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Encorvado en una silla, al lado de la cama, Davo apoyaba la mejilla en las manos y me observaba. Me pregunté qué profundos pensamientos cruzarían su mente.
– Habla -dije.
Sólo por pronunciar la palabra pagué un precio exorbitante. Era como si tuviera gotas de plomo ardiendo en la garganta. Me entraron ganas de toser y me esforcé por no hacerlo. Toser me producía un dolor indescriptible, así que me limité a tragar saliva. Tragar saliva era también un tormento, pero un tormento soportable.
Davo inclinó la cabeza y frunció el entrecejo.
– Estaba pensando, suegro, que tendrás mucho mejor aspecto cuando vuelvan a crecerte las cejas.
Durante las horas interminables en que me había debatido entre la consciencia y la inconsciencia, me había fijado en un espejo de plata pulida que colgaba en una de las paredes. Era el único adorno de la habitación. Todavía no le había dicho a Davo que lo descolgara para poder contemplarme en él. Quizá era mejor así. Cerré los ojos y me deslicé en la oscuridad.
Cuando los abrí, Davo estaba en la misma postura que al principio.
Respiré por la nariz. Era como si tuviera las fosas nasales forradas de ampollas supurantes. Pero era menos doloroso que respirar por la boca.
– ¿Cuánto tiempo…? -Davo acercó la cabeza para oír mejor-. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuve despierto? -farfullé. El dolor de hablar me hacía derramar lágrimas. A pesar de todo, parecía algo menos doloroso que la vez anterior.
– Ayer -respondió Davo-. Ayer estuviste un rato despierto. Dijiste: «Habla.» Es todo lo que has dicho desde que te sacaron del puerto.
– ¿Y eso cuándo fue?
Davo contó con los dedos.
– Hace uno… dos… tres días.
Habían pasado tres días y no recordaba nada, ni siquiera sueños. ¡Nada! Salvo…
Agua interminable, negra y fría. Llamas. Humo. Una balsa. Bolas de fuego cruzando el cielo a toda velocidad. El hedor a pelo quemado y carne chamuscada. Hombres gritando. Una sacudida repentina. Rocas afiladas bajo el agua. Por fin el descanso, medio en el agua, medio fuera de ella. El cielo frío, negro e interminable, tachonado de estrellas, pero más iluminado a medida que salía de un sueño irregular… gris azulado, luego azul muy claro, después rosa pálido. Voces. Brazos levantándome.
«Es inútil -había dicho alguien-. ¿Para qué preocuparse? No es de los nuestros.»
«Ese grandullón lo conoce. Y el grandullón lleva plata en el bolsillo.»
Envuelto en una sábana. Cargado en un carro. Otros cuerpos en el carro… ¿vivos o muertos? Davo inclinado sobre mí, mirándome, con la cara casi irreconocible; nunca lo había visto llorar. Un viaje interminable con sacudidas y saltos, para llegar finalmente a una cama de suavidad inenarrable, en una habitación fresca, oscura y tranquila. Una voz femenina: «Si necesitas algo más…», y luego otra voz: «Podría comer algo.» La segunda era de Davo. Yo también tenía hambre, pero estaba demasiado débil para hablar y, cuando llegó la comida, el olor a carne chamuscada me provocó náuseas.
¿Qué más recordaba? La cara de Pompeyo, contraída por la rabia; la cara de Tirón, alarmada y perpleja. Traté de alejar ambas imágenes para ver otras caras. Bethesda, Diana…
– Metón -musité.
– No, soy yo. -Davo se inclinó sobre mí y sonrió, creyendo que lo confundía con mi hijo.
Negué con la cabeza.
– Pero ¿dónde…?
– Ah. -Davo lo entendió-. Está con César. Camino de Roma.
– ¿Cuándo?
– Partieron al día siguiente de la huida de Pompeyo. César pronunció un discurso en el foro de la ciudad, agradeció la ayuda de los ciudadanos, dejó una guarnición y tomó la via Apia hacia el norte. Metón iba con él. Eso fue hace tres días.
– ¿Viste a Metón?
