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Al final César no sitió Roma aquel día, ni el siguiente, ni el otro. Pasó lo que quedaba del mes de enero. Cada amanecer traía nuevos rumores y nuevos miedos, que al atardecer se desvanecían sin que César se presentase ante las puertas.

Del sur de la ciudad llegaron noticias de que Pompeyo se había reunido en Capua con las legiones gubernamentales, había nombrado a Cicerón para que organizara la resistencia en la costa de la Campania, y todos los días consultaba a los cónsules y al pequeño círculo de senadores que habían huido con él.

Durante varios días no se habló en Roma más que de la famosa escuela de gladiadores de Capua, propiedad de César y famosa por la ferocidad de sus alumnos. Lo primero que oí fue que quinientos gladiadores, a los que su amo había prometido la libertad, habían escapado, habían diezmado las tropas de Pompeyo y marchaban hacia Roma para reunirse con César. Luego se extendió el rumor de que Pompeyo se había anticipado a la maniobra de César y había liberado él mismo a los gladiadores para alistarlos en su ejército, desoyendo las objeciones de sus consejeros, que argüían que semejante manumisión de esclavos en época de crisis sentaba un precedente peligroso. El último rumor, menos espectacular y más probable, aseguraba que habían cerrado la escuela y repartido a los gladiadores entre diversos propietarios de la zona, simplemente como medida de precaución.

Bethesda me preguntaba todos los días qué progresos había hecho para acelerar la devolución de Davo. Yo le explicaba que llevar a cabo una investigación seria sobre la muerte de Numerio era prácticamente imposible. Tanto los partidarios de César como los de Pompeyo habían abandonado Roma para unirse a sus respectivos jefes. Cualquiera que hubiera tenido razones para matar a Numerio, o que supiera quién lo hizo, estaría ya probablemente en un campamento o en otro, a muchos kilómetros de Roma.

Bethesda no se dejaba impresionar.

– Pompeyo no devolverá a Davo hasta que encuentres al asesino de su primo. Si te falta energía, esposo mío, ¿por qué no le pides a Eco que lo haga él?

– Se me ocurre, esposa, que tu trabajo es tener esta familia cómoda y alimentada, cosa que hasta ahora has hecho brillantemente, a pesar de la carestía y de los abusivos precios de los mercados. ¿No son suficientes esos deberes para mantenerte ocupada y lejos de mis asuntos?

Una barrera de frialdad se interpuso entre nosotros durante aquellos primeros días de febrero, haciendo que helara tanto dentro como fuera de la casa. La crisis continuaba por doquier.

A pesar de mis quejas, no estaba ocioso del todo. Si Roma era un barco a la deriva del que habían huido capitanes, tripulación y pasajeros, las ratas seguían a bordo; y las ratas tienen la vista y los oídos agudos. Para tantear el terreno me puse en contacto con viejos conocidos de los estratos sociales más bajos: descuideros, vendedores de venenos, proxenetas y vigilantes de taberna. Buscaba los negocios turbios de Numerio.

Las pocas briznas de información que conseguí, o, más exactamente, pagué a precios tan abusivos como todo lo que estaba a la venta en aquella ciudad, fueron irregulares y de segunda mano, poco fiables y en su mayoría inútiles. En varias ocasiones me dijeron lo que ya sabía, que Numerio había pasado mucho tiempo llevando recados para Pompeyo, lo que significaba que había sido visto a menudo en el Foro y en las puertas de los senadores y los comerciantes ricos. Sus contactos con la gente poderosa eran muchos y variados. Pero, al menos de vez en cuando, el primo favorito del Magno había sido clientede lugares mucho más humildes. Más de uno de mis contactos aseguraba haber visto a Numerio entrar o salir de un establecimiento bastante famoso del sórdido barrio de los burdeles, entre el Foro y el río. Conocía el lugar por anteriores investigaciones: la taberna Salaz.

Hacía mucho tiempo que no ponía los pies en aquel antro; habían pasado dos años desde la última tarde que pasé allí, nada menos que con Tirón, ahogando nuestras penas tras el juicio de Milón. En la fría tarde que decidí ir casi me perdí en el laberinto de callejas que la rodeaban. Cuando encontré el callejón, me fue imposible no recordar la conocida insignia, un poste terminado en un tieso falo de mármol. Una lámpara igualmente fálica colgaba sobre la puerta, chisporroteando bajo el cielo nublado. Llamé.

