172213.fb2 Cuando el antro sagrado cierra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Volví a mi hotel. Pregunté si tenía correo o si me habían dejado algún mensaje. Nada. El recepcionista, un tipo negro y esbelto de Antigua y Barbuda, me dijo que no le importaba el calor, pero que echaba de menos la brisa del océano.

Fui arriba y me di una ducha. En mi habitación hacía calor. Había aire acondicionado, pero la bomba de frío debía de estar rota. Ventilaba, pero no enfriaba ni quitaba la humedad. Podía apagarlo y abrir la ventana, pero el aire de fuera era todavía peor. Me tumbé y me quedé dormido alrededor de una hora y, cuando desperté, necesité darme otra ducha.

Lo hice y después llamé a Fran. Su compañera de piso respondió. Le dije cómo me llamaba y esperé un buen rato hasta que Fran se puso al teléfono.

Le propuse salir a cenar y que, si luego nos apetecía, fuéramos a ver una película.

– Vaya, me temo que esta noche no puedo, Matt -dijo-. Tengo otros planes. ¿Qué tal otro día?

Colgué arrepintiéndome de haberla llamado. Me miré al espejo y, tras decidir que ya no necesitaba afeitarme, me vestí y salí de allí.

En la calle hacía calor, pero en un par de horas empezaría a refrescar un poco. Mientras tanto, había bares por todas partes y sus aires acondicionados funcionaban mejor que el mío.

Curiosamente no bebí demasiado. Estaba cabreado, de mal humor, y eso normalmente me hacía beber más deprisa. Pero me sentía nervioso y por eso no me quedé mucho rato en cada bar. Incluso en algunos simplemente entré y salí sin tomar nada.

En uno de ellos casi me meto en una pelea. En un garito de la Décima Avenida un borracho esquelético al que le faltaban dos dientes se chocó contra mí y me echó parte de su copa encima. Al parecer se ofendió por el modo en que había aceptado sus disculpas. Estaba buscando pelea y yo estaba dispuesto a hacerle el favor. Entonces uno de sus amigos lo agarró de los brazos por detrás y otro se metió entre los dos, yo me calmé y decidí salir de allí.

Caminé hacia el este por la Cincuenta y Siete. Un par de prostitutas negras estaban trabajando en la acera de enfrente del Holiday Inn. Me fijé en ellas más de lo que solía hacer. Una, cuyo rostro parecía una máscara de ébano, me desafió con la mirada. Sentí una oleada de furia, pero no sabía contra quién o contra qué estaba tan furioso.

Caminé hacia la Novena, me encontraba a media calle del Armstrong's. No me sorprendió ver a Fran. Era casi como si hubiera esperado encontrármela allí, sentada en una mesa. Estaba de espaldas a mí y no se había dado cuenta de que yo había entrado.

Su mesa era para dos y su acompañante no era nadie que yo conociera. Él tenía el pelo rubio y parecía joven. Llevaba una camisa azul oscuro de manga corta con trabillas. Creo que se llama camisa «estilo safari». Estaba fumando en pipa y bebiendo cerveza. La bebida de ella era de color rojo y se la habían servido en un enorme vaso bajo.

Probablemente era un tequila Sunrise. Ese año estaba de moda.

Me giré hacia la barra y allí estaba Carolyn. Las mesas estaban llenas, pero la barra estaba medio vacía y, dado que era viernes por la noche, apenas había camareros atendiéndola. A la derecha de Carolyn, hacia la puerta, había una pareja de pie bebiendo cerveza y charlando sobre béisbol. A su izquierda, había tres taburetes vacíos.

Me senté en el central y pedí un burbon. Doble con agua. Billie lo sirvió mientras comentaba algo sobre el tiempo. Le di un sorbo y miré disimuladamente a Carolyn.

