172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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5

Fue una noche fría e irregular y no pegué ojo. Habría estado más caliente con Bethesda a mi lado. Durmió en la habitación de Diana. Sospecho que su abandono no era tanto para castigarme cuanto para consolar a su hija; si Diana tenía que dormir sin su cónyuge, yo también. Me levanté varias veces a beber agua y a recorrer la casa. En la habitación de Diana estuvieron hablando en voz baja, o llorando, casi toda la noche.

A la mañana siguiente, antes de vestirme y desayunar, incluso antes de recibir la primera mirada despectiva de Bethesda, que seguía encerrada con Diana, llamó a la puerta de la calle un esclavo que traía un mensaje. Mopso entró en mi cuarto sin llamar y me dio una tablilla de cera. Me froté los ojos y leí:

Si todavía estás en Roma y este mensaje te encuentra, te ruego acudas a verme enseguida. Mi mensajero te enseñará el camino. No nos conocernos. Soy Mecia, la madre de Numerio Pompeyo. Por favor, ven en cuanto puedas.

Mientras el mensajero esperaba en la calle, salí al patio, todavía ataviado con la túnica de dormir. Anduve arriba y abajo ante la estatua de Minerva, mirándola a hurtadillas. Algunos días sus ojos miraban hacia abajo, pero no aquella mañana. ¿Qué podía saber una diosa virgen de los sufrimientos de una madre?

Tenía el estómago vacío, pero no estaba hambriento. Tiritaba a pesar de la túnica de lana y me rodeé con los brazos. A determinada edad, la sangre de un hombre empieza a perder fuerza hasta que parece agua tibia.

Finalmente volví a mi dormitorio. Por respeto al muerto, y a la madre del muerto, tenía que ponerme la mejor toga. Llevarla también serviría para indicar a quien me viese que Gordiano se dedicaba a sus asuntos con tanta calma como cualquier otro día. Abrí el baúl y aspiré el olor de las astillas de ciprés esparcidas dentro para impedir que entraran las polillas; no hay nada tan triste como una toga apolillada. La prenda estaba como cuando había vuelto del batán, blanca cual un cordero, bien doblada y atada con cintas.

Llamé a Mopso y a Androcles para que me ayudaran a vestirme. Normalmente es Bethesda la que me ayuda a ponerme la toga; había adquirido tanta habilidad que el proceso no le costaba ningún esfuerzo. Mopso y Androcles me habían ayudado alguna que otra vez, pero aún tenían una idea vaga de lo que había que hacer. Siguiendo mis instrucciones, me pusieron el rectángulo de lana sobre los hombros, me embutieron el pecho y trataron de ordenar la caída de los pliegues. Era como si en la habitación estuviéramos cuatro personas: yo, dos esclavos y una toga rebelde que se empeñaba en fastidiarnos. En cuanto un pliegue estaba bien puesto, se descolocaba otro. Los chicos empezaron a aturullarse y a criticarse. Alcé los ojos al cielo, me armé de paciencia y procuré no gritar.

Por fin estuve listo. Cuando me disponía a salir me encontré con Bethesda, que salía a su vez del cuarto de Diana. Me midió con una fría mirada en vertical, como si yo no tuviera derecho a llevar una toga tan elegante cuando la vida de mi hija estaba destrozada. El suelto cabello le colgaba en mechones y no parecía haber dormido más que yo; aun así, estaba muy hermosa. El tiempo no había menguado el brillo de sus ojos negros. Quizá me leyera el pensamiento. Se detuvo para darme un suave beso y me susurró:

– Ten cuidado, marido.

En el vestíbulo estaba Cicátrix. El musculoso monstruo me esperaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados y rascándose la fea cicatriz que le cruzaba la cara. Me miró con impertinencia y se apartó para dejarme pasar.

Me aclaré la garganta.

– No dejes entrar a nadie mientras estoy fuera -le dije-. Y no aceptes órdenes más que de mi esposa y de mi hija. ¿Lo has entendido?

Asintió con lentitud.

– He entendido que tengo que vigilar esta casa en nombre de mi amo, el Magno. -Me sonrió de un modo inquietante.

