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En medio de aquella oscuridad no tardé en perder de vista a Tirón y Pompeyo en la abarrotada cubierta. Nadie puso reparos a mi presencia. En realidad, nadie pareció fijarse en mí.
Se ordenó a la soldadesca que se situara en sus puestos de combate; hubo una confusión considerable, movimientos frenéticos de un lado a otro y muchas discusiones y maldiciones. Después de los cuidadosos planes de Pompeyo y de una evacuación perfecta, pensé en la paradoja de que al final se salvaran todos los barcos menos el suyo, por la escasa experiencia naval de su escogida élite.
Pero la confusión fue sólo temporal. Colocaron las catapultas y las balistas en posición, las calzaron, las cargaron y las orientaron girando grandes ruedas. La infantería envainó las espadas, cogió las flechas y formó un cordón junto a la borda, levantando una barrera inexpugnable con los escudos. Detrás de ellos, en un plano más elevado, los arqueros ocupa-ron sus puestos. Otros soldados ayudaban a los arqueros, poniéndose a su lado para cubrirlos con el escudo y proveerlos de flechas.
Me refugié en lo alto de una plataforma elevada que había en el centro del barco. Los grandes navíos de transporte eran bultos gigantescos confundidos con la negrura que nos rodeaba. Unos iban hacia la bocana del puerto mientras que otros se rezagaban. Una operación tan coordinada, sin luces ni otras señales, sólo podía sugerir que seguían instrucciones muy concretas que habían sido estudiadas previamente.
La acústica del puerto era confusa. Oía gritos indistintos y el lejano clamor de la batalla, pero no habría sabido decir que ruidos llegaban de la ciudad ni cuáles venían de la bocana del puerto por la superficie del agua.
Los barcos seguían cruzando la barrera de plataformas y adentrándose en alta mar. Pensé que vería el cruce de flechas y proyectiles entre los barcos y los hombres de la barrera, pero la oscuridad y la distancia impedían distinguir los detalles.
Conforme el barco de Pompeyo se acercaba a la bocana, haciendo cola para pasar, comenzó el ataque incendiario. Las catapultas de la barrera empezaron a arrojar proyectiles de fuego a los barcos que pasaban. Gracias a la luz que producían vi algo totalmente inesperado: los hombres de César estaban desmantelando sus propias defensas a toda prisa, desmontando las torres y los antepechos, y tirando los restos al agua.
Los proyectiles caían demasiado lejos. Arrojaron más bolas de fuego, que tampoco llegaron y que al sumergirse en el agua levantaban una nube impresionante de vapor. Al mismo tiempo, los escombros que caían entre las olas acababan inflamándose y llenaban el puerto de pequeñas hogueras.
La mezcla de humo y vapor acabó poniendo en peligro al barco que iba delante de nosotros, oscureciendo la visibilidad del capitán. El navío se desvió de la ruta y viró bruscamente hacia la parte septentrional de la barrera. Oí una maldición detrás de mí y miré por encima del hombro. Pompeyo estaba a unos pasos y no parecía haberme visto. Toda su atención estaba puesta en la batalla.
El barco volvió a desviarse, esta vez por culpa de un súbito cambio del viento, y se dirigió en línea recta hacia la barrera, hasta que, desde mi perspectiva, pareció que la colisión era inminente. Oí a Pompeyo tragar saliva.
Pero no se produjo choque alguno. El barco pasó rozando. Por un momento, debido a la confusión creada por el humo, dio la sensación de que había atravesado el boquete de la barrera y había alcanzado mar abierto. Entonces oí maldecir a Pompeyo y vi qué había sucedido realmente. El barco seguía en el interior del puerto, avanzando en sentido paralelo a la barrera, al parecer incapaz de dar media vuelta. Pero de pronto se detuvo, inmovilizado por otro cambio del viento, viéndose atrapado contra el rompeolas y a merced de las flechas y los proyectiles de los hombres de César, que dejaron escapar un grito de alegría que resonó por todo el puerto.
