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En contraste con la claridad de la calle, la lobreguez de la Taberna Salaz era casi impenetrable. Aquella oscuridad antinatural, interrumpida aquí y allá por el brillo pálido de las lámparas, me llenó de una vaga inquietud que fue creciendo hasta convertirse en una especie de pánico. Casi salí corriendo a la calle, pero entonces comprendí qué me recordaba: las frías y oscuras aguas del puerto de Brindisi bajo los maderos ardiendo. Respiré hondo, conseguí devolver la sonrisa al zalamero encargado y crucé la sala, golpeándome las rodillas con los bancos de madera. El lugar estaba casi vacío; sólo unos pocos clientes estaban inclinados sobre los jarros, bebiendo solos.
Anduve hasta el banco situado en el rincón más lejano de la sala. Era el mismo en que me había sentado la última vez que había estado en la taberna, con Tirón. Según el tabernero y el propio Tirón, también allí era donde solía sentarse Numerio Pompeyo para hacer sus sombrías gestiones. «Su rincón, lo llamaba él», me había dicho Tirón.
¿Vagaría el lémur de Numerio en las sombras de la Taberna Salaz? Durante mi última visita había sentido un escalofrío de inquietud al ocupar el banco en el que se había sentado y conspirado Numerio. Esta vez no sentí nada. De repente me di cuenta de que no había visto su rostro en sueños, ni había pensado mucho en él desde la noche en que se lo confesé todo a Pompeyo y salté de su barco con la esperanza de morir. Al matar a Numerio, mi supuesta y pomposa superioridad moral había muerto. También había muerto en Brindisi mi sentimiento de culpa. No estaba orgulloso, pero tampoco lo cuestionaba. Simplemente me había librado tanto de la autocomplacencia como de la autocensura. Era como un hombre sin dioses, dudando por siempre de sus sentimientos o creencias, de su lugar en el orden del universo.
Según un reloj de sol que había cerca de la taberna, había llegado un poco pronto. Gracias a la disciplina adquirida en el ejército, Metón fue puntual. Sus ojos eran más jóvenes que los míos y se adaptaron con mayor rapidez. Escrutó la oscuridad durante un momento, me vio y cruzó la habitación con paso firme, sin tropezar con un solo banco.
Era difícil descifrar su expresión en la oscuridad, pero había rigidez e inquietud en sus movimientos. Antes de que pudiéramos hablar, llegó el tabernero. Pedí dos jarros del mejor vino. Metón protestó y aseguró que nunca bebía tan pronto, así que llamé de nuevo al tabernero y le dije que sirviera agua también.
Metón sonrió.
– Esto se está convirtiendo en una costumbre, papá… el que aparezcas cuando menos se te espera. Lo último que supe…
– Es que me dirigía hacia Dyrrachium con Pompeyo en persona -lo interrumpí-. Davo dijo que la noticia no te entristeció especialmente.
Dio un gruñido.
– Si quieres saber mi opinión, no me pareció justo que ocuparas el lugar de Davo. No lo entendía del todo. ¿Matan a un pariente de Pompeyo, éste te obliga a buscar al asesino y se lleva a Davo como rehén? -Cabeceó-. Extraña y mezquina actitud para ser el Magno. Es evidente que se ha vuelto loco.
– Fue bastante más complicado, Metón. ¿No te dijo Davo el nombre del muerto?
– No.
– Era un joven llamado Numerio Pompeyo.
Incluso con aquella débil luz vi que el rostro de Metón se tensaba.
– ¿Te dice algo el nombre?
– Quizá.
El tabernero trajo dos jarros de vino y una jarra de agua.
– Metón, la víspera de la partida de Pompeyo, Numerio vino a casa y me enseño un documento, una especie de pacto, escrito por ti… y con tu estilo. También aparecía tu firma y la de unos cuantos. Debes de saber a qué me refiero.
Metón pasó el dedo por el borde del jarro.
– ¿Numerio tenía ese documento?
– Sí.
– ¿Qué ha sido de él?
– Lo quemé.
– Pero ¿cómo…?
– Se lo quité. Trató de chantajearme, Metón. Amenazó con enviar el documento a César y dejar al descubierto tu participación en la conjura para matar a tu general.
Metón volvió la cara para ocultar los ojos, pero vi la línea tensa de su boca y la cicatriz que le habían hecho en Pistoria.
– ¿Y lo mataron?
– No salió de mi casa vivo.
– Lo hice por ti, Metón.
Dejó caer los hombros y se removió con inquietud. Cogió el jarro y lo vació. Meneó la cabeza.