Cuando salí a encontrarme con el mensajero, murmuré una plegaria a Minerva para que cuidara de mi familia.

– ¿Adónde vamos? -pregunté al esclavo.

– Allá. -El grandullón señaló el otro lado del Foro, hacia el monte Esquilmo.

Me pareció un poco tonto. Los poderosos suelen preferir a los esclavos analfabetos a la hora de llevar mensajes, y sólo se puede estar seguro de que no los leerán si el esclavo es demasiado torpe para aprender a leer.

La calle estaba tan atestada a primera hora de la mañana como lo había estado la noche anterior. Cruzamos al otro lado, sorteamos literas y carros y llegamos a la Rampa, por la que accederíamos al Foro. El camino estaba tan lleno que la gente andaba hombro con hombro y era imposible que pasara ningún vehículo. El descenso fue lento y tedioso. Estábamos hacinados contra la ladera del Palatino, con la vista del Foro bloqueada por la multitud. La gente empujaba, pisaba, gemía de dolor y barbotaba insultos. Hubo un momento en que se inició una pelea a puñetazos a nuestro lado.

Mientras descendíamos, el Foro quedó definitivamente oculto por el muro trasero de la Casa de las Vestales. Por fin llegamos al final de la pendiente, apretados como ovejas en el redil. Allí la Rampa se estrechaba al girar a la derecha bruscamente, para meterse en el hueco que había entre la Casa de las Vestales y el templo de Cástor y Pólux. El gentío se volvió peligroso. A mis espaldas oí un grito de mujer.

El pánico se extendió por la multitud como una ola de calor asfixiante y empezó la estampida.

Apreté el brazo del mensajero. Este miró hacia atrás, me sonrió como un lelo, me agarró del brazo y tiró de mí, llevándome casi a rastras. Un mar de caras bullía alrededor. Unas hacían muecas de dolor, otras gritaban; algunas tenían la mirada perdida, de miedo, mientras otras parecían mirar al vacío, con aturdimiento. Me golpearon y empujaron por todas partes, con codos y brazos que sacudían en serio. Me sentía tan indefenso como un guijarro en una riada.

Y de repente el estrecho camino salió al espacio abierto del Foro. El mensajero me hizo doblar una esquina. Tropezamos con los escalones del templo de Cástor y Pólux. Me senté, tratando de recuperar el aliento.

– ¡Podrían habernos matado a pisotones! -dijo el grandullón. Por lo visto, compartía con Davo la manía de comentar lo más evidente. La gente salía del estrecho pasaje con aspecto desconcertado, muchos llorando. Finalmente el torrente disminuyó y los rezagados ya no parecían saber nada del pánico que los había precedido.

Tan pronto recuperé el aliento nos pusimos en marcha. El Foro tenía un aire de irrealidad después de la pesadilla de la Rampa. Era como si recorriéramos una sucesión de escenarios teatrales construidos por un lunático furioso. La gente entraba y salía de los templos, portando velas votivas y gritando plegarias a los dioses. Había grupos familiares cuyos miembros se despedían cogiéndose las manos y llorando, arrodillándose juntos para besar el suelo del Foro, mientras los golfillos callejeros, subidos a las paredes, les arrojaban piedras y groserías. La turbamulta enfurecida que se agolpaba ante los bancos tiraba piedras contra puertas herméticamente cerradas. Muchas mujeres vagaban con desesperación entre los puestos del mercado, donde los acaparadores y los aprovechados no habían dejado absolutamente nada. Lo más extraño era que nadie prestaba atención a nadie. Todo el mundo parecía inmerso en la representación de su propia tragedia, una tragedia para la que el pánico de los demás no era más que un decorado.

No todos abandonaban Roma. Del campo llegaban hordas de personas en busca de refugio. César, según un rumor, se hallaba en las afueras, a menos de una hora de camino, encabezando un ejército de galos salvajes a los que había prometido la plena ciudadanía. Por cada romano muerto, un galo enrolado, hasta que toda la población masculina de la ciudad fuera reemplazada por bárbaros leales a César.

