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– Pompeyo se va a poner furioso -dijo Davo.
– Yerno, tienes una clara tendencia a deducir lo más obvio. -Suspiré, me arrodillé y me armé de valor para mirar más de cerca. El cuerpo sin vida estaba en mi patio, boca abajo, detrás de la estatua de bronce de Minerva, como si fuera un devoto postrado a los pies de la diosa.
Davo se volvió en redondo, protegiéndose los ojos del sol matutino, y echó un vistazo al tejado que cubría las columnas del patio.
– No entiendo cómo el asesino pudo entrar y salir sin que lo oyéramos. -Arrugó la frente con aire de perplejidad, lo que le hizo parecer mayor de lo que era.
«Fornido como una estatua griega e igual de macizo», tal había sido el gracioso comentario de Bethesda. A mi mujer no le había convencido que nuestra única hija se casara con un esclavo, y encima con uno que había tenido la frescura, o la estupidez, de dejarla embarazada. Pero si a Davo le gustaba lo obvio, a Diana le gustaba Davo. Y era innegable que habían engendrado un hijo precioso, el mismo al que en aquel momento yo oía gritar a su madre y su abuela que lo dejaran salir al patio, chillando como sólo un niño de dos años es capaz de chillar. Pero aquella brillante y templada tarde de enero Aulo no podía salir a jugar, porque en el patio había un cadáver
Y no un cadáver cualquiera. El muerto era Numerio Pompeyo, un primo de Pompeyo Magno, aunque un par de generaciones más joven. Había llegado a mi casa él solo hacía aproximadamente media hora, y ahora estaba muerto a mis pies.
– No lo entiendo. -Davo se rascó la cabeza-. Antes de dejar a Numerio en la puerta escudriñé la calle, como hago siempre. No vi que lo siguiese nadie.
Davo había sido esclavo de Pompeyo; guardaespaldas, un trabajo idóneo, dada su corpulencia. Había sido entrenado no sólo para pelear, sino también para estar al tanto de cualquier peligro. Como yerno mío, era el protector de la familia y, en aquellos peligrosos tiempos, se encargaba de abrir la puerta a los visitantes. Consideraba que el hecho de que se hubiera cometido un homicidio dentro de la casa, prácticamente ante sus narices, era un fracaso personal. Al servicio de Pompeyo, un fallo semejante habría propiciado sin duda un duro interrogatorio. Davo iba de aquí para allá, enumerando las preguntas con los dedos.
– ¿Por qué lo dejé entrar? Bueno, porque lo conocía de vista, de cuando trabajaba para Pompeyo. No era un extraño; era Numerio, el primo favorito de mi antiguo amo, que siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. Y venía solo, ni si-quiera traía un guardaespaldas por el que preocuparse, así que no había necesidad de hacerlo esperar fuera. Lo hice pasar al vestíbulo. ¿Le pregunté si llevaba armas? Es ilegal llevar armas dentro de la ciudad, pero nadie hace caso en estos tiempos; de todos modos se lo pregunté, no se enfadó, sacó su daga y me la dio. ¿Lo registré para ver si llevaba más armas, como me dijiste que hiciera incluso con los ciudadanos? Sí, lo registré y ni siquiera protestó. ¿Lo dejé a solas siquiera un momento? No. Me quedé con él en el vestíbulo y envié al pequeño Mopso a avisarte, y esperé hasta que confirmaste que recibirías al visitante. Lo acompañé por la casa hasta el patio. Diana y Aulo estaban contigo, al sol, jugando a los pies de Minerva… exactamente donde ahora está Numerio. Les indicaste que entraran. ¿Me quedé contigo? No, porque también me mandaste entrar. ¡Sabía que debería haberme quedado!
– Numerio comentó que tenía que transmitirme un mensaje confidencial -dije-. Si un hombre no puede tener una conversación privada en su propia casa… -Miré el patio, los setos podados y las columnas brillantemente coloreadas que flanqueaban el sendero. Alcé la mirada hacia la estatua broncínea de Minerva; después de tantos años, su expresión bajo el gran calo de guerra seguía resultándome inescrutable. El patio estaba en el centro de la casa, era su corazón, el corazón de mi mundo, y si no estaba a salvo allí, no lo estaría en ninguna parte.
– No te tortures, Davo. Hiciste lo que debías. Sabías que Numerio era quien decía ser y te quedaste con su arma.
– Pero Pompeyo nunca habría quedado sin protección, ni siquiera…
– Hemos llegado a un punto en que hasta los ciudadanos de a pie han de imitar a Pompeyo y César e ir acompañados del guardaespaldas a todas horas, hasta cuando se limpian el culo.
Davo torció el gesto. Sabía qué estaba pensando: que yo no solía hablar con tanta grosería, que me correspondía estar impresionado sin mostrar emoción alguna, que su suegro empezaba asar demasiado viejo para afrontar sorpresas tan desagradables romo hallar un cadáver en el patio antes de la comida. Volvió a mirar hacia el tejado.
