172213.fb2 Cuando el antro sagrado cierra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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El Distrito 68 se encuentra en la calle Sesenta y Cinco, entre la Tercera y la Cuarta Avenida, extendiéndose hacia el límite de Bay Ridge y Sunset Park. En el lado sur de la calle emergía un complejo de viviendas subvencionadas; al otro lado, la comisaría parecía sacada del período cubista de Picasso; cubos salientes y zonas empotradas. La estructura me recordaba a un edificio del East Harlem y más tarde supe que los había diseñado el mismo arquitecto.

El edificio tenía seis años por aquel entonces, según indicaba la placa de la entrada, donde también aparecían los nombres del arquitecto, del jefe de policía, del alcalde y de algunos otros personajes ilustres en un intento de plasmar una inmortalidad municipal. Me quedé allí y leí la placa como si guardara un mensaje especial para mí. Después me dirigí al mostrador de recepción y dije que quería ver al detective Calvin Neumann. El oficial hizo una llamada y me indicó que entrara en la sala de reunión de la brigada.

El interior del edificio era limpio, espacioso y bien iluminado. Aunque ya llevaba demasiados años abierto como para empezar a aparentar lo que realmente era.

La sala en la que entré contenía una hilera de archivadores de metal gris, una fila de consignas de metal y filas dobles de escritorios de acero de metro y medio. Junto al dispensador de agua, un hombre trajeado hablaba con otro hombre en camisa. En el calabozo había un borracho que cantaba algo carente de melodía, en español.

Reconocí a uno de los detectives que estaban sentados, pero no podía recordar su nombre. El no levantó la vista. Al otro lado de la sala, otro hombre me resultaba familiar. Me dirigí hacia un hombre al que no conocía y él me señaló a Neumann, que se encontraba dos escritorios hacia el otro lado.

Estaba rellenando un informe y me quedé allí hasta que terminó lo que estaba mecanografiando. Alzó la mirada y dijo:

– ¿Scudder? -Me indicó que me sentara. Se giró sobre su silla para mirarme a la cara y señaló hacia la máquina de escribir.

»Esto no te lo dicen. No te dicen las horas que te tienes que tirar pasando a máquina semejante cantidad de estupideces. Nadie se da cuenta de que gran parte de este trabajo consiste en labores de oficina.

– Esa parte es la que cuesta menos echar de menos.

– Yo no creo que la echara nada de menos. -Bostezó exageradamente-. Eddie Koehler te dio unas calificaciones muy altas. Lo llamé, como me sugeriste. Me dijo que eres bueno.

– ¿Conoces a Eddie?

Negó con la cabeza.

– Pero sé la clase de teniente que es -dijo-. No tengo mucho que ofrecer, pero te contaré lo poco que sé con mucho gusto. Puede que no obtengas la misma colaboración del Departamento de Homicidios de Brooklyn.

– ¿Y por qué?

– Nos quitaron el caso. El aviso lo pasaron al 104, lo cual fue un error, porque nos debería haber llegado a nosotros. Sin embargo, estas cosas suceden mucho. Los de Homicidios de Brooklyn lo recibieron y les quitaron el caso a los chicos del distrito.

– ¿Y cuándo conseguiste la información?

– Cuando uno de mis soplones favoritos oyó muchas cosas en algunos bares y panaderías de la Tercera Avenida, justo debajo de la autopista. Un bonito abrigo de visón a un buen precio, pero tienes que guardar esto en secreto porque la cosa está que arde. Bien, julio es una época bastante rara para vender abrigos de piel en Sunset Park. Un tío compra un abrigo para su señora <strong>[12]</strong> y quiere que ella se lo pueda poner esa misma noche. Así que mi chico viene y me cuenta que tiene la impresión de que Miguelito Cruz tiene una casa llena de cosas que quiere vender y de las que no tiene comprobantes de venta. Entre el visón y algunos otros artículos que mencionó se me vino a la cabeza el caso Tillary en Colonial Road y fue suficiente para pedir al juez una orden de registro.

Se pasó la mano por el pelo. Era medio castaño, aclarado en algunas zonas por el sol, y lo llevaba algo enmarañado. En aquella época, los policías estaban empezando a llevar el pelo un poco más largo y los más jóvenes estaban empezando a dejarse barba y bigote. Neumann, sin embargo, estaba perfectamente afeitado y sus rasgos eran bastante armoniosos a excepción de una nariz rota que no le habían arreglado muy bien.

