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Justo enfrente de la casa de Cicerón, entre los arbustos en los que se habían escondido Mopso y Androcles, Tirón apartó una rama cargada de moras y dio un paso al frente.
– Ojo -me advirtió-, no vaya a darte la rama cuando la suelte. Y ve con cuidado por el sendero. Es más empinado de lo que parece.
Aquello era imposible. El sendero no era un sendero, sino una serie descendente de estribos con la anchura necesaria para que un hombre pusiera el pie entre los árboles retorcidos y los arbustos espinosos que crecían en la ladera occidental del Palatino. Al final de la pendiente estaba el atestado barrio de los burdeles.
– Tirón, ¿adónde me llevas? ¿Por qué no cogemos la Ram pa si hay que bajar?
– Porque corro el riesgo de que nos reconozcan.
– Pero si siempre la utilizas. Yo te he visto dos veces.
– No me preocupa que me reconozcan a mí, sino a ti. Porque entonces podrían preguntarse: ¿quién será el tipo moreno y barbado que he visto con Gordiano el Sabueso?
– Entonces ¿por qué no hemos hablado en privado en casa de Cicerón?
– Entre otras cosas, por los guardias. Les gusta escuchar conversaciones que no les incumben. Luego hablan. -Totalmente cierto-. Y además…
Tirón vaciló mientras decidía dónde iba a poner el pie a continuación.
– Para ser sinceros, Cicerón no quiere que haya gente entrando y saliendo de su casa mientras él no está.
– ¿Crees que me pondría a fisgonear?
– Yo no he dicho eso, Gordiano. Pero es la casa de Cicerón. Mientras esté fuera, cumpliré sus deseos.
Una piedra suelta cayó cuando la pisé y bajó por la ladera. Me sujeté a la rama de un ciprés para mantener el equilibrio, contuve la respiración y di el siguiente paso con sumo cuidado.
Por fin llegarnos al final de la ladera, donde el sendero se aplanaba y serpenteaba entre montones de basura apilados tras los prostíbulos. Tirón me llevó por allí, insensible a las laberínticas callejuelas que apestaban a orina. Al cabo de un rato giramos por una esquina y vi el poste que terminaba en un falo de mármol tieso.
– ¡ La taberna Salaz no!
– Nos encontramos aquí después del juicio de Milón -dijo-. ¿Recuerdas? Fue la última vez que te vi, hace unos dos años.
– Recuerdo la resaca -dije, aunque estaba pensando en mi última visita a la taberna y en lo que me había contado el tabernero sobre un desconocido moreno y con barba…
Tirón se echó a reír.
– El día que nos conocimos también llevabas una buena resaca. ¿Te acuerdas?
– Un esclavo de ojos brillantes llegó a mi casa del Esquilino para preguntar si ayudaría a su ambicioso y joven amo a defender a un cliente acusado de parricidio.
– Sí, pero antes de que yo abriera la boca, ensayaste un remedio para la resaca.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Concentración mental, para regar el cerebro con sangre regenerada. Fue impresionante.
– Apenas eras un muchacho, Tirón. Te impresionabas fácilmente.
– ¡Pero fue sorprendente! Dedujiste quién me enviaba y el porqué antes de que yo dijera nada.
– ¿En serio? Lástima que ya no pueda concentrarme con tanta precisión. Por ejemplo, soy incapaz de imaginar por qué el brazo derecho de Cicerón anda rondando por Roma de incógnito.
Tirón me miró de reojo.
– No es que te hayas embotado, Gordiano, sino que eres más astuto. Podrías descubrirlo si lo intentaras, pero prefieres que yo te lo cuente.
En lo alto de la puerta, la lámpara fálica emitía un débil resplandor que iluminaba la fría y nublada tarde.
– Vaya derroche de aceite -comenté-, con la carestía que hay en la ciudad.
– Palabras como «carestía» no existen en la taberna Salaz -dijo Tirón, llamando a la puerta -¿Has estado por aquí este último año?
Me encogí de hombros.
– Creo que una vez.
– Hay un nuevo dueño. Pero no ha cambiado en absoluto. Las mismas chicas, los mismos olores, el mismo vino agrio… aunque el sabor mejora después del segundo jarro.
Se abrió la mirilla y luego la puerta.
