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Al volver de la casa de Mecia el ambiente del Foro estaba aún más caldeado que a la ida, el frenesí de la gente había aumentado y los rumores eran más exagerados.
Delante del templo de Vesta, un anciano me cogió del brazo.
– ¿Has oído? ¡César está en la Puerta Colina!
– Qué raro -dije-. Hace un momento un pescadero me dijo que estaba en la otra punta, en la Puerta Capena, al frente de un ejército de galos y con la cabeza de Pompeyo clavada en una estaca.
El hombre retrocedió horrorizado.
– ¡Entonces nos ha rodeado con sus bárbaros! ¡Que Júpiter nos ayude! -El viejo echó a correr antes de que yo pudiera reaccionar.
Había pensado mitigar su miedo contándole un rumor que contradecía el suyo, pero sólo había conseguido que se creyera los dos y que ahora fuera diciendo por ahí que la ciudad estaba rodeada.
Seguí cruzando el Foro solo. Mecia se había ofrecido a prestarme el mensajero para que me acompañara, pero me había negado. Una cosa era que me guiara hasta su casa y otra muy distinta aprovecharme de su generosidad. No tenía a su hermano ni a sus hijos para protegerla, sólo a sus esclavos. Quién sabe lo caótica que podía llegar a ser la ciudad en las próximas horas, sobre todo si los rumores de la llegada de César eran ciertos.
Desde el templo de Vesta vi que la Rampa estaba atestada de gente, pero sin atascos. Los peatones circulaban en ambas direcciones. Aun así, el corazón empezó a latirme más deprisa cuando enfilé el estrecho pasaje que iba de la casa de las Vestales al templo de Cástor y Pólux. No hallé rastros de la estampida anterior hasta que pasé la curva a la izquierda que da a la Rampa. Contuve el aliento al ver sangre en las losas, extendida por el paso de cientos cíe pies. Recordé que había oído un grito de mujer. Después de todo, al parecer alguien había muerto a pisotones. Apreté el paso y empecé el ascenso.
Hay tramos de la Rampa que son como un túnel debido al espeso follaje que cuelga de los tejos de arriba. En cierto momento en que miraba al frente, creí ver por segunda vez a Tirón en uno de estos tramos.
No le vi la cara, sólo el cogote. Al parecer, el ascenso lo había acalorado, porque estaba quitándose una capa oscura que dejó al descubierto una túnica verde. Fue su manera de moverse lo que hizo que se me disparase un resorte en la memoria, la sensación inquietante pero poderosa de revivir un momento que ya se ha experimentado. ¿Había subido antes por la Rampa detrás de Tirón, quizá hacía treinta años, y lo había visto desprenderse de la capa exactamente de la misma manera? ¿O tal vez me engañaba la memoria? Eres un viejo, me dije casi jadeando, con manchas ante los ojos, y estás mirando la espalda de alguien que está a la sombra de un árbol en un día nublado. No valía la pena meditar sobre la posibilidad de que estaba viendo a un viejo amigo que en teoría se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, al otro lado del mar. Sin embargo, viéndole la cara, al menos estaría seguro de mi error.
Aceleré el paso. El camino era cada vez más empinado y me costaba respirar. Ante mis ojos bailaban múltiples puntitos. Los peatones que me rodeaban me entorpecían la visión. Lo perdí de vista, incluso pensé que lo había perdido por completo. Entonces vi la túnica verde, mucho más lejos que antes.
– ¡Tirón! -exclamé.
¿Se detuvo un momento, agachó la cabeza y siguió aprisa? ¿O no fueron más que imaginaciones?
– ¡Tirón! -repetí con la respiración entrecortada.
Esta vez ni siquiera se detuvo. Si hizo algo, fue acelerar el paso. Llegó a la cima de la Rampa mucho antes que yo. Me pareció que doblaba a la derecha, hacia la casa de Cicerón.
