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– ¿Pompeyo? ¡Imposible!
– Será imposible, suegro, pero está esperando en el vestíbulo con guardaespaldas armados.
– ¡Entonces está incumpliendo la ley! Pompeyo tiene un ejército regular permanente. No importa que sus legiones estén en Hispania… Los procónsules que mandan ejércitos no pueden cruzar las murallas de las ciudades.
– «¿No cesaréis de citarnos leyes viendo que ceñimos espada?» -dijo Diana, repitiendo una frase que Pompeyo había hecho famosa en Sicilia, cuando unos lugareños se quejaron de que estaba saltándose el tratado con Roma.
Respiré hondo.
– ¿Cuántos hombres lo acompañan?
– En el vestíbulo sólo hay dos -dijo Davo-. Los demás están en la calle.
Miré los papiros que había encima de la mesa.
– ¡Numerio! ¡Por Plutón! ¿Dónde han ido a parar sus sandalias? Si Pompeyo lo encuentra descalzo…
– Cálmate, suegro. Las sandalias están en su sitio. ¿Qué crees que he estado haciendo en el patio? He vestido a Numerio, le he puesto el anillo y la bolsa del dinero. El cuerpo está tal como lo encontrarnos.
– ¿Y la daga?
– He puesto la llavecita dentro y la he metido en la vaina.
– ¿Y el garrote?
Davo asintió con seriedad.
– Sigue allí.
Bajé la vista, a la mesa.
– Entonces todo está en su sitio… menos estos papiros. Quería haberlos devuelto a su lugar antes de que vinieran por el cuerpo. Si Pompeyo descubre que no están…
Davo puso ceño y dijo:
– Quizá si impedimos que Pompeyo vea a Numerio…
– ¿Cómo? ¿Escondiendo el cadáver? No creo que sea buena idea. Pompeyo debe de saber que Numerio estuvo aquí, por eso ha venido en persona. Si tratamos de esconder el cadáver y Pompeyo lo descubre, ¿qué crees que pensará?
Diana me tocó el brazo.
– Si lo que te preocupa es que Pompeyo te sorprenda con los documentos, papá, quemémoslos. El brasero está encendido. Sólo será un momento.
Miré los papiros.
– Podemos quemarlos, sí. O ponerlos otra vez en la sandalia de Numerio, si hay tiempo. En cualquier caso, nunca sabremos qué más dicen. Quizá cuenten más cosas sobre tus hermanos, o sobre algún otro que nos preocupa…
– Entonces, ¿los escondemos para descifrarlos más tarde?
– ¿Y si Pompeyo decide registrar la casa y los encuentra? Gordiano, «el pragmático convicto y confeso» y de lealtad dudosa, sorprendido en posesión de documentos secretos, con uno de los hombres de confianza del Magno muerto en su patio…
Diana cruzó los brazos.
– Pompeyo no tiene derecho a irrumpir en esta casa. No tiene derecho a registrar la casa de un ciudadano. -El fulgor de sus ojos me recordó a su madre.
– ¿Estás segura, hija? La última vez que el Senado aprobó un consultum ultimum fue hace diez años, cuando Cicerón era cónsul y acusó a Catilina de planear una insurrección. Eras demasiado pequeña para acordarte…
– Sé lo que es un senatusconsultum ultimum, papá. Leo las noticias en el Foro. Es un decreto extraordinario por el que los cónsules y procónsules reciben autorización para salvaguardar el Estado con cualquier medio a su alcance.
– Cualquier medio a su alcance, ¿y crees que no está al alcance de Pompeyo ponernos la casa patas arriba? A efectos prácticos, Roma está bajo la ley marcial. Que Pompeyo se atreva a entrar en la ciudad con hombres armados significa que las leyes ordinarias ya no existen. Puede pasar cualquier cosa. ¡Cualquier cosa!
La serenidad de Diana flaqueó. Cruzó los brazos con más fuerza.
– Sabiendo todo eso, papá, ¿qué quieres hacer con los documentos?
Los miré fijamente, paralizado por las dudas. Había conseguido asustarme más a mí que a Diana.
Oí voces en la parte delantera de la casa y levanté la vista. Pompeyo apareció por la puerta del patio, seguido de dos guardaespaldas. Los tres tenían expresión ceñuda y resuelta. Había esperado demasiado. La situación se me había escapado de las manos.