En su indefensa posición, el navío de Pompeyo habría sido una víctima fácil de las bolas de fuego, pero al parecer el enemigo lo quería intacto. Como descubrimos al cabo de un momento, contaban con los medios necesarios para conseguirlo.
El oficial Escribonio llegó corriendo junto a Pompeyo.
– ¡Mi general, mira qué ocurre, mira hacia la ciudad!
El último barco de transporte había zarpado, lo que significaba que los últimos guardias de Pompeyo habían conseguido salir indemnes y emprender la huida. Pero eso también significaba que la ciudad estaba completamente a merced del ejército invasor. Gracias a las barricadas y las trampas, era razonable suponer que todavía estarían tratando de atravesar la ciudad, pero los muelles ya aparecían iluminados por las antorchas. Así pues, los hombres de César no sólo habían alcanzado ya el puerto, sino que habían subido a embarcaciones pesqueras y navegaban valerosamente hacia la barrera, con la clara intención de abordar el barco atrapado.
Escribonio asió el brazo cíe Pompeyo.
– Mi general, ¿damos media vuelta para presentar batalla? Podríamos alejarlos y ganar un tiempo precioso que aprovecharía el barco atrapado contra la barrera.
– ¡No! No podemos arriesgarnos a encallar en la barrera nosotros también. Ese barco ya está perdido. No hay forma de salvarlo. Si pudiera, yo mismo le prendería fuego para que no lo apresaran los hombres de César. ¡Mantén el rumbo!
Escribonio se retiró.
– ¿Cómo puede hacerlo? -Pompeyo golpeó el mástil con el puño-. ¿Cómo puede moverse tan rápido? ¿Qué pacto ha hecho César con los dioses? ¡Es humanamente imposible! Aunque los malditos habitantes de la ciudad hayan dicho a sus hombres dónde están las barricadas y las trampas, ¿cómo pueden haber llegado ya tantos soldados al puerto? ¿Y qué locura los empuja a seguirnos con esas barquichuelas? El mismo César debe de estar en una, animándolos a seguir.
Me volví para mirar hacia el puerto e imaginé a César en el extremo del muelle, con la capa roja ondeando al viento, observando el barco de Pompeyo mientras nos desvanecíamos entre las nubes de humo y vapor de la bocana. Cerré los ojos y recé para que Metón estuviera sano y salvo con César, y para que también lo estuviera Davo, lamentando, aunque poco, haber hecho lo que le dije. Imaginé a los dos, a mi hijo y a mi yerno, a salvo en el muelle, y me aferré a aquella imagen.
– ¡Maldito seas, Sabueso!
Abrí los ojos y vi a Pompeyo fulminándome con la mirada. La luz que despedían los maderos incendiados que flotaban en el agua atravesaba el humo y se reflejaba en sus ojos.
– Eres un hombre de César, ¿verdad?
Atónito, negué con la cabeza.
Pompeyo puso ceño.
– Ese esclavo que adoptaste, tu precioso hijo Metón… es tierno compañero de César desde hace años. Y tú eres un espía. Siempre te ha sido leal, ¡admítelo! Ni siquiera César habría conseguido que sus hombres atravesaran la ciudad con tanta presteza de no haber tenido espías que lo ayudaran. ¿Cuánto tiempo has estado en contacto con los ciudadanos? ¿Hasta qué punto conocías a esas ratas callejeras que casi acabaron conmigo? ¿Fuiste tú quien les dijo que lo hicieran? ¡No me extraña que suplicaras su perdón!
– Magno, estás equivocado. Lo que sugieres es imposible. Pregúntale a Tirón. Ha estado conmigo desde que salimos de Roma…
– Sí, te las apañaste para aprovecharte de él y engañarlo también. ¡Davo! ¡El ha sido quien me ha espiado durante todo este tiempo! Y yo que pensaba que era cerrado de mollera.
– Magno, esto es una locura.