En medio de tan caótica agitación me llamó la atención un grupo de magistrados, vestidos con la toga senatorial de borde púrpura. Eran las únicas togas, descontando la mía, que había visto aquel día en el Foro. La comitiva atravesó el Foro a un paso inusualmente rápido, precedida por doce lictores en columna, con las fasces al hombro. Una docena de lictores es una comisión consular. Entre los senadores reconocí a dos cónsules nombrados recientemente, Léntulo y Marcelo. Se mostraban inexpresivos pero con la mirada atenta, como preparados para escabullirse al menor ruido sospechoso.

– ¿A qué vendrá esto? -me pregunté en voz alta.

– Salen del templo de los Lares -dijo el mensajero de Mecia-. Los vi entrar cuando iba hacia tu casa. Celebraban una ceremonia especial. ¿Cómo se llama…? Un «rito de protección», para pedir a los dioses domésticos que cuiden de la ciudad mientras los cónsules están fuera.

– Sólo uno de los dos cónsules puede salir de Roma -le expliqué, recordando que era tonto-. Uno puede salir a encabezar un ejército, pero el otro se queda para gobernar la ciudad.

– Quizá sea así, pero esta vez se van los dos.

Eché un último vistazo a Léntulo y a Marcelo y supe que el muchacho tenía razón. Eran cónsules desde hacía menos de un mes, pero bien podía ser su último paseo oficial por el Foro. De ahí las mandíbulas apretadas, de ahí la mirada atenta y el paso acelerado del cortejo. Los cónsules se marchaban de Roma. El Estado abandonaba al pueblo. Al cabo de unas horas, las que tardaran Léntulo y Marcelo en volver a sus casas y unirse a la desenfrenada multitud que abandonaba Roma, no quedaría ningún gobierno en la ciudad.

La casa de Mecia estaba en el barrio de las Carinas, en la parte más baja del Esquilino, y ocupaba una gran parcela que había Pertenecido a la familia de Pompeyo durante generaciones. La finca privada de Pompeyo no estaba muy lejos. La casa de Mecia no era tan grande, daba a una calle tranquila y estaba recién pintada de azul y amarillo. La corona negra que colgaba en la puerta amarilla era una nota discordante.

El esclavo llamó con el pie. Alguien de dentro nos observó por la mirilla y abrió la puerta. Mientras cruzaba el umbral, me preparé para afrontar lo que me esperaba.

Poco más allá del vestíbulo, en el atrio, el cadáver de Numerio Pompeyo yacía en las andas, al sol. Tenía los pies orientados hacia la puerta. El olor de las ramas de encina que lo rodeaban se mezclaba con el denso aroma de incienso que salía de un cazo puesto en un brasero cercano. La luz matutina envolvía su toga blanca y su carne cerúlea en un halo de pálido marfil.

Me obligué a acercarme y mirarle la cara. Alguien había hecho un buen trabajo y había conseguido quitarle la mueca. A veces los embalsamadores rompen una mandíbula o rellenan las mejillas para conseguir el efecto apropiado. Numerio parecía estar sonriendo, como si durmiera en paz. Le habían puesto la toga para que tapara las feas marcas que tenía en el cuello. A pesar de todo, éstas aparecieron en mi memoria y apreté los dientes.

– ¿Tanto cuesta mirarlo?

Levanté los ojos y vi a una matrona romana vestida de negro. Estaba despeinada y sin maquillaje, pero el resplandor marfileño del cielo la favorecía. Por un momento pensé que era la hermana de Numerio, pero me fijé mejor y me dije que tenía que ser su madre.

– Creo que parece estar en paz -dije.

Asintió con la cabeza.

– Pero la expresión de tu cara… Diría que has recordado el aspecto que tenía cuando lo encontraste. Yo no lo vi hasta… hasta que Pompeyo se aseguró de que estaba presentable. Fue muy amable por pensar en los sentimientos de una madre cuando tiene tantas cosas en la cabeza. ¿Tan horrible estaba cuando lo encontró?

Traté de idear una respuesta.

– Tu hijo… Cuanto más viejo me hago y más muertos veo, más me cuesta mirarlos.

Asintió con la cabeza.

– Y veremos muchos más en los próximos días. Pero no me has contestado. Creo que sabes lo que estoy preguntando. ¿Parecía… parecía como si hubiera sufrido mucho? ¿Como si susúltimos pensamientos reflejaran el horror de lo que le estaba pasando?