Miré por la ventana mientras doblaban a la derecha y luego a la izquierda, avanzando entre los pórticos que rodeaban el patio, camino de mi estudio. Pompeyo miró a su izquierda. Se detuvo tan bruscamente que uno de sus hombres tropezó con él. Por su expresión, supe lo que había visto. Seguí su mirada, pero la estatua de Minerva se interpuso. Lo único que podía ver del cuerpo de Numerio era un pie, con la sandalia de la que habíamos sacado los documentos.
Miré a Pompeyo. Su cara estaba ya desencajada por la angustia. Lanzó un alarido y corrió hacia el cadáver. Los dos guardias, alarmados, sacaron la espada.
Sin que yo dijera una palabra, Diana cogió los documentos de la mesa y el papiro de su traducción, fue hacia el brasero y lo tiró todo al fuego. Ni Davo ni yo lo habríamos hecho; cualquiera de los guardias de Pompeyo podía habernos visto y haberlo recordado después. Pero ¿quién iba a fijarse en la hija de la casa atizando el brasero?
Respiré hondo. Adiós a los documentos; cualquier otro secreto que contuvieran se había perdido.
Oí a Pompeyo soltar otro quejido de angustia detrás de la estatua de Minerva. Sus guardias recorrieron el patio rápidamente, hundiendo las espadas en los arbustos y observando el tejado, igual que había hecho Davo. Uno intentó alejar a Pompeyo del cadáver y llevarlo al vestíbulo, pero lo apartó de un empujón. Al poco rato entraron más guardias, atraídos por el grito de su señor.
– ¡Diana! ¡Davo! ¡Contra la pared! -dije-. Davo, tira tu puñal al suelo. ¡Rápido! Si te lo ven, son capaces de echársete encima.
El puñal de Davo estaba en el suelo y sus manos contra la pared aun antes de que yo terminara de hablar. Un momento después irrumpían tres hombres de Pompeyo con los ojos desorbitados y las espadas empuñadas.
Pompeyo gritó mi nombre en el patio.
– ¡Gordiano!
Carraspeé y cuadré los hombros. Me encaminé al brasero y fingí calentarme las manos mientras me aseguraba de que sólo quedaban cenizas. Luego me dirigí hacia la puerta.
Miré a los ojos al guardia más cercano. Vestía el atuendo de batalla, incluido el casco, que le ocultaba gran parte de la cara.
– Déjame pasar -dije-. Es mi nombre el que pronuncia el Magno.
Me devolvió la mirada durante un largo momento y luego gruñó. Los tres guardias se apartaron lo justo para que pasara por la puerta. Uno me echó el aliento en la cara, asegurándose de que captaba el olor a ajo. Los gladiadores y guardaespaldas comen cabezas de ajos enteras, crudas y sin pelar, y juran que les dan fuerza. Otro procuró que mi brazo rozase el filo de su espada. Semejante comportamiento me convenció de que eran esclavos particulares de Pompeyo y no soldados; a algunos esclavos les gusta propasarse cuando las circunstancias ponen en desventaja a un ciudadano libre. No me gustaba la idea de dejar a Diana y Davo solos en la estancia con tres animales así.
Volví a respirar hondo y me dirigí al centro del patio. Pompeyo oyó el crujido de la grava y alzó la mirada. Su cara gordezuela y redonda estaba hecha para reír o para adoptar expresiones burlonas; el sufrimiento, en cambio, parecía deformarle las facciones. Era difícil reconocerlo.
Aflojó el abrazo con que ceñía el cadáver, miró la cara de su Primo y luego me miró a mí.
– ¿Qué ha pasado, Gordiano? ¿Quién ha sido?
– Pensé que tendrías la respuesta a esa pregunta, Magno.
– ¡No me contestes con adivinanzas, Sabueso! -Soltó el cadáver y se puso en pie.
– Puedes verlo por ti mismo, Magno. Lo han estrangulado en mi patio. Ya le has visto el garrote en el cuello. Me disponía a ir a tu villa para darte la noticia en persona…
– ¿Quién ha sido?
– Ningún habitante de la casa ha visto ni oído nada. Dejé un momento a solas a Numerio mientras iba a mi estudio. Y entonces…
Pompeyo respiró hondo y cabeceó.
