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Aquella noche compartirnos campamento y cena con el hombre del peñasco. Pensé que Marco Antonio tendría tanta prisa por informar a César como yo por encontrar a Metón ahora que por fin habíamos llegado a Brindisi. Pero Antonio no era hombre que se privara de la cena (aunque ésta consistiera en una ración de gachas), ni del vino, después de tres duros días a caballo.
Comimos en la ladera, a cielo abierto, sentados en sillas de lona plegables. El viento había cesado. El mar y el puerto estaban tan en calma como un espejo negro que reflejara el manto de estrellas que había en lo alto. Las llamas del barco estrellado contra la barrera se estaban extinguiendo. Tras las altas murallas, la ciudad de Brindisi parecía resplandecer, como si la tierra misma estuviera iluminada. Los corredores encendieron las antorchas que había en la parte superior de las torres de vigilancia y en las almenas, hasta que todo el perfil de la muralla quedó iluminado como si fuera una serpiente arrastrándose. Fuera del recinto, el ejército de César era una extensión de cientos de fogatas. Más allá del ejército invasor, hacia el oeste, las faldas de los Apeninos quedaban ocultas en la oscuridad mientras que la cima se perfilaba contra los últimos rayos del sol poniente.
– ¡Hoy hemos visto una batalla! -exclamó Antonio, que parecía contentísimo, a pesar de que la flota de Pompeyo había conseguido entrar.
– Y mañana es probable que veamos un asedio -señaló Vitruvio. Antonio lo había invitado a cenar con nosotros para que siguiera explicándonos las obras de ingeniería empleadas en la construcción de la barrera de espigones. Vitruvio se puso a enumerar después, en mi honor, las máquinas y estrategias que habría que desplegar ciando César lanzara sus fuerzas contra los defensores de Brindis¡: escalas, torres de asalto con ruedas, arietes, zapadores para socavar las murallas y minar los cimientos, soldados que avanzarían en formación de tortuga, rodeados por escudos y lanzas que sobresalían.
Me puse a pensar en Davo. ¿Dónde estaría en aquel preciso momento? ¿Seguiría teniéndolo Pompeyo como guardaespaldas personal? Confiaba en que así fuera, aunque nadie sabía adónde habría ido a parar por el capricho o la conveniencia de Pompeyo. Quizá estuviera vigilando la muralla de la ciudad, paseando en aquellos instantes entre las figurillas iluminadas de las almenas, con el capote puesto para protegerse del frío de la noche y contando las horas que faltaban para el amanecer. O tal vez había tomado parte en la batalla de aquel día, enrolado en uno de los barcos de asalto de Pompeyo. Davo no sabía nadar. Lo había dicho Diana. Bueno, yo tampoco sé. ¿Hay algo peor que estar encerrado en un barco que navega directamente hacia el peligro? Ver a los heridos debatiéndose entre las olas era lo que más me había horrorizado aquel día, más aún que el barco ardiendo. ¿Había estado Davo entre aquellas figuras diminutas que braceaban y gritaban entre los restos del naufragio?
¿Y Metón? Volví a ver la vela incendiada cayendo sobre los soldados que corrían para escapar. ¿Había estado mi hijo entre ellos? No parecía probable. César lo tenía a su lado. Quizá en aquel momento estaba acampado con el grueso del ejército, lejos de las murallas de la ciudad, cenando en el comedor privado del general en jefe, tomando notas mientras César discutía con sus capitanes la estrategia del día siguiente.
¿Quién corría más peligro, Davo o Metón? Juzgando por el aspecto superficial de las cosas, cualquiera habría dicho que Davo, supongo. Pero yo no estaba tan seguro.
Mucho después de haber devorado el plato de gachas, Antonio seguía tendiendo la copa para que se la llenaran de vino. En cuanto se emborrachó, insistió en que Vitruvio y el centurión de guardia se le unieran para cantar canciones obscenas. Casi todas eran sólo vulgares, pero una tenía gracia; versaba sobre un oficial pequeño y afeminado que prefería quedarse en casa probándose los vestidos de su mujer, pero que al final era el luchador más valiente de todos. Basta de humor militar, me dije. Los hombres necesitan hacer un poco el tonto para distraerse, y vino para olvidar las carnicerías como la que habíamos presenciado aquella jornada.