Llegué a la cima de la Rampa y me dejé caer en el tocón de un tejo. Aquel árbol había estado allí durante años, desde mucho antes de que me fuera a vivir al Palatino; había visto su copa desde mi patio. A comienzos de invierno, un violento temporal lo había derribado. Las ramas habían sido cortadas para hacer leña, pero el tocón había quedado como un punto ideal para sentarse y descansar después de ascender del Foro. Pobre anciano, me dije, ahí está pensando en el tejo, útil para poco, pero útil todavía. Me habría reído si hubiera tenido fuerzas. Pompeyo esperaba que descubriera a un asesino y yo ni siquiera era capaz de seguir a un hombre por la Rampa.
Un ceñudo Cicátrix me abrió refunfuñando la puerta de casa. -Tienes visita -dijo con hosquedad, echándome el aliento de ajo en la cara.
Bethesda, Diana y el pequeño Aulo estaban en el patio esperándome. Eco estaba también allí.
– ¡Papá! -Me miró con tristeza y me dio un fuerte abrazo-. Ya me han contado lo de Davo. ¡Que Plutón confunda a Pompeyo!
– No lo digas tan alto. El hombre de Pompeyo está sólo a unos pasos de aquí.
– Sí, ya lo he visto al entrar. Diana y mamá también me lo han explicado. Pompeyo es un chulo.
– Baja la voz.
Pero lejos de hacerme caso, habló más fuerte, como para que lo oyera Cicátrix.
– ¡Es absurdo que un ciudadano tenga que susurrar en su propia casa cada vez que habla de ese que llaman el Magno!
No recordaba cuándo había visto a mi hijo, normalmente de carácter tranquilo, con un humor tan beligerante. La crisis estaba provocando reacciones en todos.
– ¿Has traído a Menenia y los gemelos? -pregunté.
– ¿Y hacerles cruzar el Foro con semejante caos? No, en casa están a salvo.
– ¿Cómo se están tomando todo esto?
– Tito y Titania ya son bastante mayores para saber que algo va muy mal… Es difícil ocultar nada a dos niños de once años. Pero no acaban de entender qué está pasando o a punto de pasar.
– Creo que eso no lo sabe nadie, ni siquiera César ni Pompeyo. ¿Y su madre?
– Serena como la superficie del lago Alba, aunque los Menenios están tan divididos como cualquier familia romana, unos a favor de Pompeyo, otros a favor de César y el resto tratando de abrir un agujero para esconderse hasta que todo haya terminado. Pero no te preocupes por nosotros, papá. Después de los disturbios clodios, dediqué mucho esfuerzo y dinero a la vieja casa familiar, para hacerla más segura. Ahora es prácticamente una fortaleza, con muchas barras en las puertas y púas en el tejado. Tú podrías haber puesto algo para impedir que saltaran por el tejado. -Volvió la vista hacia el tejado que rodeaba el patio-. Una lástima lo del infeliz pariente de Pompeyo. Pero lo realmente escandaloso es que éste utilice una tragedia así para obligarte a entrar a su servicio, además de secuestrar a Davo.
– Lo hecho, hecho está -dije.
Eco asintió con la cabeza.
– Un problema más que resolver, ¿no? Siempre me has dicho que nunca hay problemas grandes, sino muchos problemas pequeños relacionados entre sí, como nudos en una cuerda. Empieza por un extremo y ve deshaciéndolos uno por uno. Es un buen método cuando el mundo entero está a punto de hundirse. ¿Por dónde empezamos?
– Tú deberías empezar por volver a casa con Menenia y los gemelos. Tenemos que prepararnos para una noche peligrosa.
– ¿Y nuestro problema con…?
– Complacer a Pompeyo y traer a Davo a casa no es problema nuestro. Es problema mío. Soy responsable de lo que ha pasado. Encontraré la manera de solucionarlo.
– Papá, no seas tonto -intervino Diana-. Necesitas a Eco para…
– No. No quiero que se mezcle en esto. Hasta ahora, ni Pompeyo ni César tienen nada que reprochar a Eco. Dejemos que la cosa siga así.
