172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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20

Todos los que nos rodeaban parecían tener algo que decir.

– Si le sacas la flecha, lo más probable es que se muera.

– ¡Se morirá seguro si se la dejamos!

– ¿Estás seguro de que sigue vivo?

Fórtex estaba tendido de espaldas en la pasarela, con los ojos abiertos, sin parpadear y con la abundante barba llena de sangre. Había más sangre en el astil de la flecha que en la herida del cuello. Estaba totalmente rígido y con los músculos en tensión. Sus dedos seguían curvados y con los nudillos blancos. No había sido fácil abrirlos para apartar los remos. Y también había costado sacarlo de la barca para llevarlo al muelle. La parte delantera de su túnica estaba empapada de sangre.

Me puse a sus pies, mirando hacia abajo, incapaz de apartar los ojos de él. Tirón estaba a mi lado, tiritando y empapado.

– ¿Qué crees, Gordiano?

– Es tu criado, Tirón. -Ahora estábamos en los dominios de Pompeyo, así que no tenía sentido seguir fingiendo que Tirón era mi esclavo.

Tirón replicó con un susurro, con los dientes castañeteando:

– Lo más piadoso sería acabar con su dolor.

Fórtex no daba indicios de oír nada. Sus ojos abiertos miraban al cielo. La tensión de su cuerpo era un espectáculo insoportable, como si cada músculo se hubiera comprimido en señal de desafío. ¿Era miedo, valentía o sólo instinto animal lo que lo aferraba a la vida con tanta desesperación?

Habíamos pedido un médico, pero no aparecía ninguno. Miré la flecha y me pregunté qué habría que hacer con ella. Si cortábamos un extremo, podríamos sacarla. Pero ¿no haría eso que le saliera más sangre? Quizá la flecha era lo único que impedía que su yugular se convirtiera en un surtidor de sangre.

Era insoportable verlo temblar en aquella silenciosa tortura sin hacer nada. Me decidí a extraerle la flecha. Empuñé la daga y apreté los dientes, esforzándome por no pensar en la desgracia que podía causar.

El problema se solucionó antes de que pudiera moverme. La tensión del cuerpo de Fórtex desapareció de súbito. Sus dedos se relajaron. De sus labios brotó un suspiro, como una nota de flauta. Cruzó su propio Rubicón y partió hacia la laguna Estigia. La multitud dejó escapar un suspiro de alivio. Cada cual se fue a sus asuntos. Un hombre vivo con una flecha en el cuello era digno de ver; un hombre muerto, no.

– Es curioso -dijo Tirón- que algunos hombres vivan exactamente el tiempo necesario, y ni un día más.

– ¿A qué te refieres?

– A Fórtex. Su deber era traerme sano y salvo hasta Pompeyo. Si lo hubieran herido unos momentos antes, no habríamos podido llegar al muelle. Tú y yo habríamos muerto en la barca con él. Pero en lugar de entonces ha muerto precisamente ahora, y aquí estamos los dos. Como si los dioses lo hubieran decretado.

– ¿Entonces crees que todos los hombres tienen un destino? ¿Incluso los esclavos?

Tirón se encogió de hombros.

– No lo sé. Los grandes hombres sí tienen un destino. Quizá los demás lo tengamos sólo si nos cruzamos en su camino y desempeñamos un papel en su porvenir.

– ¿Eso es lo que te hace tan valiente, Tirón? ¿Creer en el destino?

– ¿Valiente?

– En la montaña, por ejemplo, cuando te enfrentaste a Otacilio. O en el campamento de Antonio. En la tienda de César Y en la barca bregando de pie con la vela, con las flechas silbándote en los oídos.

Tirón volvió a encogerse de hombros. Miré detrás de él, hacia las puertas que comunicaban el muelle con la ciudad. Un centurión de aire decidido y una compañía de soldados venían hacia nosotros.

– Y este viaje que hemos hecho juntos, Tirón… ¿es porque yo soy parte de tu destino o porque lo eres tú del mío?