– Sí, claro. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Estás bien para escuchar? -Asentí con la cabeza-. De acuerdo. No había pasado media hora desde que te dejé y me encontré con Metón. Es muy fácil, porque siempre está al lado de César. ¡Cómo destaca con la capa roja! Los vi en la misma calle por la que bajamos al puerto con Pompeyo, la que sale del foro. Los guardaespaldas de César podrían haberme matado, pero hice lo que me dijiste y tiré la espada. Metón se alegró de verme. Le expliqué lo que habías hecho y que te habías ido con Pompeyo. César tenía prisa por alcanzar el puerto. Los ayudé a sortear las trampas y llegamos al muelle en el momento en que se hacía a la mar el último hombre de Pompeyo.
»Desde el final del muelle reconocí su barco, que empezaba a cruzar la bocana. Se lo señalé a Metón y él hizo lo propio a César. Vimos que resistía los ataques. Hubo un momento en que pareció tener graves problemas y viraba hacia la barrera sur. Recé una oración a Neptuno por tu salud. Era difícil ver algo debido a la oscuridad y al humo… pero habría jurado que vi a alguien saltar al agua. Metón no lo vio. Ni nadie más. Me dijeron que lo había imaginado, que nadie era capaz de distinguir nada parecido a semejante distancia. Pero estaba seguro. ¿Quieres un poco de agua?
Asentí con la cabeza. Davo alcanzó una jarra, sirvió agua en una taza de arcilla y me la puso en los labios. Yo tenía las manos cortadas y quemadas, pero ningún hueso roto. Tragar no fue tan doloroso como esperaba. El estómago se rebeló.
– Hambre -dije.
Davo asintió.
– Le diré a la cocinera que te prepare algo fácil de digerir, a lo mejor unas gachas frías. La comida de aquí es muy buena. O debería serlo, por lo que pagamos. La gente dice que es la mejor posada de Brindisi, pero para mi gusto hay demasiado pescado.
Le indiqué con la mano que siguiera con la historia.
– ¿Dónde estaba…? -continuó-. Ah, sí. El barco de Pompeyo. Consiguió cruzar la salida, aunque por los pelos. Deberías haber visto la cara de César, pensando que después de todo aún iba a capturar al Magno… Era como un buitre mirando la carroña. Pero al final, el barco de Pompeyo enfiló la bocana, con la suavidad de la boñiga que sale por el culo de la vaca. Y así con los demás barcos… todos menos dos que chocaron contra la barrera. César envió unas barcas para abordarlos y hacer prisioneros. Qué noche, suegro; todo era confusión, y Metón siempre en medio. -Davo hizo una mueca-. No estaba tan preocupado como esperaba… al enterarse de que te habías marchado con Pompeyo. Tenía esa expresión… ya sabes, que hace imposible imaginar qué está pensando, o al menos yo soy incapaz… Y dijo que quizá era mejor que te hubieras ido con Pompeyo y con Tirón.
»Me preguntó si pensaba volver a Roma con él, porque si lo hacía, debía tener la boca cerrada. No quería que César ni Marco Antonio supieran que te habías marchado de Roma con Pompeyo, al menos todavía. Supongo que la huida de su padre en un barco enemigo no iba a verse con buenos ojos. Le enseñé el dinero que me habías dado y le dije que no necesitaba su ayuda para volver a casa. Creo que se alegró de librarse de mí. Eso fue todo. Al día siguiente, después del discurso en el foro. César se marchó. Visto y no visto. Yo preferí quedarme unos días por aquí.
Bebí otro sorbo de agua.
– ¿Por qué?
– Porque estaba seguro de haber visto saltar a alguien del barco de Pompeyo… o de que habían empujado a alguien.
– Y pensaste que era yo. ¿Por qué?
– Fue una intuición. No puedo explicarlo, pero sabía que algo no iba bien. El hecho de que me dieras todo ese dinero, la forma en que hablabas, como si ya no tuvieras esperanzas de volver… -Cabeceó-. Tenía que asegurarme. Al día siguiente por la tarde decidí recorrer el puerto, empezando por la barrera sur de la bocana, porque era el punto al que más se había acercado el barco de Pompeyo. Había algunos hombres de César apostados allí vigilando la aparición de cuerpos arrastrados por las olas, para que no les robaran. Casi todos los que encontraban estaban muertos. Algunos tenían flechas clavadas. Otros estaban espantosamente carbonizados. La verdad es que… no esperaba encontrarte vivo. Cuando vi tu cara y abriste los ojos… -La voz le tembló y bajó los párpados.
Asentí con la cabeza.