La mirilla se abrió y volvió a cerrarse. Abrió la puerta un eunuco gordo, ataviado con una enorme túnica blanca y adornado aparatosamente con bisutería. Los anillos creaban pequeños arcos iris entre sus dedos. Collares y pendientes de topacios, amatistas y esmeraldas de pega rodeaban su cuello y colgaban de los lóbulos alargados de sus orejas. La sala grande y oscura exhalaba el olor caliente de la madera vieja, el humo aceitoso y el vino agrio. A mis ojos, que no se habían acostumbrado aún a la oscuridad, el lugar era negro como boca de lobo.

– ¡Ciudadano! -El eunuco me sonrió-. ¿Te conozco?

– Creo que no. Yo no te conozco a ti. ¿Acaso la taberna tiene un nuevo dueño?

– ¡Sí! ¿Ya la conocías?

– Había venido un par de veces.

– Pues verás que ha mejorado mucho. ¡Entra! -Cuando lo hice, cerró la puerta.

– Qué raro, huele igual -dije arrugando la nariz-. Y aún está la misma lámpara de aceite requemado llenándolo todo de humo. Y el mismo vino asqueroso encharcando el suelo.

La sonrisa del eunuco tembló.

Mis ojos empezaron a ver un poco. Apoyada en una pared, poco más allá del eunuco, vi una pelirroja con cara de aburrimiento. Ella también me resultaba familiar. Ipsitila ya formaba parte de la taberna la primera vez que puse los pies en ella, seis años antes, con el alcoholizado poeta Catulo. A la luz anaranjada de la lámpara todavía parecía relativamente joven y lozana, lo que confirmaba la oscuridad reinante en el lugar.

– Hasta las chicas son las mismas -dije.

El eunuco se encogió de hombros.

– Sólo hay unos cuantos placeres que puedan degustarse en este mundo, ciudadano. Pero te prometo que los encontrarás todos aquí… pagando.

– Sólo deseo un poco de información. ¿Sería posible encontrarla aquí… pagando?

El eunuco enarcó una ceja.

Salí de la taberna Salaz sin haber sucumbido a ningún vicio, pero con unos cuantos datos intrigantes. Numerio Pompeyo había sido cliente habitual; el eunuco lo conocía de vista y ya se había enterado de su muerte. Según me contó, Numerio siempre llegaba solo y se marchaba solo, siempre se sentaba en el mismo rincón. A veces se encontraba con otros, pero el eunuco no sabía de qué hablaban ni quiénes eran; no tenía costumbre de escuchar conversaciones ajenas, y los hombres que se reunían con Numerio eran extraños que no solían volver… excepto uno.

– Ah, sí -dijo-. Recuerdo que un día estuvo en su rincón con ese tal Soscárides.

– ¿Soscárides?

– Es un nombre muy raro, ¿verdad? Supongo que será griego. De Alejandría. Era un tipo moreno y bajito, con barba. Viene por aquí desde hace un par de meses. Es un filósofo, y célebre, según él. Quizá lo conozcas, ciudadano.

– Seguro que no.

– Pues Numerio Pompeyo sí. Aquel día estuvieron sentados un buen rato en el rincón, hablando y bebiendo, bebiendo y hablando.

– ¿De qué?

– Ciudadano, nunca escucho conversaciones ajenas, y mis chicas tampoco. En la taberna Salaz los secretos de un hombre están a salvo incluso de los dioses.

– ¿Cuándo fue?

– Espera que lo piense. A ver… poco antes de que Pompeyo huyera de la ciudad, así que supongo que debió de ser un par de días antes de que mataran a Numerio.

Asentí con la cabeza y moví los labios como para pronunciar el nombre de Soscárides. Estaba seguro de que nunca lo había oído. Un filósofo, un individuo de baja estatura, moreno y con barba…

El eunuco acarició la bolsa de dinero. Sin duda estaba deseoso de colaborar.

– Ya te he dicho que viene a menudo -añadió-. La próxima vez que lo vea, ¿le digo que lo estás buscando, ciudadano? Negué con la cabeza.

– Nunca he estado aquí. -Le di otra moneda para asegurarme de que lo entendía.