– Entonces es el primero. ¡El primero en morir! ¿Cuántos faltan? ¡Maldito César! -Me miró-. ¿No tienes explicación para lo que ha pasado, Sabueso? ¿Ninguna explicación? ¿Cómo es posible que haya sucedido aquí, en tu propia casa, sin que nadie se haya enterado? ¿Tendré que creer que César puede hacer bajar a las arpías del cielo para que maten a sus enemigos?
Lo miré a los ojos y tragué saliva.
– Magno, has entrado en mi casa con hombres armados.
– ¿Qué?
– Magno, he de pedirte que llames a tus guardaespaldas. No hay asesinos escondidos en mi casa…
– ¿Cómo puedes saberlo si ni siquiera has visto quién lo mató?
– Al menos di a tus hombres que salgan de mi estudio. No hay razón para que estén vigilando a mi hija y mi yerno. Por favor, Magno. Es cierto que aquí se ha cometido un homicidio, pero aun así te pido que respetes la inviolabilidad de la casa de un ciudadano.
Pompeyo me dirigió tal mirada durante un momento tan largo y horroroso que esperé lo peor. Había por lo menos diez guardaespaldas en el patio. Y seguramente más dentro de la casa. ¿Cuánto tiempo tardarían en ponerla patas arriba y en matar a todos sus habitantes? Claro que no lo destruirían todo ni nos matarían a todos; solo a Davo y a mí. Confiscarían las cosas de valor y los esclavos. Y en cuanto a Bethesda y Diana… No pude soportar el final de mis pensamientos.
Miré a Pompeyo a los ojos. De joven había sido muy apuesto. Otro Alejandro, decía la gente, igual de brillante e igual de guapo, un caudillo militar favorecido por los dioses. Había perdido la belleza con los años, conforme sus delicados rasgos se perdían a su vez entre la creciente carnosidad de la cara. Algunos decían que también había perdido la brillantez; su falta de previsión y su carácter indeciso habían sido responsables de la última crisis, y mientras César desafiaba al Senado y avanzaba hacia Roma, Pompeyo respondía con vacilaciones. Pompeyo era un hombre que necesitaba mostrar seguridad, y en aquel momento estaba en mi casa, furioso de dolor, con una escolta de asesinos entrenados.
Lo miré con firmeza, sin arrugarme. El momento pasó. Pompeyo respiró hondo. Yo también.
– Tienes coraje, Sabueso.
– Tengo derechos, Magno. Soy un ciudadano. Y ésta es mi casa.
– Y éste es mi primo. -Bajó la vista, tensó la mandíbula y miró al guardia que había en la puerta del estudio-. ¡Tú! Di a tus compañeros que salgan. Venid todos al patio.
– Pero Magno, aquí hay un hombre con un puñal a los pies.
– Y una chica preciosa en los brazos -añadió una voz burlona.
– ¡Idiotas! A Numerio no lo han matado con un puñal. Eso está claro. Venid aquí y dejad en paz a la familia del Sabueso. -Pompeyo suspiró y me dije que lo peor ya había pasado.
– Gracias, Magno.
Hizo una mueca, como si le disgustara su propia moderación.
– Podrías demostrar tu gratitud ofreciéndome algo para beber.
– Por supuesto. Diana, busca a Mopso y dile que traiga vino. -Diana miró a Davo, luego a mí, y entró en la casa-. Tú también, Davo -dije-. Entra en casa.
– Pero suegro, ¿no quieres que me quede para explicar…?
– No -lo interrumpí, tajante-. Quiero que vayas con Diana. Cuida de Bethesda y Aulo.
– ¡Si sabe algo, que se quede! -exclamó Pompeyo. Miró a Davo de arriba abajo-. Yo a ti te conozco. Claro, hombre. Ahora me acuerdo. Tú eres el que presté a Gordiano hace un par de anos para que guardara su casa mientras él hacía un trabajo para mí en la vía Apia. Pero, por lo que recuerdo, lo que más guardaste fue a su hija. Yo te habría arrancado primero la piel y luego la cabeza. Pero Gordiano te quería, así que dejé que te quedaras y aquí estás. ¿Qué sabes de esto?
Vi que Davo palidecía. Pompeyo le había hablado como se habla a los esclavos y Davo contestó servilmente, respondiendo a una antigua costumbre. Bajó los ojos.