– El equipo estuvo en la casa de Cruz -dijo-. Vive en la calle Cincuenta y Uno, al otro lado de la autopista Gowanus. Si la quieres, tengo la dirección por algún lado. Es una zona bastante marginal cerca de la Bush Terminal, si es que sabes dónde está eso. Hay muchos solares vacíos y edificios clausurados con tablas y otros en los que nadie se molestaría en entrar porque si lo haces te puedes encontrar a un grupo de yonquis acampados allí. El edificio de Cruz, sin embargo, no está tan mal. Lo verás si vas.

– ¿Vive solo?

Negó con la cabeza.

– Con su abuela. <strong>[13]</strong> Es una señora mayor, no habla inglés y yo creo que debería estar en un asilo. A lo mejor la llevan al Marien-Heim que está justo allí, en el barrio. La pobre anciana viene desde Puerto Rico y antes de que pueda hablar inglés ya se ve metida en un asilo con nombre alemán. «Estamos en Nueva York, ¿verdad?»

– ¿Encontrasteis las posesiones de Tillary en el apartamento de Cruz?

– Claro. De eso no hay duda. Los números de serie coincidían con el vídeo. Intentó negarlo. Ya sabes: «He comprado esto en la calle, me lo vendió un tío que conocí en un bar. No sé cómo se llama». Le dijimos: «Claro que sí, Miguelito, pero a una mujer la rajaron en la casa de donde ha salido esto, así que todo apunta a que se te va a involucrar en el asesinato». Al minuto siguiente ya estaba admitiendo el robo, pero insistía en que cuando estuvieron allí, no había ninguna mujer muerta.

– Debía de saber lo del asesinato.

– Claro, no importa quién la matara. Salió en los periódicos, ¿no? Primero dice que no lo había leído, luego dice que no reconoce la dirección. Ya sabes cómo van modificando las versiones.

– ¿Y qué pasa con Herrera?

– Son primos o algo así. Herrera vive en una habitación en la Cuarenta y Ocho, entre la Quinta y la Sexta Avenida. Ahora los dos viven en el Correccional de Brooklyn y allí seguirán hasta que se los lleven al norte del estado.

– ¿Estaban fichados?

– Sería toda una sorpresa que no lo hubieran estado, ¿no? -Sonrió-. Son los típicos capullos. Algunos arrestos por peleas de bandas. Hace como un año y medio se libraron de los cargos por robo porque un juez dictaminó que no había una causa que justificara el cachearlos. -Sacudió la cabeza-. ¡Putas reglas! Bueno, el caso es que se libraron de aquello y en otra ocasión les echaron el guante por robo y se llegó a un acuerdo con el fiscal cuando reconocieron que no habían cometido ningún robo y que lo que ellos habían cometido había sido un allanamiento de morada. Los libraron de las penas. Y otra vez, otro caso de robo en una casa, pero en esa ocasión no llegó a nada porque desaparecieron las pruebas.

– ¿Que desaparecieron?

– Se perdieron o se traspapelaron, no lo sé. En esta ciudad es un milagro que se meta a alguien en la cárcel. Hay que tener muchas ganar de morir para acabar en prisión.

– Entonces, ¿cometieron muchos robos en casas?

– Eso parece. Pero lo que era entrar y salir. Eran cosas de poca monta. Abrían la puerta, cogían una radio, salían corriendo y la vendían en la calle por diez dólares. Cruz era peor que Herrera. Herrera trabajaba de vez en cuando, tiraba de una carretilla en un almacén de ropa o repartía comida, todos trabajos con un salario mínimo. Pero no creo que Miguelito haya tenido nunca un trabajo.

– Pero ninguno había matado a nadie antes.

– Cruz sí.

– ¿Sí?

Asintió con la cabeza.

– En una pelea en un bar; él y otro gilipollas se estaban peleando por una mujer.

– En su ficha no aparece eso.

– Porque nunca llegó a los tribunales. No hubo cargos. Hubo una docena de testigos que dijeron que el tipo muerto había atacado primero a Cruz con una botella rota.

– ¿Y qué arma usó Cruz?

– Un cuchillo. Dijo que no era suyo y había testigos preparados para jurar que habían visto a alguien tirarle el cuchillo. Pero, por supuesto, ninguno había visto quién le había pasado el cuchillo. No tuvimos suficiente para formular una acusación de posesión de armas, así que mucho menos para una acusación de homicidio.