La luz de las llamas danzaba en el rostro de Pompeyo. No lo habría reconocido. Parecía poseído por algo no humano… un dios o quizá un demonio, no sabría decir qué. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
Delante de nosotros se alzaban columnas de humo y fuego. Oí gritos por ambos costados, insultos y maldiciones de los hombres de la barrera. Oí los desgarradores crujidos de las catapultas y las balistas. Los proyectiles incendiarios se abatían sobre nosotros, silbando como arpías. Escribonio profería órdenes.
– ¡Catapultas, responded! ¡Arqueros, disparad!
Pompeyo no dejaba de mirarme, indiferente a la batalla que se libraba alrededor.
– Magno, yo no te he engañado. Esto no es una conjura. No soy hombre de César.
Me cogió del cuello. Al agarrarme, sentí toda la furia que había ido creciendo en su interior desde que abandonara Roma. Se me nubló la vista. Su cara bailoteó ante mis ojos. Entre el zumbido de mis oídos, los gritos y chillidos que nos rodeaban parecían meros susurros.
Una bola de fuego aterrizó tan cerca que nos empapó de agua fría; al instante se levantó una gran nube de vapor. Los soldados gritaron, rompieron la formación y volvieron a ella a toda prisa. Pompeyo no aflojó la presión. Forcejeé para apartarle los dedos de mi cuello.
– Si no eres espía de César, dime lo que has venido a contarme. ¿Quién mató a Numerio?
Todo el tiempo yo había sabido que llegaría aquel momento.
Sobre todo en noches de insomnio, me había representado mentalmente la escena muchas veces. De hecho, casi había llegado a desear que ocurriera. El secreto pesaba y quería quitármelo de encima. La vergüenza era amarga, como el ajenjo al paladar. Quería librarme de todo aquello. Pero, en mi imaginación, el momento y el lugar de la confesión siempre habían sido tranquilos y dignos, alguna sala de sesiones secretas, con testigos que aguzaban el oído y me escuchaban con atención, como a Edipo en escena… Pero no allí, en medio de una batalla, con muerte y oscuridad rodeándonos y Pompeyo enfurecido y a punto de estrangularme.
Las manos que me atenazaban casi me impidieron pronunciar las palabras.
– Yo… yo lo maté.
Sucedió todo lo contrario de lo que esperaba. De inmediato Pompeyo aflojó la presa y retrocedió.
– ¿Por qué dices eso, Sabueso? ¿Por qué mientes? ¿Sabes quién mató a Numerio o no?
– Lo maté yo -susurré.
Tragué saliva y me froté el cuello. Qué curioso, pensé: ¿qué sentido tenía molestarse en calmar unas leves irritaciones de un cuerpo que iba a dejar de funcionar al cabo de unos instantes?
Cuando subí al barco de Pompeyo, yo ya sabía que en él encontraría la muerte, aunque no esperaba que llegase tan pronto. Cuando salí de Roma, sabía que no volvería. Desde el principio había esperado cambiarme por Davo para que mi muerte tuviera algún valor y pusiera fin a mi vergüenza.
Escribonio recorrió la eslora del barco, agitando la espada por encima de su cabeza.
– ¡Catapultas de estribor, fuego a discreción! ¡Todos los arqueros, disparad a estribor!
Habíamos pasado peligrosamente cerca del tramo sur de la barrera… tan cerca que una bola de fuego pasó volando por encima de nosotros, dejando un rastro de humo y derramando una lluvia de chispas.
– ¿Por qué? -dijo Pompeyo. Su furia se había convertido en confusión-. Si hiciste algo así, ¿por qué lo confiesas?
Entre el humo que nos envolvía vi los ojos saltones de Numerio y su cara congestionada y sin vida. Entre el fragor de la batalla oí la voz trémula de su madre y los sollozos de Emilia, que lloraba por un niño que no nacería.
– Para librarme de la tortura -respondí-. De los remordimientos… De la culpa.
Pompeyo cabeceó con escepticismo, como si hubiera oído hablar de aquellas emociones pero no las conociera personalmente.