– Parece haber cierta reciprocidad.

– ¿Y el papel de Fórtex era traernos hasta aquí, simplemente?

– Pues claro.

– Me pregunto si Fórtex lo vería de esa manera. ¿Y qué me dices del carretero sin nombre?

– Nos trajo por las montañas, ¿no? Todo ha colaborado para llegar a un buen fin.

– No para él. Pero, si tienes razón, los dioses han cuidado de que lleguemos sanos y salvos. Si quieren que cumpla la misión que me ha traído aquí, entonces es seguro que viviré más tiempo. Así que trataré de ser tan valiente como tú.

Tirón me miró con ceño y cara de desconcierto, y se adelantó para saludar a los soldados. El centurión le preguntó su nombre.

– Soscárides. Espero que te hayan informado de mi llegada.

– Muy espectacular, por lo que me han contado los arqueros. -El centurión, un veterano canoso, feo y ancho de cara, lucía una sonrisa tan tenue como prieta.

– He de dar las novedades al Magno en persona, a nadie más -dijo Tirón.

El centurión asintió con la cabeza.

– ¿Quién es el muerto?

– Un esclavo. Mi guardaespaldas.

– ¿Y éste? ¿Otro esclavo?

Tirón se echó a reír.

– Levanta la mano y enséñale el anillo de ciudadano, Gordiano. Centurión, este hombre también es conocido del Magno. Viene conmigo.

El centurión gruñó.

– Bueno, no podéis dar las novedades al general en jefe con esa facha… tú empapado de agua y ése con la túnica ensangrentada. Vamos a ver si encontramos ropa limpia para que os cambiéis.

– No hay tiempo -repuso Tirón-. Tienes que llevarnos ante Pompeyo de inmediato.

– ¡Por Cástor y Pólux, ten un poco de paciencia! -El centurión miró a los desocupados que pululaban por el muelle y señaló a un civil bien vestido-.¡Tú, ven aquí! Sí, tú y tu amigo. Los dos. ¡Vamos! -Como los dos hombres intentaran retroceder, el centurión chasqueó los dedos. Los soldados corrieron a sujetarlos.

El centurión miró a los dos hombres de arriba abajo. -Sí, parece que tenéis la misma talla. Y vuestras prendas no están muy ajadas. ¡A desnudarse!

Los hombres se quedaron atónitos. El centurión chasqueó de nuevo los dedos y los soldados los ayudaron a quitarse la ropa.

– ¡Sin brusquedades! -gritó el centurión-. No hay que romper las túnicas. ¿Cuál prefieres, Soscárides?

Tirón parpadeó.

– Supongo que la amarilla.

– Muy bien. Tú, el de la túnica amarilla, quítate también el taparrabos. ¡Venga! Mi amigo Soscárides está calado hasta los cojones y necesita uno seco. -Se volvió hacia nosotros-. Vamos, compañeros, quitaos esos andrajos y poneos vuestras nuevas ropas.

Me quité la túnica ensangrentada.

– ¿A qué viene esa manía de los militares de desnudar a la gente? -pregunté a Tirón en voz baja, recordando la humillación a que nos había sometido Otacilio en las montañas. César había dicho que los hombres de Pompeyo habían perdido el apoyo de los habitantes de Brindisi. Ahora entendía por qué.

El centurión nos miró los pies.

– ¡Las sandalias también! -ordenó a los desventurados civiles. Los dos dieron un respingo y luego, obedientemente, se agacharon y empezaron a desatarse las tiras de las pantorrillas.

– No me importa ir con el calzado mojado, ya se secará -dijo Tirón mientras se quitaba la ropa empapada y se ponía la otra.

El centurión negó con la cabeza.

– Hazme caso. He ido y venido de las Columnas de Hércules andando, al frente de mis hombres. Soy un experto en pies. Te alegrarás de calzar sandalias secas cuando todo empiece a moverse.