– ¿Pero Cruz normalmente llevaba un cuchillo?

– Habría más probabilidades de pillarlo saliendo de casa sin ropa interior que sin su cuchillo.

Eso sucedió a primera hora de la tarde, el día después de que hubiera recibido los mil quinientos dólares de Drew Kaplan. Aquella mañana había enviado dinero a Syosset. Pagué mi alquiler del mes de agosto por adelantado, pagué una o dos cuentas que tenía pendientes en los bares y fui en metro hasta Sunset Park.

Está en Brooklyn, por supuesto, en el extremo oeste del distrito, más arriba de Bay Ridge y al sur y al oeste del cementerio de Green-Wood. Actualmente se están construyendo muchas casas de ladrillo rojo por Sunset Park y los jóvenes de la ciudad están huyendo de los alquileres de Manhattan y, mientras renuevan las casas antiguas de la zona, aburguesan así el barrio. Pero, por aquel entonces, los jóvenes aún no habían descubierto aquella zona y no habían comenzado a instalarse allí, de tal modo que la población era una mezcla de latinos y escandinavos. La mayoría de los primeros eran puertorriqueños, y la mayoría de los segundos eran noruegos, pero esa media estaba cambiando gradualmente de Europa a las islas.

Ya había caminado por allí antes de mi visita al Distrito 68, principalmente por la Cuarta Avenida, por la principal calle comercial, y me había ido orientando guiándome por la iglesia de San Miguel. Pocos de los edificios sobrepasaban los tres pisos y la cúpula en forma de huevo de la iglesia, que descansaba sobre una torre de más de sesenta metros, era visible desde una larga distancia.

Caminé hacia el norte por la Tercera Avenida, por el lado derecho de la calle, a la sombra de la autopista que pasaba por encima. A medida que me acercaba a la calle de Cruz me detuve en dos bares, más para ir introduciéndome un poco en el barrio que para hacer preguntas. Me tomé una copa de burbon en un sitio para evitar la cerveza.

El barrio donde Miguelito Cruz había vivido con su abuela era tal y como Neumann lo había descrito. Había varios solares libres, uno de ellos estaba protegido con vallas de alambre y los otros estaban abiertos y llenos de escombros. En uno había unos niños jugando en el esqueleto quemado de un Volkswagen Escarabajo. Cuatro edificios de tres plantas con fachadas de ladrillo festoneado formaban una fila en la zona norte del vecindario, más cerca de la Segunda Avenida que de la Tercera. Los edificios que los rodeaban a ambos lados habían sido derribados y los nuevos flancos de ladrillo estaban cubiertos de grafitis por la parte de abajo.

Cruz había vivido en el edificio más cercano a la Segunda Avenida, el más cercano al río. En el vestíbulo, los azulejos que no habían desaparecido estaban partidos y la pintura se caía a cachos. En una pared había empotrados seis buzones de correo cuyas cerraduras se habían roto y arreglado una y otra vez. No había timbres a los que llamar, ni tampoco había cerrojo en la puerta principal. La abrí y subí dos tramos de escaleras. El hueco de la escalera encerraba aroma a comida, olor a roedor y un ligero hedor a orina. Todos los viejos edificios que alojaban a los pobres olían así. Las ratas morían junto a las paredes, los niños y los borrachos se meaban. El edificio de Cruz no era peor que otros miles.

La abuela vivía en el piso de arriba en un apartamento perfectamente arreglado y lleno de estampas de santos y de pequeños santuarios iluminados por velas diminutas. Si hablaba algo de inglés, no me dio la oportunidad de saberlo.

Nadie respondió cuando llamé a la puerta del apartamento que se encontraba al final del pasillo.

Al bajar hacia la calle, pasé por un apartamento de la segunda planta. Se encontraba justo debajo del de los Cruz y estaba ocupado por una mujer hispana de piel muy oscura y lo que parecían cinco niños de menos de seis años. La televisión y la radio estaban encendidas en el salón y había otra radio en la cocina. Los niños no paraban de moverse y al menos dos de ellos estaban llorando o gritando. La mujer me ayudó todo lo que pudo, pero no sabía mucho inglés y resultaba imposible concentrarse en nada en aquel lugar.