– ¡Soscárides! -El eunuco casi chilló al coger las manos de Tirón. A mí todavía no me había visto-. Mi cliente favorito, que también es mi filósofo predilecto.
– Pero si no has leído ni una palabra de lo que he escrito, so perro. Me lo dijiste el primer día que estuve aquí, hace dos meses -dijo Tirón.
– Pero sigo manteniéndolo -insistió el eunuco-. He hecho un pedido a un librero del Foro. ¡De verdad que sí! O lo intenté. El individuo aseguraba que nunca había oído hablar de Soscárides de Alejandría. Se rió en mis barbas. ¡Idiota! Ahora todos los libreros han cerrado y se han ido de la ciudad, así que yo seguiré ignorando tu sabiduría.
– A veces la ignorancia es la sabiduría más verdadera -filosofó Tirón.
– ¡Oh! ¿Es una de tus frases famosas, Soscárides? Me gusta tener filósofos en la taberna. Son más limpios que los poetas y más tranquilos que los políticos. ¿Tu amigo también es un filósofo famoso? -El eunuco me miró por fin y su rostro palideció.
– Es tan filósofo como yo -dijo Tirón-, y mucho más célebre. Por eso estamos aquí, porque buscamos paz y tranquilidad.
El eunuco se quedó perplejo, pero al poco rato se recuperó e hizo como si nunca me hubiera visto.
– ¿Servirá un rincón de la sala principal? Los reservados de arriba están ocupados por jugadores.
– Nos sentaremos en ese banco de ahí -dijo Tirón, señalando una parte tan oscura que ni siquiera se veía si había banco-. Y dos jarros de vino. Del mejor.
Tirón se dirigió hacia el rincón. Lo seguí de cerca.
– No sabía que hubiera más de una clase de vino en este establecimiento -dije.
– Pues claro que sí. Por el mejor se paga un poco más.
– ¿Y qué te traen?
– El mismo vino, pero colado. Así no te encuentras sorpresas flotando en el jarro.
Di un gruñido cuando tropecé con algo que también gruñó. Pedí disculpas a una forma oscura y rugiente y seguí adelante, contento de llegar por fin al extremo más alejado de la sala. El banco estaba pegado a la pared. Me retrepé y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Llegó el vino. Era tan agrio como lo recordaba. La Taberna Salaz estaba bastante concurrida, teniendo en cuenta que el sol todavía no se había puesto. Con las actividades de la ciudad suspendidas, ¿qué mejor forma de pasar el tiempo una tarde nublada que permitirse algún que otro vicio? Entre los murmullos, oí risas y maldiciones, y tintineo de dados.
– ¡La suerte está echada! -exclamó uno de los jugadores, y fue coreado por un estruendo de risas de borrachos. Tardé un momento en encontrarle la gracia. César había dicho las mismas palabras a sus hombres cuando cruzó el Rubicón.
– También lo han inmortalizado con una suerte -comentó Tirón.
– ¿Una suerte?
– De dados. La de Venus es la mejor y gana a las demás combinaciones. Ahora los jugadores la llaman Suerte de César y gritan «Cayo Julio» cuando tiran. No creo que eso signifique que se ponen de parte de César, sino sencillamente que son supersticiosos. César asegura tener una parte divina y que desciende de Venus. Así que la Suerte de Venus se ha convertido en «Suerte de César».
– Que gana a todas las demás. ¿Y existe la Suerte de Pompeyo?
Resopló.
– Creo que es cuando se caen los dados de la mesa.
– ¿Tan mala es la posición de Pompeyo?
– ¿Sabes qué dice Cicerón de él? «Cuando estaba donde no debía, siempre se salía con la suya. Ahora que está donde debe, fracasa por completo.» César los ha pillado a todos por sorpresa. Ni siquiera sus partidarios creían que fuera a cruzar Italia con sus tropas. Ya viste el pánico que se produjo. ¡Pompeyo dirigía la estampida! Desde entonces, ha estado tratando de controlar la situación, día tras día. Por la mañana está eufórico y lleno de entusiasmo. Al llegar la tarde le entra miedo y ordena a sus tropas que se retiren más al sur.
Lo miré con aire zumbón.
– Para haber estado enfermo en Grecia desde noviembre, pareces muy bien informado.