– Pero ¿por qué tenías que matar tú a Numerio? -La pregunta contenía otra cuestión implícita: ¿se le había escapado algo obvio que lo había despistado?
– Numerio vino a mi casa aquella mañana para chantajearme.
– ¡Jamás! Numerio era mío. Sólo trabajaba para mí.
– Numerio trabajaba para sí mismo. Era un truhán, un chantajista. Tenía un documento… la prueba de una conjura para matar a César, un pacto firmado por los conspiradores. La primera firma era la de mi hijo. El documento había sido escrito por la mano de Metón. Hasta la sintaxis era suya. -Bajé los ojos.
– ¿Tu hijo? ¿El favorito de César?
– No sé por qué Metón se ha rebelado contra César ni cuándo. Numerio dijo que tenía otros documentos escondidos en alguna parte. Pedía dinero, mucho más del que yo podía pagar. Se negó a bajar el precio. Dijo que estaba a punto de salir de Roma. Si no pagaba, enviaría inmediatamente los documentos a César, que conoce la escritura de Metón tan bien como yo. Habría sido su fin. Debía tomar una decisión de inmediato.
Pompeyo curvó el labio superior.
– El garrote que rodeaba su cuello…
– Un recuerdo de una investigación anterior. Numerio esperó en el patio mientras yo iba a buscar el dinero al estudio. Pero en lugar del dinero cogí el garrote. El estaba a los pies de Minerva, dándome la espalda, silbando. ¡Qué arrogante! Era joven y fuerte. Dudaba de mi fuerza… pero no fue tan difícil como pensaba.
Otra bola de fuego pasó por encima de nosotros, tan cerca que me estremecí. Vi crecer la cólera en la cara de Pompeyo.
– ¿Qué pasó con el documento que te enseñó?
– Lo llevé a mi estudio y lo quemé en el brasero. Entonces fue cuando Davo salió al patio y encontró el cadáver.
– Así pues, ¿Davo sabía la verdad? ¿Durante todo este tiempo?
– ¡No! No le dije nada del chantaje ni del asesinato. No se lo dije a nadie, ni siquiera a mi hija, ni a mi esposa. Para protegerlas. Si lo hubieran sabido y tú hubieras sospechado… Aunque ésa no fue la razón principal. Fue la vergüenza, la culpa…
Había cerrado el círculo. ¿Cómo iba a esperar que un hombre como Pompeyo entendiera algo así? Matar a cientos, a miles de hombres en una batalla significaba gloria y agradaba a los dioses. Matar a un solo hombre era un homicidio, un crimen contra los cielos.
Yo había matado antes, pero siempre en defensa propia, cuando no había elección posible y era mi vida contra la del otro. Nunca por la espalda. Nunca a sangre fría. Cuando maté a Numerio, algo murió dentro de mí.
En secreto siempre me había imaginado mejor que otros hombres. Hombres como Pompeyo, César o Cicerón me mirarían sin duda por encima del hombro y se reirían de tanta presunción, pero yo siempre me había sentido orgulloso y contento de saber que, aunque los otros fueran más ricos, más poderosos o de mayor alcurnia, yo seguía siendo mejor. Gordiano liberaba esclavos y los adoptaba. Gordiano estaba por encima de la avaricia y de las pasiones vulgares que enviaban a los romanos «respetables» a los tribunales, donde eran despedazados como animales rabiosos. Gordiano no engañaba ni robaba, y apenas mentía. Gordiano distinguía el bien del mal por un infalible compás moral interno, y aun así se compadecía de aquellos que estaban entre dos aguas. Gordiano nunca mataría. Como había dicho Pompeyo, matar gente no era su estilo.
Y sin embargo, Gordiano había hecho eso precisamente, arrebatar la vida a otro hombre en su propia casa.
Al hacerlo había perdido lo que me diferenciaba de los demás hombres. Había perdido el favor de los dioses. Lo sentí en el momento en que Numerio Pompeyo caía sin vida a mis pies. En aquel instante el sol se ocultó tras una nube, el mundo se volvió más frío y oscuro.