– Papá, nunca supuse que…
– Numerio me dijo que tenía otros documentos igualmente comprometedores, también escritos por ti. ¿Es verdad? ¿Hay más documentos?
– Papá…
– Contéstame.
Metón se secó la boca.
– Sí.
– ¡Metón, Metón! ¡Por Hércules! ¿Cómo has podido ser tan descuidado? ¿Cómo has dejado que esos documentos fueran a parar a manos de semejante individuo? Numerio me dijo que los tenía escondidos. Registré… Quería destruirlos, pero no los encontré. -Suspiré-. ¿Qué pasó con el plan, Metón? ¿Acaso los demás no tuvieron valor para llevarlo a cabo? Sé que tú no lo perdiste; puedes ser cualquier cosa menos cobarde. ¿Fue imposible ejecutarlo? ¿Todavía planeas hacerlo? ¿O has cambiado de idea? -No contestó-. ¿Por qué te has vuelto contra él después de tantos años? ¿Finalmente lo has visto tal como es?
Los hombres como César y Pompeyo no son héroes, Metón. Son monstruos. Llaman «honor» a su soberbia y su ambición, y para satisfacer ese «honor» son capaces de destruir el mundo. -Solté un gruñido. Pero ¿quién soy yo para juzgarlos? Todo hombre hace lo que debe para proteger su porción de mundo. ¿Qué diferencia hay entre acabar con pueblos y ejércitos enteros y matar a un solo hombre? Las razones de César y las mías se diferencian sólo en el grado. Las consecuencias y el sufrimiento siempre salpican a los inocentes.
– Papá…
– Quizá estuviste demasiado cerca de él, Metón. La intimidad puede convertirse en resentimiento. La gente dice que tú y él… ¿Te ofendió de alguna manera? ¿Fue al romper… fue una pelea de enamorados?
– Papá, no es lo que crees.
– Pues cuéntamelo.
Negó con la cabeza.
– No puedo explicarlo.
– No importa. Lo importante es esto: mientras César siga vivo y esos documentos estén en alguna parte, corres un grave peligro. Si se encuentran y alguien se los lleva…
– Papá. ¿qué pasó en el barco de Pompeyo cuando estaba en el puerto de Brindisi?
– Lo que Davo te contó. Me cambié por él diciéndole a Pompeyo que sabía quién había matado a Numerio. Cuando estábamos en medio de la batalla, Pompeyo exigió que se lo contara. Y así lo hice. Se lo conté todo. Se puso como un animal rabioso. Yo había subido a su barco, sabiendo que no bajaría vivo. Pero salté al agua y sobreviví, y Davo me encontró al día siguiente.
– ¡Doy gracias a los dioses, papá! -Respiró hondo-. Dices que se lo contaste todo a Pompeyo. ¿También lo de la conspiración para matar a César?
– Sí.
– ¿Y el papel que yo representaba?
– Sí.
– ¿Te creyó?
– Al principio no. Pero al final, sí.
Metón guardó silencio un largo rato.
– Debes creerme, papá, nunca imaginé que te verías envuelto en esto. -Se volvió hacia mí; la luz de la lámpara le dio en los ojos; su expresión reflejaba tanta desdicha que le cogí la mano.
Toleró la caricia un momento y luego se levantó bruscamente.
– Papá, tengo que irme.
– ¿Ahora? Pero Metón…
Sus ojos brillaban.
– Papá, pase lo que pase, no te avergüences de mí. Perdóname.
– ¡Metón!
Dio media vuelta y se marchó, tropezando con los bancos sin darse cuenta. Su figura se perfiló en la puerta y se desvaneció.
¿Qué había esperado yo de aquel encuentro? Más de lo que había obtenido. Metón no me había dicho nada. Trataba de protegerme, eso sí, como yo había tratado de protegerlo a él. Me había dejado con las mismas preguntas sin respuesta y las mismas conjeturas que habían estado dando vueltas en mi cabeza durante meses.
Ni siquiera había probado el vino. Cogí el jarro y bebí parsimoniosamente, contemplando los oscuros rincones de la sala. Por primera vez encontraba agradable la lobreguez que me había puesto nervioso al entrar en la taberna.
El tabernero llegó a paso tranquilo con una jarra.
– ¿Más vino?
– ¿Por qué no?
Volvió a llenar el jarro y se fue tan lentamente como había llegado. Seguí sentado, seguí pensando. ¿Qué sería de Metón? ¿Y de César? ¿Y de Pompeyo, Cicerón y Tirón? ¿Y de Mecia y Emilia?