Sonrió.
– Tirón sigue enfermo en ese lecho y así seguirá unos días más. Yo soy Soscárides, un filósofo alejandrino en paro y desorientado por la crisis.
– ¿Cuál es el objeto de este engaño?
– Cicerón y yo elaboramos el plan juntos, cuando volvíamos de Cilicia. En cada etapa del viaje eran más preocupantes las noticias de Roma: César se burlaba de la constitución, se negaba a dejar sus tropas en las Galias, exigía que se le permitiera aspirar al consulado sin estar en Roma, y Pompeyo cada vez más cabezota, negándose a hacer más concesiones a César. conspirando delante de las puertas de la ciudad y aferrándose a sus legiones de Hispania. Y el Senado, nuestra patética, confusa, cobarde, rapiñera y codiciosa colección de optimates, descomponiéndose en enconadas discusiones que rayaban en la violencia. No hace falta ser Casandra para saber que la situación acabaría en crisis. Cicerón pensó que sería más prudente que yo llegara a Roma antes que él; no podía confiar en nadie más para que le mandara informes precisos.
– ¿Y por qué de incógnito?
– Para recoger datos sin llamar la atención sobre Cicerón. El disfraz es sencillo. Una barba y un cambio de color, eso es todo.
– Pero vuelves a estar delgado, tanto como cuando te conocí. Te ha cambiado la forma de la cara.
– Porque al principio, al volver de Cilicia, caí realmente enfermo y adelgacé mucho. Así que decidí mantenerme delgado como parte del plan. ¡Para mí se acabaron los pasteles de sésamo y miel! Yo no creo que la suma de todos los cambios dé para un disfraz, en toda la extensión de la palabra, pero la suma de todos los efectos da resultado. Nadie parece reconocerme a cierta distancia, y si me reconocen, acaban pensando que se han equivocado, porque Cicerón se cuidó de contar a todo el mundo que su amado Tirón estaba muy enfermo en Grecia. La gente se fía más de lo que «sabe» que de lo que ve. Salvo tú, Gordiano. Debería haber sabido que tú acabarías por descubrirme.
– Desde que has vuelto ¿has pasado todo el tiempo en la ciudad?
– ¡Por Hércules, no! He estado por toda Italia, visitando las guarniciones de César, investigando los movimientos de Antonio, comprobando la situación de Domicio en Corfinio, llevando mensajes entre Cicerón y Pompeyo…
– Eres agente secreto de Cicerón.
Se encogió de hombros.
– Ya ensayé el papel mientras estuvo de gobernador de Cilicia. Nadie hablaba con Tirón, el secretario del gobernador. Pero Soscárides de Alejandría era amigo de todo el mundo.
Lo miré por encima del jarro.
– ¿Por qué me lo cuentas?
– Lo habrías deducido tarde o temprano. Y es posible que hubieras llegado a conclusiones erróneas.
– Podrías haberte negado a verme.
– ¿Mientras gritabas mi nombre en mitad de la calle y ordenabas a aquellos dos mozos que me siguieran? No, Gordiano, sé que puedes llegar a ser más tenaz que un podenco que no recuerda dónde ha enterrado el hueso. Y prefiero decirte dónde está que esperar a que lo dejes todo lleno de agujeros. Los agujeros son peligrosos, ¿sabes? Pueden herir a gente inocente. Y llevar a algunos a conclusiones erróneas.
El tabernero trajo más vino. El segundo jarro estaba mejor que el primero, pero sólo un poco. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. A la luz anaranjada de las lámparas humeantes podía distinguir caras, aunque sólo vagamente. El ruido impedía que pudieran oírnos.
De pronto me acordé de algo.
– Los guardias me dijeron que Cicerón te escribe cartas continuamente, a Grecia.
– Y lo hace. Nuestro anfitrión de Patrás, que se supone que está cuidándome hasta que me recupere, también forma parte del plan. En cuanto recibe las cartas, remite otras falsas en mi nombre.
– ¿Insinúas que las cartas que te envía Cicerón están en blanco?
– ¡Qué dices! Están llenas de chismorreos, de citas de comedias, de preces por mi recuperación. Siempre saca una copia. No tiene nada de extraño, sólo que manda las dos. Una va con un mensajero normal hasta Patrás, para mantener el engaño. La otra me la envía con un mensajero secreto adondequiera que yo esté en ese momento.
