172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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25

Unos días después, César salió de Roma camino de Hispania.

Su itinerario seguía la costa mediterránea de las Galias y pasaba por la ciudad-estado de Masilia, que estaría ya defendida por Lucio Domicio, con sus seis millones de sextercios y un simulacro de ejército. Domicio había perdido Corfinio ante César sin oponer resistencia. ¿Lo haría mejor en Masilia? Si César conquistaba la ciudad, ¿lo perdonaría por segunda vez? ¿Qué piedad aplicaría a los masilienses? ¿Qué piedad aplicaría a un desertor que había conspirado para matarlo?

Por salvar a Metón yo había hecho algo incalificable. Ahora tendría que salvarse solo. Me sentía como un actor que abandona el escenario antes del final, sin más texto que decir, mientras la obra sigue. ¿Era así como se sentían los lémures al observar a los vivos?

Me sentía abandonado por las Parcas. El retorcido hilo de mi vida había caído de su tapiz y colgaba en el vacío. Me sentía, en fin, engañado por los mismos dioses… que aún no habían dicho su última palabra.

Una mañana de mediados de abril, un extranjero llamó a la puerta. Le dijo a Davo que vendía aceite de oliva. Bethesda había ido con Diana a comprar pescado y Davo le explicó que el ama no estaba. El hombre preguntó si podía dejar una muestra de su producto, entregó a Davo una pequeña vasija de arcilla y se marchó.

El episodio parecía inofensivo, pero yo le había dicho a Davo que me diera cuenta de todos los visitantes sin excepción, y rápidamente vino al patio, donde estaba yo sentado, meditando a los pies de Minerva sobre la vida.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Una vasija de aceite de oliva. Al menos eso dijo el hombre.

– ¿Qué hombre?

Davo me lo explicó.

Cogí la vasija y la examiné. La estrecha boca estaba tapada con una tela, atada con un cordel y sellada con cera. La vasija en sí no tenía nada notable. Cerca de la base había dos palabras grabadas, «Olivum» y «Masilia».

– Aceite de oliva de Masilia -dije-. Un buen aceite. Y una curiosa coincidencia. Me pregunto… Davo, trae una vasija vacía.

Cuando salió, desaté el cordel y rompí el sello de cera. La tela que tapaba la boca parecía un simple retal de lino blanco. Quité el ancho tapón de corcho, que tampoco presentaba nada especial. Aun así lo corté. Era totalmente sólido.

Cuando volvió Davo, vertí lentamente el contenido en la vasija vacía, observando el fino chorro que brillaba con tonalidades doradas.

– ¿Crees que puede estar… envenenado? -preguntó mi yerno.

Metí el dedo en el chorro de aceite y lo olí.

– A mí me parece que tiene el aspecto y el olor del aceite de oliva.

Terminé de vaciar la vasija y la puse de modo que le diera el sol directamente en la boca. Miré dentro, pero sólo vi restos de aceite. Sacudí la vasija y le di la vuelta. Cayeron unas cuantas gotas de aceite.

– Es curioso -dije-. Aunque, bien mirado, ¿por qué un comerciante en aceite no iba a dejarnos una muestra de su producto? Cosas más raras han sucedido.

– ¿Y qué hago con esto, suegro? -Davo levantó la otra vasija, llena hasta el borde de aceite dorado.

– Bueno, ofrécesela a Minerva. -Parecía una solución lógica. Si no era más que aceite de la mejor calidad, entonces también era apropiado para una ofrenda a la diosa. Pero si era lo que Davo temía, no le haría ningún daño a una estatua de bronce. Así pues, cogí la vasija que tenía Davo y la puse en el pedestal, a los pies de la diosa.

– Acepta esta ofrenda y concédenos la sabiduría -murmuré. Aquello no podía perjudicar a nadie.

Dejé en el suelo la vasija vacía, al lado de mi silla. Me senté y cerré los ojos mientras el agradable sol de abril me calentaba la cara. Mis pensamientos vagaban de un lado para otro. Me quedé dormido.

De repente desperté.

Fui al estudio. Busqué las memorias de Sila entre los papiros de la biblioteca. Desenrollé escándalos políticos, matanzas, ciudades saqueadas, visitas a los oráculos, homenajes a los actores favoritos, bravatas sexuales… hasta que di con el pasaje que estaba buscando:

Un caudillo militar y político debe enviar a menudo mensajes secretos. Me enorgullezco de haber inventado personalmente unos cuantos métodos inteligentes.

Una vez que necesité enviar órdenes secretas a un aliado, torné una vejiga de cerdo, la inflé todo lo que pude y la dejé secarse. Mientras aún estaba inflada, escribí encima con tinta adustiva. Cuando la tinta estuvo seca, desinflé la vejiga y la metí en una vasija que llené con aceite, inflando de nuevo la vejiga. A continuación sellé la vasija y la envié como si fuera un regalo culinario para el destinatario, que ya sabía que tenía que abrir la vasija, vaciarla y romperla, para recuperar la vejiga en la que estaba el mensaje totalmente intacto.