Aquel momento me había llevado directa e inexorablemente a éste. Estaba preparado para todo lo que pudiera pasar después. Me sometía a las Parcas.
Davo estaba libre. Había visto a Metón vivo y con buena salud. Bethesda, Diana, Eco y sus hijos estaban a salvo, o al menos tan a salvo como podía estarse en un mundo deshecho. Si era verdad que Numerio tenía escondidos en alguna parte otros documentos que comprometían a Metón, lo único que lamentaba era no haber sido capaz de encontrarlos y destruirlos.
Junto con mi confesión, también había imaginado lo que seguiría. Había visto a Pompeyo llamando a sus esbirros para que me llevaran lejos de su presencia, pero desde luego no había imaginado que saltaría sobre mí como un animal salvaje, arañándome la cara. Me cubrí los ojos. El Magno me agarró por el pelo y golpeó mi cabeza contra el mástil. Me pitaron los oídos y sentí el sabor de la sangre. Me tiró contra la cubierta mientras gritaba y me propinaba salvajes puntapiés.
Sin saber cómo, conseguí ponerme en pie. Corrí a ciegas, tropezando y cayendo sobre rollos de cuerda, chocando con frías corazas, cortándome las mejillas, los brazos y los hombros con flechas y lanzas. En medio del humo y el vapor de agua, todos me miraban estupefactos. Estaban asustados, no por mí, sino por el demente que me perseguía. Todos los hombres del barco estaban en el filo de la espada de Marte, entre la vida y la muerte. Ver a su jefe presa de aquel incontrolado ataque de furia los llenaba de desazón.
Otra bola incendiaria pasó por encima del barco, rozando la vela principal y dejando un fleco de llamas en el borde superior. A los soldados les entró el pánico.
– ¡Soltadla! ¡Soltadla! -gritó Escribonio.
Los hombres treparon por el mástil con las dagas entre los dientes.
Unas manos me cogieron por los hombros. Di un respingo y vi que era Tirón.
– Gordiano, ¿qué has hecho? ¿Qué le has dicho?
A la luz de las llamas que había sobre nosotros vi a Pompeyo a menos de cinco pasos de distancia. Su expresión casi me heló la sangre. Al momento siguiente estaría lo bastante cerca para verme reflejado en sus ojos; vería reflejado un hombre muerto.
Me aparté de Tirón y eché a correr. Sin saber cómo me salieron alas, o al menos eso pensé. De lo contrario, ¿cómo podría explicarse que lograra saltar por encima de los hombres que estaban formados junto a la borda? Por un momento pensé que había calculado mal y que al caer quedaría ensartado en sus lanzas. La punta de una me dio en la espinilla y me rasgó hasta el hueso. Grité de dolor. Al cabo de un momento caía de cabeza en el agua, tan fría que el pulso pareció detenerse y el grito se me congeló en los labios.
Una poderosa corriente me empujó hacia el fondo del agua. Aquello era el fin. Neptuno, no Marte, me reclamaba. Mi crimen sería purificado por el agua, no por el fuego.
El frío era insoportable y la oscuridad infinita. La corriente me hizo girar de un lado para otro. Me levantaba como si fuera un juego, como si quisiera decirme que era inútil resistirse. Perdí todo sentido de la dirección. De repente, me sorprendió ver manchas relucientes encima de mí, como sábanas de llamas amarillas. ¿Acaso la corriente me había arrastrado al fondo del mar, a alguna fisura que daba directamente al Averno? Aquello parecía imposible, pues los sentidos me indicaban que iba hacia arriba, no hacia abajo. La fría corriente fue acercándome a las llamas, hasta que sentí el calor de un madero que ardía junto a mi cara.
Tras acabar conmigo, la mano de Neptuno me expulsaba de su reino. Salí a un vacío de fuego, ardiente, sin aire, y aspiré con desesperación una bocanada caliente.
Iba a ser purificado al mismo tiempo por el agua y el fuego.