No parecía estar esperando ni a Tommy ni nadie, y tampoco parecía haber llegado hacía pocos minutos. Llevaba unos pantalones pirata amarillos y una camisa sin mangas color lima. Su pelo castaño claro enmarcaba su preciosa cara. Estaba bebiendo algo oscuro de un vaso bajo.

Al menos estaba claro que no era un tequila Sunrise.

Bebí un poco de burbon, miré a Fran, muy a mi pesar, y me sentí irritado por mi propia irritación. Había tenido dos citas con ella, no existía demasiada atracción mutua, ni tampoco existían ni esa magia ni esa química; simplemente habíamos compartido dos noches en las que la había dejado en su puerta. Y esa noche la había llamado, ella había dicho que tenía otros planes, y allí estaba, bebiéndose un tequila Sunrise con su otro plan.

¿De qué me servía cabrearme tanto por eso?

Pensé: seguro que a él no le dice que mañana tiene que madrugar. Apuesto a que ese tío hoy no tendrá que darle las buenas noches en el descansillo.

A mi derecha, una voz marcada con el suave acento de Piedmont, dijo:

– He olvidado tu nombre.

Yo alcé la vista.

– Creo que ya nos han presentado -dijo-, pero no recuerdo tu nombre.

– Soy Matthew Scudder -le respondí- y tienes razón, Tommy nos presentó. Tú eres Carolyn.

– Carolyn Cheatham. ¿Lo has visto?

– ¿A Tommy? No, desde que ocurrió aquello.

– Yo tampoco. ¿Has ido al funeral?

– No. Lo he pensado, pero al final no.

– ¿Y por qué tendrías que haber ido? No la habías visto nunca, ¿no?

– No.

– Yo tampoco. -Se rió. Pero en su risa no denotaba demasiado regocijo-. Qué raro, ¿verdad? Yo no la conocí. Habría ido esta tarde, pero no lo he hecho. -Se mordió el labio inferior-. Matt, ¿por qué no me invitas a una copa? O te invito yo, pero por lo menos ven a sentarte aquí a mi lado para que no tenga que gritar. Venga.

Estaba bebiendo Amaretto, un licor dulce de almendras que estaba tomando con hielo. Sabe como un postre, pero es casi tan fuerte como un güisqui.

– Me dijo que no fuera -continuó ella-. Al funeral. Ha sido en alguna parte de Brooklyn y eso para mí es como si fuera un país extranjero. Brooklyn. Pero ha ido mucha gente de la oficina. Podría haberme pasado, haberme presentado con el resto de compañeros de trabajo, podría haber presentado mis respetos igual que el resto del mundo. Pero me dijo que no, que no estaría bien.

Sus brazos desnudos estaban ligeramente cubiertos de un vello dorado. Llevaba perfume; un aroma floral con un fondo de almizcle.

– Dijo que no estaría bien -repitió-. Dijo que se trataba de una cuestión de respeto hacia la fallecida. -Levantó su vaso y miró dentro de él.

»Respeto. ¿Qué le importa a él el respeto? ¿Qué sabe él de respeto por los muertos o por los vivos? Yo habría sido una más de los compañeros. Los dos trabajamos en Tannahill y, por lo que todo el mundo sabe, solamente somos amigos. ¡Por Dios! ¡Si eso es lo único que hemos sido desde que nos conocemos!

– Lo que tú digas.

– ¡Mierda! -exclamó arrastrando la palabra hasta ponerle una o dos sílabas más-. No quiero decir que no me estuviera acostando con él. Eso no es lo que pretendo decir. Pero lo único que hacíamos era compartir risas y buenos ratos. Él estaba casado y volvía a casa con su mujercita la mayoría de las noches. -Dio un sorbo de Amaretto-. Y a mí me parecía bien que lo hiciera porque ¿qué mujer en su sano juicio querría amanecer al lado de Tommy Tillary? ¡Jesús, Matthew! ¿Qué he hecho con mi copa, tirarla o bebérmela?