– Pero si los mensajes son iguales, Cicerón sólo te manda chismorreos y buenos deseos.
– En apariencia sí. Es más seguro de esa manera. -Sonrió, pareció reflexionar y buscó el bolsillo de la túnica. Sacó un papiro doblado. Llamó a una camarera para que acercara una lámpara a nuestra mesa. A la luz chispeante, leí la carta. Estaba fechada a primeros de mes, hacía una quincena.
En Formies, calendas de febrero
De Marco Tulio Cicerón a Marco Tulio Tirón, en Patrás: Sigo muy preocupado por tu salud. La noticia de que tu mal no es peligroso me consuela, pero su carácter persistente me intranquiliza. La ausencia de mi habilidoso secretario me saca de quicio, pero no tanto como la ausencia de un ser querido. Y aunque anhelo verte, te suplico que no te pongas en marcha mientras no estés totalmente recuperado, y mucho menos mientras persista este mal tiempo. Ni siquiera las casas más acogedoras pueden contener el frío, por no hablar de la humedad constante ni del viento del mar. Como dice Eurípides: «El frío es el peor enemigo de la piel tierna.»
César sigue fingiendo que negocia con Pompeyo mientras se comporta como un invasor. ¡Como Aníbal enviando diplomáticos por delante de sus elefantes! Ahora dice que cederá las Galias a Domicio y vendrá a Roma para aspirar al consulado en persona, como manda la ley… pero sólo si Pompeyo dispersa a las fuerzas gubernamentales que ha reclutado en Italia y parte inmediatamente hacia Hispania. César no dice nada de entregar las guarniciones que tomó desde que cruzó el Rubicón.
Tenemos alguna esperanza de que deserten los galos que acompañan a César, ya que seguro que tienen razones para odiarlo después de todo el daño que ha hecho para conquistar las Galias. Al norte tendrá unas Galias rebeldes; al oeste, las seis legiones hispanas de Pompeyo; y al este, las provincias que el mismo Pompeyo pacificó hace años y en las que al Magno todavía se le tiene en gran estima. ¡Si al menos el centro resistiera lo mínimo imprescindible para que César no saquee Roma!
Terencia pregunta si te pones la bufanda amarilla que te dio cuando partimos hacia Cilicia. ¡Guárdate mucho del frío!
Levanté la vista.
– Un poco exagerada esa esperanza de que los galos de César deserten. Mi hijo Metón me ha contado que se han pegado a César con el fervor de las conversiones religiosas. Por lo demás, la carta es del todo transparente.
– ¿Verdad que sí?
– ¿Qué quieres decir?
– Las palabras pueden tener más de un significado. Puse ceño y releí el texto bajo la luz trémula.
– ¿Insinúas que la carta está escrita en clave? -Fue Tirón, durante el consulado de Cicerón, quien inventó e introdujo la escritura abreviada para anotar los debates del Senado. Pero aquella carta no estaba escrita con la taquigrafía tironiana; tampoco estaba en clave.
Tirón sonrió.
– Por ejemplo, todos sabemos qué significa la palabra «azul». Pero si yo te dijera: «utiliza azul cuando te refieras a una legión y rojo cuando te refieras a una cohorte», y más tarde me escribes sobre una bufanda azul, sólo tú y yo sabríamos de qué estarías hablando realmente.
– Ya veo. Y si Cicerón cita una frase de Eurípides…
– Significaría algo muy diferente que si hubiera citado algo de Ennio. El contenido real de la cita es lo de menos. Si habla de viajes por mar, podría significar que Pompeyo tiene un resfriado. «Casas acogedoras» podría referirse a un senador concreto que es todo ojos. Incluso la mención de los elefantes podría tener un significado secreto.
Cabeceé.
– Cicerón y tú formáis un buen equipo. ¿Para qué necesitáis espada si tenéis las palabras como armas?
– Llevamos mucho tiempo juntos, Gordiano. He ayudado a Cicerón a escribir todos los discursos que ha pronunciado. He transcrito sus tratados y ordenado todos sus comentarios. A meudo sé lo que va a decir incluso antes de que lo sepa él. No nos resultó difícil idear un lenguaje invisible para nuestro uso exclusivo. Todo el mundo puede ver las palabras, pero nadie salvo nosotros ve el significado.