Marco Antonio seguía cantando obscenidades cuando me levanté y fui a la tienda de los oficiales, donde me habían reservado una plaza. Me tumbé en el camastro, pero no podía dormir. No dejaba de pensar en Metón y en Davo, ni de preguntarme qué nos depararía el nuevo día. Cuando salí de Roma, pensaba que tenía un plan. Ahora, exhausto por el viaje y enfrentado a la realidad de la situación, me parecía que cualquier idea que hubiera surgido en mi mente se había desvanecido como el rocío de la mañana. Estaba fuera de mi elemento. Me sentía pequeño e insignificante, desbordado por las fuerzas que me rodeaban. Ahora que se aproximaba el momento crítico no me sentía tan valiente como había esperado.
La lona de la entrada se movió. Alguien entró a hurtadillas y se movió entre los camastros. O un susurro.
– ¿Gordiano?
Era Tirón. Me levanté de la cama, me envolví en la manta y lo empujé hacia fuera.
– ¿Tú tampoco puedes dormir? ¿No es bastante cómodo para ti el carro de las provisiones?
– Está lleno de bultos -se lamentó Tirón-. Fórtex y yo nos turnamos para dormir. No estoy totalmente seguro de que Antonio no me haya reconocido.
– Pero si ni siquiera te ha mirado. Nadie se fija en los esclavos a menos que sean jóvenes y guapos.
– Aun así, todas las noches creo que van a estrangularme mientras duermo. -Pensé en el carretero, estrangulado mientras deliraba, pero no dije nada-. ¿Qué pasará mañana, Gordiano?
– No lo sé. Si tengo suerte, veré a Metón.
– ¿Y a César también?
– Quizá.
– Llévame contigo.
Puse ceño.
– Creía que habías recorrido todo este camino para ver a Pompeyo, no a César.
– Y así es. Me voy de Italia por aquí, Gordiano. Tengo intención de encontrarme en el barco de Pompeyo cuando éste zarpe rumbo a Dyrrachium.
– Eso no me lo habías dicho.
– No necesitabas saberlo. Pero antes de marcharme, si se presenta la oportunidad, me gustaría mirar dentro de la tienda de César.
– ¿Para matarlo?
– No bromees, Gordiano. Sólo quiero echar un vistazo. Nunca se sabe si podría ser de utilidad más tarde.
– ¿Quieres que te ayude a espiar a César?
– Me debes un favor. ¿Acaso habrías podido venir con semejante presteza desde Roma sin mí?
– ¿Y tú habrías sobrevivido los últimos cuatro días si yo no hubiera mentido por ti, Tirón? -le espeté-. Creo que estamos en paz.
– Pues entonces hazlo como un favor y yo te haré otro a ti. ¿No querías entrar en Brindisi para arrebatar a tu yerno de las manos de Pompeyo?
– Si puedo.
– ¿Y cómo piensas atravesar las murallas de la ciudad, con el ejército de César a un lado y el de Pompeyo al otro? -No estoy seguro -admití.
– Puedo introducirte, vivo y de una pieza. Vendrás conmigo y con Fórtex. Pero a cambio de ese favor quiero que me lleves contigo cuando vayas a ver a Metón… y a César.
Negué con la cabeza.
– Imposible. Es más probable que César reconozca a quien no reconoció Antonio. ¡César ha cenado en casa de Cicerón! Ha tenido que verte muchas veces, y no sólo tomando notas taquigráficas en el Senado.
– Me ha visto, sí, pero nunca me ha mirado. Tú mismo lo has dicho: nadie se fija en los esclavos.
– César se fija en todo. Estás arriesgando la cabeza, Tirón.
– O no. ¿Qué pasará si me reconoce? César está deseando hacer gala de su clemencia.
– Clemencia para los senadores y los generales, Tirón, no para los libertos y los espías.
– Correré el riesgo. Si alguien pregunta quién soy, dices que soy Soscárides, el viejo tutor de Metón.
– ¿Te olvidas de Metón? ¿Se supone que también tiene que mentir?