– Pero Numerio no era el peligro, ¿verdad? El peligro era el que lo siguió hasta esta casa. ¡Tenía que ser una lagartija para subir y bajar por las paredes sin hacer ruido! ¿No oíste nada, suegro?
– Ya te dije que estuvimos hablando un rato y luego lo dejé un momento mientras iba a mi estudio.
– Pero sólo está a unos pasos de aquí. Aunque supongo que la estatua de Minerva lo ocultaría. Y tu oído…
– ¡He oído es todo lo agudo que puede ser a los sesenta y un años!
Duro asintió con respeto.
– Menos mal que no estabas fuera cuando llegó el asesino, porque si no…
– ¿También me habría estrangulado? -Toqué la cuerda que rodeaba el cuello de Numerio y se hundía en la carne lívida. Lo habían estrangulado con un garrote.
Davo se arrodilló a mi lado.
– El asesino debió de llegar por detrás, le pasó la cuerda por la cabeza y luego la tensó girando el palo. Una horrible manera de morir.
Me volví, algo mareado.
– Pero silenciosa -prosiguió-. ¡La víctima ni siquiera pudo gritar! Quizá consiguiera soltar un gruñido al principio, pero luego, al quedarse sin aire, su única forma de hacer ruido habría sido golpear algo. ¿Te has fijado en que Numerio removió la grava con los pies? Pero eso no haría ruido. Si hubiera podido golpear a Minerva… Pero tiene las dos manos en el cuello. Tratar de romper la cuerda es instintivo. Me pregunto si… -Volvió a mirar el tejado-. El homicida no tenía por qué ser corpulento. No se necesita mucha fuerza para estrangular a un hombre, por alto que sea, si se le sorprende desprevenido.
– ¿Hablas con conocimiento de causa, yerno?
– Bueno, aprendí muchas cosas mientras me entrenaban como guardaespaldas de Pompeyo.-Esbozó una sonrisa maliciosa que se desvaneció cuando vio mi expresión-. No creerás que yo…
– Claro que no. Pero ¿y si a Pompeyo se le ocurre la misma idea? ¿Tienes algún motivo para guardarle rencor? ¿Algo que yo no sepa? ¿Te maltrató alguna vez cuando eras esclavo suyo?
– No, suegro. ¿Me he quejado alguna vez de él? Era un buen amo. -Volvió a sonreír con picardía-. Además, fue Pompeyo el que me envió a proteger tu casa durante los disturbios clodios… cuando conocí a Diana y… -Se ruborizó.
«Pompeyo te envió a mi casa, te convertiste en el amante secreto de mi hija, concebisteis un niño y me dejasteis ante la alternativa de demandar a Pompeyo por daños y perjuicios, para que te mataran a latigazos, o de comprarte, manumitirte y hacerte mi yerno. ¡Soy yo el que debería guardar rencor a Pompeyo!» Esto pensé, pero no dije nada.
– Sólo quería decir -continuó Davo- que le deseo lo mejor a Pompeyo. No creo que a él le quepa ninguna duda, si es que alguna vez piensa en mí.
– ¿Y Numerio? Dices que era su primo predilecto. ¿Se tomaba libertades con los esclavos cuando iba a la casa del Magno? ¿Te maltrató alguna vez, se burló de ti o te ofendió de alguna manera? -Algunos hombres se habrían aprovechado de un esclavo que era macizo como una estatua griega.
– Jamás. Ya te dije que Numerio siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. Me caía bien.
– ¿Entonces no hay ninguna razón por la que puedas aparecer como sospechoso en la mente de Pompeyo cuando se entere de que a su primo lo han matado bajo mi techo?
– Ninguna.
– Porque verás, yerno, si yo creyera que Pompeyo va a sospechar de ti, puede que sacara el muerto a la calle y fingiera que nunca ha puesto los pies en esta casa. En los tiempos que corren conviene alejarse de los problemas, sobre todo de los problemas con el Magno. -Observé la cara de Davo, que era incapaz de engañar a nadie. Asentí con la cabeza-. Bueno, pues entonces hay que comunicárselo a Pompeyo. Supongo que tendré que hacerlo yo. Cruzaré las murallas de la ciudad, iré a su villa, solicitaré audiencia y le daré la mala noticia. Ya hará él las cosas a su manera. Ayúdame a darle la vuelta a éste.
Oí las voces de mi nieto, que seguía gritando que lo dejaran salir al patio. Bethesda y Diana permanecían en la puerta, mirándome con ansiedad. Era casi un milagro que me hubieran obedecido y no hubiesen salido al patio. Bethesda se dispuso a hablar, pero levanté la mano y negué con la cabeza. Me sorprendió que asintiera y se alejara, llevándose a Diana con ella.
Haciendo de tripas corazón, observé la cara congestionada de Numerio. Era un espectáculo capaz de provocar pesadillas a cualquiera.
Era joven, de veintitantos años, quizá algo mayor que Davo. Sus atractivos rasgos estaban desencajados y eran casi irreconocibles por la mueca de sufrimiento. Respiré hondo. Mientras le bajaba los párpados con los dedos, vi mi reflejo en la negra charca de sus ojos. Ahora entendía por qué mi mujer y mi hija me habían obedecido sin rechistar. Mi cara me asustaba incluso a mí.