– Sucedió tal como dice mi suegro, Magno. No hubo gritos ni voces. Nadie oyó pasos ni nada parecido. El asesino entró y salió en silencio. Lo primero que oí fue el grito de mi suegro, y vine corriendo.
Pompeyo me miró.
– ¿Cómo lo encontraste?
– Lo dejé solo en el patio mientras iba al estudio un momento…
– ¿Sólo un momento?
Me encogí de hombros y miré al difunto.
– ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué vino a verte? Arqueé una ceja.
– Creía que quizá tú podrías contestar a esa pregunta, Magno. ¿Acaso no lo enviaste?
– Lo envié a la ciudad a llevar unos mensajes, pero no a esta casa.
– Entonces ¿por qué has venido, si no ha sido para buscarlo? Pompeyo hizo una mueca.
– ¿Dónde está ese vino?
Los esclavos aparecieron, Androcles con copas y Mopso con una jarra de cobre. Sirvieron el vino sin dejar de echar miradas furtivas al cadáver. Acompañé a Pompeyo en la primera copa, pero la segunda se la tomó solo, tragándose el contenido sin saborearlo, como si fuera una medicina. Se secó los labios, le dio la copa a Androcles y con un gesto despidió a los esclavos, que se apresuraron a entrar en la casa.
– Por si te interesa -dijo al fin-, vengo de la casa de tu vecino Cicerón. Envié a Numerio por la mañana con un mensaje para él. Según Cicerón, Numerio tenía que verte a ti a continuación. No esperaba encontrarlo aquí, pero creía que tú sabrías adónde había ido después. ¿Qué asunto tenía que tratar contigo, Sabueso?
Negué con la cabeza.
– Fuera lo que fuese, no le dejaron decírmelo.
– Por Plutón, ¿y cómo pudieron entrar y salir de este patio? ¿Crees que alguien pudo saltar por el tejado y luego salir de la misma manera? No me parece posible. El tejado está demasiado alto para que llegue un hombre, y las columnas están demasiado metidas para subir escalándolas. ¡Ni un gorila africano podría haberlo hecho!
– Pero dos hombres juntos sí -dijo Davo-. Uno izaría a otro y luego el de arriba tiraría del de abajo.
– Davo tiene razón -dije-. También podría haberlo hecho un hombre solo con una cuerda lo bastante larga. El ceño de Pompeyo se acentuó.
– Pero ¿quién? ¿Y cómo sabían que estaría aquí?
– Estoy seguro, Magno, de que si preguntas…
– No tengo tiempo. Me voy de Roma esta noche.
– ¿Te vas?
– Partiré hacia el sur antes del alba. Es lo que haría cualquiera con un poco de sentido común o con una pizca de lealtad al Senado. ¿Es posible que no sepas las últimas noticias? ¿Es que nunca sales de tu estudio?
– Estos días, lo menos posible.
Me dirigió una mirada mezcla de cólera y envidia.
– Sabrás que hace seis días César cruzó el río Rubicón con sus tropas y tomó Arímino. Desde entonces ha conquistado Pisauro y Ancona y ha enviado a Marco Antonio a tomar Aretio. ¡Se mueve como un remolino! Ahora dicen que Antonio y César marchan juntos hacia Roma y nos están cercando. La ciudad está indefensa. La legión leal más cercana está en Capua. Si los rumores son ciertos, César estará aquí en unos días, quizá en unas horas.
– Dices que son rumores. Quizá sólo sean eso.
Pompeyo me miró con recelo.
– ¿Qué sabes tú, encerrado aquí en tu patio? Tienes un hijo con César, ¿no? El muchacho que era esclavo de Craso y que afirma que combatió con Catilina. Me han dicho que duerme en la misma tienda que César y que le ayuda a escribir esas memorias pomposas y parciales. ¿Está en contacto contigo, Gordiano?
– Mi hijo Metón es un hombre libre, Magno.
– ¡Es un hombre de César! ¿Y qué clase de hombre eres tú, Sabueso?
– Ha costado muchos años y muchos romanos conquistar las Galias. Más de un ciudadano tiene algún pariente en las legiones de César, pero eso no nos convierte en partidarios suyos. Fíjate en Cicerón… Su hermano Quinto es oficial de César y su protegido Marco Celio ha huido para unirse a él. Aun así, nadie osaría llamar a Cicerón partidario de César. -Me callé antes de señalar que el mismo Pompeyo había estado casado con la hija de César y que fue después de la muerte de Julia cuando sus diferencias se hicieron irreconciliables-. Magno, te serví con lealtad cuando me contrataste para investigar el asesinato de Clodio, ¿no es así?