Miré los rincones oscuros de la sala.
– Me pregunto si Metón y César habrán alcanzado alguna vez tanta intimidad.
No pareció advertir el tono lastimero de mi voz. Se golpeó la frente.
– Quizá. Los grandes hombres como Cicerón, supongo que incluso como César, necesitan más de una cabeza para almacenar su capacidad intelectual.
– La libertad no te ha cambiado, Tirón. Sigues subestimándote y sobreestimando a tu antiguo amo.
– Ya veremos.
Mientras doblaba la carta y la guardaba en el bolsillo, tuve una súbita inspiración.
– Fue Cicerón, ¿verdad?
– ¿A qué te refieres, Gordiano?
– Fue Cicerón el que escribió el informe confidencial para Pompeyo, el informe que hablaba de mí y de mi familia.
Tirón vaciló.
– ¿Qué informe?
– Sabes de qué estoy hablando.
– ¿Ah, sí?
– Tirón, puedes esconderte tras las palabras, mas no tras tu expresión, no conmigo. Sabes de qué estoy hablando. -Tal vez.
– Así todo tiene sentido. Si Pompeyo quería un informe secreto sobre diversos prohombres de Roma, y lo necesitaba a corto plazo y que lo hiciera alguien de su absoluta confianza, ¿quién mejor que Cicerón, que ha estado viendo fantasmas bajo la cama desde que olfateó la llamada conjura de Catilina? ¡Seguro que Cicerón tenía informes sobre mí desde hace años! Ese comentario sobre mi falta de «valores romanos», la pulla de que adopto esclavos por costumbre… Claro, claro, es Cicerón en estado puro, Cicerón mirándome desde las alturas, como siempre. Y para ayudarle, para cifrar su informe confidencial, ¿quién mejor que tú, Tirón, secretario de toda confianza, inventor de la taquigrafía, segunda mitad de su cerebro? Estabas en la ciudad aquel día, ¿verdad? Sí, el día que murió Numerio. Te vi de lejos en la calle poco después de salir de casa de Cicerón. ¿Acaso el último recado de Numerio para el Magno fue recoger el informe secreto de Cicerón?
Me miró con astucia.
– Si es que existió tal informe… la copia que Cicerón dio a Numerio se perdió. Pompeyo no fue capaz de encontrarla, y eso que registró a conciencia las prendas que llevaba y descosió todas las costuras. Supuso que se lo había llevado el asesino de Numerio. Pero ¿cómo conoces su existencia, Gordiano?
– Porque lo leí. Sólo la parte que se refería a mí. Lo encontré en el cadáver de Numerio, en un hueco secreto del talón de la sandalia.
– ¡En la sandalia! -Tirón se echó a reír-. Eso es nuevo. ¿Y qué hiciste con el informe? ¿Todavía lo tienes?
– Lo quemé.
– Pero has dicho que sólo leíste la parte que se refería a ti. ¿Lo quemaste sin haberlo leído entero? La clave no era complicada.
– Pompeyo llegó a casa inesperadamente. No me dio tiempo a guardarlo otra vez en la sandalia. Y si Pompeyo lo encontraba en mi estudio…
– Ya veo. Bueno, otro misterio resuelto. Cicerón y yo nos preguntábamos adónde habría ido a parar el informe.
– Cuando le escribas para contarle este encuentro, como sin duda harás, supongo que le hablarás de «la aurora de rosados dedos», o lo que hayáis decidido entre los dos para referirse al «informe secreto quemado».
– No iba a ser una frase de Homero, sino de Sófocles. ¿Crees que a Numerio lo asesinaron porque sabían que llevaba el informe de Cicerón?
Vacilé.
– Tiene que haber otra razón para que alguien quisiera verlo muerto.
– ¿Como cuál?
– Su madre parece creer que tenía un medio de vida secreto. Quizá como espía a sueldo.
Tirón frunció el entrecejo.
– ¿Para alguien más que para Pompeyo?
– Eso es. A ella la avergüenza semejante posibilidad, pero a pesar de todo me reveló sus sospechas. La pobre mujer está desesperada por saber el motivo por el que murió realmente su hijo.