– ¿A moverse? -dijo Tirón, poniéndose la túnica amarilla. Le quedaba perfecta.

El centurión entornó los ojos para mirar al sol, por encima del sector occidental de la ciudad.

– El sol se está poniendo. ¿Y adónde van las horas? Una vez que haya oscurecido, las cosas empezarán a moverse, con rapidez y con ganas. ¡Créeme, te alegrarás de llevar ropa limpia y sandalias secas! ¡Recuérdame entonces, amigo Soscárides, y reza una plegaria por el centurión que te cuidó con tanta ternura como tu propia madre!

Para contener el avance de los hombres de César una vez entraran en la ciudad, Pompeyo había levantado barricadas en las calles principales y había tendido trampas, zanjas que ocupaban toda la anchura de la calle y cuyo fondo estaba lleno de afiladas estacas, cubiertas por planchas de mimbre que a su vez quedaban ocultas por una fina capa de tierra. Sólo era posible acceder al centro de la ciudad por travesías y callejones. El centurión iba en cabeza y los soldados avanzaban en formación circular, rodeándonos a Tirón y a mí.

Oficialmente, los habitantes estaban confinados en sus casas, pero de hecho se hallaban por doquier, gritando, corriendo de un lado para otro, con pánico apenas contenido. Si el campamento de César había parecido una colmena que bullía de movimientos ordenados, Brindisi era un hormiguero alcanzado por el arado del agricultor. No dejaba de tener mérito la calma de nuestro centurión, que parecía indiferente a todo cuanto nos rodeaba.

Por fin salimos del laberinto de callejas y llegamos al foro de la ciudad, una plaza típica, rodeada de edificios públicos y templos. Imperaban allí al mismo tiempo una mayor sensación de orden y caos. Los centuriones gritaban órdenes y las tropas formaban en el centro de la plaza. Mujeres deshechas en llanto y hombres pálidos como la cal abarrotaban las escaleras del templo. Por las puertas abiertas salían olor a incienso y mirra y el eco de las plegarias salmodiadas, no en latín, sino en la extraña lengua ululante de los mesapios, la raza que había colonizado el tacón de la bota itálica al principio de los tiempos y había construido la ciudad de Brindisi. Los mesapios habían luchado contra Esparta en la antigüedad. Combatieron contra Pirro, que los conquistó en nombre de Roma. El pueblo cosmopolita y marinero de Brindisi veneraba a todas las deidades adoradas en Roma, pero también rendía culto a sus propios dioses, antiguas deidades mesapias desconocidas en Roma y de nombres impronunciables. Era a estos dioses a los que invocaban llenos de desesperación, en un momento en que el destino de su ciudad pendía de un hilo.

Llegamos al edificio del senado municipal, al este del foro, donde Pompeyo había instalado su cuartel general. El centurión nos dijo que esperásemos en las escaleras mientras él entraba. Los soldados seguían rodeándonos. Yo no estaba muy seguro de si era para protegernos o para que no escapáramos. Exhausto, me senté en los fríos y duros escalones. Tirón se sentó a mi lado. La atmósfera de la ciudad sitiada me había desanimado, aunque curiosamente parecía haber estimulado a Tirón.

– Si a Pompeyo le sale bien -dijo-, será sin duda el mayor genio militar de la época.

Hice una mueca.

– Si le sale bien ¿qué?

– La retirada de Brindisi. Ya ha enviado parte del ejército a Dyrrachium, con los cónsules y con la mayor parte del Senado. Ahora viene lo más difícil. Con César preparado para escalar las murallas y penetrar en la ciudad, ¿podrá Pompeyo organizar una retirada ordenada por las calles, hasta los barcos, y salir por la bocana del puerto? Es un reto táctico impresionante. Y el riesgo, enorme.

– Ya entiendo qué quieres decir: cómo y cuándo tiene que saltar de las almenas el último defensor, ceder el terreno a los invasores y subir al último barco. Podría ser una estampida.