Me puse en pie, con las rodillas tan crujientes como la grava que pisaba. Davo se incorporó también, ágil como un gato a pesar de su tamaño.
– Pompeyo se va a poner furioso -dije con seriedad. -Eso ya lo he dicho yo.
– Es verdad, Davo. Pero, como dice el poeta, las malas noticias perduran. El día es joven y no veo la necesidad de salir corriendo para contárselo a Pompeyo. ¿Qué te parece si registramos el cadáver para ver qué llevaba?
– Ya lo registré yo cuando le cogí la daga. En la cintura sólo llevaba una bolsa de dinero y el gancho de la vaina. Nada más.
– Yo no estaría tan seguro. Quitémosle la ropa. Ten cuidado, habrá que ponérsela igual antes de que vengan los hombres de Pompeyo en su busca.
Numerio llevaba ropa interior de lino bajo la túnica de lana. Estaba húmeda de orina, aunque no se había ensuciado. La única joya que lucía era el anillo de ciudadano. Se lo quité y lo examiné; parecía de hierro, sin compartimientos secretos ni dispositivos ocultos. En la bolsa sólo llevaba unas monedas; teniendo en cuenta el caótico estado de la ciudad, no habría sido prudente que un hombre sin guardaespaldas llevara más. Le di la vuelta. No encontré bolsillos secretos.
– Quizá tengas razón, Davo. Parece que, después de todo, no llevaba nada de interés. A menos que… Quítale las sandalias, ¿quieres? Me duele la espalda de estar agachado.
El empeine de las sandalias era de piel negra finamente curtida, con un dibujo de triángulos engarzados, y los cordones le subían por el tobillo hasta la pantorrilla. Las suelas, muy gruesas, tenían varias capas de piel y estaban unidas al empeine con tachuelas. Las sandalias todavía estaban calientes y conservaban el olor de los pies; tenerlas en la mano era un acto de intimidad mayor que manosear sus prendas, incluso que tocar su anillo. Estaba a punto de devolvérselas a Davo cuando vi una irregularidad en la suela, a la altura del talón. Ambas presentaban la misma anomalía en el mismo sitio: dos pequeñas hendiduras, a la distancia de un pulgar una de otra. Al lado de una había un agujero.
– ¿Tienes la daga de Numerio?
Davo puso ceño.
– Sí. ¡Ah, ya entiendo! Pero si quieres cortar las sandalias, puedo ir a la cocina por un cuchillo.
– No, dame la daga de Numerio.
Davo rebuscó en la túnica. Le di las sandalias y me entregó la daga con la vaina.
Asentí con la cabeza.
– ¿Qué ves en esta funda, Davo?
Frunció el entrecejo, sospechando algún tipo de examen.
– Es de cuero.
– Sí, pero ¿qué clase de cuero?
– Negro. -Vio que no me impresionaba y añadió-: Con adornos.
– ¿Cómo son?
– Como los de la empuñadura de la daga.
– Exacto, triángulos engarzados.
Davo miró las sandalias.
– ¡Igual que en las sandalias!
– ¿Y qué quiere decir?
Davo se atascó.
– Quiere decir -expliqué- que la tienda que hizo las sandalias también hizo la daga. Hacen juego. ¿No te parece raro que la misma tienda haga objetos tan diferentes?
Davo asintió con la cabeza, fingiendo entenderme. -Pero ¿vas a cortar las sandalias o no?
– No, Davo, voy a abrirlas. -Sin desenvainarla, inspeccioné la empuñadura de la daga, que era de terebinto de Siria; unos tachones de marfil aseguraban la hoja. Los triángulos ocultaban ingeniosamente el hueco oculto de la empuñadura, que se abrió con suavidad en cuanto descubrí dónde apretar. Dentro del hueco había una llavecita poco mayor que una esquirla de bronce, con un gancho en un extremo.
– Yerno, sostén las sandalias con las suelas hacia mí. -Empecé por la sandalia del pie izquierdo. Las dos hendiduras que había visto en la suela eran en verdad una trampilla diminuta, con gozne a un lado y cerradura al otro. Metí la llavecita en el agujero y, tras un breve tanteo, la trampilla se abrió con un chasquido.
– ¡Extraordinario! -susurré-. ¡Qué arte! Delicado… y al mismo tiempo resistente. -Cogí la sandalia y la puse a la luz, para mirar en la pequeña cámara. No vi nada. Le di la vuelta y la golpeé contra mi mano. No cayó nada-. ¡Vacío! -dije.
– Podríamos hacerle un corte -propuso Davo, deseoso de ayudar.
Lo fulminé con la mirada.
– Yerno, ¿no te he dicho que debernos dejarlo todo tal como estaba para que los hombres de Pompeyo no noten que hemos estado fisgando? -Davo asintió con la cabeza-. ¡Pues eso incluye las sandalias! Dame la otra. -Metí la llave y tanteé hasta que abrí la cerradura.
Había algo dentro. Metí el meñique y saqué unas hojitas de algo que parecía papiro.