– Porque te pagué y porque en aquellas circunstancias no había que elegir entre César y yo. ¡Eso no es lealtad! La lealtad surge entre los esclavos y los soldados a partir de los sinsabores, las matanzas y las batallas. Esos son los lazos que mantienen unidos a los hombres. Cicerón dijo que eras el hombre más honrado de Roma. ¡No me extraña que nadie confíe en ti!
Disgustado, Pompeyo se apartó y se arrodilló al lado de su primo. Examinó el cuerpo con mayor detalle que al principio.
– Aquí está su bolsa, con monedas dentro… El asesino no era un ladrón. Y aquí está la daga, en la vaina. Ni siquiera tuvo tiempo de sacarla. Debió de ocurrir como has dicho… El asesino se acercó en silencio y lo sorprendió por detrás. ¡No llegó a ver ni la cara del hombre que lo mató!
La verdad es que Numerio no iba armado con la daga cuando murió; Davo se la había quitado al entrar y había vuelto a ponérsela después de que registráramos el cadáver. No podía explicárselo a Pompeyo. Tenía razón al no confiar en mí.
Pompeyo rozó la cara del muerto con la punta de los dedos y apretó los dientes para alejar el dolor.
– Alguien debió de seguirlo cuando salió de casa de Cicerón -añadió-. Quizá lo seguían desde que salió de mi villa esta mañana, esperando el momento oportuno para atacarlo. Pero ¿quién? ¿Alguien del campamento de César? ¿O uno de mis hombres? Si hay un traidor en mi casa…
Lanzó una mirada furibunda a la estatua de Minerva. La diosa de la sabiduría estaba representada con atuendo de batalla, lista para la guerra, con una lanza en una mano, un escudo en la otra y casco con penacho en la cabeza. En el hombro tenía una lechuza. A sus pies se enroscaba una serpiente. Durante los disturbios clodios había caído del pedestal y se había partido en dos. Me había costado una pequeña fortuna repararla y volver a pintarla. Los colores eran tan vivos que la diosa virgen casi parecía respirar. Nos miraba directamente, pero su expresión era distante, indiferente a aquel drama.
– ¡Tú! -Pompeyo se puso en pie y levantó el puño-. ¿Cómo puedes permitir que suceda algo semejante delante de tus narices? ¡César asegura que desciende de Venus, por eso tú deberías estar de mi parte!
La impiedad de Pompeyo hizo que sus sicarios se removieran con inquietud.
– ¡Y tú! -Se volvió hacia mí-. Te encargo que busques al hombre que lo hizo. Tráeme su nombre. Yo haré que se haga justicia.
Negué con la cabeza, apartando la mirada.
– No, Magno, no puedo.
– ¿Qué quieres decir? Ya has hecho antes esta clase de trabajo.
– Muy poco desde la última vez que trabajé para ti, Magno. Ya no tengo estómago para seguir. Me prometí a mí mismo retirarme de la vida pública si conseguía llegar a los sesenta años. Hace un año de eso.
– Parece que no lo entiendes, Sabueso. No te estoy pidiendo que busques al asesino de Numerio. No te estoy contratando. ¡Te lo ordeno!
– ¿Con qué autoridad?
– ¡Con la que me confiere el consultum ultimum del Senado!
– Pero la ley…
– ¡No me recuerdes la ley a mí, Sabueso! -Pompeyo parecía a punto de sufrir un ataque-. El senatusconsultum ultimum me autoriza a hacer todo lo necesario para proteger el Estado. El asesinato de mi pariente, que trabajaba a mis órdenes, es un crimen contra el Estado. Descubrir a su asesino es necesario para proteger el Estado. ¡El senatusconsultum ultimum me autoriza a requerir tu ayuda, incluso contra tu voluntad!
– Magno, te aseguro que si tuviera las fuerzas y el ingenio de otros tiempos…
– Si necesitas que te guíen como al ciego Tiresias, llama a tu hijo. Está en Roma, ¿no?
– No puedo meter a Eco en esto -dije-. Tiene que cuidar de su propia familia.