El calor del vino se apoderó de mí. Cuando me di cuenta, estaba observando a uno de los desconocidos de la sala e imaginando que era el lémur de Numerio Pompeyo. La fantasía adquirió tanta fuerza que me pareció que me devolvía la mirada. No tenía miedo. Al contrario, pensaba que estaría bien poder saludarlo e invitarlo a un trago, si es que los lémures beben. ¿Qué le preguntaría? Era evidente. Si hubiera vivido, ¿se habría casado con Emilia a pesar de que Pompeyo había planeado casarlo con otra? ¿O la habría rechazado, sentenciando al hijo tan irremediablemente como lo había sentenciado su muerte?
Y, por supuesto, le preguntaría en qué lugar de los infiernos había escondido los otros documentos.
¡En qué lugar de los infiernos… claro! Estaba un poco achispado y la idea me dio risa. No había desayunado por la mañana y, al igual que Metón, no estaba acostumbrado a beber a mediodía.
Mis pensamientos vagaban sin rumbo, gracias al vino. Gracias a Baco, pensé, al dios del vino, liberador de riñones, emancipador de mentes, liberador de lenguas. Hasta los esclavos podían hablar libremente en los Liberalia, el día de Baco, pues el sagrado poder del vino trascendía todas las obligaciones terrenales. Con el vino, Baco iluminaba las mentes de los hombres como ningún otro dios, más incluso que Minerva. Así que fue allí, en la taberna Salaz, donde Baco me dio sabiduría. No puedo explicar de otro modo la asociación de pensamientos que me condujo hasta lo que buscaba.
Recordé algo que Tirón había dicho sobre Numerio. En el mismo lugar en que estaba sentado yo, Numerio había presumido ante Tirón de haber conseguido unos documentos que probaban que había una conspiración para matar a César. El peligro que comportaba el poseerlos y las lucrativas posibilidades de chantaje le llenaban de júbilo. Sí, éstas habían sido sus palabras: «Estoy sentado encima de algo inmenso.»
¿Dónde estaban esos documentos?
La madre de Numerio había registrado la casa familiar de arriba abajo. Yo había registrado su nido cíe amor. Por tanto, debía de tener otro escondite.
«Estoy sentado encima de algo inmenso.» Numerio estaba bebido al proferir aquella fanfarronada ante Tirón. Puede que sólo un hombre igual de borracho pudiera entender el significado exacto de sus palabras.
Inspeccioné con los dedos el banco en que estaba sentado. El asiento se había alisado de tanto uso y las tablas estaban como soldadas. Metí la mano entre mis piernas y golpeé con los nudillos las tablas del soporte. Sonó a hueco.
Seguí inclinado y pasé los dedos por la superficie plana que quedaba bajo mis pantorrillas. La madera no era tan lisa como la del asiento. Había astillas e irregularidades producidas con los talones, pero no tablas sueltas… salvo en un lugar cercano al rincón, donde había una tabla partida. Con el dedo descubrí un agujero de clavo, pero sin clavo.
– No irás a vomitar en el suelo, ¿verdad? -El tabernero, alarmado por mi postura, se había acercado-. ¡Por todos los dioses, hombre, si necesitas un bacín, pídelo!
Sin hacerle caso, presioné el trozo de tabla suelto, pero no ocurrió nada. Metí el dedo meñique en el agujero vacío y tiré. Lenta pero firmemente, se movió una parte de la tabla suelta, lo necesario para permitirme deslizar el índice y luego el dedo corazón. El escondite era pequeño y estrecho, pero con los dos dedos pude asir la punta de algo encajado. Tiré con fuerza y se me escurrió. Lo intenté de nuevo, dando gruñidos que alarmaron más aún al tabernero. Por fin, trabajosamente, saqué un cilindro del tamaño de mi dedo meñique con varios papiros diminutos enrollados en el interior.
Me enderecé y respiré hondo, apretando los papiros con fuerza. El tabernero se inclinó sobre mí, con las manos en las caderas.
– Creo que es hora de que te vayas -espetó.
– Sí -dije-. Creo que debo irme.
Quería ver a Metón enseguida. La Regia no estaba lejos, justo al otro lado de la Casa de las Vestales. Entonces, incluso ebrio como estaba, me di cuenta de que era una locura llevar documentos tan comprometedores a la residencia de César. Lo primero que tenía que hacer era destruirlos. Pero antes quería echarles un vistazo. El único lugar seguro para hacerlo era mi casa. Recorrí el laberinto de callejas que llevaban a la Rampa y subí la cuesta del Palatino, temeroso de que en cualquier momento me detuvieran los espías de César.