Ambos estuvimos de acuerdo en que estaba bebiendo demasiado deprisa. Las bebidas dulces entraban sin que te dieras cuenta. Ella mantenía que la culpa la tenía aquel jodido Amaretto de Nueva York. No era como el burbon con el que había crecido. Con el burbon siempre sabías dónde estabas.

Le recordé que yo era bebedor de burbon y le agradó conocer ese dato. Hay alianzas que se han forjado partiendo de lazos menos fuertes y ella selló la nuestra dando un sorbo de mi vaso. Se lo ofrecí y ella puso su pequeña mano sobre la mía para sujetar el vaso mientras bebía con delicadeza.

– El burbon es pura mierda -dijo ella-. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no?

– Pues yo pensaba que era la bebida de los caballeros.

– Es para un caballero al que le guste caer bajo. El güisqui escocés lleva chaleco y corbata, y va al instituto. El burbon es un madurito listo para sacar el animal que lleva dentro y preparado para dar un espectáculo desagradable y lamentable. El burbon es pasarte en vela una noche calurosa y que no te importe si estás sudando.

Pero nadie estaba sudando. Estábamos en su apartamento, sentados en su sofá en un salón situado unos treinta centímetros por debajo del nivel del suelo de la cocina y del de la entrada. Su edificio era un bloque de apartamentos de estilo art decó ubicado en la Cincuenta y Siete, unos edificios al este de la Novena. Una botella de Maker's Mark comprada en la tienda de al lado estaba encima de su mesita de café de hierro forjado y cristal. Tenía el aire acondicionado encendido; era más silencioso que el mío y, desde luego, más efectivo. Estábamos bebiendo copas sin hielo.

– Eras poli -dijo ella-. ¿No fue eso lo que él me dijo?

– Puede.

– ¿Y ahora eres detective?

– En cierto modo.

– Pero al menos no eres un ladrón. ¿Te imaginas que esta noche me apuñala un ladrón? Él está conmigo y a ella la matan y entonces cuando él está con ella, me matan a mí.

Aunque bueno, no creo que él esté ahora con ella, ¿verdad? Porque ahora ella está bajo tierra.

Su apartamento era pequeño, pero acogedor. El mobiliario era de líneas sencillas, las láminas de arte que colgaban de la pared de ladrillo estaban rodeadas de simples marcos de aluminio. Desde su ventana se podía ver una esquina del tejado cobre verdoso del Pare Vendôme a lo lejos.

– Si entrara un ladrón -dijo ella-, yo al menos tendría más oportunidades que ella.

– Porque yo estoy aquí para protegerte.

– Mmm. Mi héroe.

Nos besamos. Le alcé la barbilla y volvía a besarla mientras nos abrazábamos. Respiré su perfume, sentí su suavidad. Así nos quedamos durante un momento hasta que nos apartamos y, como si nos hubieran sincronizado, agarramos nuestras copas.

– Aunque estuviera sola -dijo, retomando la conversación con la misma facilidad con la que había retomado el trago-, podría protegerme.

– ¿Es que eres cinturón negro de kárate o algo así?

– Cielo, más bien soy cinturón bordado, a juego con mi bolso. No, podría protegerme con esto que tengo aquí. Dame un segundo y te lo enseñaré.

Dos modernas mesitas de color negro mate flanqueaban el sofá. Se echó sobre mí para coger algo que había en el cajón de la mesa que estaba a mi lado. Estaba tumbada sobre mi regazo. Unos centímetros de piel dorada asomaban por los pantalones pirata amarillos y por debajo de su camisa verde. Le puse la mano sobre el trasero.

– ¡Estate quieto, Matthew! Se me va a olvidar lo que estoy buscando.

– Vale.

– Aquí está. Mira.

Se sentó con una pistola en la mano. Tenía el mismo tono mate de las mesas. Era un revólver y parecía del calibre 32. Una pistola pequeña, completamente negra, con un cañón de tres centímetros.