Recordaba haber leído aquel pasaje hacía mucho tiempo, pero no haberlo comentado con Metón. No obstante, supuse que él había leído todos los volúmenes de mi pequeña biblioteca. Además, la autobiografía de Sila era la típica lectura que César habría estudiado minuciosamente mientras componía sus propias memorias y se las dictaba a Metón. El hecho de que la vasija hubiera llegado de Masilia no podía ser una coincidencia.

Volví al patio. Minerva parecía sonreír con sorna mientras yo golpeaba la vasija contra las piedras. Se rompió limpiamente en dos partes y apareció la vejiga con la forma de la jarra. Alisé cuidadosamente las arrugas y la inflé soplando. La brillante capa de aceite hacía que las letras de cera parecieran todavía calientes y flexibles, como si Metón acabara de escribirlas. El mensaje empezaba al principio de la vejiga e iba rodeándola en espiral, por lo que tenía que ir girándola mientras leía:

Papá, en cuanto hayas leído este mensaje, destrúyelo. No debería escribirte de ninguna de las maneras, pero no puedo permitir que sigas creyendo algo que es mentira; la verdad siempre te ha importado mucho. No he dejado de ser leal a C. Sigo siéndolo, a pesar de lo que quizá oigas. La conjura fue una farsa. Los documentos que N obtuvo eran falsos, ideados con el conocimiento de C y a instancias suyas. Le fueron entregados deliberadamente a N a través de un intermediario de su confianza. La intención era que N se los pasara a P, creyendo que eran auténticos, para convencerle de que yo y otros éramos hostiles a C y sensibles al soborno de la oposición. Así podríamos infiltrarnos en los círculos más importantes del enemigo. Pero en lugar de dárselos a P, N decidió utilizarlos en beneficio propio. Nunca pensé que fuera capaz de hacerte chantaje y arrastrarte al engaño. Cuando pienso en lo que hiciste para protegerme, me siento avergonzado. Sé lo contrario a tu naturaleza que es semejante acto. Aun así, que confesaras a P la parte que yo desempeñaba en la conspiración ficticia ha hecho más para convencerlo de mi deslealtad a C que mis planes originales. Gracias a ti, mi misión es por fin factible. Perdona estas crudas frases. Escribo con prisa. Si no quieres perderme, destruye este mensaje al momento.

Había una posdata en una esquina, escrita en letra tan pequeña que me dolieron los ojos al descifrarla:

La noche antes de que C cruzara el Rubicón, soñó que cometía incesto con su madre. Creo que el sueño era un mensaje de los dioses: para alcanzar su destino, se vería empujado a cometer actos terribles de impiedad. Escogió el destino por encina de la conciencia. Eso mismo me ha pasado a mí, papá. Por cumplir con mi deber he deshonrado al hombre que me liberó de la esclavitud y me hizo hijo suyo. Te he ocultado secretos. Te he dejado creer una mentira. Soy un hijo impío. Pero al igual que C tuve que elegir, y una vez se ha cruzado el Rubicán, no hay vuelta atrás. Perdóname, papá.

Releí el mensaje entero, lentamente, para asegurarme de que lo entendía. Luego lo llevé al brasero del estudio. El aceite y la carne de cerdo desprendieron un olor que me recordaba a Brindisi.

El crimen que había cometido, creyendo que salvaba a mi hijo, sólo había servido para arruinar sus planes secretos.

La confesión que hice a Pompeyo, creyendo que purgaba mi conciencia, había servido para que Metón siguiera con sus planes.

El mundo creía que mi hijo había huido a Masilia por haber traicionado a César, cuando en realidad era un espía infiltrado en lo más profundo del campo enemigo. ¿Corría menos peligro de lo que yo pensaba, o más?

Volví al patio, me senté y miré a Minerva. Había pedido sabiduría y me la había concedido. Pero en lugar de simplificar las cosas, cada nuevo retazo de conocimiento hacía del mundo un lugar aún más desconcertante.

En la parte delantera de la casa oí a Bethesda y a Diana, que volvían del mercado de pescado. Las llamé en voz alta. Al poco rato aparecieron en el patio.

– Hija, trae a Davo. Mujer, envía a buscar a Eco. Ya es hora de que esta familia celebre una reunión. Ya es hora de que le cuente a mi familia… la verdad.

Pasó abril. El mes de mayo trajo cielos despejados y la suave luz del sol. Los árboles volvieron a la vida. Creció la hierba por doquier y asomaron flores silvestres entre las losas del suelo. La llegada de la primavera trajo la ilusoria sensación de que los espantosos horrores de la guerra se alejaban.