Sentí cierta picazón en la nuca. ¿Cómo podía contestar a semejante pregunta? Volví a mirar a Numerio para eludir los ojos de la madre. ¿Por qué no podía contentarse con recordarlo tal como lo veía ahora, con los ojos cerrados y una expresión serena?

– He visto las marcas del cuello -susurró-. Y sus manos… casi no pudieron abrirlas. Le imagino con eso alrededor del cuello, tratando de quitárselo. Imagino cómo tuvo que sentirse… qué pensamientos pasaron por su cabeza. Procuro no pensar en ello, pero no puedo evitarlo. -Me miró fijamente. Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, pero no había lágrimas en ellos ahora. Su voz era tranquila. Estaba muy erguida, con las manos cogidas en la cintura-. No temas, no voy a desplomarme sollozando -dijo-. No creo en los tirones de pelo, y menos ante un extraño. Ya no tengo lágrimas. Al menos ninguna que quiera que vea un extraño. -Sonrió con amargura-. Los hombres de esta casa han huido, todos menos los esclavos. Me han dejado sola para enterrar a Numerio.

– ¿Y tu marido?

– Murió hace dos años. Los hombres de esta casa son los dos hermanos menores de Numerio y su tío Mecio; mi hermano vino para hacerse cargo de la casa cuando enviudé. Ahora se han ido todos con Pompeyo y me han dejado sola con esto. Saben que puedo soportarlo. Vieron lo fuerte que era cuando murió mi marido y lo fuerte que he sido desde entonces. Nunca he flaqueado ni retrocedido. Soy famosa por eso. Soy una matrona modelo. Así que ya ves, cuando te pido que me cuentes cómo estaba mi hijo al final (y te lo pregunto a ti porque sucedió en tu casa, porque estabas allí y porque nadie más podría decírmelo), no debes evitar la respuesta por miedo de que rompa a llorar y tengas que aguantar a una mujer presa de la histeria. Debes contestar como si hablaras con un hombre.

Había ido acercándose poco a poco y ahora estaba muy cerca, con la cara alzada hacia la mía. La belleza de su hijo procedía de ella. El cabello despeinado le caía en mechones oscuros y brillantes. La túnica negra subrayaba la carne cremosa del cuello y el rojo suave de las mejillas. Sus ojos verdes me miraban con una intensidad desconcertante. Era imposible pensar en ella como si fuera un hombre.

– Estoy seguro de que el Magno te dijo todo lo que necesitabas saber. Era su obligación, como primo del muchacho y pariente tuyo…

– Pompeyo me contó lo que creyó que yo necesitaba saber. Me dijo que Numerio fue… estrangulado, que lo sorprendieron por detrás, con la guardia baja, sin posibilidad de réplica. Pompeyo dijo que eso significa que fue rápido. Rápido… y no muy doloroso.

No necesariamente, pensé. ¿De verdad quería Mecia que le confirmara sus peores temores? ¿Que le dijera que un hombre estrangulado con garrote, sin posibilidad de huir, podía haber luchado contra lo inevitable durante unos momentos (una eternidad para él, sin duda), antes de sucumbir? ¿De veras quería saber lo que Numerio podía haber pensado y sentido en aquellos últimos momentos de su vida?

– Pompeyo te dijo la verdad.

– Pero no los detalles exactos. Cuando le insistí… Ya sabes cómo es. Cuando el Magno no tiene nada más que decir, no dice nada más. Pero tú estabas allí. Encontraste a mi hijo. Viste…

– Vi a un joven tendido en el patio -la interrumpí-, ante una estatua de Minerva.

– Y el instrumento utilizado para matarlo…

Negué con la cabeza.

– No sigas con esto.

– Dímelo, por favor.

Suspiré.

– Un garrote. Un sencillo instrumento que sólo sirve para matar.

– Pompeyo dice que te lo dejó por si lo necesitabas. Soy incapaz de imaginar el aspecto que tiene un utensilio así.