En una puerta al otro lado del pasillo nadie respondió a mi llamada. Podía oír la televisión encendida y seguí llamando. Finalmente, la puerta se abrió. Un hombre gordísimo en ropa interior abrió la puerta y volvió a entrar sin decir una palabra, evidentemente asumiendo lo que vendría a continuación. Tras él, pasé por delante de varias habitaciones repletas de viejos periódicos y de latas vacías de Pabst Blue Ribbon, hasta llegar al salón, donde se sentó en un sillón de muelles para seguir viendo un concurso. El color de la televisión estaba distorsionado y hacía que las caras de los concursantes cambiaran de un modo muy curioso, pasando del rojo al verde en un momento.

Era blanco, con un pelo lacio que antes habría sido rubio, pero que ya se había vuelto casi completamente gris. El gran peso con el que cargaba hacía difícil calcular su edad, pero tendría entre cuarenta y sesenta. No se había afeitado en varios días y no debía de haberse bañado ni cambiado las sábanas de su cama en meses. Apestaba, su piso apestaba, pero a pesar de ello, yo me quedé allí e hice preguntas. Cuando entré, le quedaban tres cervezas de un paquete de seis; se las bebió una tras otra y atravesó el piso descalzo para regresar al salón con otras seis cervezas recién sacadas de la nevera.

Se llamaba Illing, dijo, Paul Illing y había oído hablar de Cruz por televisión; le parecía horrible, pero no le sorprendía. No le sorprendió en absoluto. Me dijo que había vivido allí toda su vida y que antes había sido un barrio agradable, con gente decente que se respetaban a sí mismos y a sus vecinos. Pero ahora existía ese elemento negativo y, ¿qué se podía esperar?

– Viven como animales -me dijo-. No te lo puedes imaginar.

La pensión en la que vivía Ángel Herrera era un edificio de ladrillo rojo de cuatro plantas y la planta de abajo estaba ocupada por una lavandería con lavadoras que funcionaban con monedas. Un par de hombres de veintitantos años estaban tirados en la entrada, bebiendo cerveza de unas latas metidas en bolsas de papel marrón. Pregunté por la habitación de Herrera. Se dieron cuenta de que era un poli; lo pude apreciar en sus caras y en la tensión que se marcó en sus hombros. Uno de ellos me dijo que probara en la cuarta planta.

Por encima del resto de olores que flotaban en el vestíbulo, destacaba el olor a marihuana. Una mujer diminuta, con el pelo negro y los ojos brillantes, estaba de pie en el rellano de la tercera planta. Llevaba un delantal y sostenía un periódico doblado, El Diario, uno de los periódicos redactados en español. Le pregunté por la habitación de Herrera.

– Veintidós -dijo y señaló hacia las escaleras que llevaban hacia arriba-. Pero no está. -Fijó su mirada en la mía-. ¿Sabes dónde está?

– Sí.

– Entonces sabes que no está aquí. Su puerta está cerrada.

– ¿Tienes la llave?

Me miró con aspereza.

– ¿Eres poli?

– Ya no.

Su risa resultó brusca, inesperada.

– ¿Es que te echaron? ¿No tienen trabajo para los polis porque todos los sinvergüenzas están encerrados? Si quieres entrar en la habitación de Ángel, venga, te abro.

Un candado barato protegía la puerta de la habitación 22. Probó con tres llaves antes de dar con la correcta, abrió la puerta y entró delante de mí. Un cordón colgaba de una bombilla del techo y caía sobre el estrecho cabecero de hierro de la cama. Ella tiró del cordón y levantó una persiana para iluminar la habitación un poco más.

Miré por la ventana, caminé por la habitación, examiné el contenido del armario y de la pequeña cómoda. Había varias fotografías en marcos cutres sobre el pequeño mueble y media docena de instantáneas sueltas. Dos mujeres distintas y varios niños. En una de ellas, un hombre y una mujer vestidos en traje de baño miraban a la cámara con los ojos entrecerrados por el sol, con el oleaje de fondo. Le mostré la fotografía a la mujer e identificó al hombre como Herrera. Yo había visto su foto en el periódico, junto a Cruz y a los dos oficiales de policía que los acompañaban, pero en la primera instantánea parecía un hombre completamente distinto.

La mujer era la novia de Herrera. La mujer que aparecía en otras fotos con los niños era la mujer de Herrera en Puerto Rico. Era un buen chico. Herrera era un buen chico. Eso fue lo que la mujer me aseguró. Era educado, mantenía limpio su cuarto, no bebía demasiado ni ponía la radio alta por la noche. Y adoraba a sus hijos. Siempre que tenía dinero, lo enviaba a Puerto Rico.