De la Galia Narbonense llegó la noticia de que Masilia había cerrado las puertas a César, que había dejado allí oficiales para que la sitiaran mientras él seguía su periplo hacia Hispania. Los soldados veteranos del Foro discutían sobre cuánto duraría el sitio. Los masilienses eran obstinados, gente muy orgullosa. Algunos pensaban que podían tener a raya a un ejército con facilidad durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que llegaran los hombres de Pompeyo.

Otros decían que la Fortuna estaba con César y que el sitio acabaría con la ciudad, no en unos meses, sino en unos días. ¿Podrían entonces los masilienses esperar la misma clemencia que César había demostrado en Italia o simplemente arrasaría la ciudad, mataría a sus defensores y vendería como esclavos a los supervivientes? Traté de no imaginar qué le sucedería a un espía desenmascarado en circunstancias tan desesperadas, o tomado por enemigo por los de su propio bando.

Una mañana, mientras bajaba por la Rampa con Mopso y Androcles, la perfección de aquel día de primavera desterró todos los pensamientos sombríos. Mi ánimo ascendía con la brisa cálida y soleada. Movido por un súbito impulso, decidí cumplir una misión que había estado eludiendo desde mi vuelta.

Cruzamos el Foro sin detenernos. No quería oír rumores de catástrofes que estropearan mi buen humor. La dosis diaria de miedo y caos podía esperar a mejor momento.

Los muchachos no preguntaron adónde íbamos. No les importaba. Estar fuera de casa, vagando por la ciudad en una mañana tan sublime, ya era suficiente recompensa. Los vendedores anunciaban sus mercancías a voces. Los esclavos llevaban cestos al mercado. Las matronas abrían las ventanas para dejar entrar el dulce y suave aire de la primavera.

Llegamos al barrio de las Carinas, al pie del Esquilmo, y pasearnos por las tranquilas calles hasta la casa azul y amarilla en que vivía Mecia. La corona negra del luto todavía estaba en la puerta. Mi buen humor vaciló, pero respiré hondo y di a la puerta unos educados golpes con el pie.

Por la mirilla asomó un ojo. Antes de que tuviera tiempo de decir mi nombre, la puerta se abrió de par en par.

Mopso y Androcles lanzaron gritos de alegría. El júbilo me sorprendió casi tanto como ver a Cicátrix, cuya estatura doblaba la mía.

El corazón me dio un brinco, dispuesto a encajar la última jugada de los dioses. ¿Acaso sin darme cuenta había ido a entregarme a Némesis, que se me aparecía disfrazada de un sicario de Pompeyo? Pero la idea era absurda, una reacción culpable a la corona negra. A menos que una red secreta de mensajeros le hubiera transmitido instrucciones directas de Pompeyo, Cicátrix no sabía nada de mi crimen. Y Mecia tampoco.

Me aclaré la garganta.

– Así que has venido a parar aquí. -Era comprensible. Los demás parientes de Pompeyo habían abandonado la ciudad.

Cicátrix enarcó una ceja y se le torcieron las cicatrices de la cara.

– Hasta que el Magno regrese.

Di un gruñido por todo comentario.

Cicátrix me miró con ceño, pero cuando bajó la vista hacia Mopso y Androcles, no pudo evitar sonreír.

– Pero dejé a estos dos espías para que ocuparan mi lugar. -Se agachó y boxeó en broma con ellos. Los muchachos le devolvían los golpes, muertos de risa.

– Cicátrix, ¿quién es? -La voz salió de dentro.

El gigantón se irguió rápidamente.

– Una visita, señora. Gordiano. -Se hizo a un lado y Mecia apareció en el vestíbulo.

La luz del atrio enmarcaba su esbelta figura y ponía una aureola a su fina estola azul y al abanico abierto que formaba su cabello. La primera vez que la vi, con aquellos ojos verdes y aquella piel cremosa, sin maquillaje ni adornos, me había parecido hermosa. Esta vez me quitó el aliento. Era principalmente la sonrisa lo que la transformaba. De hecho, era la primera vez que la veía sonreír.

– ¡Gordiano! Cicátrix me dijo que habías partido para Dyrrachium con Pompeyo.

Miré de reojo a Cicátrix.

– Un rumor falso -repuse-. Hay muchos circulando por ahí estos días.

– Entra. En cuanto a tus esclavos…

– Creo que les gustaría quedarse con Cicátrix… si eso no entorpece sus obligaciones.

– Claro que no. Pueden ayudarlo a vigilar la puerta.

Pasamos al atrio. Donde habían estado las andas con el cadáver de Numerio ahora sólo había sol. A través de las columnas del pórtico se veía el patio, el corazón de la casa; también vi una mujer sentada entre arbustos en flor.