– Que a su vez podría devenir en una derrota aplastante. -Tirón miró alrededor, contemplando la mezcla desigual de orden militar estricto y pánico religioso apenas contenido-. Además está el factor imponderable e incontrolable de la población civil. Sabemos que están hartos de Pompeyo. Pero ¿pueden estar seguros de que César no los matará por haber dado cobijo a su enemigo? Es probable que los ciudadanos se dividan en facciones, empujados por viejas rencillas. ¿Quién sabe cómo se aprovecharán del caos? Puede que unos abran las puertas y guíen a los hombres de César para que rodeen las barricadas y no caigan en las trampas, y que otros les tiren piedras desde los tejados. A algunos les entrará el pánico y tratarán de subir a los barcos de Pompeyo. Son tantos que podrían abarrotar las calles e imposibilitar la huida. A un caudillo militar se le juzga por su capacidad para salir airoso de los problemas. Si Pompeyo consigue que sus hombres salgan ilesos de Italia, se habrá ganado de nuevo el derecho a que lo llamen Magno.

– ¿Eso crees? En mi opinión habría demostrado mejor su genio evitando esta encerrona desde el primer momento.

– Pompeyo obró del mejor modo posible, teniendo en cuenta la situación. Nadie había previsto que César se atrevería a cruzar el Rubicón. Incluso los capitanes de César se quedaron atónitos. Creo que hasta él mismo se sorprendió de su soberbia.

– ¿Y el desastre de Corfinio?

– Pompeyo no tuvo nada que ver con eso. Ordenó retroceder a Domicio y que se uniera a él, pero Domicio dejó que la vanidad mandara sobre el sentido común, del que por cierto anda bastante escaso. Compara a Domicio con Pompeyo: en todas las decisiones que ha tomado desde que empezó la crisis, Pompeyo ha obrado guiado por la razón. Nunca se ha dejado llevar por la vanidad ni la soberbia.

– Algunos aseguran que tampoco se ha dejado llevar mucho por el valor.

– Se necesita valor para mirar a un enemigo a los ojos mientras se retrocede paso a paso. Si consigue mantener esta retirada en orden hasta el final, Pompeyo habrá demostrado que tiene la columna vertebral de hierro.

– ¿Y entonces qué?

– ¡Ahí está lo más genial! Pompeyo tiene aliados por todo el este. Allí le espera su mayor contingente, justo donde César es más débil. Mientras Pompeyo concentra sus fuerzas, desde la fortaleza de Grecia puede bloquear Italia e interceptar todos los barcos procedentes de Oriente, sobre todo el grano que llega de Egipto. Que César gobierne Italia en los días venideros. Con Egipto bloqueado y Oriente levantándose contra él, con la hambruna extendiéndose por Italia y las tropas de Pompeyo en Hispania, veremos cuánto tiempo dura en Roma el rey César.

Pensé que las palabras de Tirón tenían su parte de lógica. ¿Imaginaba César aquel desarrollo de los acontecimientos? Pensé en el hombre seguro de sí mismo que había visto aquella mañana. No obstante, quizá aquello formaba parte de su talento para la jefatura, aparentar que no dudaba y jamás dejar entrever las pesadillas que lo acosaban en la oscuridad.

Puede que Pompeyo se saliera al final con la suya. Pero para que eso sucediera, sus hombres y él tendrían que salir bien librados de Brindisi. Habíamos llegado a un punto crucial en el gran combate. En las próximas horas los dados de Pompeyo tendrían que darle una jugada lo bastante buena para poder tirarlos otra vez, o perdería la partida.

El centurión volvió.

– El Magno quiere verte. -Me dispuse a levantarme, pero me puso una mano en el hombro-. A ti no. A Soscárides. Cogí a Tirón por el brazo.

– Cuando veas a Pompeyo, pídele que me conceda audiencia.