Tuvimos unos días de tormenta después de mi visita a la taberna Salaz. El tiempo era tan desagradable que nadie salía de su casa; hasta el Foro estaba desierto. Pasé aquellos días encerrado en mi estudio, leyendo filosofía. En los raros momentos en que dejaba de llover paseaba por el patio, levantando la mirada para contemplar los rasgos inescrutables de Minerva. Era el único testigo de la muerte de Numerio Pompeyo. Ella había oído sus últimas palabras, había visto la cara del asesino.

– ¿Qué hago? -le pregunté. No dio señales de haberme oído.

Pasó la tormenta. Dos días después de los idus de febrero me dirigí hacia el Foro para enterarme de los últimos rumores. Por insistencia de Bethesda, me llevé conmigo a Mopso y Androcles, para darles la oportunidad de quemar parte de la energía acumulada durante los días de encierro por culpa de la tormenta. Mientras bajábamos por la Rampa, se adelantaban corriendo, luego volvían, y así una y otra vez, convirtiéndolo en un juego. Me cansaba sólo con verlos.

El pánico a la llegada de César iba cediendo. Informes fiables lo situaban en el nordeste, en la costa del Adriático. Todo el Piceno se había rendido a él. Se decía que las ciudades por las que pasaba lo recibían con grandes muestras de júbilo, dedicándole plegarias como si fuera un dios. Había dejado tropas en las ciudades de importancia estratégica y ahora se dirigía hacia el sur, donde Pompeyo y las fuerzas gubernamentales habían ocupado la región de Apulia, aunque estaban divididas. Lucio Domicio Enobarbo, que en virtud del senadoconsulto tenía que haber reemplazado a César como gobernador de las Galias a principios de año, había ocupado Corfinio, a sólo ciento veinte kilómetros al este de Roma, con treinta cohortes, dieciocho mil hombres. Pompeyo, mientras tanto, se había dirigido más al sur. Aquello parecía un tira y afloja entre los dos generales del partido del gobierno: Domicio quería que Pompeyo lo apoyara en Corfinio y Pompeyo exigía que Domicio abandonara Corfinio y lo apoyara a él.

Si Domicio se salía con la suya, ¿tendría lugar en Corfinio la batalla decisiva entre las legiones de César y las fuerzas conjuntas del partido del gobierno? ¿O al final quedaría Corfinio sin protección? Si sucedía esto último, era fácil, mirando un mapa, imaginar a las tropas de César acosando sin descanso a Pompeyo, empujándolo hacia el sur, hacia la bota infernal que remata la península, hacia el puerto de Brindisi. Algunos rumores aseguraban que Pompeyo ya estaba reuniendo una flota en Brindisi, para huir por el Adriático hacia Dyrrhachium en lugar de enfrentarse a César.

Escuchar tales sutilezas tácticas en boca de ciudadanos que hacían cola para comprar aceitunas pasadas y trozos de pan duro era una experiencia extraña. Era normal oír especular a los hombres en el Foro sobre batallas y movimientos de tropas en provincias lejanas, pero nunca en suelo italiano y con el destino de Roma en juego.

Empezó a lloviznar. Ya había tenido bastante Foro por aquel día.

Volví por la Rampa, con Mopso y Androcles corriendo alrededor. A mitad de camino, bajo las ramas de un gran tejo que impedía el paso de la lluvia, miré hacia arriba. El corazón me dio un vuelco.

¿Había perdido la razón? ¿O era la misma experiencia asombrosa de antes? Un poco más arriba me había parecido ver una figura familiar, salvo que en esta ocasión el hombre de la túnica verde estaba poniéndose la capa en lugar de quitársela.

– ¡Chicos! -dije desde el centro de su órbita-. ¿Veis a ese hombre solo que está un poco más arriba? Mopso y Androcles asintieron-. Quiero que lo sigáis. ¡Pero no os acerquéis! No quiero que se entere. ¿Creéis que podéis hacerlo?

– Yo sí, amo -respondió Mopso, señalándose el pecho con el pulgar.

– Y yo también -dijo Androcles.

– Bien. Cuando llegue a su destino, uno de los dos buscará un escondite para vigilarlo mientras el otro vuelve a contármelo. ¡En marcha!