– ¡Hazlo por mí, Gordiano! Si quieres entrar en Brindisi antes de que tu yerno caiga en las murallas o navegando hacia Dyrrachium, hazme este favor.
– Lo consultaré con la almohada -dije, sintiéndome súbitamente cansado. Bostecé. Cuando abrí los ojos, Tirón había desaparecido. Volví a la tienda.
A pesar de la preocupación y de los horrores que había presenciado aquel día, me dormí enseguida, aunque no me libré de los sueños. No fueron llamas, ni agua, ni desfiladeros, ni marchas forzadas lo que llenaron mis sueños. Fue Emilia, la amante de Numerio. La veía con un recién nacido en los brazos, sonriente y feliz. Yo sentía un gran alivio y me acercaba a mirar, pero tropezaba con algo que había a mis pies. Bajaba la mirada y veía el cadáver de Numerio, que sin saber cómo también era el del carretero, con el cuello atenazado por un garrote. El niño de Emilia había desaparecido. La joven temblaba y lloraba. La parte delantera de su túnica, la que le quedaba entre las piernas, estaba empapada en sangre.
Me desperté sobresaltado. Marco Antonio estaba inclinado sobre mí, con los ojos enrojecidos.
– ¡Amanece, Gordiano! Es hora de que dé novedades a César y tú veas a tu hijo. Mea si lo necesitas. Luego recoges a tus esclavos y nos vamos.
Antes de que bajáramos a caballo hasta el campamento principal, Antonio quiso echar un último vistazo a la barrera de espigones desde la montaña. Había nubes, pero el horizonte estaba despejado. El sol nos daba en los ojos y los reflejos centelleantes del agua impedían ver nada. Parecían haber retirado durante la noche los restos del barco incendiado. Los hombres estaban ocupados reparando los daños de la barrera de plataformas y continuaban con la construcción.
– Vitruvio ya estará allí -dijo Antonio-. Anoche me comentó que espera añadir hoy otra plataforma a cada extremo de la barrera, para estrechar más la bocana. ¡Los barcos que entraron ayer van a tenerlo difícil para salir!
Cabalgamos hacia la llanura. Antonio iba rodeado por un pequeño grupo de oficiales. A mí me acompañaban Tirón y Fórtex. El campamento era como una ciudad, probablemente más populosa que Brindisi y sin duda más ordenada, con las filas de tiendas separadas por el mismo espacio. Algunos soldados hacían cola para recoger el rancho matutino. Otros, que ya habían comido y se habían preparado para la batalla, marchaban a ocuparse de las zanjas y las máquinas de asedio que había al pie de las murallas de la ciudad.
Yo estaba asombrado por la rapidez con que César era capaz de movilizar semejante número de hombres y equipamiento. Diez días antes, la llanura que rodea Brindisi estaba vacía; ahora era la residencia de treinta y seis mil hombres, y todos parecían saber exactamente dónde se encontraban y cuál era su obligación en cada momento. Treinta días antes, ninguno de aquellos hombres había estado a menos de trescientos kilómetros de Brindisi y Domicio todavía dominaba Corfinio. Sesenta días antes, César acababa de cruzar el Rubicón. La escala y la rapidez de la operación eran impresionantes. Compadecía a los galos que se habían enfrentado a semejante fuerza. Lo lamenté por Pompeyo.
Pasamos un control y Antonio tuvo que responder por mí. Mientras nos acercábamos al centro del campamento, se me acercó. Vi que dirigía una mirada recelosa a Tirón y a Fórtex, como si los viera por primera vez.
– ¿Estás seguro, Gordiano, de que puedes responder por tus dos esclavos?
Apenas vacilé.
– Desde luego. ¿Por qué lo preguntas?
– En realidad, por nada. Es sólo que, desde que cruzamos el Rubicón, y aun antes… En fin, corren ciertos rumores…
– ¿Qué clase de rumores?
– Una conjura para matar a César. Bulos, naturalmente. Noté que un escalofrío me recorría el espinazo.
– ¿Y César se los torna en serio?
