor Wilkins. Entonces Millie tendrá la misma idea que usted, que no debería hablar. Pero, dada la importancia de la estafa, ella tiene que hablar con él. De modo que le pedirá a su hermano que se comunique con notas.
– ¿Con notas? ¿Con lápiz y papel, quiere decir?
– Sí, ¿por qué no? Ella le va haciendo preguntas o le dice cosas, pero le pide que no le conteste. Le entrega una libreta y le pide que escriba sus respuestas. De este modo, después de este cambio en el que introducimos lo de la laringitis, podemos utilizar todos los diálogos que hay entre ellos para hoy, con ligerísimos cambios. La única diferencia estará en que Millie hará su papel y luego leerá las respuestas de su hermano…, después de un efecto de sonido de lápiz escribiendo…, como si estuviera leyéndolas para sí, cosa que en realidad está haciendo. Cambia la inflexión, el tono de voz, para que el público sepa cuándo está leyendo y cuándo está hablando. Helen podrá hacerlo, ¿no es así, Helen?
Helen Armstrong le dio unas palmaditas en el hombro. Para ella era una oportunidad de oro.
– Tracy -Le dijo-, eres una maravilla.
– Es una idea -admitió Wilkins-. Funcionará, espero. Para hoy. Pero, ¿y mañana, y pasado mañana? No podemos seguir para siempre con el truco de la nota; a los oyentes les parecerá aburrido.
– Al diablo mañana y pasado mañana -dijo Tracy.-Nos quedan veinticuatro horas y media para arreglar el guión de mañana. Tenemos poco más de media hora para arreglar el de hoy. En veinticuatro horas podré hacer milagros, si es preciso. Ahora, cállese y déjeme dictar. Dotty, toma… espera, busquemos un despacho vacío donde podamos estar tranquilos. Ven.
La sacó de la habitación. Tres puertas pasillo abajo encontraron un despacho vacío, y mientras Dotty ponía el papel en la máquina de escribir que había en el escritorio, Tracy cerró con llave.
Se quitó el reloj y lo puso sobre una esquina de la mesa donde pudiera verlo mientras dictaba.
Dotty le preguntó:
– ¿Lo tomo en taquigrafía o…?
– No, escríbelo directamente a máquina. Ahorraremos tiempo. Mientras tanto, iré leyendo por encima de tu hombro, para no ir demasiado de prisa. ¿Lista?
Empezó a dictar y los dedos de Dotty iban tecleando y siguiendo el ritmo impuesto.
Era la una menos cinco cuando Dotty sacó de la máquina la última hoja, con las copias en papel carbón, y Tracy la releyó velozmente antes de ponerla junto a las otras.
Inspiró profundamente.
– Lo logramos, Dotty. Unos minutos más con un lápiz y…
Se sentía como un estropajo mojado cuando le entregó el guión a Wilkins.
– He introducido unos cortes a lápiz cerca de final de por si llegara a ser demasiado largo -le informó-. Si llega a ser demasiado corto, tendrán que improvisar un poco. Dígale a Helen Armstrong que lo haga si es preciso. Es la única del reparto que puede improvisar sin parecer demasiado tonta.
El pequeño señor Wilkins salió corriendo con el guión.
Tracy se sentó y se dedicó, con mucha intensidad, a hacer nada. Wilkins regresó al cabo de diez minutos.
– Está en el aire -le informó-. Ya no está en nuestras manos. Tengo miedo de escuchar. ¿Y si faltaran cinco minutos de guión?
– Con respecto a mañana -le dijo Tracy-, ¿tratará encontrar un suplente para Dick?
– Por supuesto, si así lo desea. Pero, ¿para qué? Ahora tiene laringitis. Me refiero a Reggie Mereton en el guión. No puede hacer que se cure para el día siguiente, ¿no?
– No, pero no olvide que en el aire un día no dura lo mismo que en la realidad. Quiero decir, los guiones de la semana pueden cubrir los acontecimientos de un solo día…, o bien puede haber un lapso de una semana entre dos guiones. Con una semana creo que tendrá suficiente como para curarse.
– Pero la auditoría del Banco…
– Se pospondrá. La laringitis es una complicación porque el personaje no puede ir al Banco durante unos días, y él y Millie están terriblemente asustados. Igual que los oyentes. Pero, entonces, el público se entera de que la auditoría de los libros se suspende. Será una coincidencia pero, por una vez, me parece que colará. Los demás seriales radiofónicos utilizan el recurso y nadie los condena, y yo lo he hecho limpiamente.
– Supongo que funcionará.
Permanecieron sentados, con la vista fija en el reloj; tres minutos antes de que el guión diera paso al anuncio del cierre, Tracy ya no aguantó más. Tendió la mano y encendió el aparato de radio que había encima el escritorio.
Sonaba bien; reconoció la frase que Helen Armstrong estaba pronunciando, y le pareció que estaba razonablemente cerca de los tres minutos del final del programa.