Y allá fueron. Cuando se acercaron al hombre de la capa oscura, uno se puso a la izquierda y el otro a la derecha, como lobos que estuvieran cazando por parejas. Los tres llegaron al final de la Rampa y desaparecieron. Resistí la tentación de apretar el paso. Empecé a silbar una cómica melodía egipcia que Bethesda solía cantar para sí cuando era mi esclava y no mi mujer, y yo no tenía esclavos propios que hicieran las faenas domésticas. Días felices, pensé. Por aquellos días conocí a Tirón.

Llegué al final de la Rampa. El tocón del tejo estaba resguardado de la lluvia y allí me senté a esperar. Si estaba en lo cierto, el hombre de la capa no iría muy lejos, y no pasaría mucho tiempo antes de que los chicos llegaran corriendo con noticias.

Esperé. Seguí esperando. Al final empecé a preguntarme si me habría equivocado y había enviado a los chicos a una misión estúpida. Dejó de lloviznar. Me levanté y me dirigí hacia la casa de Cicerón. Se me había ocurrido que si el hombre no era quien yo pensaba, tal vez yo mismo hubiera puesto a los muchachos en peligro. La crisis había crispado los nervios de todo el mundo. Incluso un ciudadano respetable podía reaccionar imprevisiblemente si descubría que lo estaban siguiendo dos esclavos desconocidos.

Continué caminando hacia la casa de Cicerón y me detuve en la calle desierta. No había nadie a la vista. Pensé que, después de todo, me había equivocado, pero entonces oí que me chistaban desde el otro lado de la calle, donde los cedros y los cipreses se separaban tanto que permitían ver el Capitolino.

– ¡Amo! ¡Aquí!

Miré entre las ramas de los arbustos, llenos de pequeñas moras rojas.

– No te veo.

– Claro que no. Dijiste que me escondiera.

– Era Mopso.

– Dijo que me escondiera yo.

– Este era Androcles.

– No, yo tenía que esconderme y tú tenías que ir a decírselo.

– No, el que tenía que volver eras tú, mientras yo me quedaba vigilando.

– Chicos -interrumpí-, ya podéis salir los dos. Primero apareció una cabeza y luego la otra. Ambas tenían ramitas y moras en el revuelto cabello.

– ¿Verdad que sí, amo? -dijo Mopso-. Yo tenía que quedarme a vigilar y Androcles tenía que volver a decírtelo. Suspiré.

– Metón dice que lo que caracteriza a un gran general es que nunca da una orden ambigua. Está claro que no soy César. Y vosotros dos sois tan eficaces como Domicio Enobarbo y Pompeyo Magno, discutiendo en lugar de hacer lo que hay que hacer.

– ¿Lo has oído? -dijo Mopso a Androcles, saliendo a la calle y pavoneándose-. ¡A ti te compara con Barbarroja y a mí con el Magno!

– Mentira. ¡Yo soy Pompeyo y tú Domicio!

– ¡Basta ya, chicos! Decidme adónde ha ido ese individuo y qué habéis visto.

– Lo hemos seguido hasta aquí, hasta la casa de Cicerón -dijo Androcles, impaciente por contar lo que sabía antes que su hermano mayor.

– ¿Y entró por la puerta?

– No exactamente…

– Le tiraron una escalera de cuerda desde el tejado. Subió y luego la recogieron -explicó Mopso.

Asentí con la cabeza.

– Gracias, muchachos. Los dos habéis hecho un buen trabajo. Al menos estáis haciéndolo mejor que Pompeyo y Domicio. Podéis iros a casa.

– ¿Y dejarte solo, amo? -dijo Mopso, alarmado-. Pero ¿no es un tipo muy peligroso? ¿Un bandido o un asesino?

– No lo creo. -Sonreí ante la idea de que el afable y sesudo Tirón pudiera ser un asesino.

Cuando se marcharon, llamé a la puerta. No hubo respuesta. Retrocedí y miré el tejado, pero no vi señales de vida. Volví a llamar a la puerta. Finalmente abrieron la mirilla y asomó un ojo castaño.

– No hay nadie en casa -gruñó una voz masculina.

– ¿Y tú qué? -dije.

– Yo no cuento. El amo se ha ido. La casa está cerrada. -Aun así, tengo asuntos pendientes con alguien que hay dentro.