– Como quieras. Trabaja solo entonces.
– Pero Magno…
– Ni una palabra más, Sabueso. -Me miró con frialdad y se volvió hacia Davo-. ¡Eh, tú! Aún pareces un tipo saludable.
– No he estado enfermo ni un solo día, Magno -dijo Davo con cautela.
– Y no eres cobarde.
– Desde luego que no.
– Bien. Porque uno de los poderes que me concede el senatusconsultum ultimum es alistar soldados. Tú serás mi primer reclutado. Recoge tus cosas. Esta noche saldrás de Roma conmigo.
Davo abrió la boca. Diana, que estaba en la puerta mirando, corrió a su lado.
– No es justo, Magno -dije con toda la calma de que fui capaz-. Ahora Davo es un ciudadano. No puedes obligarlo a…
– Ciudadano sí, pero también liberto, y un liberto tiene obligaciones con su antiguo amo. Me he comprometido a reclutar cierto número de soldados entre los que dependen de mí. Davo es uno de ellos.
– Pero él no pertenece a tu casa. Me lo diste como pago por mis servicios. Yo lo manumití.
– ¡Ah! Pero aún tiene obligaciones con su primer amo.
– No son obligaciones legales.
– ¡Sí lo son! Si no me crees, te sugiero que leas el contrato que firmaste cuando te lo di, especialmente la cláusula referida a su puesto anterior y a las posibles obligaciones que contraería en caso de una alarma general de guerra. Es una cláusula habitual en todos los contratos que firmo cuando vendo a un esclavo o lo libero; si no obrara de este modo, mis antiguos esclavos podrían ser utilizados para luchar contra mí. Estamos en guerra y Davo debe someterse al servicio militar, cuando, donde y como yo ordene. ¡Y tú querías restregarme la ley por las narices! ¡A mí!
– Papá, ¿es cierto lo que dice? -Diana enlazó el brazo de su marido con los suyos.
Miré el círculo de hombres armados que nos rodeaba. No parecía importar mucho que fuera cierto o no lo que había dicho Pompeyo.
– Magno, la ciudad pronto estará sumida en el caos. Necesito a mi yerno para proteger la casa.
– ¡No parece haber hecho un buen trabajo hasta ahora! -La voz de Pompeyo se quebró al mirar a Numerio. Tragó saliva-. Pero no te privaré de protección para tus mujeres y tus esclavos mientras estás fuera, buscando al asesino de mi pariente. Te dejaré un guardaespaldas para que ocupe el lugar de Davo. ¡Tú, ven aquí! -Llamó a uno de los guardias que había irrumpido en mi estudio, el que me había echado el aliento de ajo en la cara. Era aún más corpulento que Davo y habría sido feo aunque no hubiera tenido la nariz torcida ni una horrible cicatriz en la mejilla-. Te llaman Cicátrix, ¿no?
– Sí, Magno.
– Te quedarás aquí y cuidarás de esta casa en mi nombre.
– Sí, Magno. -Cicátrix me miró con hosquedad.
– ¡No, por favor, Cneo Pompeyo! -dije.
– Sí, Gordiano. Insisto.
Miré las caras sorprendidas de Davo y Diana. Sentí como si tuviera un pedrusco en el pecho.
– Magno, tu pariente ha muerto. Que eso haya ocurrido en mi casa me llena de vergüenza. Pero como tú mismo has dicho, es sólo el primero. Morirán miles. ¿Qué significa un asesinato cuando se han suspendido todas las leyes?
– Tú haces preguntas, Sabueso. Yo quiero respuestas. Descubre quién mató a Numerio y luego veremos si tu yerno vuelve a casa o no.
Mientras el último rayo de sol se retiraba del patio, se retiraron asimismo los hombres de Pompeyo, con Davo y el cadáver de Numerio. Pompeyo me dejó el garrote que habían utilizado para estrangularlo, pues pensaba que podría serme útil para encontrar al asesino. Yo no era capaz ni de tocarlo.
Diana lloraba. Bethesda salió de la casa y me dirigió una mirada acusadora. Mopso y Androcles salieron tras ella, llevando a mi nieto de la mano. Al ver al horrible gigante que Pompeyo había dejado para sustituir a Davo el pequeño Aulo rompió a llorar, se soltó y entró en la casa con toda la rapidez que le permitían sus frágiles piernecitas.