172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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– ¡No puedo creerlo! ¡Es que no puedo creerlo!

– Davo, no me aprietes tanto… Me estás ahogando…

– Lo siento. -Davo me soltó y dio un paso atrás. Me froté la mejilla, donde su cota de malla me había dejado una marca. Vestido totalmente de cuero y acero, su aspecto era tan impresionante como el abrazo que acababa de darme. Aun así, la amplia sonrisa que cruzaba su cara lo hacía parecer tan inofensivo como un niño.

– Es que no puedo creerlo -repitió, eufórico-. Has venido hasta Brindisi, cruzando montañas y todo. ¿Cómo has conseguido entrar en la ciudad?

– Es una larga historia, Davo. Ya te la contaré otro día.

Uno de los oficiales de Pompeyo dio un grito. Levantó el brazo y señaló un edificio alto que había al otro lado del foro. En el tejado había alguien corriendo de un lado para otro y agitando una antorcha.

Pompeyo entornó los ojos.

– Por Plutón, estabas en lo cierto. ¡Malditos pueblerinos! Está claro que es una señal para que César comience el ataque. Escribonio, ordena a un arquero que abata a ese hombre.

El oficial mencionado dio un paso adelante.

– Está fuera de tiro, mi general.

– Pues manda subir a alguien.

– Lo más seguro es que el camino del tejado esté bloqueado, mi general. Es una pérdida de tiempo…

– ¡Pues envía arqueros a un tejado cercano para que le disparen desde allí!

– Mi general, la evacuación ha comenzado. A estas horas los arqueros no…

– ¡No me importa! -lo interrumpió-. Mira a ese maldito mono, agitando la antorcha y riéndose de nosotros. ¡Los hombres de la plaza también lo ven, al igual que los bravos soldados apostados en la muralla! Es terrible para la moral de las tropas. Quiero a ese hombre muerto. ¡Y tráeme su mano, con la antorcha!

Escribonio reunió a unos cuantos arqueros, pero un momento después la orden de Pompeyo era ya impracticable. Todos los tejados de la ciudad se llenaron de civiles. Unos llevaban antorchas, otros danzaban a la luz de las mismas como si celebraran una fiesta. Pompeyo estaba furioso.

– ¡Malditos sean! Cuando vuelva a tomar Brindisi, quemaré la ciudad hasta los cimientos. ¡Y venderé a todos los hombres, mujeres y niños como esclavos! -Echó a andar de un lado para otro, sin apartar la mirada del oeste. Por encima de los tejados se veían las torres que flanqueaban la puerta de la ciudad-. Ingeniero Magio, ¿está bien bloqueada la puerta?

Un oficial dio un paso adelante.

– Desde luego que sí, mi general. Hay varias toneladas de escombros tras ella. No hay ariete capaz de echarla abajo. La única manera de que entren en la ciudad los hombres de César es saltando las murallas.

– Escribonio, ¿resistirán los arqueros y los honderos de las almenas?

– Todos son veteranos curtidos, mi general. Resistirán.

En aquel momento el aire frío nos trajo los primeros ecos de la batalla. Al principio sólo fueron gritos, luego el inquietante resonar de acero contra acero, y por fin el sordo retumbar de un ariete.

La plaza se vació enseguida. El último soldado rompió filas en silencio, dirigiéndose hacia los barcos. El foro se oscureció; sólo se veían ya los rectángulos iluminados de las puertas de los templos. Sentí un repentino deseo de entender el idioma mesapio. Me parecía que el ulular de los templos había ido cambiando gradualmente, que los cánticos de terror y lamentación se habían transformado en canciones de libertad que se mezclaban con el lejano rumor de la batalla.

Se dio la señal para que la comitiva de Pompeyo comenzara la evacuación. De repente, los que me rodeaban se pusieron a bajar por la escalera, al unísono. El oficial Escribonio entregó a Davo una antorcha y le dijo que se situara en la retaguardia.

Nos dirigimos al puerto por una ruta diferente de la que había tomado el centurión. Aquella calle era más ancha y el camino más recto. Me extrañó que no estuviera bloqueada y se lo comenté a Davo. Me dijo que esperase y tuviese los ojos bien abiertos. Al llegar al primer cruce, el ingeniero Magio ordenó que parásemos. Él y un puñado de hombres cogieron unas cuerdas que colgaban de los edificios laterales. Toneladas de escombros cayeron en la calle, detrás de nosotros. Habían instalado un ingenioso sistema de poleas, conectado a unas compuertas de madera que ocultaban un depósito de escombros en las plantas superiores de los edificios que flanqueaban la calle.