– Haré lo que pueda, Gordiano. Pero en medio de una acción militar, no deberías esperar que…

– Recuérdale el trabajo que me encargó en Roma. Dile… dile que sé la respuesta.

Tirón enarcó una ceja.

– Quizá deberías decírmelo a mí, Gordiano. Puedo comunicárselo a Pompeyo y solicitarle que libere a Davo. Eso es lo que quieres, ¿no?

Negué con la cabeza.

– No. Sólo revelaré la verdad sobre el asesinato de Numerio a Pompeyo, y sólo si antes libera a Davo. Si quiere saber qué le pasó a Numerio, debe cumplir estas condiciones. De lo contrario, nunca lo sabrá.

Frunció el entrecejo.

– Si le digo todo eso, y resulta que es un truco para que te conceda audiencia…

– Por favor, Tirón.

Me miró con recelo y siguió al centurión hacia el cuartel general.

El sol se puso tras las colinas de occidente. Una luz crepuscular envolvió el foro, trayendo una curiosa sensación de calma. Hasta el escalofriante ulular que salía de los templos parecía raramente reconfortante.

Encendieron antorchas y las pasaron entre las tropas. Ahora entendía por qué Pompeyo había esperado para salir de noche. En la oscuridad, las barricadas y las zanjas de las calles serían doblemente efectivas. Mientras los sitiadores tropezaban entre sí y caían unos encima de otros, los hombres de Pompeyo rodearían los obstáculos y llegarían rápidamente a las embarcaciones.

El centurión se acercó otra vez.

– ¿Soscárides…? -dije.

– Todavía está con Pompeyo.

– ¿No me manda ningún mensaje?

– Aún no.

Sonaron portazos metálicos al final de la escalera. Me puse en pie. Un numeroso grupo de oficiales salió del edificio. El centurión y sus soldados se pusieron firmes.

Pompeyo iba a la cabeza del grupo, protegido por una coraza chapada en oro. El metal brillaba, reflejando la luz de las antorchas de la plaza. Bajo el brazo llevaba un casco también dorado con un penacho de crin amarilla. De cuello para abajo, gracias a la musculosa superficie del peto, parecía tener el físico de un joven gladiador. Estropeaba la ilusión un par de piernas largas cuya delgadez no conseguían camuflar las doradas grebas.

Busqué a Tirón en la comitiva, pero no lo vi. Tampoco veía a Davo.

– ¡Magno! -grité para llamar su atención. Hice como habría podido hacer cualquier ciudadano en el Foro que elevara una petición a un magistrado. Pero aquello no era Roma, y el hombre que tenía delante no era Pompeyo el político, obligado a congraciarse con todos los Marcos con derecho a voto. No,aquél era Pompeyo Magno, general en jefe de las legiones de Hispania, el hombre que creía en las espadas y no en las leyes.

– ¡Silencio! -exclamó el centurión, que seguía en posición de firmes. Su mirada me decía que yo hiciera lo mismo.

Pompeyo se detuvo en lo alto de las escaleras. Los oficiales se arremolinaron alrededor de él. Un trompeta dio el toque de firmes. Yo no estaba ni a diez pasos de distancia. Pompeyo parecía cansado y demacrado. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Sin embargo, los soldados de la plaza verían un Pompeyo muy diferente, una figura poderosa, envuelta en oro, casi esculpida en oro, una estatua de Marte revivido.

– ¡Soldados de Roma! ¡Defensores del Senado y del pueblo! Esta noche llevaréis a cabo la misión para la que os habéis preparado durante los últimos días. Cada uno de vosotros tiene un cometido diferente. Todos sabéis cuál es. Actuad con rapidez y eficiencia, obedeced las órdenes de vuestros centuriones y no habrá ningún problema.

»El enemigo ha sido rechazado una vez tras otra. Unos cuantos arqueros y honderos veteranos no han permitido que se acercara a las murallas de la ciudad. No tiene barcos. Sus esfuerzos para bloquear el puerto han sido inútiles. Como es habitual, su ambición es superior a su habilidad. A la larga lo lamentará.