Tirón asintió.
– Vi a Mecia una vez. Es una mujer extraordinaria. ¿Fue ella quien te contrató para que investigaras la muerte de Numerio?
– No, fue Pompeyo. Aunque más que contratarme me ordenó que lo hiciera.
– ¿Te lo ordenó? No es dictador. Todavía.
– Pues fue muy persuasivo. Basándose en la letra de la ley, obligó a mi yerno Davo, en contra de su voluntad, a entrar a su servicio. Pompeyo fue muy explícito: no nos devolverá a Davo hasta que yo le dé el nombre del asesino de su pariente. Mi hija está destrozada. Davo podría acabar en Grecia, o en Hispania, incluso en Egipto. Y si Pompeyo pierde la paciencia conmigo… -Cabeceé-. Los generales asignan las misiones más peligrosas a los hombres que les caen mal. Davo está a su merced.
Tirón miró pensativamente su jarro de vino, que era de barro barato de color amarillo. Acarició el borde con el dedo.
– Has sido muy sincero conmigo, Gordiano.
– Y tú conmigo, Tirón.
– Nosotros nunca hemos sido enemigos.
– Y espero que nunca lo seamos.
– Voy a contarte un secreto, Gordiano. Algo que no debería hacer. -Bajó la voz. Tuve que aguzar el oído para oírla por encima de las risotadas y el tintineo de los dados-. Conocí a Numerio Pompeyo días antes de su muerte. Debíamos intercambiar mensajes entre Pompeyo y Cicerón. Nos encontramos aquí, en la Taberna Salaz… De hecho, en este mismo rincón. Su rincón, lo llamaba él. Tuve la impresión de que hacía muchas gestiones en este rincón, exactamente en el mismo lugar en que tú estás sentado ahora.
Sufrí un escalofrío ante la idea de tener sentado debajo de mí el espíritu del hombre muerto.
– ¿Qué gestiones?
Tirón vaciló.
– Por lo que sé, Numerio era leal a Pompeyo. Nunca tuve razones que me hicieran sospechar lo contrario. Pero la última vez que nos vimos, me dijo que se había enterado de cosas muy interesantes. Y peligrosas.
– Sigue. Te escucho.
– Numerio bebió más de la cuenta. Se le aflojó la lengua. Además, estaba muy nervioso.
– ¿Por qué?
– Por unos documentos que había adquirido. «Estoy sentado encima de algo inmenso», me dijo sonriendo como un zorro, «algo tan grande que podrían matarme si dijeras una sola palabra de esto».
– ¿Qué era, Tirón?
– Tenía algo que ver con un plan para matar a César. Lancé una risa hueca y pregunté:
– ¿Maquinado por Pompeyo?
– No! Una conspiración dentro del propio campamento de César que compromete a hombres cercanos a él. Lo que no sé es cómo se enteró de esos planes ni qué documentos eran. Pero eso fue lo que me dijo.
– ¿Cuándo se supone que tenían que matarlo?
– Cuando César cruzara el Rubicón, en el momento en que invadiera el Lacio y mostrara sus verdaderas intenciones. Por alguna razón, no lo mataron. Pero el asunto era que Numerio parecía creer que todavía cabía la posibilidad de que lo hicieran.
– ¡Inteligente idea! -dije con un bufido.
– Quizá. Pero aseguraba tener pruebas documentales de la conspiración. -Se inclinó hacia mí-. Tú no sabías nada de esto, ¿verdad, Gordiano?
– ¿Qué insinúas?
– Dices que encontraste en la sandalia de Numerio el informe de Cicerón para Pompeyo. ¿Qué más encontraste? Sé sincero conmigo, Gordiano. Yo lo he sido contigo.
Respiré hondo.
– Encontré exactamente cinco papiros, todos del mismo color y calidad, escritos por la misma mano y cifrados del mismo modo.
Tirón asintió.
– Debía de ser el informe completo de Cicerón; constaba de cinco páginas en total. ¿Y no hallaste nada más?
– Eso fue todo lo que encontré en la sandalia de Numerio. Tirón se echó hacia atrás. Al poco rato, levantó el jarro y pidió más vino.