– Es un palo largo como mi antebrazo, pero más delgado, con un agujero en cada extremo; una cuerda algo más larga se pasa por los agujeros y se sujeta haciéndole un nudo en cada punta.

– ¿Cómo funciona?

– Por favor…

– ¡Dímelo!

– Pasas la cuerda por la cabeza de la víctima y giras el palo, como para hacer un torniquete.

– Pompeyo dijo que aún la tenía alrededor del cuello.

– Hay varias formas de enganchar la cuerda en el palo

para que quede apretada sin que la víctima pueda quitársela. Se tocó el cuello.

– Vi las marcas. Ahora lo entiendo. -Sus ojos relampaguearon-. Cuando lo encontraste con ese instrumento en el cuello, ¿qué aspecto tenía?

Bajé la vista.

– El mismo que ahora.

– No eres capaz de mirarme a la cara cuando lo dices. ¿Puedes mirarlo a él?

Traté de mirar a Numerio, pero no pude.

– Debía de tener un aspecto horrible para causar tal efecto en un hombre de tu experiencia.

– Costaba mucho mirarlo, sí.

Cerró los ojos. Las lágrimas brillaron en sus pestañas. Parpadeó hasta que se desvanecieron.

– Gracias. Tenía que saber cómo murió. Ahora puedo preguntarme por qué y quién fue. Pompeyo dice que te ganas la vida investigando esas cosas.

– Antes sí.

– Pompeyo dice que vas a ayudarnos ahora.

– No me dio elección. -Arqueó las cejas. Al fin y al cabo, la mujer había pedido respuestas francas-. ¿No te explicó el Magno que me obligó a aceptar el trabajo?

– No. Nunca le pregunto por sus métodos. Pero ¿nos ayudarás?

Pensé en Davo y en Diana, y en Cicátrix esperando en mi casa.

– Haré lo que deba para satisfacer a Pompeyo.

Asintió con la cabeza.

– Hay algo… algo que no pude contarle.

– ¿Un secreto? Cualquier cosa que me cuentes puede llegar a oídos de Pompeyo. No puedo prometerte nada más. Se encogió de hombros.

– Si se descubriera algo, Numerio ya ha sufrido las consecuencias. Ni siquiera estoy segura de que tenga alguna relación. La sospecha de una madre no es más que…

– ¿Qué quieres decir?

– Entre Numerio y Pompeyo no todo era lo que parecía.

– Numerio era el favorito de Pompeyo, ¿no?

– Sí, lo adoraba. Y Numero, siempre le había sido leal. Pero en los últimos meses… -Ella había iniciado el tema, pero no parecía deseosa de continuar-. En los últimos meses… mientras la situación con César era cada vez más tensa y los debates del Senado cada vez más violentos, cuando fue evidente que la guerra llegaría pronto, empecé a pensar que a lo mejor Numerio no era tan leal a Pompeyo como pensábamos.

– ¿Qué te hizo dudar de él?

– Estaba metido en algún asunto. Algo que llevaba en secreto. Había dinero…

– Dinero y secretos. ¿Estás diciendo que era un espía?

– Un espía o algo peor. -Ahora era Mecia la que no podía mirarme a los ojos ni mirar directamente a su hijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Descubrí un cofre en su habitación. Estaba lleno de monedas de oro y pesaba tanto que no podía levantarlo. No somos una familia rica ni lo hemos sido nunca, a pesar de nuestro parentesco con Pompeyo. No podía imaginar de dónde había sacado Numerio tanto dinero.

– ¿Cuándo fue?

– Hace un mes, más o menos., Recuerdo que fue el día que uno de los tribunos, Marco Antonio, el mastín de César, pronunció aquel horrible discurso contra Pompeyo en el Senado, burlándose de todos sus méritos, pidiendo amnistía para todos los delincuentes politicos expulsados de la ciudad por las reformas de Pompeyo. «¡Todos los romanos virtuosos desterrados han de volver y recuperar sus propiedades, aunque haga falta una guerra para conseguirlo!» Ya ves que una mujer también puede estar al tanto de la política.

– Y bastante más que muchos hombres, estoy seguro. Pero ¿y el oro?