– ¡César cree que es inmortal! Pero ¿qué hombre no está hecho de carne y hueso? -La resaca le hizo gruñir y se masajeó las sienes-. Es sólo que… verás, cada vez que respondo por ti, respondo también por tus esclavos. Por supuesto, tú estás por encima de toda sospecha, Gordiano. No hay ni que decirlo. Pero los esclavos que viajan contigo…
– Me hago totalmente responsable de mis esclavos, tribuno. -Mantuve la mirada firme.
– Desde luego, Gordiano. No pretendía ofenderte. -Me dio un manotazo en la espalda y apretó el paso para ponerse a la altura de sus hombres. No volvió a mirar a Tirón ni a Fórtex.
Respiré hondo para tranquilizarme y miré de reojo a Tirón. Me parecía que sujetaba con demasiada fuerza las riendas, pero se mantenía inexpresivo. Estaba claro que lo había oído todo; Antonio no era de los que bajaban la voz cuando hay esclavos cerca. Pensé en Daniel en el foso de los leones, una historia que me había contado Bethesda, que a su vez la había oído por boca de su padre, que era hebreo. ¿Tirón se sentía de la misma forma, colándose en el campamento de César, guiado por un tribuno que lo despellejaría vivo gustosamente? Pero allí estaba, a pesar de su miedo. Me pregunté si yo sería capaz de reunir tanto valor en las horas venideras.
Llegamos a una tienda grande, más elegante que las otras, de lona roja con bordados en oro y decorada con banderines. Había mensajeros a caballo aguardando en la entrada. Al acercarnos, un soldado salió de la tienda y dio una orden al primero, que partió de inmediato. Entretanto llegó otro mensajero, desmontó y entró a toda prisa en la tienda.
– Reconocimiento matutino -explicó Antonio-. Llegan los informes de los espías y salen las órdenes. El interior es un nido de abejas.
– Quizá debería esperar fuera.
– Tonterías. De lo único que tienes que preocuparte es de que no te pisen. -Bajó del caballo y me ofreció la mano-. Deja a los esclavos fuera.
Miré a Tirón y me encogí de hombros. Yo había cumplido con mi parte. Después de todo, el espía de Cicerón no iba a poder ver por dentro la tienda de César. Sin embargo, había subestimado su tozudez.
Bajó del caballo.
– ¡Por favor, amo! Déjame entrar contigo.
– Ya has oído al tribuno, Soscárides.
– Pero me has traído aquí para dar una sorpresa a Metón y ver qué cara pone. Si hablas con él y mencionas que estoy aquí, ¿dónde estará la sorpresa? Y cuanto más esperes, más agitado se volverá el día. Puede que en menos de una hora ya se libre una batalla…
– El tutor tiene razón -convino Antonio-. Cuanto antes mejor. ¿Quién dijo eso, tutor? -preguntó mirando a Tirón fijamente.
– Eurípides -contestó Tirón.
Antonio frunció el entrecejo.
– ¿Estás seguro? A mí me dijeron que había sido Cicerón, en la sala de sesiones del Senado.
Tirón se puso rígido.
– Sin duda, tribuno. Pero Eurípides lo dijo antes. Antonio se echó a reír.
– ¡Hablas como un verdadero tutor! En fin, supongo que no eres espía ni sicario. Que entre contigo, Gordiano. Sorprende a Metón.
– Sí, amo, por favor -dijo Tirón.
– O eso o que le den una paliza por su insolencia -sugirió Antonio. No estaba bromeando.
Miré a Tirón y consideré seriamente la alternativa. Podía ver las ruedas que giraban en el fondo de sus ojos.
– ¡La fecha! -soltó de repente.
Antonio lo miró con aire confuso.
– Pasan dos días de los idus -dijo Tirón-. ¡Estarnos en los Liberalia! -Recordé a Cicerón y a su mujer discutiendo sobre la inminente festividad de los Liberalia y sobre la puesta de la toga viril de su hijo-. No puedes castigar a un esclavo por expresar su opinión en la fiesta del padre de la libertad. amo. Dejar que los esclavos hablen libremente es parte de la celebración. -Puso cara de estar satisfecho de sí mismo.