– Entonces Metón no lo sabe.
– No. Cree que estás con Pompeyo. ¡Menuda sorpresa se llevara cuando lleguemos a Roma y te vea! Quizá entonces te hayan crecido las cejas.
Las gachas frías que trajeron de la cocina eran fáciles de tragar. Estaba hambriento, pero Davo se ocupó de que no comiera en exceso, ni muy deprisa.
Finalmente, reuní el valor suficiente para pedirle el espejo.
Después de todo, no estaba tan desfigurado. Las cejas habían desaparecido y el efecto no era muy favorecedor, pero no tenía grandes cicatrices ni quemaduras en la cara. Había tragado más agua, humo y vapores abrasadores de lo que puede considerarse saludable para un hombre; estaba cubierto de rasguños, quemaduras, ampollas y moraduras (sobre todo en el cuello, por donde me había agarrado Pompeyo), y tenía una herida asquerosa y purulenta en la espinilla, que me había hecho con la punta de una lanza al saltar del barco de Pompeyo. Deliraba y tenía fiebre cuando Davo me encontró, pero en cuanto la fiebre remitió, no tardé en recuperarme.
Algunos hombres en mi lugar habrían imaginado que los había salvado una mano divina en nombre de un destino especial. Yo, en cambio, me veía como un pececillo, demasiado pequeño para quedar atrapado en la red de Neptuno, o como una rama mojada que había sido arrojada a las calderas de Plutón y que había chisporroteado pero no había llegado a arder.
Estaba ansioso por volver a Roma. Y deseaba aún más ver de nuevo a Metón. En el campamento de César no había podido hablar con él con entera libertad. Había muchas cosas que quería contarle y preguntarle.
Evitamos el «atajo» de Tirón a través de las montañas y nos pusimos en camino por la via Apia, siguiendo los pasos de César, que viajaba a una velocidad que casi parecía imposible, dado el tamaño de su ejército. Aunque me esforcé, pronto comprendí que no podíamos mantener su ritmo ni mucho menos alcanzarlo. Tendría que esperar a llegar a Roma para volver a ver a Metón.
Al pasar por las ciudades que atraviesa la via Apia, unos días después que César, veíamos que en las tabernas, los mercados y las cuadras sólo se hablaba de aquello. Por dondequiera que aparecía, César era recibido con agradecimiento. Los magistrados locales juraban lealtad a su causa. Si había entre ellos algún partidario de Pompeyo, mantenía la boca cerrada.
El clima era agradable. En Benevento me volvió la fiebre y perdimos un día de viaje, pero aparte de esta contingencia llevábamos un buen ritmo. Entramos en Roma por la Puerta Capena al atardecer de las nonas de abril, el día quinto de este mes.
Diana se echó a llorar cuando vio a Davo. Bethesda se echó a llorar cuando me vio a mí. Mopso y Androcles no lloraron, sino que rieron con alegría. Metón sólo había ido una vez a ver a la familia, al día siguiente de llegar a Roma. Les había dicho que Davo estaba en camino, pero que yo había partido a Dyrrachium con Pompeyo. Mi llegada fue un acontecimiento inesperado para todos los interesados, incluso para mí, y mucho más agradable por ello mismo.
Había una cara menos en la casa, aunque los únicos que la añoraban eran quizá Androcles y Mopso. El guardaespaldas Cicátrix, apostado por Pompeyo para vigilar mi hacienda, había recibido órdenes claras de Metón: que se marchase para nunca más volver. Con su amo al otro lado del mar y César en
Roma, el esclavo había obedecido mansamente, feliz de conservar la cabeza. Nadie sabía adónde había ido.
Eco y su familia vinieron a casa aquella noche. Después de una bulliciosa cena, nos retiramos los dos al estudio y bebimos vino con agua hasta bien entrada la noche. Temía que me preguntara cómo había conseguido liberar a Davo y escapar de Pompeyo después; pero, al igual que el resto de la familia, parecía suponer que había recurrido a alguna treta. Por el momento seguiría ocultando la verdad sobre la muerte de Numerio y la traición de Metón.