Davo estaba en la puerta. Le dije que la atrancara y me fui corriendo al estudio. Desenrollé los papiros y los examiné rápidamente, para ver si eran tan comprometedores como Numerio había dicho. Lo eran. La caligrafía era indudablemente de
Metón. A juzgar por las fechas, la conjura para matar a César databa de antes incluso de que cruzara el Rubicón. Una parte era una especie de manifiesto, y enumeraba las razones por las que había que matar a César. Por un lado, se aludía a la necesidad de impedir una guerra civil que sólo podía acabar con la destrucción de la República. Los hombres nombrados en el documento eran los mismos oficiales que habían firmado el pacto que Numerio me había enseñado el (lía de su muerte, y que yo le había quitado y destruido.
Eché los papiros al brasero. Vi cómo se quemaban y contuve la respiración, hasta que el último papiro se convirtió en cenizas. El miedo que venía atenazándome desde la visita de Numerio desapareció en el mismo lugar en que había comenzado.
Ahora tenía que decírselo a Metón.
Llamé a Davo y recorrimos juntos el camino del Foro. La cola de ciudadanos que esperaban delante de la Regia para ser admitidos por César llegaba casi al Capitolino. Identifiqué a senadores, banqueros y diplomáticos extranjeros. Unos se cubrían con pétaso. Otros tenían esclavos con parasoles que protegían al amo del sol… y de la mirada de los dioses, que se habrían avergonzado de haber mirado hacia abajo y haber visto a aquellos hombres principales que ahora parecían suplicantes a la espera de que el rey les concediese audiencia.
Fui al principio de la cola y le dije a un guardia que era el padre de Gordiano Metón.
– He venido a ver a mi hijo.
– No está. Ha ido a hacer un recado poco antes de mediodía.
– Sí, fue a verme. Pero necesito verlo de nuevo.
– Todavía no ha vuelto.
– ¿No? ¿Y sabes dónde podría estar?
– Debería estar aquí, pero no está. Nadie lo ha visto. Lo sé porque el general acaba de preguntar por él.
– Entiendo. Cuando vuelva, ¿podrías darle un mensaje?
– Claro.
– Dile que es urgente que hable con él lo antes posible. Estaré en casa, esperando sus noticias.
Aquel día no hubo respuesta de Metón.
A la mañana siguiente volví a la Regia y encontré al mismo guardia. Le pregunté de nuevo por Metón.
– No está aquí. -El hombre miraba al frente con semblante pétreo.
– ¿Dónde está?
– No sabría decirte.
– ¿Le diste mi mensaje ayer?
El guardia vaciló.
– No sabría decirte.
– ¿Qué quieres decir con que no sabrías…?
– Quiero decir que ni siquiera debería estar hablando contigo. Te sugiero que vuelvas a casa.
Sentí un escalofrío. Algo iba mal.
– Quiero encontrar a mi hijo. Si no queda más remedio, me pondré en cola y esperaré para ver a César en persona.
– No te lo aconsejo. No te dejarán entrar.
– ¿Por qué no?
El guardia me miró a los ojos.
– Vete a casa. Cierra bien la puerta. No hables con nadie. Si el general quiere verte, te enviará a buscar. Espero por tu bien que no lo haga.
– ¿Qué quieres decir? -El guardia se negó a contestar y miró al frente. Bajé la voz-. ¿Conoces a mi hijo?
– Creía que sí.
– ¿Qué le ha pasado? Por favor, dímelo.
El guardia movió la mandíbula.
– Se ha ido -dijo al fin.
– ¿Se ha ido? ¿Adónde?
Me miró. En sus ojos había un destello parecido a la compasión.
– Dicen que ha huido a Masilia. Para unirse a Lucio Domicio. ¿No lo sabías? -Bajé la mirada y me ruboricé-. Metón, traidor. ¿Quién iba a pensarlo? -susurró el guardia sin resentimiento.
Hice lo que el guardia me había aconsejado y me fui a casa, atranqué la puerta y no hablé con nadie.
¿Había sido la huida de Metón el resultado de largas reflexiones o el acto de un hombre desesperado, de un magnicida en ciernes que temía ser descubierto en cualquier momento? Si hubiera encontrado el escondite de Numerio unos momentos antes, cuando Metón todavía estaba conmigo, ¿habría huido igualmente a Masilia?
Revolví las cenizas del brasero del estudio y me pregunté por qué los dioses me gastaban aquella broma cruel.