– A lo mejor deberías apartar eso -le dije.

– Sé cómo utilizar un arma. Crecí en una casa llena de ellas. Rifles, escopetas, revólveres. Mi padre y mis hermanos cazaban. Codornices y faisanes. También algunos patos. Sé de armas.

– ¿Está cargada?

– No serviría de mucho si no lo estuviera, ¿no? No puedo apuntar a un ladrón y gritar ¡bang! -dijo-. La cargó antes de dármela.

– ¿Te la dio Tommy?

– Ajá. -Extendió el brazo y sostuvo el arma mientras miraba a su alrededor buscando a un ladrón imaginario-. Bang -dijo-. No me dejó balas, solamente el arma cargada. Así que si disparara a un ladrón, tendría que pedirle más balas al día siguiente.

– ¿Y por qué te la dio?

– Está claro que no para que fuera a cazar patos. -Se rió-. Para protegerme. Le dije que a veces me ponía muy nerviosa, ya sabes, soy una chica que vive sola en esta ciudad y un día me la trajo. Me dijo que la había comprado para ella, para que se protegiera, pero que ella ni se atrevería a cogerla. -Estalló en una carcajada.

– ¿Qué te hace tanta gracia?

– Es que eso es lo que dicen todos: «Mi mujer nunca cogería un arma». Como puedes ver, tengo una mente muy sucia, Matthew.

– No hay nada de malo en eso.

– Te dije que el burbon era una mierda. Saca lo peor de una persona. Podrías besarme.

– Podrías apartar esa pistola.

– ¿Tienes algo en contra de besar a una mujer que tenga un arma en la mano? -Giró sobre el sofá hacia su izquierda, metió el revólver en el cajón y lo cerró-. Lo guardo en la mesilla de noche -explicó-. Así lo tengo a mano en caso de emergencia. Esto se convierte en cama.

– No te creo.

– ¿Ah, no? ¿Quieres que te lo demuestre?

– Deberías…

Y así, acabamos haciendo lo que hacen dos adultos cuando se quedan solos. El sofá se convirtió en una cama de tamaño bastante aceptable y nos echamos sobre ella, con las luces apagadas y la habitación únicamente iluminada por dos velas metidas en dos botellas de vino forradas de paja. La música sonaba desde la FM. Su cuerpo era dulce, su boca se mostraba sedienta, su piel era perfecta. Produjo gran cantidad de sonidos ardientes y algún que otro habilidoso movimiento hasta que por fin gimió.

Después, hablamos y tomamos más burbon y al rato ella se quedó dormida. La cubrí con la sábana y con una manta de algodón. Yo también podría haberme dormido, pero decidí vestirme y marcharme a casa. Porque, ¿qué mujer en su sano juicio querría amanecer al lado de Matt Scudder?

De camino a casa, me detuve en el pequeño establecimiento sirio y le pedí al camarero que abriera dos botellas de Molson Ale.

Fui a mi habitación, me senté en la cama con los pies apoyados en el alféizar de la ventana y bebí de una de las botellas.

Pensé en Tillary. ¿Dónde estaría? ¿En la casa donde ella había muerto? ¿Se estaría quedando en casa de algún amigo o de algún familiar?

Me lo imaginé en las barras de los bares o en la cama de Carolyn mientras un ladrón estaba asesinando a su mujer y me pregunté qué pensaría él al respecto… Si es que acaso pensaba en ello.

Y de repente mis pensamientos se centraron en Anita, sola en Syosset con los niños. Temí por ella, la vi amenazada, aterrorizada ante el peligro. Sentí que se trataba de un miedo irracional y, tras un momento, pude comprender que esa sensación era algo que me había traído de casa de Carolyn Cheatham prendido de su aroma. Me la había traído conmigo y estaba cargando con la culpa de Tommy Tillary.

¡Al demonio con todo! No necesitaba el sentimiento de culpa de Tommy. Ya tenía suficiente con el mío propio.