Eco me puso al corriente de los últimos rumores que circulaban por el Foro. La noticia de la huida de Pompeyo, seguida casi de inmediato por la llegada de César, había originado en la ciudad convulsiones alternas de pánico y alegría. El Senado, o lo que quedaba de él, se había reunido a instancias de César en las calendas de abril. Qué había pedido exactamente César y cómo habían reaccionado los senadores era motivo de numerosas especulaciones, pero era obvio que no quedaba ningún senador con agallas o deseos de oponerse a que César estuviera en Roma.
Había rumores persistentes de que César aparecería en el Foro para dirigirse a la ciudadanía, pero hasta el momento no había sucedido. Quizá fuese porque temía una acogida hostil, incluso una revuelta. Las muestras de descontento habían comenzado cuando César había entrado por la fuerza en la cámara del tesoro sagrado del Templo de Saturno, que era el último recurso del pueblo ante posibles invasiones extranjeras. Aquellas reservas de lingotes de oro y plata se guardaban allí para ser utilizadas sólo en caso de una invasión bárbara, y nadie recordaba que se hubieran utilizado hasta entonces. Los ya exiliados cónsules habían discutido si recurrir al tesoro o no, y habían decidido dejarlo intacto. César se lo había llevado como si fuera un vulgar ladrón. Su excusa: que «el tesoro sagrado lo acumularon nuestros antepasados para que lo utilizáramos si los galos nos atacaban. Como yo personalmente, al conquistar las Galias, he eliminado la posibilidad de cualquier ataque, me llevo el oro». El tribuno Metelo trató de impedir el saqueo y bloqueó la puerta con su propio cuerpo. César le dijo: «Si no me queda más remedio, Metelo, ordenaré que te maten. Créeme, proferir esta amenaza me duele más que consumarla.» Metelo se apartó.
César había robado el tesoro sagrado y había amenazado a un tribuno que cumplía con su deber. A pesar de su continua retórica sobre negociar con Pompeyo y restaurar la Constitución, el mensaje estaba claro. César estaba dispuesto a saltarse cualquier ley que lo estorbara y a matar a cualquier hombre que se le opusiese.
¿Y Cicerón? César le había hecho una visita al pasar por Formies, camino de Roma. Le pidió que volviera a la ciudad y asistiera a las sesiones del Senado. Cicerón se negó con tacto y manifestó deseos de volver a su casa de Arpino para celebrar la puesta de la toga viril de su hijo, aunque fuera con retraso. Por el momento, César toleraba la neutralidad del senador. ¿Sería tan comprensivo Pompeyo si volvía a Italia a sangre y fuego? Pobre Cicerón, atrapado como el conejo de Esopo entre el león y la zorra.
– ¿Y tu hermano Metón? -pregunté-. Me han dicho que vino a ver a la familia al día siguiente de la llegada de César.
– Y no hemos vuelto a verlo -respondió Eco-. Está demasiado ocupado para despegarse de César, supongo. Si los rumores son ciertos, se marcharán dentro de poco. César va a dejar a Marco Antonio el gobierno militar de Italia y se dirigirá a Hispania para enfrentarse a las legiones que Pompeyo tiene allí.
Cabeceé.
– Tengo que ver a Metón antes de que se vaya.
– Claro, papá. César y sus hombres se alojan en la Regia. en pleno Foro. Como Pontífice Máximo, es su residencia oficial. Nos acercaremos mañana. Quiero estar allí para ver la cara de Metón… ¡Se sorprenderá tanto de verte como todos nosotros!
– No. Quiero ver a Metón a solas, en un lugar donde podamos hablar en privado. -Medité el problema y tuve una idea-. Le enviaré un mensaje esta noche para pedirle que nos veamos mañana.
– Muy bien. -Eco buscó un estilo y una tablilla de cera-. Dicta y yo lo escribiré.
– No, lo escribiré yo mismo.
Eco me miró con curiosidad, pero me dio el estilo y la tablilla. Escribí:
A Gordiano Metón, de su padre
Querido hijo:
He vuelto a Roma y estoy bien. Sin duda sentirás curiosidad por conocer mi peregrinación, como la siento yo por conocer la tuya. Búscame mañana al mediodía en la taberna Salaz.
Cerré la cubierta de la tablilla, até la cinta y la sellé con cera. Luego se la di a Eco.
– ¿Quieres encargarte de que un esclavo la entregue? Estoy tan cansado que apenas puedo mantener los ojos abiertos.
– Por supuesto, papá. -Eco miró la carta sellada y frunció el entrecejo, pero no hizo ningún comentario.