En el cruce siguiente repitieron la operación, y en el siguiente también. Magio bloqueaba la calle según íbamos pasando.

En otros sitios hacía una seña de precaución y nos conducía a todos en hilera por un lado de la calle, pegados a la pared. Allí habían cavado zanjas, las habían llenado de estacas y las habían cubierto. Sólo Magio sabía exactamente dónde estaban y por qué lado había que pasar para evitarlas, dado que eran invisibles. En la oscuridad, la tierra que cubría el mimbre parecía idéntica a la del resto de la calzada.

De vez en cuando oía a lo lejos los ruidos de la batalla que se libraba a nuestras espaldas, voces y gritos mezclados con los cantos de los templos. La oscuridad de las estrechas calles, la parpadeante luz de las antorchas, los aludes artificiales de escombros, las trampas invisibles que acechaban bajo nuestros pies, todo parecía salido de un sueño desquiciado. Las imágenes que había vivido aquel día reaparecían por siempre en mi mente agotada: flechas cruzando el cielo azul por encima de mi cabeza; las frías y tranquilas aguas del puerto, prometiendo la muerte; Fórtex en el muelle temblando de tensión, empuñando unos remos invisibles y mirando boquiabierto al barquero Caronte, que llegaba en su busca desde el otro lado de la laguna Estigia.

Me sentía atrapado en un sueño horrible en plena vigilia. Entonces quiso el azar que mirase a mi yerno Davo, que iba junto a mí. Sonreía de oreja a oreja. Para él todo se reducía a una aventura a lo grande. Lo cogí del brazo.

– Davo, cuando lleguemos al barco de Pompeyo, quiero que te quedes. -Frunció el entrecejo-. Davo, tengo la información que quería Pompeyo… Sobre Numerio. Pero sólo se la daré si accede a dejarte en tierra.

– ¿Dejarme en tierra?

– ¡Escucha, Davo, y trata de entenderlo! Yo me iré con Pompeyo, pero tú no. Es la única manera de conseguirlo. Te dejaremos en Brindisi, en el muelle. En cuanto el barco leve anclas, te quitas la coraza. ¿Lo entiendes? Quédate la espada para protegerte, pero quítatelo todo menos la túnica y tíralo al mar. No debe quedar nada que te identifique como hombre de Pompeyo. Los lugareños podrían tomar represalias y matarte, si es que no lo hacen antes los hombres de César.

– ¿Quedarme en tierra? -Davo seguía sin entenderlo.

– ¿No quieres volver a Roma? ¿No quieres volver a ver a Diana y al pequeño Aulo?

– Claro que sí.

– ¡Pues haz lo que digo! La ciudad será un caos durante un tiempo. Pero tú eres un hombre fuerte; nadie te molestará a menos que tenga una buena razón. No te metas en peleas. Hazte pasar por un ciudadano más, al menos hasta que puedas entregarte a los hombres de César.

– ¿Entregarme? Me matarán.

– No, no lo harán. César quiere parecer misericordioso. No te harán daño si tiras la espada y no te resistes. Exige ver a Metón. Y si Metón estuviera… si por alguna razón no lo encuentras, pregunta por Marco Antonio, el tribuno. Dile quién eres y pide su protección.

– ¿Y tú, suegro?

– Ya me las arreglaré.

– No lo entiendo. Terminarás en Grecia, con Pompeyo. ¿Cómo vas a volver a casa?

– No te preocupes por mí.

– Pero Diana… y Bethesda…

– Diles que no se preocupen. Diles… que las quiero.

– No es justo. Debería ir contigo, para protegerte.

– ¡No! Todo esto ha sido para rescatarte, para que volvieras a Roma. No eches a perder ahora todos mis esfuerzos, Davo. ¡Haz lo que te digo!

De repente, oírnos un estruendo en lo alto. Los escombros cayeron a la calle. Por un momento pensé que Pompeyo había quedado sepultado, pero salió entre el polvo, tosiendo y maldiciendo. Alguien había accionado una de las trampas de Magio con intención de atraparnos.