– ¿Ya son los Liberalia? -musitó Marco Antonio-. Siempre se me olvidan los días de fiesta durante las campañas militares. Tenemos augures para fijarse en el calendario y hacer los sacrificios correspondientes, y a ellos les dejamos la responsabilidad. Bueno, yo ya conmemoré anoche a mi manera al dios del mosto y estoy listo para pasear un falo gigante por el campamento y cantar canciones obscenas, aunque dudo que tengamos tiempo. Pero el esclavo tiene razón, Gordiano, deberías indultarlo. Tenemos que recabar el favor de todos los dioses, incluido Baco.
Tirón me miró arqueando una ceja. Yo le devolví la mirada fríamente.
– Muy bien, Soscárides, ven conmigo. Fórtex, quédate aquí con los caballos.
Dentro de la tienda los mensajeros iban de un lado para otro y los grupos de oficiales no dejaban de hablar, pero la escena resultaba más ordenada de lo que esperaba. La metáfora de Antonio era correcta: no se trataba del movimiento frenético de un hormiguero asustado, sino de la actividad uniforme de una colmena.
Casi todos los oficiales aparentaban la misma edad que Marco Antonio, unos treinta años o menos. Reconocí a unos cuantos, aunque estaba más acostumbrado a verlos con la toga senatorial. Con la coraza puesta me parecían niños. Sus caras estaban radiantes de emoción. Recordé al viejo y lisiado senador Sixto Tedio, arrastrándose para estar junto a Pompeyo. El contraste era devastador.
Un destello rojo atrajo mi mirada. En medio del gentío reparé en una cabeza calva que destacaba en la multitud de cabezas peludas, y vi a la reina de la colmena. En aquel momento le estaban poniendo un peto dorado aún más elegante que el de Marco Antonio. El destello rojo era de su capa. César era famoso por su capa roja, que llevaba en el campo de batalla para que lo vieran siempre, tanto sus hombres como el enemigo. Incluso mientras lo vestían parecía escuchar a tres mensajeros a la vez. Sus ojos profundos miraban al frente. Asentía con la cabeza de vez en cuando, como abstraído, tocándose la frente con la mano y echándose hacia delante el pelo que le quedaba en las sienes. Su expresión era decidida y atenta, pero distante. Sus finos labios esbozaban un asomo de sonrisa.
Yo era diez años mayor que César y aún tenía la costumbre de pensar en él, de acuerdo con la temprana reputación que se había labrado en el Senado, como en un joven aristocrático y radical que creaba problemas. Todavía los creaba, pero ahora andaba por los cincuenta años. A los ambiciosos y fervientes jóvenes de la tienda debía de parecerles una especie de padre, el brillante hombre de acción que aspiraban a emular, el caudillo que los guiaría hacia el futuro. ¿Qué atractivo podían tener para aquellos jóvenes las reliquias enmohecidas como Pompeyo y Domicio? Las conquistas de Pompeyo eran cosa del pasado. La gloria de Domicio era de segunda mano, heredada de una generación ya muerta y enterrada. César encarnaba el presente. El fuego de sus ojos era la chispa divina del destino.
Miré alrededor. Tirón estaba detrás de mí, fijándose en todo, y Antonio había desaparecido. Lo vi al otro lado de la tienda, abrazando a un hombre que llevaba una coraza prácticamente idéntica a la suya. Cuando se separaron, advertí que se trataba del tribuno Curión. Los dos eran amigos de toda la vida. Algunos decían que incluso algo más que amigos. Cuando sus relaciones adolescentes se convirtieron en materia de chismorreo, Cicerón había instado al padre de Curión a que los separase diciéndole que Antonio estaba corrompiendo a su hijo. Antonio fue expulsado de la casa de Curión, pero no sirvió de nada; se metía en su dormitorio por el tejado. Así continuó una historia que Antonio nunca había negado. Ahora eran soldados curtidos y en el último año ambos habían sido elegidos tribunos. Cuando estalló la crisis, huyeron de Roma juntos para reunirse con César antes de que cruzara el Rubicón.
La tienda parecía estar atestada de hombres así, todos llenos de energía y vehemencia, todos proyectando el brillo invencible de la juventud. Me hacían sentir viejo y muy inseguro.
Miré alrededor en busca de la cara que tanto anhelaba ver. Sufrí un sobresalto. Metón estaba detrás de mí, profundamente consternado.
Mi hijo no parecía contento de verme.