Eco se dispuso a hablar, pero levanté la mano.
– No, Eco. Tienes tu propia familia y tus propios problemas. ¿Quién sabe lo que nos depararán los próximos días y meses? Es mejor que conserves la independencia todo lo que puedas durante todo el tiempo que puedas. A largo plazo, podría servir para salvarnos a todos.
No estaban convencidos, pero incluso en una familia tan poco convencional como la mía, tan indiferente a los «valores tradicionales romanos», como decía el informe de la sandalia de Numerio, hay un punto más allá del cual no se discute la voluntad del paterfamilias. Me resultaba muy difícil verme como un inflexible padre romano, al estilo del viejo Catón, pero si me presionaban podía representar un papel bastante persuasivo. Eco y Diana se callaron.
Pero había dos personas en el patio que no se inmutaron. El pequeño Aulo, que no me hacía ningún caso, tropezó y empezó a dar gritos. Bethesda cruzó los brazos y me miró.
– ¿Y qué pasará esta noche? -dijo-. Si la ciudad es tan peligrosa como dices, ¿qué haremos? Sin Davo, no hay guardaespaldas en casa, a menos que cuentes a ese monstruo que ha dejado Pompeyo en la puerta.
– Dudo que nadie pueda pasar por encima de Cicátrix, esposa.
– A menos que vengan por el tejado, esposo -dijo con sarcasmo.
– Supongo que Mopso y Androcles podrán vigilar -dije, no del todo seguro.
– Puedo mandarte a un hombre -se ofreció Eco-. Podrías apostarlo en el patio, o en el tejado.
– Te lo agradecería -dije, quitándome el manto con el alivio que un paterfamilias sentiría al quitarse unas sandalias incómodas.
– ¿Y si las cosas empeoran? -preguntó Bethesda.
– Podríamos refugiarnos en el Esquilino, en la casa de Eco, que es más fácil de defender. Pero puede que no lleguemos a ese extremo. Los rumores sobre César quizá sólo sean rumores. Por lo que sabemos, tal vez ha vuelto a cruzar el Rubicón.
– Pero con tantas casas abandonadas ¿no es posible que haya gente que se dedique al saqueo? -observó Diana, mientras hacía muecas a Aulo para distraerlo.
– Quizá no. Los ricos han dejado mayorales y gladiadores para que guarden sus propiedades. Unos cuantos aspirantes a saqueadores ahorcados en las calles serán suficientes para mantener el orden.
Bethesda se miró la nariz.
– Roma está tan mal ahora como Alejandría cuando yo era niña. ¡Peor! Disturbios, asesinatos e insurrecciones, uno tras otro, y no hay final a la vista.
– Supongo que no acabará hasta que mueran César o Pompeyo -dijo Eco. Había bajado la voz sin que nadie se lo dijera.
– Me temo que eso sólo sería el principio -dije-. Si Cicerón tiene razón, es inevitable que uno u otro se convierta en dictador, y no durante un par de años como Sila, sino durante toda la vida. Los romanos pueden haber olvidado cómo se gobierna una república, pero seguro que no recuerdan cómo se vive con un rey. El final de esta crisis puede significar el principio de otra mucho peor.
– Menuda época para que crezca Aulo -se lamentó Diana. Cicerón había dicho lo mismo refiriéndose a su nieto. Diana se había vuelto para que Aulo no la viera llorar, pero el niño no se dejó engañar. Por su cara pasó la confusión y abrió la boca para acompañar las silenciosas lágrimas de su madre con unos gemidos lastimeros. Bethesda corrió a abrazar a los dos a la vez, lanzándome una mirada incisiva por encima del hombro.
Eco y yo las miramos con impotencia, y también Androcles y Mopso, que acechaban en la puerta. ¿De qué servía el cacareado poder del paterfamilias si ni siquiera podía detener el llanto de una mujer?