Los hombres de Pompeyo no tardaron en corretear por encima de los escombros, en busca de los culpables. Tras los gritos de alegría del principio, vinieron los alaridos de terror. Los soldados volvieron con los culpables, cuatro jóvenes altivos a los que sujetaban por el pelo y con los brazos doblados en la espalda. El mayor aparentaba la edad de Mopso y los otros parecían aún más jóvenes. Me sorprendió que hubieran tenido la fuerza necesaria para tirar los escombros. Que lo hubieran conseguido era una prueba del arte de Magio.

Para Pompeyo fue la gota que colmó el vaso. Se dirigió al mayor y le cruzó la cara de un bofetón. El muchacho depuso su actitud desafiante. Parecía aterrado. Empezó a sangrar por la nariz y a sollozar. Sus compañeros hicieron lo mismo.

Pompeyo chasqueó los dedos.

– ¡Guardaespaldas! ¡Venid! Ejecutar guerrilleros no es trabajo de soldados.

Davo respondió al momento. Lo agarré del brazo, pero se soltó. Susurré su nombre. Me miró y se encogió de hombros, dándome a entender que no tenía elección.

– Atadles los brazos a la espalda y tendedlos sobre los escombros -ordenó Pompeyo. Davo levantó la antorcha mientras los otros guardaespaldas rasgaban la túnica de los muchachos y utilizaban los jirones para maniatarlos-. Amordazadlos -agregó Pompeyo-. No quiero oír súplicas de perdón. Luego cortadles la cabeza.

Los sollozos de los muchachos se convirtieron en gritos. Se rasgaron más ropas y los gritos se apagaron de pronto.

– Los ejecutaremos aquí mismo y los dejaremos para que sirva de escarmiento. Que los habitantes de Brindisi vean el precio que se paga por traicionar a Pompeyo Magno. Que lo mediten mientras esperan mi vuelta.

Sucedió tan deprisa que no pareció real. A los pocos segundos habían desnudado por completo a los muchachos, los habías atado y amordazado, preparándolos para cortarles la cabeza. Tirón se retiró a las sombras, con la cabeza inclinada. Davo retrocedió y Pompeyo se dio cuenta.

– ¡Davo! Tú le cortarás la cabeza al jefe.

Davo tragó saliva. Me miró y bajó los ojos. Tendió la antorcha a un soldado y desenvainó poco a poco la espada. Se removía con nerviosismo, apoyándose ora en un pie, ora en el otro.

– ¡No, Magno!

Pompeyo se volvió para ver quién gritaba.

– ¡Sabueso! Debería haberlo adivinado.

– Magno, deja que los muchachos se vayan.

– ¿Que los deje ir? Casi me matan.

– Fue una travesura. Son niños, no soldados. Dudo incluso que supieran que tú ibas a la cabeza de la comitiva.

– Peor aún. ¿Qué habrían dicho en Roma? ¡Pompeyo Magno, muerto accidentalmente por un grupo de gamberros callejeros que hacían trastadas! Lo pagarán con la cabeza.

– ¿Y qué iban a decir en Roma? Unos muchachos, casi unos niños, decapitados y abandonados para que sus padres los encuentren. Si fueran bárbaros de la frontera, de acuerdo, pero estamos en Italia. Podríamos estar en Corfinio. O en la mismísima Roma.

Pompeyo se mordió el labio inferior y me miró durante un momento que me pareció muy largo.

– Envainad los aceros -ordenó al fin-. Dejad a los chicos tal como están, atados y amordazados. Que la ciudadanía vea que han sido capturados y perdonados. Si César puede ser misericordioso, yo también. ¡Por Plutón, salgamos de este lugar de infortunio!

Davo relajó los hombros con alivio. Pompeyo me lanzó una última mirada llena de furia y alargó los brazos hacia sus guardaespaldas para que lo ayudaran a remontar el montan de escombros. Davo se quedó atrás para ocupar su puesto en la retaguardia. Me ayudó a recorrer paso a paso los escombros. Era la última trampa. Corrimos hacia el puerto, sin decir una palabra más.

En cuanto cruzamos las puertas de la ciudad y llegamos al muelle, un soldado recogió todas las antorchas, corrió hacia la orilla y las tiró al agua. El puerto era claramente visible para las fuerzas de César que lo rodeaban. En aquellas circunstancias, la oscuridad era tan importante como el silencio para que la operación de Pompeyo tuviera éxito.

Los muelles estaban atestados de gente que esperaba para subir al barco asignado. Las órdenes se daban en voz baja. Adelantamos rápidamente a la turbamulta que quedaba a ambos lados, en busca del extremo del muelle.