– Aquella noche pregunté a Numerio de dónde lo había sacado. No se lo esperaba. Se ruborizó. No quería decírmelo. Le presioné, pero se negó. Me habló con rudeza. Entonces fue cuando supe que algo iba mal. Nunca discutíamos. Siempre nos llevamos bien, desde que nació. Y tras la muerte de mi marido, Numerio era el que más me recordaba a su padre, mucho más que sus hermanos menores. Me inquietó que tuviera secretos que no podía contarme. Me dejó muy preocupada. La ciudad en aquel estado y Numerio amontonando dinero y negándose a dar explicaciones, comportándose con actitud culpable cuando le preguntaba…

– ¿Culpable?

– Me dijo que no debía hablar a Pompeyo del dinero. Así que está claro que no procedía de él. ¿De quién, entonces? ¿Y por qué tenía que guardar el secreto ante Pompeyo? Le dije que no me gustaba. Le dije: «Estás metido en algo peligroso, ¿verdad?»

– ¿Y qué contestó?

– Que no me preocupara. Dijo que sabía lo que estaba haciendo. ¡Ciega confianza! Todos los hombres de la familia de su padre son iguales. Aún no he conocido a un Pompeyo que no se crea indestructible.

– ¿Tienes alguna idea de lo que estaba haciendo?

– Nada concreto. Sabía que era una especie de correo confidencial de Pompeyo. Pompeyo confiaba en él. ¿Por qué no? El Magno siempre estaba entrando y saliendo de esta casa mientras Numerio crecía; Pompeyo lo vio hacerse hombre. Numerio siempre fue su favorito entre los de la última generación. Pero hoy en día todo está al revés. Los jóvenes no entienden qué significa ser romano. Los hombres sólo miran por ellos mismos, no anteponen a la familia. Llega demasiado dinero de provincias, corrompiéndolo todo. Los jóvenes están confusos…

Se refugiaba en las abstracciones; era más fácil hablar de los problemas de Roma que de sus sospechas. Asentí.

– Cuando dices que Numerio era correo confidencial de Pompeyo, ¿te refieres a que llevaba información secreta?

– Sí. -Se mordió el labio y sus ojos brillaron-. La información secreta vale dinero, ¿verdad? Hay hombres que pagarían oro por tenerla.

– Quizá -convine-. Dices que encontraste una caja llena de oro. ¿Encontraste alguna otra caja con sorpresas dentro?

– ¿Qué quieres decir?

– Si Numerio tenía información valiosa, como documentos, en alguna parte tendría que guardarla.

Negó con la cabeza.

– No. Sólo vi el cofre del oro.

– ¿Has vuelto a mirar? Quiero decir, desde que… -Me volví hacia el cadáver.

– He estado en vela toda la noche registrando la casa, fingiendo que ayudaba a mi hermano y mis hijos a empaquetar sus cosas. Si había más sorpresas, prefería encontrarlas yo a que las encontrasen mi hermano o Pompeyo… o el que mató a mi hijo. No encontré nada. -Exhaló con cansancio-. Ya te lo habías imaginado, ¿verdad? Habías llegado a la conclusión de que Numerio era un espía. Ni siquiera te ha sorprendido.

– Como tú has dicho, vivimos en un mundo al revés. Los hombres se han vuelto capaces de… cualquier cosa. Incluso los hombres buenos.

– Mi hijo era un espía. Bueno, por fin lo he dicho en voz alta. No ha sido tan difícil como pensaba. Pero decir lo otro… Llamarlo…

– ¿Traidor? Quizá no lo era. Quizá espiaba para Pompeyo y no contra él.

– Entonces ¿por qué insistía en ocultarle el oro? No; estaba haciendo algo a espaldas de Pompeyo. Estoy segura.

– ¿Y crees que por eso lo mataron?

– Desde luego. No tenía enemigos personales.

– A menos que tuviera otros secretos que tú no conocieras.

Me miró con tal ferocidad que un escalofrío me recorrió la espalda. De repente, el atrio me pareció helado. La luz del cielo era cada vez más débil, hasta que se convirtió en una radiación suave e incierta que ni siquiera proyectaba sombras. Numerio, sin sangre y vestido de blanco, resplandecía encima de las andas como una estatua de marfil.