Tres minutos más tarde, Tracy levantó la mano haciendo un círculo con el pulgar y el índice. Wilkins asintió y se dejó caer en la silla en cuyo borde había estado sentado. El guión había alcanzado casi hasta el final; Helen Armstrong había tenido que improvisar unas cuantas frases para rellenar el hueco.
– Tracy, ha estado maravilloso -le dijo Wilkins.
Tracy sonrió y repuso:
– Recuérdemelo cuando tenga que renovarme el contrato. ¿Y ahora qué?
– Le pedí al señor Kreburn que viniera aquí en cuanto acabara la emisión del programa. Tenemos que convencerlo para que…, ¿cómo podemos asegurarnos de que se irá a su casa y se quedará en cama?
– Dígale a Dotty que lo acompañe.
Wilkins lo miró con rostro inexpresivo, y comentó:
– Es que esperaba que usted lo acompañase y llamara al médico de Djck. Usted lo conoce bastante bien, ¿no?
– Claro. Iré encantado. ¿Puedo usar su teléfono un momento?
Marcó el número de Millie Wheeler. Seguramente ya se habría levantado, y si todavía no había salido a desayunar, podía proponerle que tomara un taxi y se reuniera con él.
Pero el teléfono sonó sin que nadie lo cogiera.
– Aquí viene el señor Kreburn -anunció Wilkins mientras Tracy colgaba-. Lléveselo en un taxi y ponga el cargo en la nota de gastos. Asegúrese de que llama… No, llame usted mismo a su médico. No lo deje hablar.
– De acuerdo. Le haré compañía hasta que llegue el médico, así me enteraré de cuándo recuperará la voz, y el dato me servirá para poder arreglar mejor los programas.
Se puso en pie y cogió a Kreburn del brazo.
– Vamos, Dick. Ya has oído las órdenes.
En el taxi, Tracy le preguntó:
– ¿Cómo fue que…? Espera, cierra la boca, no me contestes.
– Escúchame, Tracy…
– Cierra la boca, maldita sea. -Tracy sacó lápiz y agenda, y se los entregó-. Si esto funciona en antena, debería funcionar aquí.
Dick sonrió de mala gana, pero obedeció. Pasó las hojas hasta encontrar una en blanco y escribió:
«Quiero una copa.»
– Rayos -dijo Tracy-. Bueno…, espera, tal vez tengas razón. Whisky de centeno con hielo. Uno o dos cubitos de hielo y un poco de whisky no te harán daño, incluso puede que te haga bien; y es lo bastante suave como para que no te queme el coleto al tragártelo. Pero ninguna taberna nos queda de paso. Compraremos una botella y nos la llevaremos a casa.
Dio unos golpecitos en el cristal y le ordenó al taxista que se detuviese en el primer drugstore o bodega que encontrara.
Hizo esperar a Dick Kreburn en el taxi, mientras iba por el whisky de centeno. Aprovechó para dirígirse a la cabina de teléfono de la tienda y volver a marcar el número de Millie. Quizás antes había salido a comprar rosquillas o algo así, para el desayuno, y ya había regresado.
El teléfono sonó tres veces y entonces le contestó el vozarrón de un hombre. Número equivocado, claro.
– ¿Harvard 6-3942?-inquirió Tracy.
– Sí -respondió la voz.
Tracy tragó saliva y pregunto:
– ¿Está Millie?
– ¿Quién la llama?
– Bill Tracy. ¿Quién habla? ¿Le ha pasado algo a Millie?
– Habla el sargento Corey. De la Policía. A la señórita Wheeler no le ha pasado nada; no está en casa, es todo. Tracy, ¿eh? ¿Es usted el tipo que vive en el apartamento de enfrente?
– Sí. ¿Qué pasa?
– Un registro de rutina, señor Tracy. Estamos interrogando a todos los inquilinos del edificio y nos gustaría tener su versión. ¿Cuándo puede venir?
– Ahora mismo, si quiere. Pero, ¿qué rayos ha pasado?
– ¿Sabe dónde está la señorita Wheeler?
– Claro que no. Si supiera dónde está no la habría llamado a su casa, ¿no le parece? Maldita sea; pero, ¿qué es lo que pasa?
– Se ha cometido un asesinato -respondió el sargento-. ¿Conoce usted al conserje? Un tal Frank Hrdlicka.
– ¿Frank? -Tracy estaba francamente asombrado-. Frank… ¡Dios santo! -Estaba tan asombrado, que a continuación pronunció justamente las únicas palabras, entre todas las que tenía a su disposición, que no debería haber pronunciado jamás-: ¿El hogar de la caldera? -Y como ya el mal estaba hecho, agregó-: ¿Lo encontraron en el hogar de la caldera?
Se produjo una pausa más bien prolongada. Tracy intentó recuperar ventaja.
– Esto…, quiero decir…, en cuanto llegue le explicaré por qué se lo he preguntado. ¿Lo encontraron en el hogar de la caldera?
– Señor Tracy, será mejor que venga ahora mismo, Queremos que nos explique cómo supo dónde lo encontraron. ¿Cómo lo supo?
En la cabina de teléfonos hacía un calor infernal, pero Tracy tenía la piel fría y pegajosa.