El siniestro silencio quedó súbitamente roto a causa de los vítores que estallaron delante de nosotros y que se propagaron por el muelle. Al principio pensé que los hombres de Pompeyo se habían percatado de la llegada de su general. Entonces oí un grito:

– ¡Han pasado! ¡Lo han conseguido! -El primer barco de transporte había logrado introducirse entre las plataformas de la bocana del puerto y había salido al mar.

Zarparon más barcos, con crujidos de mástiles y las velas hinchadas. Cuanto más cerca estábamos del final del muelle, con mayor claridad veía la bocana del puerto. Las plataformas eran tan negras como el muelle, una mancha que flotaba sobre las aguas. Un capitán que no tuviera buena visión nocturna podía estrellarse fácilmente contra ellas. Yo me sentía más fuera de mi elemento que nunca, metido de lleno en un mundo tenebroso, gobernado por sujetos como Pompeyo y César, donde los hombres preparaban aludes, movían montañas de tierra, edificaban encima del agua y convertían en arma incluso la oscuridad.

Al final del muelle esperaba el barco de Pompeyo. Era un bajel más pequeño, ligero y rápido que los barcos de transporte. Colocaron la pasarela y Pompeyo se dirigió directamente hacia ella. Me armé de valor y apreté el paso para ponerme a su altura.

– ¡Magno!

Se detuvo bruscamente y se volvió. Sin la luz de las antorchas era difícil ver su expresión. Sólo percibí sombras profundas donde deberían haber estado los ojos. La dura línea de su boca se torcía bruscamente hacia abajo.

– ¡Que Plutón te lleve, Sabueso! ¿Qué quieres ahora?

– Magno, mi yerno. Quiero que lo liberes del servicio. Que lo dejes en tierra.

– ¿Por qué?

– Es el precio de lo que tengo que decirte. «Ni aquí, ni ahora»; ésas fueron tus palabras. Pues será a bordo de tu barco, cuando haya tiempo. Iré contigo. Pero debes dejar a Davo aquí.

Pompeyo guardó silencio. Parecía mirarme, pero no podía ver sus ojos. Al cabo indicó por señas al resto del grupo que empezaran a embarcan. Luego se volvió hacia mí.

– Sabueso, ¿por qué tengo la sensación de que esto es un truco… una treta para cambiarte por el cabeza hueca de tu yerno? Perdoné a esas ratas callejeras por jugar conmigo. No voy a hacer lo mismo por ti.

– No es un truco, Magno. Sé quién mató a tu pariente y por qué.

– Pues dímelo ahora.

Miré a Davo, que se había quedado rezagado mientras los demás embarcaban. Tirón también retrocedió, a la espera de lo que sucediese.

– No, te lo diré después de zarpar.

– Quieres decir después de que tu yerno esté fuera de mi alcance, ¿no? ¿No te fías de mí, Sabueso?

– Tenemos que confiar el uno en el otro, Magno. Pompeyo ladeó la cabeza.

– Qué tipo tan raro eres, Sabueso; atreverte a hablarme en ese tono. Vamos, embarca. -Dio media vuelta-. Tú también, Tirón. ¡Deja de mirar como un búho! En cuanto a ti, Davo, ya no te necesito. ¡Largo! ¡Márchate! ¡Que Plutón te acoja!

Davo me miró. Di un paso adelante, rebusqué en la túnica y le di mi faltriquera. Davo la miró y frunció el entrecejo. Estaba llena de monedas de plata. Gracias a la generosidad de Tirón, casi no había gastado nada durante el viaje. Había más que suficiente para volver a casa sano y salvo.

– Pero suegro -murmuró-, ¡no puedes dármelo todo! Lo necesitarás.

– ¡Davo, cógelo y vete!

Me miró a los ojos, luego a la bolsa y otra vez a los ojos. Se encogió de hombros y respiró hondo. Finalmente se volvió, aún vacilante.

– ¡Davo, vete ya!

Sin mirar atrás, echó a andar por el muelle, en dirección a la ciudad.

Tirón subió al barco. Yo esperé a Pompeyo, pero me indicó por señas que subiera primero. Luego me siguió y retiraron la pasarela.

Se dieron las órdenes entre susurros. Las velas hinchadas daban sacudidas. El barco empezó a moverse y a alejarse del muelle.

Contemplé el camino por el que habíamos llegado y vi una figura que supuse sería la de Davo, de pie en el muelle, enmarcado por la puerta de la ciudad. El barco viró entonces y lo perdí de vista.