La Cuarta Avenida tenía una iglesia de media por barrio: la Metodista noruega, la Luterana alemana, la del Séptimo Día de Adviento española y una llamada el Tabernáculo de Salem. Todas estaban cerradas y, para cuando quise llegar, la de San Miguel también lo estuvo. Era lo suficientemente ecuménico a la hora de dar mi diezmo, pero los católicos se llevaban la mayor parte de mi dinero porque estaban abiertos más horas. Sin embargo, para cuando salí del hostal de Herrera y me paré a tomar una rápida en un bar de la esquina, San Miguel ya estaba cerrada a cal y canto, al igual que la de sus vecinos protestantes.

A dos manzanas de allí, entre una bodega <strong>[14]</strong> y un salón de apuestas, un cristo demacrado se retorcía de dolor sobre una cruz en el ventanal de la fachada de una iglesia. Había un par de bancos sin respaldo dentro, delante de un pequeño altar y en uno de ellos dos mujeres sin forma vestidas de negro estaban acurrucadas la una junto a la otra en silencio y sin moverse.

Entré y me senté un rato en uno de los bancos. Tenía mi diezmo de ciento cincuenta dólares preparado y habría estado encantado de entregarlo tanto allí como en otra iglesia más imponente, pero no sabía cómo hacerlo disimuladamente. No veía ningún cepillo para los pobres, ni ningún otro receptáculo diseñado para recoger las donaciones. No quería llamar la atención al buscar a alguien que estuviera a cargo y entregarle el dinero. Y tampoco me sentía cómodo dejándolo allí, en el banco, donde cualquiera podría encontrarlo y largarse con él.

De modo que salí de allí sin ser más pobre de lo que había entrado.

Pasé la noche en Sunset Park.

No sé si se trataba de trabajo ni si le estaría haciendo algún bien a Tommy Tillary. Vagué por las calles y entré en los bares, pero no estaba buscando a nadie y tampoco hice muchas preguntas.

En la calle Sesenta, al este de la Cuarta Avenida, encontré una oscura taberna con olor a cerveza llamada Fiordo. Estaba decorada con motivos náuticos en las paredes, pero parecía que los habían ido colocando sin orden ni concierto a lo largo de los años: un trozo de red, un salvavidas y, curiosamente, un banderín de los Vikings de Minnesota. Había una televisión en blanco y negro sobre un extremo de la barra con el volumen al mínimo. Había hombres mayores sentados con sus copas y sus cervezas, pero no hablaban mucho, simplemente estaban dejando que pasara la noche.

Cuando salí de allí paré un taxi y dije al conductor que me llevara a Colonial Road, en Bay Ridge. Quería ver la casa en la que Tommy Tillary había vivido, la casa en la que su mujer había muerto. Pero no estaba seguro de cuál era la dirección. Ese tramo de Colonial Road estaba ocupado principalmente por bloques de pisos de ladrillo y estaba seguro de que la casa de Tommy era una vivienda individual. Había casas de ese tipo encajonadas en medio de los bloques de pisos, pero no tenía el número apuntado y no estaba seguro de las calles que cruzaban. Le dije al taxista que estaba buscando la casa en la que asesinaron a una mujer a puñaladas y no sabía de qué demonios estaba hablando; parecía no fiarse de mí, como si pensara que podría hacerle algo en cualquier momento.

Supongo que yo estaba un poco borracho. Se me pasó en el camino de vuelta a Manhattan. No parecía muy dispuesto a llevarme, pero me puso un precio de diez dólares, lo acepté y me recosté sobre mi asiento. Tomó la autopista; por el camino vi la torre de San Miguel y le dije al conductor que eso no estaba bien, que las iglesias deberían estar abiertas las veinticuatro horas. No dijo nada, yo cerré los ojos y cuando los abrí, el taxi se estaba deteniendo delante de mi hotel.

Había algunos mensajes para mí en la recepción. Tommy Tillary había llamado dos veces y quería que lo llamara. Skip Devoe había telefoneado también.

Era demasiado tarde para llamar a Tommy, y probablemente demasiado tarde también para llamar a Skip. En resumidas cuentas, era demasiado tarde para poder rematar la noche.


  1. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> N. de la T.: En castellano en el original.

  2. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> N. de la T.: En castellano en el original.

  3. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> N. de la T.: En castellano en el original, al igual que «iglesia», una línea más abajo.