– ¡Y un jarro decente también, con el borde liso! -añadió con voz tan seria que se desvaneció la sonrisa del eunuco. De repente me di cuenta de por qué Tirón estaba tan locuaz. Esperaba que a cambio de su información yo le contara algo relacionado con los documentos de la conjura. Se había llevado un chasco.
Esperamos que trajeran el vino y bebimos en silencio. Al otro lado de la sala alguien gritó:
– ¡Cayo Julio! -Los dados tintinearon y el jugador saltó de su asiento-. ¡ La Suerte de César! ¡ La Suerte de César gana a todas! -El hombre ejecutó un bailoteo triunfal y recogió sus ganancias.
– Qué modales -dije.
– Los de César, supongo -murmuró Tirón.
– La conversación que tuviste aquí con Numerio, sobre el plan para matar a César, fue unos días antes de su muerte, ¿no?
– Sí.
– Pero el día que murió, llevaba encima los documentos de Cicerón. ¿Y si… -debía andarme con pies de plomo- y si se produjo un altercado aquel día entre Numerio y Cicerón, poco antes de salir de la casa de éste y dirigirse a la mía?
– ¿Altercado?
– Gritaron tan alto que los oyeron en la calle.
– ¡Malditos guardias! ¿Eso te dijeron?
– No querría que tuvieran problemas…
Tirón se encogió de hombros.
– Puede que Cicerón le levantara la voz a Numerio.
– ¿Levantarle la voz? Según los guardias, estaban gritando. Algo sobre una deuda con César. ¿Era Numerio el que debía dinero a César… o era Cicerón?
Las facciones de Tirón me indicaron que había tocado un punto delicado.
– Hay mucha gente que debe dinero a César. Pero eso no tiene nada que ver con su lealtad a Pompeyo y al Senado. Asentí con la cabeza.
– Es sólo que… hablando con su madre, tuve la impresión de que Numerio pudo haber chantajeado a alguien. Se irguió en el asiento.
– Creo que ya he bebido bastante vino agrio. Hay un momento en que se vuelve peor y no mejor. ¡Y este maldito jarro está más mellado que el otro!
– Tú estabas en Roma aquel día, Tirón, el día que murió Numerio. ¿Por casualidad no… no lo seguirías cuando salió de casa de Cicerón?
– Me parece que no me gusta el tono de tu voz, Gordiano. ¿De verdad creía que sospechaba de él?
– Sólo pensaba que si seguiste a Numerio, tal vez vieras algo significativo. Que lo siguieran también otros, por ejemplo. O que pasara documentos a terceros antes de entrar en mi casa…
Tirón me miró de frente.
– Pues sí, seguí a Numerio. Cicerón sentía curiosidad por saber adónde iba. Así que lo seguí hasta tu casa. Esperé tanto tiempo a que saliera que al final creí que se me había escapado. ¿Cómo iba a saber que estaba muerto? Pero no, no le vi pasar nada a nadie ni advertí que nadie más lo siguiera. Y antes de que lo preguntes, tampoco vi a nadie saltar por el tejado de tu patio, aunque… aunque desde donde estaba era difícil ver los cuatro lados de tu casa. -Sonreí-. ¡Y no se te ocurra preguntar si yo salté por el tejado y entré en tu patio! -Trató de ponerse menos dramático-. Ya viste con cuántas precauciones tuve que bajar por esa desvencijada escalera de la casa de Cicerón.
– Bueno, pero aun así, subes y bajas por ella, ¿no? -Yo también trataba de restar dramatismo a la charla.
Me disculpé para ir al escusado, al que se accedía saliendo por la puerta trasera, cruzando un callejón y entrando en un cobertizo. En el suelo empedrado había varios agujeros, pero los clientes de la taberna Salaz no tenían muy buena puntería y el lugar apestaba a orina encharcada. Se me ocurrió que la Cloaca Maxima, que desembocaba directamente en el Tíbet., debía de estar bajo mis pies.
Cuando volví al banco del rincón, Tirón ya no estaba. Me quedé y tomé otro jarro de vino, sin prisa por regresar a casa. La entrevista había sido más productiva de lo esperado. ¿Dónde estaban los documentos de los que había presumido Numerio ante Tirón días antes de su muerte? ¿Quién más sabía de su existencia? Como el pobre Numerio, pensaba que estaba sentado encima de algo inmenso. Pero no sabía qué.