– ¿Tienes visita, Mecia? Si molesto…

– No; me alegro de que hayas venido. Nos sentaremos en el patio y charlaremos un rato… El día es demasiado hermoso para hacer otra cosa. Pero antes quiero hablar contigo en privado. -Me condujo a una salita contigua al atrio y bajó la voz-. Antes de que lo echaran de tu casa, Cicátrix oyó decir a tu hijo que te habías ido con Pompeyo.

– Un malentendido.

– Pero ¿fuiste a Brindisi?

– Sí.

– ¿Y viste a Pompeyo?

– Lo vi.

Mecia vaciló.

– ¿Descubriste por qué mataron a mi hijo?

Respiré hondo. Puede que Pompeyo acabara contándoselo, si es que volvía vivo a Roma alguna vez… pero yo no podía decirle a Mecia toda la verdad. Sin embargo, sí podía responder a su pregunta.

– Sí, sé por qué mataron a Numerio. Verás, estaba tratando de chantajear a alguien, utilizando información que debería haber pasado directamente a Pompeyo.

– ¿Y el oro que encontré?

– Es probable que ya hubiera chantajeado a otros.

– Sabía que tenía que ser algo así. Pero no fue Pompeyo quien…

Negué con la cabeza.

– No. Pompeyo no tuvo nada que ver con la muerte de tu hijo.

– Bueno. -Suspiró-. Eso era lo que más temía, que Numerio hubiera traicionado a Pompeyo y éste lo hubiera descubierto. Si mi hijo fue un traidor, y Pompeyo lo mandó matar por eso… podría soportarlo todo menos una vergüenza así.

– Entonces es mejor que no vuelvas a pensar en ello, Mecia. No puedo decirte quien mato a Numerio… pero se con toda certeza que no fue Pompeyo. Tu hijo no fue tan leal al Magno como debiera haber sido, pero tampoco lo traicionó.

– Gracias, Gordiano. Me consuelas. -Me rozó la mano y me ruboricé.

Mecia se dio cuenta.

– Necesitas tomar algo fresco, Gordiano. Ven al patio. Estamos bebiendo vino con miel.

Me condujo por un pasillo, atravesamos el pórtico y salimos a la luz del sol. La otra mujer estaba de espaldas. Llevaba una estola de matrona y el cabello peinado al estilo de Mecia. Miró por encima del hombro. Al principio no reconocí su cara sonriente. Contuve el aliento cuando advertí que se trataba de Emilia.

Mecia se sentó a su lado y se cogieron de la mano. Un esclavo trajo otra silla y nie sirvió una copa de vino, lo cual agradecí. Mi cara estaba aún enrojecida y tenía la boca seca. Había ido allí dispuesto a ver a la madre de Numerio, no a su amante.

Las dos parecían estar de un humor envidiable, cogidas de la mano y sonriendo como benditas. Quizá sólo era el buen tiempo, me dije. Quizá el vino con miel. Pero ¿por qué Emilia vestía como una mujer casada? Cuando me fijé en los pliegues de su estola, noté una hinchazón reveladora en su vientre.

Emilia vio mi cara y sonrió.

– Conservas el niño -dije, con una voz que apenas era un susurro.

Se acarició el vientre con orgullo.

– Sí.

– Pero ¿cómo? Pensé que…

– Mi madre insistió al principio en que me deshiciera de él. Pero Mecia quería que lo tuviera. Después de todo, es el hijo de Numerio. Mecia fue a ver a mi madre. No fue fácil, pero entre las tres encontramos la solución.

– Ideamos una pequeña fábula -explicó Mecia-. Numerio y Emilia se habían casado en secreto, a espaldas de todos… ¿Por qué no? Nadie puede decir que sea mentira. Incluso hice que registraran oficialmente los esponsales con un soborno ridículamente barato. Como viuda de Numerio, no hay razón porla que Emilia no pueda tener a su hijo. Por eso vive ahora en esta casa como nuera mía. Y cuando Pompeyo, el padre de Emilia, mi hermano y sus hijos vuelvan… -Sus ojos se empañaron y se le quebró la voz-. Cuando vuelvan, no se alegrarán especialmente de lo sucedido, pero no tendrán más remedio que aceptarlo. Suspiró-. Estas cosas son mucho más fáciles de arreglar cuando los hombres están fuera.

Asentí en silencio. ¡Otra conspiración! Más engaños, más secretos, más intrigas… pero para salvar vidas, no para destruirlas. En el vestíbulo se oían las risas de Mopso y Androcles y las sonoras carcajadas de Cicátrix. Era una alegría contagiosa. Mecia acarició el vientre de Emilia y las dos se echaron también a reír.

Bebí un sorbo de vino con miel y oí el eco de las risas de los dioses.