El ojo desapareció para aparecer de nuevo al poco rato.

– ¿Quién…?

– Me llamo Gordiano. Cicerón me conoce. Lo vi la noche antes de que abandonara Roma.

– Ya sabemos quién eres. ¿A quién quieres ver?

– Al hombre que ha llegado antes que yo, el mismo al que le tirasteis la escalera.

– No existe nadie parecido.

– No era un fantasma.

– Quizá sí.

– ¡Basta de juegos! Dile a Tirón que tengo que verle.

– ¿Tirón? El secretario del amo está en Grecia, demasiado enfermo para viajar…

– Tonterías -lo interrumpí-. Sé que está aquí. Dile que Gordiano necesita verlo.

El ojo desapareció durante un largo rato. Me puse de puntillas para tratar de ver el interior de la casa por la mirilla, pero sólo distinguí sombras. De pronto algo se movió entre ellas. Retrocedí y el ojo reapareció.

– No, Tirón no está aquí. No hay nadie que se llame así. Golpeé la puerta. El ojo castaño se cerró del susto y se echó hacia atrás.

– ¡Tirón! -vociferé-. Déjame verte o me pondré a gritar tu nombre en la calle hasta que todos los que queden en Roma sepan que has vuelto. ¡Tirón! ¡Tirón!

Por la mirilla salió un susurro.

– ¡Está bien, está bien! Deja de gritar.

– Abre la puerta.

– No puedo.

– ¿Ah, no? ¡Tirón!

– ¡Calla! No puedo abrir la puerta.

– ¿Por qué?

– Porque está bloqueada.

– ¿Bloqueada?

– Sí, con tablas clavadas a la madera y sacos de arena detrás. ¡He tenido que arrastrarme por un túnel para llegar a la mirilla! Vuelve a ponerte en medio de la calle.

Retrocedí y levanté la vista. Poco después aparecieron dos hombres en el tejado. Eran los dos guardias que habían estado apostados en la puerta de Cicerón la noche que lo vi por última vez. Entre los dos bajaron una larga escalera de mano.

– No me digáis que la mujer de Cicerón y su hija embarazada suben y bajan por aquí cada vez que salen de casa. -Miré los frágiles peldaños de madera y un escalofrío me recorrió los huesos.

– Claro que no -repuso el más viejo, que también era el que había hablado conmigo por la mirilla-. La señora y Tulia ya hace días que se marcharon. Estarán una temporada en la ciudad con Ático, el amigo de Cicerón, y después irán a reunirse con el amo en su villa de Formies, en la costa. Ahora no queda nadie en la casa, salvo los esclavos que guardamos los objetos de valor.

– ¿Nadie más? -dije.

– Nadie salvo yo. -El que había hablado se hizo visible entre los dos hombres, puso los brazos en jarras y me miró. Vestía túnica verde y capa oscura. Entonces me di cuenta de que o me había equivocado desde el principio o me estaban engañando. El hombre era tan alto como Tirón y se le parecía ligeramente, pero debía de ser más joven. Con la tez tan oscura como un egipcio, su cabello tenía un tono rojizo sin una pizca de gris, era tan esbelto como un adolescente y gastaba una barba ligera, de las que Tirón detestaba desde que Catilina las había hecho populares.

– No sé a qué estás jugando -dije-, pero pienso descubrirlo. -Puse un pie en la escalera.

– No, no subas -dijo el extraño-. Ya bajo yo.

Retrocedí mientras descendía. Sus movimientos en la quebradiza escalera lo delataron; no era ni mucho menos tan joven como parecía de lejos. Cuando llegó al último travesaño y se volvió para mirarme, se había transformado en Tirón, un Tirón con la piel y el cabello teñidos con galena, de rostro más delgado y una barbita que no era de su estilo, pero Tirón al fin.

– Parece que te has recobrado milagrosamente -ironicé-. ¿Cómo has vuelto tan deprisa de Grecia? ¿A lomos de Pegaso?

Me hizo callar poniéndome un dedo en los labios. Detrás de nosotros, la escalera desapareció y los dos guardias también.

– Aquí no podemos hablar -dijo-. Pero conozco un lugar tranquilo, donde el dueño nunca escucha las conversaciones ajenas…