Hubo risas entre las tropas de la plaza. Yo nunca había tenido ojos para el presunto encanto de Pompeyo, pero aquellos hombres parecían verlo y apreciarlo. Puede que hubiera que ser militar para darse cuenta.

– Estamos a punto de abandonar Italia y cruzar el mar -prosiguió-. Alguno de vosotros tal vez se sienta receloso. Pues no debe. Vamos hacia delante, no hacia atrás. Roma está ahora al otro lado del agua. Vamos a reunirnos con ella. Una ciudad está hecha de hombres, no de edificios. Vamos en pos del auténtico corazón de Roma, con los cónsules elegidos como se debe. Dejemos que el enemigo conquiste edificios vacíos si lo desea, y que se conceda a sí mismo todos los títulos huecos que su imaginación pueda inventar. Yo creo que ha vivido demasiado tiempo al norte del Rubicán, entre bárbaros primitivos que adoran a los monarcas. Después de conquistar a esos reyezuelos, cree que puede convertirse en uno más. Pero debería recordar, por el contrario, el destino de todos los déspotas que han alzado alguna vez la mano contra el Senado y el pueblo de Roma.

Los murmullos de las tropas se convirtieron en vítores. Pompeyo los atajó levantando las manos.

– ¡Soldados! Recordad la primera orden del día. ¡Silencio! El oído del enemigo está pegado a las murallas de la ciudad. Debemos llevar a cabo esta operación con el mayor sigilo. Comienza ahora, en este momento. Jefes de cohorte, ¡iniciad la evacuación!

Hizo una seña a los oficiales que tenía detrás, como si fuera el maestro de ceremonias de un circo indicando el comienzo de una carrera. Los oficiales se adelantaron y Pompeyo dio un paso atrás, ocultándose a la vista de las tropas como un deus ex machina dorado que hiciera mutis entre bastidores.

La comitiva que lo rodeaba se redujo considerablemente tras la partida de los jefes de cohorte, y pude ver a Tirón, que caminaba al lado de Pompeyo. Los guardaespaldas personales del Magno estrecharon el cerco. Entre ellos distinguí asimismo a un gigante torpe, cuya manera de andar me resultaba familiar. Antes de que se volviera y pudiera verle el perfil de su rostro infantil, supe que era Davo.

Traté de atraer la mirada de Tirón, pero estaba muy ocupado conferenciando con Pompeyo. De repente vi que me señalaba. Pompeyo asintió con la cabeza y se volvió. Me miró directamente, se adelantó a sus guardaespaldas y vino hacia mí. El centurión que había a mi lado se puso firme.

– Oí que me llamabas antes, Sabueso. -Pompeyo parecía cansado e irritable.

– ¿Ah sí, Magno? No lo aparentaste.

– Un orador experto no deja que nada lo distraiga. Tirón dice que tienes noticias para mí.

– Sí, Magno.

– Bien. Centurión, ¿no tienes órdenes de evacuar?

– Sí, mi general.

– ¿A qué esperas entonces para cumplirlas?

– General, he de decirte que este hombre va armado. Lleva una daga. ¿Debo desarmarlo?

Pompeyo sonrió con desgana.

– ¿Te preocupa la posibilidad de un atentado, centurión? Matar no es el estilo de Gordiano. ¿Verdad, Sabueso? -No esperó a que contestara y despidió al centurión y a sus hombres con un gesto seco-. Vamos, Sabueso. Supongo que querrás saludar a tu yerno después de haberte arrastrado por media Italia para verlo. No se me ocurre por qué. Nunca he conocido a nadie tan zopenco. No imagino cómo pude dar un montón de plata por él en otra época.

Respiré hondo.

– ¿Y mi informe, Magno?

Hizo una mueca.

– Aquí no. Ni ahora. ¿No ves que estoy con el agua al cuello? Guarda tu informe hasta que estemos sanos y salvos en el mar.